1
Londres, 1830
Tenía que escapar.
El rumor de la sofisticada charla, el brillo de las arañas de cristal, que salpicaban de cera caliente a los que bailaban en el salón, y la profusión de olores que anunciaba la inminencia de una suculenta cena resultaban agobiantes a lady Holly Taylor.
Había sido un error asistir a un acto social tan poco tiempo después de la muerte de George. Naturalmente, la mayoría de la gente no consideraría que tres años fueran poco tiempo. Holly había mantenido el luto riguroso durante un año y un día, apenas aventurándose fuera de casa, salvo para pasear por el jardín con su hijita Rose. Se había vestido de negro, y cubierto el cabello y el rostro con velos que simbolizaban la separación de su esposo y del mundo invisible. Había tomado la mayor parte de sus comidas sola, cubierto todos los espejos de la casa con crespón negro y escrito cartas en papel con orla negra, para que toda relación con el mundo exterior llevara el sello de su dolor.
Durante el segundo año, había seguido vistiendo de negro, pero se había deshecho del velo protector. Luego, durante el tercer año, Holly había pasado al medio luto, lo que le había permitido llevar gris o malva, y participar en actividades femeninas reducidas y discretas, como reuniones de té con familiares o con buenas amigas.
Una vez finalizadas todas las etapas del luto, Holly había dejado el refugio oscuro y reconfortante del período de duelo para introducirse en un esplendoroso mundo social, que se le había vuelto terriblemente extraño. Cierto, las caras y el ambiente eran exactamente como los recordaba... salvo que George ya no estaba con ella. Le parecía que su soledad llamaba la atención, le incomodaba su nueva identidad de viuda de Taylor. Como todos los demás, siempre había considerado a las viudas figuras sombrías dignas de lástima, mujeres que iban envueltas en un trágico manto invisible, independientemente de como se vistieran. En estos momentos comprendía por qué tantas viudas que asistían a actos como aquél parecían querer estar en alguna otra parte. Los conocidos la abordaban expresándole su condolencia, le ofrecían una copa de ponche o unas palabras de consuelo, y se marchaban disimulando su alivio, como si hubieran cumplido con un deber social y por fin fueran libres para disfrutar del baile. La propia Holly había actuado así con otras viudas en el pasado, deseando ser amable, pero sin querer que la desolación que se les reflejaba en los ojos la afectara.
Curiosamente, Holly no había imaginado que pudiera sentirse aislada entre tanta gente. El espacio vacío que había a su lado, donde debería haber estado George, le parecía dolorosamente tangible. De forma inesperada, sintió algo semejante a la vergüenza, como si hubiera irrumpido en un lugar al que no pertenecía. Ella era la mitad de algo que en un tiempo había estado completo. Su presencia en el baile sólo le servía para recordarle la pérdida de un hombre profundamente amado.
Notaba la cara tensa y fría mientras se dirigía sin apartarse de la pared hacia la puerta del salón. La dulce melodía que tocaban los músicos no la había conseguido animar, al contrario de lo que sus amigas le habían sugerido de buena fe... más bien parecía que la música sólo se reía de ella.
Hubo un tiempo en el que Holly habría bailado tan despreocupada y dispuesta como las jóvenes presentes aquella noche, con la sensación de que volaba en brazos de George. Estaban hechos el uno para el otro, y eso había suscitado comentarios y sonrisas de admiración. Ella y George tenían un físico similar. La diminuta estatura de Holly armonizaba con la talla mediana de él. Aunque George no era alto, estaba en muy buena forma y era muy apuesto, con el cabello castaño dorado, unos ojos azules muy vivos y una sonrisa deslumbrante siempre a punto de asomar. Le encantaba reír, bailar, hablar. Ningún baile, fiesta o cena había estado jamás completo sin él.
«Oh, George. —Holly notó que los ojos le escocían—. Qué afortunada fui al tenerte. Qué afortunados fuimos todos. Pero ¿cómo voy a seguir adelante sin ti?»
Con buena intención, sus amigos le habían insistido para que asistiera al baile aquella noche, con el deseo de que marcara el inicio de sus días de libertad, dejando atrás los agobiantes rituales del luto. Pero no estaba preparada... aquella noche no... tal vez nunca.
Recorrió la multitud con la mirada, y localizó a varios miembros de la familia de George, que conversaban y comían exquisiteces en platos de porcelana de Sèvres. El hermano mayor, William, lord Taylor, estaba acompañando a su esposa al salón, donde iba a bailarse una cuadrilla. Lord y lady Taylor hacían una buena pareja, pero su cálido afecto no podía compararse con el genuino amor que ella y George se habían profesado. Parecía que todos los miembros de la familia de George, los padres, los hermanos y sus esposas, habían logrado superar su muerte. Lo bastante al menos como para poder asistir a un baile, reír, comer y beber, y permitirse olvidar que el miembro más querido de la familia estaba prematuramente bajo tierra. Holly no los culpaba por ser capaces de seguir adelante, una vez que George no estaba. De hecho, los envidiaba. Qué maravilloso sería despojarse del invisible manto de dolor que la envolvía como un sudario. Si no fuera por su hija Rose, no tendría ni un momento de respiro del dolor constante de su pérdida.
—Holland —murmuró alguien cerca de ella, y Holly se volvió para ver al hermano pequeño de George, Thomas. Aunque Thomas tenía las facciones atractivas, los ojos azules y el pelo veteado de ámbar que compartían todos los hombres de la familia Taylor, carecía de la chispa, la sonrisa deslumbrante, la calidez y la confianza que habían hecho de George una persona tan irresistible. Thomas era una versión más alta y sombría de su carismático hermano. Había prestado a Holly un respaldo incondicional desde que la fiebre tifoidea se había llevado a George.
—Thomas —dijo Holly, obligándose a sonreír—. ¿Te estás divirtiendo?
—No especialmente —respondió él. Holly vio la compasión reflejada en sus profundos ojos azules—. Pero creo que lo soporto mejor que tú, querida. Estás pálida, como si te estuviera empezando otra de tus migrañas.
—Así es —admitió Holly, percatándose entonces del insistente dolor en las sienes y la nuca, aquellos latidos que le advertían de que el malestar iría en aumento. Jamás había tenido migrañas hasta la muerte de George, pero habían comenzado después del funeral. Aquellos dolores de cabeza tan fuertes aparecían de improviso y a menudo la obligaban a guardar cama durante dos o tres días.
—¿Te acompaño a casa? —le preguntó Thomas—. Estoy seguro de que a Olinda no le importará.
—No —se apresuró a decir Holly—. Debes quedarte aquí y disfrutar del baile con tu esposa, Thomas. Soy perfectamente capaz de regresar a casa sin compañía. De hecho, lo preferiría.
—Está bien. —Thomas le sonrió, y su parecido con George no hizo más que encogerle el corazón e intensificar los latidos en las sienes—. Al menos, permíteme que llame al carruaje de la familia.
—Gracias —respondió Holly agradecida—. ¿Espero en el recibidor?
Thomas negó con la cabeza.
—Me temo que afuera hay tantos vehículos que el nuestro puede tardar varios minutos en llegar a la entrada. Entretanto, hay varios sitios tranquilos donde puedes esperar. Si no recuerdo mal, hay un saloncito que da a un invernáculo privado. Lo encontrarás pasado el recibidor, por el pasillo a la izquierda de las escaleras de caracol.
—Thomas —murmuró Holly, tocándole suavemente la manga y consiguiendo esbozar una leve sonrisa—. ¿Qué haría yo sin ti?
—No tendrás que averiguarlo jamás —respondió él solemnemente—. No hay nada que yo no hiciera por la esposa de George. El resto de la familia siente lo mismo. Nos ocuparemos de ti y de Rose. Siempre.
Holly sabía que esas palabras deberían ser un consuelo. No obstante, no podía quitarse de la cabeza que, en realidad, era una carga para la familia de George. La pensión que le había quedado tras la muerte de su esposo era casi nula, lo cual la había obligado a vender la elegante casa de columnas blancas en la que habían vivido. Estaba agradecida a los Taylor por lo generosos que habían sido al cederle dos habitaciones en la residencia familiar. Había visto la forma en que algunas familias se deshacían de las viudas, dándolas de lado u obligándolas a casarse por segunda vez. En lugar de ello, los Taylor la trataban como una invitada a la que querían e, incluso más, como a un monumento vivo a la memoria de George.
Holly prosiguió su camino pegada a la pared del salón hasta golpearse bruscamente el omóplato izquierdo con el duro marco dorado de la puerta, decorado con molduras. Ofuscada, salió a toda prisa al recibidor, con forma de ojo de cerradura, por donde se entraba a la mansión, propiedad de lord Bellemont, conde de Warwick. Aquella residencia urbana estaba diseñada para celebraciones en las que se urdían estrategias políticas, se concertaban matrimonios y se intercambiaban fortunas. Lady Bellemont poseía una reputación, bien merecida, de experta anfitriona; siempre invitaba a sus bailes y veladas a la combinación perfecta de aristócratas, políticos y artistas famosos. Los Taylor la apreciaban y confiaban en ella, y les había parecido oportuno que Holly reanudara su vida social asistiendo al baile que inauguraba la temporada.
El espacio circular del recibidor estaba flanqueado por dos inmensas escaleras curvas. Convenientemente situadas en la planta baja, las habitaciones principales de la mansión se ramificaban en grupos de saloncitos y zonas de visita que daban a invernáculos o a pequeños jardines pavimentados. Quien deseara tener una pequeña reunión privada o una cita romántica podía hallar un lugar apartado sin ninguna dificultad.
Holly empezó a respirar mejor a medida que se alejaba del concurrido salón, de camino al saloncito que Thomas le había sugerido. La falda del vestido de noche, hecho de seda cordada y de un tono azul tan oscuro que parecía negro, crujía pesadamente a cada paso que daba. El vestido llevaba un relleno de seda y crespón en el dobladillo de la falda, para darle la caída que dictaba la moda del momento, tan distinta a las livianas faldas de los vestidos que se habían llevado antes de que George muriera.
La puerta del saloncito estaba entornada y la habitación sumida en la oscuridad. Sin embargo, por las ventanas se filtraba una luz glaciar que iluminaba lo suficiente para que Holly pudiera ver sin necesidad de encender una vela. Un par de sillones franceses rinconeros y una mesita ocupaban una esquina, cerca de ellos había unos cuantos instrumentos musicales apoyados en soportes de caoba. Cortinas de terciopelo cubrían las ventanas y la repisa de la chimenea. La gruesa alfombra, con un dibujo de medallones florales, amortiguaba sus pasos.
Después de entrar en aquel recinto tranquilo y umbrío, Holly cerró la puerta, se puso una mano en la ceñida cintura del vestido y suspiró largamente.
—Gracias a Dios —susurró, inmensamente aliviada de estar sola. Qué extraño... Se había acostumbrado tanto a la soledad que se encontraba incómoda entre mucha gente. Hubo un tiempo en el que le gustaba hacer vida social y divertirse, y en el que se encontraba a gusto en cualquier situación... pero eso se lo debía a George. Ser su esposa le había otorgado la confianza que en esos momentos tanto le faltaba.
Mientras avanzaba a oscuras, notó una corriente de aire frío y se estremeció. Aunque el escote redondo del vestido era bastante discreto y prácticamente le cubría las clavículas, llevaba la garganta y los hombros al descubierto. Intentando averiguar de dónde provenía la corriente de aire, Holly se fijó en que el saloncito se abría a un invernáculo que conectaba con los jardines exteriores, y en que habían dejado las cristaleras abiertas. Fue a cerrarlas, pero tuvo una extraña sensación y se quedó quieta, con la mano en el frío pomo de bronce. Al mirar por los esmerilados cristales el corazón comenzó a latirle más deprisa, hasta hacerle vibrar todas las extremidades del cuerpo.
Tuvo la sensación de hallarse al borde de un precipicio, a punto de saltar al vacío. Un fuerte impulso de refugiarse en el saloncito, de regresar incluso al salón atestado de gente se apoderó de ella. En lugar de retirarse, siguió aferrada al pomo hasta que la mano empezó a sudarle. La noche la atraía, alejándola de lo seguro y lo conocido.
Con un ligero estremecimiento, Holly intentó reírse de su propia estupidez. Avanzó un paso, con la intención de aspirar aquel aire revitalizante. De repente, apareció ante ella una figura inmensa... la imponente silueta de un hombre. Holly se quedó petrificada. Soltó el pomo como si la mano se le hubiera quedado sin vida, y el sobresalto le produjo un hormigueo en todo el cuerpo. Quizá fuera Thomas para informarle de que el carruaje ya estaba listo. Pero aquel individuo era demasiado alto, demasiado corpulento, para ser su cuñado, o ningún otro hombre que conociera.
Antes de que Holly pudiera articular palabra, el desconocido pasó el brazo por las cristaleras entreabiertas y tiró de ella. Sofocando un grito, Holly no tuvo más remedio que salir al invernáculo sumido en las sombras. El individuo la atrajo hacia sí, y ella se quedó rígida en sus brazos, incapaz de resistirse. Era tan fuerte que Holly se sintió como un gatito indefenso en sus inmensas manos.
—Espere —exclamó Holly, perpleja. El cuerpo del desconocido era tan duro que parecía de acero. La chaqueta era suave al tacto cuando Holly la tocó con manos sudorosas. La nariz se le impregnó de un olor a lino almidonado, tabaco, coñac y una mezcla profundamente masculina que, en cierto modo, le recordó el olor de George. Hacía tanto tiempo que no la abrazaban así. En los tres últimos años no había acudido a ningún hombre en busca de consuelo, no había querido que ningún abrazo empañara el recuerdo de la última vez que su esposo la tuvo en sus brazos.
Sin embargo, en esta ocasión no había podido elegir. Mientras intentaba balbucear una protesta y se rebullía contra el sólido cuerpo del desconocido, él inclinó la cabeza y le murmuró al oído.
Su voz la dejó estupefacta. Oyó un grave ronroneo, como la voz de Hades, el dios de los infiernos, cuando arrastró a Perséfone al reino de las sombras.
—Se lo ha tomado con calma, señora mía.
Holly se dio cuenta de que él la había confundido con otra. Sin saberlo, había irrumpido en una cita romántica.
—Pero, yo... yo no soy...
Holly no pudo terminar la frase porque él la besó. Se tensó alarmada, asombrada, horrorizada e inmensamente furiosa. Él le había arrebatado el último beso de George... pero una sensación inesperada extinguió aquel pensamiento. Su boca era tan ardiente, tan apremiante y exigente, que Holly tuvo que separar los labios. Jamás la habían besado así. La boca del desconocido le transmitía un deseo tan inflamado que ella languideció ante tanto ardor. Volvió la cabeza para eludirlo, pero él siguió el movimiento y adoptó una posición que los acercaba todavía más. El corazón de Holly había empezado a latir con un ruido ensordecedor, y un miedo instintivo se apoderó de ella.
Holly percibió el momento exacto en que el hombre se percató de que no la conocía. Notó que se quedaba inmóvil ante la sorpresa y dejaba de respirar. «Ahora me soltará», pensó confusa. Pero, tras un largo momento de duda, la sujetó con los brazos todavía firmes pero sin estrujarla. Notó que su mano inmensa la recorría hasta rodearle la nuca desnuda.
Había sido una mujer casada; creía ser experta y mundana. Pero aquel desconocido la besaba como nadie lo había hecho jamás, invadiéndola, saboreándola con la lengua, haciéndola estremecerse y retorcerse. Su boca, suave e inflamada, sabía a coñac y a algo más... una esencia íntima que ejercía una fuerte atracción sobre ella. Al final, Holly notó que se abandonaba contra su fuerte cuerpo, aceptando la tierna intrusión de su beso, respondiendo incluso a la exploración de su lengua con tímidos avances de la suya. Tal vez fuera lo inesperado del encuentro, o la oscuridad que los envolvía, o el hecho de que fueran dos completos desconocidos... pero, durante unos febriles instantes, ella fue otra en sus brazos. Impulsada a tocarlo en alguna parte, en cualquier parte, se le abrazó al cuello y palpó su nuca, suave y dura, y el espeso cabello corto que se le ensortijaba ligeramente en las yemas de los dedos. Su inmensa estatura la obligó a ponerse de puntillas. Le acarició la mejilla, notando la espesa barba recién afeitada.
Aquella caricia pareció afectar intensamente al desconocido; Holly notó su respiración cálida en la mejilla y el pulso palpitándole en el cuello. Deseaba la dura y masculina textura de su cuerpo, y absorbió su olor y su sabor ávidamente hasta que se dio cuenta bruscamente de lo que estaba haciendo.
Horrorizada, se apartó sofocando un grito y, al notar la primera señal de rechazo, el desconocido la soltó. Holly huyó dando traspiés y se refugió en las sombras del invernáculo. Finalmente se detuvo al abrigo de una estatua alada, apoyándose en el muro de piedra que le cerraba el paso. Él la siguió, aunque no hizo ademán de volver a abrazarla, deteniéndose a tan corta distancia que Holly casi pudo sentir el calor animal de su cuerpo.
—Oh —susurró Holly con un temblor en la voz, protegiéndose con los brazos, como si pudiera contener las sensaciones que seguía notando en todos los poros de su piel—. Oh.
Estaba demasiado oscuro para que pudieran verse la cara, pero la voluminosa silueta del hombre se perfilaba bajo la luz trémula de la luna. Llevaba traje de etiqueta, debía de ser un invitado. Pero no tenía la constitución esbelta y elegante de un caballero ocioso. Poseía la formidable musculatura de hierro de un jornalero. Tenía los hombros y el pecho demasiado anchos, los muslos demasiado desarrollados. Los aristócratas carecían de una musculatura tan evidente. Preferían diferenciarse de quienes tenían que ganarse el pan con el sudor de la frente.
Cuando el desconocido habló, Holly sintió que el tono grave de su voz le enviaba placenteras vibraciones por la espina dorsal. Su acento no era el de un noble. Se dio cuenta de que provenía de clase humilde. ¿Cómo podía un hombre de esa índole asistir a un baile como aquél?
—No es usted la dama que estaba esperando. —Guardó silencio y añadió, con patente ironía, consciente de que era demasiado tarde para disculparse—. Lo siento.
Holly se esforzó por mantener la calma, aunque la traicionó el temblor de la voz.
—No pasa nada. Simplemente ha asaltado a la mujer equivocada. Estoy segura de que esto podría haberle sucedido a cualquiera que estuviera aquí a oscuras.
Holly notó que su respuesta lo había sorprendido, que esperaba que ella se pusiera histérica. El desconocido emitió una risa apenas audible.
—Bien. Tal vez no lo siento tanto como pensaba.
Al ver que levantaba el brazo, Holly pensó que quería volver a abrazarla.
—No me toque —dijo, retirándose hasta tener la espalda contra el muro. El desconocido apoyó la mano en la piedra que había junto a la cabeza de Holly y se acercó hasta tenerla prácticamente aprisionada bajo su musculoso cuerpo.
—¿No deberíamos presentarnos?
—Desde luego que no.
—Al menos dígame esto... ¿está usted con alguien?
—¿Con alguien? —repitió Holly sin comprender, retirándose hasta tener los omóplatos aplastados contra el muro.
—Casada —aclaró él—. Prometida. Comprometida con alguien.
—Oh... sí. Sí, lo estoy. —Podía ser viuda, pero estaba tan casada con el recuerdo de George como lo había estado con él en vida. Al pensar en George, Holly se preguntó cómo había llegado su vida a ser lo que era, por qué había tenido que dejarla su maravilloso y amado esposo, y por qué ella estaba allí a oscuras, con un desconocido que prácticamente la había forzado.
—Perdóneme —dijo él con amabilidad—. Tenía que verme aquí con otra persona... una dama que, evidentemente, no es capaz de mantener su palabra. Cuando la vi entrar por la puerta, la confundí con ella.
—Quería... quería estar sola en algún sitio mientras me traían el carruaje.
—¿Se va tan pronto? No la culpo. Estas cosas son aburridísimas.
—No tienen por qué serlo —murmuró ella, recordando cuánto había reído, bailado y coqueteado con George hasta altas horas de la madrugada—. Depende de a quién se tenga por compañero. Con la compañía ideal, una noche como ésta podría ser... mágica.
Su voz debió de transmitir la melancolía que sentía, porque el desconocido reaccionó de forma inesperada. Holly notó el ardiente roce de las yemas de sus dedos en el hombro y el cuello, subiéndole hasta la mejilla, que tomó en la palma de la mano. Debería haberse apartado, pero el placer que le produjo aquella mano cálida acunándole la cara la dejó inmovilizada.
—Es usted lo más dulce que he tocado jamás —oyó decir al desconocido en la oscuridad—. Dígame quién es. Dígame cómo se llama.
Holly respiró hondo y se apartó del muro, pero no tenía escapatoria. La poderosa silueta masculina lo abarcaba todo, envolviéndola, y, sin pretenderlo, cayó directamente en sus brazos.
—Debo irme —dijo casi sin aliento—. Mi carruaje me espera.
—Que espere. Quédese conmigo. —El desconocido la abrazó, poniéndole una mano en la cintura y otra en la espalda, y Holly, muy a pesar suyo, notó un estremecimiento de placer—. ¿Tiene miedo? —preguntó él al percibir el involuntario temblor de Holly.
—N-no —Holly debería estar protestando, luchando por librarse de su abrazo, pero estar apretada contra su cuerpo, fuerte y protector, le producía un perverso placer. Se protegió con las manos, cuando todo lo que quería era abandonarse a su abrazo y recostar la cabeza en su ancho pecho. Se le escapó una risa vacilante—. Esto es una locura. Suélteme.
—Puede separarse cuando quiera.
Pero ella no se movió. Se quedaron juntos, respirando, conscientes de la fogosa pasión que sentían, mientras les llegaban algunos compases de la música que tocaban en el salón. El baile parecía estar muy lejos de allí.
Holly notó el aliento caliente del desconocido en la oreja, y los pelos se le erizaron.
—Vuelva a besarme —dijo él.
—¿Cómo osa pedírmelo...?
—Nadie lo sabrá.
—No lo entiende —susurró ella con un temblor en la voz—. Yo no soy así... Yo no hago estas cosas.
—Somos dos extraños en la oscuridad —le susurró él—. Jamás volveremos a estar como ahora. No, no se aparte. Haga que esta noche sea mágica.
Le rozó el lóbulo de la oreja con los labios con una suavidad inesperada.
La situación superaba a cualquier experiencia anterior de Holly. Jamás había entendido por qué las mujeres actuaban de forma imprudente en aquellos asuntos, por qué corrían riesgos y rompían sus votos para obtener un efímero placer físico, pero ahora lo sabía. Nadie le había causado una sensación tan honda en su vida. Se sentía vacía y frustrada, lo único que quería era abandonarse a su abrazo. Había sido fácil ser virtuosa mientras no había tenido tentaciones. Estaba descubriendo cuán débil realmente era su naturaleza. Intentó pensar en la imagen de George, pero, para su desesperación, no pudo evocar su rostro. Lo único que veían sus ojos estupefactos era la noche estrellada, el brillo de la luna y la realidad palpable de un cuerpo desconocido.
Respirando trabajosamente, volvió la cabeza, sólo un leve movimiento, pero bastó para que su boca se topara con los labios ardientes del desconocido. Dios mío, aquello sí que era besar. Él usó la mano para apoyarle la cabeza en su hombro, asiéndola con firmeza mientras la besaba. El tacto de su boca era exquisito mientras la poseía con besos lentos y juguetones, usando la punta de la lengua para excitarla. Ella intentó apretarse más contra él, poniéndose de puntillas para buscar refugio en su cuerpo, fuerte y masculino. Él la sostuvo para que no perdiera el equilibrio, poniéndole un brazo en la espalda y el otro en las caderas. Hacía muchísimo tiempo que Holly no sentía placer físico de ningún tipo, y desde luego no aquel abandono voluptuoso.
Los besos se volvieron más profundos, adquirieron una agresividad más sensual, y Holly los respondía desesperadamente, mientras, por alguna razón, la fogosa pasión que sentía la hacía llorar. Notó unas lágrimas asomándole por la comisura de los ojos y resbalándole hasta la temblorosa barbilla, mientras continuaba besándolo con una especie de ansia desesperada que no podía controlar.
El desconocido le tocó la mejilla con los dedos y notó que estaba húmeda. Retiró lentamente la boca, dejándole la suya húmeda y ablandada por los besos.
—Ah —susurró él, rozándole la piel húmeda con los labios—. Dulce señora... dígame por qué mis besos la hacen llorar.
—Lo siento —dijo ella con un hilillo de voz—. Jamás debería...
Se apartó de él, aliviada de que no intentara seguirla cuando salió huyendo hacia el saloncito y hacia las habitaciones principales. Parecía que sus pies no corrieran lo bastante para alejarla de la escena de cuyo recuerdo, sabía, se avergonzaría, aunque le hiciera sentir un placer culpable durante el resto de su vida.
Lady Bellemont, una mujer bonita y vivaz de cuarenta y cinco años, se rió cuando una fuerte mano masculina la llevó del brazo hasta la ventana del salón principal. Estaba habituada a recibir la atención de todos los hombres que conocía, a excepción de aquel, que parecía dar igual trato a las condesas que a las sirvientas. Le intrigaba que aquel varón, alto y carismático, que aparentemente ignoraba la gran barrera social que existía entre ellos, la tratara con tanta familiaridad. A pesar de la desaprobación de su esposo y amigos, o quizá por ello, había decidido brindarle su amistad. Después de todo, una mujer no debía ser nunca demasiado previsible.
—Muy bien —dijo lady Bellemont, suspirando divertida—. Muéstreme quién ha conseguido despertar tanto interés en usted.
Juntos, observaron la hilera de carruajes y el hervidero de lacayos que había fuera, mientras la música de un vals procedente del salón se colaba por la puerta de la habitación donde se hallaban. La invitada que se estaba marchando en ese momento se volvió para darle las gracias al lacayo que la había ayudado a subir al carruaje. La luz dorada le dio de lleno en la cara.
Lady Bellemont notó que el hombre que tenía a su lado contenía la respiración.
—Allí —dijo, oscureciéndosele la voz—. Aquélla. La del vestido azul oscuro. Dígame quién es.
El rostro pertenecía a lady Holland Taylor, una joven que lady Bellemont conocía bien. Curiosamente parecía que el dolor por la pérdida de su esposo, que tantos estragos solía causar en la belleza de una mujer, sólo había conseguido realzar la hermosura de lady Holland. Su figura, con cierta tendencia a engordar, se había vuelto esbelta y firme. La severidad de su peinado, con los relucientes cabellos castaños recogidos en un moño, sólo servía para resaltar la belleza poco común de sus facciones: la nariz pequeña y recta, la boca suave y carnosa, y los ojos almendrados del color del whisky escocés. Desde la muerte de su esposo, la vivacidad de su carácter había dado paso a un aire de melancolía. Tenía la perpetua expresión de estar absorta en algún sueño bello y triste. Y, después de todo lo que había perdido, ¿quién podía reprochárselo?
Los hombres se habrían arremolinado alrededor de aquella atractiva joven viuda como abejas ante una flor suculenta. No obstante, lady Holland parecía llevar un cartel invisible que proclamara: «No tocar.» Lady Bellemont había observado el comportamiento de la viuda aquella noche, preguntándose si estaba interesada en conseguir otro esposo. Pero ella no había bailado con nadie y, por lo que parecía, no había hecho ningún caso a los diversos hombres que intentaron captar su atención. Era evidente que la viuda no quería otro hombre, no en ese momento, y tal vez nunca.
—Oh, mi querido amigo —murmuró lady Bellemont al hombre que tenía junto a ella—. Por una vez, vuestro gusto es impecable. Pero esa dama no es para usted.
—Está casada —afirmó él más que preguntar. Sus ojos negros estaban tan inexpresivos como la pizarra.
—No. Lady Holland es viuda.
Él miró a lady Bellemont con un interés que parecía casual, pero ella notó la tremenda fascinación que se agazapaba bajo aquella calma aparente.
—No la había visto hasta ahora.
—No me sorprende, querido. El esposo de lady Holland pasó a mejor vida hace tres años, justo antes de que usted entrara en escena. Éste es el primer acto social al que asiste desde entonces.
Mientras el carruaje de lady Holland se ponía en marcha y se alejaba, el hombre volvió a mirar el vehículo, y no dejó de hacerlo hasta perderlo de vista. A lady Bellemont le hizo pensar en un gato mirando un pájaro que se ha encumbrado demasiado alto para que él pueda alcanzarlo. Suspiró en muestra de solidaridad, pues conocía su personalidad ambiciosa. Siempre anhelaría las cosas que no había nacido para poseer y que no podría tener jamás.
—George Taylor era todo aquello que un caballero debe ser —recalcó lady Bellemont en un intento de explicar la situación—. Inteligente, apuesto y de una familia excepcional. Fue uno de los tres hijos varones del difunto vizconde Taylor.
—Taylor —repitió él, sin estar especialmente familiarizado con el nombre.
—Su cultura y su linaje son extraordinarios. George poseía el físico de la familia y más encanto del que debería corresponder a un solo hombre. Estoy segura de que todas las mujeres que lo conocían se enamoraban un poco de él... pero él adoraba a su esposa, y no lo ocultaba. Celebraron una boda impresionante que jamás podrá igualarse. Uno de los Taylor me ha confiado que, probablemente, Holly no volverá a casarse jamás, porque cualquier relación posterior sería inferior a la que tuvo con George.
—Holly —repitió él en voz baja.
—Un apelativo cariñoso que usan la familia y los amigos íntimos. —Lady Bellemont frunció levemente el entrecejo, incómoda ante el evidente interés del hombre por lady Holland—. Querido, puedo asegurarle que esta noche hay aquí muchas damas encantadoras más dispuestas. Permítame que le presente a unas cuantas que estarían encantadas de recibir sus atenciones...
—Cuénteme todo lo que sepa sobre lady Holland —dijo él, mirándola atentamente.
Lady Bellemont hizo un mohín y suspiró.
—Muy bien. Mañana puede venir a tomar el té y hablaremos...
—Ahora.
—¿En medio del baile que estoy ofreciendo? Hay un momento y un lugar para... —Se quedó callada y se echó a reír cuando vio que el hombre la arrastraba sin ceremonias a un sofá próximo—. Querido. Su virilidad me resulta encantadora, pero tal vez sea un poco excesiva...
—Todo —repitió él, y le sonrió con tal picardía que el corazón empezó a latirle más deprisa—. Por favor.
Y, de repente, lady Bellemont sintió que no había nada en el mundo que deseara más que pasarse el resto de la velada olvidando sus responsabilidades sociales y contándole todo lo que él quisiera saber.
Holly atravesó el umbral de la mansión familiar de los Taylor como un conejo que busca refugio en su madriguera. Aunque los Taylor no poseían suficiente dinero como para mantener la casa en perfecto estado, Holly adoraba todos los rincones de aquel lugar, elegante y algo decrépito. Los tapices descoloridos y las alfombras de Aubusson deshilachadas eran de una familiaridad reconfortante. Dormir bajo el vetusto techo era como hacerlo en los brazos de un abuelo querido.
Aquella casa majestuosa, con frontones y columnas en la fachada e hileras de pulcras ventanitas, era donde George había pasado su infancia. Era fácil imaginarse al niño revoltoso que debió de ser subiendo y bajando a todo correr por la escalera central, jugando en el césped de suave pendiente, durmiendo en el mismo cuarto donde en ese momento descansaba Rose, la hija de Holly.
Holly se alegraba de haber vendido la residencia donde ella y George habían vivido durante su breve y maravilloso matrimonio. Aquel lugar contenía los recuerdos más felices y más tristes de su vida. Prefería estar aquí, donde el dolor se atenuaba con imágenes agradables de la infancia de George. Había retratos suyos de cuando era niño, lugares donde había grabado su nombre en la madera, baúles de juguetes y libros llenos de polvo que debieron de entretenerlo durante horas. Su familia... su madre, sus dos hermanos y sus esposas, por no hablar de los sirvientes que habían atendido a George desde que era un bebé, eran amables y afectuosos. Todo el cariño que un tiempo le prodigaron a George, el hijo predilecto, se lo entregaban a ella y a Rose. Le resultaba fácil imaginarse pasando allí el resto de su vida, en el dulce mundo que los Taylor le ofrecían.
Sólo en raras ocasiones se sentía Holly asfixiada por aquella reclusión tan perfecta. A veces, mientras bordaba, la acosaban fantasías extrañas y descabelladas, que parecían escapar a su control. También había momentos en los que sentía emociones irreprimibles que no tenía forma de expresar. Quería hacer algo escandaloso, gritar en la iglesia, ir a algún sitio con un llamativo vestido rojo y bailar... o besar a un desconocido.
—Dios mío —susurró Holly en voz alta, dándose cuenta de que había algo perverso en ella, algo que debía cerrarse bajo llave para que no aflorara jamás. Era un problema físico, la necesidad de una mujer de tener un hombre, el dilema al que se enfrentaban todas las viudas cuando ya no tenían un esposo que las visitara en la cama. Adoraba las caricias de George y siempre había esperado con expectación las noches en que iba a su habitación y se quedaba hasta el amanecer. En aquellos tres últimos años, había luchado contra la necesidad inconfesable que sentía desde su muerte. No había confiado a nadie su problema, pues conocía bien el concepto que la sociedad tenía sobre el deseo femenino. Ni siquiera debería existir. Las mujeres debían servir de ejemplo a los hombres y usar su virtud para aplacar los bajos instintos de sus esposos. Debían someterse a ellos, pero jamás alentar su pasión y, por supuesto, no debían dar muestra alguna de sus propios deseos físicos.
—¡Señora! ¿Qué tal el baile? ¿Se ha divertido? ¿Ha bailado? ¿Había gente que usted recordaba?
—Bien, sí, no y mucha —respondió Holly, forzándose a sonreír cuando su doncella, Maude, salió a recibirla al umbral de su habitación. Maude era la única sirvienta que Holly había podido conservar tras la muerte de George. Los otros sirvientes habían sido contratados por los Taylor o despedidos con buenas referencias y la indemnización más elevada que Holly había podido conseguir. Maude era una atractiva mujer de unos treinta años, bastante rellena, que poseía una energía ilimitada y un buen humor perpetuo. Hasta su cabello rubio era exuberante, negándose a quedarse sujeto en los moños que se hacía. Trabajaba duro todos los días, primordialmente como niñera de Rose, y sirviendo también a Holly como doncella cuando era necesario.
—¿Cómo está Rose? —dijo Holly, acercándose al brasero y extendiendo las manos para calentarse—. ¿Le ha costado dormirse?
Maude esbozó una sonrisa triste.
—Por desgracia sí. Se puso a hablar como un pajarillo sobre el baile, y sobre lo guapa que estaba usted con ese vestido azul. —Recogió el manto de Holly y lo dobló pulcramente sobre el brazo—. Aunque, si quiere mi opinión, sus vestidos nuevos siguen pareciendo de luto; son de unos tonos oscurísimos. Ojalá se hiciera uno de color amarillo o de ese verde claro tan bonito que llevan todas las señoras...
—Llevo tres años vistiéndome de negro y de gris —la interrumpió Holly, sardónica, quedándose quieta mientras la doncella empezaba a desabrocharle los botones del vestido azul oscuro—. No puedo empezar a lucir un arco iris de colores así de repente, Maude. Hay que hacer las cosas poco a poco.
—Usted sigue llorando la muerte del pobre señor, señora. —Holly notó que el vestido se le aflojaba en los hombros—. Creo que una parte de usted quiere mostrárselo al mundo, en especial a todos los caballeros que puedan desear pretenderla.
Las mejillas de Holly adoptaron un rubor que nada tenía que ver con el calor del fuego. Afortunadamente Maude estaba detrás de ella y no se dio cuenta. Incómoda, pensó que al menos existía un hombre al cual ella no había intentado mantener a raya. De hecho, hasta lo había incitado a que la besara por segunda vez. El recuerdo de su boca seguía vívido. Él había trasformado una noche corriente en algo incierto, dulce y extraño. La había abrazado con tanta audacia, y, no obstante, había sido tan... tierno. Desde el momento en que huyó de él, Holly no había podido dejar de preguntarse quién y cómo sería. Era posible que volviera a toparse con él sin llegar a saber que era el desconocido que la había besado.
Pero reconocería su voz. Cerrando los ojos, recordó su viril ronroneo, envolviéndola como el humo: «Dulce señora... dígame por qué mis besos la hacen llorar.» Se tambaleó ligeramente y la voz preocupada de Maude la devolvió a la realidad.
—Debe de estar cansada, señora. Es su primer baile desde que el señor falleció... ¿Es por eso por lo que ha vuelto pronto a casa?
—En realidad, me he marchado porque empezaba a tener una de mis migrañas y... —Holly guardó silencio, confusa, y se frotó distraídamente las sienes—. Qué raro —murmuró—. Se me ha pasado. En cuanto empiezan, en general, es imposible detenerlas.
—¿Le traigo el tónico que le dio el doctor, por si le vuelve?
Holly sacudió la cabeza, saliendo del vestido, que había caído a sus pies.
—No, gracias —respondió, aún confusa. Parecía que el episodio del invernáculo había alejado cualquier indicio de jaqueca. Qué remedio tan extraño para las migrañas, pensó con remordimiento—. No creo que vaya a tener más problemas por esta noche.
Con la ayuda de Maude, se puso un camisón blanco de batista y una bata con encajes que se abrochaba por delante. Tras calzarse un par de desgastadas zapatillas, Holly le dio las buenas noches a la doncella y subió las estrechas escaleras que conducían al cuarto de los niños. La vela que llevaba vertió su luz trémula sobre la angosta habitación rectangular.
Una silla infantil tapizada con terciopelo rosa y adornada con un fleco de seda se hallaba en una esquina, junto a una pequeña mesa sobre la que había un servicio de té de juguete descascarillado por el uso. Una colección de viejos frascos de perfume llenos de agua coloreada estaba cuidadosamente dispuesta en las estanterías inferiores de la librería. Había al menos media docena de muñecas diseminadas por todo el cuarto. Una estaba sentada en la silla, y otra montada en el baqueteado caballo de juguete que había pertenecido a George. Y Rose dormía con otra muñeca en los brazos.
Holly sonrió al acercarse a la cama, sintiendo un profundo amor al ver a su hija dormida. La carita de Rose era inocente y estaba serena. Sus pestañas oscuras descansaban en sus rollizas mejillas, y tenía la boca ligeramente abierta. Arrodil