Créditos
Título original: Os fillos do mar
1.ª edición: julio, 2017
© Pedro Feijoo, 2012
© Ediciones B, S. A., 2017
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-036-9
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Citas bibliográficas
PRIMER ACTO. SIMÓN
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SEGUNDO ACTO. MARIÑA
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TERCER ACTO. DANIEL
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CUARTO ACTO. ENEAS
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QUINTO ACTO. TROYA
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Agradecimientos
Dedicatoria
Para Marta,
que siempre creyó en la profundidad de este mar.
Tant de bo sigui jo capaç d’escriure
les més belles paraules per a tu.
21.
Citas bibliográficas
Es peligroso tener razón cuando el gobierno
está equivocado.
VOLTAIRE
Todo hombre es como la luna:
tiene una cara oscura que a nadie muestra jamás.
MARK TWAIN
La vida es la cosa mejor que se inventó.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ,
El coronel no tiene quien le escriba
Half of what I say is meaningless,
but I say it just to reach you, Julia.
LENNON / MCCARTNEY, Julia
Aquí somos así. Positivamente.
SUSO DE TORO, Cajón desastre
Corre, todo era mucho más sencillo.
A veces, la verdad está delante de nosotros. A veces es tan fácil como mirar al frente. Tan simple como observar una señal dejada en el camino, como leer una carta, una letra detrás de otra. Nos empeñamos en buscar lejos aquello que está a nuestro lado, y casi nunca sintonizamos bien los diales de nuestras atenciones. Buscamos héroes de capa y antifaz que vengan volando a salvarnos de terribles supervillanos, y no nos damos cuenta de que los otros, los verdaderos héroes, están pasando con toda tranquilidad por nuestra acera, vestidos de calle y discreción. Soñamos con fastuosos tesoros hundidos en las aguas increíblemente cristalinas del Pacífico Sur, aguas en las que nosotros jamás llegaremos a mojar tan siquiera un pie, y no le prestamos atención a la profundidad de nuestros propios mares. ¿Por qué nos perdemos en divagaciones sobre la belleza mientras contemplamos la luna como idiotas, y no vemos lo hermosa que es la mujer que duerme a nuestro lado? Al fin y al cabo, la luna no es más que una piedra muerta en permanente gravitación boba en nuestra órbita, y tú eres la mujer más bella que he conocido nunca...
Esta vez todo era mucho más sencillo, y yo no he sabido verlo hasta este momento. Despierta. Tenemos que salir.
PRIMER ACTO. SIMÓN
PRIMER ACTO
SIMÓN
1
1
—¿Sí?
—Buenos días. ¿El señor Simón Varela, por favor?
—¿Quién llama?
—Mi nombre es Ernest Rovira, secretario personal de la familia Dafonte-Llobet.
Mi nombre es Simón, y soy arquitecto. Ya sé, ya sé: ni mi nombre ni mucho menos a qué me dedico son cosas que a nadie le importan demasiado. Pero mi madre siempre me decía que la buena educación lo es todo en la vida. Mi nombre es Simón. Aunque también podría ser Nada. Total, aquí nunca llama nadie. Si me descuido, ya ni los amigos llaman. Y eso para dos o tres que me quedan. Antes no era así. Yo nunca he sido un tipo de esos populares, de los que son el centro de atención, «el alma de la fiesta», y todo eso. Pero tampoco era ningún bicho raro.
Bueno, yo creo que no...
Cuando estaba en la escuela me pasaba las horas dibujando. Sacaba de quicio a mi profesor de Plástica porque siempre dibujaba casas con las chimeneas torcidas y los colores a rayones por fuera de cualquier línea que marcase los límites. Y ahora soy arquitecto. Comencé a estudiar la carrera en Barcelona, en la Universitat Politècnica de Catalunya, en el otoño de 1990. Fueron diez años (sí, diez años, ya lo sé...) muy intensos, de aprendizaje, de fiesta, de amores... Pero todo se acaba, todo se va. Para cuando el siglo XX vino a convertirse en el XXI, y el segundo milenio en el tercero, yo decidí celebrar tan solemne momento con la apertura de mi propio estudio de arquitectura aquí, en Vigo, la ciudad en la que ya han pasado casi treinta y siete años desde que nací. Y no tardé demasiado en percatarme de que los grandes momentos de la humanidad son tan transitorios, tan vulgares como cualquier otro. Para cuando me quise dar cuenta, la sensación de fracaso y, sobre todo, la soledad, ya estaban instaladas conmigo, en un rincón oscuro de mi estudio. Apenas pasa gente por aquí. Algún conocido que busca ideas para arreglar la vieja casa de los abuelos, herederos espabilados a la caza de algún proyecto de reforma con el que tratar de despistar a la Ley de Costas... Pequeños trabajos de subsistencia, y poco más.
Aquí ya casi nunca llamaba nadie, y mucho menos ningún secretario personal de ninguna de las familias más importantes de la ciudad. Así, a golpe de lunes.
—Disculpe... ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Rovira, Ernest Rovira, y soy, como también le he dicho ya, el secretario personal de la familia Dafonte-Llobet. ¿Sería usted tan amable de ponerme con el señor Simón Varela, por favor?
—Sí, claro. Perdone, pero es que no estaba seguro de haberle entendido bien. Yo soy Simón, Simón Varela.
—Simón Varela..., el arquitecto, entiendo —quiso asegurarse la voz al otro lado de la línea, quizá tras haber percibido mi nerviosa incertidumbre. Así y todo, el orgullo es el orgullo, y poco me faltó para responderle «no, Simón Varela, el sexador de pollos, no te...». Me contuve a tiempo.
—El mismo, señor Rovira. ¿En qué le puedo ayudar?
Antes de la respuesta se produjo un breve silencio, como si del otro lado alguien no estuviese demasiado seguro de las capacidades de su interlocutor. Por fin, y después de un suspiro intencionadamente mal disimulado, la voz del señor Rovira, quienquiera que este hombre fuese, reapareció.
—Verá, don Simón. —Odiaba de todo corazón cada momento en que alguien se dirigía a mí en esos términos; en realidad no es que fuesen demasiadas las ocasiones, pero aquello de «don Simón» siempre me hacía sentir inevitablemente ridículo—. Tengo el encargo de comunicarle el deseo de la señora Isabel Llobet, viuda de don Eneas Dafonte, de contratar sus servicios como arquitecto. En caso de estar usted disponible, por supuesto.
Aquello tenía que ser una broma. Alguien se estaba cachondeando de mí. O eso, o me acababa de tocar la lotería. «¿Disponible?» ¡Por favor! Por trabajar para aquella gente yo sería capaz de ir corriendo, a la pata coja y con la lengua fuera con tal de firmar el encargo. En una décima de segundo me vinieron a la cabeza todos los años que me había pasado soñando con un trabajo importante. Quizás ese fuera el empujón que estaba esperando para colocarme, por fin, en la primera línea de la arquitectura de la ciudad. Intenté dominar aquella revolución nerviosa y proseguir con la conversación.
—Bueno, la verdad es que últimamente andamos un poco apretados de agenda, pero estoy seguro de que encontraremos un hueco. ¿En qué consistiría el trabajo? Si no es mucho preguntar...
—Por supuesto que no, don Simón —«don Simón»... Tengo la sensación de que este tipo se lo está pasando bien. Seguro que todo esto no es más que una coña—. Se trataría de diseñar y dirigir cierta obra de reforma en una de las zonas de la Casa Grande, el viejo pazo de los señores Dafonte, no sé si usted lo conocerá...
—Algo me suena, creo que sí... —«creo que sí», menuda trola.
La Casa Grande, como todo el mundo en Vigo lo conocía, era un espléndido pazo en la playa de Canido, a las afueras de la ciudad. Un viejo caserón de principios del dieciocho que había pasado la mayor parte de su historia en el abandono y el deterioro, hasta que en los primeros años cuarenta del siglo pasado Eneas Dafonte lo adquirió. Todos los arquitectos en la ciudad conocíamos la historia de aquella casa, porque su trabajo de restauración había sido uno de los mejores ejemplos de respeto por la arquitectura tradicional gallega que, en años de obras grises, se habían hecho. Definitivamente, y si aquello no era una broma pesada, me acababa de tocar el premio gordo.
—De cualquier modo, señor Varela —vaya, pasamos de «don Simón a señor Varela», ¿estaremos ganando puntos?—, sepa usted que el objeto de mi llamada no es más que el de establecer un primer contacto mediante el cual conocer su disponibilidad. Si usted nos confirma su interés en el proyecto, será entonces la propia doña Isabel quien posteriormente se pondrá en contacto con usted.
—Por supuesto, señor Rovira. Puede confirmar usted mi interés en el trabajo. Dígale a la señora Llobet que me llame cuando quiera, entonces.
—Muy bien, pues así se lo diré. Muchas gracias por su tiempo y atención, señor Varela.
—Muchísimas gracias a ustedes. Quedo a la espera.
Colgué el teléfono, y dejé correr toda la tensión que llevaba acumulando a lo largo de la conversación. Grité con fuerza, salté, bailé e incluso me golpeé la pierna contra la esquina de la mesa del teléfono, pero era tanta la emoción que no estaba yo para preocuparme por dolor alguno en ese momento.
Hasta donde yo sabía, los Dafonte-Llobet tenían fama de ser una de las viejas familias más ricas y poderosas de la ciudad, pero también era verdad que un cierto aire rancio, preso en recuerdos de tiempos pasados, envolvía su nombre cada vez que alguien hablaba de ellos. Además, el nombre de uno de los hombres de la familia, el señor Xulio Dafonte, llevaba un tiempo sonando por los mentideros de la ciudad, con un par de apariciones en las páginas de sucesos de Faro de Vigo, creo que por algo relacionado con alguna de sus empresas y no sé qué historias más. Supongo que debería haberle prestado más atención a la vida local, pero lo cierto es que por aquella época yo abría el periódico nada más que para leer la tira de Garfield, la programación de la tele y la última página, siempre en este orden. Cuando dejaron de publicar las historias de gato glotón, mi relación con la prensa pasó a mejor vida.
Así las cosas, la excitación pronto dejó espacio para las dudas. Si los Dafonte-Llobet tenían tanto dinero y tan buena posición como se les suponía, también era verdad que, de haberles venido en gana, podrían haber contratado al premio Pritzker de turno para que les reformase los gallineros. ¿Por qué yo, un don nadie, y no Norman Foster? O cualquier otro arquitecto gallego, que aquí también los hay muy buenos... Todo aquello tenía que ser una broma... Claro que el señor Ernest, o quienquiera que fuese el tipo aquel al otro lado del aparato, había parecido muy serio... «Bueno, mira, lo mejor es tranquilizarse, y esperar. Si tienen que llamar, ya llamarán.»
Mi disfraz de persona madura y tranquila se deshilachaba por momentos. Las horas iban pasando con la lentitud de las estaciones a mi alrededor. Una efervescente primavera llena de ilusiones pronto se transformó en un asfixiante estío repleto de las más locas ideas de éxito. El tiempo seguía avanzando lentamente, hasta que esas ideas fulgurantes comenzaron a caer como hojas de mi cabeza a lo largo de un incómodo otoño. Ya me había instalado en la más blanca y fría de las tristezas invernales, con mi ilusión terriblemente envejecida y convencido de que todo había sido una broma de muy mal gusto cuando por fin, cuando la tarde estaba a punto de convertirse en noche, el teléfono de mi estudio volvió a sonar. Salté desde el sofá hasta el teléfono, me planté delante del aparato y, con la tranquilidad peor fingida en la historia del teatro universal, descolgué el auricular.
—Dígame.
—¿El señor Simón Varela?
Dese el primer momento, aquella voz de mujer anciana me transmitió una sensación de calma y dulzura que me dejó un poco desorientado.
—Sí, soy yo...
—Buenas noches, Simón. Soy Isabel Llobet, me imagino que Ernest ya le habrá hablado de mí. Disculpe que lo llame a estas horas, espero no molestar...
En realidad no era necesario que se presentase, pues nada más oírla supe quién era, y no por la primicia del amigo Ernest, precisamente. Comprendí al oírla hablar que era ella. Pero la sensación no dejaba de ser extraña, incluso algo incómoda. Supongo que uno es, en buena medida, sus propios prejuicios, y yo me había imaginado a aquella mujer, matriarca de una familia tan poderosa, dueña de una voz ciertamente más fuerte, dura. Y me había preparado para hacerle frente a esa dureza. Pero, sin embargo, doña Isabel hablaba casi con la dulzura de una abuela, de esa vecina mayor, la de toda la vida, con la que te cruzas en el portal del edificio. Encima, yo me había dado cuenta de que era ella, y ahora ya no sabía cual debía ser mi papel. Solo sabía que lo que tenía preparado no encajaba en aquella conversación. Ni siquiera me di cuenta de que ella ya había empezado a llamarme por mi nombre de pila. Como si toda la vida hubiera sido así.
—Oh, no, no. No se preocupe por eso. Si de hecho no sé ni qué hora es, toda la tarde aquí, enfrascado delante de los planos.
—Ajá... —De repente tuve la sensación de estar ante una madre sabedora de que te acaba de pillar en una mentira—. Pues mejor, entonces. Verá, me comunica Ernest que tendremos el placer de contar con su trabajo aquí, en la casa. —«Pero si yo dije que tenía que consultar mi agenda... ¿Tanto se me notó?»—. No sabe usted la alegría que eso me produce.
—Vaya, pues me alegro yo también de que usted se alegre. —«¿Pero qué rayos estoy diciendo?»—. Este... Sí, bueno, lo cierto es que sí, ya me he organizado un poco para poder dedicarme a su proyecto. Pero claro, sería bueno que pudiese conocer un poquito mejor de qué se trataría el asunto. Ernest, bueno, el señor Rovira, me comentó algo sobre una reforma de la casa, pero tampoco me dijo mucho más. No sé, quizás usted...
—Por supuesto, Simón, por supuesto. Ernest se toma muy en serio el asunto de la discreción, y nunca comenta nada más que lo justo. No se lo tenga en cuenta, señor Varela. Lo cierto es que la reforma en sí no es en la casa propiamente, sino en sus jardines, en el viejo estanque.
Me quedé callado, intentando asimilar toda la información que tanto consciente como inconscientemente mi cerebro iba recibiendo. Doña Isabel debió de interpretar mi silencio como nota de cierto desencanto.
—Espero no haberlo desanimado, Simón. Comprendería que la reforma de unos jardines y un viejo estanque de agua no fuesen demasiado apetecibles para un arquitecto de su categoría.
¿Mi «categoría»? ¿Qué me quería decir con eso? Por un momento volví a tener la sensación de que se estuviera burlando de mí, como si supiera que yo en realidad no era nadie. Y entonces comprendí que mis máscaras resultaban del todo inútiles ante aquella mujer. Ella era quien realmente llevaba el control de la situación. Y de cualquier modo, yo no iba por ahí.
—Oh, no, doña Isabel. Solo estaba escuchando. Verá, la verdad es que a mí tanto me da trabajar dentro que fuera de la casa, señora. Ahora, y siendo completamente sincero, no acabo de entender demasiado bien por qué quiere trabajar conmigo. No se ofenda, pero todo el mundo sabe que usted podría perfectamente contratar al mismísimo Miguel Ángel si eso fuera lo que quisiese.
—No se preocupe usted ahora por eso, hijo. A mis años, una sabe ya con certeza cuáles son las buenas decisiones, y cuáles no. Y yo estoy plenamente convencida de que usted es la persona más indicada para llevar a cabo este trabajo. Así pues, dígame, ¿contamos con usted, sí o no?
Definitivamente, aquella mujer sabía a la perfección lo que se traía entre manos. Por un momento tuve la sensación de que mi respuesta no iba a ser más que otra pantomima, que la decisión ya estaba tomada, y que no había sido yo, precisamente, quien había puesto la firma grande sobre el documento definitivo. Tuve esa sensación y, así y todo, seguí adelante.
—Por supuesto, doña Isabel. Será un orgullo trabajar para usted.
—¡Fantástico! —exclamó ella con un tono de voz que, a decir verdad, me llamó mucho la atención en ese momento, pues, o mucho me equivocaba, o realmente sí se alegraba por nuestro acuerdo—. No se hable más, entonces. ¿Cuándo puede usted venir por aquí? ¿Le va bien mañana? A las cinco sería perfecto. Así tendremos ocasión de hablar con tranquilidad, y podré explicarle a usted con más detalle el trabajo in situ. ¿Le parece bien?
No fui capaz más que de asentir ante semejante caudal de energía y regocijo por parte de la mujer. Por el calor y la dulzura de su voz no era fácil dilucidar cuantos años tendría exactamente, pero, teniendo en cuenta las historias que corrían por la memoria de la ciudad, supuse que debía de andar entre los setenta y los setenta y cinco. No obstante, era tanta la fuerza que desprendía... Asentí con un simple «ajá», que hoy me parece si cabe todavía más ridículo. Al otro lado de la línea, ella volvió a expresar su satisfacción y se despidió hasta el día siguiente.
—No se hable más, entonces. Hasta mañana, Simón.
Ajá, y ya estaba todo dicho. Pero yo seguía sin acabar de entender nada. Me había pasado el día entero esperando por aquella llamada y, de repente, ya estaba todo dicho. Ajá. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué era yo la persona más «indicada» para ese trabajo? ¿Y qué trabajo era ese, exactamente? Doña Isabel parecía la mujer más afable de mundo, pero esa sensación de candidez poco a poco fue dejando paso a otra bien distinta en mi cabeza. Por lo que se decía por ahí, la familia Dafonte-Llobet no tenía el más limpio de los pasados, precisamente. Y según parecía que contaban ahora los periódicos, tampoco se podía decir que su presente fuese un vergel de honestidad. ¿Qué estaba pasando? Por un momento pensé en la posibilidad de que me fuesen a emplear como cabeza de turco en algún tipo de asunto oscuro. Y, para qué engañarnos, tengo que confesar que incluso sentí algo de miedo. Que me llamen paranoico, pero, a ver, ¿quién iba a echar en falta a un arquitecto mediocre como yo si pasado mañana no volvía a aparecer por el barrio? Vale, sí: me imagino que mis acreedores a primeros de mes, pero yo no me refería a eso. De repente tuve la sensación de estar empezando a encontrarme atrapado en una especie de red de la que no era todavía consciente más que en mi imaginación. No sé qué me excitaba más, realmente: si la certeza de un nuevo trabajo (y esta vez uno de verdad...) o la incertidumbre que rodeaba a todo este asunto.
Para cuando me quise dar cuenta, la noche cerrada ya se había adueñado de todo, y yo sentía que mi cabeza estaba a punto de hacer bum. Decidí que lo mejor era dejarlo y esperar, a ver qué nos deparaba el día siguiente. Al fin y al cabo, no podía ser mucho peor de lo que en realidad mi vida era ya. Me eché en el sofá azul del estudio, con la certeza de que no podría pegar ojo en toda la noche. Cinco minutos más tarde, ya estaba dormido.
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Las señales horarias de las cinco de la tarde comenzaron a sonar en la radio del coche mientras mi viejo Peugeot rodaba ya el tramo final del camino a través del terreno de los Dafonte-Llobet. En pie desde bien temprano, me había pasado toda la mañana y la primera hora de la tarde dándole vueltas a mi discurso ante la señora Llobet. Horas y horas de ensayo que, una vez a las puertas de su casa, solo me sirvieron para dejarme una cosa bien clara: no tenía ni idea de cómo plantarme ante ella. Me sentía tan nervioso como un colegial ante su primera partida de beso-verdad-condición. Antes de bajarme de mi patata con ruedas repasé mi aspecto ante el retrovisor, y tuve la certeza aplastante de que ni siquiera había sido capaz de escoger la corbata más apropiada para la ocasión. Y eso que solo tengo dos... Dejé el coche y fui directo al portón de madera de la casa, abierto de par en par. Al tiempo que yo me iba acercando por fuera, otra silueta se aproximaba desde dentro, según pude intuir a través de los cristales translúcidos con los que se decoraba la puerta interior de la entrada. Alguien venía a recibirme.
—El señor Varela, supongo.
Un hombre bajito, de rostro cordial, me ofrecía su mano desde el otro lado de la puerta.
—Sí, soy yo. Vengo a ver a la señora Llobet, tengo una cita con ella aquí a las cinco.
—Ya lo sé, don Simón. Fue conmigo con quien habló usted ayer. Yo soy Ernest Rovira. Acompáñeme, por favor. —Y de nuevo me dedicó una sonrisa todavía más amplia que la del recibimiento.
Supongo que me di cuenta de que era el señor Robira tan pronto como le escuché pronunciar aquello de don Simón. De cualquier modo, no dejó de llamarme la atención. En mi imaginación yo me había compuesto al tal Rovira como una especie de mezcla entre James Bond y un mayordomo de esos que salen en las películas de ambientación victoriana, un tipo alto, de chaleco a rayas sobre camisa blanca, y no como aquella persona que en realidad era: un hombre de unos sesenta y tantos con aspecto de viejo profesor de matemáticas retirado, amplia calva y gafas metálicas muchos años atrás pasadas de moda. Seguí al secretario a muy buen paso por el pasillo que partía de uno de los laterales del vestíbulo. El señor Rovira lucía una buena tripa, pero aun así se movía con agilidad, se notaba que estaba en forma. O, por lo menos, que yo no lo estaba. Finalizamos nuestra carrera en un pequeño salón con grandes ventanales orientados a la parte posterior de la casa. Ernest me pidió que hiciese el favor de aguardar un momento, que doña Isabel no tardaría en recibirme, y que me pusiese cómodo, que estaba en mi casa. Y con la misma expresión de cordialidad con la que me había recibido, volvió a desaparecer desandando el camino por donde habíamos venido.
Me acerqué a uno de los ventanales, supongo que instintivamente, con el fin de examinar cuánto de los famosos jardines se podía contemplar desde donde me encontraba. Ya antes de detenerme con mi coche delante de la casa había tenido que atravesar un buen trecho de camino de tierra desde la carretera principal, atravesando los muros tras los que se protegían los terrenos de la Casa Grande. Muros viejísimos, muy altos, de más de tres metros, hechos de piedra del país y cemento. Al pasar el portal, dos viejas hojas de forja todavía más altas que los muros, el camino se descubría arropado por un pequeño bosque de abetos, pinos y robles, que escondía en su interior el edificio principal de la Casa Grande. De hecho, el pazo era totalmente invisible desde la carretera de la playa de Canido. Al llegar no había podido ver ningún estanque, así que volví a intentarlo desde mi nueva posición. Idéntica suerte. Desde las ventanas del salón no se divisaba más que un largo prado verde, que corría en pendiente protegido por más árboles a los lados. Al fondo, a unos quinientos metros, los árboles laterales convergían todos en una especie de robledal amplio y tupido, dentro del cual no se podía observar nada más.
—Buenas tardes —saludó a mis espaldas una voz que al momento me resultó familiar—. Me alegro mucho de verte, Simón.
La mujer, a la que al momento identifiqué como doña Isabel, caminaba apoyando la mano izquierda en un bastón con empuñadura de plata, y con la ayuda de Ernest, a quien se agarraba con la mano derecha. Su aspecto era el de una mujer ya muy mayor, y yo no pude evitar acordarme de la Jessica Tandy de Paseando a miss Daisy. Su rostro era un mapa del mundo en arrugas, a juego con la larga cabellera blanca que le corría por las mejillas y que componía un marco perfecto para sus ojos, claros como el agua más limpia, y una sonrisa cariñosa y afable.
—Buenas tardes, señora Llobet. Yo también me alegro de estar por fin aquí.
—Oh, nada de «señoras», hijo, que aquí donde me ves todavía soy muy capaz de sacarte a bailar. Llámame Isabel, que es como me dicen todos mis amigos.
Aquella familiaridad, algo con lo que yo no contaba, hizo que me encontrase rápidamente a gusto.
—Veo que no has tenido dificultades para dar con nuestro «humilde hogar». —La ironía en sus palabras resultaba evidente, pero parecía más cargada de resignación que de burla—. Y a la hora exacta. Me gusta. Creo que la puntualidad, en su ausencia o en su exceso, dice mucho de uno, ¿no te parece?
—Bueno, en realidad debo confesar que yo jugaba con ventaja. A mi abuela le encantaba venir a pasear por la playa de Canido, y mis padres y yo solíamos acompañarla en aquellas excursiones de fin de semana. Pasábamos muy a menudo por delante de su terreno. Así que la verdad es que ya me tenía el camino más que aprendido, doña Isabel.
—Tu abuela, dices. ¿Y cómo se llamaba tu abuela, hijo?
—Elisa.
—Elisa... —repitió—. Pues déjame que te diga que tu abuela tenía muy buen gusto. Para los paseos, quiero decir. Yo también he disfrutado mucho de esas puestas de sol, con la bajamar acariciándome los pies. Hay una luz muy hermosa en estas playas, todo teñido de color naranja...
La mujer quedó en silencio, con la mirada perdida en dios sabe qué recuerdos durante dos o tres largos segundos. Y así permaneció, casi embelesada, hasta que, de pronto, hizo un gesto con la mano, el de quien aparta de delante algo que no es de su agrado, retomando la energía de la que ya había dado muestras por teléfono.
—Bueno, si te he hecho venir hasta aquí no ha sido para hablar de atardeceres. ¿Te parece bien que nos vayamos metiendo en materia, Simón?
—Por supuesto, doña Isabel. ¿De qué se trata la cosa, pues?
—¿Qué te parece si ahora somos nosotros los que damos otro paseo, y te muestro tu futuro lugar de trabajo?
—Nada me gustaría más.
Salimos a los jardines y torcimos por uno de los laterales, por un pequeño sendero en el que yo no me había fijado hasta ese momento. Mientras avanzábamos entre los árboles, doña Isabel, ahora apoyada en mi brazo izquierdo, me fue hablando de tiempos pasados, de días de fiesta y celebraciones en aquellos mismos jardines. Recordaba visitas de amigos, de autoridades, de las celebridades del momento. Mientras lo hacía, Ernest, caminando a dos metros escasos por detrás de nosotros, nos seguía con la mirada perdida en el suelo, como si también él participase en silencio de aquellos mismos recuerdos. Y, sin embargo, en las palabras de doña Isabel no había nada semejante a mi tristeza por una situación —salvando las distancias— semejante. No, ella hablaba como quien describe una película que ya se ha terminado, una historia en la que ella también hubiera tenido un papel protagonista, pero que ya había quedado allá, en el olvido. Por momentos, incluso me pareció reconocer cierto alivio en sus palabras.
—Y bien, aquí estamos.
Al principio pensé que se refería a que hasta ahí había llegado la historia de su vida. Pero enseguida descubrí mi error. Después de haber estado ascendiendo a lo largo de casi todo el trayecto acabábamos de llegar a uno de los extremos del terreno. Estábamos prácticamente encima del mar, que rompía tranquilo allá abajo, a nuestros pies. En este punto, el jardín formaba una especie de mirador sobre la ría cubierto por unos cuantos sauces llorones, con un par de bancos mirando al mar. Y entre ellos, un viejo estanque rectangular con una fuente en su interior. Todo el conjunto estaba construido en granito viejo, la piedra típica del país, pero tan comido por el musgo y los líquenes que casi ni se adivinaba su color gris. Dentro, la poca agua que había, espesa e inmóvil, era de un color verde que no dejaba más que intuir el fondo cenagoso de aquella pequeña piscina. De la fuente que había en su centro, una columna cuadrada que se erigía en medio de aquel lodazal, hecha del mismo material con el que se había elaborado el estanque, ya no manaba agua, y, por todo el óxido que acumulaban en su punto más elevado los cuatro caños de bronce, uno en cada costado, daba la sensación de haber pasado ya mucho tiempo desde que la última gota de agua asomara por aquellas bocas. La construcción en sí formaba un conjunto a caballo entre lo romántico y lo fantasmagórico, viejas piedras muertas devoradas por la vegetación y el tiempo. Y a pesar de todo, aquel lugar conseguía crear un ambiente de cierto aire familiar.
—Esta fuente es el origen de todo, Simón. Mi marido, el señor Eneas Dafonte Maristany, que en paz descanse, ordenó su construcción al comprar la casa. Aunque te pueda sorprender, has de saber que en este momento estamos sobre una mina natural de agua. Aquí abajo había una cueva por la que se accedía al manantial original. De hecho, cuando Eneas compró la casa, el terreno, como imagino que ya sabrás, llevaba más de cien años abandonado, era campo de juegos para los niños del pueblo, y la caverna, uno de los rincones favoritos para sus aventuras. Ellos fueron quienes se la enseñaron por primera vez. Eneas entendía que el agua era el más bello símbolo de la pureza y la riqueza de la tierra, y por eso ordenó levantar aquí esta fuente, para celebrar el presente que la tierra nos ofrece. La verdad es que nosotros nunca fuimos mucho ni de heráldicas ni de estupideces de ese tipo, pero no es menos cierto que Eneas veía en esta fuente un símbolo de sí mismo, de nuestra propia familia. Le encantaba venir hasta el mirador en la última hora de la tarde, y sentarse aquí, en ese banco que tienes a tu lado, a contemplar la puesta del sol acompañado solo por el sonido del agua cayendo en el estanque.
De nuevo interrumpió doña Isabel su relato, otra vez la mirada perdida en el horizonte. Estaba claro que extrañaba a su marido. Siguió hablando, ahora sí, en un tono más próximo a la tristeza.
—La fuente se secó pocos meses antes de que Eneas muriese, y él supo interpretar aquello como una señal. «Todo llega a su fin», decía...
—No se ponga triste ahora, doña Isabel. —Pobre tentativa mía de consuelo.
—No, hijo, no... Y para eso estás tú ahora aquí. Yo sé que mi hora también está cerca.
—Por favor, doña Isabel, no diga eso —interrumpí yo, torpemente convencido de que mi arrogancia era lo que aquella mujer necesitaba escuchar—, que usted todavía es todo energía.
—Vaya, Simón... —mi asalto provocó en ella el esbozo de una nueva sonrisa descreída—, te agradezco el intento, pero yo sé bien de qué estoy hablando. Así que no interrumpas más, y escucha.
De repente me sentí como el niño que, impertinente, acaba de recibir la regañina merecida. Y reaccioné del modo más maduro en mí: tragando saliva y bajando la cabeza.
—Perdón, señora.
Aceptadas mis disculpas, doña Isabel retomó su explicación como si allí nadie hubiese interrumpido a nadie.
—Como te estaba diciendo, Eneas supo interpretar aquella señal, y entendió que así tenía que ser. Y yo no quiero pensar que un hombre tan inteligente como mi marido habría escogido a una estúpida cualquiera por esposa. Yo también sé leer en las líneas de la vida, y hoy entiendo que no me debo marchar en el silencio de esta fuente. Repara estos grifos, Simón, recupera este espacio. Haz que el agua corra, que la piedra hable, que este vuelva a ser un rincón agradable donde los que un día nos amaron puedan venir con el tiempo a recordarnos.
Doña Isabel hablaba con dulzura, pero también con seguridad. De nuevo volví a tener la sensación de que la decisión ya estaba tomada de antemano, y todo lo demás solo eran formalismos. Sabía que ni podía ni quería decir que no.
—¿Y cuándo quiere que empiece, entonces?
Se quedó mirándome, con una sonrisa en el rostro a caballo entre la sorpresa y el desconcierto.
—¿Acaso crees que no lo has hecho ya?
3
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No era nada difícil entenderse con aquella mujer. Como ella misma había dejado bien claro, se trataba de una persona inteligente, de ideas muy lúcidas. Dos minutos hablando con ella eran más que suficientes para darse cuenta de que no solo sabía muy bien lo que quería, sino que además también sabía como transmitirlo. Tan solo un par de horas de charla relajada alrededor de unas tazas de café de nuevo en aquel pequeño salón donde habíamos iniciado nuestra cita, y la idea principal ya estaba más que esbozada. Doña Isabel tan solo quería recuperar aquel espacio, sin mayores pretensiones. Nada de diseños contemporáneos, ni «armonizaciones paisajísticas», ni nada por el estilo. Tan solo recuperar, o, quizá mejor dicho, resucitar aquel rincón del terreno. De hecho, fue ella quien me resumió el encargo de este modo:
—Resucítanos, amigo Simón. Baja hasta los orígenes, y haz que el sonido del agua nos traiga nuevas músicas de vida a esta familia. Quiero pensar que un día, cuando yo no esté, esas mismas aguas sean capaces de limpiar toda la mugre que hoy cubre el fondo del estanque y afea nuestra fuente.
La escuchaba, y pensaba si tan requintada descripción no sería demasiado para un simple proyecto de reforma arquitectónica. Sobre todo teniendo en cuenta que en aquel momento mi trabajo no implicaba, aparentemente, mucho más esfuerzo que remover unas cuantas piedras, algo de fontanería y poco más. La ignorancia es atrevida como ningún héroe, y yo, sentado en la comodidad de aquellos sofás de tan rancio abolengo, estaba convencido de que aquel trabajo iba a ser tan sencillo como bajar al quiosco, comprar el cupón ganador de los ciegos y presentarse en el banco a cobrar los millones. Desde luego, insisto, doña Isabel Llobet era una mujer inteligente y de ideas claras, y si eso era lo que ella quería, yo sería quien se lo trajese en bandeja de plata.
Según todas estas cuestiones habían ido quedando más o menos definidas, la conversación se fue relajando, si cabe todavía más de lo que ya de por sí era, hacia otros temas, y ahora era por mí por quien se interesaba la señora Llobet. Me preguntaba por mi formación. En un principio me llamó la atención el hecho de que ella supiese de mis años en Barcelona antes de que yo se lo hubiese dicho, pero pronto pensé que eso tenía que ser cosa del eficiente señor Rovira, quien, sin duda, se había encargado con anterioridad de informarse sobre todos los arquitectos candidatos a este trabajo. Porque por fuerza yo no podía haber sido el único aspirante. Doña Isabel llevó la conversación hasta el Modernismo.
—Para mí, Simón, y no sé si tú compartirás esta visión, el modernismo catalán, y muy especialmente el trabajo de Antoni Gaudí, es el más hermoso canto al desenfado de las formas, a la naturaleza, al color y a la vida que en todo el siglo XX se hizo en España. Lástima que más gotas de esa alegría no hubiesen llegado hasta nosotros, ¿no te parece?
Y de nuevo no pude más que asentir. No sabría explicar cómo, pero en ese momento tuve la certeza de que doña Isabel Llobet ya sabía más que de sobra que el modernismo catalán, y muy especialmente el trabajo de Antoni Gaudí, habían sido el objeto de mis estudios al final de la carrera, mucho tiempo antes de que la vida me convirtiese en reputado especialista en la reforma de gallineros, chiringuitos de playa y otras chapuzas por el estilo. Y, por un instante, incluso tuve miedo de que aquella mujer fuese capaz de leerme el pensamiento. Mi arrogancia anterior me hacía ahora sentir vergüenza.
—Más que una lástima, doña Isabel. Una verdadera tragedia.
Nos despedimos, no sin antes apalabrar una nueva cita dentro de los próximos tres o cuatro días, ya con los bocetos de la reforma bajo el brazo. Doña Isabel insistió en acompañarme hasta la salida, apoyada en su inseparable Ernest. Al abrir la puerta el secretario, mi flamante patata con ruedas apareció ante nosotros, justo en el mismo sitio en el que yo la había dejado aparcada, y justo con la misma capa de roña encima con la que yo llevaba viajando ya desde ni recordaba cuanto tiempo. La mujer observó el coche con curiosidad, y por un momento me rondó una preocupante asociación de ideas: «ella debe pensar que, si mi coche es esta montaña de basura, mi trabajo debe ser muy semejante...». A veces el subconsciente es a