Título original: The Jewel of Medina
Traducción: M. Agustín López
1.ª edición: febrero 2009
© 2008 by Sherry Jones
© Ediciones B, S. A., 2009
Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.8225-2012
ISBN EPUB: 978-84-15389-56-9
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A mi madre, que me enseñó a subir
hasta las estrellas, y a Mariah,
la estrella más brillante de mi cielo
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Mapa de Arabia
Nota de la autora
Prólogo. Un dedo que señala
1. Beduinos en el desierto
2. Dunas móviles
3. Él te espera
4. La cola del alacrán
5. Lianta
6. Una mala idea
7. Mahoma ha muerto
8. Volver loco a un hombre
9. Madre de los Pobres
10. La oración equivocada
11. Tharid y luz de luna
12. Rumores ridículos
13. Vente conmigo
14. El precio de la libertad
15. Una flor sin cortar
16. Reina del harim
17. Embrujado
18. Una ojeada al espejo
19. Presagios de tormenta
20. Viento envenenado
21. El harim dividido
22. Motín en La Meca
23. Mentirosos y espías
24. La espada del moro
25. Un heredero para el Profeta
26. Conspirando con el enemigo
27. Hermanos de José
28. Honor y gloria
29. Las caras de la esperanza
30. Libre por fin
31. Diez mil fuegos
32. Las llaves del Paraíso
33. La esposa guerrera
Esposas y concubinas de Mahoma
Glosario de términos árabes
Agradecimientos

Nota de la autora
Acompañadme a un viaje a otro tiempo y otro lugar, a un mundo áspero, exótico, de azafrán y luchas a espada, de nómadas del desierto que viven en tiendas de piel de camello. Un mundo de caravanas cargadas de alfombras de Persia e incienso, de ropajes vaporosos de colores vivos, ojos oscurecidos con kohl y brazos perfumados con alheña. Estamos en el Hijaz del siglo VII, en la parte occidental de Arabia, no lejos del mar Rojo, un vasto desierto salpicado de oasis fértiles en los que los beduinos nómadas luchan por sobrevivir y las mujeres poseen muy pocos derechos; allí, una religión destinada a ser una de las mayores del mundo acaba de brotar de los labios de un hombre generalmente considerado, hasta los cuarenta años cumplidos, como insignificante.
Así era el mundo de Aisha, la hija de Abu Bakr. Cuando nació, en 613 d. C., las mujeres tenían la consideración de piezas de mobiliario propiedad de los varones, con un valor tan mínimo que podían ser enterradas vivas al nacer, si ese año habían nacido demasiadas niñas. Cuando Aisha fue prometida en matrimonio, a la edad de seis años, quedó encerrada en la casa de sus padres, y se le prohibió correr y jugar fuera, e incluso hablar con los chicos. A pesar de eso, creció y se convirtió en una mujer fuerte y poderosa, una belleza pelirroja con un ingenio vivo y una mente astuta, una consejera política influyente, una guerrera, una estudiante de la religión, y, en una de las más conmovedoras historias de amor que se recuerdan, la esposa favorita del profeta Mahoma.
Según cuentan numerosos relatos, Aisha se casó con Mahoma, el profeta del islam, cuando tenía nueve años. El matrimonio se consumó años más tarde, cuando ella empezó a menstruar. Aunque una edad tan tierna puede parecer extraña a nuestra mentalidad actual, parece que la razón para un matrimonio tan precoz fue política. Se supone que Abu Bakr apresuró la boda para asentar su posición como el primero de los compañeros del Profeta. En cuanto a Mahoma, se había encariñado con Aisha jugando con ella a las muñecas cuando era pequeña, y luego, cuando creció, tomó la costumbre de contar con ella como consejera política.
Pero el matrimonio pasó por dificultades. Tanto la mujer como el marido eran personas voluntariosas, dinámicas y complejas. Como había conocido a Mahoma durante toda su vida, Aisha sentía unos celos extremos de las otras mujeres y concubinas, doce en total, que llevó él al harén. Experta en crear enredos, Aisha urdió intrigas contra sus hermanas-esposas y Mahoma, con la esperanza de entorpecer romances entre él y cualquiera de ellas. Varias veces sus maniobras tuvieron un éxito total, para gran disgusto de su marido.
Las presiones externas también gravitaron sobre el matrimonio. En su condición de líder de una comunidad de creyentes en rápido crecimiento, Mahoma tuvo que afrontar una pesada avalancha de rumores relacionados con sus esposas. (A los catorce años, Aisha se vio implicada en un escándalo grave que estuvo a punto de acabar con su matrimonio.) Pero hubo más problemas aún. El poderoso clan de Quraysh, de La Meca, relacionado por parentesco con Mahoma, aborrecía la idea de un Dios único que predicaba Mahoma y lo atacó malignamente y sin tregua, tanto a él como a sus seguidores. Pero eso no detuvo al Profeta de Dios. El ángel Gabriel le había ordenado «¡Predica!» y Mahoma tenía que obedecerle.
El islam surgió de una visión de Mahoma en el monte Hira, hacia el año 610. Los miembros de su familia, incluidos su esposa Jadiya, cuyo matrimonio monógamo con él duró veinticuatro años, y su primo Alí, criado por él, fueron los primeros creyentes en el mensaje de un único Dios predicado por Mahoma. Otros fueron menos entusiastas. La Meca era la capital de los idólatras del mundo árabe. Cientos de dioses se apretujaban en la Kasba, el santuario de forma cúbica situado en el centro de la ciudad, y atraían la presencia de caravanas que venían de cerca y de lejos para adorarlos y para comerciar. A los ojos de los comerciantes Qurays, la nueva religión suponía un desastre económico. Ella y su profeta tendrían que irse lo más lejos posible.
Después de años de persecución a los musulmanes, los dirigentes de La Meca acabaron por enviar sicarios a asesinar a Mahoma. Pudo escapar, con la ayuda de Alí y Abu Bakr, y se reunió con el resto de la umma (la comunidad de los creyentes) en Medina, una ciudad oasis situada unos 400 kilómetros al norte. Allí, miembros de las tribus árabes de la ciudad, los Aws y los Jazray, ofrecieron techo y protección a los musulmanes. Pero muy pronto la vida también resultó peligrosa en Medina. Los Qurays siguieron hostigando a Mahoma después de conseguir la alianza de nuevos vecinos de la umma. Especialmente amenazadores se mostraron tres clanes judíos, los de Kaynuqah, Nadr y Qurayzah. El hecho de que Mahoma reconociera a su Dios no fue suficiente para ganarse su lealtad. No sólo se burlaban de su pretensión de ser el profeta anunciado en los textos religiosos (¿cómo podía Dios conceder ese honor a un árabe?); además, esos clanes eran socios comerciales de los Qurays de La Meca.
Con ese trasfondo de escándalos, peligros y opresión, Aisha creció, se casó con Mahoma y lo amó. Según la mayor parte de las fuentes, él la adoraba, le perdonaba su lengua excesivamente suelta y le pedía consejo en distintas materias. Su papel en las batallas de la umma parece haberse limitado a llevar agua y vendar heridas, pero otras mujeres, como Umm Ummara, combatieron junto a los hombres en aquellos primeros años del islam.
Es muy poco lo que sabemos de las esposas de Mahoma. A menudo los detalles de sus vidas varían según quien las cuenta. La historia, como las genealogías y la poesía, se transmitía oralmente, y no fue puesta por escrito hasta cientos de años después de la muerte de Mahoma. Casi todo está sujeto a debate, desde la edad de Aisha cuando se consumó el matrimonio hasta la actitud de Mahoma hacia ella. ¿Fue su esposa favorita, como aseguran los sunníes, o le disgustó con su desobediencia, como me aseguró un chií?
Sea cual sea la opinión que nos merezca Aisha, su importancia sigue siendo indiscutible: fue una heroína inolvidable que razonó con agudeza, siguió los dictados de su corazón, amó a su Dios y se hizo un lugar en su comunidad y en la historia como Madre de los creyentes. Para mí, desempeñó un papel modélico como una experta en supervivencia que logró superar obstáculos culturales y personales enormes para dejar su huella en el mundo.
Mahoma murió a los sesenta y dos años. La versión sunní —la aceptada por los estudiosos occidentales que he consultado— dice que murió en el regazo de Aisha. Los chiíes sostienen que murió en los brazos de Alí. Aisha tenía entonces diecinueve años, y su vida y su obra apenas estaban en sus inicios. Defensora de los intereses de su familia tanto como del legado de su marido, Aisha se convirtió en consejera de los tres primeros califas que sucedieron al Profeta, y finalmente dirigió a las tropas que se enfrentaron a Alí en la batalla del Camello, la primera guerra civil islámica. Pero ésa es otra historia...
Prólogo
Un dedo que señala
Medina, enero de 627 – Catorce años
El escándalo soplaba en las ráfagas cambiantes del viento mientras yo cabalgaba hacia Medina abrazada a la cintura de Safwan. Mis vecinos corrían a la calle como agua de tormenta por el cauce de un uadi. Los niños reunidos en grupos me señalaban boquiabiertos. Las madres los llamaban para ocultarlos entre sus faldas e impedirles mirar. Los hombres escupían en el polvo y murmuraban en voz baja, condenándome. La boca de mi padre temblaba como una lágrima en el borde de la pestaña.
Lo que veían: mi chal puesto al descuido sobre los hombros, el pelo suelto azotándome el rostro, la esposa del Profeta de Dios abrazada a otro hombre. Lo que no podían ver: los sueños de mi niñez hechos añicos a mis pies, pisoteados por una realidad tan dura y contundente como los cascos de los caballos.
Entorné los ojos para evitar mi reflejo en las miradas de la umma, mi comunidad. Me pasé la lengua por los labios agrietados, que me dejaron un sabor a sal y a la amargura de mi desgracia. El dolor me oprimía el estómago como unas manos fuertes escurren el agua al retorcer la ropa lavada, sólo que yo estaba ya seca. Mi lengua se encogía como un lagarto al sol. Tenía la mejilla apoyada en el hombro de Safwan, pero el trote del caballo hacía que el hueso me lastimara.
—Al-zaniya! —gritó alguien—. ¡Adúltera!
Mis ojos se convirtieron en dos rendijas. Algunos miembros de nuestra umma me señalaban con el dedo y me gritaban, o bien agitaban los brazos en señal de bienvenida. Vi a otros, hipócritas, sonreír mostrando sus dientes sucios. Los ansari, nuestros seguidores, se mantenían silenciosos y cautos. Miles se alineaban a uno y otro lado de la calle, aspirando con su aliento el polvo punzante que levantábamos. Me miraban fijamente como si yo fuera una caravana reluciente cuajada de tesoros, y no una niña de catorce años quemada por el sol.
El caballo se detuvo, pero yo continué; me deslicé por su flanco y fui a parar a los brazos de Mahoma. Estaba de nuevo bajo el control de mi marido, y suspiré aliviada. Intentar labrarme mi propio destino casi me había destruido, pero su amor conservaba íntegro su poder curativo. Su espesa barba se amoldó a mi mejilla, me acarició con su aroma de sándalo. El miswak emanaba de su aliento, limpio y penetrante como un beso.
—Gracias a Alá, has vuelto a casa sana y salva, mi Aisha —murmuró.
La multitud reunida se agitó, y sentí un estremecimiento en la espina dorsal. Alcé la cabeza para ver, me pesaba. Irrumpió Umar, con una expresión de furia en el rostro ceñudo. Era consejero y amigo de Mahoma, pero no amigo de las mujeres.
—¿Dónde estabas, por Alá? ¿Por qué te has ido sola con un hombre que no es tu marido? —dijo Umar.
Sus acusaciones me azotaban con la fuerza del viento que soplaba entre los reunidos arrancando chispas de los fuegos encendidos.
—Al-zaniya! —gritó alguien otra vez. Me encogí como si la palabra fuera una piedra lanzada contra mí.
—No es extraño que Aisha rime con fahisha, puta.
La gente se echó a reír, y pronto un grupo empezó a canturrear, «¡Aisha, fahisha, Aisha, fahisha!» Mahoma me llevó por entre la multitud hasta la puerta de la mezquita. Como en un mosaico, sus caras seguían girando ante mí: el mofletudo Hamal, gritón y de cara color de ciruela, y su pálida esposa Fazia, llamada ahora Yamila; el chismoso del pueblo, Umm Ayman, apretando sus labios fruncidos; Abu Ramzi, el joyero, con brazaletes de oro relucientes en unos brazos que agitaba como un molino. Yo esperaba ser recibida a mi vuelta con murmullos y cejas alzadas, pero ¿esto? Personas que me conocían de toda la vida ahora querían descuartizarme. Y Safwan... Volví la cabeza para buscarlo, pero había desaparecido. Como siempre.
Unos dedos feroces tiraron de mi pelo. Grité y quise apartarlos, pero una nube de salivazos aterrizó en mi brazo. Mahoma me sostuvo en pie y se enfrentó al tumulto, una mano alzada en el aire. El silencio cayó como un sudario, que apagó incluso las miradas hostiles.
—Aisha necesita descansar —dijo Mahoma. Su voz revelaba tanto cansancio como el que me abrumaba—. Por favor, volved a vuestras casas.
Pasó su brazo alrededor de mis hombros, y entramos en la mezquita. Mis hermanas-esposas estaban junto a la puerta del patio, dos a cada lado. Sawdah se adelantó corriendo, y me envolvió en sus carnes blandas. Dio gracias a Alá por mi regreso a salvo y enseguida besó su amuleto para mantener a distancia el mal de ojo. Vino detrás Hafsa, llorosa, y me besó las manos y la cara. Susurró:
—Creía que te habías perdido para siempre.
No le dije que casi había estado en lo cierto. Umm Salama me hizo un gesto sin sonreír, como temerosa de que su cabeza fuera a rodar separada del largo tallo de su garganta. Zaynab dirigía a Mahoma miradas lujuriosas como si ella y él estuvieran solos en la habitación.
Pero mi marido sólo se preocupaba de mí. Cuando el estómago me dio una nueva punzada que me hizo doblarme en dos por el dolor, me tomó en brazos y me levantó como si estuviera llena de aire. Y lo cierto es que poco más tenía dentro de mi cuerpo. Floté en sus brazos hasta mi habitación. Él abrió la puerta con la punta del pie y me llevó dentro; luego me dejó en pie en el suelo de nuevo, y desenrolló mi cama. Me pegué a la pared, agradecida por el silencio, hasta que la habitación se vio invadida, primero por los gritos de Umar, y luego por él mismo.
—¡Mirad cómo avergüenza al santo Profeta de Alá! —gritaba—. Galopando con las manos puestas en otro hombre y el cabello suelto como el atavío de una meretriz.
—¿Una meretriz con olor a vómito en el aliento y el pelo enredado como el nido de un pájaro? —dije. Incluso en mi estado, tuve que echarme a reír.
—Por favor, Umar —dijo Mahoma—. ¿Es que no ves que está enferma?
—La mimas demasiado.
—Soy feliz porque está viva, loado sea Alá.
El amor visible en la mirada de mi marido me hizo ruborizar. ¡Qué cerca había estado de traicionarlo con aquel tramposo! Safwan me había tentado prometiéndome la libertad, y luego había encadenado mi destino a sus deseos. No era distinto de cualquier otro hombre. Excepto, tal vez, Mahoma.
—Yaa habibati, ¿qué recompensa puedo ofrecer a Safwan ibn al-Mu’attal por haberte devuelto sana y salva a casa y a mí?
—Cien latigazos sería lo adecuado —gruñó Umar.
—Pero Safwan le ha salvado la vida.
—A lo que parece, Umar cree que habría sido preferible dejarme abandonada a los chacales..., o a los beduinos —dije yo.
—Por lo menos habrías muerto con el honor intacto.
—No le ha ocurrido nada al honor de Aisha —dijo Mahoma.
—Díselo a Hassan ibn Thabit —replicó Umar—. Le he oído hace unos momentos recitar un poema satírico sobre tu mujer y ese soldado mujeriego.
Un poema. No era extraño que la umma hubiera venido corriendo a mis talones como una jauría de perros cuando volví cabalgando a la ciudad. Los versos de Hassan podían provocar el frenesí de una multitud casi tan rápidamente como la calmaba la mano levantada de Mahoma. Pero no quise que Umar me viera temblar.
—¿Yo, con Safwan? Es ridículo —dije—. Soy la esposa del santo Profeta de Alá. ¿Podría querer a otra persona como a él?
Noté que los ojos de Mahoma estaban fijos en mí. El calor prendió como una llama bajo mi piel. ¿Habría percibido la mentira detrás de mis risas?
En el patio resonaron unos pasos firmes. Una mano masculina asomó por la puerta de mi habitación. Un anillo de plata relampagueó como la hoja de una espada. Era Alí, emparentado de tres maneras con Mahoma —primo, hijo adoptivo y yerno—, pero amargamente celoso de su amor por mí. Calambres de dolor recorrieron mi estómago. Recliné mi cabeza sobre el hombro de Mahoma.
—¡Aquí está! —Alí extendió el brazo para señalarme—. Toda Medina está revolucionada por lo que has hecho, Aisha. Los hombres luchan en la calle para defender si eres inocente o culpable. Nuestro propio pueblo combate contra sí mismo. Por tu culpa la unidad de la umma está en peligro.
—¿Tú me has defendido? —dije, pero antes de hacer la pregunta sabía ya la respuesta.
Se volvió hacia Mahoma.
—¿Cómo voy a defenderla si el mismo Safwan no quiere hablar en su favor?
Desde luego. Safwan no sólo había desaparecido en cuanto la multitud se puso amenazadora, sino que cuando mi padre y Alí se acercaron a preguntarle, fue a ocultarse en la casa de sus padres. Vaya un salvador. Sentí que las lágrimas me quemaban en los ojos, pero las reprimí. La única persona que podía salvarme, al parecer, era yo misma.
—No hace falta que me defienda Safwan —dije, aunque mi voz temblaba y hube de recostarme más en el hombro de Mahoma en busca de apoyo—. Puedo hablar por mí misma.
—Dejadla descansar —dijo Mahoma. Me ayudó a llegar hasta mi cama, pero antes de que pudiera echarme, Alí insistió en que contara mi historia. La umma no podía esperar para saber la verdad, dijo. Se estaba reuniendo otra multitud fuera de la mezquita en aquel mismo momento, y exigía explicaciones.
Cerré los ojos y recordé el cuento que habíamos urdido Safwan y yo durante el viaje de vuelta, en mis momentos de lucidez.
—Fui a buscar mi collar de ágatas —dije, al tiempo que acariciaba aquellas piedras de tacto suave—. Mi padre me lo regaló el día de la boda, ¿recuerdas? —Miré a Mahoma—. Para mí significa tanto como los collares que has dado a tus otras esposas.
Su expresión no cambió. Yo seguí contando una historia que empezaba con un resbalón en una duna de arena, detrás de la cual me había ocultado para aliviarme. Después había vuelto a mi howdah. Mientras esperaba a que me subieran al camello para continuar el viaje, me había dado cuenta de que el collar no estaba en mi garganta.
—Busqué entre mis ropas, en la alfombra de la howdah, en el suelo de los alrededores. Quise preguntar al camellero, pero había ido a abrevar los animales. —Mi voz vacilaba como unos pies tiernos en un suelo pedregoso. Aspiré una bocanada de aire, e intenté darle más firmeza—. Volví detrás de las dunas, y empecé a remover la arena con las manos. Al cabo de un rato, cuando ya estaba a punto de darme por vencida, lo encontré.
»Corrí hacia la caravana, pero estabais ya lejos, como una fila de hormigas marchando hacia el mañana. Supe que no podría alcanzaros, de modo que me quedé sentada a esperar que alguien volviera a recogerme.
—¿Alguien? —La nariz de Alí apuntaba en mi dirección, como si oliera mis mentiras—. Esperabas a Safwan.
—Yaa Alí, deja que cuente su historia —dijo Mahoma.
—Muy cierto, es una historia y nada más. —Alí escupió en el suelo y se limpió la boca con el revés de la mano, mirándome con odio—. Pierdes el tiempo escuchando esas fantasías, cuando todos sabemos cuál es la verdad.
—Alí, por favor —dijo Mahoma, ahora en tono más firme.
Alí cruzó los brazos sobre su pecho y apretó los labios. Mi valor se fundió ante su mirada furiosa. ¿Era cierto que sabía la razón por la que yo me había marchado de la caravana? Tal vez fuera preferible para mí decir la verdad; pero una mirada al rostro preocupado de mi esposo me hizo cambiar de opinión. Ni siquiera Mahoma, que me conocía como si nuestras dos almas fueran una sola, entendería por qué había arriesgado tanto por tan poco, y tal vez no me creería cuando le dijera que todavía seguía siendo virgen.
—Te sientas a esperar —dijo Umar—. ¿Qué pasa después en ese cuento increíble?
Cerré los ojos y sentí un mareo. ¿Cómo seguía la historia? Safwan y yo la habíamos ensayado durante nuestra cabalgada. Dejé escapar un suspiro, para calmar los latidos frenéticos de mi corazón. La parte siguiente era cierta.
—Cuando el sol se alzó, me refugié a la sombra de un bosquecillo de palmeras —dije—. Me acosté, buscando un poco de frescor. Luego debí de quedarme dormida, porque lo siguiente que recuerdo es la mano de Safwan en mi hombro.
—¿Has oído eso, Profeta? —rugió Umar—. Safwan ibn al-Mu’attal se pone ahora a tocar a tu esposa. Ya sabemos todos adónde conduce eso.
—¿Por qué no volvisteis a casa enseguida? —ladró Alí.
—Me ocurrió algo. —Esta parte también era cierta—. Sentí un calambre muy fuerte, como un cuchillo clavado en el estómago. —La mirada de Mahoma pareció suavizarse: un buen signo, eso significaba que me creía, aunque fuera sólo un poco—. No podía viajar, el dolor me tenía postrada. De modo que Safwan levantó su tienda para que yo pudiera reposar al resguardo del sol.
Alí soltó una risotada.
—¿Y dónde estaba Safwan mientras tú yacías en su tienda?
Ignoré su pregunta. Lo único que deseaba era que acabara pronto aquel interrogatorio y poder dormir.
—Pasé horas con vómitos. Safwan intentó ayudarme. Me dio agua y me abanicó con una palma. Hasta que acabó por asustarse, y vinimos los dos en busca de ayuda.
No conté cómo casi me hizo llorar la forma en que le temblaban las manos. «Alá nos está castigando», susurraba una y otra vez, mientras me daba de beber. Empecé a escupir bilis y remordimientos. «Llévame a Medina —le dije, huraña—. Antes de que Alá nos mate a los dos.»
Cuando acabé mi historia, Alí seguía ceñudo.
—Ésa no es toda la historia —dijo—. ¿Por qué se había quedado Safwan detrás de la caravana? ¿Fue porque sabía que tú lo estarías esperando debajo de las palmeras?
—Fui yo quien pidió a Safwan que se quedara atrás —dijo Mahoma—. Para vigilar que los Mustaliq volvieran efectivamente a su campamento.
—Ella lleva años coqueteando con él.
Yo di un bufido, como si sus palabras me divirtieran, en lugar de helarme la sangre. Estaba diciendo la verdad, pero ¿quién más lo sabía?
—¿Qué pruebas tienes, Alí? —dije, enfrentándome por un instante a sus ojos llenos de furia antes de apartar los míos por temor a que leyera en ellos mi pánico—. Sólo un dedo que señala es una prueba insignificante.
Luego, ayudada por Mahoma, me tendí en la cama y volví la espalda a todos ellos: al siempre suspicaz Umar; a Alí, siempre dispuesto a pensar lo peor de mí; y a mi marido, que podía detener a una muchedumbre furiosa con sólo levantar la mano, pero que había dejado que aquellos hombres me despellejaran. ¿Por qué había vuelto? Cerré los ojos, y soñé de nuevo con escapar. Pero esta vez sabía que era sólo un sueño. No me era posible escapar a mi destino. En el mejor de los casos, Alá mediante, podría moldear mi destino, pero no escapar de él. Por lo menos eso había aprendido de mis errores de los últimos días.
Caí en un sueño ligero, agitado por la fiebre y los remordimientos, hasta que los susurros se filtraron en el interior de mi cabeza como granos de arena del desierto, y me devolvieron a la conciencia. Mahoma y Alí estaban sentados sobre unos almohadones junto a mi cama, y discutían sobre mí.
—No puedo creer que Aisha hiciera una cosa así —dijo Mahoma. Su voz era frágil y mellada como una concha rota—. La he querido desde que salió del vientre de su madre. He jugado a las muñecas con ella y con sus amigas. He bebido de la misma taza que ella.
—Tiene catorce años —replicó Alí, alzando la voz—. Ya no es una niña, aunque sea muchos años más joven que tú. Safwan está más cerca de su edad.
—Sshhhh, Alí, deja descansar a Aisha.
—Entonces vamos a un lugar más apropiado para hablar. —Oí el roce de la ropa. «No te vayas», quise decir, pero me sentía demasiado débil. De modo que me limité a un quejido. Mahoma puso la mano en mi frente.
—Está caliente —dijo—. No puedo dejarla sola.
—Entonces, tengo que hablar aquí.
—Te lo ruego, primo. Sabes que valoro tu opinión.
Contuve el aliento, por temor a las siguientes palabras de Alí. ¿Qué clase de castigo iba a sugerir para Safwan y para mí? ¿Azotes? ¿El destierro de la umma? ¿La muerte?
—Divórciate de ella —dijo Alí.
—¡No! —Me incorporé, eché los brazos al cuello de mi marido y me apreté contra él con todas mis fuerzas. Mahoma acarició mi frente húmeda, y su sonrisa cambió como un lugar sombrío cuando le llega el sol—. No me dejes —le rogué, olvidándome de Alí, la última persona que habría querido que me viera suplicar.
—No voy a dejarte, habibati. Pero he decidido enviarte por un tiempo a la casa de tus padres. Abu Bakr y Umm Ruman cuidarán de ti hasta que te restablezcas, si Alá lo quiere, lejos de todas estas lenguas desatadas.
—No te divorcies de mí. —Semanas más tarde, mientras esperaba en la casa de mis padres el veredicto de Mahoma, me dolería recordar de qué modo me aferré a su mano y le grité, delante de Alí—: ¡Yo te quiero, habibi!
Estaba más convencida de mis palabras de lo que nunca antes había estado. Aprendí muchas cosas durante aquellas horas en el desierto con Safwan. Safwan, que me prometió una cosa y me dio otra distinta, igual que cuando éramos niños.
—Yo también te quiero, mi dulzura.
Pero su voz sonaba lejana, y su mirada parecía turbia. Me tendí de nuevo y apreté su mano como si fuera una muñeca; luego, poco a poco, el sueño volvió a vencerme.
Mientras empezaba a perder la conciencia, oí la voz baja y urgente de Alí:
—Piensa en la umma, es como un tejido delicado —decía—. Un escándalo puede rasgarlo. Tienes que actuar ahora, primo. Devolverla a Abu Bakr será lo mejor.
—¿Divorciarme de mi Aisha? —La risa de Mahoma sonaba nerviosa e insegura—. Sería como arrancarme el corazón.
—Está manchada —dijo Alí, y mi odio hacia él crecía a cada palabra—. Tienes que apartarte de ella para que el escándalo no te salpique también a ti. Muchas personas de esta ciudad se alegrarían de verte caer. —Mahoma zafó con suavidad su mano de entre las mías, y me dejó sola en un mar de espantos—. ¿Es que no te das cuenta? —le urgió Alí—. Yo creo que sí. Entonces ¿qué es lo que te preocupa? Conseguir esposas es fácil. Encontrarás otra niña-esposa.
Siglos más tarde, el escándalo todavía persigue a mi nombre. Pero quienes me insultaban, quienes me llamaban al-zaniya y fahisha, no me conocían. Nunca supieron la verdad acerca de mí, de Mahoma, de cómo yo salvé su vida y él la mía. De cómo yo salvé las vidas de todos ellos. De haberlo sabido ¿me habrían insultado como lo hicieron?
Desde luego, ahora ellos lo saben. En el lugar en el que están, se sabe toda la verdad. Pero ésta todavía se hurta a vuestro mundo. Donde estáis vosotros, los hombres todavía quieren tener ocultas a sus mujeres. Siguen ahora escondiéndolas con velos o con mentiras de que son inferiores. Nos borran a nosotras, las mujeres pasadas, de sus historias de Mahoma, o alteran esas historias con falsedades que queman nuestros oídos y el fondo de nuestros ojos. Allí donde estáis, las madres castigan a sus hijas con una palabra, «¡Tú, Aisha!», les dicen, y las muchachas bajan la cabeza avergonzadas. No podemos escapar a nuestro destino, ni siquiera en la muerte. Pero podemos reivindicarlo, y moldearlo.
Las muchachas bajan la cabeza porque ignoran la verdad: que Mahoma quiso darnos la libertad, pero los demás hombres nos la arrebataron. Que ninguna de nosotras puede ser nunca libre hasta que no podamos dar forma a nuestro destino. Hasta que tengamos la posibilidad de elegir.
Hay tantos malentendidos... Estamos aquí, tratamos de retener la verdad en el hueco de nuestras manos como si fuera agua, y la vemos escurrirse entre los dedos. La verdad es demasiado resbaladiza para retenerla. Hemos de beberla porque, si no, cae al suelo como la lluvia, y desaparece.
Antes de que desaparezca, quiero que bebáis mi historia. Mi verdad. Mi lucha. Y después ¿quién sabe lo que ocurrirá? Si Alá lo quiere, mi nombre recuperará su significado. Ya no será un sinónimo de traición y de vergüenza. Si Alá lo quiere, cuando mi historia sea conocida mi nombre volverá a evocar la más preciosa de las posesiones. La que yo reivindiqué para mí y por la que luché hasta que, por fin, la obtuve del Profeta de Dios, no sólo para mí misma, sino también para todas mis hermanas.
Mi nombre es Aisha. Su significado: vida. Que sea de nuevo así ahora, y para siempre.
1
Beduinos en el desierto
La Meca, 619 – Seis años
Fue mi último día de libertad. Pero empezó igual que mil y un días anteriores: el guiño del sol y mi grito de alarma, «Tarde otra vez», el salto de la cama y la carrera a través de las habitaciones sin ventanas de la casa de mi padre, con mi espada de madera en la mano, pisando con los pies descalzos el suelo frío de piedra. «Llego tarde, llego tarde, llego tarde.»
El débil parpadeo de las lámparas de aceite en la pared, su luz pálida en lugar del sol que yo amaba. Al entrar en la cocina, el olor acre de las gachas de cebada se me atragantó. «Más aprisa, más aprisa.» El Profeta estaba a punto de llegar. Si me veía querría jugar conmigo, y yo me perdería a Safwan.
Pero tenía que haber sabido que mi madre me buscaría: era más vigilante que el Ojo Maligno.
—¿Adónde crees que vas? —me gritó, con las manos en las caderas, cuando fui a chocar con la sólida muralla de su cuerpo que me cerraba el paso.
Yo quise retroceder, recuperar el aliento y correr para esquivarla, pero ella me sujetó con sus manos fuertes de muchos años de amasar el pan. Sus manos como garras de halcón hicieron presa en mis hombros. Su mirada recorrió como unas manos ásperas mi pelo revuelto por el sueño, y las marcas de los juegos del día anterior en mi piel color de arena: los tiznones de forma redondeada de cuando me arrodillé en el barro, para esconderme de los beduinos enemigos. Un rasgón en la manga de mi lucha contra mis apresadores, Safwan y nuestra amiga Nadida. Churretones rojos de jugo de granada de la comida del día anterior. Marcas grisáceas de la piedra enorme que Safwan y yo habíamos hecho rodar sin ruido hasta debajo de la ventana del dormitorio de nuestro vecino Hamal, el último recién casado de La Meca.
—Estás mugrienta —dijo mi madre—. No saldrás así de casa.
—¡Por favor, ummi, llegaré tarde! —dije, pero ella llamó a mi hermana.
—Ninguna hija mía va a ir a ninguna parte con la pinta de un animal salvaje —dijo—. Ve a lavarte, ponte ropa limpia y busca a Asma en el patio. Tendrá trabajo para desenredar esa maraña de pelo que llevas hoy; mientras, yo iré a por agua para lavar el pelo de doña Reina de Saba.
Se refería a su hermana-esposa, Qutailah. La hatun o «gran dama» de mi padre, su primera esposa, Qutailah, era quien repartía todos los trabajos del harim. Alta, de piel oscura y cada vez más gorda, Qutailah envidiaba la piel clara de mi madre y su melena rojiza, y temía su mal genio; de modo que le recordaba continuamente quién era la esposa principal llamando a mi madre durra, «cotorra», el nombre asignado a la segunda esposa. Y encargaba a mi madre los trabajos que habitualmente se reservaban a las criadas, como por ejemplo cargar con el peso de los odres llenos de agua que había que traer del pozo de La Meca. Era un trabajo humillante, porque el pozo de Zanzam estaba en el centro de la ciudad y todo el mundo podía ver los afanes de mi madre de vuelta a casa con los pellejos chorreantes colgados de una pértiga que sostenía sobre sus hombros estrechos. Tener que hacer todos los días ese trabajo ponía a mi madre de mal humor. No era el momento de discutir con ella.
—Escucho y obedezco —dije con una reverencia, pero cuando ummi desapareció en la oscuridad, me metí en la cocina. Nuestra vecina Raha estaba sentada en un rincón en sombra abanicándose con una hoja de palma. Sonrió al verme y sacó de su bolsa una granada tan brillante y roja como sus mejillas.
—No, primero tienes que darme un beso —bromeó cuando yo intenté arrebatarle la fruta de la mano. Me senté en su regazo sólo un instante, lo suficiente para apretar mi cara contra la suya y aspirar el olor del espliego que llevaba prendido de sus cabellos trenzados. Ella frotó la punta de su nariz contra la mía y me hizo reír, hizo que olvidara mis prisas hasta que llegó Asma. Partí la granada por la mitad, sin importarme los granos que caían húmedos al suelo mientras yo corría hacia la puerta esquivando las manos tendidas de mi hermana.
—Aisha, ¿adónde vas? —oí que me llamaba Asma como si no lo supiera. Ella y Qutailah, su madre, siempre me estaban riñendo por mi «obsesión» con Safwan. «Él sólo te traerá problemas. Jugar con tu futuro marido es provocar al Ojo Maligno.»
Yo corría sin atender a los gritos de mi hermana, blandiendo mi espada de juguete y levantando la arena blanda y caliente al pasar por entre la aglomeración de casas de piedra oscura, con cubiertas en terraza y puertas rematadas en arco y techumbres de palmas descoloridas, apiñadas todas juntas y que parecían mirarme de reojo y murmurar como viejos desdentados. Más allá, la caravana de montañas descarnadas en torno a La Meca proyectaba sus sombras bajo el ojo implacable del sol.
Encontré a Safwan agachado al lado de Nadida en la tienda de juegos de ella, charlando en voz baja.
—Marhaba, palomitos —les saludé. La cara larga y estrecha de Nadida se tiñó de rojo oscuro. Me eché a reír, pero Safwan se incorporó y tiró de mí hacia el interior de la tienda.
—¡Calla! —me dijo—. ¿Quieres que nos oigan?
Señaló la ventana de la casa de Hamal, el recién casado, y la piedra que habíamos hecho rodar hasta allí la noche anterior.
—Están dentro —susurró Nadida—. Tienes que verla. Es de mi misma edad, y casada con ese viejo chivo. —Se llevó la mano a la figurilla roja que colgaba sujeta por una cuerda de su cuello—. Que Hubal me proteja de un destino semejante.
Sus padres todavía adoraban ídolos por entonces, y no al verdadero Dios como Safwan y como yo.
Safwan se llevó un dedo a los labios y colocó una mano sobre una de sus grandes orejas, aguzando el oído. Un grito penetrante, como el de las plañideras de Medina, me hizo estremecer. Luego oímos el gruñido de un hombre, y una risa áspera como una piel sin curtir.
—Por Alá, ¿la está matando? —pregunté.
Safwan y Nadida rieron con disimulo.
—Quizá ella quiera estar muerta —comentó Nadida.
Safwan salió de la tienda y me hizo señas de que lo siguiera. Agachados, fuimos de puntillas hasta la gran piedra. Safwan levantó un pie para trepar a ella, y un profundo gruñido en el interior de la casa me puso la carne de gallina: aquel Hamal era un gigante. Si nos veía espiando por su ventana, podía aplastarnos a los dos con una sola mano. Tironeé de la manga de Safwan, pero él trepó y miró por el borde de la ventana; luego me dirigió una sonrisa.
—Ven —susurró—. No seas niña.
Alargó una mano para ayudarme, pero yo gateé como una lagartija hasta lo alto de la piedra, sin hacer caso de los latidos de mi corazón, tan fuertes que estaba segura de que Hamal iba a oírlos. Cuando mis ojos se adaptaron a las sombras del interior, pude ver primero sólo ropas esparcidas por el suelo, luego bandejas con comida mordisqueada, platos sucios y una pipa de agua volcada a un lado. Efluvios de cebada fermentada, carne pasada y manzanas podridas se mezclaban con un olor húmedo a sudor.
Un gruñido fuerte y profundo atrajo mi mirada hacia la cama. Un reguero de sudor resbalaba por la espalda desnuda y ancha de Hamal, que alzaba su cuerpo del lecho y lo dejaba caer luego, una y otra vez. Vi su trasero, tan gordo como mi pelota de vejiga de cabra y cubierto de pelo, que se contraía y se relajaba a cada nuevo empujón. Debajo de él, asomaban unos brazos y piernas flacos como las patas de un escarabajo bajo una sandalia, que lo golpeaban y se agarraban a él. Una voz de muchacha parecía sollozar, y sus talones se apretaban contra las caderas del hombre. Tragué saliva y me agarré al brazo de Safwan. ¡Sí. Él la estaba matando!
Pero cuando miré a Safwan, vi que se reía, y cuando los gruñidos de Hamal se hicieron más agudos y las sacudidas de su cuerpo más rápidas, Safwan tiró de mí para hacerme bajar de la piedra. Ocultos a la vista, oímos gritar a Hamal «¡Hi, hi, hi!», como una hiena. Me tapé la boca con la mano y miré consternada a Safwan, pero él sonreía. Intenté reír también, porque no quería que se diera cuenta de mi horror, mientras en mi mente se reproducía la imagen del cuerpo de la muchacha aplastado debajo de aquella bestia peluda.
Apoyé la espalda en la pared de la casa e intenté tranquilizarme, rogando para que Safwan no oyera los ruidos de mis tripas. Algún día me casaría con él..., ¿y él me haría... eso? Su sonrisa era orgullosa; sus ojos parecían burlarse de mí, como si tuviera el mismo pensamiento que yo. Pero, al revés que a mí, a él parecía gustarle la idea. Por supuesto, él sería quien aplastara y yo la pobre víctima que estaría debajo, agitando brazos y piernas.
—Eso es el matrimonio, Aisha —susurró, haciéndome desear salir corriendo de allí. Pensé en mi madre: no era extraño que siempre estuviera de mal humor.
Y entonces, como si la hubiera conjurado, ummi apareció en la esquina, con su vestido negro ondeando como las alas de un cuervo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —gritó. Los ruidos que venían del interior de la habitación hicieron que mirara en dirección a la ventana, y se estremeció como si hubiera sufrido una quemadura. Yo me volví hacia Safwan, pero su lugar en la piedra estaba vacío. Se había desvanecido como un djinni, dejándome sola ante los gritos y las bofetadas de mi madre. No sólo la había desafiado al irme de casa sin lavarme y cambiarme de ropa, sino que me había atrapado en la ventana del dormitorio de Hamal ibn Haffan, con el desconcierto y el miedo pintados en mi rostro.
Le sonreí, vera imagen de la inocencia, esperaba. Su cara parecía haberse descompuesto en distintos trozos juntados luego de cualquier manera, como pedazos de miga de pan.
Entonces apareció Hamal en la ventana. Sentí el golpe de sus nudillos en mi coronilla y grité, luego corrí lejos de la piedra, hacia ummi. Una parte de mí quería esconderse de él debajo de su falda, pero por otro lado sabía que era mejor no colocarme al alcance de su mano. Una vez que me atrapara, no me soltaría sin haber dejado impresa la marca de su mano en mis mejillas y mi trasero.
—Mil disculpas, Umm Ruman —dijo Hamal, arreglándose el pelo por detrás de las orejas. Se había echado encima un blusón azul descolorido, y lo ajustaba a su amplia cintura. La cara estaba encendida y bañada en sudor—. Creí que había corrido la cortina.
—Estoy segura de que lo hizo. —Mi madre me dirigió una mirada—. Pero alguna otra persona la descorrió.
—No —dije yo—, estaba abierta.
¡Ay, qué acababa de decir! Ahora sabían que había estado mirando. Deseé que el sol de mediodía me hiciera desaparecer, o ser capaz de desvanecerme en un abrir y cerrar de ojos, como Safwan. El rugido de Hamal hizo que me refugiara entre las faldas de mi madre, con más miedo de él que de ella.
—Si vas a espiar, niña, antes tendrás que aprender a mentir mejor —dijo, ceñudo. Mi madre se disculpó, pero él le dijo que no se preocupara, también él tenía hijas—. Las casé tan pronto como empezaron a sangrar con el mes. Es la única forma de evitar problemas.
¿Había llegado yo a ver a su nueva esposa?, me preguntó. Su belleza era la admiración de La Meca.
—Yaa Yamila —dijo, sin volverse. Su auténtico nombre era Fazia, que significa «victoriosa», pero él se lo había cambiado para que nadie pudiera decir, «la esposa de Hamal es victoriosa».
Una muchacha pálida de aspecto frágil apareció en la ventana al lado de Hamal, sujetándose una sábana al pecho y con los ojos bajos. Abrió sus labios hinchados para sonreír y enseñó unos dientes grandes y salidos, además de que la nariz le cubría la mitad de la cara. ¡Una auténtica belleza! Una parte de mí quería echarse a reír, pero la otra parte había advertido las sombras debajo de sus ojos y el temblor de la mano que sostenía la sábana.
Era realmente tan sólo una niña, ni siquiera mayor que mi hermana, y la habían casado con un hombre de la edad de mi padre. Parecía tan tímida y asustada que me entraron ganas de acercarme a ella y acariciarle la frente como hacía a veces Asma conmigo cuando tenía una pesadilla. Pero no era una pesadilla: para Fazia-convertida-en-Yamila, aquello era su vida de mujer, que había de soportar con los ojos bajos y ni tan sólo un suspiro de queja. Yo no seré así, me juré. Si algún hombre intentaba hacerme daño, yo lucharía. Y cuando tuviera algo que decir, no lo haría con la cabeza baja, como si me avergonzara. Si a mi marido no le gustaba eso, podía divorciarse de mí, y no me importaría. Prefería ser una leona solitaria, rugiente y libre a ser un pájaro enjaulado, sin siquiera un nombre propio.
—Ahlan, Fazia —dije, devolviéndole su nombre real. Levantó la cabeza y me miró con una sonrisa que le iluminó la mirada.
Mi madre se despidió precipitadamente y me arrastró hasta casa, jadeando como si yo fuera tan grande y pesada como Hamal. Con aquellos dedos fuertes y feroces sujetó mi mano en la suya y la apretó hasta tal extremo que creí que mis huesos se rompían. Seguro que iba a recibir una azotaina, pero no pensaba en eso. Recordé las imágenes que acababa de ver, Hamal encima de aquella chiquilla flaca. Lo mismo me ocurriría a mí algún día, pero no, gracias a Alá, con un hombre mucho más viejo que yo. Aquella chica había sentido dolor, a juzgar por la forma como gritaba y se agarraba inerme a la espalda de Hamal. Ningún hombre ni mujer tendría nunca un poder así sobre mí. A excepción, por el momento, de mi madre.
Dentro de casa, ummi soltó mi mano dolorida y yo la masajeé, pero no quise quejarme delante de ella.
—¿Qué hacías debajo de esa ventana? —preguntó.
—Estaba sentada a la sombra.
—Sentada a la sombra. —Se cruzó de brazos—. Encima de una piedra que casualmente estaba colocada debajo de la ventana del dormitorio de Hamal ibn Haffan. ¿Y cómo llegó la piedra allí? Hamal dice que ayer no estaba.
Abrí los ojos todo lo que pude.
—Puede que no se hubiera dado cuenta antes.
—¡Estabas espiando! —gritó—. Y te llevaste a Safwan a espiar contigo.
Me miraba con tanta furia como si hubiese sido ella, y no Qutailah, quien me avisaba de que me alejase de Safwan. Como si no se hubiera reído de esas supersticiones sobre el Ojo Maligno. «Más vale malo conocido que bueno por conocer», solía decir mi madre, y me mandaba a jugar con él.
—Estábamos sentados, eso es todo. No sabíamos que ellos estaban allí.
—¡Basta! —Levantó la mano—. ¡Voy a sacar a golpes esas mentiras fuera de ti ahora mismo!
Su cabello rojo como el fuego parecía flamear sobre su cabeza. Yo esperé el golpe, sin parpadear. ¡Qué orgulloso se sentiría Safwan al ver que me enfrentaba al castigo sin la menor señal de miedo! Cuando se fuera de La Meca para unirse a los beduinos, yo me iría con él.
Sin embargo, en lugar de pegarme, la mano de ummi descendió despacio hasta acariciar el rizo que me caía sobre la frente. Yo intenté ver su cara. ¿Qué iba a hacerme? Sus labios se curvaron en las comisuras, como si callaran algo.
—Casi había olvidado el motivo por el que he salido a buscarte hoy —dijo—. Tienes que quedarte en casa, Aisha. Los muchachos y los hombres tienen prohibido verte, a menos que sean tus parientes.
—¿Quedarme en casa? —repetí—. Pero Safwan y yo vamos a ir al mercado a ver la caravana que ha venido de Abisinia.
—No habrá más salidas al mercado ni a ningún otro lugar, sin mí o sin tu padre —dijo con la voz firme con que daba las órdenes—. A partir de hoy estás en purdah.
—Purdah? —Noté que mis sentidos se aguzaban—. Eso es para Asma, no para mí.
—Es para ti también, a partir de hoy.
—¿Qué? —Boqueaba delante de ella como un pez fuera del agua, intentando respirar—. ¿Por cuánto tiempo?
—Hasta que tu marido diga otra cosa.
—¿Mi marido?
Por primera, por única vez en mi vida, le levanté la voz a mi madre. Sabía que me iba a pegar por mi tono insolente, pero también sabía que necesitaba convencerla de que cambiara de idea ahora, antes de que apretara los labios y se negara a hablar más, una señal de que su decisión estaba tomada y de que ningún argumento la haría cambiar.
—Safwan no querrá que me escondas —supliqué—. Ve a preguntárselo, ummi. Él te lo dirá.
—Safwan no tiene nada que ver en esto —dijo mi madre.
Desde el patio llegó la voz de Qutailah:
—Yaa durra! ¡Cotorra! ¿Qué pasa con mi comida?
El suspiro de ummi rechinó como la hoja de una espada contra la piedra, mientras se volvía y empezaba a alejarse.
—Cuando te cases, hija mía, asegúrate de que eres la primera esposa de tu casa. Asegúrate de que controlas tu destino, o él te controlará a ti.
Los latidos de mi corazón, como el golpeteo de los cascos de un caballo espantado, me enviaron corriendo detrás de ella, ansiosa por la necesidad de detener esa prisión antes de que empezara. La purdah no me permitiría salir de la casa de mis padres hasta el día de mi boda. Me dejaría encerrada en esta tumba fría y lúgubre hasta el día en que empezara el flujo de mi sangre, dentro de seis años o puede que incluso más, sin un Safwan para jugar con él, sin ningún chico en absoluto, sólo con las niñas tontas que venían de visita acompañando a sus madres.
—¡No es justo encerrarme! —Pasé las manos por la cintura de mi madre y apreté más fuerte cuando intentó soltarse—. Estás castigándome, ¿verdad? Te has enfadado conmigo por lo de la casa de Hamal, y quieres vengarte.
—¡Déjame irme!
—No hasta que cambies de idea. Yo quiero salir de casa, ummi. —Apreté más fuerte aún, mientras me aferraba a la idea de que todo era una broma cruel. Temía que, de soltarme, caería sin sentido al suelo.
Años de cargar los odres de agua y amasar el pan habían hecho de mi frágil madre una mujer sorprendentemente fuerte. Echó atrás las manos y me sujetó las muñecas de una forma que me hizo creer que iba a partirlas en dos. Pero seguí agarrada a ella hasta que me rogó que la soltara, y luego me empujó y me hizo caer al suelo.
—Harás lo que te he dicho, si no quieres recibir unos azotes —gritó—. Este encierro no es un castigo.
Tendida a sus pies, miré su cara encendida y me di cuenta de que no iba a cambiar de opinión. Sentí como si unas manos se cerraran alrededor de mi garganta, las lágrimas brotaron de mis ojos y jadeé en busca de aire que respirar.
—¡No quiero estar encerrada! —grité—. ¡Me moriré en esta vieja cueva apestosa!
—Alá ha bendecido hoy a esta familia. —La voz de mi madre era tan fría y tan dura como la piedra que estaba debajo de mi trasero—. Pero la honra de una niña puede desaparecer fácilmente. Si la pierdes, más te valdría estar muerta.
Qutailah volvió a llamar, esta vez en un tono más irritado. «¡Por Alá, te voy a hacer vaciar las letrinas como me hagas pedirte la comida otra vez!» Mi ummi dio media vuelta y se alejó con pasos ligeros y hombros caídos hacia la puerta del patio.
—¡Cuando me case con Safwan, saldremos a recorrer el desierto! —le grité antes de que desapareciera—. ¡Nunca volverás a verme! ¡Te arrepentirás, entonces!
Se volvió y me dedicó una última, larga mirada.
—No creas que sabes lo que Alá ha planeado para ti, Aisha.
Se mordió los labios, me volvió de nuevo la espalda y salió al exterior de la casa.
Yo me puse en pie y corrí detrás de ella, pero me detuve en el pasaje abovedado que daba al patio. Fuera, nuestro árbol gaza’a dejaba caer sus hojas lacias como si estuviera de duelo. A su sombra mi madre, con los labios apretados, servía una porción de gachas de cebada a Qutailah, que la reñía por haberlas cocido demasiado tiempo.
—¿Después de tantos años, aún no has aprendido a cocinar, Umm Ruman? —dijo, arrugando la nariz ante mi madre como si oliera mal—. Un niño sin dientes podría comer esta papilla insípida. ¿Te he pedido que me prepararas comida de niño?
Las mujeres que habían venido a visitar a Qutailah soltaron risitas, pero mi madre siguió sirviendo las gachas con la mirada baja, aunque pude ver que su semblante enrojecía. Sentí las mejillas tiesas por las lágrimas secas. Me agaché, presta a salir corriendo al patio en defensa de mi ummi, pero sabía que eso sólo empeoraría las cosas, para ella... y para mí. Entonces corrí a mi dormitorio, y allí arrojé mis juguetes contra la pared, lloré y golpeé el colchón con mis puños.
Enterrada en esta casa para el resto de mi vida.