El oro de Salomon. Parte I. (El Ciclo Barroco 3)

Fragmento

 

Presentación

 

Con ésta son ya nueve las presentaciones que escribo para la edición española de la serie formada por CRIPTONOMICÓN y los tres macrovolúmenes de EL CICLO BARROCO. Un conjunto de cuatro libros originales que, en nuestra edición, como en la de tantos editores europeos, acabará convirtiéndose en once libros de, pese a todo, respetable dimensión. Poco me queda por decir. O tal vez no... Aunque es evidente que puedo repetir aquí algo de lo ya dicho en otras presentaciones.

La primera constatación es que el final se acerca y, para todos aquellos a quienes nos gusta la lectura, eso sólo puede verse como una «desgracia». Tal como están los tiempos, no es fácil pasárselo bien leyendo por el simple placer de leer (y aprender...), y lo cierto es que los libros de Stephenson son una verdadera gozada. Debo reconocer que soy «adicto» a ellos, y el simple hecho de que se esté terminando la serie empieza a causarme una cierta incomodidad. Si de mí dependiera, Stephenson podría seguir contando y contando cosas sobre el nacimiento de la ciencia moderna (y, con ella, de la sociedad moderna), contraponer la vieja alquimia al nuevo racionalismo, mezclar historias de piratas con las intrigas políticas de las más importantes cortes europeas y, en definitiva, seguir narrando el entorno y las peripecias en las que pudieron desarrollarse las vidas de los antepasados de los protagonistas de CRIPTONOMICÓN y, como de pasada, ofrecernos una de las más sorprendentes novelas históricas de todos los tiempos. La única directamente legada a la capacidad especulativa de la ciencia ficción.

Una de las primeras constataciones, incluso evidente, es que, pese a la desmesurada extensión del texto, éste se lee con satisfacción. Por ello acaba siendo una gran verdad lo que el San Diego Union Tribune expresaba con respecto al primer volumen de EL CICLO BARROCO, AZOGUE: «Destacable... Una sucesión de hilarantes aventuras... No le sobra ni una sola página.»

Es sorprendente que eso sea cierto. Sin embargo, lo es. Incluso en esta época en que los textos originales de la ciencia ficción que nos llega de los Estados Unidos de Norteamérica suelen abusar de una extensión desorbitada, en el caso de Stephenson el lector casi agradece ese continuo detalle, esas inagotables aventuras (hilarantes o no...) que se suceden una tras otra, todas ellas salpicadas por incontables referencias, bromas de todo tipo e interminables guiños al lector.

EL SISTEMA DEL MUNDO es, nada más y nada menos, el título del tercer libro de la obra más famosa de Newton: THE MATHEMATICAL PRINCIPLES OF NATURAL PHILOSOPHY (1687), conocido más popularmente como THE PRINCIPIA. En este tercer libro de la magna obra de Newton se aplica la ley de la gravitación universal al movimiento de planetas, lunas y cometas en el marco del sistema solar y se explican diversos fenómenos como las mareas, la precesión de los equinoccios y las irregularidades de la órbita de la Luna. Es una obra capital en la cultura moderna.

De forma parecida, parece como si en el tercer volumen de EL CICLO BARROCO, Stephenson pretendiera analizar los movimientos e interacciones del complejo período histórico en que nace nuestro mundo moderno. Por eso los protagonistas son, en realidad, junto a los antepasados de los héroes del CRIPTONOMICÓN, figuras históricas de gran influencia en el devenir posterior de la peripecia humana.

La trama de la narración de EL CICLO BARROCO vuelve a Londres y es narrada desde el punto de vista de Daniel Waterhouse, puritano y filósofo natural, fundador del Instituto de las Artes Tecnológicas de la Bahía de Massachusetts (el precedente del actual M.I.T.), quien ha sido llamado de nuevo a Europa para mediar en la disputa intelectual que enfrenta a Newton y a Leibniz para dilucidar cuál de los dos ha inventado primero el cálculo infinitesimal. En Massachusetts, Waterhouse había empezado a construir el Molino Lógico de Leibniz, el precursor de los modernos ordenadores y, llegado ahora a Inglaterra, recibe de Leibniz un encargo del zar Pedro I el Grande: contribuir al desarrollo de la ciencia con un envío de material científico para Rusia.

En Londres, en 1714, tras la derrota inglesa ante los borbones, Daniel es testigo privilegiado de cómo sir Isaac Newton usa su poder como director de la Casa de la Moneda de Inglaterra para buscar el mítico Oro de Salomón, del que supone que contiene el Mercurio Filosófico que ha de ser imprescindible en sus estudios alquímicos. Eso le enfrenta irremediablemente a Jack Shaftoe, el llamado Rey de los Vagabundos, conocido ahora como Jack, el Acuñador y, con él, a los falsificadores de moneda y al resto de ladrones y pilluelos de Londres.

La ciudad de Londres es, pues, el nuevo e imponente protagonista de este incomparable fresco sobre el origen histórico de nuestro tiempo, con el enfrentamiento entre la nueva ciencia moderna de la Royal Society y la vieja alquimia, no siempre tan alejadas como parecería (Newton es precisamente el mejor ejemplo de ello). La confusión inevitablemente asociada al nacimiento del mundo y la mentalidad modernos es, en realidad, el eje central de una vasta peripecia humana, social e intelectual que configura el tercer y último volumen de una magna obra como es EL CICLO BARROCO. Un libro de inmensa ambición, erudición y alcance.

Tras el indiscutible tour de force que representó CRIPTONOMICÓN, Stephenson se ha atrevido a novelar en EL CICLO BARROCO cómo pudo ser el nacimiento del mundo moderno, la creación de la ciencia y el paso de la alquimia al empirismo y al racionalismo. Y lo hace con la misma facilidad y amenidad que sorprendieron a todos en CRIPTONOMICÓN, con esa mezcla abigarrada de historia, aventura, ciencia, hechos verdaderos e invenciones; enfrentando la locura al racionalismo, la alquimia al empirismo y sin olvidar contarnos con ironía el nacimiento de la Bolsa, la política y la economía modernas, en medio de guerras, espías, intrigas, corsarios y piratas.

 

 

El siglo XVII vio el nacimiento de lo que hoy llamamos la «ciencia moderna» basada en el razonamiento inductivo que propusiera Francis Bacon en su Novum Organum (1620) y en las enseñanzas (y resultados) de Galileo Galilei en torno al método científico: observación, experimentación y cálculo matemático como pilares en los que basar la inducción generalizadora. Un razonamiento inductivo que se completa con la posterior especulación científica llamada a construir nuevas teorías que permitan explicar el mundo y, lo más sugerente, ofrezcan la posibilidad de establecer predicciones ciertas sobre su comportamiento. La culminación de ese proceso se consolidó en las actividades de la británica Royal Society y en la obra de Isaac Newton, sin olvidar su enfrentamiento/colaboración con el otro gran genio científico y filosófico de la época, el germano Leibniz.

Si, como dijo Isaac Asimov, la ciencia ficción es la narrativa «que trata de la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología», lo cierto es que el mayor y más fecundo de esos cambios se dio cuando nuestra percepción del mundo mudó completamente, cuando dejamos de sentirnos satisfechos con las habituales «verdades absolutas reveladas» tan típicas de la explicación mítica y religiosa del mundo, y buscamos esas «certezas provisionales» que caracterizan a la ciencia moderna, nacida precisamente en ese final del siglo XVII que investiga, con tanto acierto como amenidad e interés, EL CICLO BARROCO.

La buena ciencia ficción, con preferencia en formato escrito, especula de forma inteligente en torno a las muchas posibilidades, tanto optimistas como pesimistas, que se ofrecen a nuestro futuro. Y algunas de esas posibilidades van asociadas indefectiblemente a la tecnociencia que tan claramente condiciona nuestras vidas. La ciencia y sus consecuencias han sido, son y serán uno de los elementos destacables en la buena ciencia ficción. Con toda seguridad EL CICLO BARROCO se centra precisamente en esa reflexión sobre la ciencia natural incipiente de finales del siglo XVII y, también, en los cambios que supuso en el mundo.

A menudo se ha dicho que la ciencia ficción es una literatura de ideas dotada de lo que los especialistas llaman el «sentido de lo maravilloso», la sorpresa de conocer mundos y organizaciones sociales, políticas y religiosas imaginadas y distintas a aquella en que vivimos. Algo de ese sentido de lo maravilloso se encuentra también en la novela histórica que nos describe organizaciones sociales, políticas y religiosas que fueron pero que ya no son.

Algo parecido ocurre con EL CICLO BARROCO, un dilatado proyecto de Neal Stephenson del que este libro es la primera parte del tercer volumen. Lo que empezó en CRIPTONOMICÓN como una novela de ciencia ficción del futuro cercano, con muchos elementos de la cultura hacker y evidentes referencias a las infotecnologías, ha acabado convirtiéndose, en EL CICLO BARROCO, en una novela histórica sobre el complejo período de finales del siglo XVII. Trata del nacimiento de la ciencia moderna y el abandono de la alquimia, pero también de la sofisticada sociedad de la época, los enfrentamientos políticos y, en definitiva, inevitablemente, de las aventuras de los antepasados de los protagonistas del CRIPTONOMICÓN.

Ya en el primer libro de AZOGUE (primer volumen de EL CICLO BARROCO) vimos como John Wilkins (presentado como criptógrafo y, también, como autor de ciencia ficción...) había escrito un compendio llamado precisamente Criptonomicón, y en el tercer libro descubrimos como Eliza (la joven de la isla Qwghlm) enviaba cartas cifradas. Por si ello fuera poco, aparecían también esos Rossignol, Antoine y Bonaventure, criptólogos al servicio del rey de Francia y tan personajes históricos como el mismo Wilkins.

O sea, que EL CICLO BARROCO está también relacionado (y mucho) con la criptografía que, en definitiva, era el eje central del CRIPTONOMICÓN.

Ya he recordado varias veces una de las frases de Paul Kincaid, el administrador del Premio Arthur C. Clarke que fue otorgado a AZOGUE, cuando dijo que «AZOGUE trata del momento en que el ayer se convirtió en hoy», y ése es el gran mérito de EL CICLO BARROCO, una novela histórica que describe una realidad alternativa, pero desde la óptica del hoy, investigando precisamente cómo ese hoy ha podido proceder del ayer.

Ésa es la idea que recogía uno de los más veteranos e influyentes comentaristas de Locus, la revista mundial de la ciencia ficción. Cuando Gene Wolfe dice que, en EL CICLO BARROCO, Stephenson «trata la historia como si fuera ciencia ficción», reconoce la indiscutible pertenencia de esta obra al género, al tiempo que parece anunciar su evidente originalidad.

Originalidad que destaca precisamente la popular (y nada especializada en la ciencia ficción... todo hay que decirlo) revista Time al indicar en su comentario literario que «EL CICLO BARROCO desafía cualquier categoría, género, precedente o etiqueta... excepto la de genial. Stephenson tiene el don que se da una vez en una generación: hace claras las ideas complejas, al tiempo que las convierte en divertidas, desgarradoras y emocionantes».

 

En definitiva, como ya he dicho otras veces en estas introducciones, es imposible presentar adecuadamente un proyecto de tan magnas dimensiones como EL CICLO BARROCO. Lo más sencillo es decirles de nuevo: pasen y vean, contemplen el nacimiento de un mundo que, además y por si fuera poco, es precisamente el nuestro. Que ustedes lo disfruten.

 

MIQUEL BARCELÓ

 

 

 

 

 

 

 

Para Mildred

 
 

 

Pero ¿a quién debemos enviar primero

en busca de ese nuevo mundo? ¿A quién hallaremos

capaz? ¿Quién se aventurará con pies errantes

en el Abismo oscuro, infinito y sin fondo

y a través de la oscuridad manifiesta hallará

el camino desconocido, o dirigirá su vuelo aéreo

hacia lo alto con alas infatigables

sobre el vasto abismo,

antes de alcanzar la isla feliz?

 

MILTON, El paraíso perdido

 

 

 

 

 

La historia por ahora...

 

En Boston, en octubre de 1713, Daniel Waterhouse, a la sazón con sesenta y seis años, fundador y único miembro de una institución en declive, el Instituto de Artes Tecnológicas de la Bahía Colonial de Massachusetts, ha recibido la sorprendente visita del alquimista Enoch Root, quien se ha presentado en su puerta blandiendo un emplazamiento dirigido a Daniel de la princesa Carolina de Brandenburgo-Ansbach, de treinta años.

Dos décadas antes, Daniel, en compañía de su amigo y colega Gottfried Wilhelm von Leibniz, conoció a la princesa Carolina cuando ésta era una huérfana indigente. Desde entonces ha crecido como protegida del rey y la reina de Prusia en el palacio Charlottenburg en Berlín, rodeada de libros, artistas y filósofos naturales, incluyendo a Leibniz. Se ha casado con el príncipe elector de Hannover, Jorge Augusto, conocido popularmente como «Joven Hannover el Valiente» por sus hazañas en la recientemente concluida guerra de sucesión española. Se le considera tan guapo y encantador como Carolina es hermosa e inteligente.

La abuela de Jorge Augusto es Sofía de Hannover, todavía sagaz y vigorosa a los ochenta y tres años. Según los whigs —una de las dos grandes facciones de la política inglesa— Sofía debería ser la sucesora al trono de Inglaterra tras la muerte de la reina Ana, que tiene cuarenta y ocho años y muy mala salud. Eso situaría a la princesa Carolina en línea directa para convertirse en princesa de Gales y posteriormente en reina de Inglaterra. El enconado rival de los whigs, el partido tory, mientras finge estar de acuerdo con la sucesión hannoveriana, contiene muchos disidentes poderosos, llamados jacobitas, que están decididos a que el próximo monarca sea Jacobo Estuardo: un católico que había vivido la mayor parte de su vida en Francia como invitado y marioneta del inmensamente poderoso rey Sol, Luis XIV.

Inglaterra y una alianza de países en su mayoría protestantes acaban de concluir un cuarto de siglo de guerra mundial contra Francia. La segunda parte, conocida como guerra de sucesión española, ha visto muchas victorias en el campo de batalla bajo el generalato de dos hermanos de armas: el duque de Marlborough y el príncipe Eugenio de Saboya. Aun así, Francia ha ganado la guerra, en gran parte derrotando políticamente a sus oponentes. En consecuencia, el nieto de Luis XIV ocupa ahora el trono del Imperio español, que entre otras cosas es la fuente de casi todo el oro y plata del mundo. Si los jacobitas ingleses consiguen situar a Jacobo Estuardo en el trono inglés, la victoria francesa será total.

Anticipándose a la muerte de la reina Ana, cortesanos y políticos whigs han establecido contactos y creado alianzas entre Londres y Hannover. Lo que ha tenido como efecto colateral destacar la larga y lenta disputa entre sir Isaac Newton —el científico inglés más importante, presidente de la Royal Society, y administrador de la Casa de la Moneda en la Torre de Londres— y Leibniz, consejero privado y viejo amigo de Sofía, y tutor de la princesa Carolina. En apariencia, se trata de un conflicto sobre cuál de los dos hombres inventó primero el cálculo, pero en realidad tiene raíces más profundas. Newton y Leibniz son los dos cristianos, y se muestran inquietos ya que muchos de sus compañeros filósofos naturales perciben un conflicto entre la visión del mundo mecanicista de la ciencia y los principios de su fe. Los dos hombres han desarrollado teorías para conciliar la ciencia con la religión. La de Newton se fundamenta en la antigua protociencia de la alquimia y la de Leibniz en una teoría del tiempo, el espacio y la materia llamada monadología. Son radicalmente diferentes y probablemente irreconciliables.

La princesa Carolina desea evitar cualquier posible conflicto entre los dos mayores genios del mundo, y las complicaciones políticas y religiosas que eso causaría. Así que ha pedido a Daniel, que es viejo amigo de Newton y Leibniz, que regrese a Inglaterra, abandonando en Boston a su joven esposa y a su hijo pequeño, y que medie en la disputa. Daniel, sabiendo del carácter rencoroso de Newton, considera que está condenado a fracasar en su tarea mediadora, pero acepta intentarlo, en gran parte porque carece de dinero y la princesa le ha ofrecido el incentivo de una gran póliza de seguro.

Daniel parte de Boston a bordo del Minerva, un buque holandés de las Indias Orientales (un buque mercante muy armado). Retrasado en la costa de Nueva Inglaterra por vientos contrarios, sufre en la bahía de cabo Cod el ataque de la formidable flota pirata del capitán Edward Teach, también conocido como Barbanegra que, de alguna forma, sabe que el doctor Waterhouse está a bordo de la Minerva, y exige al capitán Otto van Hoek que se lo entregue. El capitán van Hoek, que odia a los piratas más de lo habitual en un capitán mercante, decide luchar y derrota a la flota pirata de Teach en un enfrentamiento de un día.

La Minerva cruza el Atlántico pero queda atrapado en una tormenta en la esquina suroeste de Inglaterra y casi naufraga en las islas Scilly. A finales de diciembre atraca en Plymouth para ser reparado. El doctor Waterhouse abandona el barco con la intención de viajar a Londres por tierra. En Plymouth se encuentra con un amigo de la familia llamado Will Comstock.

Will es el nieto de John Comstock, un noble tory que luchó contra Cromwell a mitad del siglo pasado y, tras la Restauración, regresó a Inglaterra y ayudó a fundar la Royal Society. Posteriormente, John cayó en desgracia y se vio obligado a retirarse de la vida pública, en parte debido a las maquinaciones de su primo lejano (mucho más joven) y amargo rival, Roger Comstock. Daniel fue tutor en Filosofía Natural de uno de los hijos de John. Más tarde ese hijo se trasladó a Connecticut y allí fundó su hacienda. Will nació y creció en la hacienda pero recientemente ha regresado a Inglaterra, donde ha encontrado su hogar en West Country. Se trata de un tory moderado convertido hace poco en conde de Lostwithiel. Recientemente, la reina Ana se ha visto obligada a crear gran cantidad de esos títulos para llenar la Cámara de los Lores con tories, el partido por el que se inclina actualmente.

Daniel ha pasado los doce días de Navidad con la familia de Will en su sede cerca de Lostwithiel, y Will le ha convencido para dar un pequeño rodeo de camino a Londres.

 

LIBRO SEIS

 

El oro
 de Salomón

 
 

Dartmoor

15 DE ENERO 1714

 

En la vida no hay estupidez mayor que inventar.

JAMES WATT

 

 

Daniel en la corte del estaño

—Hombres con la mitad de su edad y el doble de su peso han perecido en estas tierras baldías debido al Frío Extremo —dijo el conde de Lostwithiel, lord guardián de las minas de estaño y jinete del bosque y la caza de Dartmoor, a uno de sus compañeros de viaje.

El viento había hecho una pausa, como si Bóreas hubiese agotado sus pulmones y estuviese recuperando el aliento en algún lugar sobre Islandia. De forma que el joven conde pudo decir con tono prosaico:

—El señor Newcomen y yo nos alegramos de su compañía, pero...

El viento los dejó sordos simultáneamente, como si los tres hombres no fuesen más que llamas de vela a la espera de ser apagadas. Se tambalearon, plantaron sus pies contra el suelo negro y rocoso y se resistieron. Lostwithiel gritó:

—¡No consideraremos que sea descortés si regresa a mi carruaje! —Indicó al carruaje negro aparcado a cierta distancia, agitándose sobre la suspensión francesa. Había sido diseñado con gran ingenio para parecer más ligero de lo que era, y daba la impresión de que lo único que le impedía dar vueltas de campana sobre el páramo era el variopinto tiro de caballos que llevaba enganchado, con las crines enmarañadas horizontales por el tremendo viento.

—Me asombra que lo considere frío extremo —respondió el anciano—. En Boston, como sabe, ni siquiera merecería comentario. Estoy ataviado para el clima de Boston. —Estaba rodeado por una capa rústica de piel, que abrió para mostrar un forro fabricado a partir de los pelajes de muchos mapaches—. Desde ese paso por el laberinto intestinal de la garganta de Lyd, nos hace falta una buena dosis de aire fresco... especialmente, si leo correctamente las señales, al señor Newcomen.

Fue todo el permiso que Thomas Newcomen requería. Su rostro, pálido como la luna, se agitó una vez, que era lo más cerca que llegaría jamás ese herrero de Dartmouth a una reverencia formal. Habiéndose disculpado de esa forma, les ofreció su amplia espalda y corrió rápidamente en la dirección del viento. Pronto se hizo difícil distinguirle entre los muchos peñascos verticales, lo que podría considerarse un comentario sobre su aspecto físico, sobre el mal día que hacía o sobre la mala vista de Daniel.

—A los druidas les encantaba poner derechas grandes piedras —comentó el conde—. No puedo imaginar con qué propósito.

—Ha respondido planteando la pregunta.

—¿Disculpe?

—Viviendo como vivían en este lugar olvidado de Dios, lo hicieron para que los hombres encontrasen estas piedras dos mil años después de su muerte y supiesen que habían vivido aquí. El duque de Marlborough, alzando ese famoso montón que es el palacio Blenheim, no hace nada diferente.

El conde de Lostwithiel consideró más inteligente dejarlo pasar sin hacer mayor comentario. Se volvió y, a patadas, abrió un sendero a través de la hierba rígida y marchita para llegar a un extraño saliente de piedra cubierta de líquenes. Siguiéndole, Daniel se dio cuenta de que era una esquina de un edificio derribado. El suelo cedió bajo sus pies. Estaba distribuido muy fino sobre una confusión de vigas caídas y bloques de turba desintegrados. En cualquier caso, el ángulo les protegió del viento.

—Hablando desde mi puesto como lord guardián de las minas de estaño, le doy la bienvenida a Dartmoor, Daniel Waterhouse, en nombre del señor del territorio.

Daniel suspiró.

—Si hubiese estado en Londres durante los últimos veinte años, manteniéndome al día en los detalles arcanos de la heráldica, y yendo a tomar el té con el persevante Bluemantle, sabría quién demonios es ése. Pero tal y como están las cosas...

—Dartmoor se creó como parte del ducado de Cornwall en 1338 y, como tal, pasó a formar parte de las posesiones del príncipe de Gales... un título creado por el rey Eduardo I en...

—Por tanto, de forma indirecta me da la bienvenida en nombre del príncipe de Gales —dijo Daniel abruptamente, en un intento desesperado de recuperar al conde antes de que se hundiese más en el laberinto de la jerarquía feudal.

—Y la princesa. Que, de venir los Hannover, sería...

—La princesa Carolina de Ansbach. Sí. Su nombre aparece continuamente. ¿Le envió ella a buscarme por las calles de Plymouth?

El conde pareció algo dolorido.

—Soy hijo de su viejo amigo. Le encontré por suerte. Mi sorpresa fue sincera. La bienvenida de mi mujer e hijos fue real. Si lo duda, venga a mi casa las próximas Navidades.

—Entonces, ¿a qué viene tomarse tanto trabajo para sacar el nombre de la princesa?

—Sólo porque deseo ser claro. A donde va a continuación todo son intrigas. Los que viven demasiado tiempo en Londres acaban sufriendo de una enfermedad de la mente, que hace que hombres por lo demás racionales adscriban sentidos absurdos y forzados a sucesos que son totalmente accidentales.

—He observado esa enfermedad en todo su esplendor —le concedió Daniel, pensando especialmente en un hombre.

—No quiero que piense, dentro de seis mees, cuando sea consciente de todo esto: «¡Ajá, el conde de Lostwithiel no era más que un peón de Carolina... quién sabe qué otras mentiras me contó!»

—Muy bien. Que me lo cuente ahora demuestra una sabiduría muy superior a su edad.

—Algunos dirían que es timidez originada por el desastre que cayó sobre mi padre, y el padre de mi padre.

—Yo no lo veo así —dijo Daniel cortante.

Le tomó por sorpresa una gran masa moviéndose a un lado, y temió que fuese una de las piedras verticales cayéndose por acción del viento; pero no era más que Thomas Newcomen, que ahora tenía un aspecto mucho más sonrosado.

—¡Si Dios quiere, un viaje en carruaje será lo más cerca que me encuentre de un viaje por mar! —declaró.

—Que así le bendiga el Señor —respondió Daniel—. Durante las tormentas del mes pasado, saltamos y nos agitamos tanto que durante días todos estuvimos demasiado mareados para comer. Yo pasé de rezar para que no encallásemos a rezar para que lo hiciésemos. —Daniel hizo una pausa para tomar aliento y los otros dos rieron. Newcomen había sacado una pipa de barro y una bolsa de tabaco, y Lostwithiel hizo lo propio. El conde golpeó las manos para llamar la atención del cochero y le indicó que trajese fuego.

Daniel rechazó el tabaco con un gesto de la mano.

—Un día la hierba india matará más hombres blancos que indios han matado los hombres blancos.

—Pero no hoy —dijo Newcomen.

Si ese herrero de cincuenta años parecía extrañamente cortante y directo en presencia de un conde, se debía a que él y el conde llevaban un año trabajando juntos para construir algo.

—Confío que el final del viaje fuese más fácil, doctor Waterhouse.

—Cuando cambió el tiempo pudimos ver esas horribles rocas. Al pasar a su lado, rezamos una oración por sir Cloudesley Shovell y los dos mil soldados que allí murieron al regresar del frente español. Y viendo hombres trabajando en la orilla, nos turnamos para mirar por un catalejo y les vimos peinar la playa con rastrillos.

El conde asintió con complicidad y por tanto Daniel se volvió hacia Newcomen, que mostraba curiosidad, aunque, ahora que lo pensaba, él siempre parecía mostrarse curioso cuando no estaba a punto de vomitar.

—Verá —siguió diciendo Daniel—, muchos barcos cargados de piezas de ocho han pasado junto a las islas de Scilly, y en ocasiones una gran tempestad hace que el mar vomite plata a la tierra firme.

La desafortunada elección de verbo hizo que el herrero hiciese una mueca. El conde intervino con una gracia:

—Es la única plata que llegará a suelo inglés mientras la Casa de la Moneda pague en exceso por el oro.

—¡Me gustaría haberlo sabido cuando llegué a Plymouth! —dijo Daniel—. En mi monedero sólo tenía piezas de ocho. Porteadores, cocheros, taberneros se abalanzaban sobre ellas como perros hambrientos... al principio temía estar pagando doble o triple por todo.

—Lo que le avergonzaba en las posadas de Plymouth podría enriquecerle aquí, unas pocas millas al norte —dijo el conde.

—No parece un lugar muy propicio —dijo Daniel—. La pobre gente que vivía aquí ni siquiera podía mantener el techo sobre sus cabezas.

—Aquí no vivía nadie... esto es lo que los Antiguos llamaban una judería. Significa que cerca había una mena —dijo el conde.

Newcomen añadió:

—Allá, cerca del arroyuelo, vi los restos del martillo de mina empleado para aplastar la veta superficial. —Habiendo encendido la pipa, metió la mano libre en el bolsillo y sacó una piedra negra del tamaño de un bollo. La dejó caer en la mano de Daniel. Era pesada, y se sentía más fría que el aire—. Aprecie su peso, doctor Waterhouse. Es estaño negro. De ése se traía aquí, donde nos encontramos, y se fundía sobre un fuego de turba. El estaño blanco salía por el fondo hasta una caja tallada en granito; al enfriarse se obtenía un bloque del metal puro.

El conde ya tenía también la pipa encendida, lo que le dotaba de un aspecto jovial de viejo profesor, a pesar de que (1) tenía veintitrés años, y (2) vestía prendas que habían pasado de moda trescientos años atrás, y además estaban colonizadas por diversos artefactos extraños y antiguos, a saber, insignias heráldicas, una sierrita de estaño y un pequeño haz de ramitas de arbusto.

—Aquí es donde entro yo, o mejor dicho mis predecesores —comentó—. El bloque de estaño se enviaba por la misma carretera desastrosa por la que hemos venido, hasta una de nuestras cuatro ciudades de estaño. —El conde hizo una pausa para buscar entre los tintineantes fetiches que colgaban de cadenas alrededor de su cuello, y finalmente mostró un viejo y sucio martillo con punta de cincel que agitó amenazadoramente en el aire... y al contrario que la mayoría de los condes, él tenía aspecto de que efectivamente en algún momento de su vida había usado un martillo para algún propósito real—. El ensayador retiraba una esquina de cada bloque, y comprobaba la pureza. Una palabra arcaica para «esquina» es «coign», de donde obtenemos, por ejemplo, «quoin»...

Daniel asintió.

—La cuña que emplean los artilleros, a bordo de una nave, para elevar un cañón, se llama de esa forma.

—Lo que acabó conociéndose como quoinage. Y de ahí nuestra curiosa palabra inglesa «coin», que no tiene relación con ninguna palabra francesa o latina, e incluso alemana. Nuestros amigos continentales dicen, traduciendo libremente, «una pieza de dinero», pero nosotros los ingleses...

—Alto.

—¿Le molesta mi discurso, doctor Waterhouse?

—Sólo en la medida en que me caes bien, Will, y me caes bien desde que te conocí de niño. Siempre me has parecido bastante equilibrado. Pero ahora me temo que transitas por caminos de alquimistas y autodidactas. Estabas a punto de declarar que el dinero inglés es diferente, y que esa diferencia radica en la pureza del metal y se manifiesta en la palabra «coin». Pero te aseguro que franceses y alemanes saben qué es el dinero. Y pensar lo contrario es consentir que las ideas tory superen al buen juicio.

—Cuando lo expresa así, sí que suena un poco tonto —dijo el conde todo alegría. Luego reflexionó—: Quizás es por eso que he sentido la necesidad de hacer este viaje con un herrero a un lado y con un doctor de sesenta y siete años al otro... para que la propuesta tenga algo de peso.

Con gestos tan sutiles y elegantes que fueron casi subliminales, el conde les hizo entender que era hora de ponerse en camino. Regresaron al coche, aunque el conde se demoró durante unos momentos en el estribo para intercambiar algunas palabras amables con un pequeño grupo de nobles jinetes que había salido de la garganta y reconocido el escudo pintado en la puerta del carruaje.

Durante un cuarto de hora avanzaron en silencio, con el conde mirando a través de la ventana abierta. El horizonte estaba muy lejos, liso y variando suavemente excepto donde lo rompían formas especialmente duras: rocas sobresalientes llamadas Tors, con las formas diversas de goletas, hornos de alquimistas, murallas de fortaleza o mandíbulas de bestias muertas.

—Detuvo mi discurso, y con toda razón, doctor Waterhouse. Estaba hablando superficialmente —dijo el joven conde—. Pero este paisaje de Dartmoor no tiene nada de superficial, ¿o no está de acuerdo?

—Claramente no.

—Entonces que el paisaje declare con elocuencia lo que yo no supe expresar.

—¿Qué dice?

Como respuesta, Will metió la mano en un bolsillo frontal y sacó una hoja de papel cubierta de escritura. Inclinándola hacia la ventana, leyó.

—Los antiguos túmulos paganos, los campos de batalla de Pendragon, los altares druidas, las torres romanas, y las gubias en la tierra producidas por los Antiguos avanzando de oeste a este, recorriendo el camino del Gran Diluvio en su búsqueda del estaño; todo silenciosamente se burla de Londres. Dice que antes de que hubiese whigs y tories, antes de que hubiese cabezas rapadas y caballeros, católicos y protestantes... no, antes de los normandos, anglos, sajones, mucho antes de que Julio César llegase a esta isla, existía este comercio, un profundo flujo subterráneo, un pulso ctónico de metal a través de venas primigenias que crecieron en la tierra como raíces antes de Adán. No somos más que pulgas satisfaciendo apetitos mezquinos con lo que corre por los capilares más estrechos y superficiales. —Alzó la vista.

—¿Quién ha escrito eso? —preguntó Daniel.

—Yo —dijo Will Comstock.

 

 

Crockern Tor

MÁS TARDE ESE MISMO DÍA

 

Crockern Tor

Sobresalían tantos peñascos de la lona comida por las polillas que era esta tierra, que tuvieron que detenerse y descender del coche, que se había convertido en más problema que solución. Debían caminar o cabalgar los discutiblemente domesticados ponis de Dartmoor. Newcomen caminó. Daniel decidió cabalgar. Estaba dispuesto a cambiar de opinión si el poni resultaba tener tan mal genio como parecía. El suelo era una mezcla traicionera de pedruscos y zonas de hierba tan suaves como almohadas de plumón de ganso. El poni iba tan concentrado en decidir dónde situar en cada momento sus cuatro cascos, que pareció olvidarse de que llevaba a un hombre a cuestas. El camino iba al norte siguiendo en paralelo una pequeña corriente de agua situada a su izquierda. Sólo era visible como un tercio del tiempo, pero estaba convenientemente indicada por un sendero de mierdas de caballo depositadas por los que habían pasado antes.

Los muros de piedra que recorrían esta tierra eran tan antiguos que tenían agujeros allí donde se habían caído piedras, y las partes superiores, lejos de ser rectas y niveladas, se elevaban y descendían. Podría haber imaginado encontrarse en un país abandonado de no haber sido por las bolitas de mierda de oveja que rodaban bajo las pisadas de Newcomen y quedaban aplastadas por la suela de sus botas. En ciertas colinas crecían bosques de piceas, tan bonitos, densos y de buen aspecto como los pelajes de mamíferos árticos. Cuando el viento los recorría, emitían un sonido similar al del agua helada corriendo sobre piedras afiladas. Pero en su mayoría el terreno estaba cubierto de brezo, que el viento había teñido del color de las costras. El viento se mantenía en silencio, exceptuando el bullicio escandaloso que producía al resonar en los porches de las orejas de Daniel como si se tratase de un ladrón borracho.

De una línea dispersa de Tors que se extendía sobre el horizonte hacia el norte, Crockern era el más

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