1.ª edición: abril 2012
© José Luis Martín Nogales, 2012
© Ediciones B, S. A., 2012
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ISBN EPUB: 978-84-9019-100-2
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Todo lo teníamos al alcance de la mano.
MIGUEL ESCOTO
Contenido
Portadilla
Créditos
Cita
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
I
En las bóvedas estucadas del Palacio Real resonaban los taconazos del vigilante que corría por los pasillos de mármol de los salones privados del rey. A la carrera atravesó las salas que guardan las porcelanas y vajillas en las que posaron sus labios jóvenes reinas de otros tiempos; cruzó la antecámara que atesora en sus vitrinas platas repujadas del siglo XVII y llegó jadeando hasta los cuartos privados de la reina. El taconeo seco sobre los suelos de mármol dio paso al crujido del entarimado de aquellas habitaciones, donde infantas y princesas engendraron en noches de pasión niños que después serían coronados reyes.
No era normal que a esas horas tempranas de la mañana un vigilante armado cruzara corriendo aquellas estancias, que siempre permanecían sumidas en el silencio y en un sosiego extraño, como si entre aquellas paredes se cobijaran las sombras de las gentes que las habitaron, como si con esa atmósfera opaca los muertos reclamaran aún la propiedad de aquellos salones privilegiados.
En el techo brillaban medallones dorados y guirnaldas de hojas, tallos y flores entrelazadas. En las columnas de mármol y en los jarrones de porcelana china rebotaba, tímida, la escasa luz de la mañana que entraba por los balcones abiertos. Pero el hombre que corría con una pistola al cinto no tenía tiempo para apreciar esos detalles ni para admirar las arañas de cristal que colgaban en perfecta simetría o los tapices de Bruselas que embellecían las paredes. Desde el plafón lo contemplaba, sorprendida, una mujer desnuda que apartaba el velo de su cabeza con una mano y sostenía en la otra la luz del sol. Aquella Aurora pintada en el techo, cuya mirada se dirigía con curiosidad a la cama de la reina, había visto copular allí a reyes piadosos y nacer a niños cuyo primer recuerdo de este mundo había sido el tacto suave de las sábanas de seda del dormitorio regio. La Aurora anunciaba desde allí la buena nueva de cada amanecer a las reinas que desperezaban sus cuerpos desnudos entre las sábanas. Pero aquel día la carrera apresurada del vigilante no presagiaba ninguna buena noticia. Con la misma mirada sorprendida de siempre, la Aurora vio pasar al hombre vestido de uniforme azul, en cuyo cinturón tintineaban las llaves y entrechocaban las esposas, componiendo el eco de una alarma metálica que anunciaba que algo grave había ocurrido en el Palacio Real de Madrid.
Al pasar por delante del espejo del baño, Elena vislumbró fugazmente el reflejo de su cuerpo desnudo. Se detuvo, retrocedió dos pasos y volvió a contemplar con satisfacción su imagen en el cristal. Después abrió el grifo del agua caliente de la bañera y dejó que salieran los primeros chorros fríos. Se duchó con tranquilidad, se secó acariciando con la toalla la piel desnuda, caminó descalza hasta la habitación, abrió las puertas del armario y fue desplazando las perchas hasta encontrar el pantalón que buscaba. Descolgó también una camisa blanca y se vistió despacio, mientras en la estancia sonaba la música de un grupo étnico cuyos ritmos exultantes y primitivos había oído por primera vez en el gimnasio unos días antes. Siempre le gustaba levantarse así: abrir la ventana, dejar que entrara la luz de la mañana en el cuarto y sentir el entusiasmo de una voz que envolviera la habitación con el optimismo de la música.
Se acercó a la ventana, respiró profundamente y miró la hierba del jardín que había frente a su casa. Las flores plantadas aquellos días invernales salpicaban de colores el parterre, que estaba rodeado por un pequeño seto. Levantó la vista y vio unas nubes blancas que rompían la monotonía del azul del cielo. El sol calentaba el mundo tibiamente aún. Elena notó en el rostro el frescor de la mañana y se sintió bien.
En ese momento sonó el teléfono. Era extraño que alguien llamara a esas horas a su casa. Sorprendida, se volvió hacia el interior de la habitación y se quedó mirando el aparato, escuchando expectante los timbrazos. Cuando se acercó el auricular al oído, reconoció al instante la voz del hombre que le hablaba. Lo atendió en silencio, sin interrumpirlo, y sólo habló al final.
—Voy de inmediato —dijo de forma escueta.
—La alarma la dio el vigilante del primer turno —informó el ministro—. Pero no se sabe cuándo se produjo... —Dudó un instante, hasta dar con una palabra poco comprometida—. No se sabe cuándo se produjo el percance —añadió—. Puede haber ocurrido bastantes horas antes de que se descubriera. Quizá días...
Miró con un gesto de reproche al jefe de seguridad del palacio. Cinco personas estaban sentadas alrededor de la mesa ovalada de aquel despacho ministerial amueblado con sillones dieciochescos, cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías de nogal con tallas de filigranas geométricas. Habían sido convocadas con carácter urgente desde el ministerio, y a ninguna le pasó inadvertido el tono político con que hablaba el ministro, quien acababa de calificar de «percance» el robo de un valioso objeto custodiado en el Palacio Real de Madrid.
Junto al ministro se encontraba el director del Patrimonio Nacional, la institución responsable de velar por los palacios, monasterios y conventos fundados a lo largo de los siglos por la Corona. A su lado, el jefe de la Sección de Delitos contra el Patrimonio miraba hacia el fondo de la habitación con aire de contrariedad, observando uno de los cuadros que colgaban en la pared del despacho. Representaba un galeón que se escoraba peligrosamente en medio de un mar agitado por las olas. El cielo negro y los nubarrones que dominaban el lienzo anunciaban una tormenta a punto de desatarse, cuyas consecuencias no podían imaginar aún los desquiciados marinos que estaban bregando en aquel barco condenado al naufragio. Así veía él la situación en ese momento, más preocupado por las consecuencias que podían desencadenarse tras el robo que por el valor del objeto sustraído.
—No es necesario que les advierta del carácter confidencial de esta reunión —prosiguió el ministro—. Es obligado ser prudentes: no debe trascender que existen fallos de seguridad en un edificio al que acuden el rey y otros jefes de Estado. La consigna es discreción y silencio.
El jefe de seguridad del palacio tenía la cabeza inclinada, como si no se atreviera a mirar a los demás y evitara tener que dar una explicación de la que en ese momento no disponía. Nunca había sucedido nada similar. Que se hubiera producido un robo en el palacio donde el rey recibía a los embajadores extranjeros y en cuyos salones se celebraban recepciones a presidentes de otros países no era una ligera contrariedad, sino un suceso gravísimo, y a eso se refería el ministro calificando de «percance» lo ocurrido esa mañana. El encargado de la seguridad era el primer responsable de aquel desastre, razón por la que notaba sobre su rostro las miradas de reproche y de fingida compasión de los reunidos por el cataclismo que se le venía encima. Él lo sabía y se sentía incómodo.
—Lo más urgente es descubrir a los autores del... —el ministro dudó cómo nombrar aquella situación—. A los autores del incidente —agregó, dubitativo—. Y así poder recuperar la pieza desaparecida.
Volvió la cabeza para mirar detenidamente al jefe de seguridad, cambió el gesto y con voz más áspera añadió:
—Pero sobre todo hay que revisar los fallos en la seguridad del palacio y en la custodia de los objetos que atesora.
El aludido sintió que el traje a rayas que vestía se le ajustaba al cuerpo y lo ceñía excesivamente. Era de escasa estatura y tenía los brazos apoyados sobre la mesa en una postura forzada. La corbata le comprimía la papada. Sin poder controlarse, se llevó la mano al cuello de la camisa y lo ajustó, sacudiendo la cabeza. Sentado en el borde de la silla, le parecía que el suelo vibraba a su alrededor, como si un ligero seísmo hubiera comenzado a agitar su vida hasta entonces tranquila.
—Al frente de la investigación estará el jefe de la Sección de Delitos contra el Patrimonio, el comisario Héctor Monteagudo. —El jefe de seguridad escuchó con alivio estas palabras del ministro, que desviaban la atención hacia otra persona—. Les ruego colaboren con él y le faciliten cuanto precise.
Héctor se sorprendió al oír el encargo. A quien correspondía administrativamente coordinar la operación era al director del Patrimonio, responsable de los bienes del Patrimonio Nacional. Sentado junto al ministro, con los brazos apoyados sobre la mesa y una mano encima de la otra, aquel hombre no se inmutó, como si conociera de antemano esa decisión. Iba vestido con un traje de corte pulcro; llevaba perilla, canosa, bien recortada, y mantenía el gesto grave y preocupado. Si algo iba mal, pensó Héctor, aquel hombre astuto y de mirada esquiva quedaría al margen. Si el caso no se resolvía, todas las preguntas al final irían dirigidas contra él. Eso pensaba Héctor, pero no comentó nada. Se limitó a esbozar un leve gesto de conformidad, apenas perceptible para quienes se sentaban junto a él.
Héctor conocía a los congregados alrededor de la mesa por haber mantenido con ellos algunos encuentros y reuniones protocolarias. Los conocía a todos, hombres adustos, de edad madura, astutos, vestidos con trajes a medida, que estaban acostumbrados a salvar la piel en las situaciones más comprometidas. Sus rostros serios aparentaban inquietud por lo ocurrido, pero lo que realmente les preocupaba era evitar que aquello afectara a sus propias ambiciones. Héctor los conocía a todos menos a la mujer sentada a su derecha, que le había sido presentada como asesora del ministro en temas relacionados con la monarquía y el Patrimonio Real, y que mostraba una extraña serenidad. Frente a los rostros tensos de los demás, aquella mujer, joven como él, escuchaba atenta y en silencio las palabras del ministro, y era la única que había sacado una libreta para tomar alguna nota. ¿Quién era esa mujer?, se preguntaba Héctor Monteagudo, mientras el ministro depositaba en él todo el peso de la investigación.
No pudo evitar entonces volver la cara con discreción para observarla. Se fijó en su melena corta de pelo rubio ondulado, peinado informalmente, que le llegaba hasta el cuello de la camisa blanca. Elena se giró en ese momento y, al cruzarse las miradas de ambos, esbozó una leve sonrisa que desconcertó a Héctor. No están las cosas como para sonreír, pensó mientras apartaba la mirada. Y no pudo evitar sentir asombro por la seguridad que ella aparentaba en esa situación tan comprometida para todos.
—Este caso es prioritario —siguió diciendo el ministro—. Con los atentados que han ocurrido estos días no está el ambiente como para que alguien publique que el Palacio Real es un coladero.
Mientras oía hablar al ministro, Héctor volvió a preguntarse quién era esa mujer y qué papel le correspondía en ese cónclave, que parecía la reunión desesperada convocada por el patrón de un barco al descubrir que una vía de agua amenazaba con llevar a pique la embarcación.
En el Archivo de Palacio el vigilante de seguridad no dejó de mirar a la mujer que había solicitado el inventario de los bienes con una credencial especial. Se quedó observándola mientras ella colocaba sobre la mesa el libro correspondiente a la Capilla Real, se quitaba la chaqueta de color rojo que llevaba puesta y la colgaba del respaldo de la silla, ajena a los ojos atentos del hombre que, detrás de ella, evaluaba con disimulo las formas que se insinuaban bajo su camisa blanca.
Elena encendió la lamparilla de la mesa y un círculo de luz se proyectó sobre las páginas amarillentas del libro. Buscó en el índice las referencias al Relicario, una pequeña capilla llamada así porque fue construida para guardar las reliquias que durante siglos se habían ido coleccionando en aquel recinto: huesos de santos, esquirlas extraviadas de una tibia o un peroné, pelos enredados que peinó con descuido una monja santa, paños apolillados que rozaron la piel pobre de un fraile y hasta alguna astilla desprendida de la cruz que Cristo arrastró penosamente hasta el Calvario.
Repasó uno por uno los objetos que se enumeraban en el inventario. Todas las arquetas, candelabros, bandejas de orfebrería, alfombras, hornacinas en las que se exponían tallas de plata y cruces procesionales..., todas estaban descritas en las páginas de ese libro. Elena fue recorriendo con el dedo las líneas en las que se enumeraban los cálices, hostiarios, patenas, jarras de plata y bajorrelieves tallados con miniaturas de oro, hasta que llegó a la «cámara fuerte», donde se guardan aún hoy los objetos más preciados de la Capilla Real. Allí estaban en el inventario la corona del rey de España y el cetro, ambos de plata repujada, símbolos del poder regio, que se conservaban en esa cámara acorazada junto a las piezas que procedían del antiguo tesoro de los visigodos, cuando la Península era todavía una tierra de tribus que no conocían aún las fronteras de su poder.
Elena detuvo el dedo índice cuando llegó al punto en el que se citaba uno de los tesoros más valiosos custodiado en esa cámara fuerte del Palacio Real: un arca de plata sobredorada, un relicario fabricado en el siglo XVI por un orfebre de Saboya, que había ido pasando de generación en generación de uno a otro vástago real. Así se transmiten de padres a hijos las herencias, pensó Elena: algunos heredan una mancha en la piel, o un temperamento arisco, o la sangre incapaz de coagularse en las heridas; y otros, un arca de plata.
¿Qué destino reparte así las dichas e infortunios?, se preguntó Elena, mientras leía la descripción de esa Arca de la Alianza que tenía engastados esmaltes, camafeos y más de quinientas piedras preciosas de todos los colores. En los lados estaban tallados bajorrelieves que anunciaban el triunfo de los cuatro elementos que han formado el mundo: el Agua, el Fuego, el Aire y la Tierra. Cada uno estaba acompañado por una alegoría de las cuatro estaciones: la Primavera, el Verano, el Otoño y el Invierno; y en las cuatro esquinas había sendas cariátides, hombres y mujeres con el torso desnudo que miraban hacia los cuatro puntos cardinales y sostenían sobre sus cabezas la tapa dorada del arca, que representaba la cúpula celeste, por donde se paseaba Apolo en un carro tirado por cuatro corceles alados.
Eso es lo que estaba escrito en el inventario de bienes del Palacio Real. Al leerlo, Elena pensó que en esa arca el orfebre quiso representar el secreto de la vida: el mundo en el que vive el ser humano, los elementos que forman parte de su cuerpo y las contradicciones que acompañan su existencia.
Se volvió hacia el bolso que había colgado en el respaldo de la silla y sacó una libreta. El vigilante, que permanecía quieto en la puerta de la sala, la observó con más curiosidad que recelo y se acercó a ella para comprobar que no pretendía escribir en el libro de inventarios. Elena hizo unas rápidas anotaciones en la libreta, con abreviaturas que sólo ella podía descifrar.
En el inventario estaba escrito que esa arca contenía un medallón del siglo XVII que perteneció a la colección privada del rey Felipe IV: «Una pieza de oro macizo tallada con la imagen del paraíso.» Ese medallón figuraba en el inventario, sí, pero ya no estaba entre los tesoros del Palacio Real. Alguien lo había robado, y su misión era averiguar por qué.
Héctor caminaba serio por la galería que rodea el patio del palacio, para dirigirse a la Capilla Real. Lo acompañaba el jefe de seguridad, que en silencio y algo rezagado trataba de seguir el paso rápido de Héctor sin levantar la vista del suelo, apesadumbrado por las contrariedades.
Bajo aquellas bóvedas de piedra todo parecía firme e inexpugnable. Aquel edificio había sido fortaleza medieval y, después, residencia de los Austrias. Lo llamaron el Alcázar, hasta que llegaron los Borbones y no les gustó aquella sobriedad militar del palacio. Felipe V se fue a vivir al Buen Retiro, una decisión que le salvó la vida. El fuego había arrasado varias veces los salones del Alcázar, construidos con vigas de madera, pero nunca lo había hecho con la furia que mostró la noche del 24 de diciembre de 1734. Aquella noche la gente contempló con impotencia cómo se quemaban las vigas, se derrumbaban los techos, ardían cortinones, alfombras y tapices de Flandes, se convertían en cenizas lienzos de los pintores más famosos, se derretían las joyas de oro y plata repujada, perecían entre las llamas Venus, Cupidos y santos cuyas imágenes vivían tranquilas en la aparente fortaleza de aquella residencia imperial.
Por eso el nuevo palacio se construyó de piedra, para hacerlo inexpugnable a las llamas, y perdió su nombre de Alcázar para convertirse en el Palacio Real. No lo habitarían los Austrias, sino los Borbones, una dinastía llegada del otro lado de los Pirineos que traía a España la exquisitez francesa. No se construyó con el roble de los bosques castellanos, sino con piedra caliza y granito de la sierra de Guadarrama. Parecía realmente sólido, pensó Héctor mientras recorría la galería y oía resonar sus pasos entre el granito gris y la bóveda del techo. Pero el robo había puesto en evidencia la fragilidad de aquellos muros. ¿Cómo era posible que alguien hubiera sustraído un objeto custodiado por tantas cancelas, verjas de hierro, alarmas y vigilantes que trabajaban las veinticuatro horas del día?
Héctor giró malhumorado hacia la capilla, pero antes de traspasar la puerta, se detuvo bajo el umbral, para acostumbrarse a la penumbra. El jefe de seguridad iba a entrar, distraído, pero Héctor lo detuvo agarrándolo con fuerza del hombro. El hombre levantó la cabeza, sorprendido. Héctor lo miró serio y le hizo un gesto de reproche, pero no le dijo nada.
El silencio del lugar devolvió un poco de sosiego al ánimo enfadado de Héctor. La escasa luz apenas dejaba ver los frisos dorados y los ángeles de estuco que sobrevolaban la capilla junto al altar mayor. Todo estaba ordenado y tranquilo, como si nada hubiera alterado la quietud cotidiana de aquel recinto, como si el robo no se hubiera producido. Miró el baldaquino de seda que protegía las dos sillas donde se sentaban los reyes de España en las ceremonias religiosas oficiales. El sitial estaba acolchado, como si nadie hubiera apoyado nunca el peso de sus posaderas en aquellos sillones. Observó con detenimiento la gran alfombra que cubría el suelo y pensó que aquel tapiz mullido tendría que guardar las huellas de las pisadas recientes.
Permaneció quieto bajo el dintel, con el jefe de seguridad a su lado, que no se atrevía a moverse ni a decir nada. Éste apenas veía el fondo en penumbra de la capilla, mientras se esforzaba por entender qué debía hacer en esas circunstancias.
Héctor tanteó junto a las jambas hasta encontrar los interruptores de la luz. Al pulsarlos, la capilla cobró un inesperado fulgor. La luz pareció caer desde la cúpula, donde una pintura representaba el fuego del sol, y reverberó en las guirnaldas, en los rosetones y en las filigranas de estuco que decoraban el techo. El jefe de seguridad, deslumbrado por el resplandor, no pudo evitar el gesto instintivo de cerrar los ojos.
—Hágase la luz —pronunció en tono ligero, al tiempo que se llevaba la mano a las cejas.
Héctor se volvió a mirarlo desconcertado y vio a aquel hombre, de pequeña estatura, vestido con un traje gris a rayas de corte anticuado, que hacía visera con la mano en la frente como si le hubiera deslumbrado el sol de un mediodía de agosto. Pensó cómo habría llegado a ese cargo un tipo tan estrambótico, y en ese momento le oyó comentar:
—Hay más oro en estos techos que en el Banco de España.
Héctor levantó la cabeza hacia los arcos de yeso dorado y experimentó un sentimiento contradictorio, de compasión y de enfado, hacia aquel hombre al que no parecía afectarle la gravedad de la situación.
—En esta capilla tienen que estar las pistas que necesitamos —dijo Héctor, como si hablara consigo mismo.
El jefe de seguridad movió la cabeza, asintiendo.
—Todo lo que hacemos deja algún rastro, aunque no se perciba a simple vista —continuó Héctor—. Allá por donde andamos dejamos huellas de nuestro paso. Nada puede ocultarse del todo —añadió, como si estuviera dándose ánimos a sí mismo—. Y nada queda impune.
Volvió a mirar hacia las paredes de la capilla y se fijó en el brillo uniforme de las columnas de mármol negro y en la limpieza de las puertas de nogal.
—En algún friso de estas paredes tiene que quedar el rastro imperceptible de alguna rozadura —siguió diciendo, sin mirar al jefe de seguridad, como si tratara de convencerse a sí mismo—. En alguna manilla de una puerta habrá una minúscula mota de grasa de alguna mano. En algún rincón tiene que quedar impresa una huella delatora. Y quiero que todo eso se busque.
El jefe de seguridad levantó la cabeza y le miró sin saber si era él quien habría de encargarse de ese trabajo, pero asintió disciplinado:
—Sí, señor —pronunció con aire militar—. Así se hará.
—¡No! —le corrigió Héctor con rapidez—. No quiero que nadie del servicio de seguridad de esta casa tenga acceso a la capilla. ¡Nadie! —recalcó con firmeza.
El jefe de seguridad se encogió de hombros y, algo cohibido, volvió a admirar el lujo de aquella estancia. Héctor miró el retablo del altar mayor. No acababa de entender cómo alguien había podido saltarse todos los controles y robar en uno de los lugares más vigilados de la ciudad. Observó la pintura situada sobre el altar y contempló a san Miguel expulsando del paraíso a los ángeles, que caían desnudos al abismo. Se dirigió de nuevo a los interruptores y apagó la luz. Las tinieblas se apoderaron de la capilla y todo quedó a oscuras, como si él mismo y el hombre que lo acompañaba hubieran acabado en los infiernos con los ángeles que aparecían en el retablo.
—¿Cómo pueden haber robado en este lugar? —Héctor volvió a mostrar su extrañeza en voz alta.
Pero ésa era su misión: averiguar cómo se había hecho y descubrir a los que habían perpetrado tal desaguisado. Porque esa gente representaba una amenaza. Lo que podía estar en peligro era la seguridad del rey. Y eso era lo que a él le preocupaba.
—Clausure la capilla —le ordenó al jefe de seguridad—. Que nadie traspase esta puerta.
Y al decirlo, Héctor se volvió hacia los arcos de piedra de la galería y caminó deprisa sobre las losas de granito. El jefe de seguridad se puso tras él y no pudo evitar componer de nuevo el gesto un poco garrulo de llevarse la mano a la frente, en forma de visera, deslumbrado por el sol que entraba a esas horas por los ventanales del patio.
II
Elena entró con decisión en el despacho, caminó hasta la mesa donde estaba Héctor, dejó sobre ella la cartera que llevaba en la mano, la abrió, sacó unos libros y los puso delante de él.
—He comprobado todos los retratos que se conservan de Felipe IV —declaró mirándole a los ojos.
Cogió una carpeta, repasó su contenido, sacó unos papeles y extendió sobre la mesa unas hojas con las reproducciones de los cuadros.
—En la mayoría lleva un medallón en el pecho. Míralo aquí —le dijo señalando uno de ellos.
Héctor estaba sentado frente a la mesa de trabajo, sorprendido por la aparición de Elena en el despacho, rápida y silenciosa como una ráfaga de aire.
—Éste es el primer retrato que le hizo Velázquez —comentó ella, mientras apuntaba el cuadro con el dedo.
En el inventario de los bienes del palacio se citaba la existencia de un medallón de oro macizo que había pertenecido a Felipe IV, pero no se reproducía ninguna imagen de él. No había ninguna fotografía que lo representara, ni un simple dibujo que permitiera hacerse una idea de cómo era. Ese medallón había desaparecido, y la misión de Elena era conseguir reproducirlo para ayudar a la investigación.
—Parece que el rey está de luto —fue lo único que se le ocurrió comentar a Héctor mientras observaba el retrato—. Viste absolutamente de negro.
—Aquí no había cumplido aún los veinte años, pero llevaba desde los dieciséis dirigiendo el país más poderoso de Europa.
Héctor estaba acostumbrado en su trabajo a observar detalles minúsculos que acababan siendo pruebas concluyentes, pero no le gustaba perderse en comentarios inútiles.
—Bien... —interrumpió, impaciente—. ¿Y esto qué tiene que ver con el robo? —le preguntó, levantando la mirada hacia ella.
—Los cuadros del siglo XVII contienen numerosos símbolos y emblemas. Nada en ellos es gratuito. ¿Ves las manos del rey? Una está apoyada en la empuñadura de la espada: indica que el rey es el defensor del imperio. En la otra lleva un papel doblado, un memorial. Representa su función como gobernante del país. Mira la mesa que hay en el lateral del cuadro con tapete púrpura y sobre él un sombrero de copa alta. Son los símbolos que le representan como Justicia Mayor del reino. Y fíjate en la cadena que lleva colgada en el pecho.
—¿Es el medallón robado? —preguntó Héctor con extrañeza.
—Tal vez sí o tal vez no —contestó Elena, enigmática.
Héctor levantó la vista y la miró esperando una aclaración, porque no era momento para adivinanzas. No pudo evitar fijarse en el brillo de los ojos castaños de Elena. Durante un instante olvidó el medallón de oro, el traje negro del rey, la seguridad del palacio, y sin pretenderlo se quedó mirando esos ojos que eran como dos puntos de luz en ese despacho sobrio y tranquilo.
—En algunos cuadros no es fácil determinar qué lleva el rey colgado del cuello —dijo Elena—. Lo más habitual es que sea el Toisón de Oro.
—El Toisón de Oro...
—Sí. Una de las más selectas y antiguas órdenes de caballería. En el siglo XVI el gran maestre de la orden pasó a ser el rey de España. Y así ha sido hasta hoy, hasta el rey Juan Carlos.
—¿Juan Carlos I es gran maestre de una orden medieval de caballería? —preguntó Héctor, extrañado.
—Claro: jefe y soberano de la Orden del Toisón de Oro.
Elena calló un momento y miró a Héctor. Era joven, pero vestía con cuidada pulcritud. Se fijó en la piel suave de su rostro recién afeitado, observó el mechón de pelo negro que formaba un bucle sobre la frente y se quedó contemplando sus ojos. Parecía cansado y tenía los párpados enrojecidos por la tensión que soportaba esos días.
—Eso era también Felipe IV: el gran maestre del Toisón de Oro, una orden cuyos miembros acumulaban prestigio y poder.
—¿Y llevaban todos el medallón en el pecho?
—Sí. Colgado de una cadena de oro con esmaltes rojos que simbolizan el fuego. El colgante es un cordero tallado en oro: la ofrenda que hizo Gedeón a Yahvé en el Antiguo Testamento.
—Así que los miembros de la orden eran reconocidos por ese colgante —comentó Héctor.
—Su pertenencia a la orden era una muestra de su poder y de su capacidad de influencia en la corte. Y el rey, como gran maestre, solía retratarse con el Toisón. Eso indicaba su vinculación con lo divino. Aquí se ve bien —dijo, señalando con el dedo otro de los cuadros.
Elena se levantó de la silla en la que estaba sentada frente a Héctor, al otro lado de la mesa, la rodeó y fue a situarse junto a él, para observar mejor los retratos que estaban esparcidos ante ellos, encima de la mesa. Se quedó de pie junto a Héctor, que seguía sentado, y éste notó un ligero desasosiego al sentir tan cerca las piernas larguísimas y las caderas jóvenes de aquella mujer.
—O sea que éste es el Toisón de Oro —comentó, llevando el dedo de uno a otro de los retratos en los que figuraba.
—O no lo es en todos —matizó Elena—. Ése es el problema. Estos retratos los pintó Velázquez. Y Velázquez no dibujaba los detalles. Al pintar utilizaba una técnica muy moderna para su tiempo. Las filigranas, los brocados, los drapeados de los vestidos, los hilos de oro, las joyas y medallas... nada de eso lo reproducía con exactitud. Le bastaban unas pinceladas para que experimentemos el brillo de una armadura. Unos simples toques de color le sirven para que imaginemos cómo eran los bordados exquisitos de un traje o los collares que llevaban las princesas. Esos detalles están sugeridos; nada más.
—¿Y eso qué significa? —la apremió Héctor.
—Mira este medallón —comenzó a decir Elena, mientras señalaba otro de los retratos—. ¿Te parece esto un cordero? —Y al ver que Héctor se encogía de hombros, continuó—. A Velázquez le interesaba la impresión que produce la pintura en el espectador. Sus pinceladas no pretenden reproducir la exactitud del objeto de oro, sino sugerirlo en la mente de quien lo contempla. Por eso a veces puede resultar difícil saber cómo es exactamente. ¿Sabes lo que le pasó en una ocasión?
—¿A quién?
—A Velázquez —explicó Elena, mientras se apoyaba casi sentada en el vértice de la mesa, junto a él—. Le habían encargado el retrato de una mujer de la nobleza. Cuando fue a entregarlo se lo rechazaron con gran enfado, diciéndole que la mujer llevaba unos elaborados encajes de hilo flamencos en el cuello de la camisa, que él había reducido a unas pinceladas blancas en el cuadro. Y así no se podía apreciar, le dijeron, toda la riqueza de los bordados. Esto que se ve aquí es el Toisón —dijo Elena, inclinándose para señalar un par de retratos del rey—. Pero esto no se puede asegurar que lo sea —añadió, llevando el dedo a otro de los retratos desplegados encima de la mesa.
—Tiene forma de una media luna que se cierra en la parte inferior —comentó Héctor, mientras apreciaba el suave perfume de ella, tan cercana.
Elena se inclinó más sobre la mesa, rozando el brazo de Héctor con la cadera. Cogió el bolso que había dejado al otro lado, revolvió en él y sacó una lupa. Volvió a incorporarse, mientras Héctor apartaba el brazo que tenía apoyado para evitar el contacto con ella.
—Míralo con esto —le dijo, entregándole la lupa.
Héctor estuvo observando durante un rato el retrato del rey con la lupa.
—Es como una media luna con las puntas hacia abajo —juzgó al final—. Y creo que los extremos están abrazando un círculo dorado.
—Eso me parece a mí —le confirmó ella—. Me pregunto si el colgante que lleva el rey en este cuadro, y en éste también, puede ser el medallón desaparecido.
Elena permaneció callada un instante y se volvió a mirar el rostro de Héctor. Estaba serio, y así le parecían aún más atractivos sus grandes ojos negros. Sin dejar de mirarlo, le preguntó:
—¿No es extraño que sólo robaran ese medallón?
Héctor no se movió ni hizo comentario alguno. Elena aguardó un momento en silencio, antes de añadir:
—El arca que guardaba el medallón es de un valor incalculable. Tiene piedras preciosas talladas, y esmaltes, y plata dorada y hermosos bajorrelieves. Y ésa no la robaron. ¿Por qué?
—Tal vez al ladrón le resultara más sencillo sacar el medallón del palacio —comentó Héctor saliendo de su mutismo—. Puede esconderse en cualquier lugar.
—Tal vez... —admitió Elena—. Pero es extraño. La arqueta es un trabajo de orfebrería único, y la han dejado allí. ¿Por qué han cogido precisamente ese medallón?
Héctor desvió la mirada hacia la ventana del despacho, antes de comentar:
—A mí lo que me preocupa es la falta de seguridad que el robo pone en evidencia. Quizá ésta sea sólo la primera fase de un plan más amplio: una manera de conocer la capacidad de reacción de los servicios de seguridad del palacio.
—Nadie revela sus intenciones de cometer un delito antes de hacerlo, salvo que esté loco —replicó Elena con convencimiento; y añadió pensativa—. Si conociéramos el signific