Título original: Cryptonomicon
Traducción: Pedro Jorge Romero
1.ª edición: mayo, 2015
© 2015 by Neal Stephenson
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B 14381-2015
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-066-6
Diseño de colección: Ignacio Ballesteros
Maquetación ebook: Caurina.com
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Contenido
Portadilla
Créditos
Presentación
Dedicatoria
Agradecimientos
Prólogo
Barrens
Novus Ordo Seclorum
Alga marina
Excursiones
Índigo
Hijos de Onán
Incendio
Peatón
Guadalcanal
Galeón
Pesadilla
Londinium
Corregidor
Metro
Carne
Ciclos
En el aire
Confidencialidad
Ultra
Kinakuta
Mansión Qwghlm
Electrical Till Corporation
Cripta
Lagarto
El castillo
Por qué
Maniobra retrógrada
Huffduff
Páginas
Cubrir
Diligencia
Cabeza de lanza
Morphium
Traje
Cracker
Sultán
El autor
Presentación
Resulta del todo imposible hacer una presentación cabal y completa de Criptonomicón, la novela de Neal Stephenson que se está convirtiendo ya en el nuevo libro de culto de los hackers y cuya primera parte presentamos ahora en España.
Como la anterior novela de Neal Stephenson, La era del diamante: Manual ilustrado para jovencitas (1995, NOVA ciencia ficción, número 101), CRIPTONOMICÓN es un inusual tour de force narrativo, esta vez con su ameno y ágil ir y venir de la Segunda Guerra Mundial a nuestro presente, tomando como hilo conductor un tema que puede parecer tan árido e inhóspito como la matemática y sus aplicaciones criptográficas. Afortunadamente, Stephenson, conocedor como pocos del complejo y rico mundo de los hackers informáticos de hoy, es capaz de transmitirnos la riqueza intelectual del empeño de sus protagonistas sin dificultad alguna y con un abundante lujo de detalles humorísticos en brillantes guiños irónicos al lector.
La trama de esta apasionante novela se centra en tres peripecias humanas claramente interrelacionadas. En 1942, Lawrence Pritchard Waterhouse, un genio matemático y capitán de la Marina estadounidense, colabora con Alan Mathison Turing y los especialistas británicos de Betchely Park en el trabajo de descifrar los códigos de las potencias del eje. Sesenta años más tarde, la empresa de su nieto y también brillante cripto-hacker, Randy Lawrence Waterhouse, proyecta crear un nuevo paraíso de datos y el mayor exponente de la libertad informática: la Cripta. Y, como un complementario lazo de unión entre los dos Waterhouse, CRIPTONOMICÓN se detiene también en la peripecia del eficiente marine Bobby Shaftoe, sorprendido compañero del capitan Lawrence en la Segunda Guerra Mundial y abuelo de una colaboradora de Randy en el presente.
Evidentemente, si la matemática de los primeros criptoanalistas tuvo que someterse a las necesidades de la Segunda Guerra Mundial, el proyecto revolucionario de la Cripta de datos de nuestro presente ha de verse condicionado por las normas y leyes no escritas de las altas finanzas internacionales y por el nuevo juego de poder que permiten las infotecnologías. La aventura, intelectual y humana, está servida.
Resulta imposible resumir las complejas intrigas que llevan al Waterhouse del presente a la caza de un tesoro submarino perdido en el Pacífico al tiempo que, con honestidad de hacker, defiende los intereses de su empresa Epiphyte Corporation. Por su parte, el otro Waterhouse se enfrenta a la complejidad de los códigos de las potencias del eje y, lo más importante, intenta que el enemigo no descubra que han sido descifrados incluso los códigos obtenidos gracias a la ayuda de máquinas como la alemana Enigma.
Con la presencia de una figura histórica como Alan Turing, Stephenson escribe también en CRIPTONOMICÓN la novela de la gran aventura intelectual que supone la creación de la informática europea (máquina universal de Turing, ordenador Colosus, etc.), al tiempo que, en las peripecias de Randy, se nos descubre el mundo de los hackers, sus preocupaciones y, también, los negocios y las complejas relaciones de poder en que llegan a verse envueltos incluso a su pesar.
Hay en CRIPTONOMICÓN un tono que exige la atención del lector inteligente (y no me refiero a la presencia esporádica de algunas fórmulas matemáticas que, según se dice, habrían molestado, y mucho, al editor de Stephen Hawking). Se trata de una complicidad muy especial a la que se presta el personal estilo narrativo de Stephenson, autor dotado de un cuidadoso respeto hacia la capacidad e inteligencia del lector. Me gustaría creer que se trata precisamente de la esencia de la mejor ciencia ficción ya que, aunque NOVA es una colección editorial habitualmente dedicada a la ciencia ficción, no se me oculta que muchos lectores podrían preguntarse qué hay de ciencia ficción en una novela como Criptonomicón.
La mejor respuesta la ofrece el mismo autor. En una entrevista de LOCUS (agosto de 1999) Stephenson decía: «Existe una particular forma de abordar el mundo típica de la ciencia ficción que no tiene nada que ver con el futuro. Ni siquiera ha de estar en el futuro. De niño, yo leía antologías de relatos de ciencia ficción: podían tener diez relatos sobre cohetes espaciales y pistolas de rayos y, después, encontraba algún extraño relato de Robert Bloch que ocurría en alguna ciu-dad durante los años cincuenta, sin elementos de ciencia ni el contenido tradicional de la ciencia ficción pero que, en la mente del lector, era claramente ciencia ficción. Partía de ese enfoque de la ciencia ficción: el convencimiento de que las cosas podrían haber sido diferentes; que éste es uno de los muchos mundos posibles; que, si vienes a este mundo desde otro planeta, éste sería un mundo de ciencia ficción.»
Ésa es la idea. Incluso hoy, la informática y la matemática subyacente son, para muchos, un mundo de ciencia ficción. Un mundo del que tal vez se extraen resultados pero del que no se conocen las reglas ni los funcionamientos internos. El saber popular (sea eso lo que sea) quiere que los matemáticos, al igual que los hackers, sean personas extrañas, preocupadas por temas que al común de los mortales resultan un tanto esotéricos y más bien misteriosos, pese a los resultados tangibles que de ellos se obtienen.
Describirnos ese mundo y su intrínseca humanidad es uno de los mayores logros de Stephenson en una novela de gran amenidad, decididamente larga y repleta de anécdotas que, al mismo tiempo, por la facilidad con que el autor se explica, pueden recordar a algunos ese ingenuo «instruir deleitando» que el doctor Miguel Masriera consideraba casi como definitorio de la ciencia ficción que él elegía para la colección Nebulae, allá por los años cincuenta y sesenta. A través de los ejercicios mentales de Lawrence y Randy, el lector penetra en los arcanos de la criptografía y del comportamiento de los hackers y, ¡milagro!, todo resulta comprensible: cómo cifrar un mensaje, cómo «romper» los códigos enemigos, cómo usar el software moderno y un largo, larguísimo etcétera.
En realidad, por si alguien lo dudaba, además de esa forma «ciencia ficcionística» de abordar el mundo de que habla Stephenson, hay más elementos de ciencia ficción en Criptonomicón: una especie de mundo paralelo en el que se llama «nipones» a los japoneses, en el que existe un curioso sultanato en Kinakuta, en el que un sistema operativo como Linux se llama Finux (recordando tal vez el origen finlandés de su crea-dor), o en el que Gran Bretaña cuenta con una isla llamada Qwghlm, impregnada de curioso tipismo. Y ésos son sólo algunos de los elementos que podrían caracterizar ese «mundo paralelo» que, a fuerza de paralelismos, se confunde fácilmente con el nuestro gracias a que en ambos existieron tanto Turing, como la máquina Enigma, el Colosus o el general MacArthur... Aunque, desgraciadamente, sólo en la novela existen personajes inolvidables como Bobby Shaftoe o ese sorprendente Enoch Root.
Debo comentar brevemente algunos aspectos de nuestra edición. El original estadounidense se publicó en 1999 en un solo volumen, algo que en Europa no parece resultar conveniente cuando se obtienen, tras la traducción, libros de bastante más de mil páginas. El editor francés, por ejemplo, decidió cortar el libro en tres partes (precisamente en las páginas 320 y 620 del original) e inventar títulos parciales: «El código Enigma», «La red Kinakuta» y «Gólgota», que se ofrecieron con varios meses de diferencia al público lector (octubre 2000, abril 2001 y septiembre 2001).
Ante la escasa conveniencia de que nuestra edición se presentara en un único volumen, hemos decidido seguir el ejemplo francés y repetir lo que ya hiciéramos en 1990 con Cyteen de C. J. Cherryh, publicada en tres volúmenes (números 30, 31 y 32 de NOVA). Para «cortar» CRIPTONOMICÓN hemos utilizado el mismo criterio que el editor francés (páginas 320 y 620 de las 918 del original estadounidense), pero hemos elegido otros subtítulos para cada parte. Creo que nuestra manera de etiquetar cada una de las tres partes resultantes refleja mucho más claramente el tema criptográfico que anuncia el mismo original Criptonomicón. Por eso, de acuerdo con el esforzado y brillante traductor, el físico e informático Pedro Jorge Romero, hemos utilizado como subtítulos diversos códigos de los varios que aparecen en la novela. Así, en España, los títulos completos serán: Criptonomicón i: El código enigma (NOVA ciencia ficción, número 148, marzo de 2002), Criptonomicón II: El código Pontifex (NOVA ciencia ficción, número 151, mayo de 2002), Criptonomicón III: El código Aretusa (NOVA ciencia ficción, número 153, julio de 2002).
Finalizaré recordando una vez más que, en los dos años transcurridos desde su aparición en Estados Unidos, CRIPTONOMICÓN parece haberse convertido en un libro de cul-to sobre el mundo hacker. Es algo parecido a lo que, en su campo, le ocurrió a El señor de los anillos de Tolkien. Y la comparación no es inútil ni ociosa: esta vez con una amena prosa cargada del humor más irónico, el CRIPTONOMICÓN de Stephenson resulta ser a la criptografía y a la narrativa ciberpunk lo que El señor de los anillos de Tolkien a la magia y la fantasía.
¿Exageración? Sinceramente, no creo que lo sea. En cualquier caso, son ustedes quienes han de juzgar.
Pasen y vean.
Y disfruten...
Miquel Barceló
Para S. Town Stephenson,
que hacía volar cometas
desde los buques de guerra
Agradecimientos
Bruce Schneir inventó Solitario, me permitió amablemente emplearlo en esta novela y redactó el apéndice. Ian Goldberg escribió la versión en Perl que aparece en el segundo volumen.
Exceptuando la cita ocasional, el resto del libro, para bien o para mal, es obra mía. Pero he contraído deudas con muchas personas. Reconocer las deudas de esta forma puede remontarte con facilidad hasta Adán y Eva, por lo que he ele-gido la Segunda Guerra Mundial como mi fecha tope, y he dividido al personal en tres grupos generacionales.
Primero: las grandes figuras de la titanomaquia de 1937-1945. Casi todas las familias tienen su pequeño panteón de figuras de la guerra, como el caso de mi tío Keith Wells, que sirvió como marine en Florida y las islas de Guadalcanal, y que es posible que fuese el primer marine americano en llegar a una playa, en una operación ofensiva, durante esa guerra. Pero esta novela trata básicamente sobre gente con inclinaciones técnicas a las que se les pidió que hicieran cosas increíblemente extrañas durante los años de la guerra. Entre todos esos grandes hackers de la guerra, un reconocimiento especial debe dirigirse a William Friedman, quien sacrificó su salud para romper el cifrado mecánico japonés llamado Púrpura antes del inicio de la guerra.
Pero he dedicado esta novela a mi abuelo S. Town Stephenson. Al hacerlo, corro el riesgo de que la gente realice todo tipo de suposiciones infundadas sobre las similitudes entre su familia —o lo que es lo mismo, la mía— y los personajes de este libro. Por tanto, para que quede claro, garantizo que me lo he inventado todo —¡en serio!— y que no es un roman à clef; este libro no es más que una novela, y no una forma solapada de apabullar al lector con oscuros y profundos secretos familiares sin aviso previo.
Segundo: conocidos míos que (en su mayor parte sin saberlo) ejercieron una gran influencia en la dirección de este proyecto. Esos amigos incluyen, en orden alfabético, a Douglas Barnes, Geoff Bishop, George Dyson, Marc y Krist Geriene de Nova Marine Exploration, Jim Gibbons, Bob Grant, David Handley, Kevin Kelly, Bruce Sterling y Walter Wriston, que anduvo con una máquina criptográfica por Filipinas durante la guerra, y que sobrevivió para contarme, cincuenta años después, historias sobre el sistema bancario prebélico de Shanghai.
Tercero: personas cuyos esfuerzos hicieron posible, o al menos mucho más fácil, que escribiese este libro. En ocasiones su contribución fue enormes cantidades de amor y apoyo, como en el caso de mi esposa, mis hijos y los abuelos de mis hijos. Otros me apoyaron con el procedimiento engañosamente simple de realizar sus trabajos respectivos con tenacidad y rigor: mi editora, Jennifer Hershey, y mis agentes, Liz Darhansoff y Tal Gregory. Y muchas personas realizaron contribuciones inconscientes a este libro simplemente manteniendo conversaciones interesantes conmigo que probablemente ya hace mucho que han olvidado: Wayne Barker, Christian Borgs, Jeremy Bornstein, Al Butler, Jennifer Chayes, Evelyn Corbett, Hugh Davis, Dune, John Gilmore, Ben y Zenaida Gonda, Mike Hawley, Eric Hughes, Cooper Moo, Dan Simon y Linda Stone.
Neal Town Stephenson
Hay un paralelismo asombroso entre los problemas de un físico y los de un criptógrafo. El sistema con el que se cifra un mensaje se corresponde con las leyes del universo, el mensaje interceptado con los datos disponibles, las claves para un día o un mensaje con las constantes importantes a determinar. La correspondencia es muy estrecha, pero es muy fácil tratar con el material criptográfico por medio de máquinas discretas. No es tan sencillo en el caso de la física.
Alan Turing
Esta mañana [Imelda Marcos] ofreció la última de una serie de explicaciones para los miles de millones de dólares que se cree que ella y su marido, que falleció en 1989, robaron durante su presidencia.
«Fue una coincidencia asombrosa que Marcos tuviese dinero —declaró—. Después de la conferencia de Bretton Woods, comenzó a comprar oro de Fort Knox. Tres mil toneladas, luego cuatro mil toneladas. Tengo documentos: siete mil toneladas. Marcos era muy inteligente. Lo tenía todo. Es curioso; América no le comprendía.»
The New York Times, lunes, 4 de marzo, 1996
Prólogo
Dos ruedas vuelan
Boscaje de bambú
Cantos de guerra
... Es lo mejor que se le ocurre al cabo Bobby Shaftoe dadas las circunstancias... está de pie sobre el estribo del camión, agarrando su Springfield con una mano y el espejo retrovisor con la otra, así que no tiene sentido plantearse contar las sílabas con los dedos. ¿«rueda» tiene dos sílabas o tres? ¿Qué hay de «vuelan»? El camión finalmente decide no volcar y vuelve a apoyarse sobre las cuatro ruedas. El chirrido y la inspiración desaparecen. Bobby todavía puede oír como cantan los coolies, a lo que ahora hay que añadir el tijeretazo de la transmisión del camión cuando el soldado Wiley reduce la marcha. ¿Podría ser que Wiley estuviese perdiendo los nervios? Y, en la parte de atrás, bajo las lonas, tonelada y media de archivadores que chocan entre sí, libros de códigos que saltan al suelo, el combustible agitándose en los tanques de los generadores eléctricos de la Estación Alfa. El mundo moderno es un infierno para el autor de haikus: «Generadores eléctricos» tiene, ¿cuántas?, ¿nueve sílabas? ¡Ni siquiera podría encajarlo en la segunda línea!
—¿Nos está permitido atropellar a la gente? —pregunta el soldado raso Wiley, y machaca el botón de la bocina antes de que Bobby Shaftoe pueda responder. Un policía sij les cierra el paso con una carretilla de fertilizante compuesto de excrementos humanos. La reacción instintiva de Shaftoe es decir: «Claro, ¿qué iban a hacer, declararnos la guerra?», pero como hombre de mayor graduación del camión probablemente se supone que debe usar la cabeza o similar, así que no contesta inmediatamente. Examina la situación:
Shanghai, 16.45 horas, viernes, 28 de noviembre de 1941. Bobby Shaftoe, y la otra media docena de marines del camión, miran a todo lo largo de Kiukiang Road, a la que acaban de acceder doblando una esquina a gran velocidad. La catedral está a la derecha, lo que significa que está a, ¿cuánto?, dos calles del Bund. Allí aguarda amarrada una cañonera de la Patrulla Fluvial del Yangtzé, esperando el material que llevan en el camión. El único problema serio es que esas dos calles en particular están habitadas como por cinco millones de chinos.
Y bien, esos chinos son sofisticados urbanitas, no rústicos quemados por el sol que no han visto nunca un coche... se apartan si vas lo suficientemente deprisa y le das a la bocina. Y de hecho, muchos de ellos huyen hacia uno u otro lado de la calle, creando la ilusión de que el camión se mueve más rápido que las cuarenta y tres millas que marca el velocímetro.
Pero el bosquecillo de bambú del haiku de Bobby Shaftoe no ha sido incluido simplemente para añadir un poco de sabor oriental al poema y entusiasmar a los parientes allá en Oconomowoc. Hay «mucho» bambú frente al camión, docenas de autopistas improvisadas que bloquean el camino hasta el río, porque los oficiales de la Flota Asiática de la Marina de Estados Unidos, y el Cuarto de Marines, que concibieron esta pequeña operación olvidaron tener en cuenta el factor Tarde del Viernes en sus cálculos. Como Bobby Shaftoe podría haberles explicado, si se hubiesen molestado en preguntarle a un pobre tonto como él, la ruta asignada les llevaba justo por el corazón del distrito bancario. Ahí tienes, claro está, el Banco de Hong Kong y Shanghai, el City Bank, el Chase Manhattan, el Banco de América, el BBME y el Banco Agrícola de China y un montón de pequeños bancos provinciales de mierda, y muchos de esos bancos tienen contratos con lo que queda del gobierno chino para imprimir moneda. Debe ser un negocio muy competitivo porque reducen costes imprimiéndola sobre viejos periódicos, y si sabes chino puedes leer las últimas noticias del año pasado y los resultados de polo por entre los números y las imágenes de colores que transforman esos trozos de papel en moneda de curso legal.
Como sabe todo vendedor de pollos y operador de rickshaw en Shanghai, el contrato de impresión de dinero estipula que todos los billetes que esos bancos imprimen deben estar respaldados por cierta cantidad de plata; por ejemplo: cualquiera debería poder entrar en uno de los bancos situados al final de Kiukiang Road, soltar un fajo de billetes y (si están impresos por ese mismo banco) recibir a cambio plata de verdad.
Si China no estuviese siendo sistemáticamente destrozada por el imperio de Nipón, probablemente enviaría contables oficiales para controlar la cantidad de plata presente en las cámaras acorazadas de los bancos, y todo se realizaría con tranquilidad y de forma ordenada. Pero tal y como están las cosas, lo único que mantiene la honradez de un banco son los otros bancos.
Así es como lo hacen: durante el curso normal de su actividad, mucho papel moneda pasará por las ventanillas de (digamos) el banco Chase Manhattan. Lo llevarán a una habitación trasera y lo ordenarán, arrojando en grandes cajas de dinero (de como medio metro de área y un metro de profundidad, con cuerdas en las cuatro esquinas) todos los billetes impresos por (digamos) el Banco de América, en una de ellas, todos los de City Bank, en otra. Después, el viernes por la tarde, aparecerán los coolies. Cada coolie, o pareja de coolies, tendrá su gigantescamente larga caña de bambú —un coolie sin su bambú sería como un marine chino sin su bayoneta brillante— e introducirán sus cañas entre las cuerdas de las esquinas de las cajas. Luego un coolie se colocará bajo cada uno de los extremos de la caña, elevando la caja en el aire. Tienen que moverse al unísono, porque si no la caja empezaría a agitarse y las cosas se irían al carajo. Así que mientras se dirigen a su destino —el banco cuyo nombre esté impreso en los billetes de la caja— cantan y plantan los pies en el suelo siguiendo la música. La caña es muy larga, así que están muy separados, y tienen que cantar muy alto para oírse, y por supuesto, cada par de coolies en la calle está cantando su canción particular, intentado ahogar a todos los demás para no perder el paso.
Por tanto, diez minutos antes de la hora del cierre el viernes por la tarde, las puertas de muchos bancos se abren de par en par y varias parejas de coolies entran desfilando y cantando, como si fuesen los teloneros de un jodido musical de Broadway, dejan caer sus enormes cajas de gastado papel moneda y exigen plata a cambio. Todos los bancos se lo hacen los unos a los otros. En ocasiones, todos lo hacen el mismo viernes, especialmente en un momento como el 28 de noviembre de 1941, cuando incluso un soldado común como Bobby puede entender que es mejor tener plata que un montón de recortes de periódico. Y es por eso que, una vez que los peatones normales, los carritos de comida y los furiosos policías sij se han apartado y pegado a los clubes, tiendas y burdeles de Kiukiang Road, Bobby Shaftoe y los otros marines del camión no pueden ver todavía la cañonera que es su destino, debido al bosque horizontal de poderosos bastones de bambú. Ni siquiera pueden oír la bocina de su propio camión debido a la salvaje y vibrante cacofonía pentatónica de los coolies cantando. No es la típica carrera monetaria del distrito bancario de Shanghai un viernes después del mediodía. Es el ajuste de cuentas definitivo antes de que todo el hemisferio oriental arda en llamas. Todos los millones de promesas impresas en esos trozos de papel higiénico se mantendrán o romperán en los próximos diez minutos; se moverá plata u oro de verdad, o no se hará. Era una especie de Día del Juicio fiduciario.
—Dios mío, no puedo... —ruge el soldado Wiley.
—El capitán dijo que no debíamos detenernos por ninguna puñetera razón —le recuerda Shaftoe. No le ha dicho a Wiley que atropelle a los coolies, simplemente le ha recordado que si no los atropella tendrá que explicar muchas cosas... asunto que se complica por el hecho de que el capitán está justo detrás de ellos en un coche abarrotado de marines chinos cargados de subfusiles. Y juzgando por la forma de comportarse del capitán con respecto al asunto de la Estación Alfa, está claro que ya ha recibido algunos azotes en el culo por adelantado, cortesía de algún almirante en Pearl Harbor o incluso (redoble de tambores) Marine Barracks, Eight and Eye Streets Southeast, Washington, D.C.
Shaftoe y los otros marines siempre habían visto Estación Alfa como un misterioso conciliábulo de escobillones de cuellos delgados como lápices que trabajaban sobre el tejado de un edificio en el Asentamiento Internacional en un barracón construido con tablones de paletas de carga llenos de nudos, con antenas sobresaliendo en todas direcciones. Si lo mirabas durante el tiempo suficiente, podías ver cómo las antenas se movían, apuntando hacia algo en el mar. Shaftoe incluso le escribió un haiku:
Antenas buscan
Perros olfateando
Secretos de éter
Aquél había sido el segundo haiku de su vida —claramente muy por debajo de los niveles de noviembre 1941— y le duele recordarlo.
Pero hasta el día de hoy los marines no habían comprendido la importancia de la Estación Alfa. Su trabajo había consistido en envolver en lona una tonelada de equipo y varias toneladas de papel y sacarlo todo por las puertas. Luego habían pasado el jueves desmontando el barracón, haciendo una hoguera con él y quemando ciertos libros y papeles.
—Eiiih —gruñe el soldado Wiley.
Pocos coolies se han apartado, o incluso les han visto. Pero entonces se produce una extraordinaria explosión desde el río, como el sonido de una caña de bambú de un kilómetro de ancho que Dios rompiese sobre su rodilla. Medio segundo después ya no hay coolies en las calles... sólo quedan las cajas, con solitarias cañas de bambú colgando de ellas, golpeando el suelo como carllones. En el aire se alza un champiñón de humo gris desde la cañonera. Wiley cambia de marcha y pisa el acelerador. Shaftoe se aprieta contra la puerta del camión y baja la cabeza, con la esperanza de que el viejo casco de la Gran Guerra sirva para algo. Las cajas de dinero se rompen y explotan cuando el camión les pasa por encima. Shaftoe mira con ojos entrecerrados a través de la ventisca de billetes y ve gigantescas cañas de bambú elevándose y girando en el aire hacia la costa.
Hojas de Shanghai
Contra el cielo acerado
Llegó el invierno
Barrens
Dejando de lado el asunto de la existencia de Dios para un futuro volumen, nos limitaremos a estipular que de «alguna» forma los organismos autorreplicadores aparecieron en este planeta e inmediatamente intentaron eliminarse los unos a los otros, ya fuese ocupando todo el espacio disponible con copias aproximadas de ellos mismos o por medios más directos que no precisan mayores explicaciones. La mayoría falló, y su legado genético desapareció para siempre del universo, pero algunos encontraron la forma de sobrevivir y propagarse. Después de unos tres mil millones de años de una fuga estrafalaria y a menudo tediosa de carnalidad y carnicería, nació Godfrey Waterhouse IV, en Murdo, Dakota del Sur, hijo de Blanche, esposa de un predicador congregacionalista llamado Bunyan Waterhouse. Como cualquier otra criatura sobre la faz de la Tierra, Godfrey era, por derecho de nacimiento, un magnífico cabrón, aunque en el sentido técnico y restringido de que podía remontar su ascendencia a través de una larga línea de magníficos cabrones ligeramente menos evolucionados hasta el primer artefacto autorreplicador... el cual, dado el número y variedad de sus descendientes, podría justificadamente describirse como el mayor de los magníficos cabrones de todos los tiempos. Todos y todo lo que no fuese un magnífico cabrón estaba muerto.
En lo que se refería a máquinas de matar aterradoramente letales y programadas meméticamente, los Waterhouse eran de las más agradables que podrías llegar a encontrarte. En la tradición de su homónimo (el escritor puritano John Bunyan, que se pasó casi toda la vida en la cárcel o evitándola), el reverendo Waterhouse no predicaba durante demasiado tiempo en ningún sitio concreto. La iglesia lo trasladaba de una pequeña ciudad a otra de las dos Dakotas cada uno o dos años. Es posible que para Godfrey aquel estilo de vida fuese algo más que alienante porque, en algún momento de sus estudios en el Colegio Universitario Congregacionalista de Fargo, abandonó el rebaño y, para eterna agonía de sus padres, se dedicó a actividades mundanas y acabó, de algún mo-do, obteniendo un doctorado en clásicas en una pequeña universidad privada de Ohio. Al ser los académicos no menos nómadas que los predicadores, aceptó trabajar allí donde encontró trabajo. Se convirtió en profesor de griego y latín en el Colegio Universitario Cristiano de Bolger (322 estudiantes) en West Point, Virginia, donde se unían los ríos Mattaponi y Pamunkey para formar el estuario del James, y donde los repelentes vapores de la gran industria papelera impregnaban cada cajón, cada armario, incluso las páginas interiores de los libros. La joven prometida de Godfrey, de soltera Alice Pritchard, quien había crecido siguiendo a su propio padre predicador itinerante por entre las inmensidades del este de Montana —donde el aire olía a nieve y salvia—, vomitó durante tres meses. Seis meses más tarde dio a luz a Lawrence Pritchard Waterhouse.
El niño mantenía una peculiar relación con los sonidos. Cuando pasaba un camión de bomberos, el aullido de la sirena o el sonido de la campana no le producían ningún problema. Pero si un avispón entraba en la casa y volaba cerca del techo ejecutando una curva de Lissajous, zumbando de forma casi inaudible, lloraba de dolor por el ruido. Y si veía u olía algo que le asustaba, se tapaba las orejas con las manos.
Un sonido que no le molestaba en absoluto era el del órgano de la capilla del Colegio Universitario Cristiano de Bolger. La capilla en sí no era nada del otro mundo, pero el órgano había sido donado por la familia de la fábrica de papel y hubiese sido más que suficiente para una iglesia cuatro veces mayor. Era un adecuado complemento para el organista, un profesor de matemáticas de instituto ya retirado que creía que ciertos rasgos de la divinidad (la violencia y el capricho en el Antiguo Testamento, la majestad y el triunfo en el Nuevo) podían ser transmitidos directamente a las almas de los pecadores sentados en los bancos por medio de una especie de impregnación sónica frontal. Que corriese el riesgo de hacer estallar las vidrieras no tenía la menor importancia porque no gustaban a nadie y las emisiones de la fábrica de papel corroían el plomo. Pero después de que una viejecita, la última de muchas, recorriese a trompicones el pasillo, tambaleándose por el zumbido en los oídos, y se quejase de muy malos modos al sacerdote sobre la música excesivamente «dramática», se sustituyó al organista.
Sin embargo, siguió dando clases de ese instrumento. A los estudiantes no se les permitía tocar el órgano a menos que tocasen bien el piano, y cuando se lo explicaron a Lawrence Pritchard Waterhouse, aprendió por su cuenta, en tres semanas, a tocar una fuga de Bach, y se apuntó a las lecciones de órgano. Como en aquel momento sólo tenía cinco años, no podía alcanzar simultáneamente los controles manuales y los pedales, y tenía que tocar de pie... o más bien, paseándose de pedal en pedal.
Cuando Lawrence tenía doce años, el órgano se estropeó. La familia de la industria papelera no había dejado fondos para su reparación, así que el profesor de matemáticas se decidió a probar suerte él mismo. Sufría de mala salud y necesitaba un ayudante ágil: Lawrence, quien le ayudó a abrir la cubierta del artefacto. Por primera vez en todos aquellos años, el muchacho contempló lo que sucedía cuando pulsaba aquellas teclas.
Para cada registro —cada timbre, o tipo de sonido, que el órgano podía producir (por ejemplo, flauta dulce, trompeta, piccolo)— había una fila separada de tubos, dispuestos en línea de mayor a menor. Los tubos largos producían notas bajas, y los cortos altas. La parte superior de los tubos describía una gráfica: no se trataba de una línea recta sino de una curva que tendía a subir. El profesor de matemáticas y organista se sentó con algunos tubos sueltos, un lápiz y papel, y ayudó a Lawrence a deducir el motivo. Una vez que Lawrence lo comprendió, fue como si el profesor de matemáticas hubiese tocado de pronto las partes buenas de la Fantasía y fuga en sol menor de Bach en un órgano del tamaño de la galaxia espiral de Andrómeda; aquella parte en la que el Tío Johann disecciona la arquitectura del universo en un inflexible acorde descendente y siempre cambiante, como si hundiese el pie en capas cada vez más profundas de tierra hasta dar con la capa rocosa. En particular, los pasos finales en la explicación del organista fueron como si un halcón descendiese atravesando capa tras capa de fingimientos e ilusiones, pasos apasionantes, repugnantes o desconcertantes, dependiendo de tu carácter. Los cielos se habían abierto de golpe. Lawrence entrevió coros angelicales ordenándose en una infinitud geométrica.
Los tubos surgían en formaciones paralelas de una amplia caja plana de aire comprimido. Todos los tubos para una nota en particular —pero pertenecientes a juegos diferentes— se alineaban juntos sobre un eje. Todos los tubos de un juego —pero afinados a distintos timbres— se alineaban sobre el otro eje perpendicular. Por tanto, en la caja de aire plana había un mecanismo que llevaba aire al tubo correcto en el momento correcto. Cuando se pulsaba una tecla o pedal, todos los tubos capaces de hacer sonar la nota correspondiente hablaban, siempre que los registros estuviesen retirados.
Mecánicamente, se resolvía de una forma perfectamente clara, simple y lógica. Lawrence había supuesto que la máquina debía ser al menos tan complicada como la fuga más compleja que pudiese tocarse. Pero había descubierto que una máquina de diseño simple podía producir resultados de infinita complejidad.
Los registros rara vez se usaban solos. Solían estar situados unos encima de otros, formando combinaciones diseñadas para aprovechar los armónicos disponibles (¡otro delicioso detalle matemático!). Algunas combinaciones específicas se empleaban una y otra vez. Muchas flautas dulces, de longitudes variables, para el ofertorio, por ejemplo. El órgano incluía un ingenioso dispositivo llamado ajuste que permitía al organista seleccionar una combinación concreta de registros —registros que él había escogido previamente— de forma instantánea. Se limitaba a apretar un botón y varios registros saltaban de la consola, movidos por la presión neumática y, en un instante, el órgano se transformaba en un instrumento diferente con timbres completamente nuevos.
El verano siguiente Lawrence y Alice, su madre, fueron colonizados por un primo lejano, un virus que era un mag-nífico cabrón. Lawrence escapó de él con una casi imperceptible tendencia a arrastrar uno de los pies. Alice acabó en un pulmón de acero. Más tarde, incapaz de toser bien, pilló la neumonía y murió.
Godfrey, el padre de Lawrence, confesó con total sinceridad que no estaba capacitado para soportar el peso que había caído sobre sus hombros. Dimitió de su puesto en la pequeña universidad de Virginia y se trasladó, junto a su hijo, a una casita en Moorhead, Minnesota, justo al lado del hogar de Bunyan y Blanche. Más tarde consiguió trabajo de profesor en una escuela cercana.
En ese punto, todos los adultos responsables de la vida de Lawrence parecieron llegar al acuerdo tácito de que la mejor forma de educarle —y ciertamente, la más fácil— era dejarle en paz. En los raros momentos en que Lawrence solicitaba la intervención de un adulto en su vida era normalmente para plantear una pregunta que nadie podía responder. Al cumplir los dieciséis años, sin haber encontrado en el sistema educativo local nada que pudiese plantearle un desafío, Lawrence Pritchard Waterhouse fue a la universidad. Se matriculó en la Escuela Universitaria Estatal de Iowa, que entre otras cosas era la sede de un Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva Naval en el que fue alistado a la fuerza.
El CEORN de la Escuela Universitaria Estatal de Iowa tenía una banda, a la que le encantó descubrir que a Lawrence le interesaba la música. Como era extremadamente difícil entrenarse sobre la cubierta de un acorazado mientras se tocaba el órgano, le entregaron un xilófono y un par de pequeñas baquetas.
Cuando no marchaba de un lado a otro sobre la llanura del río Skunk emitiendo sonoros tintineos, Lawrence estudiaba ingeniería mecánica. Acabó teniendo malas notas en esa especialidad porque había conocido a un profesor búlgaro llamado John Vincent Atanasoff y a su estudiante graduado, Clifford Berry, que construían una máquina destinada a automatizar la resolución de algunas ecuaciones diferenciales extremadamente tediosas.
El problema principal de Lawrence era su vagancia. Había llegado a la conclusión de que todo era más simple si, como en el caso de la visión de rayos X de Superman, se limitaba a mirar más allá de las distracciones cosméticas y apreciaba el esqueleto matemático subyacente. Una vez que habías conseguido descubrir la matemática de una situación, ya lo sabías todo y la podías manejar para alegría de tu corazón simplemente con un lápiz y una servilleta. Había visto la matemática en la curva de barras plateadas del xilófono, en el arco catenario de un puente y en el tambor lleno de condensadores de la máquina computadora de Atanasoff y Berry.
Es más, darle al xilófono, construir el puente o intentar descubrir por qué la máquina computadora no funciona no le resultaban tareas interesantes.
Por tanto, recibió malas notas. Pero de vez en cuando, realizaba una proeza en la pizarra que dejaba a los profesores con las rodillas temblando y al resto de los estudiantes asombrados y hostiles. Pronto fue de dominio público.
Simultáneamente, su abuela Blanche hacía uso de sus amplias conexiones en el Congreso para beneficio de Lawrence, sin que éste lo supiese. Sus esfuerzos acabaron en triunfo cuando a Lawrence se le concedió un beca desconocida, dotada por un heredero del manipulado de avena en St. Paul, que tenía como propósito enviar a un congregacionalista del medio oeste a una de las ocho universidades privadas de mayor prestigio de Nueva Inglaterra, la Ivy League, durante un año, lo que (evidentemente) se consideraba tiempo suficiente para elevar el CI esos pocos puntos totalmente imprescindibles pero no tanto como para corromperle. Así fue como Lawrence acabó en Princeton.
Princeton era una institución augusta y asistir a ella un gran honor, pero nadie le había mencionado ninguna de esas dos características a Lawrence, quien no tenía forma de saberlo. Eso tuvo sus buenas y sus malas consecuencias. Aceptó la beca con una falta de gratitud que enfureció al magnate de la avena. Por otra parte, se ajustó a Princeton con toda facilidad porque «no era más que otro lugar». Le recordaba los aspectos más bonitos de Virginia, y la ciudad tenía algunos espléndidos órganos, aunque no se sentía demasiado contento con los deberes sobre problemas del cálculo y diseño de puentes y recorte de ruedas dentadas. Como siempre, en su mayoría se reducían a matemáticas, que podía tratar con facilidad. Pero de vez en cuando se veía en un callejón sin salida, lo que le llevaba a Fine Hall: el cuartel general del Departamento de Matemáticas.
Había un colorido grupo de personajes vagando por Fine Hall, muchos de ellos con acento británico o europeo. Hablando administrativamente, muchos de esos personajes no pertenecían ni de lejos al Departamento de Matemáticas sino a algo llamado IEA, que significaba Instituto de Estudios Avanzados de una u otra cosa. Pero todos se encontraban en el mismo edificio y todos sabían bastante de matemáticas, así que para Lawrence no existía la distinción.
Muchos de aquellos tipos fingían timidez cuando Lawren-ce les pedía consejo, pero otros estaban más que dispuestos a ayudarle. Por ejemplo: había descubierto un método para resolver un difícil problema sobre la forma de las ruedas dentadas que, tal y como lo resolvían habitualmente los ingenieros, hubiese exigido una serie de aproximaciones razonables pero estéticamente desagradables. La solución de Lawrence ofrecía resultados exactos. La única pega se encontraba en que un quintillón de operadores con reglas de cálculo precisarían de un quintillón de años para encontrar dicha solución. Lawrence trabajaba en una aproximación completamente diferente que, si daba frutos, reduciría esas cifras a un trillón y un trillón, respectivamente. Por desgracia, Lawrence fue incapaz de interesar a nadie de Fine Hall en algo tan prosaico como las ruedas dentadas, hasta forjar una súbita amistad con un británico lleno de energía, cuyo nombre olvidó con rapidez, pero que recientemente se había dedicado mucho a la fabricación literal de engranajes. Ese tipo intentaba construir, de entre todas las cosas de este mundo, una máquina calculadora mecánica... para ser exactos, una máquina para calcular ciertos valores de la Función Zeta de Riemann

donde s es un número complejo.
Lawrence no encontró esa función zeta ni más ni menos interesante que cualquier otro problema matemático hasta que su nuevo amigo le aseguró que era terriblemente importante, y que algunos de los mejores matemáticos del mundo la habían estado atacando durante décadas. Los dos acabaron despiertos hasta las tres de la mañana enfrascados en el problema de engranajes de Lawrence. Lawrence presentó con orgullo sus resultados al profesor de ingeniería, quien los rechazó con desprecio argumentado cuestiones de índole práctica, y le puso una mala nota para compensar el trabajo que se había tomado.
Al final Lawrence recordó, después de varios contactos más, que el nombre de ese británico amistoso era Al nosequé. Como Al era un ciclista apasionado, él y Al dieron bastantes paseos en bicicleta por la campiña del Estado Jardín. Mientras pedaleaban por New Jersey hablaban de matemáticas, y especialmente de máquinas destinadas a eliminar los aspectos aburridos de las matemáticas.
Pero Al llevaba pensando en esas cosas mucho más tiempo que Lawrence, y había llegado a la conclusión de que las máquinas calculadoras eran mucho más que dispositivos para ahorrarse trabajo. Había estado trabajando en un tipo radicalmente diferente de mecanismo computacional que resolvería cualquier problema aritmético siempre que supieses como expresarlo. Desde un punto de vista puramente lógico ya había descubierto todo lo que era posible saber sobre esa (todavía hipotética) máquina, aunque aún le falta construir una. Lawrence comprendió que construir máquinas se consideraba poco digno en Cambridge (es decir, Inglaterra, donde ese Al tenía su base) o, ya puestos, en Fine Hall. Al estaba encantado de haber encontrado, en Lawrence, a alguien que no compartía ese punto de vista.
Con delicadeza, Al le preguntó un día si no le importaría demasiado llamarle por su nombre completo y correcto, que era Alan, y no Al. Lawrence pidió disculpas y dijo que intentaría recordarlo con todas sus fuerzas.
Un día, un par de semanas después, mientras estaban sentados junto a un riachuelo en los bosques del Delaware Water Gap, Alan le hizo a Lawrence una especie de propuesta descabellada que implicaba a los penes. La situación requirió gran cantidad de explicaciones metódicas, que Alan ofreció sonrojándose y tartamudeando. Fue siempre extremadamente correcto, y en varias ocasiones dejó bien claro que era enormemente consciente de que no todo el mundo estaba interesado en ese tipo de cosas.
Lawrence decidió que muy probablemente él era una de esas personas.
Alan pareció sentirse enormemente impresionado porque Lawrence se hubiese detenido siquiera a considerarlo y se disculpó por haber sacado el tema. Volvieron directamente a una discusión sobre máquinas calculadoras, y su amistad siguió sin variación. Pero en su siguiente paseo en bicicleta —una acampada nocturna en los Pine Barrens— se les unió otro tipo, un alemán llamado Rudy von algo.
Alan y Rudy parecían muy íntimos, o al menos parecían tener una relación con más niveles que la de Alan y Lawrence. Éste llegó a la conclusión de que la idea de los penes de Alan había encontrado al fin un receptor.
Lawrence lo pensó un poco. Desde un punto de vista evolutivo, ¿cuál era el sentido de que hubiese gente sin inclinación hacia la reproducción? Debía haber alguna buena razón, y muy sutil.
Lo único que se le ocurría era que en ese momento eran los grupos de personas —sociedades— en lugar de las criaturas individuales los que intentaban reproducirse más que los demás y/o matar a los otros, y que, en una sociedad, había espacio de sobra para alguien que no tuviese hijos siempre que realizase una labor útil.
En todo caso, Alan, Rudy y Lawrence pedalearon hacia el sur en busca de los Pine Barrens. Después de un rato, las poblaciones se fueron espaciando mucho, y las granjas de caballos dieron paso a una espesura baja de árboles débiles y puntiagudos, que parecían extenderse hasta la mismísima Florida, bloqueando la vista, pero no el viento de cara.
—Me pregunto dónde estarán los Pine Barrens —dijo Lawrence un par de veces. Incluso se detuvo en una gasolinera para hacer esa misma pregunta. Sus acompañantes empezaron a burlarse de él.
—¿Dónde esstán loss Pine Barrenss? —preguntó Rudy, mirando burlonamente a su alrededor.
—Deberías buscar algo con aspecto árido y numerosos pinos —comentó Alan.
No había más tráfico, por lo que se habían extendido sobre la carretera para pedalear con libertad, con Alan situado en medio.
—Un bossque, imaginado por Kafka —murmuró Rudy.
Para entonces, Lawrence ya había deducido que se encontraban, efectivamente, en los Pine Barrens. Pero no sabía quién era Kafka.
—¿Un matemático? —fue su suposición.
—Essa idea da verdadero miedo —dijo Rudy.
—Es un escritor —dijo Alan—. Lawrence, no te ofendas por lo que voy a preguntarte, pero: ¿reconoces los nombres de otras personas? Me refiero a gente aparte de la familia y amigos cercanos.
Lawrence debió adoptar una expresión de asombro.
—Estoy intentando descubrir si todo sale de aquí —dijo Alan mientras alargaba la mano para golpear con los nudillos la cabeza de Lawrence— o en ocasiones tomas ideas de otros seres humanos.
—Cuando era un niño, vi ángeles en una iglesia de Virginia —dijo Lawrence—, pero creo que estaban en el interior de mi cabeza.
—Muy bien —dijo Alan.
Pero, más tarde, Alan lo intentó de nuevo. Habían llegado hasta la torre de vigilancia contra incendios y había sido una tremenda decepción: únicamente una escalera alienada que no llevaba a ninguna parte, y una pequeña explanada debajo que brillaba cubierta de fragmentos de botellas de bebidas alcohólicas. Montaron la tienda a un lado de un estanque que resultó estar lleno de algas de color óxido y que se pega-ban al vello del cuerpo. No había nada más que hacer salvo beber Schnapps y hablar de matemáticas.
Alan dijo:
—Mira, es así: Bertrand Russell y otro tipo llamado Whi-tehead escribieron Principia Mathematica...
—Ahora sé que te burlas de mí —dijo Waterhouse—. Incluso yo sé que sir Isaac Newton escribió ese libro.
—Newton escribió un libro «diferente», también llamado Principia Mathematica, que realmente no es sobre matemática, sino sobre lo que «hoy» llamaríamos física.
—Entonces, ¿por qué lo tituló Principia Mathematica?
—Porque en la época de Newton la distinción entre física y matemática no era extremadamente clara...
—O quisá inclusso hoy en día —dijo Rudy.
—... lo que está directamente relacionado con lo que iba a decir —siguió Alan—. Hablo del P.M. de Russell, en el que él y Whitehead empezaron absolutamente de la nada, y quiero decir desde la nada, y la edificaron, toda la matemática, a partir de un número reducido de primeros principios. Y si te lo estoy contando, Lawrence, es porque... ¡Lawrence! ¡Presta atención!
—¿Hmm?
—Rudy, coge ese palo, sí, ése, y vigila atentamente a Law-rence, y cuando ponga esa mirada perdida, ¡dale un golpe!
—No esstamoss en un colegio ingléss, no podemoss haser essass cossass.
—Estoy prestando atención —dijo Lawrence.
—Lo que surgió de P.M., lo extremadamente radical, fue la posibilidad de afirmar que, en realidad, toda la matemática puede expresarse como cierta ordenación de símbolos.
—¡Leibniz lo dijo mucho tiempo antess que elloss! —pro-testó Rudy.
—Eh, Leibniz inventó la notación que usamos para el cálculo, pero...
—¡No me refiero a esso!
—E inventó las matrices, pero...
—¡Tampoco me refiero a esso!
—Y realizó algunos trabajos sobre aritmética binaria, pero...
—¡Esso ess completamente diferente!
—Entonces, ¿a qué demonios te refieres, Rudy?
—Leibniz inventó el alfabeto bássico... esscribió una sse-rie de ssímboloss para expressar afirmasioness lógicass.
—Bien, no era consciente de que Herr Leibniz tenía la lógica formal entre sus intereses, pero...
—¡Claro que ssí! ¡Quería haser lo que hisieron Russssell y Whitehead, pero no ssólo con la matemática ssino con todo lo que hay en el mundo!
—Bien, teniendo en cuenta que tú pareces ser el único hombre en el planeta, Rudy, que conoce esa empresa de Leibniz, ¿podemos asumir que fracasó?
—Puedess assumir lo que te dé la real gana, Alan —respondió Rudy—, pero yo soy matemático y no assumo nada.
Alan suspiró ofendido y le dirigió a Rudy una mirada que Waterhouse asumió que indicaba que más tarde habría problemas.
—Si puedo en ese caso continuar —dijo—, sólo intento que estés de acuerdo en que la matemática puede expresarse como una serie de símbolos —cogió el palo que apuntaba a Lawrence y empezó a escribir sobre el suelo cosas como + = 3 ) E -1 f—, y sinceramente no podría importarme menos si resultan ser símbolos de Leibniz, de Russell o los hexagramas del I Ching...
—¡A Leibniz le fasssinaba el I Ching! —dijo Rudy.
—Deja de hablar de Leibniz por un momento, Rudy, porque mira: tú, Rudy, y yo vamos en un tren en el que, sentados en el vagón comedor, mantenemos una agradable conversación, y ese tren corre a gran velocidad tirado por ciertas locomotoras llamadas La Bertrand Russell, La Riemann, La Euler y otras. Y nuestro amigo Lawrence corre junto al tren, intentando mantenerse junto a nosotros. No es que necesariamente seamos más inteligentes que él sino simplemente que él es un «granjero» que no pudo comprar un billete. Y yo, Rudy, estoy simplemente sacando los brazos por la ventanilla con la intención de tirar de él y hacerle subir al puto tren, junto a nosotros, para que podamos mantener una deliciosa charla sobre matemáticas sin tener que oír cómo se queda sin aire y pierde fuelle a mitad de camino.
—Vale, Alan.
—No me llevará más de un minuto si dejas de interrumpirme.
—Pero también hay una locomotora llamada La Leibniz.
—¿Lo dices porque crees que no doy crédito suficiente a los alemanes? Porque estaba a punto de nombrar a un tipo con diéresis.
—Oh, ¿no sse tratará de Herr Türing? —dijo Rudy sardónico