Todo está en juego

Fragmento

 

Prólogo

 

Carta de una hermana a su hermano

 

25 de abril de 1821

 

Querido Jason:

Lamento decepcionarte de nuevo faltando a mi promesa. No puedo ir a Londres este año y, como seguramente supondrás, la razón no es otra que la misma del año pasado, cuando no pude viajar al sur y reunirme contigo en la ciudad: vuelvo a estar encinta. Lo más seguro es que te estés llevando las manos a la cabeza y exclamando: «¡¿Otra vez?! ¡Si la pequeña Anna no ha cumplido siquiera un año!» Yo reaccioné de manera similar. Byrne, por supuesto, acepta la culpa que le corresponde en este desafortunado estado de cosas... sin embargo no manifiesta ningún remordimiento, que yo pueda ver.

Si decides no posponerlo hasta que pueda reunirme contigo el año que viene, nadie te lo reprochará. Los hombres disponen de más libertad de acción en estos temas que nosotras, las del sexo débil. Ten en cuenta que nuestro padre se casó con nuestra madre cuando ya era casi cuarentón. Seguramente tú eres demasiado joven. Además, me sentiría mucho mejor si supiera que no vas a tener que enfrentarte a las hordas de mujeres casaderas sin ninguna orientación. Puede haber buitres, y tú, con esa cara lampiña, que todavía no has cumplido los treinta y posees un título, eres una pieza apetitosa. Lo sé, porque yo fui en su día una de esas mujeres.

A lo mejor podrías venir al lago este verano. Estoy segura de que a Anna le encantará que la visite su tío preferido (tú, sinvergüenza, el tío que le dio a probar el mazapán). Y Byrne dice que el señor Johnston, del Oddsfellow Arms, tiene un taburete en la barra reservado para ti... y una zona frente al establecimiento para cuando decidas caer redondo de cabeza en el barro.

Tuya afectísima,

JANE

 

 

Carta de un hermano en respuesta

a la de su hermana

 

1 de mayo de 1821

 

Querida Jane:

Discrepo acerca de varios puntos de tu última carta, por el orden siguiente:

 

1. Los veintinueve años son una edad estupenda para que un hombre contraiga matrimonio.

2. No tengo la cara lampiña. Simplemente, la barba pelirroja no se nota tanto como la oscura. (Como bien deberías saber... ¿No tenías un ligero bigote en tus años de adolescencia?) Te prometo que mi ayuda de cámara refunfuña todas las mañanas mientras me rasura.

3. No soy una pieza de carne que haya que pesar, y escoger. Creo que en el espantoso y encarnizado mundo de maquinaciones matrimoniales que tienes en mente puede que sean las jovencitas en cuestión la presa, no yo.

4. Creo que seré capaz de manejar la que está destinada a ser una decisión bastante sencilla. Estaré bien sin ti.

5. Así que soborné a tu hija con dulces para gustarle... No fue difícil: era sobradamente inocente y propensa a ello. Simplemente tuve éxito como tío allí donde tú fracasaste como madre. Gano yo.

En cuanto al señor Johnston y su taburete de bar... ¡POR DIOS, ESO FUE HACE CINCO AÑOS!

Tuyo afectísimo,

JASON

 

 

Carta en respuesta a la respuesta

de la carta de una hermana a su hermano

 

 

17 de mayo de 1821

 

Querido Jason:

Puede que me consideres cruel e insensible, que creas que no sé que ya eres un hombre hecho y derecho. Te conozco lo bastante como para saber que, cuando te empeñas en algo, no cejas. Admiro lo decidido que estás a hacer esto por tu cuenta y riesgo, desde luego (algo que rara vez intentas). Pero como llevas mucho tiempo evitando la Estación y sus partidas de caza de altos vuelos, tengo que advertírtelo: no serás tú quien vaya detrás de esas mujeres. La presa vas a ser tú; tú serás el cazado; tú el acechado. Carne tierna que arrancar del hueso a tiras para marinarla, asarla y servirla en finas lonchas. (Perdona la metáfora. Byrne insiste en que en mi estado me vuelvo tremendamente carnívora.)

Dicho esto, la invitación al lago sigue en pie, por si cambiaras de opinión. Incluso me morderé la lengua, dado el caso, para no decirte: «Te lo advertí.»

Tuya afectísima,

JANE

 

P.D.: Ni he tenido ni tengo bigote. Pero, si comparas tu barba a la cara tersa de una mujer, dudo que tu ayuda de cámara refunfuñe por la dureza del trabajo... más bien debe refunfuñar por lo innecesario que es.

 

 

Carta de un hermano a su hermana

en tono enfadado y de protesta

 

24 de mayo de 1821

 

Jane:

Si paso por alto tu pulla acerca de mis escasos intentos de ser responsable (y acerca de mi barba, que puede que me deje crecer sólo para fastidiarte) es únicamente porque debo reunirme con los administradores, que desean que firme varios documentos ducales que tú, francamente, no entenderías. Pero eso no será hasta después de la sesión de la mañana en la Cámara de los Lores. Mis secretarios me dicen que ésta es una votación tremendamente importante. Así que, como ves, si soy capaz de estar a la altura de las exigencias de un ducado, seguramente puedo escoger a una novia entre un motón de enaguas.

Tuyo afectísimo,

JASON

 

Noticia sacada de las páginas

de un periódico sensacionalista

muy leído e influyente

 

25 de mayo de 1821

 

La noche pasada, en casa del señor y la señora R., hubo un tremendo revuelo durante la presentación en sociedad de su hija menor, en una fiesta trágicamente mediocre..., mediocre de no ser, claro, por el encierro del duque.

Lord C., duque de rancio abolengo, perteneciente a una gran casa y sin duda el marido más ambicionado de Inglaterra, fue encontrado encerrado en un almacén del sótano de casa del señor R., en St. James, no con una ni con dos, sino ¡con tres jóvenes debutantes!

Cuando las rescataron, la expresión del semblante del duque oscilaba entre la palidez del horror y el profundo alivio, puesto que cada una de las tres jóvenes aseguraba ser con ella con quien el duque había sido pillado en situación comprometida y que, por tanto, debía tomarla a ella en matrimonio. Afortunadamente, una de las espectadoras, la joven señorita F., cuya condición de debutante oculta una mente razonable y sensata, aplicó la lógica a la situación. Hábilmente señaló que lord C. no había puesto en un compromiso a ninguna de las tres, puesto que cada una había hecho de carabina de las demás y que, a menos que dos de las jóvenes estuvieran dispuestas a testificar que algo inapropiado le había ocurrido a la tercera, no podía decirse que hubiera habido allí nada inadecuado, aparte del descubrimiento de los tristemente aherrumbrados y pegajosos picaportes.

Como las codiciosas muchachas discutían acerca de cuál de ellas exigiría compromiso y reclamaría para sí al duque (y su enorme fortuna), su historia se fue a pique y le proporcionaron al afortunado hombre la más angosta de las vías sociales de escape.

No es de extrañar que el carruaje del duque haya sido visto saliendo de la ciudad por la carretera norte a primera hora de la mañana. Quien esto escribe no se lo reprocha. Tres debutantes chillonas bastan para llevar a cualquiera al borde de la locura... demos gracias a que el carruaje no lleva al duque más que al campo.

 

 

Carta de un hermano a su hermana

 

 

26 de mayo de 1821

 

Querida Jane:

Me parece que fui imprudente al rechazar tu invitación para que fuera a visitaros; por tanto, he decidido remediar mi error... inmediatamente. Y no te atrevas a decir: «Te lo advertí.»

 

 

Carta de una hermana a su hermano

Jase:

No temas. No voy a decirte: «Te lo advertí.» Dejaré que te lo diga Byrne.

JANE

 

1

En el que nuestro protagonista debe hacer frente a su peor temor

 

Mayo de 1822

 

Los treinta son una edad excelente para que un hombre se case. Es una cifra redonda. Leída en los periódicos, en una nota de anuncio de la boda, esa edad no resulta ni demasiado temprana ni demasiado tardía, sino más bien una declaración de madurez e inteligencia al mismo tiempo. Así que lord Jason Cummings, marqués de Vessey y, más recientemente, duque de Rayne, estaba decidido a hacerlo. Es decir, a casarse. A la redonda y prudente edad de treinta años.

Claro que había estado decidido a algo parecido el año anterior, a los veintinueve, una cantidad de años que, si bien no es redonda, es estupenda. La edad de la madurez; una edad a la que los hombres se desprenden de lo que les queda de juventud para abrazar el futuro, y el matrimonio es una manera rotunda de declarar tal intención. Después de todo, la mayoría de sus amigos ya estaban casados. Su mejor amigo del colegio, Nevill Quincy-Frosham, era la última persona que se le habría ocurrido que caería en la trampa de los curas, siendo como era, sin ningún género de duda, el ser humano más irresponsable de toda Gran Bretaña, a excepción tal vez de su hermano Charles. Pero Nevill estaba prendado de una inteligente heredera desde el invierno anterior. Ella era quien llevaba las riendas y servía el brandy, y Nevill, por increíble que fuera, no podía ser más feliz. También Charles había encontrado a una joven dispuesta a ver más allá de su comportamiento infantil y casarse con él. Así que, hacía ahora un año, Jason se había decidido a encontrar novia en el ritual anual de compraventa y explotación conocido como la Estación.

¡Ah, no había sido tan sencillo...! Jason no era tan desaprensivo. Por lo menos no lo era hasta que, durante la última Estación, a la todavía demasiado-temprana-edad-para-casarse de veintinueve años, se había visto perseguido, acechado y burlado por unas debutantes aniñadas demasiado entusiastas, con garras de acero, y por sus madres con malvados ojos de buitre.

Jason era lo bastante consciente de sus atributos, fueran buenos o malos, para saber que no era la clase de tipo sobre el que se abalanzan las mujeres.

Sin embargo, era duque. Un duque joven y, tal vez, uno razonablemente apuesto... a pesar de la maldición de ser pelirrojo. Puesto que era duque, además, sabía que la escasez de duques en edad de merecer de Inglaterra lo convertía en un raro espécimen, independientemente de que fuera pelirrojo y careciera de atractivo. Había esperado que su entrada en el mercado matrimonial fuera recibida con cierto interés.

Interés. Aquello era infravalorar la situación.

Jason llevaba años evitando los casos de Almack’s, los bailes de puesta de largo, los tés con partidas de cartas y los monótonos conciertos de la «buena sociedad». Creía que se aburriría en ellos. Y se aburría. Pero lo que no había esperado era aburrirse y al mismo tiempo estar mortalmente asustado.

Había renunciado de golpe al plan de casarse a los veintinueve cuando lo habían encerrado en un sótano con las tres criaturas más pavorosas que hubiera conocido jamás: la señorita Rollins, la señorita Quigley y la señorita Halloway. Y en aquel momento se cuestionaba seriamente si sería prudente casarse a los treinta, viéndose como se veía acosado por las mismas señoritas Rollins, Quigley y Halloway en la fiesta al aire libre de Phillippa Worth.

—¡Señoritas, por favor! —exclamó, interrumpiéndolas a las tres, que hablaban a la vez, al parecer dirigiéndose a él... pero ¡que el diablo se lo llevara si sabía de qué!—. Es muy... interesante volver a verlas.

Las tres sonrieron, abanicándose de una manera que suponían cautivadora, aunque la señorita Rollins se sirvió de su abanico con vigor un tanto excesivo y envió el demasiado lánguido de la señorita Quigley a un arbusto cercano. Mientras una horrorizada señorita Quigley abandonaba su posición para hurgar en el arbusto en busca de su abanico, las señoritas Rollins y Halloway cerraron filas.

—¡Y a nosotras nos ha sorprendido gratamente verlo de nuevo, excelencia! —dijo la señorita Rollins. La señorita Halloway asentía entusiasta. La señorita Rollins echó una ojeada a su amiga y competidora, y avanzó medio depredador paso hacia Jason—. Debe de ser el destino, excelencia. Pensándolo bien, mi padre ni siquiera creía que fuera a haber para mí Estación este año, y sin embargo... ¡nos topamos con usted en la primera fiesta al aire libre!

«Respira», se dijo Jason. Por lo menos estaba en mejor posición que la última vez que la señorita Rollins y sus amigas lo habían arrinconado. En primer lugar, se encontraban al aire libre, en el exterior, a plena luz del día, a la vista de docenas de otros asistentes a la fiesta. No podían encerrarlo en ninguna parte.

Por otro lado, sin embargo, en los jardines de Phillippa Worth había varios recovecos y árboles de ramas caídas, así como de arbustos podados en forma de animales, que podían esconder a una persona de los ojos de los demás invitados. De hecho, si Jason no se equivocaba, la señorita Rollins lo estaba dirigiendo hacia un arbusto enorme en forma de conejo en aquel preciso instante. A cada pasito que daba ella, él retrocedía uno. La señorita Quigley ya se había reunido con ellos y se había situado al lado de la señorita Halloway. Las tres parecían un pelotón de soldados rodeando al último resistente.

—Señoritas —dijo Jason, pensando rápidamente—. ¿Alguna de ustedes ha tomado ya un refresco? —Dirigió su mirada hacia la mesa de los refrescos, que se encontraba rodeada de gente, de gente cuerda, que iba encogiéndose en la distancia a cada paso que retrocedía—. Estaría encantado de traerles una taza de té o un ponche...

—¡Oh! —dijo la señorita Halloway, agitando las pestañas—. Me encantaría...

La señorita Rollins la interrumpió asestándole un codazo en el plexo solar.

—¡Pero Sissy!¡Un duque iba a traerme un ponche!

Una mirada fulminante de la señorita Rollins bastó para que la señorita Halloway se mordiera la lengua. Luego la señorita Rollins miró intensamente a Jason con tan fingida dulzura que no lograba ocultar su determinación.

—Vamos, vamos, Clarissa... No queremos que el duque se esfuerce demasiado. Después de todo, es tan popular que, si deambula por ahí, lo más probable es que lo aborden... que lo asalten, me atrevería a decir, otras personas.

«¡Qué buena idea!», pensó Jason con pesar.

—No tema, excelencia —dijo la señorita Rollins, llegando al extremo de palmearle el hombro para tranquilizarlo—. Lo mantendremos a salvo.

«Y tanto. El infierno es esto —pensó Jason—: que te arrinconen tres de las locas más oportunistas que haya creado jamás el sistema británico de ricos aristócratas en una fiesta al aire libre.»

Cuando, presa del pánico, urdía un plan de huida y valoraba si su mejor opción no sería saltar el seto bajo del muro sur, alguien acudió en su ayuda. Alguien que nunca habría permitido que pasara aquel aprieto.

—¡Señorita Rollins, señorita Halloway, señorita Quigley! —exclamó Jane, la hermana de Jason, corriendo a su lado y prácticamente derribándolo al colgarse de su brazo... y de paso arrancando ese brazo de las garras de la señorita Rollins.

—Lady Jane —murmuraron las tres señoritas, inclinándose en una reverencia.

—¡Qué... interesante verlas aquí! —Jane sonrió entre dientes.

Jason pensó que Jane corría el riesgo de amputarle el brazo, tanta era la fuerza con que se lo estrujaba mientras se esforzaba para parecer simpática.

—Jason, ¡te he estado buscando por todas partes! —se quejó, y luego les dijo a las jóvenes—: Lo siento muchísimo, pero reclaman a mi hermano en otra parte.

—¿Y qué parte es ésa? —preguntó la señorita Rollins descaradamente, haciendo un último intento de no soltar su presa.

Jane se limitó a levantar una ceja.

—Cualquier otra parte.

Y, dicho esto, se llevó a Jason lejos de las tres señoritas, la decepción de las cuales fue comparable a su alivio.

—¿Y bien? —le preguntó a su hermana en cuando ambos estuvieron a una prudente distancia.

—Y bien ¿qué? —repuso Jane, sin reducir el paso ni apartar los ojos de su destino.

—¿No vas a decirme: «¡Te lo dije!»? —le preguntó Jason, apretando el paso para alcanzarla—. O «estarías perdido sin mí» o, a lo mejor, «ya me darás luego las gracias».

—Lo hice, lo estás, y más te vale —contestó ella—. Pero, ahora mismo, estoy demasiado enfadada para decir nada de eso. —Jane echó un vistazo por encima del hombro.

Jason hizo lo mismo y vio a las tres señoritas lamentando su marcha o... más concretamente, a la señorita Rollins maltratando duramente a las otras dos con el abanico, dejándose llevar por la frustración más allá de cualquier cosa que pudiera considerarse un comportamiento educado.

—¿Cómo demonios se las han ingeniado esas tres para asistir a esta fiesta? —siseó Jane.

—Creo que Phillippa ha invitado a todos los que son alguien en este tipo de acontecimientos.

—¡Lo ha hecho! —exclamó Jane—. ¡A todos menos a ellas!

Jane pasó entre los invitados allí reunidos, todos ellos conocidos de buena familia. Pasó entre las bien educadas y recatadas señoritas y sus madres, entre los lores que se habían tomado la tarde libre, dispuestos a ponerse a la entera disposición de Phillippa Worth... y, la verdad sea dicha, todos lo estaban. Nadie podía ni quería tener en su contra a Phillippa Worth... lo que hizo que las palabras que Jane le dijo a ésta cuando se le acercó sorprendieran mucho a quienes estaban lo bastante cerca para oírlas.

—¿Has perdido la cabeza? —le gritó, poniéndose de puntillas para mirar a Phillippa directamente a los ojos.

Ésta la miró extrañada.

—Sólo la perdí en el momento en que consentí celebrar una fiesta en los jardines para tu hermano. Pero, desde entonces, estoy cuerdísima.

—Lamento mucho disentir —repuso Jane—. Dudo sinceramente que estés en tu sano juicio. ¡Me parece que sufriste una recaída cuando invitaste a esas tres!

Phillippa miró hacia donde Jane gesticulaba frenética y por fin vio a las tres ofensoras. La señorita Rollins había recobrado en parte la compostura y dejado de pegar a las otras dos: estaba reagrupando a sus amigas y dándoles órdenes. Desde aquella distancia Jason no oía lo que decían, pero tuvo la sensación de que estaban planeando un segundo asalto.

—¡Si no lo hice! —replicó Phillippa—. ¡Marcus! —llamó a su marido, sir Marcus Worth, que al instante se le acercó. Jason no conocía demasiado a Marcus, pero sí al hermano de éste, el marido de Jane, sir Byrne Worth. Obviamente Byrne estaba con su hermano cuando Phillippa lo había llamado, porque también él se materializó al lado de su esposa.

—¿Qué sucede? —preguntó Marcus, y enfocó sus binoculares hacia donde le indicaba su esposa que estaban las tres señoritas, a bastante distancia. Marido y mujer intercambiaron unas cuantas palabras en voz baja y Marcus se dirigió hacia las jóvenes. A Byrne le bastó una rápida mirada para seguirlo.

—¿Qué van a hacer? ¿Van a echarlas? —preguntó Jane—. ¿No podéis hacer algo sin provocar un escándalo?

En aquel momento Jason se planteó si no estaría más a salvo con las tres señoritas y a punto estuvo de sugerir que seguiría a los hermanos Worth... tan asesina era la mirada de Phillippa. Pero hombres más sabios que él habían caído en aquella trampa, así que decidió guardar silencio y dejar que discutieran los otros.

Además, desde que Jane y Phillippa, enemigas en su juventud, se habían casado con dos hermanos, todos ellos formaban parte del árbol genealógico de la familia Worth. Así que, independientemente de lo a menudo que hubieran discutido las dos, a ninguna le había quedado otro remedio que aceptar a la otra como amiga.

—Puede que tu marido use esos métodos tan groseros —replicó fríamente Phillippa—, pero el mío prefiere el encanto a la brutalidad.

Jason miró furtivamente por encima del hombro. Marcus Worth se estaba inclinando mucho (en su caso siempre era mucho lo que se inclinaba dada su excepcional altura) sobre la mano de la señorita Rollins, que, por lo que parecía, se reía tontamente. Mientras, Byrne caminaba con las otras dos. Era dudoso si su objetivo era llevarlas hacia el seto bajo del sur o no.

—No comprendo cómo han entrado, para empezar. —Jane dio una patada en el suelo, un gesto bastante inaudito en una dama lo suficientemente mayor como para haber dado a luz dos hijos.

—Ni yo... no se admitía a nadie sin invitación. Me he asegurado de que mi mayordomo las recogiera en la puerta.

—Pues entonces, ¿cómo han conseguido una?

—¡No... lo... sé...! Nadie rechazó la invitación. Todos los invitados han venido —repuso Phillippa. Luego, como una niña que resuelve un rompecabezas, se dio golpecitos con una uña en los labios—. A excepción de...

—Ahí va... —Jane puso los ojos en blanco.

—Antes de que mandara las invitaciones, Totty me dijo que no podría venir. Su amiga, la señorita Crane, celebra hoy algún gran evento al que se veía obligada a asistir, aunque no imagino qué puede haber más importante... Así que Mariah sugirió que le permitiera invitar a una de las damas de su círculo de beneficencia.

Jason rápidamente repasó su memoria para desentrañar quiénes eran aquellas personas a las que se refería Phillippa. No recordaba a la señorita Crane, pero sabía que Totty era la señora Tottendale, la antigua dama de compañía de Phillippa, que se había mudado a su propia residencia al formar una familia ésta y Marcus. Decía que los niños pequeños hacían el vino menos placentero. Y Mariah era la otra lady Worth, esposa del hermano mayor de los Worth, Graham. (Puesto que Graham había heredado la baronía, y tanto Marcus como Byrne habían sido nombrados caballeros por sus servicios a la corona, había tres sires y tres ladies Worth... algo que mareaba bastante a cualquiera que intentara asignar los asientos de una cena, o eso decía su amigo Nevill.) Mariah estaba en alguna parte entre la confusión de la fiesta, seguramente sermoneando a alguna pobre alma acerca de las necesidades de los huérfanos del condado.

—¿Qué amiga? —preguntó Jane, impaciente.

—La señora Pritchard... —Y Phillippa suspiró cuando todas las piezas encajaron—. ¡Que es prima de la madre de la señorita Rollins!

—¡Y, según tú, controlabas esta fiesta! —le espetó Jane con retintín.

—No puedo creer que Mariah tuviera segundas intenciones... Tal vez la señorita Rollins robó la invitación de la prima de su madre...

Mientras la conversación iba subiendo de tono, Jason se enfrentaba a la eterna pregunta. ¿Debía irse o debía quedarse? La refriega había llegado al punto en que quedarse podía significar tener que interponerse entre ambas. O, Dios no lo quisiera, que una de las dos lo metiera en ella preguntándole su opinión.

Por otra parte... le había prometido a Jane que no se iría corriendo. Se había prometido a sí mismo que se esforzaría en aquella fiesta por hacer lo que debía: encontrar una compañera de por vida, por más que en aquel momento tuviera la tentación de salir corriendo de allí.

—Ni lo intentes —le dijo Byrne, que se había situado detrás de él, lo bastante bajo para que no lo oyeran Phillippa ni Jane—. Ella se dará cuenta en cuanto retrocedas un paso.

Byrne se puso al lado de Jason y, habiendo dispuesto a las tres jóvenes de algún modo, se puso a escuchar las ráfagas conversacionales con tanta atención como el público de un partido de tenis.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jason.

—Estamos en una fiesta al aire libre, en Londres. Tampoco he estado pensando más que en escapar.

—No puedo salir huyendo. Me he comprometido a esto. —Jason sacudió la cabeza—. Tengo que llevarlo a buen término.

—Recuérdame por qué estás tan decidido a casarte a los treinta —le dijo Byrne, arrastrando las palabras.

Jason no contestó de inmediato. Luego se encogió de hombros.

—Porque es lo que toca ahora.

No era una respuesta tremendamente perspicaz, pero no tenía una explicación mejor. Había tardado, pero había llegado a dominar todos los deberes que implicaba ser el duque de Rayne. Y Jason era lo suficientemente inteligente como para saber que no lo sabía todo. Así que, puesto que algunos detalles se le escapaban, había encontrado empleados de confianza capaces de conseguir sin duda que nada saliera mal. Eso no le preocupaba, ni a su familia tampoco. Marcus y Byrne habían asumido la tarea de investigar a conciencia a todos sus empleados. Jane ni siquiera había tenido que insistir; Jason se lo había pedido él mismo a los hermanos Worth.

Es más, el antiguo y noble apellido Rayne era fuerte y estaba seguro. Jason Cummings se había metido plenamente en el papel de su vida. Estaba contento. Se sentía cómodo. El matrimonio era lo siguiente de la lista. Además, todos sus amigos estaban casados. Así que no podía ser tan malo, ¿no?

Pero Byrne respondió a la declaración de Jason con una semisonrisa.

—Si tú lo dices —le contestó.

—Es sólo que... es un proceso más complicado de lo que imaginaba —dijo Jason, sorprendido de su propia honestidad.

Byrne se quedó un momento pensativo y luego miró a su esposa, que le estaba pidiendo a Phillippa que le proporcionara un árbol genealógico de cada asistente a una fiesta, incluso de aquellos a los que conocía desde hacía una eternidad.

—Bueno. Podemos pedir a las jóvenes elegibles que formen una fila y tú señalas a la que más te guste. —Byrne sonrió—. Pero dudo que así encuentres una compañera afectuosa. —Cruzó una mirada con Jane y le guiñó el ojo—. Considera esto una batalla.

—¿Una batalla? —Jason levantó una ceja.

—Sí. Hay estrategias y tradiciones. Pero, y esto es lo más importante, hay normas. Debes protegerte. No dispares hasta tener un blanco seguro. Si un soldado depone las armas, tienes que tratarlo con amabilidad y todo eso. Para sobrevivir, simplemente tienes que aprender las normas y ser mejor soldado que cualquier otro del campo de batalla.

Jason levantó la otra ceja.

—Y tú te atuviste a todas esas normas mientras cortejabas a mi hermana, ¿verdad?

Byrne respondió con una carcajada.

—No. Pero las conozco lo suficientemente bien como para saltármelas impunemente. —Lo miró a los ojos—. Por desgracia, tú no eres yo, «excelencia».

—¿Insinúas que es mi título lo que nos diferencia en el modo de cortejar? —le preguntó Jason con sorna—. Te lo aseguro, soy plenamente consciente de ello.

—Eso y muchas, muchas otras cosas —repuso Byrne secamente—. Pero sí, eso te limita. Las chicas te adularán, se te echarán encima.

Jason puso los ojos en blanco. Él también lo sabía.

—Tienes que ser lo más estricto que puedas —prosiguió Byrne—. Verdaderamente, casi te convendría más simplemente escoger a una muchacha y dejar en manos de Jane el cortejo.

—Si fuera tan simple... —murmuró Jason—. Si pudiera convencer a Jane de que lo hiciera...

—¿Estás seguro? —La voz de Jane interrumpió su conversación—. ¿Completa y absolutamente seguro?

—Después de lo de la última vez, sí —dijo Phillippa, sonriendo.

—Magnífico. Jason —dijo Jane, haciendo que ambos hombres le prestaran atención—, me he asegurado de que no haya más invitados inesperados en las fiestas.

—Eso si vuelvo a ofrecerme para celebrar otra —murmuró Phillippa entre dientes.

—¿Cómo dices? —le preguntó Jane con brusquedad.

—Nada —respondió vivamente su cuñada.

—Bien. Como iba diciendo —continuó Jane, volviéndose hacia Jason—, debería presentarte a algunas señoritas encantadoras y «cuerdas».

 

2

En el que nuestro protagonista conoce a alguien un poco a la fuerza

 

Mientras el carruaje se alejaba de la mansión Worth de Grosvenor Square, Jason no pudo disimular su alivio. Después de haber sido formalmente presentado a las señoritas casaderas de las altas esferas, necesitaba marcharse lo más lejos posible. A Tombuctú o a la selva de la India. A las Américas o a la Luna. O por lo menos al otro lado de la ciudad.

Y necesitaba tomarse una copa.

El té había sido lo peor de todo, un té caliente demasiado dulce para un día cálido de mayo. Y había tenido que tomarse un estanque entero mientras charlaba con la hija del conde de tal y con la sobrina del vizconde de cual. De lo único que tenía ganas era de salir corriendo. Con su tendencia a esfumarse en alerta máxima, Jane lo había llevado de grupo en grupo de señoritas, todas ellas por fortuna muy educadas. Ninguna había intentado arrinconarlo detrás de los arbustos ni encerrarlo en un sótano para abordarlo.

Al recordar aquello se estremeció. Verdaderamente aquellas tres señoritas habrían podido alejar a un hombre de las mujeres para siempre.

La tarde no había sido terrible del todo. De hecho, Jane le había presentado a unas cuantas jóvenes capaces de ruborizarse y pestañear en los momentos adecuados sin tartamudear ni amenazar con desmayarse. ¡Dios, unas cuantas sabían incluso mantener una conversación amena! Una joven, la señorita Sarah Forrester, si mal no recordaba, incluso había sabido tomarle el pelo.

—El seto sur.

—¿Sí? —Había levantado la cabeza al oír aquello.

—Creo que probablemente es la vía de escape más fácil. —La señorita Forrester lo había mirado directamente a los ojos, tímida y sonriente. Como él se limitara a guiñarle un ojo, continuó—: Puedo distraerlos un momentito, si le hace falta. Así podrá escapar corriendo.

Entonces el único sonrojado que tartamudeó fue él.

—¿Tanto se nota que me siento incómodo? —le había preguntado.

—No. A lo mejor he explorado el seto para ser yo la que salga corriendo. —La señorita Forrester había reído para sí misma. En aquel momento, la voz de su madre había interrumpido sus cavilaciones.

—Y tiene que ver la pintura de mi hija, lady Jane, ¡no hay nada igual! —decía, pavoneándose ante su hermana.

—Bueno, lástima. Me temo que me han pillado —le había susurrado la señorita Forrester.

—A mí también —le había contestado Jason igualmente en susurros, entre pesaroso y divertido, y luego había prestado atención a las otras damas del corrillo.

El recuerdo de aquel momento lo consoló, si no por otra razón, porque había sido el único pequeño éxito en un mar de mera supervivencia. La pregunta que Byrne le había planteado, así como lo que él había respondido le acosaban mientras el carruaje traqueteaba por las calles adoquinadas hacia el Támesis y Somerset House.

¿Por qué estás tan decidido a casarte?

Porque es lo que toca ahora.

«Porque es lo que toca.» Qué respuesta tan poco concreta y tan vacía. Sí, casarte era lo siguiente en la lista de su vida. Había asumido el papel de duque de Rayne. Había aprendido a llevar la hacienda. Y, si bien no se sentía realizado, al menos, la mayoría de las veces. estaba satisfecho. El matrimonio era lo siguiente. Seguramente no era la sentencia de muerte que todos sus amigos (casados) le aseguraban, infatigable pero alegremente. Desde luego que no. Al contrario. Sería la cura para la vaga soledad que había empezado a amenazar su vida. Sería un comienzo. Sería lo próximo.

Así que, ¿por qué no podía acallar aquella familiar y urgente necesidad de salir corriendo y esconderse?

Al menos, cuando aquella necesidad se apoderaba de él no tenía que irse lejos. Su conductor detuvo el carruaje con una sacudida en un lugar familiar, y sus criados abrieron la portezuela frente a Somerset House, un edificio neoclásico de grandes dimensiones situado a orillas del Támesis que albergaba las asociaciones más doctas de la época: la Royal Society (por todos conocida como la Royal); la Sociedad Londinense de Anticuarios, y la Sociedad de Arte Antiguo y Arquitectura del Mundo Conocido o, resumiendo, la Sociedad Histórica, refugio personal de Jason. De algún modo, durante los últimos años, a la par que se ocupaba de su patrimonio y... bueno, ejercía de duque, había conseguido terminar un largamente pospuesto trabajo académico titulado «Daños de la arquitectura medieval en las ciudades europeas después de las guerras napoleónicas». Y, una vez publicado aquel panfleto (en su propia imprenta, de la que se había convertido en accionista mayoritario hacía apenas una semana, pero publicado al fin y al cabo), había solicitado ser miembro de la Sociedad Histórica, y le habían aceptado. Ya podía usar a placer sus despachos y salones. Era básicamente su club, aunque distinto de White’s o Brook’s o del resto de establecimientos de St. James. Aquel club albergaba algunas de las mentes más preclaras del país, algunos de sus tesoros más interesantes y, lo mejor de todo: a absolutamente nadie de allí se le habría ocurrido que él fuera a proponerle matrimonio.

Se apeó del carruaje y saludó con la cabeza al cochero.

—Esta pequeña aventura tal vez me lleve más tiempo del previsto —dijo, lo que le valió una carcajada socarrona de Bones, que repuso:

—Sé lo que eso significa. Quiere decir que me vaya directo a casa a cenar y que a lo mejor volverá alrededor de las tres de la madrugada.

—Eso ha pasado una sola vez —lo rebatió Jason, pero sonriendo. Bones llevaba muchos años con él, y habían pasado juntos más de una desgracia, así que su informalidad con el patrón era fácilmente perdonable.

—Vete a cenar —le dijo Jason—. ¡Pero vuelve dentro de dos horas a recogerme!

Bones, que no quería desaprovechar la generosidad de su patrón, puso los caballos al trote antes de que el duque cambiara de idea.

Jason dio un profundo suspiro, saboreando la completa libertad. ¡Por fin! Por primera vez en todo el día se sentía liberado de la agotadora tarea de intentar encontrar una compañera, libre del peso de ser el duque de Rayne. Podía entrar en el edificio de varios pisos, con columnas, como un hombre cuyo único propósito era perfeccionar y entretener su mente con otros hombres interesantes.

¡Ah, la libertad!

Jason tomó hacia la izquierda por el patio, hacia el ala de la Sociedad Histórica, y fue entonces cuando chocó con la mano de la dama de cabello leonado que resultaría ser el origen del peor embrollo de su vida.

 

 

La señorita Winnifred Crane no tenía intención de chocar con el joven caballero. Realmente no era ésa su intención. Simplemente, él se abalanzó contra su mano. Verdaderamente nadie podía culparla de tener la mano tan extendida, aunque George lo hubiera hecho.

Todo había empezado al doblar la esquina de Aldwych hacia Strand, unos minutos antes de que apareciera el majestuoso carruaje en el que iba el pobre con el que había chocado accidentalmente. Estaba tan sorprendida de encontrarse frente a Somerset House, tan de repente, el edificio que albergaba todas sus esperanzas y aspiraciones, que por un momento le había fallado el coraje. Había tenido que detenerse en el patio y tomarse un momento para recuperar el valor.

«No dejes que esto te abrume», se dijo Winnifred, apretando la carpeta contra el pecho. Por un momento deseó haberse puesto el abrigo grueso, porque un escalofrío le recorrió la espalda. Pero el abrigo estaba pasado de moda, y en Londres tenía que ir al menos tan a la moda como pudiera permitirse. Además, era un día cálido, y el escalofrío podía achacarse fácilmente a otros motivos aparte del clima. «No estás haciendo nada que contravenga sus normas, ni que vaya contra la ley. Te han invitado. Incluso tienes una carta de presentación.»

Mientras los caballeros con sombrero de copa y abrigo pasaban a su lado para subir o tras bajar los escalones y más de uno miraba con curiosidad a la mujer bajita parada junto a la fuente central, ella dio unos cuantos pasos inseguros.

Somerset House era un edificio con columnas, enorme, una de cuyas caras daba al Támesis y la opuesta a un patio de tamaño colosal. Puesto que era la sede de numerosas sociedades doctas y agencias gubernamentales, resultaba prácticamente imposible que Winn supiera dónde debía dirigirse exactamente.

Las oficinas navales estaban justo delante, eso lo sabía, porque eran fácilmente reconocibles por su cúpula central. Pero luego todo era un poco confuso. Recordó la descripción que su padre le había hecho del edificio. La Royal Society estaba... ¿a la izquierda? No, a la derecha. Tenía una hermosa galería de exposiciones, para los hombres que deseaban ver los progresos del mundo. La Sociedad Londinense de Anticuarios era su pariente más joven, relegada a unas cuantas habitaciones del ático y el sótano. Por tanto, las salas de la Sociedad Histórica tenían que estar a la izquierda del patio.

Se volvió y, con la determinación que infunde un propósito definido, se encaminó hacia su destino... hasta que una mano enorme de hierro la agarró del brazo.

—No tan deprisa —le dijo al oído George Bambridge, su primo, entre jadeos. Seguramente había estado corriendo para atraparla.

¡Maldita fuera su estampa! De no haberse detenido al lado de la fuente ya habría estado dentro del edificio. Habría llegado a su reunión con lord Forrester y George habría tenido que ventilar su ira a solas, en la calle.

—Me has dejado sentado en el parque con la condenada señora Tottendale —le dijo su primo en cuanto pudo recuperar el aliento.

—Y se suponía que ella tenía que impedir que me siguieras. —Winn puso los ojos en blanco—. ¿Cómo lo has sabido?

—¿Que vendrías aquí? Winnifred, no has hablado de otra cosa desde que llegamos a Londres —repuso George con una sonrisa de suficiencia—. Ni es tan difícil localizarte. ¿Quieres que te diga por qué?

—¿Porque soy la única persona del lugar que lleva falda? —aventuró Winn.

—¡Porque eres la única que lleva falda! —gritó George—. Y eso es porque no se permite la entrada a las mujeres en la Sociedad Histórica.

—Sí que se les permite —repuso ella tranquilamente—. Cuando hay exposiciones y conferencias, suelen venir mujeres.

—Eso son actos públicos. —El escaso pelo negro que le caía sobre la frente tembló peligrosamente. Si no tenía cuidado con aquel carácter suyo, revelaría a todo el mundo sus cuidadosamente disimuladas entradas—. A las mujeres les está vetada la entrada a los salones porque no son miembros de esta sociedad. Yo tengo que saberlo puesto que, de los dos, soy el único al que s

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