Secreto de confesión
Empujé el postigo hacia dentro e inmediatamente arrugué la nariz. Era como volver a entrar en la capilla del colegio; todas las iglesias del mundo olían igual.
Una mujer de pelo canoso pasó por mi lado y me aparté, sonriendo sin enseñar los dientes. La desconocida me devolvió el gesto y caminó sigilosamente hacia los bancos de madera. La seguí con la mirada, casi sin verla. Tragué saliva.
No podía creerme lo que estaba a punto de hacer.
Miré hacia los dos lados y empecé a caminar por el lateral derecho del edificio, pegándome todo lo que pude a la pared de piedra. Habría unas cuatro personas repartidas por toda la sala, pero por suerte ninguna me estaba prestando demasiada atención.
«Claro que no me prestan atención —pensé—. Ni que pudieran leerme la mente.» Si pudiesen, probablemente ya se habrían levantado para echarme de allí. Eso, o alguien se habría acabado desmayando. Sonreí, nerviosa, imaginándome la escena. Habría sido bastante divertido.
Avancé un par de pasos más y enseguida di con lo que estaba buscando. Cogí aire y lo solté poco a poco como me había enseñado mi amiga Eva en momentos de estrés, intentando tranquilizarme, aunque no funcionó demasiado.
Paré delante del confesionario, mirándolo de arriba abajo.
Era más grande de lo que me había imaginado.
El confesionario era uno de esos con cabinas dobles de madera tallada, muy bonito, cuidado y antiguo, con una puerta a cada lado y una separación entre ambas.
Cuadré los hombros, cogí la manilla que tenía delante y, sin pensármelo dos veces, entré.
Cerré la puertecilla detrás de mí y me quedé completamente a oscuras. La única luz que entraba era la que se filtraba a través de las rendijas del techo y de la celosía que separaba los cubículos. Era casi imposible ver lo que había a cada lado. Eso, por lo menos, también jugaba en mi favor.
Oí cómo se abría la puerta del otro lado y salté un poco sobre el asiento. Me mordí el labio con tanta fuerza que casi me hice sangre. Me palpitaba el corazón a toda velocidad.
Un cura vestido de negro se sentó a un par de centímetros de mí, haciendo crujir el banco de madera.
—Ave María purísima.
—Sin pecado concebida.
Parecía un hombre de unos cuarenta años de edad. No, quizá un poco más joven; debía de estar en el final de la treintena. Entrecerré un poco los ojos, intentando verle la cara. Sí, definitivamente; era el típico cura con pinta de saberlo todo, pero con ese aura inocente de alguien que no ha tenido sexo en su vida. En su vida o en mucho, mucho tiempo.
Eso sí, tenía un toque atractivo.
El hombre se había quedado allí sentado, sin hacer nada. Me aclaré la garganta. Quizá estaba esperando a que yo dijese algo. No recordaba bien el proceso, la verdad. Hacía quince, o quizá veinte años que no pisaba una iglesia por otra cosa que no fuese turismo, menos aún para confesarme. Por un momento sentí como si hubiese vuelto al colegio. Vi a sor María, con la cara seria enmarcada en la toca, exigiendo que fuese a «redimir mis pecados». Mi yo de once años ya era poco devota por aquel entonces.
—Perdóneme, padre. Hace mucho que no vengo a confesarme —dije al final.
El cura respondió con voz tranquila y alentadora. Seguía sin poder verlo bien, pero me lo imaginé sonriendo.
—No pasa nada, cuando quiera puede decirme lo que le preocupa.
Reprimí otra risa nerviosa. Levanté la vista y clavé los ojos en el techo de la cabina, intentando concentrarme.
—Pues, verá —continué—, es algo que me pasa últimamente, ¿sabe? Siempre he intentado ser la mejor versión de mí misma, y creo que en general no lo hago mal, pero…
El sacerdote esperó pacientemente a que continuase. Físicamente no había sitio a donde ir, pero es que ni aunque lo hubiese habido no habría sabido dónde meterme. Cogí aire, intentando parecer decidida.
—Últimamente, bueno, digamos que tengo… —¿Cómo se le decía algo así a un cura?—. Muchos… ¿deseos carnales?
Se hizo un silencio incómodo. Oí al hombre removerse en el asiento, haciendo rozar la sotana contra la madera.
—No se preocupe, señorita —respondió él, intentando guardar las formas—. A veces hay fuerzas mayores, deseos, que nos nublan la mente e intentan apoderarse de nosotros. Si la confunden o le impiden pensar con claridad, entonces debe…
—No, padre, es más fuerte que eso —lo interrumpí, sorprendiéndome a mí misma.
—¿Qué quiere decir?
—Son deseos que ocupan mi mente todo, todo el rato —continué, urgente—. No consigo frenarlos. Cada vez son más perversos.
—Rece entonces diez avemarías y cinco padrenuestros.
Se disponía a irse.
—Pero, padre, ¿y si soy ninfómana? Por favor, ayúdeme… —le interrumpí.
El pobre cura tosió un poco y yo me tapé la boca para evitar soltar una carcajada.
—Debe tener fe en Dios —continuó, preocupado—. Puede intentar rezar un poco cada noche, o venir los domingos. Venga cada día, si lo prefiere. Este templo siempre estará aquí para ayudar a los que lo necesiten. Mantenga la cabeza ocupada en Dios.
—Pero, padre, es muy difícil. No paro de pensar en cuerpos… desnudos. Cuerpos desnudos —repetí con más decisión, tapándome la cara con la mano—. Cuerpos desnudos que acarician otros cuerpos desnudos.
Genial, qué elocuente.
—Se… señorita, por favor, intente no centrarse en el pecado. Recemos un…
—Lo intento, de verdad, pero me viene a la mente un… un pene.
—¿Un… ?
—De un hombre. Erecto, rozándome el cuerpo.
—«Padre nuestro que estás en el cielo» —empezó el cura apresuradamente—, «santificado sea tu nombre…» Rece conmigo, por favor.
—«Padre nuestro que estás en el…» Lo siento, pero tengo que preguntárselo: ¿cómo puede aguantar usted el celibato?
—Señorita, por favor, concéntrese y rece. Creo que le hará bien para empezar. «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad…»
—Llámeme Julia, por favor.
—Julia, por favor, concéntrese. «Hágase tu voluntad…»
En ese momento, la puerta de mi lado del confesionario empezó a abrirse. La madera vieja chirrió junto a las bisagras y yo volví al rezo rápidamente, intentando camuflar el sonido. No me atreví a girarme del todo, pero parecía que el clérigo seguía totalmente absorto, ajeno a la portezuela que se abría y a la persona que, silenciosamente, había empezado a asomar la cabeza dentro del cubículo.
El invitado sorpresa miró al cura, me miró y sonrió. Esa sonrisa perversa me ponía a mil, y él lo sabía. Me lo imaginé con unos cuernos, listo y confiado, pícaro como un demonio.
Se coló en el confesionario tan sigiloso y escurridizo como pudo, cerrando la puerta detrás de él. Parecía casi un milagro que el cura no se diese cuenta de que alguien más había entrado.
Con cuidado, me levanté ligeramente y dejé que mi nuevo acompañante ocupase mi lugar en el banquillo de madera para poder sentarme sobre sus piernas. Me dejé caer sobre él y, al hacerlo, noté un bulto apretarse contra mi nalga. Seguí rezando, pero restregué un poco mi trasero contra él, para que supiera que lo había notado. Pero él se quedó quieto, en silencio, observando la situación.
—«… no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén» —terminó.
El cura levantó la cabeza, miró hacia la celosía y, por un breve segundo, pareció que iba a levantarse.
Entré en pánico.
Hice lo primero que se me ocurrió. Me moví hacia delante para alejar la mirada del cura de quien tenía detrás, me desabroché los dos primeros botones del cuello de la blusa y metí la mano, tocándome el pecho. Los ojos del clérigo se abrieron, asustados.
—Señorita Julia, eso no es apropiado. Le pido que…
—Discúlpeme, padre. ¿Ve lo que le decía? No puedo evitarlo, me dejo llevar.
—Si no puede comportarse, tendré que pedirle que se vaya.
Por primera vez en toda la conversación el tono del cura se había endurecido. Parecía enfadado. Volví a cerrarme los botones de la blusa y levanté las dos manos hacia él en signo de paz.
—Perdóneme, padre; deme otra oportunidad, volvamos a rezar juntos. Necesito su ayuda, no se vaya.
Me miró y, después de pensárselo un momento, se echó otra vez hacia atrás en el banco de madera. Un poco molesto, volvió a empezar con otro rezo.
—«Dios te salve, María; llena eres de gracia. El señor es contigo.»
Solté un suspiro de alivio. Repetí la letanía al unísono y apoyé la espalda en el pecho de mi compañero, que enseguida se relajó. Noté su aliento en mi nuca. Se estaba aguantando la risa; una risa maléfica que se extendió hasta sus manos cuando empezó a tocarme por detrás. Me dio un beso en la base del cuello, justo por encima del borde de la camisa. Tuve que hacer acopio de cada gramo de fuerza que tenía para no dejar de rezar.
—«Bendita tú eres entre todas las mujeres...»
Escurrió la mano izquierda por el espacio que quedaba entre nosotros para llegar a desabrocharse el pantalón. Noté cómo forcejeaba con la cremallera del tejano, intentando hacer el menor ruido posible, hasta que pudo sacar el bulto duro y caliente que había estado haciendo presión contra mi nalga hasta entonces. Lo puso justo detrás de mí, me cogió el trasero con ambas manos e hizo fuerza hacia arriba, indicándome que me levantara. Carraspeé un poco, intentando disimular el movimiento. Me levantó la falda como pudo y yo intenté que no se subiera también por delante, sujetándola por el dobladillo.
El invitado colocó su miembro entre mis piernas y se quedó quieto de nuevo. El corazón me latía tan fuerte que empecé a notarlo en la entrepierna. Me palpitaba todo el cuerpo. Un calor repentino me subió por el pecho y me llegó hasta las mejillas. Probablemente las tenía rojas como tomates, como me pasaba siempre. Menos mal que estábamos a oscuras.
Con una mano, mi acompañante apartó la tela del tanga que llevaba puesto. Empezó a restregarse contra los pliegues de mi sexo, mojando su erección en mí, lentamente.
Estaba empapada. La voz me tembló.
—«Bendita… Bendita tú eres entre to… todas las mujeres.»
—¿Julia? ¿Se encuentra bien?
Abrí los ojos y enseguida los bajé hasta mi falda. Los había cerrado en algún momento sin darme cuenta. El cura se había girado hacia mí y, aunque no podía verlo bien, me lo imaginé con el ceño fruncido, preocupado, con las manos aún puestas en su libro.
—Sí, no se preocupe. Siga, por favor. Estoy mucho mejor.
—Bien, bien, me alegro de que esté más tranquila.
«En este momento solo hay una cosa que pueda tranquilizarme», pensé. Pero sonreí a través de la rejilla de madera, alentando al padre, y este reanudó la oración un poco más animado que antes. Recé con él, cerrando los ojos, y el invitado me mordió la oreja. Entre uno y otro, pensé, acabarían conmigo.
Los labios de mi sexo estaban empezando a envolver el miembro de mi acompañante. No podía más. Quería que entrara, que me penetrara, y entonces yo estallaría en mil pedazos y nos descubrirían, pero ya me daba igual.
Me levanté un poco, dejando espacio suficiente como para que él se colocase en el ángulo adecuado. Pilló la indirecta al instante. Con la mano, empujó su erección hacia sí mismo y quedó alineado con la entrada de mi sexo. Tenía ganas de bajar de golpe, pero me contuve a tiempo.
Poco a poco, fui notando cómo se iba abriendo camino dentro de mí. Me acerqué todo lo que pude hasta que noté sus piernas contra las mías, y entonces me dejé caer suavemente sobre él. Su miembro se me metió hasta el fondo.
No entendía cómo había conseguido seguir rezando. Subí despacio y bajé, atenta a la reacción del cura, que seguía leyendo con la cabeza agachada. El hombre no se estaba enterando de nada.
Repetí el movimiento otra vez y oí a mi compañero ahogar un gemido contra mi espalda. No recordaba haber estado tan excitada en toda mi vida, y a juzgar por el ruido que acababa de oír, mi invitado sorpresa tampoco.
Mi instinto me pedía que me moviera más rápido; quería pedirle que me penetrara con fuerza hasta correrme. Quería gritar y notar el aliento de mi acompañante contra el cuello. Me atropellaron sentimientos encontrados; excitación, descaro, vergüenza, fascinación conmigo misma.
El sacerdote seguía recitando.
Intenté contenerme, pero la impaciencia pudo conmigo.
—Padre, podemos… ¿Podemos hacer una pausa?
El cura se giró hacia mí, intentando mirarme a través de la celosía.
El contoneo paró de repente y noté cómo la cabeza de mi compañero se levantaba un poco, prestando atención a lo que estaba a punto de decir. Seguía totalmente empalmado, palpitando dentro de mí, duro y erecto.
—Sí, claro. ¿De qué se trata?
—Leí algo sobre el sigilo sacramental. ¿Me puede explicar exactamente qué es? Tengo alguna duda.
—Claro, sí. Verá, nosotros tenemos la obligación de no manifestar de ninguna manera lo sabido por confesión sacramental.
—¿De ninguna manera?
—No, Julia; no podemos contar nada de lo que hablemos aquí usted y yo —me dijo, y esperó un poco antes de volver a hablar—. ¿Qué es lo que quiere contarme?
—¿Está seguro? Me da mucha vergüenza.
—No se preocupe, ni aunque usted estuviera muerta podría contárselo a nadie. Me excomulgarían, así que en ese sentido puede estar tranquila. Es solo que, dependiendo de lo que sea, podría ponerle una penitencia u otra, y en casos muy graves le denegaría la absolución. Pero esté tranquila, seguro que lo que ha hecho no es tan grave como para llegar a ese caso. Venga, cuéntemelo.
—Vale, pero prométame una cosa.
—Dígame, me tiene intrigado.
—No se vaya cuando se lo cuente.
—Me está empezando a preocupar, Julia —dijo, riendo un poco—. No me iré, se lo prometo.
—De acuerdo, se lo cuento.
—Le presto atención.
Un pequeño silencio invadió el confesionario.
—Ahora mismo me están penetrando.
El sacerdote se quedó quieto, mirándome. Se hizo un silencio pesado; ninguno de los tres nos atrevíamos a movernos. El cura, boquiabierto, agitó la cabeza. Era como si se hubiese quedado sin aire en los pulmones.
—Pero… ¿qué dice, señorita? ¿Otra vez con sus provocaciones?
—Le digo la verdad.
A través de la rejilla, entre luces y sombras, pude llegar a ver su cara de confusión total. Empezaba a ponerse nervioso, a sonrojarse. Por un momento pensé que se estaba excitando.
—No sé qué pretende, pero esto ha terminado.
—Por favor, padre, me prometió que no se iría.
—¿Qué quiere, entonces?
—Quiero su secreto de confesión.
Empecé a moverme otra vez, arriba y abajo, primero más despacio para no impactar demasiado al sacerdote. Él se acercó a la celosía sin acabar de entender lo que estaba pasando, arrugando las cejas, intentando ver algo más allá de los cuadradillos de la reja.
Volví a repetir el movimiento, más rápido, y el sacerdote saltó sobre su asiento como si alguien le hubiese dado una bofetada.
Ya poco importaba la discreción. Empecé a subir más, y mi acompañante me cogió las nalgas con fuerza para ayudarme y coger ritmo.
Subí los brazos y los apoyé en el techo, intentando estabilizarme, mientras él me embestía por detrás. El cura lo vio y, de un segundo salto, acabó por levantarse de su asiento, alejándose de nosotros todo lo que pudo dentro del estrecho confesionario. Su cara era un poema; no daba crédito a lo que estaba viendo.
Lo miré a los ojos, sonrojada, extasiada. Por fin podía perder el control, desatar la lujuria, aunque con ciertos límites. Fuera empezaban a oírse pasos y voces de gente murmurando sus rezos. Era mejor seguir siendo prudentes. No podíamos vernos envueltos en un escándalo así; ni soñarlo.
El sacerdote se apoyó contra la puerta, incapaz de apartar sus ojos de los míos. Sin pensarlo, puso la mano encima de la sotana. Se me escapó una risa.
—Padre, ya le dije que yo no miento. Por favor, no mienta usted tampoco —conseguí decir entre gemidos y embestidas suaves—. Sabe que el deseo lo está llamando, igual que a mí.
—Pero… ¿qué están haciendo? ¿Se han vuelto locos? Voy a denunciarles.
Sonaba nervioso y excitado. Puso la mano en el picaporte de la puertecilla, desesperado por salir de allí.
—Me prometió que no se iría, padre, y tampoco puede contar a nadie mi secreto de confesión.
—Pero…
—Además, no va a salir así como está con toda esa gente rezando ahí fuera, ¿verdad?
El cura se miró la entrepierna. La sotana estaba totalmente levantada; tanto como para que yo, con esa oscuridad, la hubiese visto sobresalir.
Cerró los ojos y se santiguó.
—Esto no tiene perdón. Irá usted al infierno.
—Padre, s