Lady Gaga. Poker Face

Fragmento

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Prólogo

Todo está saliendo mal. Se suponía que iba a ser la gran noche, la inauguración de su primera gira como artista principal, y el atrezo, los trajes y todas las piezas del escenario, que cuesta un millón y medio de dólares, han quedado rezagados en una población situada a cincuenta y seis kilómetros de distancia. Este recinto, el Manchester Evening News Arena de Inglaterra, con capacidad para 21.000 espectadores, el más grande del Reino Unido, es el local de actuaciones más concurrido del mundo.

Ya se han vendido todas las entradas para su concierto y, aunque detesta la idea de cancelarlo, está tan consternada por el caos y la falta de preparación que se pregunta si no debería hacerlo.

El suyo no es un simple espectáculo de música pop, sino una complicada ópera rock en cinco actos, con veinte cambios de vestuario, fuegos artificiales y un ascensor hidráulico que la elevará más de sesenta metros por encima de la multitud.

Una de las piezas que faltan es la enorme fuente de piedra de la que supuestamente mana sangre, coronada por un ángel y con magníficas imágenes antiguas como telón de fondo, como el metraje en blanco y negro que parece sacado de Viaje a la Luna, la película que Georges Méliès rodó en 1902.

Lady Gaga, desconocida hace dieciocho meses y, ahora, a los veinticuatro años, la estrella más grande del mundo, decide que no, que cancelar no es una opción: el coste sería demasiado elevado. Puede que sea una artista exigente, pero también es una astuta mujer de negocios. Insiste en ensayar hasta que las puertas estén a punto de abrirse.

Así que aquí están los fans de Gaga, dentro de un rango de edades que va de los cuatro a los veinticinco años, haciendo cola frente al M.E.N Arena a las seis en punto, en esta lluviosa y fría noche de invierno, tres horas antes del espectáculo, moviéndose y rodeando el edificio educadamente pero con impaciencia. Casi todas las chicas, que superan a los chicos en una proporción de tres a uno, van vestidas como su ídolo, y son tantas y tan entregadas están que no se veía algo así desde que las niñas se ponían pulseras de caucho y turbantes de redecilla en honor a Madonna, allá por 1984. Se tambalean inseguras sobre tacones de doce centímetros, ataviadas con colores fluorescentes Day-Glo, y en lugar de pantalones llevan tops y mallas; se han puesto peluca rubia, gafas de sol, y van tan cargadas de maquillaje como reinonas.

También hay algunos cincuentones en su primera cita; profesores y otros intelectuales; gais de entre veinte y cuarenta años, muchos de ellos maquillados al estilo Gaga, y preadolescentes de ambos sexos con sus padres, muchos con camisetas de Gaga. Aquí y allá, a la entrada del Arena, desconcertados hombres de mediana edad con puestos improvisados pregonan sin autorización su mercancía: si lo que ofrecen es peludo, o tiene luces que parpadean o, mejor todavía, si es peludo y tiene luces que parpadean, está vendido. No tienen ni la más remota idea de lo que pasa —se les nota en la cara— porque, a pesar de la crisis, las entradas más baratas para este concierto valen 150 dólares.

Aunque una actuación de Lady Gaga de 2009-2010 se nutre de centenares de vetas del arte pop posmoderno, y a pesar de ser un producto derivado —como ella misma—, no deja de ser completamente original. Gaga es lo suficientemente inteligente para saber que el limitado número de canciones de su todavía breve repertorio no alcanza para completar una actuación de dos horas, pero el espectáculo que ha creado sí que la llena. Para Gaga y sus fans, The Monster Ball [«El baile del monstruo»], como ella lo llama, es, además de un espectáculo, lo mismo que aquello en lo que se ha convertido su vida: arte interactivo de primera categoría.

Así que la explosión de color y sexo y extravagancia, y quizá de anticuada pirotecnia, que el espectáculo de Gaga promete es un gran reto en Manchester, como lo será dentro de dos noches en Dublín.

Manchester es una ciudad con un cielo permanentemente gris en el que desaparecen los edificios de seis pisos de granito color pizarra. No hay mucho aparte de fútbol: la ciudad es la sede de dos equipos de primera categoría de la liga, el Manchester United y el Manchester City. Su solitario hotel, donde se alojan los futbolistas de los equipos visitantes, es un Marriot de cuatro plantas de ladrillo rojo situado en el extremo de una calle sin salida. Cerca está la productora de televisión Granada, una loncha del tamaño de una American Costco.[1]

Dicho lo cual, Manchester es conocida por ser la cuna de algunos de los mejores grupos musicales del mundo: Joy Division, Buzzcocks, los Smiths, los Stone Roses, Oasis. Es notable que la arrogancia y el solipsismo, en igual medida, provengan de este lugar tremendamente apacible. Como los Boston Red Sox o Canadá, Manchester es eternamente la que queda en segundo lugar, superada en tamaño y estatus por Londres, aunque, en cierto modo patéticamente, sigue sin rendirse. Morrissey, el cantante de los Smiths, la ha descrito muy bien en la canción Everyday Is Like Sunday [«Todos los días parecen domingo»]: «This is de coastal town / That they forgot to close down / Armageddon come Armageddon / Come Armageddon come.» [«Es la ciudad costera / que olvidaron cerrar. / Armagedón llega, Armagedón. / Llega Armagedón, llega.»]

Los fans de Gaga merodean alegremente alrededor de los puestos de cerveza del interior, disponiéndose a ver a los Semi Precious Weapons, los teloneros, y esperando a que la cantante salga al escenario. Tal vez su carrera esté en pañales todavía, pero tiene fans tan leales que le disculparán, como hacemos todos cuando acabamos de enamorarnos, todos los fallos, ya sean grandes o pequeños.

«Mi peor pesadilla es que todo esto sea sólo imagen», dice un universitario de veinte años llamado Gavin Dell, que ha venido con su mejor amiga, Carrie, y que se ha dibujado un fantástico relámpago sobre el ojo derecho con purpurina azul y dorada. Según él, Lady Gaga parece tan sincera que precisamente por lo sincera que parece teme que no lo sea. Es una cuestión generacional: la ironía de vivir en una época post-postirónica.

«Me daría una rabia tremenda que esto fuera sólo fachada —dice—. No os preocupéis por mí; llevo una vida muy ajetreada. Pero si sólo es cosa de la prensa... eso de que tiene miedo de los chicos, del sexo...» Está un poquito avergonzado, de un modo encantador, por la devoción que le tiene y que eso tampoco le ayuda.

«Parece tan auténtica —prosigue—. Ruego a Dios que sea cierto. Sí, tiene estilistas, pero da la sensación de que lo ha hecho ella. Mi impresión es que lo ha hecho ella. A lo mejor me equivoco; pero, si lo hago, me la habrá colado bien.»

Así que: ¿quién es Lady Gaga y cómo ha llegado a ser de esta manera? Ésta es la pregunta que le han hecho una y otra vez, desde Ellen a Oprah pasando por Barbara Walters, y siempre da la misma respuesta: era y es una tía rara, una inadaptada, un alma perdida en busca de sus compañeros de viaje.

Esta postura acerca de sí misma explica por qué esta mujer —que se educó en un entorno de comodidades y privilegios en el Upper West Side de Nueva York, cuyos ídolos musicales son Billy Joel, los New Kids on the Block[2] y Britney Spears, que hasta hace dos años consideraba que American Apparel[3] era la vanguardia de la moda—, siendo como es todavía tan joven, resulta tan fascinante. Porque presenciando cómo da el pistoletazo de salida a su gira europea en Manchester uno busca infructuosamente la fisura entre la chica que quería ser la próxima Fiona Apple,[4] una seria y sensible cantautora, y la gloriosa y alocada intérprete freak que está sobre el escenario.

Cuando el público está harto de esperar, empieza a hacer la ola. Y en esta primera noche en Manchester, largamente pasadas las nueve y media, Michael Jackson interpreta una y otra vez, en un bucle, Thriller. El mensaje es cualquier cosa menos sutil: Ésta es la chica que dijo que quería ser tan grande como Michael, una chica que, como él, se identifica con el freak show, cuyas propias actuaciones son, como eran las suyas, morbosas de un modo infantil, sexualmente provocativas pero nunca sensuales, espectáculos cargados de boato pero reforzados por la innovadora música pop que interpreta con una voz sin duda fenomenal y auténtica.

Una tela blanca se hincha en la parte frontal del escenario y, justo cuando la multitud está a punto de tocarla, las luces se apagan y el público estalla (en todos los grandes conciertos de rock hacen esto: tantean hasta dónde pueden tirar de la cuerda antes de que el público se harte). Se proyecta una rejilla azul sobre la tela y una mancha brumosa aparece por la izquierda y se acerca a la gente, flotando y retorciéndose y adquiriendo la forma de Gaga. Un reloj situado a la derecha de la pantalla va descontando rápidamente los segundos que faltan para que dé comienzo el espectáculo; llega a 00:00:00:00, la tela cae, y allí está ella, en la cima de una escalera, a la izquierda, flanqueada a un lado por un falso anuncio de escaparate de neón que reza «Licor», «Dientes de oro» y su propia y paradójica marca, Sexy Ugly [«La fea atractiva»], y al otro por un andamiaje industrial con la

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