25 cuentos clásicos para leer en 5 minutos

Ricard Zaplana

Fragmento

cap-1

Desde muy pequeño, lo que más le gustaba a Martín eran los libros. De bebé se los llevaba a la boca como si fueran un chupete. Luego, al salirle los primeros dientes, los mordía para aliviar el dolor y ya empezaba a fijarse en los dibujos llenos de colores y en aquellas cosas llamadas letras que tanto le gustaban y que aún no sabía que servían para leer.

Mientras algunos de sus amigos se pasaban las tardes jugando al escondite, a la comba, trepando a los árboles, peinando a sus muñecas, montando en bicicleta o desordenando la habitación, Martín se tumbaba en la cama al llegar del cole y miraba libros y más libros. Y no paró hasta que aprendió a leer él solito.

A los seis años Martín ya sabía escribir. Llenaba hojas y hojas de dibujos y palabras que guardaba en su habitación. Y soñaba con escribir sus propios cuentos. El día en que cumplió siete años, sus padres le regalaron un cuaderno y un bolígrafo como los de los escritores de verdad. ¡Ya estaba preparado!

Al día siguiente, después de merendar, Martín abrió su cuaderno nuevo y se preparó para escribir su primer cuento. Pero entonces se dio cuenta de que no sabía cómo empezarlo. No se le ocurría ninguna historia.

Su padre lo encontró muy serio, mirando su cuaderno.

–¿Qué te pasa, Martín? –le preguntó.

–Que no tengo ideas para escribir –contestó con voz triste–. Así nunca voy a ser escritor.

–Si solo te faltan las ideas, no te preocupes –lo tranquilizó su padre–. Lo importante es tener ganas, e intentarlo una y otra vez.

–¡Si ya lo hago, papá!, pero no me sale nada.

–Tranquilo, Martín –le dijo su padre–. Vamos a hacer una cosa. Esta noche pediremos permiso a mamá para dormir en el desván, tú y yo solos.

–¿En el desván? ¿Y de qué va a servir? –preguntó Martín.

–Confía en mí, Martín, mañana tendrás un montón de ideas. Ya lo verás.

Por la noche, padre e hijo subieron al desván con sus sacos de dormir. Era una única habitación enorme, con un tragaluz en el techo y las paredes llenas de estanterías, que guardaban los libros del abuelo de Martín. También había un antiguo baúl que el chico no había visto nunca.

Martín y su padre se tumbaron boca arriba y en silencio empezaron a contemplar la luna y las estrellas, que inundaban de luz el desván. Al cabo de un rato, su padre se durmió y Martín dudó si volver a su cama. No parecía que allí se le fueran a ocurrir demasiadas ideas.

De pronto escuchó un chirrido. Provenía del baúl. Se estaba abriendo poco a poco. Muerto de miedo, Martín se apretó contra su padre, se tapó la cara con las manos y se hizo el dormido. Mirando entre los dedos, vio asomar un par de cabezas.

–¿Ya duermen? –preguntó un guisante.

–Sí, como troncos –respondió una ratita.

–Abracadabra, estoy como una... –gritó un hada un poco rara.

–¡Shhhhhh! –ordenó un sapo muy feo–. ¡Que no se oiga ni una mosca! Salgamos sin hacer ruido, que esta noche tenemos visita.

Y Martín, alucinado, vio salir del baúl a un puñado de individuos y animales diminutos. A algunos los conocía de algún cuento que ya había leído, otros no tenía ni idea de quiénes eran. Había hadas, princesas, magos, ogros, gigantes, una hormiga que comía pizza, un oso con el pelo rizado, dos vacas que charlaban entre ellas… Todos se fueron hacia las estanterías del abuelo y empezaron a leer y a jugar. El chico no se atrevía a moverse por miedo a que lo descubrieran, pues no quería perderse aquel espectáculo tan fantástico. Podría haberse quedado horas y horas observando a aquellas criaturas, pero al final se durmió.

A la mañana siguiente, Martín se despertó solo en el desván. Lo primero que hizo fue abrir el baúl. Encontró un montón de papeles con dibujos y palabras que parecían de cuando su abuelo era niño. Mientras los hojeaba, lo llamaron para desayunar. En la cocina lo esperaban sus padres, tomando un café.

–Como dormías tan a gusto no he querido despertarte –le dijo su padre.

–¿Y hoy qué haremos, chicos? –preguntó mamá– ¿Quieres ir al cine, Martín?

–O mejor, podríamos ir al zoo –sugirió papá.

–¿Y por qué no nos quedamos en casa? –propuso Martín.

–De acuerdo Martín –respondieron los dos–, pero nada de televisión.

–No, os lo prometo, pero ¿puedo subir al desván?

–Puedes, siempre que quieras –respondió su padre, a quien se le estaba escapando la sonrisa por debajo de la nariz–. Pero ten cuidado con las cosas del abuelo.

Martín se fue corriendo a su cuarto, cogió el cuaderno y el boli y subió al desván. Se tumbó en el suelo y empezó a escribir.

«Todo el mundo conoce el cuento de Hansel y Gretel...»

cap-2

Todo el mundo conoce el cuento de Hansel y Gretel, el de los dos hermanos pobres que se perdieron en el bosque y llegaron a una casita de chocolate de una vieja muy simpática que les dio de cenar y los dejó quedarse a dormir. Cuando los chicos despertaron, la vieja simpática se había transformado en una bruja malvada que se los quería comer. Pero al final lograron escapar arrojando a la bruja dentro de una olla de agua hirviendo.

Todo el mundo conoce este cuento, pero a mí siempre me lo han explicado de otra manera y me gusta tanto que os lo voy a contar. Ahí va.

Dice el cuento que me explicaron que un día Hansel y Gretel se perdieron en el bosque mientras recogían leña y llegaron a una casita muy bonita. La dueña de la casa era una viejecita muy simpática que los invitó a entrar y les preparó unos platos riquísimos. Y los dos niños comieron tanto y estaban tan cansados que se durmieron en la cama de la anciana.

Pero a la mañana siguiente se encontraron encerrados en una jaula. La casita ya no era tan bonita y la viejecita ya no parecía tan simpática. Daba miedo, mucho miedo.

–¡Qué ganas tenía yo de comerme un buen plato de niño con verduras! –les gritó, enseñando los cuatro dientes que le quedaban–. Empezaré por ti, chiquillo –añadió, señalando al pobre Hansel–, y tú, niñata, ¡sal de la jaula y empieza a limpiar la casa!

La vieja iba preparando platos para que los niños se los comieran y engordaran un poco: macarrones con tomate, sopa de lentejas, pollo con patatas, albóndigas, merluza empanada, croquetas... Cuanto más gorditos estuvieran, más sabroso sería el guiso con las verdu

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