Título original:
The Templar Salvation
Traducción: Cristina Martín
1.ª edición: enero 2012
© 2010 by Raymond Khoury
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN EPUB: 978-84-15389-36-1
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Para mi padre,
la persona más bondadosa que he conocido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Agradecimientos
Prólogo
Constantinopla
Julio de 1203
—Quedaos agachado y guardad silencio —susurró el del pelo gris al tiempo que ayudaba al caballero a subir a la pasarela—. Las murallas están repletas de guardias, y este asedio los tiene muy nerviosos.
Everardo de Tiro miró a derecha y a izquierda, escrutando la oscuridad, por si descubría alguna amenaza. No había nadie alrededor. Las torres que se alzaban a uno y otro lado estaban lejos, las parpadeantes antorchas de los centinelas nocturnos apenas resultaban visibles en aquella noche sin luna. El Guardián había escogido bien el punto de entrada. Si actuaban deprisa, había bastantes posibilidades de que consiguieran escalar el resto de las fortificaciones y penetrar en la ciudad sin que nadie lo advirtiese.
Claro que volver a salir sanos y salvos... era otra cosa muy distinta.
Dio tres tirones a la cuerda para hacer una señal a los cinco caballeros hermanos que aguardaban abajo, en las sombras de la gran muralla exterior. Uno por uno fueron subiendo por los nudos de la maroma, y el último se encargó de recogerla. A continuación, con las espadas desenvainadas y fuertemente asidas con sus encallecidas manos, se deslizaron por el adarve en silencio, en fila de a uno, detrás de su anfitrión. Desenrollaron la cuerda, esta vez por la cara interior de la muralla. Unos minutos después todos habían tocado suelo firme y caminaban detrás de un hombre que ninguno de ellos conocía, adentrándose poco a poco en una ciudad que jamás habían pisado.
Caminaban agachados, sin saber hacia dónde los conducía el Guardián, preocupados de que los descubrieran. Llevaban sobrevestes negras y debajo, túnicas oscuras, en lugar de los tradicionales mantos de color blanco con la distintiva cruz roja. No había necesidad de proclamar su verdadera identidad, viajando a través de territorio enemigo, y menos todavía al entrar de manera furtiva en una ciudad sitiada por cruzados del papa Inocencio. Al fin y al cabo, ellos mismos eran cruzados. Para los habitantes de Constantinopla, los templarios eran hombres del Papa. Eran el enemigo. Y Everardo era plenamente consciente del sórdido destino que aguardaba a los caballeros que caían prisioneros detrás de las líneas enemigas.
Pero el monje guerrero no consideraba que los bizantinos fueran enemigos suyos, y no había venido por petición del sumo pontífice.
Ni mucho menos.
«Cristiano contra cristiano», pensó cuando pasaron por delante de una iglesia que estaba cerrada por ser de noche. «¿Es que nunca va a acabarse esta locura?»
El viaje había sido largo y difícil. Habían cabalgado días enteros sin descanso, haciendo brevísimas pausas, y casi habían matado de agotamiento a los caballos. El mensaje que les llegó de los Guardianes, desde el corazón de la capital de Bizancio, fue inesperado... y alarmante. La ciudad de Zara, situada en la costa de Dalmacia, había sido saqueada inexplicablemente por el ejército del Papa. Era inexplicable porque se trataba de una ciudad cristiana, y no sólo eso, sino católica. Otra vez se había puesto en acción la flota veneciana que transportó a los rapaces hombres de la Cuarta Cruzada. Su siguiente objetivo era Constantinopla, a todas luces con el fin de restaurar en el trono al emperador, que había sido depuesto y dejado ciego, y al hijo de éste. Y dado que la capital de Bizancio ni siquiera era católica, sino ortodoxa griega —y dada también la matanza que había tenido lugar allí un par de décadas atrás— los augurios de la ciudad no eran nada halagüeños.
De modo que Everardo y sus caballeros hermanos salieron a toda prisa de la fortaleza templaria de Tortosa y tomaron el camino del norte. Al llegar a la costa torcieron hacia el oeste, atravesaron el territorio hostil del reino armenio de Cilicia y de los musulmanes selyúcidas, recorrieron los áridos páramos de la Capadocia con cuidado de no pasar cerca de poblaciones ni asentamientos a fin de evitar cualquier posible confrontación. Para cuando llegaron a los alrededores de Constantinopla, la flota de los cruzados —compuesta por más de doscientas galeras y transportes para caballos, y mandada por el formidable dogo de Venecia en persona— ya había echado anclas en las aguas que rodeaban la ciudad más magnífica de su época.
El asedio había comenzado.
Se estaba agotando el tiempo.
Buscaron refugio en las sombras cuando pasó por su lado una patrulla de soldados de infantería, y después continuaron detrás del Guardián, que los hizo atravesar un cementerio pequeño para internarse a continuación en un bosquecillo, donde los esperaba un carretón tirado por caballos. Junto a éste, sujetando las riendas, aguardaba otro hombre de cabello grisáceo, cuya expresión solemne no lograba ocultar una profunda inquietud. «El segundo de tres», pensó Everardo al tiempo que lo saludaba con una breve inclinación de la cabeza mientras sus hombres subían a la parte de atrás. Al poco, estaban ya adentrándose en lo más recóndito de la ciudad, mientras el fornido caballero echaba alguna que otra mirada furtiva por la estrecha rendija que dejaba la lona de la carreta.
Nunca había visto un sitio igual.
A pesar de aquella oscuridad casi absoluta lograba distinguir las portentosas siluetas de iglesias espigadas y palacios monumentales, edificios de un tamaño que él jamás había imaginado. Y resultaba increíble que hubiera tantos. Roma, París, Venecia... Había tenido la suerte de visitarlas años atrás, cuando acompañó a su gran maestre en un viaje al Temple de París. Todas palidecían al compararse con ésta. La Nueva Roma era, en efecto, la más grandiosa de todas. Y cuando el carro llegó por fin a su destino, el panorama que lo aguardaba no fue menos asombroso: un magnífico edificio con una imponente fila de columnas corintias en la fachada, cuyos fustes, en aquella semioscuridad, se perdían de vista en lo alto.
El tercer Guardián, el mayor de todos, los estaba esperando en la suntuosa escalinata de la entrada.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Everardo.
—La biblioteca imperial —afirmó el otro, señalando con la cabeza.
En la expresión de Everardo se reflejó la sorpresa. ¿La biblioteca imperial?
El Guardián se percató de su asombro, y se le iluminó el rostro al tiempo que esbozaba una sonrisa.
—¿Qué mejor lugar para esconder una cosa que a la vista de todo el mundo? —Se volvió y echó a andar—. Seguidme. No tenemos mucho tiempo.
El hombre escoltó a los caballeros escaleras arriba, los hizo cruzar el vestíbulo de entrada y penetrar en las profundidades del edificio. Las salas se hallaban desiertas. Era tarde, pero había algo más. Se hacía palpable la tensión que reinaba en la ciudad. El aire húmedo de la noche estaba impregnado de miedo, un miedo alimentado por la incertidumbre y la confusión que no hacían sino aumentar cada día que pasaba.
Siguieron avanzando a la luz de las antorchas, pasaron junto a los amplios scriptoriums que guardaban gran parte del saber del mundo antiguo, innumerables estanterías llenas de pergaminos y códices con textos recuperados de la desaparecida biblioteca de Alejandría. Descendieron por una escalera de caracol situada al fondo del edificio y recorrieron un laberinto de pasadizos estrechos y más escaleras, proyectando sus sombras sobre las paredes de piedra, hasta que llegaron a un corredor sin iluminar en el que había varias puertas gruesas. Uno de los anfitriones abrió con llave la última y los hizo entrar por ella. Se trataba de un almacén de buen tamaño, uno de muchos, supuso Everardo. Estaba atestado de cajas de madera y en los muros llenos de baldas cubiertas de telarañas descansaban rollos de pergamino y códices de tapas de cuero. El aire olía a rancio, pero se notaba fresco. Quien había construido aquel lugar sabía que era necesario evitar la humedad para que pudieran sobrevivir los manuscritos de pergamino y de vitela. Y así había sido... durante varios siglos.
Y por este motivo habían acudido a aquel lugar Everardo y sus hombres.
—No hay buenas noticias —les dijo el más viejo de los Guardianes—. El usurpador Alejo carece de valor para atacar al enemigo. Ayer partió acompañado de cuarenta divisiones, pero no se atrevió a presentar batalla a los francos ni a los venecianos. No consiguió volver a entrar por las puertas lo bastante aprisa. —El viejo calló un instante, con una expresión de desprecio en la mirada—. Me temo lo peor. Podemos dar la ciudad por perdida, y cuando caiga...
Everardo ya estaba imaginando cómo se vengarían los latinos de los nerviosos habitantes de Constantinopla si lograban penetrar en sus defensas.
Sólo habían pasado unos veinte años desde que los latinos de Constantinopla habían sido aniquilados. Hombres, mujeres, niños..., no se perdonó a nadie. Miles de seres humanos exterminados en un frenesí homicida como no se había visto jamás desde la toma de Jerusalén, durante la Primera Cruzada. Mercaderes venecianos, genoveses y pisanos, que llevaban mucho tiempo asentados en Constantinopla y que controlaban el comercio marítimo y las finanzas —la totalidad de la población católica de la urbe—, fueron asesinados junto con sus familias en un súbito arrebato de rabia y resentimiento por la envidiosa población local. Los barrios donde vivían quedaron reducidos a cenizas, sus tumbas fueron profanadas, y los supervivientes acabaron vendidos como esclavos a los turcos. El clero católico no corrió mejor suerte a manos de sus enemigos, los ortodoxos griegos: vieron cómo quemaban sus iglesias, y cómo decapitaban en público al representante del Papa después de atar su cabeza a la cola de un perro y arrastrarla por las calles anegadas de sangre, ante la muchedumbre jubilosa.
El viejo se volvió y llevó a los caballeros hacia el fondo del almacén, hasta una segunda puerta que estaba parcialmente oculta por unas estanterías cargadas hasta los topes.
—Los francos y los latinos hablan de recuperar Jerusalén, pero vos y yo sabemos que no conseguirán llegar hasta allí —dijo al tiempo que acariciaba la cerradura de la puerta—. Y en cualquier caso, en realidad no tienen intención de reclamar el Santo Sepulcro. Ya no. Lo único que les preocupa ahora es llenarse los bolsillos. Y al Papa nada le gustaría más que ver caer este imperio y poner su iglesia bajo la autoridad de Roma. —Se volvió, con el semblante sombrío—. Hace mucho tiempo que se dice que sólo los ángeles del cielo conocen la fecha del fin de nuestra gran ciudad. Pero me temo que ahora no son ellos los únicos que lo saben. Constantinopla será conquistada por los hombres del Papa —añadió, mirando a los caballeros—, y cuando eso ocurra no me cabe duda de que habrá entre ellos un pequeño contingente cuya única misión sea la de echar la zarpa a esto.
Abrió la puerta y les indicó que entrasen. La habitación estaba vacía, salvo por tres grandes arcones de madera.
A Everardo se le aceleró el corazón. Como era uno de los pocos escogidos que pertenecían a los grados más altos de la orden, sabía lo que había dentro de aquellos baúles sencillos y sin ornamentos. Y también sabía lo que tenía que hacer a continuación.
—Vais a necesitar el carro y los caballos, y de nuevo os ayudará Teófilo —prosiguió el anciano a la vez que señalaba con un gesto de la cabeza al más joven de los tres Guardianes, el que había ayudado a Everardo y sus hombres a entrar en la ciudad—. Pero hemos de darnos prisa. En cualquier momento las cosas podrían cambiar. Incluso se dice que el emperador piensa huir. Tenéis que estar de camino con las primeras luces.
—¿Cómo? —Everardo se sorprendió al oír eso—. ¿Y vos? Venís con nosotros, ¿no es así?
El anciano intercambió una mirada triste con sus compañeros y luego negó con la cabeza.
—No. Tenemos que cubrir vuestro rastro. Que los hombres del Papa crean que la presa que perseguían sigue estando aquí, que lo piensan durante el tiempo suficiente para que quedéis libres de todo peligro.
Everardo quiso protestar, pero se daba cuenta de que no habría forma de convencer a los Guardianes. Éstos habían sabido siempre que era posible que sucediese algo así, y se habían preparado, como habían hecho todas las generaciones de Guardianes que los habían precedido.
Los caballeros fueron subiendo los arcones a la carreta de uno en uno, agarrándolos entre cuatro mientras otros dos vigilaban. Cuando por fin emprendieron el regreso, el amanecer ya trazaba las primeras pinceladas en el cielo.
La puerta que habían elegido los Guardianes, la de la Primavera, era una de las más alejadas de la ciudad. Estaba flanqueada por sendas torres, pero tenía también una puerta menor a un lado de la entrada principal, y allí fue adonde se dirigieron.
Al ver aproximarse una carreta conducida por dos figuras cubiertas por un manto, de inmediato acudieron a cerrarle el paso tres soldados. Uno de ellos alzó una mano para dar el alto y preguntó:
—¿Quién va?
Teófilo, que llevaba las riendas, soltó una tos dolorida y después farfulló con voz grave que necesitaban llegar con urgencia al monasterio de Zoodochos, que se encontraba nada más trasponer las puertas. A su lado iba sentado Everardo, observando en silencio el efecto que surtió la respuesta del Guardián, pues el soldado puso cara de intrigado, se acercó un poco más y formuló otra pregunta.
Por debajo de la capucha de la túnica, el templario vio al hombre que se acercaba y esperó a tenerlo más cerca. Entonces se arrojó sobre él y le hundió la daga en el cuello. En aquel instante salieron tres caballeros de la parte de atrás de la carreta y silenciaron a los otros soldados antes de que pudieran dar la voz de alarma.
—Marchaos —siseó Everardo mientras sus hermanos corrían a la caseta de guardia y él se quedaba con otros dos agachados y escudriñando las torres. Hizo una seña a Teófilo de que se pusiera a cubierto, tal como habían acordado. El anciano ya había cumplido con su cometido, y ése no era un lugar adecuado para él; Everardo sabía que en cualquier momento podía estallar la pelea... y así sucedió, cuando surgieron dos soldados más de la caseta justo en el momento en que los caballeros acababan de retirar el primero de los maderos.
Los templarios recuperaron las espadas y derribaron a los soldados con una eficiencia asombrosa, pero uno de ellos consiguió soltar un chillido lo bastante sonoro para alertar a sus compañeros de las torres. En cuestión de segundos empezaron a sonar las voces de alarma mientras en lo alto de las murallas se movían frenéticamente antorchas y faroles. Everardo miró hacia la puerta y vio que sus hermanos aún intentaban liberar el último de los maderos que la bloqueaban... Justo en ese momento sintió una lluvia de flechas que se clavaban en el suelo reseco, a su lado y junto a los cascos de los caballos, uno de los cuales se salvó por muy poco de resultar herido. Debían actuar sin tardanza. Si perdían un caballo, la huida quedaría muy comprometida.
—Tenemos que irnos —gritó mientras disparaba con su ballesta. Alcanzó a un arquero cuya silueta iluminada se recortaba en lo alto, y lo hizo caer del adarve.
Acto seguido se le sumaron los dos caballeros, y los tres volvieron a cargar las ballestas y dispararon de nuevo, lanzando cuadrillos hacia la muralla, con lo que mantuvieron a raya a los centinelas, hasta que uno de los caballeros dio una voz y las puertas comenzaron a abrirse.
—¡Vámonos! —chilló Everardo, indicando a sus hombres que se apresurasen.
Cuando estaban subiendo de nuevo a la carreta, el caballero que tenía a su lado fue alcanzado por una flecha que le penetró por el costado, se desvió hacia el hombro y quedó alojada en el centro del pecho. El caballero, que se llamaba Odo de Ridefort y era fuerte como un buey, cayó al suelo manando sangre por la herida.
Everardo corrió a su lado y lo ayudó a incorporarse al tiempo que llamaba a los demás. Al cabo de unos segundos todos rodeaban al herido, tres de ellos disparaban hacia arriba, a la defensiva, mientras los demás lo ayudaban a subir a la carreta. Everardo, protegido por sus compañeros, se apresuró a sentarse en el pescante al tiempo que volvía la cabeza para despedirse de Teófilo con una mirada de gratitud, pero el Guardián ya no estaba donde lo había visto por última vez. Entonces lo descubrió... a escasa distancia de allí, tendido en el suelo, inmóvil, con el cuello atravesado por una flecha. Lo miró por un instante apenas, pero fue suficiente para que la visión quedara grabada para siempre en su memoria. A continuación subió de un salto a la carreta y azuzó a los caballos.
Los otros caballeros subieron también, justo en el momento en que el carro arremetía contra las puertas y salía de la ciudad bajo una lluvia de flechas. Antes de poner rumbo norte, Everardo fue hasta un cerro y volvió la vista hacia el mar que relucía a sus pies. Las galeras de guerra se deslizaban frente a las murallas con las banderas y los estandartes ondeando en los castillos de popa, los escudos al descubierto, los baluartes guarnecidos, y las escalas y las catapultas levantadas en actitud amenazante.
«Una locura», pensó otra vez con el alma dolorida mientras iba dejando atrás la sublime Constantinopla y la gran catástrofe que no tardaría en abatirse sobre ella.
El viaje de vuelta fue más lento. Habían recuperado los caballos, pero el torpe movimiento de la carreta y la pesada carga que transportaba los estaban retrasando. Evitar aldeas y todo contacto humano les resultaba más difícil que cuando iban a caballo y podían desviarse de las rutas más transitadas. Más grave todavía era la situación de Odo, que estaba perdiendo mucha sangre, y ellos no podían hacer gran cosa para parar la hemorragia sin detenerse. Pero lo peor era que ya no viajaban de incógnito. La salida de la ciudad sitiada no había sido, ni mucho menos, tan discreta como la entrada. Seguro que saldría tras ellos un contingente de hombres armados, esta vez procedentes de fuera de las murallas.
Y en efecto así fue, antes de que se pusiera el sol de la primera jornada.
Everardo había enviado a dos caballeros de avanzadilla y ordenado a otros dos que cabalgaran detrás, para que les advirtieran de cualquier amenaza. Aquella primera tarde su previsión resultó acertada. Los que cubrían la retaguardia vieron una compañía de caballeros francos que se aproximaban al galope por el oeste, pisándoles los talones. Everardo envió a un jinete en busca de los dos caballeros que iban delante y seguidamente abandonó la ruta sudeste, la más transitada y la que seguramente los cruzados habían dado por supuesto que tomarían, y se dirigió más al este, hacia las montañas.
Era verano, y aunque las nieves ya se habían fundido aquel paisaje sombrío resultaba difícil de cruzar. Las colinas verdes y suaves pronto dieron paso a montañas escarpadas y agrestes. Los escasos senderos que podía seguir la carreta eran angostos y peligrosos, algunos apenas eran más anchos que el espacio entre las ruedas, y discurrían al borde de barrancos que producían vértigo. Y con cada nuevo día empeoraba el estado de Odo. El inicio de un fuerte aguacero convirtió una situación que ya era terrible en una auténtica pesadilla, pero Everardo, al verse sin alternativas, continuó llevando a sus hombres por terrenos elevados cada vez que podía y siguió avanzando penosamente, despacio. Comían lo que encontraban o conseguían cazar, llenaban las calabazas con agua de lluvia, y se detenían cuando menguaba la luz, pasando las desapacibles noches al sereno, siempre bajo la tensión de saber que sus perseguidores no renunciaban a encontrarlos.
«Tenemos que conseguir regresar», pensaba, lamentando el desastre que se había abatido sobre él y sobre sus hermanos sin previo aviso. «No podemos fracasar, hay demasiado en juego.»
Pero era más fácil desearlo que hacerlo.
Al cabo de varios días de avanzar con paso renqueante, la situación de Odo se hizo desesperada. Lograron arrancarle la flecha y frenar la hemorragia, pero le sobrevino una fiebre a causa de la herida infectada. Everardo sabía que iban a tener que hacer un alto para permitirle que pasara unos días inmóvil y sin mojarse, si querían que volviera vivo a la fortaleza. Pero los caballeros de la retaguardia confirmaron que los perseguidores aún no se habían dado por vencidos, con lo cual debieron seguir lidiando con aquel terreno hostil, con la única esperanza de que ocurriera un milagro.
Un milagro que se produjo al sexto día, en forma de un monasterio pequeño y aislado.
Lo habrían pasado totalmente de largo si no hubiera sido por un par de cuervos que volaban trazando círculos en lo alto y que atrajeron la aguda mirada de uno de los caballeros que iban oteando el terreno. El monasterio, un puñado de apretadas habitaciones excavadas en la roca, era casi indetectable y se hallaba perfectamente disimulado entre las montañas, agazapado en la grieta de un acantilado que se erguía, protector, por encima de él.
Los caballeros se acercaron tanto como les fue posible, luego dejaron las monturas y subieron a pie el resto del camino tallado en la roca viva. Everardo se maravilló al apreciar la dedicación de los hombres que habían construido aquel claustro en un lugar tan remoto y traicionero —a simple vista, daba la impresión de tener muchos siglos—, y se preguntó cómo había logrado sobrevivir en aquella región, continuamente recorrida por bandas de guerreros selyúcidas.
Se aproximaron con suma cautela, con la espada desenvainada, aunque dudaban de que en un sitio tan inhóspito pudiera vivir alguien. Para su asombro, sin embargo, los recibieron una docena de monjes, ancianos curtidos por los años y discípulos más jóvenes, que enseguida se percataron de que eran, como ellos, seguidores de la Cruz, y les ofrecieron alimento y refugio.
El monasterio era exiguo, pero estaba bien aprovisionado a pesar del lugar tan apartado. Acomodaron a Odo en un jergón seco y le dieron de beber y algo caliente para comer a fin de que reviviesen las agotadas defensas de su organismo. A continuación, Everardo y sus hombres subieron los tres arcones que transportaban en la carreta y los colocaron en una estancia pequeña y sin ventanas. Al lado había un impresionante scriptorium que contenía una amplia colección de manuscritos atados con cordeles. Sentados en los pupitres había un puñado de escribas, tan concentrados en su trabajo que apenas levantaron la vista para saludar a los visitantes.
Los monjes —de la regla de san Basilio, como no tardaron en descubrir los caballeros— quedaron atónitos al conocer la noticia que les dieron. Les costó hacerse a la idea de que el ejército del Papa hubiese puesto sitio a otros cristianos y hubiera saqueado ciudades cristianas, incluso después del gran cisma. Aislados como estaban, no se habían enterado de que Jerusalén había caído en manos de Saladino ni de que la Tercera Cruzada había fracasado. Con cada información nueva que recibían, se les caía un poco más el alma a los pies y nuevas arrugas aparecían en su frente.
A lo largo de la conversación, Everardo evitó cuidadosamente un tema delicado: lo que habían hecho en Constantinopla sus compañeros y él, y el papel que habían desempeñado en el asedio de la ciudad. Era muy consciente de que, a los ojos de aquellos monjes ortodoxos, sus hombres y él fácilmente podían parecer que formaban parte de los latinos que se habían plantado a las puertas de la capital. Y relacionado con este tema había otro aún más espinoso, que el hegumen del monasterio —es decir el abad, el padre Filipiccus— finalmente quiso sacar a colación.
—¿Qué es lo que transportáis en esos arcones?
Everardo había advertido que los monjes miraban con curiosidad los baúles, y no sabía muy bien qué contestar. Tras titubear unos momentos, dijo:
—Yo no sé más de lo que sabéis vos. Sencillamente se me ha ordenado que los lleve de Constantinopla a Antioquía.
El abad le sostuvo la mirada mientras reflexionaba sobre aquella respuesta. Al cabo de unos instantes que resultaron sumamente incómodos, asintió con un gesto respetuoso y se puso de pie.
—Es la hora de las vísperas y debemos retirarnos. Mañana podremos seguir hablando.
Ofrecieron a los caballeros más pan, queso e infusiones de anís, y seguidamente el monasterio quedó en silencio para pasar la noche, a excepción del incesante repiqueteo de la lluvia en las ventanas. Aquel suave tamborileo debió de calmar la inquietud de Everardo, porque enseguida se sumió en un profundo sueño.
Cuando despertó, el fuerte brillo del sol hirió sus ojos. Se incorporó, pero se notaba mareado, le pesaban los párpados y tenía una incómoda sequedad en la garganta. Miró alrededor..., Los dos caballeros con los que compartía la habitación ya no estaban.
Intentó levantarse pero no pudo, sentía las piernas flojas y débiles. Junto a la puerta había una jarra de agua y un cuenco pequeño, a modo de invitación. Se puso de pie a duras penas, se acercó hasta allí, tomó la jarra y apuró su contenido, y el hecho de beber hizo que se sintiera mejor. Tras secarse la boca con la manga, se incorporó y se encaminó hacia el refectorio..., pero al instante se dio cuenta de que ocurría algo malo. «¿Dónde están los demás?», se preguntó.
Con los nervios en tensión, echó a andar descalzo por las frías losas del suelo y pasó por delante de un par de celdas y del refectorio. Todo estaba desierto. Oyó un ruido procedente del scriptorium, y hacia allí se dirigió. Sentía una debilidad inusual en el cuerpo, y las piernas le temblaban de manera incontrolable. Cuando pasó junto a la entrada de la estancia en la que habían depositado los arcones, lo asaltó un presentimiento. Se detuvo y penetró en la celda, aterrorizado al ver que los arcones habían sido forzados y las cerraduras arrancadas de sus goznes.
Lo invadió una oleada de náuseas y tuvo que apoyarse en la pared para conservar el equilibrio. Hizo acopio de toda la energía que le quedaba para salir de aquella celda y llegar al scriptorium.
Lo que descubrió allí, a través de su visión distorsionada, lo dejó paralizado en el sitio.
Sus hermanos yacían tirados por el suelo de la espaciosa habitación, en posturas extrañas y antinaturales, inmóviles, con el semblante rígido y teñido de la palidez de la muerte. No había sangre ni señales de violencia. Era como si hubieran dejado de vivir sin más, como si la vida se les hubiera escapado apaciblemente. Detrás de ellos estaban los monjes, de pie, formando un macabro semicírculo, observándolo a él con gesto inexpresivo y mirada grave, y en el centro de todos el padre Filipiccus, el abad.
Everardo, sintiendo que se le doblaban las piernas, comprendió al fin.
—¿Qué habéis hecho? —dijo, notando que se le trababa la voz en la garganta—. ¿Qué me habéis dado?
Intentó lanzar un golpe hacia el abad, pero cayó de rodillas antes de poder dar un paso. Se incorporó a medias e hizo un esfuerzo por concentrarse, por encontrar sentido a lo ocurrido. Entonces se dio cuenta de que los habían drogado a todos la noche anterior. Aquella bebida anisada... Sí, aquello tuvo que ser. Los monjes los habían drogado para tener tiempo, sin que nadie los molestara, de explorar lo que contenían los arcones. Y luego, por la mañana..., el agua. Tenía que estar envenenada, comprendió Everardo mientras se llevaba las manos al vientre entre espasmos de dolor. La vista empezaba a fallarle y los dedos le temblaban sin control. Se sentía como si un fuego le abrasase las entrañas.
—¿Qué habéis hecho? —repitió, articulando las palabras con dificultad, como si la lengua no le respondiese.
El padre Filipiccus se acercó a él y permaneció de pie contemplando al caballero caído con un gesto de dura resolución en el semblante.
—La voluntad de Dios —contestó al tiempo que alzaba una mano y la movía muy despacio, primero de arriba abajo, después de un lado al otro, trazando con sus dedos flojos la señal de la cruz en aquel aire ya borroso.
Fue lo último que vio Everardo de Tiro.
1
Estambul, Turquía
La actualidad
—Salam, profesor. Ayah vaght darid keh ba man sohbat bo konid?
Behruz Sharafi se detuvo y se volvió, sorprendido. El desconocido que se había dirigido a él —un hombre elegante y bien parecido, de treinta y muchos años, alto y esbelto, cabello negro y peinado con gomina hacia atrás, jersey de cuello cisne color gris marengo y traje oscuro— estaba apoyado contra un coche aparcado. El hombre le hizo un breve ademán de saludo con el periódico que llevaba plegado en la mano para confirmar su gesto de incertidumbre. Behruz se ajustó las gafas y lo miró. Estaba seguro de que nunca lo había visto, pero no cabía duda de que aquel desconocido era iraní como él, porque su acento farsí resultaba inconfundible. Era sorprendente. Desde su llegada a Estambul, hacía poco más de un año, Behruz no había conocido a muchos iraníes.
El profesor titubeó y a continuación, aguijoneado por la mirada expectante y sugerente de aquel desconocido, se acercó a él. Hacía una tarde agradable, y el ajetreo cotidiano de la plaza frente a la universidad mermaba por momentos.
—Perdone, ¿nos...?
—No, no nos conocemos —confirmó el desconocido mientras tendía la mano con amabilidad y conducía al profesor hacia la portezuela del coche, que acababa de abrir para él.
Behruz se detuvo, tenso a causa de una súbita inquietud que lo paralizó. Hasta ese momento, su estancia en Estambul había resultado una experiencia liberadora. Con cada día que pasaba había ido disminuyendo la preocupación que le hacía mirar hacia atrás una y otra vez y tener cuidado con lo que decía, precauciones propias de un profesor sufí de la Universidad de Teherán. Alejado de las luchas políticas que estaban estrangulando el mundo académico en Irán, aquel historiador de cuarenta y siete años había disfrutado llevando una vida nueva en un país menos aislado y peligroso, que incluso abrigaba la esperanza de formar parte algún día de la Unión Europea. Pero el hecho de que un desconocido vestido con un traje oscuro lo invitara a subir a un coche había hecho trizas en un segundo aquel sueño.
—Disculpe —dijo el profesor, levantando las manos—, no sé quién es usted y...
El desconocido volvió a interrumpirlo, empleando el mismo tono cortés y nada amenazante:
—Por favor, profesor. Le pido perdón por abordarlo de esta forma repentina, pero necesito hablar un momento con usted. Se trata de su mujer y de su hija. Podrían correr peligro.
Behruz sintió una punzada de pánico y otra de cólera.
—Mi mujer y... ¿Qué les ocurre? ¿De qué me está hablando?
—Por favor —dijo el otro sin una pizca de alarma en la voz—. Todo va a salir bien. Pero tenemos que hablar, de verdad.
Behruz miró a ambos lados, pero no conseguía enfocar bien. Aparte de la estremecedora conversación que estaba teniendo, todo lo demás parecía normal. Era una normalidad que, lo sabía, a partir de ese momento iba a desaparecer de su vida.
Subió al coche. Aunque era un BMW nuevo y de gama alta, desprendía un olor extraño y desagradable que hirió inmediatamente sus fosas nasales. Aún no había logrado averiguar a qué se debía cuando el desconocido se sentó al volante y se incorporó al escaso tráfico.
—¿Qué ha sucedido? —dijo Behruz, incapaz de contenerse—. ¿Qué significa eso de que podrían correr peligro? ¿Qué clase de peligro?
El desconocido mantuvo la vista fija al frente.
—Lo cierto es que no son sólo ellas dos. Son ustedes tres.
La actitud tranquila y serena con que dijo aquello hizo que sonara aún más inquietante.
El desconocido le dirigió una mirada de soslayo.
—Tiene que ver con su trabajo —añadió—. O más concretamente, con algo que usted ha descubierto hace poco.
—¿Algo que he descubierto yo? —Behruz quedó desconcertado una fracción de segundo, pero entonces comprendió a qué aludía aquel tipo—. ¿La carta?
El desconocido asintió.
—Usted ha intentado entender a qué se refiere, pero hasta el momento no lo ha conseguido.
Era una afirmación, no una pregunta, y expresada con tal seguridad y firmeza que resultaba todavía más amenazadora. Aquel desconocido no sólo estaba enterado del asunto; por lo visto, también sabía los escollos con que estaba topando en su investigación.
Behruz jugueteó nerviosamente con las gafas.
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó.
—Por favor, profesor. Mi trabajo consiste en saber todo cuanto atraiga mi curiosidad. Y su hallazgo ha atraído mi curiosidad. Y mucho. De la misma manera que usted es meticuloso con su forma de trabajar y de investigar, lo que resulta admirable, yo también soy meticuloso con la mía. Hay quien diría que incluso soy un fanático. De modo que sí, estoy enterado de lo que ha estado haciendo usted. Dónde ha estado. Con quién ha hablado. Sé lo que ha conseguido deducir y lo que todavía no alcanza a comprender. Y sé muchas cosas más. Detalles periféricos. Como que la señorita Deborah es la maestra preferida de su hija Farnaz en el colegio. Como que su esposa le ha hecho geimeh bademyan para cenar. —Calló unos instantes y después añadió—: Lo cual es muy amable por su parte, teniendo en cuenta que usted se lo ha pedido con muy poca antelación, anoche mismo. Pero claro, su esposa se encontraba en una posición vulnerable, ¿no?
Behruz sintió que le desaparecían de la cara los últimos vestigios de vida y que lo inundaba una oleada de pánico. «¿Cómo ha hecho para...? ¿Nos está vigilando, nos escucha? ¿Dentro de nuestro dormitorio?» Tardó unos momentos en recuperar el control como para articular unas pocas palabras:
—¿Qué es lo que quiere usted de mí?
—Lo mismo que quiere usted, profesor. Encontrarlo. El tesoro al que se refiere la carta. Lo quiero para mí.
Behruz, cuyo cerebro se estaba hundiendo en un abismo de irrealidad, hizo un esfuerzo para hablar con coherencia.
—Estoy intentando dar con él —dijo—, pero... Es como ha dicho usted. Tengo dificultades para entenderlo.
El desconocido volvió la cabeza hacia él un momento; la mirada con que lo taladró fue como si le hubiera propinado un puñetazo.
—Pues tendrá que esforzarse más —le espetó. Después volvió a mirar al frente y agregó—: Tendrá que esforzarse como si de ello dependiera su vida. Que es precisamente el caso.
Salió de la vía principal y entró en una calle estrecha, flanqueada de tiendas cerradas, y allí detuvo el coche. Behruz miró brevemente alrededor. No había nadie, y tampoco se veían luces en los edificios, por encima de los locales comerciales.
El desconocido pulsó el botón del contacto para apagar el motor y se volvió para mirar a Behruz.
—Quiero que sepa que estoy hablando en serio —le dijo, sin dejar de emplear aquel tono suave que tan irritante resultaba—. Quiero que entienda que para mí es muy, muy importante que usted haga todo lo posible, todo, por terminar ese trabajo. Quiero que comprenda que es crucial para su bienestar, y para el de su esposa y su hija, que dedique a este asunto todo su tiempo y toda su energía, que recurra a todos los recursos que tenga usted dentro y que solucione este tema. A partir de ahora, no debe pensar en ninguna otra cosa. En nada.
Hizo una pausa para dejar que calara lo que acababa de decir.
—Al mismo tiempo —prosiguió—, quiero que entienda que si se le ocurre la fantasía de acudir a la policía a pedir ayuda sería, francamente, catastrófico. Es de vital importancia que comprenda ese detalle. Ahora mismo podríamos ir a una comisaría, pero, le puedo garantizar, el único que sufriría las consecuencias sería usted, y una vez más, dichas consecuencias serían catastróficas. Quiero convencerlo de ello. Quiero que no le quede absolutamente ninguna duda de lo que estoy preparado para hacer, de lo que soy capaz de hacer y hasta dónde estoy dispuesto a llegar, para cerciorarme de que usted va a hacer esto por mí.
El desconocido cogió el llavero y abrió la portezuela de su lado pulsando una vez.
—Puede que haya una manera de conseguirlo. Venga —dijo, y se apeó.
Behruz hizo lo mismo, y se bajó del coche con las piernas temblorosas. El desconocido fue hasta el maletero del BMW. Behruz miró hacia arriba, buscando algún signo de vida. Por un instante se le pasó por la cabeza la loca idea de echar a correr pidiendo socorro a gritos, pero se limitó a acompañar a su atormentador caminando sin fuerza, como si formara parte de una cadena de prisioneros. El desconocido pulsó un botón del llavero y la puerta del maletero se abrió con un chasquido. Behruz no quería mirar dentro, pero cuando el desconocido introdujo la mano no pudo evitarlo. Gracias a Dios, el maletero estaba vacío, a excepción de un pequeño bolso de viaje. El desconocido lo acercó al borde, y en el momento en que lo abrió Behruz se vio asaltado por un olor putrefacto que le produjo náuseas y lo hizo retroceder. Al desconocido, en cambio, no pareció importarle; metió la mano en el bolso y sacó con naturalidad un amasijo de cabellos, piel y sangre que sostuvo en alto para mostrárselo sin el menor asomo de vacilación ni incomodidad.
Behruz sintió que lo que tenía en el estómago le subía a la garganta en cuanto reconoció la cabeza cortada que el desconocido sostenía.
Se trataba de la señorita Deborah. La maestra preferida de su hija.
O lo que quedaba de ella. Behruz perdió el control y vomitó violentamente al tiempo que se le doblaban las rodillas. Se derrumbó en el suelo tosiendo, escupiendo e intentando respirar, medio ahogado, mientras se tapaba los ojos con una mano para no ver aquel horror.
Pero el desconocido no le dio tregua. Se agachó para situarse a su nivel, lo agarró por el pelo y le obligó a levantar la cabeza para que no pudiera evitar mirar a la cara aquel espantoso trozo de carne ensangrentada.
—Encuéntrelo —le ordenó—. Encuentre ese tesoro. Haga lo que tenga que hacer, pero dé con él. O de lo contrario usted, su esposa, su hija, sus padres allá en Teherán, su hermana y su familia...
Y lo dejó allí, seguro de que el profesor había captado el mensaje.
2
Ciudad del Vaticano
Dos meses después
Mientras cruzaba el patio de San Dámaso, Sean Reilly iba mirando con cansancio los grupos de turistas que visitaban la Santa Sede con los ojos muy abiertos, y se preguntó si él tendría alguna vez la oportunidad de contemplar dicho lugar con el mismo abandono y la misma placidez.
Esto era cualquier cosa menos tranquilo.
Él no estaba allí para admirar la magnífica arquitectura ni las exquisitas obras de arte, ni tampoco había ido en peregrinación.
Él estaba allí para intentar salvar la vida de Tess Chaykin.
Y si tenía los ojos muy abiertos, se debía a que estaba intentando mantener a raya el jet-lag y la falta de sueño, y conservar la mente despejada para encontrarle la lógica a la crisis demencial que había caído sobre él en menos de veinticuatro horas. Una crisis que no entendía del todo, pero que necesitaba imperiosamente entender.
Reilly no se fiaba del hombre que caminaba a su lado, Behruz Sharafi, pero no tenía mucho donde elegir. En aquel momento, lo único que podía hacer era repasar mentalmente una vez más la información que tenía, desde la llamada desesperada de Tess hasta lo que le había contado a toda prisa aquel profesor iraní durante el trayecto en taxi desde el aeropuerto de Fiumicino. Tenía que cerciorarse de no pasar nada por alto..., aunque no era gran cosa lo que sabía. Un imbécil estaba obligando a Sharafi a que le encontrase a saber qué, y para demostrarle que hablaba en serio le había cortado la cabeza a una mujer. Y ahora aquel mismo pirado había secuestrado a Tess para obligarlo a él a intervenir en el juego. Reilly odiaba encontrarse en aquella posición —no activa sino reactiva—, aunque, dado que era el agente especial del FBI, encargado de dirigir la Unidad de Antiterrorismo de la oficina de Nueva York, contaba con amplia formación y experiencia en reaccionar a las crisis.
El problema era que por lo general dichas crisis no tenían que ver con seres queridos.
Frente al pórtico del edificio los aguardaba un sacerdote joven con sotana negra, sudando bajo el sol del verano. Los condujo al interior, y cuando empezaron a recorrer aquellos frescos pasillos enlosados y a subir por las imponentes escalinatas de mármol, a Reilly le costó ahuyentar los incómodos recuerdos de la anterior visita que había hecho a aquel suelo sagrado, tres años antes, y de los turbadores retazos de una conversación que jamás se le había borrado de la memoria. Y dichos recuerdos regresaron con mayor intensidad aun cuando el sacerdote empujó la gigantesca puerta de madera tallada de roble, y llevó a los dos visitantes a la presencia de su jefe, el cardenal Mauro Brugnone, secretario de Estado del Vaticano. El segundo hombre al mando después del Papa, un individuo de hombros anchos, dotado de un impresionante físico más propio de un agricultor de Calabria que de un eclesiástico, era el contacto de Reilly y, al parecer, la razón del secuestro de Tess.
El cardenal, que pese a encontrarse ya al final de la sesentena seguía siendo tan vigoroso y robusto como lo recordaba Reilly de la visita anterior, se adelantó para recibirlo con los brazos abiertos.
—Estaba deseando volver a tener noticias de usted, agente Reilly —dijo con una expresión agridulce que le nublaba el semblante—. Aunque esperaba que fuera en circunstancias más halagüeñas.
Reilly dejó en el suelo el bolso de viaje que había hecho a toda prisa y estrechó la mano del cardenal.
—Lo mismo digo, eminencia. Y le agradezco que haya accedido a vernos habiendo sido avisado con tan poca antelación.
Reilly le presentó al profesor iraní, y el cardenal hizo lo propio con los otros dos hombres que había en la sala: monseñor Francesco Bescondi, el prefecto de los Archivos Secretos del Vaticano, un individuo de constitución menuda, cabello rubio y ralo y perilla pulcramente recortada; y Gianni Delpiero, el inspector general del Corpo della Gendarmería, la policía del Vaticano, que era un hombre más alto y más robusto, con una tupida cabellera negra y facciones duras y angulosas. Reilly procuró no mostrarse inquieto por que se hubiera requerido la presencia del jefe de la policía vaticana. Le estrechó la mano al inspector con una media sonrisa cordial y se dijo que debería haberse esperado aquello, dada la urgencia con que había solicitado una audiencia..., y dado el organismo para el que trabajaba.
—¿Qué podemos hacer por usted, agente Reilly? —preguntó el cardenal mientras los conducía hacia los mullidos sillones junto a la chimenea—. Dijo usted que nos lo explicaría cuando llegase.
Reilly no había tenido mucho tiempo para pensar en la forma de llevar aquello, pero sabía que si pretendía que accediesen a su petición no podía revelarles todo.
—Antes de nada, quiero que sepan que no he venido en visita profesional. No me ha enviado el FBI. Es un asunto personal. Necesito tener la seguridad de que ustedes están conformes al respecto.
Al recibir la llamada de Tess, había solicitado un par de días de permiso por asuntos personales. En Federal Plaza nadie, ni su compañero Aparo ni el jefe Jansson, sabía que estaba en Roma. Lo cual, pensó, tal vez había sido una equivocación, pero así fue como decidió actuar.
Brugnone no hizo caso de aquella advertencia.
—¿Qué podemos hacer por usted, agente Reilly? —repitió, esta vez poniendo énfasis en la palabra usted.
Reilly asintió, agradecido.
—Me encuentro en una situación delicada —le dijo a su anfitrión—. Necesito su ayuda. Eso está claro. Pero también necesito que no me pidan más información que la que puedo proporcionarles en este momento. Lo único que estoy en situación de decirles es que hay vidas en juego.
Brugnone intercambió una mirada de preocupación con sus colegas del Vaticano.
—Díganos qué es lo que necesita.
—El profesor Sharafi, aquí presente, precisa cierta información. Una información que, a su juicio, sólo puede encontrar en sus archivos.
El iraní se ajustó las gafas y asintió con un gesto.
El cardenal miró fijamente a Reilly, contrariado por lo que acababa de oír.
—¿Qué clase de información?
Reilly se inclinó y repuso:
—Necesitamos consultar un fondo concreto del archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Todos se movieron incómodos en sus asientos. La petición de ayuda de Reilly estaba resultando menos inocente a cada segundo que pasaba. En contra de lo que la gente creía, los Archivos Secretos del Vaticano no contenían nada que fuera tan secreto; la palabra «secreto» quería decir, sencillamente, que dichos archivos formaban parte del «secretariado» personal del Papa, de sus documentos privados. Sin embargo, el registro al que necesitaba acceder Reilly, el Archivio Congregatio pro Doctrina Fidei, el archivo de la Inquisición, era algo totalmente distinto; en él se guardaban los documentos más sensibles de los archivos vaticanos, incluidos todos los expedientes relativos a juicios de herejes y libros prohibidos. El acceso a ese material estaba cuidadosamente restringido, con el fin de mantener a raya a los que se dedicaban a propalar habladurías. Los sucesos que cubrían sus fondi —un fondo era un conjunto de documentos que trataban de un tema concreto— no representaban precisamente los momentos más gloriosos del papado.
—¿Y qué fondo sería ése? —inquirió el cardenal.
—El Scandella —respondió Reilly en tono tajante.
Sus anfitriones parecieron desconcertados por un instante, pero se relajaron al oír el nombre. Domenico Scandella era un molinero relativamente insignificante del siglo XVI que no sabía mantener la boca cerrada. Las ideas que tenía acerca de los orígenes del universo se consideraron heréticas, y acabaron por conducirlo a la hoguera. Lo que podían querer Reilly y el profesor iraní de la transcripción de su juicio no constituía motivo de alarma. Se trataba de una petición inofensiva.
El cardenal lo miró fijamente, con expresión de perplejidad.
—¿Eso es todo lo que necesita?
Reilly asintió.
—Así es.
El cardenal miró a los otros dos funcionarios vaticanos, que se encogieron de hombros en un gesto de indiferencia.
Reilly supo que había logrado convencerlos.
Ahora venía la parte difícil.
Bescondi y Delpiero acompañaron a Reilly y al iraní a través del patio Belvedere, a la Biblioteca Apostólica, donde se guardaban los archivos.
—He de reconocer —confesó el prefecto de los archivos con una risa nerviosa— que temía que usted pidiera algo más difícil de... conceder.
—¿Como qué? —preguntó Reilly con aire juguetón.
El rostro de Bescondi se ensombreció mientras buscaba la respuesta que fuera menos comprometida.
—Como las profecías de Lucía Dos Santos, por ejemplo. Sabe quién es, ¿no? La vidente de Fátima.
—De hecho, ahora que lo menciona... —Reilly dejó la frase sin terminar y le dedicó una leve sonrisa.
El sacerdote emitió una risa breve y asintió aliviado.
—El cardenal Brugnone me ha dicho que era usted de fiar. No sé por qué me he preocupado.
Aquello incidió de manera incómoda en la conciencia de Reilly. Se detuvieron ante la entrada del edificio. Delpiero, el inspector general, se excusó, dado que por lo visto ya no lo necesitaban.
—Si hay cualquier cosa en que pueda serle de ayuda, agente Reilly —ofreció el policía—, hágamelo saber.
Reilly le dio las gracias, y Delpiero se fue.
En las tres salas de la biblioteca, que deslumbraban con sus ornamentadas paredes de taraceado y frescos de vívidos colores que representaban las donaciones hechas al Vaticano por diversos soberanos de Europa, reinaba un silencio inquietante. Eruditos, sacerdotes de varios países y otros académicos con antecedentes impecables cruzaban los suelos de mármol yendo o viniendo de la tranquilidad de las salas de lectura. Bescondi llevó a los dos intrusos hasta una imponente escalera de caracol que bajaba al sótano. Allí abajo hacía más fresco, el aire acondicionado tenía que esforzarse menos que en la planta de la calle para mantener a raya el calor del verano. Pasaron junto a un par de archiveros auxiliares que saludaron respetuosamente al prefecto con breves inclinaciones de la cabeza y llegaron a una espaciosa zona de recepción. Un miembro de la Guardia Suiza, vestido con un sobrio uniforme azul oscuro y boina negra, estaba sentado detrás de un mostrador y de una hilera de discretos monitores de un circuito cerrado de televisión. El guardia tomó nota de sus nombres y, tras pulsar cinco veces en el teclado de seguridad, les dio paso al sanctasanctórum del archivo, cuya esclusa de aire se cerró a sus espaldas con un suave siseo.
—Los fondi están colocados por orden alfabético —dijo Bescondi, señalando las pequeñas placas escritas con letra elegante que había en las estanterías y tratando de orientarse—. A ver..., Scandella tiene que estar por aquí.
Reilly y el iraní se adentraron con él en aquella cripta grande y de techo bajo. Aparte del ruido de los tacones en el suelo de piedra, lo único que se oía era el zumbido grave y constante del sistema de aire que regulaba el nivel de oxígeno e impedía que entrasen bacterias. Las largas filas de estanterías estaban abarrotadas de pergaminos y códices encuadernados en cuero, intercalados con libros más recientes y cajas de cartón. Ristras enteras de manuscritos antiguos se asfixiaban bajo sábanas de polvo, ya que, en algunos casos, llevaban décadas, si no siglos, sin que nadie los tocara ni consultase.
—Aquí está —dijo Bescondi, indicando una caja en una estantería baja.
Reilly volvió la vista hacia la entrada del archivo. Estaban solos. Dio las gracias al sacerdote con una breve inclinación de cabeza y le dijo:
—Lo cierto es que en realidad necesitamos ver otro fondo.
Bescondi parpadeó, confuso.
—¿Otro fondo? No entiendo.
—Lo siento, padre, pero... No podía correr el riesgo de que usted y el cardenal no nos dieran permiso para bajar aquí. Y es imperativo que obtengamos acceso a la información que necesitamos.
—Pero —balbució el archivero— esto no lo han mencionado ustedes, y... Necesito la autorización de su eminencia para poder mostrarles cualquier otro...
—Padre, por favor —lo interrumpió Reilly—. Tenemos que verlo.
Bescondi tragó saliva.
—¿De qué fondo se trata?
—Del Fondo Templari.
El archivero abrió más los ojos y miró instantáneamente hacia la izquierda, por el pasillo. Luego alzó las manos a modo de protesta y dio un paso atrás.
—Lo lamento, pero eso no es posible sin que antes lo apruebe su eminencia...
—Padre...
—No, es imposible, no puedo permitirlo sin antes hablarlo con... —Dio otro paso atrás y después se volvió de costado, en dirección a la entrada.
Reilly tenía que actuar.
Extendió el brazo y cerró el paso al archivero...
—Lo siento, padre.
Introdujo la otra mano en el bolsillo, extrajo un pequeño aerosol para el mal aliento y lo acercó al rostro atónito del archivero para rociarlo con una nube de gas. El sacerdote miró a Reilly con horror mientras la niebla le envolvía la cabeza..., y a continuación tosió dos veces y se le doblaron las piernas. Cuando cayó, Reilly lo sostuvo y lo depositó con delicadeza en el suelo.
Aquel líquido incoloro e inodoro no era para el mal aliento.
Y para que el archivero no se muriese por haberlo aspirado, Reilly tenía que hacer alguna otra cosa..., y rápido.
Buscó en el otro bolsillo y sacó una jeringuilla, le quitó el capuchón y la hundió en una vena que destacaba en la frente del sacerdote. Seguidamente le tomó el pulso y esperó hasta tener la seguridad de que el antídoto había hecho efecto. Sin él, el fentanil —un opiáceo anestésico de acción rápida que formaba parte del pequeño arsenal secreto de armas no letales del FBI— podría hacer entrar en coma al prefecto, o, como sucedió en el trágico caso de más de un centenar de rehenes retenidos en un teatro de Moscú unos años antes, incluso acabar con su vida. Para que el archivero continuase respirando era imprescindible administrar cuanto antes una dosis de naxolona..., y eso era lo que estaba haciendo.
Reilly se quedó con él lo suficiente para confirmar que la droga había surtido efecto, procurando no hacer caso del remordimiento por lo que acababa de hacer a su confiado anfitrión, pensando en Tess y en lo que le había contado Sharafi que había hecho el secuestrador a la maestra de escuela. Cuando comprobó que la respiración del archivero se había estabilizado, hizo un gesto con la cabeza.
—Vía libre —dijo.
El iraní señaló el pasillo.
—Al mencionar usted el fondo, el archivero ha mirado hacia allí. Y tiene sentido, porque la siguiente letra es la T.
—Disponemos de unos veinte minutos hasta que despierte, puede que menos —indicó Reilly, y echó a andar por el pasillo—. De modo que vamos a aprovecharlos bien.
3
A Tess Chaykin le dolían los pulmones. Y también los ojos. Y la espalda. En realidad, no había muchas partes del cuerpo que no le dolieran.
«¿Cuánto tiempo pensarán tenerme así?»
Había perdido por completo la noción de las horas, y la noción de todo. Sabía que le habían tapado los ojos con cinta adhesiva. Y también la boca. Y las muñecas, a la espalda. Y las rodillas y los tobillos. Estaba convertida en una momia del siglo XXI envuelta en reluciente cinta aislante y... Algo más. Notaba alrededor una envoltura blanda, gruesa, mullida. Como un saco de dormir. La palpaba con los dedos. Sí, un saco de dormir. Eso explicaba que estuviese empapada en sudor.
Pero aquello era todo lo que sabía.
Desconocía dónde estaba. Por lo menos con exactitud. Tenía la sensación de encontrarse en un espacio estrecho. Estrecho y caluroso. Pensó que quizá fuese la parte de atrás de una camioneta, o el maletero de un coche. No estaba segura, pero le parecía oír unos ruidos distorsionados y amortiguados, procedentes del exterior. Eran los de una calle llena de gente. Automóviles, motos grandes y pequeñas que pasaban tronando. Sin embargo, los ruidos tenían algo que la intrigaba, algo que no encajaba, fuera de lugar..., pero no acababa de descubrir qué podía ser.
Se concentró e intentó hacer caso omiso de la pesadez que sentía en la cabeza y abrirse paso a través de la niebla que le bloqueaba la memoria. Entonces empezaron a tomar forma una serie de recuerdos vagos. Se acordó de que la capturaron a punta de pistola cuando regresaba de la excavación de Petra, en Jordania, de que los capturaron a los tres: a ella, a su amigo Jed Simmons y al historiador iraní que los había ido a buscar. ¿Cómo se llamaba...? Sharafi. Exacto, Behruz Sharafi. Se acordó de que la encerraron en una habitación parecida a una cueva, sin ventanas. No mucho después, su secuestrador la obligó a llamar a Reilly a Nueva York. Y luego la drogaron, le inyectaron algo. Todavía notaba el pinchazo en el brazo. Y ya está, aquello era lo último que recordaba. ¿Cuánto tiempo habría pasado? No tenía ni idea. Horas. ¿Un día entero, quizá? ¿Más? Ni idea.
Odiaba estar metida allí dentro. Hacía mucho calor, casi no había espacio, estaba oscuro, el suelo era duro y olía, en fin, a maletero de coche. No al maletero de un coche viejo y mugriento con suciedad pegajosa por todas partes. Aquel coche, si es que era un coche, estaba claro que era nuevo, pero seguía siendo desagradable.
Y aún se hundió más al pensar en su situación. Si estaba dentro del maletero de un coche, y si oía los ruidos de la calle... quizá se encontraba en una vía pública. Sintió que la inundaba el pánico.
«¿Y si me han dejado aquí tirada, para que me pudra? ¿Y si nadie se da cuenta de que estoy aquí dentro?»
Empezó a latirle una vena del cuello, y la cinta aislante que le tapaba los oídos convirtió a éstos en dos cámaras de resonancia. El cerebro le funcionaba a toda velocidad, espoleado por aquel enloquecedor redoble dentro de la cabeza, y se preguntó cuánto aire le quedaría allí dentro, cuánto tiempo lograría sobrevivir sin comida y sin agua, si podría asfixiarse con la cinta aislante. Empezó a imaginar una muerte dolorosamente lenta, horrible, se vio a sí misma arrugada a causa de la sed, el hambre y el calor, consumida en el interior de una caja oscura como si la hubieran enterrado viva.
El pánico la reanimó como si le hubiesen arrojado un cubo de agua helada. Tenía que hacer algo. Probó a torcer el cuerpo para cambiar de postura y empujar con las piernas la puerta del maletero o lo que demonios fuera aquello, pero no pudo moverse. Algo se lo impedía. Estaba amarrada, sujeta por una especie de atadura en torno a los hombros y las rodillas.
No podía moverse en absoluto.
Dejó de luchar contra las ligaduras y se recostó dejando escapar un suspiro entrecortado que retumbó en sus oídos. Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensar en la muerte. En su desesperación vio el rostro sonriente de Kim, su hija de trece años, abriéndose paso hasta su conciencia para hacerle señas. La imaginó de vuelta en Arizona, disfrutando del verano en el rancho de Hazel, la hermana mayor de Tess. Otra cara más entró a formar parte de aquella ensoñación, la de su madre, Eileen, que también estaba con ellas. Pero pronto se disiparon los rostros y la inundó una sensación de frío por dentro, la rabia y el arrepentimiento de haber cambiado Nueva York por el desierto de Jordania, hacía ya muchas semanas, a fin de investigar para su siguiente novela. La excavación en compañía de Simmons, que era un contacto de su antiguo amigo Clive Edmondson y uno de los principales expertos en templarios, en su momento había parecido una buena idea. Ir al desierto le permitiría pasar algo de tiempo con Clive y le daría la oportunidad de ampliar conocimientos sobre la Orden del Temple, que constituían la columna vertebral de su nueva carrera. Además, lo que no era menos importante, tendría tiempo para reflexionar sobre temas más personales.
Y ahora, esto.
Sus remordimientos recalaron en toda clase de territorios sombríos al imaginar otra cara, la de Reilly. La invadió un sentimiento de culpabilidad y se preguntó en qué lo habría metido con aquella llamada telefónica, si estaría sano y salvo o no..., y si sería capaz de dar con ella. Aquella idea prendió una chispa de esperanza. Quiso creer que Reilly la encontraría. Pero la chispa se extinguió tan rápidamente como había surgido. Sabía que estaba engañándose a sí misma. Reilly se encontraba a dos continentes de distancia, y aunque intentara dar con su paradero —y ella tenía la certeza de que lo intentaría—, estaría fuera de su elemento, sería un desconocido en un terreno ignoto. Aquello no iba a suceder.
«No puedo creer que vaya a morir así», pensó.
De pronto se filtró un leve ruido..., igual de amortiguado que los otros, lo que contribuyó a torturarla aún más. En cambio logró distinguir que era una sirena. Un coche de la policía o una ambulancia. Sonaba cada vez más fuerte, con lo cual renacieron sus esperanzas... Pero terminó por apagarse. Aquello le preocupó, aunque por otra razón. Se trataba de un sonido característico; por lo visto todos los países tenían una sirena concreta para sus vehículos de emergencia. Y en esta sirena había algo que no encajaba. No estaba segura, pero en Jordania había oído las sirenas de las ambulancias y de la policía, y ésta sonaba diferente. Muy diferente.
Desde luego, era un sonido que había oído antes, pero no en Jordania.
Sintió que la invadía una oleada de pánico.
«¿Dónde diablos estoy?»
4
Archivos de la Inquisición, Ciudad del Vaticano
—¿Cuánto tiempo nos queda? —quiso saber el historiador iraní mientras descartaba otro grueso códice, revestido en cuero, y lo dejaba en el montón que tenía a sus pies.
Reilly consultó el reloj y frunció el entrecejo.
—Esto no es una ciencia perfecta, podría despertarse en cualquier momento.
El iraní asintió nervioso, con la frente perlada de sudor.
—Sólo una estantería más.
Se ajustó las gafas, sacó otro fajo de pliegos y procedió a desatar la correa de cuero que lo sujetaba.
—Tiene que estar aquí, ¿no? —Reilly echó otra ojeada más en dirección al sacerdote dormido y a la puerta de entrada del archivo. Aparte del zumbido constante del sistema de control del aire, todo estaba en silencio..., de momento.
—Eso fue lo que dijo Simmons. Estaba seguro. Está aquí, en alguna parte. —Dejó la resma de pliegos atados y cogió otro volumen.
El fondo templario ocupaba tres estanterías enteras del extremo de la sala y eclipsaba los fondos que había alrededor. Lo cual no era de sorprender. Aquel asunto había sido el mayor escándalo político y religioso de su época. Se habían asignado varias comisiones papales y un pequeño ejército de inquisidores para que investigaran la orden, desde antes de que se emitieran los decretos de detención en el otoño de 1307 has