Interregno

Fragmento

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Contenido

Nota del autor

I. LAS LEYES DEL PASADO

I. La liebre cazadora

II. Legado

III. Sanctus Pontanos

IV. En el camino de piedra

V. Hogueras altas

VI. Los dioses del lugar

VII. Concilio

VIII. Los Sin Nombre

IX. Hermerico

X. Adelardo

XI. Luparia

XII. Marcio

XIII. Walburga

XIV. Heliodora

XV. Horcados Negros

XVI. Gunderico

XVII. Erena

XVIII. Sobremundo

XIX. Piel de lobo

XX. La retirada

XXI. El

II. EL TEMPLO DE PIEDRA

XXII. Comes hispanorum

XXIII. Hermipo

XXIV. Genebrando

XV. Calminio

XXVI. Hidulfo

XXVII. Lúculo

XXVIII. Pasos Cerrados

XXIX. Gargantas del Cobre

XXX. Agacio

XXXI. Egidio

XXXII. El cerco

XXXIII. Invierno

XXXIV. Teodora

XXXV. Regreso

XXXVI. Fuego y sombras

XXXVII. Irmina de Hogueras Altas

III. EL ORO DE VADINIA

XXXVIII. Lucinio

XXXIX. Vadinia

XL. La casa junto al río

XLI. Los hermanos de Poniente

XLII. Aquitania

XLIII. Los acantilados rojos

XLIV. La tierra yerma

XLV. Joviano

XLVI. Saxum

XLVII. Llanto

XLVIII. La oración de Irmina

XLIX. El ejército de barro

L. Salto descalzo

LI. Alpida

LII. Promesa

LIII. Río arriba

LIV. Ejércitos

LV. El oro y la sangre

LVI. El final del principio

EPÍLOGO

LVII. Gotardo

LVIII. Gottwissen

LIX. Los días grises

LX. Genebrando

LXI. Vadinia

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Nota del autor

Interregno es una ficción histórica que se desarrolla en una localización y bajo coordenadas temporales no fabularias.

En los albores del siglo V, desaparecido en la práctica el dominio de Roma, los pueblos del norte peninsular y las tribus, clanes y naciones euroasiáticas que han invadido el territorio luchan encarnizadamente por la supremacía.

Perviven el antiguo culto animista, la espiritualidad vinculada al fluir de los ríos y la religión del árbol y la piedra, propias de la mitología céltica, en belicosa coexistencia con la hechicería, la magia y la potestad de fuerzas sobrenaturales enfrentadas al recuerdo de las deidades clásicas y, sobre todo, a la nueva fe cristiana.

Nos encontramos en una época oscura, a la que algunos autores denominan «premedieval». Es el tiempo de la espada y la leyenda.

Los principales escenarios de la novela se localizan en ámbitos de la que fue antiquísima civilización vadiniense, en el vértice cántabro-asturleonés de los actuales Picos de Europa.

Interregno está ambientada en una época sobre la que hay documentación fiable, como la apocalíptica Crónica de Idacio de Limia, a la que el autor recurre en bastantes ocasiones por su exactitud en la datación cronológica. También fueron protagonistas relevantes de aquella época algunos personajes que aparecen en la novela. Los demás actores y sucesos narrados son propios de la ficción literaria.

La cronología de ciertos episodios históricos realmente acontecidos aunque vagamente documentados se acomoda con alguna ligera alteración al desarrollo del argumento, sin que ello quiebre la precisión histórica en sus hechos fundamentales ni, espero, la verosimilitud de la narración.

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I

LAS LEYES DEL PASADO

Los bárbaros que habían penetrado en las Españas, las devastan en lucha sangrienta. La peste hace por su parte no menos rápidos estragos. Desparramándose furiosos los bárbaros por las Españas, y encrudeleciéndose al igual el azote de la peste, el tiránico exactor roba y el soldado saquea los mantenimientos y riquezas guardados en las ciudades; reina un hambre tan espantosa que, obligado por ella, el género humano devora carne humana y hasta las madres matan a sus hijos... Las fieras, aficionadas a los cadáveres por la espada, destrozan hasta a los hombres más fuertes... De esta suerte, exacerbadas en todo el orbe las cuatro plagas: el hierro, el hambre, la peste y las fieras, cúmplense las predicciones que hizo el Señor por boca de sus profetas.

Crónica de Idacio de Limia,
obispo de Chaves (16-410) 468 d. C.

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[...]

Los dioses yacen mudos como esclavos, lamiendo el oro rosa y el estiércol.

JUAN EDUARDO CIRLOT

Exhumaciones

El hombre de madera fue un regalo de su hermano Marcio. Él era todavía un pequeñuelo con voz despierta en el nido; ella, una criatura que apenas había comenzado a caminar y decía entre pompas de saliva la imitación de sus primeras palabras.

Ocurrió en ese tiempo, el único en que ella y su hermano se quisieron.

El hombre de madera quedó como testigo para bien y mal de aquellos días y de todos los años que habrían de seguirles. Aunque el de madera no era hombre completo sino la cara de un hombre, el trozo de un árbol que algún mozo de avíos se disponía a hacer astillas, en los barracones de la casa grande de piedra, cuando, ya alzada el hacha, reparó en el parecido de aquel leño con un rostro humano. Se detuvo, apartó el tarugo y aguardó a que Marcio apareciese por el patio, no sabemos si para congraciarse con él o porque el muchacho le inspiraba sincera simpatía y en verdad deseaba hacerle aquel regalo. Ni lo sabemos ni interesa a esta historia. Interesa que el mozo de avíos aguardó a que Marcio llegase, como siempre entre carreras y juegos, siempre en torno a los caballos y su nervioso danzoneo, deseando subir a grupas de alguno de ellos e imaginar que cabalgaba mucho más allá de los portones de la casa. Los criados sujetaban al animal por las bridas y daban unas cuantas vueltas al patio, cuidadosos de que el heredero de Hogueras Altas no sufriera ningún percance. Al regreso de una de aquellas galopadas ilusorias, el mozo de avíos se acercó sonriente al hijo de Berardo, levantó al hombre de madera y dijo: «Mira, Marcio, es como un hombre, la cara de un hombre viejo, sabio y paciente». Marcio descendió de la cabalgadura y tomó entre sus manos el pesado leño. «Cierto, cierto, es como un hombre... La cara de un hombre».

Contemplaba admirado los dos huecos como ojos, al fondo de los cuales brillaba el musgo igual que ávidas pupilas indagando en secreto; la rugosidad vegetal de la nariz, el delgado ramaje y hojarasca sobre la frente que asemejaban cabellos hirsutos, y la hendidura de la boca que no sonreía ni lamentaba, como si el hombre de madera pensase y mucho meditase sobre el destino de un árbol convertido en astillas y la paciencia le impusiera no entristecerse ni alegrarse, así la vida y toda ella, sin motivos para la desesperanza ni causa mayor para la risa. Todo lo cual le hizo gracia, y él sí reía. Estuvo un rato en el patio gozándose en el descubrimiento y bromeando con el mozo de avíos. Después, sin despedirse ni dar las gracias, tomó al hombre de madera y lo llevó a la habitación de su hermana.

—Mira, mira —le decía—. Un hombre de madera.

Lo colocó en el vano de la ventana, sobre la piedra desnuda, y la invitó a reír con él. Irmina no acababa de comprender el prodigio, qué de maravilloso pudiera haber en un hombre de madera, pues hombres y mujeres de todas clases había, ciertamente. Con sus ojos de niña recién abiertos al mundo aún era capaz de verlos: hombres de madera, de piedra y de nieve, volando en los cielos junto con las nubes, a veces incluso a lomos de compactas nubes, jinetes efímeros entonando briosas canciones por las páginas del azul, y mujeres de agua en las corrientes del río, mujeres dormidas en el lecho del mismo río, con pececillos acariciándoles el vientre y las pestañas mientras ellas soñaban en su larga siesta de espíritus quietos, igual que los hombres mecidos en las ramas de los árboles, sonrientes siempre en un susurro de bondad: «No temas al viento, pues el viento somos nosotros», le decían. El viento, esa era la verdad y su secreto porque aún no tenía palabras suyas con las que convertir el secreto en confidencia hecha a quienes cuidaban de ella, acaso una revelación, instruirles con palabras dichas de sus labios, y bien dichas, audibles e inteligibles, proclamar: «Pero ¿cómo que aún nadie se ha dado cuenta de que hay hombres de madera y hombres que viven en las copas de los árboles, y jinetes en los cielos y mujeres del agua que duermen bajo las aguas...? ¿Cómo es posible que seáis tan ciegos?».

—Mira, Irmina, un hombre de madera... no ríe ni llora.

Ella lo contempló y decidió que sería pariente sin duda de los hombres de los árboles. «Aquí lo dejo, para ti. Es un regalo», la besaba Marcio, porque entonces la quería aunque fuese una niña, una mujer, y el demasiado afecto a las mujeres no fuera propio de voluntades viriles. Les amparaba la infancia y ese bastión se mantuvo durante algunos años más, hasta que el tiempo consiguió derruirlo porque el tiempo todo lo puede y con todo acaba.

«Quédatelo, él cuidará de ti».

Y así lo hizo el hombre de madera durante muchos años.

Ella, cada noche, antes de dormir, miraba hacia el ventanal y distinguía el perfil en la penumbra del hombre de madera, cada vez más viejo, más sabio y más fuerte; la pelambre de delgadas ramas y hosca maleza se fue endureciendo, igual que el musgo de las órbitas de los ojos, enquistados en dos asperezas negruzcas, lo que confirmaba a Irmina que el hombre de madera había crecido y aumentado en su serenidad y parsimonia: ya no era un travieso silvestre de ojos verdes sino un grave anciano de tenaz mirada oscura, lapidario en un silencio vegetal desde el que todo lo veía. Ella le rezaba: «Hombre de madera, si vienen lobos espántalos, si viene la muerte dile que vaya a otra parte, que aquí no tiene nada que hacer ni a quién llevarse».

El hombre de madera cumplió durante todo ese tiempo porque ni lobos inquietaron los sueños de la niña ni la muerte se acercó por lo remoto.

Tiempo después mostraba al hombre de madera aquellos pliegos tachonados con tinta de humo y resina, escritos de su mano, la letra tosca de párvulo que el preceptor Tarasias de Hibera le enseñaba a trazar sobre cáñamo y vitela. «Son letras, es escritura», decía al hombre de madera. Borrones, letra corrida, tinta en el pergamino, en sus manos y en el vestido. Las admoniciones que desde su vigoroso silencio debería haberle hecho pero no le hacía el hombre de madera, las repetía Tarasias de Hibera en el escritorio: «Irmina, cuidado con la manga de tu vestido, la introduces en el cuenco de tinta al mismo tiempo que el cálamo, niña... Cuidado, pues cuidado y escrúpulo es lo que debe tener siempre cualquier pendolista, sea hombre o mujer... Ah, por los dioses que no entiendo este empeño de tu padre y tu respetada madrastra en que aprendas a escribir y leer, qué falta ni qué necesidad habrá de ello... Aunque si así lo desean, soy su primer servidor». No alzaba la voz Tarasias de Hibera en estas lamentaciones, ni siquiera dejaba de sonreír mientras las pronunciaba. Paciente, siempre de humor templado, la instruía como mejor podía sobre todo lo que una hembra, joven o en edad adulta, sería capaz de llevar a su santiscario como parte indeleble de algún saber, conocimientos que nunca se olvidan, así lo pensaba aunque tal cosa nunca dijo a la niña ni a sus padres. Dura y callada, resignada tarea, inútil trabajo instruir en artes inútiles a una mujer; pero era su obligación, para eso le pagaban tres monedas de oro al año, una cuarta si el mismo año llegaba pródigo en cosechas y el ganado había engordado y las hembras parido hermosos terneros, dormilonas ovejas y muchos inquietos cabritillos. Tres monedas de oro, a veces cuatro, y dos huevos de gallina para desayunarse cada día, sopa caliente a todas horas, servida en los fogones de la casa grande de piedra, y asados y guisos de legumbres con carne de lechal deliciosamente despiezada por las cocineras, untos y mantecas, nata de la mejor leche de Hogueras Altas... y una estancia recogida en el último rincón de la última planta de la casa grande de piedra, donde apenas hacía frío y por las noches ardían los carbones de un brasero como piedras preciosas en la oscuridad. Esa era su paga. También disponía de una habitación grande con un atril y dos mesas de madera y arcones y anaqueles arrimados a las paredes, con las mesas y el atril y los estantes y arcones llenos de volúmenes y manuscritos, algunos muy antiguos, otros del nuevo tiempo y sobre los asuntos de aquel hoy, sus días presentes, las cuentas y relaciones, inventarios, actas, memorias y datas, todo lo que debe ponerse sobre papel y llevar la firma de quien lo fideliza y la de quien lo autoriza para ejercer potestades de palabra transmutada en obligación, en ley seguramente, porque las leyes de antaño ya no regían en Hogueras Altas y las leyes nuevas estaban casi todas por redactar. A eso se dedicaba y para eso le pagaban; y como tal era su oficio, de todo se enteraba y todo lo sabía: sobre los pasos del tiempo, el sopor de las almas y el rumor de las personas sabía, esmerado observador y ágil oidor en aquel hogar donde Berardo imperaba como debía de mandar en Roma el último emperador del que habían tenido noticias, un tal Honorio, hermano de Arcadio, quien contaba por derrotas sus campañas contra los pueblos bárbaros; aunque lejos quedaba Roma, la memoria de Roma era ya un eco tan en la distancia que su sola invocación se tomaba como síntoma de senescencia, y aunque él era viejo nunca habría admitido que la saña de la edad arruinase su condición de hombre que todo lo sabe y sobre casi todo influye en Hogueras Altas. Lástima, eso sí, de los viejos dioses, se lamentaba en secreto. Tan viejos y muchísimo más viejos que él, pero tan hermosos, tan sabios... Se atribulaba en lo íntimo, y en el secreto de su corazón aborrecía el culto al hijo de un carpintero que por su mala cabeza acabó en la cruz, donde terminan los malhechores y, a veces, los dementes. Solo un consuelo compensaba a Tarasias de Hibera en ese daño: que ningún sacerdote del nuevo dios hubiese aparecido en Hogueras Altas durante mucho tiempo. Y una esperanza: que su amo Berardo, cuando fuese proclamado señor de Vadinia, continuara indiferente a aquellos hombres de vestiduras sepulcrales, manos blancas y mirada cautelosa. Aunque, bien lo sabía también, para que Berardo llegara a instituirse señor de Vadinia, y la misma Vadinia resurgiera después de quinientos años adormecida en el recuerdo, olvidada por los hijos de los hijos de los patriarcas antepasados, debía evitar dos errores que preveía como dos espantosas calamidades: que la segunda esposa de Berardo, Erena, siempre aconsejada por la inteligente y detestable, manipuladora Teodomira, consiguiese finalmente adueñarse por completo de la voluntad de su marido; y que este cediera y consintiera en que Vadinia fuese reino en vez de señorío, y en vez de ser él señor fuese su hijo rey. Eso no podía consentirlo de ninguna de las maneras y bajo ninguna circunstancia, aunque... Ay de ayes... Muy pocos medios quedaban a su alcance para mantenerse con fe y algo de esperanza en el propósito.

«Oh, por los dioses y por la sonrisa del hombre de madera, hoy sí que lo has hecho bien —decía a la niña. Irmina, con el rostro iluminado por la inocencia, sonreía—. Ni un borrón, ni una tacha... Y qué letra con gracia trazada, hasta elegante me parece...». Ella, como siempre que él la alababa, pensaba en el hombre de madera y lo que pensaría sobre su logro, pues si Tarasias se mostraba contento, más aún lo estaría el hombre de madera, quien, precisamente por mudo, sentiría sin expresión y con mejor criterio. Si Tarasias era listo, el hombre de madera era sabio, y esa diferencia no debía despreciarse. De modo que así lo propuso a su preceptor: «¿Quieres que lleve el pliego y lo muestre al hombre de madera?». «Este pliego tan primoroso merece más, mucha más celebridad que presentarlo a la mirada sin ojos y el juicio sin cerebro del hombre de madera! —la colmaba Tarasias de lisonjas—. Tu misma madre, la respetada Erena, quien me encomendó tu enseñanza en este ejercicio dificilísimo de la escritura, debe quedar pronto y bien enterada del avance. Corre, pequeña Irmina, ve en su busca y muéstrale lo que has conseguido y que ella se alegre tanto como yo de cuánto y con qué rapidez vas aprendiendo» «¿Y si está ocupada?» «No lo está. Ve a sus habitaciones, ahora, corre, vuela... Ve, linda Irmina, orgullo de tu maestro... Ve y muéstrale ese pliego redactado como si los mismos calígrafos de Alejandría hubiesen puesto su esmero en imitar la escritura de un ángel».

Corre pues Irmina en busca de su madre, la bella Erena que fue su madre desde que ella tiene memoria. La única madre que ha conocido. Corre Irmina escaleras arriba, cruza la planta superior, sortea a varios sirvientes que se afanan en transportar canastos con leña de una habitación a otra, llega al recodo que conduce directo a las habitaciones de su madre y allí la detiene Teodomira.

—¿Adónde vas, pequeña?

Irmina le muestra el pliego, la tinta aún reluciente.

—Quiero que mi madre lo vea.

—Ahora no puede ser.

Tarasias de Hibera, viejo huesudo, nervudo, fibroso, fuerte por lo leñoso, agarra de los brazos a Teodomira y la empuja hasta juntarle la espalda contra la pared.

—Va a encontrarse con su madre y no vas a impedirlo, alcahueta...

Luego sonríe. Sin soltar a Teodomira sonríe y azuza los pasos de la niña.

—¡Corre, Irmina, tu madre aguarda! Ya verás qué alegría...

—Pagarás por esto, viejo loco. ¡Con la vida vas a pagarlo! —maldice Teodomira a Tarasias de Hibera.

—La niña es mía, no tuya. Y el secreto, ahora, de todos.

Irmina, como una calamidad sin remedio, penetra en la habitación. Grita: «Madre», pero no ve a su madre sino a su hermano Marcio en el lecho de su madre. Después aparece el rostro de Erena, con pasmo y rabia aflorado bajo el cuerpo desnudo de Marcio. Los dos están desnudos y la niña no sabe explicar lo que ha visto, pero sabe lo que ha visto.

—¡Sal ahora mismo y nunca vuelvas a entrar en mi dormitorio! —le grita Erena.

La niña se echará a llorar, seguramente. Llora Teodomira de viva impotencia, anegada por el odio que siente hacia el viejo Tarasias, quien ya ha desaparecido, como quien nada tiene que ver en la controversia.

Marcio fue por la noche a la habitación de Irmina. Ya no era un niño como ella; ya había crecido y ya no jugaban juntos, ni le acariciaba la cabeza, ni la besaba, ni le hacía caso ninguno. Ya no se querían.

—Irmina, lo que has visto hoy...

Ella negó con bruscos movimientos de cabeza.

—Aguarda, quiero que mis amigos Zamas y Zaqueo escuchen lo que tengo que decirte.

Entraron también ambos, los guerreros de Gargantas del Cobre, en la habitación de la niña. Zamas tenía aspecto de cazador de lobos. Zaqueo, por sus trazas, daba la impresión de haber enseñado a su hermano a cazar lobos.

—Escucha, Irmina —le dijo Marcio—. Si dices algo a alguien, a cualquier persona, sobre lo que has visto hoy, el hombre de madera me lo contará, mi amigo Zamas te cortará la lengua, mi amigo Zaqueo la echará al fuego, hasta que quede bien asada... Y el mismo hombre de madera se la comerá. Ya sabes que él detesta a la gente que habla sin saber lo que dice y sin pensar mucho y durante mucho tiempo y con mucho cuidado lo que va a decir. ¿Lo has entendido, Irmina?

Ella asintió. Marcio la besó en la frente. Después echó atrás el rostro y llevó el dedo índice a los labios cerrados, amenazando, avisando silencio.

—Ni una palabra a nadie.

Salieron los tres de la habitación. Zamas y Zaqueo imaginaban, aunque no sabían exactamente a qué se refería Marcio cuando dijo «lo que has visto hoy». Imaginaban y sabían que no se equivocaban, pero se mantendrían lejos del secreto. Porque ese secreto, en Hogueras Altas, pertenecía y era privilegio y ahora fuego en los labios cerrados de cuatro personas, solo de esas cuatro. Porque la niña no iba a hablar, de eso también estaban seguros.

Irmina obedeció a su hermano y no turbó al hombre de madera con palabras que no debían pronunciarse.

Ni una palabra dijo desde entonces.

El hombre de madera, complacido y quizás agradecido, no le comió la lengua.

interregno-7

I

La liebre cazadora

«Ningún dios es más poderoso que un hombre —se decía Egidio, intentando reavivarse los ánimos­—. Ni los dioses de los bárbaros ni las deidades de Roma ni el dios de los cristianos tienen más fuerza que cualquier mortal, menos aún si ese hombre es un guerrero, quien toma la espada, decide entre la vida y la muerte y se proclama dueño de su eternidad».

Tiritando de frío y abrumado por la noche, lamentaba Egidio no ser un guerrero. Ni siquiera un hombre valeroso.

Durante tres jornadas estuvo ocultándose por el día y caminando como espectro nocturno, hasta encontrar aquel refugio al que llamaban Liebre Cazadora, un barracón de paredes de piedra y techo enramado con tallos de centeno donde solían pernoctar viajeros, mercaderes y, en ocasiones, soldados de la prefectura de Gargalus que perseguían a ladrones de ganado o huían de los vándalos asdingos, quienes en ese tiempo asolaban el territorio. En La Liebre Cazadora todos buscaban guarida, quedar a salvo de bandidos y mercenarios nómadas, también de la noche y el frío, parapetados tras aquellas gruesas paredes, al calor de un buen fuego y confortados por el mejor vino que podía pagarse con monedas en las altas tierras de Vadinia.

Egidio aún sentía remordimientos por la muerte del anciano Malco y su hijo Sadtobel, un mozallón demasiado impetuoso. Igualmente se reprochaba no haber tenido coraje para ir en busca de ayuda cuando el segundo hijo de Malco, Teódulo, apareció muy malherido a orillas del Accuarose, en lo recóndito del bosquecillo fijado como lugar de encuentro tras el asalto de los asdingos al poblado de Uyos. Recordaba con pesar a Teódulo, agonizando sin ninguna esperanza mientras que él, incapaz de auxiliarle, apenas se atrevía a susurrar frases de consuelo al infeliz muchacho. Esperó la llegada de la noche para subir a Teódulo a grupas del mulo negro y emprender camino, en busca de algún lugar donde los acogiesen. Pero cuando fue a tomarlo en peso, animándole para que se mantuviera firme sobre el animal, se dio cuenta de que ya había expirado. Ahora, esa evocación arañaba en su espíritu; pesaba más que el capote de paño engrasado y la espada de hierro con empuñadura esculpida y rematada por una cabeza de león, propiedades de Teódulo que legítimamente se había apropiado.

Aquella memoria reciente de su fracaso lo turbaba casi tanto como la amenaza de las tinieblas, el aliento gélido de la oscuridad, la ventisca y la nieve que embarraba los pasos de la mula negra. No había conseguido salvar a Malco y sus herederos de la matanza, tal como les prometiera; y la huida y su determinación de sobrevivir estaban a punto de convertirlo nuevamente en impostor.

Una luz tenue de fogata y un distante rumor de voces se expandían más allá de La Liebre Cazadora. Egidio se detuvo a unos veinte pasos del portalón. Dos enormes mastines salieron a gruñirle. Sus fauces exhalaban un vaho espeso mientras exhibían con furia los enormes colmillos, un rotundo blancor de amenaza en el entreluz borroso sobre la nieve. Decidió continuar adelante, sin inmutarse, jinete en la mula negra. Conjeturó que aquellos perros, por muy feroces que parecieran, debían de estar acostumbrados a ver mucha gente entrando y saliendo del lugar; y por supuesto: ninguno habría atacado a la mula porque los mastines llevan en la sangre su instinto de defender el ganado. No son depredadores sino guardianes de las bestias que acompañan a los hombres.

Aparte de ladrar con todas sus fuerzas y amenazarlo arrugando el hocico, los perros no causaron más molestias. Con la vista fija en los batientes reforzados con tachones de hierro de La Liebre Cazadora, Egidio, sin descender de la mula, gritó impetuoso:

—¿Quién responde en esta casa? ¿Por qué azuzáis a esos malditos perros contra gente de paz? Necesito un poco de comida, un poco de vino y un sitio donde descansar.

Al poco, la puerta del barracón se abrió entre chirridos como lamentos de la robusta madera. Apareció un hombre rechoncho, abrigado con una manta. Cubría su cabeza y orejas con un bonete de lana anudado en la sotabarba, lo que confería a su persona un aspecto algo grotesco. A pesar de la gordura se movía con agilidad, representando en ademanes aparatosos su esmero como anfitrión.

—Perdóname, señor. Los perros son inofensivos, por mucho que ladren y rechinen la dentadura. A no ser contra lobos y otras fieras que atacan el ganado, no se revuelven; mucho menos contra los hijos de Dios. Pero compréndelo... Son tiempos de inquietud los que vivimos. Estos perros, grandes como terneros, espantan de mi casa a más de un indeseable.

Egidio asintió, condescendiendo. El hombre gordo hizo unos cuantos aspavientos, ahuyentando a los mastines.

—Oh... oh... Fuera de aquí, amigos, malas bestias... Fuera. Aquí no hay nada para vosotros.

Los perros agacharon la cabeza y retornaron a la oscuridad con paso muy lento.

—Llevaré tu mula a la cuadra y los pertrechos adentro, si me permites cargarlos.

—Viajo sin enseres —respondió Egidio inmediatamente.

El hombre rechoncho compuso un gesto de asombro. A Egidio le pareció que de excesiva curiosidad.

—¿Cómo es ello? ¿Un hombre importante como tú viaja de vacío?

Egidio subrayó su voz con impostada dureza.

—Tú mismo lo has dicho: vivimos tiempos de incertidumbre y ningún camino es seguro. Dime, hombre necio: ¿crees que estaría en mis cabales si viajara solo y con vistosa intendencia?

Con gesto ampuloso sacó la espada de hierro, guarecida en su vaina, de debajo del capote.

—Esta es la única carga que me interesa que vean los merodeadores, a buen seguro ocultos en todas las veredas y esperando víctimas a las que esquilmar sin riesgo.

—Ah, señor... Sin duda eres un hombre sabio —reaccionó el dueño de La Liebre Cazadora—. Y un guerrero temible.

—No sirvo con armas a las órdenes de nadie. Tampoco busco pendencias. Pero quienes vengan en contra de mí, ya saben lo que les espera.

Había decidido no dar ninguna otra explicación sobre su persona y su presencia en La Liebre Cazadora.

—Así es, señor... Así es —farfullaba el hombre gordo mientras conducía la mula hacia la cuadra—. Hay que infundir respeto, o mejor aún, miedo, a quienes daño nos deseen. Y esa espada es un arma notable... En efecto lo es. El arma de alguien que sabe lo que se hace al empuñarla.

Satisfecho por cómo había resuelto la situación, Egidio cruzó los umbrales de La Liebre Cazadora. Lo acogió una inmediata calidez.

La lumbre, en el centro de la estancia circular, ardía impetuosa sobre brasas candentes. Olía a guiso repleto de muchas carnes y frutos de cosecha. Y olía a vino exudado por media docena de barricas apiladas en una esquina. Sentados a la mesa, algunos comensales devoraban escudillas bien surtidas de aquel guiso cuyo aroma tan grato le pareciera. Sintió Egidio que pronto se disipaban el miedo y la tristeza de los días vagantes en soledad, temiendo sufrir el mismo destino que Malco y sus desdichados hijos. Se alegró de su suerte. Acogerse al consuelo de la sabrosa comida, el vino y el calor de las brasas, era más sensato que seguir rindiendo sus temores a la noche.

Había algunos hombres sentados en escabeles y en el suelo de tierra compactada, alrededor de la lumbre. Sus trazas eran de pastores, quizá campesinos de la zona echados al camino para huir de la devastación que los brutales asdingos causaban en zonas alejadas. A la mesa, junto con otros cuatro viajeros, había un clérigo, hombre robusto y aventajado de estatura. Colgaba sobre su pecho una pequeña cruz de madera cantoneada en pulcros dorados. Ese detalle y que exhibiera tonsura denotaban su juramento de órdenes mayores.

Todos los presentes, tanto los que bebían y se calentaban junto al fuego como los que comían silenciosos, miraron a Egidio con curiosidad, por lo que se sintió algo incómodo. Cuando tomó asiento al extremo de la mesa, se despojó del capote engrasado y colocó la espada junto a sí, la expresión de todos adquirió acentos de reserva. Un hombre de armas, en aquellos tiempos azarosos, nunca era portador de buenas noticias. Y con palabras propias de tal suspicacia lo recibió uno de los viajeros.

—¿Has descabezado a muchos ahí fuera?

Egidio respondió de mala gana.

—No vengo de batallar. Y mis afanes no son incumbencia de nadie.

Sus verdaderos planes, en aquel momento, eran comer, beber, dormir, reponerse del largo deambular por las montañas... y después, pasados unos días, ajustar con el dueño de La Liebre Cazadora el precio de su hospitalidad. Seguramente se conformaría con la espada y la mula y, acaso consiguiera unas cuantas monedas de añadido. Con aquel magro dinero en la bolsa y el capote heredado de Teódulo para protegerse del frío, estaría en condiciones de volver al cielo raso, su natural, y dedicarse a lo que solía y sabía: la caza furtiva, asaltar corrales y en alguna ocasión, cuando mucho apretaba la necesidad, robar ganado. Aquella era su vida, ese era él y no le apetecía mantener apariencia distinta durante mucho tiempo: lo preciso para descansar el cuerpo, llenar el estómago y sanar el alma de recuerdos demasiado próximos que aún lastimaban.

—No pretendía molestar —insistió el viajero—. Me intereso por tu suerte de soldado, mercenario o lo que seas, en estas épocas de guerra. Aunque, si lo consideras agravio, tienes mis disculpas presen­tadas.

—¿Guerra? ¿A qué guerra te refieres? —replicó Egidio—. No hay guerra en ningún lugar. Hay partidas de vándalos asdingos que campan sin que nadie pueda contenerles. Asolan poblados, roban, violan y asesinan cuanto se les antoja. Desaparecen antes de que las hogueras se apaguen y el hedor a cadáveres chamuscados llegue a la prefectura de Gargalus. También hay bandidos y merodeadores en todas las sendas que cruzan el norte de Hispania, desde las costas del Cántabro a las tierras interiores de Deóbriga, según he oído. Hay mucha gente que huye de un lado a otro, sin saber dónde hallarán seguridad ni dónde les espera la muerte. He visto los antiguos caminos de piedra recorridos por centenares de errabundos, todos agrupados en la vana ilusión de que, al ser multitud, correrán menos peligro. Van en un sentido y otro, cargan con sus posesiones, llevan en carros a los ancianos, enfermos y mujeres preñadas, y de vez en cuando sufren la aparición de esos criminales que acechan desde lo profundo del bosque, en la oscuridad, y lanzan el rápido ataque cuando más confiadas están sus víctimas y los ladridos de los perros son advertencia tardía. Eso es lo que sucede ahí fuera, por si en verdad tuvieses interés en saberlo. No hay ejército que defienda a los pacíficos, ni leyes que nadie respete, ni autoridades que las hagan cumplir. Pero no me hables de guerra. La guerra, con ser siempre una calamidad, es algo mucho más noble y bastante menos cruel que esa lenta carnicería, la cual sufren quienes hasta hace unos años vivían tranquilamente en sus hogares, dedicados a la tierra, a ver cómo crecían las cosechas, cómo engordaba el ganado y parían sus mujeres.

El dueño de La Liebre Cazadora se había despojado del bonete de lana. Ahora mostraba una calva arrugada y brillante de sudor. Se aproximó a Egidio y puso ante él un plato del anhelado guiso de carne y legumbres. Después escanció y sirvió una abundante jarra de vino. Mientras se ocupaba en estas manipulaciones, intentó conjurar la inquietud de los presentes con una opinión que era una buena excusa para disfrutar de la comida y el vino sin mayores preocupaciones:

—Por fortuna, en esta comarca hay relativa tranquilidad, aunque se produzcan algunos incidentes...

—¿A qué te refieres? —preguntó otro de los viajeros.

—Oh... ¿Para qué estropear la cena con el relato de calamidades? —protestó el sacerdote—. Comamos en paz, durmamos con la conciencia tranquila y mañana será otro día. Lo que haya de ser de nosotros y de nuestras vidas seguirá estando en manos de Dios.

—Comparto tu piedad —dijo el curioso—. Pero me gustaría oír sobre esos incidentes que menciona nuestro hospedero. Dentro de dos días tengo que reemprender camino, en dirección al noroeste, y no me gustaría verme sorprendido por malos encuentros.

—El noroeste no es buen destino en estos tiempos —dijo el sa­cerdote.

Los demás asintieron. También Egidio.

—Lo sé, pero eso es cosa mía. Quisiera oír sin embargo sobre los incidentes —porfió el viajero.

—Obcecado varón —sugirió el sacerdote.

—Vamos, vamos... Cuéntanos qué ha sucedido. ¿Qué peripecias son esas?

Suspiró el hospedero, resignado. Finalmente, resumió la historia en unas cuantas palabras:

—Hace pocos días, los asdingos arrasaron el poblado de Uyos. Las noticias viajan más rápido que las personas, y esas noticias, seguramente oídas de labios de algún superviviente, dicen que no dejaron piedra sobre piedra.

—Dios nos asista —susurró el sacerdote—. Eso es algo más que un simple incidente.

Todos miraron a Egidio. Un hombre de armas como él debía de estar enterado sobre acontecimientos tan graves. El recién llegado a La Liebre Cazadora, por toda respuesta a la expectación de sus compañeros de mesa, se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas abiertas, en ademán de sinceridad.

—Nada sé de lo que ha contado este hombre, ni de lo que sucediera en Uyos.

Naturalmente, mentía.

Unos leñadores trajeron la noticia y de inmediato corrió la voz de alarma. Habían visto grupos dispersos de vándalos asdingos merodeando por los alrededores de Uyos. Todos en la ciudad supieron entonces lo que iba a suceder. Negociarían con los bárbaros y si llegaban a un acuerdo salvarían la vida. En caso contrario, solo les quedaba morir defendiendo sus hogares y posesiones. La huida resultaba imposible pues el campo abierto ya estaba tomado por aquellos feroces jinetes de largas cabelleras trenzadas, quienes lanzaban flechas desde sus monturas, acometían con lanzas y espadas y solo echaban pie a tierra para rematar a los heridos y rapiñar el botín.

A la mañana siguiente, Irenión, el caudillo asdingo, y una docena de sus guerreros, se presentaron a las puertas de la ciudad. Los jinetes del séquito mantenían en alto banderolas de guerra, estandartes rituales y unas cuantas picas con cabezas clavadas en la punta. Propiamente no hubo negociación. Los vándalos asdingos, de la tribu de Irenión y de las estirpes de Landoaldo y Erasto, exigían mil piezas de oro, cien caballos y trescientas cabezas de ganado a cambio de pasar de largo, seguir su camino y no arrasar la ciudad. Los varones de Uyos aceptaron las condiciones porque no les quedaba otro remedio, aunque sabían que iba a resultarles imposible reunir tanto oro y tantos caballos en el plazo otorgado por los asdingos: un día y una noche. Se prepararon entonces para la defensa, es decir, la muerte honrosa. El miedo se convirtió en furia contra los invasores, y la resignación en determinación: mejor sucumbir después de haber matado a muchos de aquellos salvajes que dejarse cortar el cuello como reses.

Todos se dispusieron a la lucha menos Malco, el comerciante más rico de Uyos, así como sus hijos Sadtobel y Teódulo. Ellos pensaban en huir y llevar consigo cuantos bienes pudiesen transportar. Porque los ricos, los que son ricos de verdad y nacen ricos y hasta después de muertos son ricos, nunca piensan en el valor de la vida y la muerte sino en el precio de sus posesiones, y aquel precio era demasiado elevado para perderlo en una lucha absurda y sin esperanza. En eso pensaban cuando se dispusieron a la fuga, salir a campo abierto, más allá de las fortificaciones de Uyos, intentar atravesar sin ser vistos el cerco de los asdingos, poner a salvo sus riquezas y, si era posible, sus vidas.

Egidio pasó ante la casa de Malco unas cuantas veces antes de atreverse a llamar. Finalmente se decidió. Golpeó con fuerza los gruesos portones y aguardó a que alguien respondiese. Al cabo de un rato, Sadtobel asomó a la ventana de la estancia superior.

—¿Qué quieres de nosotros? No nos molestes en el día de hoy, que bastante ocupados estamos.

—Soy Egidio, el pastor.

—Sé bien quién eres: Egidio el pastor, el furtivo, el ladrón a quien mi padre puso en el cepo hace un año, por robarle dos cestas de manzanas y una cabra recién parida. Vete y deja de importunar.

—Quiero ayudaros —clamó Egidio—. Sé cómo salir de Uyos... Escapar sin ser vistos por nadie.

Mudó inmediatamente la expresión de Sadtobel. También el tono de su voz.

—¿Dices la verdad?

—¿Cómo se me ocurriría venir a mentiros en estos momentos?

—Aguarda entonces.

Sadtobel corrió escaleras abajo y abrió los portones de su casa, pero no llevó a Egidio al interior de la morada sino al establo donde su padre, el opulento Malco, y Teódulo, el menor de los hijos, cargaban un carromato con mercancías de todas clases: telas, vasijas con tintes y esencias, bolsas de cuero, odres y barricas en cuyo interior seguramente ocultaban todo el oro que pudieron reunir durante los últimos días. Eso al menos supuso Egidio.

—Maldita ciudad, malditos bárbaros y malditos sirvientes —se quejaba Malco—. Hatajo de cobardes... Todos se han marchado. Todos nos han abandonado.

Era un hombre en los inicios de la senectud, pero aún conservaba todo su vigor físico y, desde luego, la determinación y robustez de ánimo que muchos más jóvenes que él nunca tendrían.

Sin dejar de afanarse en la carga del carromato, sin mirar de frente porque conocía sus facciones de memoria, se dirigió a Egidio.

—¿Es cierto que puedes ayudarnos a escapar?

—Lo es, señor.

—¿Y qué quieres a cambio?

—Dos monedas de oro —se apresuró Egidio en responder—. Solo dos monedas de oro, digno Malco. Lo suficiente para abandonar Uyos y comenzar una nueva vida en otro lugar donde nadie me conozca.

—Te conocerán en cuanto lleves un par de días en cualquier rincón de este mundo. Nunca vas a cambiar. Y la gente como tú se delata por sus acciones, no por su apariencia.

No replicó Egidio tras aquellas palabras.

—Pero dime cómo piensas ayudarnos.

—Sé dónde hay una salida de la ciudad, al norte. El cercado allí es de madera y nunca se han ocupado de reforzarlo. El matorral y los espinardos descienden tan tupidos desde la montaña que forman una barrera infranqueable y, por así decirlo, una perfecta defensa natural. Solo metiendo fuego a toda esa vegetación quedaría libre el acceso, pero los asdingos no van a hacerlo... Sería una pérdida de tiempo. Atacarán el bastión adelantado en el sur y desde los campos en barbecho del oeste.

—¿Y esa salida? —urgía Malco las explicaciones.

—Yo, señor, sé cómo atravesar la espesa fronda.

—Lo imagino —sonreía el opulento Malco—. Como también imagino que has estado utilizando ese paso entre el matorral durante muchos años, para beneficiarte de él en tus fechorías, ocultarte luego de cometer robos, escapar con alguna gallina bajo el brazo y cosas parecidas.

Egidio agachó la cabeza.

—Oh, vamos... No es momento de sentir vergüenza por tus desmanes y latrocinios, de sobra conocidos en Uyos. Por otra parte, dudo mucho que conozcas esa emoción, la vergüenza.

—Señor, yo...

—Calla y escúchame.

Impuso Malco la voz de un hombre acostumbrado a mandar y que al instante todos obedeciesen. Sus dos hijos, el fornido Sadtobel y el joven y espigado Teódulo, lo observaban con expresión sumisa, de temor y admiración.

—Si dices la verdad, te daré esas monedas. Pero no las oirás repicando en tu bolsa hasta que estemos a salvo los tres. Dime: ¿dónde piensas conducirnos después de que atravesemos ese paso secreto entre los matorrales?

—La senda conduce hasta el primer ascenso de la colina del Pozo Seco. De allí a los canchos del Accuarose que puentean el río hay media jornada de marcha. Desde ese punto podemos remontar los altos del noreste, que sin duda estarán despejados, y dirigirnos hacia Gargalus por la montaña oriental.

Reflexionó Malco unos instantes sobre el itinerario propuesto. Después dijo:

—Hay un problema.

—Lo sé —respondió Egidio.

—¿Lo sabes?

—Sí. El carro.

Asintió el patriarca de la familia más rica de Uyos.

—En efecto. Me parece imposible adentrarse con un carro en esa salida de la que hablas.

—Del todo imposible, señor —confirmó Egidio los temores de Malco—. En cualquier caso, podéis llevar mulas y caballos, tantos jumentos como puedan conducir tres hombres... Pues supongo que nadie más ha de acompañaros.

—Eso trastorna nuestros planes —aseveró Malco.

Quedaron pensativos, con mucha gravedad meditabundos tanto él como sus hijos. Allí estaban, pensó Egidio, preocupados por un carro, por lo que un carro podía cargar y dónde podía o no llevarse un carro atestado con su oro y sus pertenencias, mientras los demás habitantes de Uyos se disponían a luchar contra los asdingos y morir a espada y fuego. Pero ellos no eran como los demás. Ellos eran ricos. Tan ricos que ni había pasado por sus cabezas la idea de pagar las mil monedas de oro exigidas por aquellos bárbaros como precio a su retirada. Malco y sus hijos poseían ese tesoro, fuese en metal corriente o en polvo equilibrado, pesado en onzas y guardado en pequeñas bolsas de cuero. No, qué ocurrencia tan absurda. Un carro y la carga de un carro: ese era su gran problema en aquellas horas, cuando la ciudad donde habían hecho sus negocios y ganado gran parte del oro que ahora se disponían a poner a salvo sucumbía bajo la segura amenaza de los asdingos.

—Está bien —dijo Malco finalmente—. Como solía decir mi padre, el viejo Silio Malco: de un mal negocio sacar lo que se pueda y de lo perdido salvar todo lo posible. Viajaremos sin el carromato.

—Es una sabia decisión.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? ¿Cuál es tu plan para salir de Uyos sin llamar la atención de nuestros vecinos y, por supuesto, sin que los bárbaros se nos echen encima en cuanto aparezcamos a la intemperie?

—Si finalmente quedamos de acuerdo, como parece que ha de ser, debéis abandonar la ciudad de noche —expuso Egidio aquel plan que Malco exigía—. En cuanto salga de vuestra casa, ahora, es preciso que alguno de vosotros me acompañe para mostrarle el lugar exacto donde la empalizada de madera puede sortearse y entrar en el sendero del que os hablo. Cubrid las pezuñas de las caballerías con recias telas, para que no hagan ruido. De todas formas, andarán los habitantes de Uyos demasiado ocupados con los preparativos de la defensa como para reparar en tres ambulantes y una recua. No obstante, encapuchaos para que nadie os identifique, pues también es posible que cualquiera os reconozca y se extrañe de que vaguéis al amparo de la noche, con animales de carga. Llevad solo una antorcha, al principio de la comitiva, y apagadla en cuanto hayáis penetrado en el paso por entre el matorral. El sendero es único y tan estrecho que jamás os perderíais. Yo esperaré en los canchos del Accuarose, en la orilla opuesta. Desde allí, os conduciré a Gargalus como he prometido.

—¿Y por qué no te quedas con nosotros y ayudas a preparar la intendencia y demás engorros de este viaje? —preguntó el mayor de los hermanos.

—Porque vendo mi pericia como guía y mis mañas andariegas de ladrón, como bien ha dicho tu padre. Pero no me alquilo como mozo de carga.

Malco soltó una risotada.

—Eres un bribón, un desalmado y un hombre sin escrúpulos, Egidio. Lástima que eligieses el menesteroso oficio de robagallinas, porque habrías sido un buen comerciante.

Egidio volvió a entornar la mirada.

—Señor, hago lo que puedo.

—Y bien te conviene hacerlo a satisfacción. Pues mira lo que he de decirte, Egidio el malhechor. Por la memoria de mi difunta esposa lo juro, por mi vida y la de mis hijos doy solemne palabra... Y en esta declaración hasta el alma de tus padres invocaría si supiese quiénes fueron tan desdichadas personas: si todo sale conforme has expuesto, te recompensaré con las dos monedas que me pides y mi gratitud perpetua; pero si me engañas, si intentas quedarte con mi oro sin haber cumplido lo acordado, aunque la traición me cueste la vida, desde el más allá he de perseguirte para pedir cuentas por esa felonía. Eso si muero, claro está. Si conservo la piel y sospecho siquiera que has intentado robarme o vendernos a los asdingos, ten por seguro que yo mismo, de mi mano, he de procurarte un mal morir. Y de un puntapié enviaré tu alma a los infiernos.

Egidio no parecía impresionado por la advertencia. En el transcurso de su vida de ladrón y furtivo, peores amenazas había escuchado.

—Señor, lo mismo que tú he de decir respecto a este punto. Si supiera quiénes fueron mis padres, por su alma juraría que voy a servirte con lealtad y diligencia.

A Malco le costó volver a sonreír, pero lo hizo.

—Está bien. De nada más hay que tratar hasta que volvamos a encontrarnos. Vete de mi casa ahora. Mi hijo Teódulo te acompañará para que le muestres el acceso a ese camino salvador entre los matorrales.

Al día siguiente, desde que el sol comenzase a despuntar, Egidio estuvo aguardando la llegada de Malco y sus hijos en la ribera del Accuarose. Avanzó la mañana y no hubo rastro de ellos, lo que inquietó al furtivo. A mediodía oyó el chapoteo de la mula negra cruzando el río por el cauce mermado, un poco más arriba del lugar en que se encontraba. Corrió hacia donde la mula hundía sus pasos en el agua y vio a Teódulo, herido y sin aliento, sobre la cabalgadura. Lo cargó hasta la orilla y poco a poco lo arrastró hacia un bosquecillo de acacias y alto matorral, ocultándolo de posibles perseguidores. Después regresó para encargarse de conducir la mula al mismo sitio.

Mientras agonizaba, con palabras febriles que salían sin ímpetu de su garganta, Teódulo contó lo que había sucedido.

Durante toda la noche habían caído flechas incendiarias sobre Uyos. Al amanecer, los asdingos se dispusieron a tomar la ciudad. Fueron momentos de gran confusión que Malco y sus hijos aprovecharon para incursionar en el sendero franco entre la maleza. Llevaban de las riendas dos mulas y dos caballos, y no encontraron obstáculos para salir del angosto boscaje. Pero cuando empezaron a ascender la colina del Pozo Seco, toparon con un grupo de salvajes asdingos, sin duda arqueros emboscados desde la noche anterior. Malco ordenó a sus hijos que continuasen monte arriba, halando de las cabalgaduras, mientras que él, con la espada desenvainada, se enfrentaba a los bárbaros. Sadtobel no hizo caso a su padre y corrió junto a él para socorrerlo. Aunque todo fue en vano. Teódulo contempló aterrado cómo los asdingos asaeteaban a corta distancia a Malco y Sadtobel. Después los ensartaron con lanzas. Cuando ya eran cadáveres, les cortaron la cabeza con secos golpes de espada. Los desnudaron y se repartieron sus ropas y cuantos objetos llevaban encima, en una jubilosa ceremonia de rapiña. A Malco le arrancaron dos dedos de la mano derecha para hacerse con sus anillos de oro. Después, comenzaron los asdingos a perseguir a Teódulo. Este, espantado por la carnicería que acababa de presenciar, se desembarazó del equipaje y las cabalgaduras con toda rapidez. Sin más carga que una espada montó en la mula negra y la azuzó monte arriba. Sabía que los asdingos estaban interesados en el botín, no en su persona, pues en cuanto a matar y descuartizar, bastante se habían satisfecho con su padre y su hermano. Y así era: aullaban de gozo los despiadados guerreros de la tribu de Irenión al comprobar lo cuantioso del botín. Gritaban, palmoteaban, se revolcaban por el suelo entre grandes risas. Y al final, como era previsible, comenzaron a pelear entre ellos por llevarse la mejor parte de aquel tesoro que la fortuna acababa de poner en sus manos. Teódulo comprendió que todo lo perdía, riquezas y familia, pero conservaba la vida. Al menos eso creyó, que viviría, hasta que uno de los arqueros asdingos, quizás enfurecido porque la lucha por el expolio le había sido adversa, comenzó de nuevo a perseguirlo. Lanzó flechas hasta que una de ellas atravesó el costado de Teódulo, derribándolo de la mula negra. No corrió sin embargo para rematarle y robar sus pertenencias, pues algunos de sus compañeros lo llamaban a gritos, urgiendo su incorporación a cualquiera de los bandos formados en batalla campal por las riquezas de Malco.

—Nuestro oro mató más bárbaros que nuestras espadas —admitió, pesaroso, Teódulo ante Egidio.

Tras arrastrarse un buen trecho, consiguió romper la punta y arrancarse el venablo que lo traspasaba a la altura de la cadera. Con enorme esfuerzo, creyendo morir en cada borbotón de sangre que manaba de su cuerpo, logró subir de nuevo a la mula negra. Sujetó la herida con ambas manos, mordió las riendas y arreó a su montura. No se detuvo ni volvió a mirar atrás.

—Ahora estoy en tus manos, Egidio —susurraba—. Mas no puedo pagarte las dos monedas de oro prometidas por mi padre. No me queda nada.

—No te preocupes, eso ya no tiene importancia —lo consolaba Egidio. Fue todo lo que hizo por el muchacho: darle ánimos mientras moría.

El hospedero retiró los platos y sirvió más vino. Tras la breve noticia que expusiera poco antes sobre Uyos y cómo los asdingos habían arrasado la ciudad, un aire de soberana incertidumbre, de inquietud trasmutada en tristeza, adensaba el ambiente en La Liebre Cazadora. Cada cual pensaba en lo sucedido y en las posibilidades que tenía de verse en situación parecida: padecer el mismo fin que los habitantes de Uyos.

—Bah... bah... —intentaba animarlos el sacerdote—. Uyos se encuentra a cinco jornadas de marcha, en las montañas centrales, muy lejos de aquí. Además, lo que un viajero normal recorre en esas cinco jornadas, un ejército como el de Irenión tardaría en hacerlo el doble de tiempo. Estamos a salvo.

—Durante al menos diez días habrá tranquilidad. Eso no me consuela —dijo el hospedero.

Algunos rieron. El sacerdote corrigió enseguida la ligereza de su dictamen.

—Quiero decir que, a buen seguro, en menos de diez días los soldados de Gargalus habrán dado caza a esa partida de asesinos y les harán pagar sus crímenes.

—Muchos soldados serían necesarios para contenerlos, siquiera para obligarlos a dispersarse —dijo, con bastante rabia, el viajero que pensaba dirigirse al noroeste.

—No creo que vengan a estas tierras —aventuró Egidio su opinión. Enseguida se reprochó haber hablado más de la cuenta.

—¿Por qué lo sabes?

—No he dicho que lo sepa, sino lo que creo.

El viajero, ciertamente, era un hombre tozudo.

—¿Y por qué lo crees?

—Hace medio año, antes de reunir su ejército disperso para atacar Uyos, Irenión puso cerco durante seis días a Galardum. Eso significa que se desplazan hacia el oeste. Les interesan las ciudades grandes, con mucho ganado y abundantes cosechas guardadas en sus graneros, no enclaves perdidos en la montaña. ¿Qué beneficio obtendrían los vándalos asdingos atacando La Liebre Cazadora? ¿Quizá la esposa de nuestro hospedero podría preparar un guiso tan delicioso como el que hemos comido para los cientos de brutos que llamarían a su puerta?

Las palabras de Egidio tranquilizaron a los presentes. Si aquella era la opinión de un hombre que viajaba acompañado tan solo de su espada, sin duda tendría sus buenas razones, aparte de las expuestas. Porque de eso estaban todos convencidos: Egidio hablaba lo necesario y callaba mucho de lo que sabía.

—Por otra parte, que el ejército de Irenión se haya reunido y todos sus guerreros marchen ahora bajo el lábaro de ese criminal, también os beneficia. Os veréis libres de partidas de merodeadores que actúan por su cuenta, grupos pequeños que se mueven rápido y causan muchísimo estrago allá donde aparecen.

—Estás muy en lo cierto, hombre de Dios —proclamó el sacerdote al tiempo que dejaba caer sus manazas sobre la mesa, en ademán confianzudo—. Disculpa que no te llame por tu nombre, pero aún no lo has dicho.

—Así es —admitió Egidio.

—Yo soy Castorio, diácono de Sanctus Pontanos en viaje hacia Vadinia, donde Berardo de Hogueras Altas quiere fundar un extenso señorío, para lo cual ha convocado a los prevalecientes de la región.

—Me parece muy bien —respondió Egidio. Por descontado que no pensaba decir su nombre, ni al sacerdote ni al hospedero ni a ninguno de los allí congregados.

Bromeó el viajero al noroeste:

—Creo que en esta casa, esta noche, solo hay un misterio más grande que nuestro recién llegado.

—¿Cuál es? —preguntó su compañero de mesa.

—¡La mujer que nos cocina! ¡Llevo día y medio bajo este techo y aún no he podido verla!

Volvieron a reír los presentes. La risa es buena para conjurar el miedo y olvidar los malos presagios. Bien lo sabían y en ello se apli­caban.

—El anfitrión de La Liebre Cazadora sin duda la tiene presa, escondida al otro lado de aquella puerta, encadenada a los fogones.

—Amigos, os lo ruego —sonreía forzadamente el hospedero—. Mi esposa es una mujer muy tímida...

Bajó la voz.

—... y muy fea. Nunca se deja ver en público, pues teme ser motivo de chanzas. También le ha entrado el capricho de que si nuestros hospicianos la ven y reparan en su fealdad, ya no querrían probar sus guisos; los cuales, como podéis comprobar, son de lo más sabroso que puede tomarse en muchos miliardos en derredor.

—Qué bobada —se quejó el sacerdote—. Una mujer que cocina con tanta delicadeza, a la que Dios ha otorgado el don de saciar el hambre de sus semejantes, no puede ser fea. Lo niego, aun sin haberle puesto la vista encima. Tu esposa, hospedero, seguramente es un ángel.

Las risas, entonces, resonaron más allá de las paredes de La Liebre Cazadora, hasta el hueco de maderas y piedras junto al establo donde los mastines dormitaban. Los perros, sobresaltados, se pusieron en pie y comenzaron a aullar.

—Hasta los perros alzan sus hocicos al cielo para renegar de tu herejía y pedir perdón al Altísimo —dijo alguno de los que se carcajeaban.

—Un ángel... Lo que se dice un ángel... —se disculpaba el hospedero con Castorio de Sanctus Pontanos—. Un ángel no es, ni lo ha sido nunca.

El cuarto comensal, que hasta ese momento no había dicho palabra, se levantó súbitamente, con tanta vehemencia que desplazó el escabel donde asentaba sus posaderas, haciéndolo caer unos palmos más allá.

—¡Por mi Dios que al fin sé quién eres! —exclamó con voz agitada, sin apartar la vista de Egidio.

Ante lo inesperado de aquella actitud, se acabaron las risas inmediatamente. Todos enmudecieron y fijaron su atención en el hombrecillo de voz aguda que se dirigía a Egidio en forma destemplada.

—¡Ajá! ¡Lo sé! ¡Claro que lo sé!

Egidio conservaba la calma. Miró fijo a su compañero de mesa, sin descomponer el semblante ni alterar su expresión lo más mínimo.

—¿Nos conocemos tú y yo?

—No sabes quién soy —dijo el viajero—. Aunque de inmediato te lo digo. Me llamo Hernón, avecinado en Legio y de camino hacia el puerto de Noega, en el país Cilúrnigo. Mi oficio, el cual poco interesa en este momento, me llevó hace dos inviernos a la ciudad de Uyos, de la que tanto se ha hablado esta noche. Y puedo jurar por mi alma que fue allí, en esa ocasión, cuando te vi. También juro que no se me despintó tu cara porque fue lo único que pude ver de ti. La tenías bien enmarcada en el cepo, donde algún vecino honrado te había llevado por ladrón.

Hubo un rumor de pasos en retirada, de cuerpos irguiéndose en alerta. Si el recién llegado respondía a aquella acusación tomando la espada, esa noche habría sangre, mucha sangre en La Liebre Cazadora; y ninguno deseaba que la sangre fuese suya.

Egidio permanecía sentado al otro extremo de la mesa, la vista ligeramente alzada, sin inmutarse.

—Te equivocas.

—No lo creo. Estoy tan seguro de lo que digo como que ahora mismo es de noche y dentro de unas horas saldrá el sol y será de día.

—No saldrá el sol para ti si insistes en difamarme —afirmó Egidio en el mismo tono imparcial, aparentemente desprovisto de emo­ciones.

—¿Piensas matarme?

Hernón de Legio miraba a Egidio con suma arrogancia.

—Repara en cuántos testigos hay presentes. Ya te guardarías muy mucho de causarme ningún daño. No creo que te convenga añadir un asesinato a la lista de tus delitos, la cual imagino bien nutrida.

Egidio pensó unos instantes su respuesta. En sus labios apareció la sombra de una sonrisa.

—Has bebido demasiado vino y eso te nubla el conocimiento.

Entonces intervino el clérigo, Castorio de Sanctus Pontanos, con una vitalidad y bonachería inusitadas. Se dirigió a ambos como si zanjase una disputa entre niños por cualquier bagatela.

—Ah... Amigos míos. Nada de eso... No vamos a consentir disputas ni riñas en este lugar donde se acoge a cualquier cristiano y todos descansan en gracia de Dios. Vamos, ¿por qué tener pendencias, pudiendo pasar la noche en amistad, bajo el mismo techo? Y en una cosa te equivocas, viajero cuyo nombre aún no sabemos. Nuestro hermano Hernón, de la muy antigua y devota ciudad de Legio, no ha bebido demasiado vino. ¡Ha bebido demasiado poco! Aunque eso puede arreglarse de inmediato.

Tomó la jarra y llenó el cuenco de madera de Hernón. Después hizo lo mismo con el de Egidio.

—Bebed ambos y olvidemos este absurdo contratiempo. Haced las paces. Perdonaos uno al otro y vayamos todos a descansar, que buena falta nos hace.

—Si está dispuesto a retirar todas esas infamias... mi perdón lo tiene concedido —asintió Egidio—. Y de un trago vació el cuenco.

—Ni una palabra he dicho que sea mentira. Mantengo todo cuanto ha salido de mis labios —porfió el viajero a Noega.

Imitando a Egidio, como si sellase con aquel gesto una incorruptible determinación de llegar al fondo del asunto, bebió hasta acabar el vino.

—A mi vuelta de Noega he de pasar por Gargalus, donde algún negocio me reclama. Seguro que en la prefectura tienen noticias de tu persona y andanzas. Ya me enteraré entonces de todos tus delitos y por cuántos de ellos se te reclama.

Comenzó a congestionarse Hernón de Legio. Sus mejillas se enrojecieron como si un ataque de ira incontenible lo poseyera. Sus palabras se entremezclaban con violentas toses.

—Vienes a esta casa, que es hogar de gente pacífica... y te presentas a lomos de una cabalgadura sin duda robada... y con un arma que igualmente has robado, a saber dónde... y cómo... y el destino que haya corrido su infeliz dueño...

Se llevó ambas manos a la garganta. La tos se convirtió en estertores que ahogaban su voz chillona y le impedían respirar.

—Dios santísimo... Ayudad a este hombre —clamó el sacerdote—. Parece que se encuentra mal.

El hospedero corrió en busca de una jarra de agua. Entre dos de los presentes sujetaron al viajero de Legio, quien se desplomaba sin remedio. El color de sus facciones pasó del rojo intenso al cárdeno y, con insólita rapidez, al negruzco amoratado.

Lo dejaron en el suelo. Cuando el hospedero llegó con la jarra de agua temblando en sus manos, Hernón de Legio, caminante hacia el país Cilúrnigo, era ya cadáver.

—¡Qué terrible calamidad para mi casa! —exclamó el dueño de La Liebre Cazadora.

Al oír sus gritos, la mujer que se ocupaba de los fogones entró a todo correr en la estancia.

—¿Qué sucede, esposo mío?

—Nada que puedas remediar ni en lo que puedas ayudar —contestó él—. Vuelve dentro y ocúpate de lo tuyo. Vuelve a tu lugar de inmediato.

La apremiaba el hospedero con disgusto en los ademanes y sonrojo en la expresión.

Egidio y todos los presentes comprendieron entonces por qué no dejaba a nadie poner la vista sobre su esposa.

No era fea, ni vieja. Era muy joven. Y muy hermosa.

En una esquina del establo donde el tufo de los animales llegaba menos agrio y buenamente compensaba el calor del recinto, sobre un montón de paja seca, arropado con el denso capote que heredó de Teódulo y una manta de lana cedida a préstamo por el hospedero, Egidio recordaba las últimas escenas en la sala circular de La Liebre Cazadora.

Juntaron dos bancas de madera que hicieron las veces de improvisado catafalco y colocaron encima el cadáver de Hernón. Cuando se alejaron del difunto había un aire de contrición en la mirada de todos. Se habló mucho durante aquella velada, quizá demasiado, sobre acciones sangrientas, saqueos y toda clase de calamidades propias de los tiempos. «Incidentes» los llamaba el hospedero. Para los demás, aquellos incidentes tenían el mismo significado: grave riesgo de morir cuando menos lo esperasen. Y la misma muerte, como si quisiera escarmentarlos y avisar de su continua presencia, se había manifestado ante ellos con todo su poder, segando con tajo poderoso la existencia del infeliz Hernón. No negaría Egidio que se alegró por el lapidario final de las diatribas del viajero, aquel furibundo discurso en su contra que únicamente podía haber acallado blandiendo la espada, cosa que en absoluto le apetecía, entre otras razones porque nunca antes empuñó arma igual ni tenía remota noción de cómo hacerlo. Salió beneficiado por el fulminante ataque que se llevó a Hernón a ultramundo, junto con todas y cada una de sus acusaciones. Pero el favor del destino, manifestado de aquella manera, no dejaba de ser un mal augurio. La muerte nunca es buena, aunque caiga sobre gente que nos incordia; mucho menos si llega y señorea y exhibe implacable potestad a dos palmos de quien presencia el estrago.

El sacerdote, Castorio de Sanctus Pontanos, administró la extremaunción al fallecido, le dedicó un par de oraciones y dispuso lo que había de hacerse con él:

—Mañana le daremos entierro donde acostumbren a inhumarse los cristianos del lugar. Las pertenencias del difunto queden en depósito, bajo custodia del dueño de esta casa. Todos somos testigos de lo que ha sucedido, de modo que no hay razón para más cautelas. Y todos confiamos en nuestro hospedero... ¿No es así?

Asintieron los presentes en el improvisado velatorio, aun cuando tenían constancia de que el hospedero había mentido al menos en una ocasión, tildando de fea y apocada a su esposa cuando ni una cosa ni la otra eran ciertas.

—Pues ya está todo dicho —comenzó a disolver el clérigo la asamblea—. Vayamos a descansar pues la noche es larga y ha comenzado con exceso de emociones. Y recemos, hermanos. Recemos todos, antes de abandonarnos al sueño, por el alma de Hernón, para que Dios Nuestro Señor y su clavario Santo Pedro la acojan en el reino de los cielos.

No rezó Egidio, porque no sabía y porque nadie le había aclarado aún, en todos los años de su vivir, a qué dios conviene elevar preces. Lo que sí hizo fue pensar detenidamente en las palabras que le dirigió en un aparte el sacerdote, cuando los demás hospicianos de La Liebre Cazadora buscaban su refugio y acomodo para pasar la noche:

—Mañana no tendrás adónde ir, joven vagabundo. Y tu cabeza está tan vacía de planes como tu bolsa. ¿Me equivoco?

Egidio no contestó. Esperaba la propuesta de Castorio, diácono de Sanctus Pontanos.

—Acompáñame a Vadinia. Hagamos el camino juntos. Yo cuidaré de ti y tú de mí. Diremos en todo lugar que eres mi comitiva durante el viaje a Hogueras Altas, lo que a nadie causará extrañeza. Así te verás libre de que cualquier otro deslenguado, como ese maldito Hernón cuya alma arda en los infiernos, te indague y te descubra y busque complicaciones.

Confuso por las últimas palabras del sacerdote, tembló la voz a Egidio cuando preguntaba:

—¿Qué puedo hacer yo por ti, si no sé manejar la espada y nunca he luchado cuerpo a cuerpo contra nadie? Mal protector sería de tu persona.

Suspiró el sacerdote, afectando paciencia como si se dirigiera a algún simplón de buenas intenciones pero poco entendimiento.

—Hijo mío, en estos tiempos que corren lo importante no es llevar buena compañía de gente bien armada, sino parecerlo.

Palmeó a Egidio en los hombros.

—En lo que concierne a tus cuentas con La Liebre Cazadora, pierde cuidado. Yo me encargo de ellas.

Egidio se retiró a descansar con el consuelo de que saldría de aquella casa siendo todavía dueño de la espada, el capote de paño y la mula negra que Teódulo, rico heredero del muy rico Malco de Uyos, no había podido llevarse a la otra vida.

A medianoche lo despertó un húmedo tacto en la mejilla. Una lenta respiración llegaba rumorosa, pegada a su oído. Entre sueños había pensado que uno de los mastines se acomodaba junto a él, buscando el calor del lecho. Pero no era un mastín quien lo espabilaba. La nariz fría en contacto con la mejilla, la respiración calmosa y cálida, eran las de una mujer.

—¿Qué haces aquí? —preguntó siseante.

—Te busco, buen mozo.

—Eso ya lo veo y por eso mismo te pregunto. ¿Por qué no estás con tu marido?

—Él duerme. Yo no.

Desde la puerta entornada llegaba el resquicio rojizo de las brasas aún brillantes en el barracón, y también luz de plomo y nieblas hendidas por el brillo sin fuerza de la luna mediada. Bajo aquella luz la vio incorporarse, deshacer en cada hombro los nudos del sayo con que se cubría y quedar desnuda. Después se agachó y con mano presurosa apartó el embozo, se colocó sobre Egidio y volvió a cubrir a ambos.

—Si nos ve, nos matará a los dos.

—Duerme como un buey, ronca como un cerdo y jamás se despierta a medianoche. No sé cómo un hombre de tan mala índole puede dormir así de profundo, como si descansara siempre con la conciencia muy tranquila.

—¿Debería sentir remordimientos?

—Deja eso ahora. No hables de él. Mejor aún: no hables.

El hálito a hembra encendida en deseos disipó los demás olores de la cuadra. Hacía mucho tiempo que Egidio no estaba con una mujer, desde que un año antes, en el poblado de Tempara, una prostituta se apiadase de su indigencia. Le permitió yacer con ella a cambio de un pan reciente y dos manzanas que el ágil furtivo había robado en el mercado. Pero de eso hacía un año. Su cuerpo de varón en plenos vigores tras larga abstinencia reaccionó de inmediato a las caricias de la mujer del hospedero. Ella, urgente y un tanto impúdica, buscó con ansiedad el miembro ya dispuesto, tembloroso en la efímera espera. Lo llevó súbito a su tibio acomodo y ambos gimieron en el primer desvelamiento del calor y la voraz acogida del otro. Duró el encuentro unos instantes, más de lo que Egidio habría necesitado para descargar toda aquella simiente contenida, pues demoró cuanto pudo su placer en consideración a la inesperada pareja; y duró menos de lo que a ella le hubiese gustado. Pero la noche no había hecho más que comenzar, se consoló ella. La energía con que el joven viajero la había tomado presagiaba sin duda un par de cabalgadas más. Mientras, tendida y piel contra piel, jadeante aún, le contaba sobre el hombre ruin, pues así lo tildaba, ruin, tiránico y avaricioso al que estaba sometida.

—Condenada de por vida, esa es mi desgracia ... —iba susurrando al oído de Egidio—. Soy pobre, nada poseo y él nada me otorga, mucho menos me obsequia, a pesar de que esta casa y quienes buscan en ella refugio colman nuestra bolsa cada día. Digo nuestra bolsa aunque ni una moneda he visto ni, por supuesto, él permitiría que estuviese nunca en mis manos.

Apretaba el cuerpo contra él, compartiendo la humedad de ambos, las piernas enroscadas en las suyas, el sexo goteante y ávido pegado al muslo de Egidio. Acariciaba su virilidad, dándole pequeños pellizcos, llamándola a despertar de nuevo, cuanto antes...

—Soy su esclava, su cocinera y su puta. No permite que nadie me eche la vista encima, y me mantiene aparte, en la pequeña habitación donde vivo atosigada por el humo y el calor de los fogones.

Ella no olía a humo, pensó Egidio. Olía a mujer entregada, dueña y servidora de su propio deseo.

—A veces me golpea. Si algún hospiciano se queja de que el guiso no es de su gusto, o la carne no está bien asada, o el vino picado, la paga conmigo, como si fuera yo culpable del mal paladar de leñadores y arrieros, o de que se vuelva vinagre el vino barato y malo que compra y del que nutre sus barricas. Y jamás me agradece nada. Si salen satisfechos sus invitados, si dejan caer brillantes monedas en sus manos, entonces todo es mérito suyo, por saber cómo debe tratarse a los viajeros, por su bondad y generosidad y por cumplir el piadoso precepto de acoger a caminantes y sanarlos de la intemperie. Esa es mi vida, guapo mozo. Vivo miserablemente, sumisa a un viejo avariento y cruel, y mi única esperanza de abandonar esta penuria es envejecer rápido, morir pronto y que Dios me lleve a las cocinas del imperio celestial, más espaciosas y ventadas que el rincón donde paso mis tristes días.

—O que él muera antes —dijo Egidio.

—Ah... Qué desgracia sería esa —reía la mujer del hospedero, apiadándose de sí misma—. Si el cabrito de mi marido cometiese la felonía de morir antes que yo, me vería en la absoluta miseria y arrojada de esta casa, condenada a vagar sin techo que me cobijase y, seguramente, a prostituirme en cualquier andurrial para no morir de hambre.

—¿Por qué? —se interesó Egidio.

—No soy la primera esposa del cebón. Antes que yo hubo otra, la cual falleció, supongo, de la misma amargura que a mí me hiere día tras día. Tuvo hijos con ella, dos varones, a cuál más borracho y gandul. Uno es afeminado y le gusta que lo ensarten tanto mozos viriles como bujarrones y depravados de toda condición. El otro disfruta violando a impúberes. Vienen poco por aquí, afortunadamente. Pero si el hospedero falleciera, en menos de lo que se tarda en apagar una vela de un soplido se presentarían en este hogar que ni siquiera puedo decir mío. Lo reclamarían todo y me echarían a rodar por el mundo.

—Eso sería muy injusto.

—Todo en esta vida es injusto, joven amigo. Ahora mismo, por ejemplo, no es justo que yo esté ardiendo por el deseo de que vuelvas a poseerme y tu verga no responda a mi caricia como yo esperaba.

—Eso tiene fácil remedio —dijo Egidio, dulcemente.

Besó largo y con mucha ternura a la mujer del hospedero. Tras el abrazo, todo estaba conforme y a satisfacción de ella. Y dos veces más, aquella noche, quedó la mujer del hospedero saciada.

Antes de marcharse, casi de amanecida, la mujer señaló hacia la estrecha, mugrienta boyeriza donde dormitaban dos terneros.

—Quiero hacerte un obsequio. Hasta hoy no he encontrado hombre que lo valiera.

—¿De qué se trata?

—Tú mismo lo descubrirás. En cuanto amanezca, antes de marcharte, aparta a los cornudos y rebusca en el suelo. Verás que hay dos tablas movedizas. Bajo ellas está tu recompensa por la compañía de esta noche.

Egidio no supo si dar las gracias. Ella no le dio tiempo a decidirse. Se colocó el sayal con experta rapidez y salió del establo después de lanzarle un beso en el aire.

Egidio no pudo dormir hasta el alba, como hubiera deseado. Pensaba en qué objeto, seguramente de valor, habría escondido la mujer del hospedero bajo las tablas podridas de orín y cubiertas por bostas de la boyeriza. Conseguir algo, lo que fuese, a cambio del mero esfuerzo de tomarlo, suponía para él una promesa más excitante que, incluso, poseer a hembra tan hermosa como la que acababa de dejarlo nuevamente en soledad.

«Como buen ladrón que siempre he sido», pensaba y no se equivocaba.

No concilió el sueño.

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II

Legado

—Encamándose con cuantos viajeros se le antoja, toma venganza de su marido y de la vida miserable a que la tiene condenada —explicaba Castorio de Sanctus Pontanos algunas interioridades de familia en La Liebre Cazadora, habladurías a media voz y secretos de noche conocidos por quienes habían frecuentado más de una vez aquella casa—. Por fortuna, el hospedero es un hombre tan mezquino, tan apegado a su bolsa y las monedas que su oficio le da a ganar, que de noche, agotado por el trajín de la jornada y las ansias con que se ocupa de cada detalle, cae en el lecho como un tronco y no despierta hasta el amanecer. De este modo es feliz, el pobre hombre, y es casi feliz ella. Y no digamos algún que otro viajero.

Miró con cierta sorna a Egidio. Extendió los dedos índice y anular de la mano derecha y lo bendijo con paródico apresuramiento.

—Ego te absolvo.

Caminaban a paso firme, sintiendo el leve crujido de la nieve reciente en las suelas del calzado. El sacerdote se apoyaba en un báculo, palmo y medio más alto que él, rematado por un crucifijo. Se abrigaba con una gruesa capa de lana de oveja y un gorro también de piel, lo que otorgaba a su persona, de por sí corpulenta, un aspecto entre salvaje y patriarcal, como un viejo hombre de las montañas hecho a vivir entre riscos helados, tan conocedor de aquellos difíciles caminos como de todos los pecados que caben en el alma de los hombres.

—Qué mañana de frío y luz de ceniza. —Se mostró temeroso—. Eso indica más nieve. No sé si habremos hecho bien en salir de La Liebre Cazadora. Quizá deberíamos haber esperado jornada más propicia.

—No te preocupes por la nieve —lo tranquilizó Egidio—. Caerá suficiente para amargarnos la caminata, pero no tanta como para que los pasos se cierren en estos valles. Conozco el lugar. No hay peligro.

—Por Dios que si temiera esos peligros no estaríamos tú y yo, ahora, recorriendo este sendero bajo la ventisca —se dio ánimos el sacerdote.

Egidio llevaba de las riendas a la mula negra, cargada con la intendencia de ambos. El animal se movía como ellos, despacioso y seguro. Aparte de la débil nevada y el intenso frío, parecía que ningún otro contratiempo iba a molestarles en su viaje a Hogueras Altas.

—Cuando lleguemos a nuestro destino, te presentaré como hijo de un piadoso comerciante de Sanctus Pontanos, quien te ha ofrecido para que sirvas a la iglesia y me acompañes en este viaje. Diré también que eres muchacho corto de palabras y falto de mundo, lo que será suficiente excusa para que nadie te pregunte de más. Y si alguno lo hiciera, ya sabes lo que tienes que decir: nada. Hazte el ignorante y todo saldrá a nuestra conveniencia. Yo sabré agradecer tu discreción, tienes mi palabra.

—Lo sé y confío en ella —proclamó Egidio muy sinceramente.

Bajo el cielo de pesadas nubes recorrieron cuatro miliardos esa mañana. Cuando calcularon que el sol estaba en lo más alto, se detuvieron para comer un bocado. Sacó el clérigo trozos de pan que había conseguido esa mañana en La Liebre Cazadora, un poco de queso, otro tanto de carne seca y un pellejo de vino.

—El vino refresca la garganta y da bríos al caminante —bendijo el sacerdote aquellas viandas.

—Quedan unas cuatro horas de sol —propuso Egidio—. Deberíamos buscar refugio para esta noche.

—¿Tienes alguna idea?

—Desde luego. Para eso me has traído contigo, ¿no es así?

—Más o menos —concedió Castorio.

Egidio bebió sin apresurarse. Era el mismo vino que tomó la noche anterior, en La Liebre Cazadora, cuando el diácono Castorio lo invitó a hacer las paces con Hernón de Legio, viajero a la tierra de los cilúrnigos, quien nunca llegaría a su destino porque otras sendas más urgentes reclamaron sus pasos para toda la eternidad.

—A dos miliardos de aquí, pendiente arriba, hay varios chozos de pastores. Como en esta época del año las ovejas se guarecen en las cuadras y corrales de cada poblado, estarán todos sin ocupar.

—Me parece bien —dijo el sacerdote—. Si conseguimos descansar como es debido y la nieve y demás inclemencias de la montaña no nos detienen más de la cuenta, a la siguiente noche dormiremos en cama blanda, a resguardo tras los muros de Hogueras Altas.

—Así será —prometió Egidio.

Acabaron el refrigerio y se pusieron de nuevo en marcha. A la caída de la tarde ya habían tomado posesión de una cabaña pastorera, en lo más alto de las cumbres que dividían el territorio. Un tanto más allá se iniciaba el tajante descenso, hacia el camino de Hogueras Altas.

Tal como Egidio había previsto, el habitáculo y sus entornos estaban desiertos. El chozo era angosto y muy incómodo, la puerta cerraba mal y se mantenía sobre su marco con ayuda de atadijos. Colocaron una gruesa estaca a contrabatiente, para sentirse más seguros. Encendieron fuego. Poco después el humo escapaba manso, en compactas volutas por entre el ramaje de la techumbre. La pequeñez del chozo ofrecía una ventaja: era fácil de calentar aunque por los resquicios de la desvencijada puerta se colasen el viento y todos los fríos de la noche.

Habían dispuesto el equipaje amontonado junto a la pared del chamizo. La mula quedó atada en el redil, donde en épocas de primavera y verano, cuando los pastizales brotan frescos, se guardaban cada noche las ovejas. A falta de mastines ladradores, el jumento alertaría con rebuznos y corcoveos si alguien se aproximaba, fuesen personas o animales de monte. Al menos en eso confiaron.

—O cenamos hoy o comemos mañana —expuso Castorio, disgustado, pues era hombre de comer tres o cuatro veces al día, o más si se terciaba, y el apetito sin saciar y los vacíos en su estómago lo ponían de mal humor—. Pensaba hacer el camino en solitario, hasta que nos encontramos anoche y cambié de planes. Pero, insensato de mí, apenas he provisto viandas. Para mí solo, demasiado precario andaría. Siendo dos, el resultado es una calamidad.

—Comamos mañana —se resignó Egidio—. Cuando se duerme no se tiene hambre, pero no hay nada más triste que despertar sin la esperanza de un buen desayuno.

—Estoy de acuerdo contigo, joven guerrero.

Sonrió Egidio. El sacerdote sabía perfectamente que no era un guerrero.

—Gracias a Dios, nos queda vino de sobra, pues de él sí eché buenas raciones. Bebamos y que el vino nos ayude a descansar y olvidar alimentos de más sustancia.

Abrió el pellejo, dio un largo trago y lo pasó a Egidio. Antes de beber, mientras el clérigo se relamía los labios, lo interrogó:

—Aún no me has preguntado quién soy. Sabes mi nombre porque te lo he dicho antes de emprender viaje en tu compañía, pero nada más conoces de mí. Sin embargo estás aquí ahora, conmigo, en este descampado y con la noche por único testigo.

—Así es —dijo el sacerdote, tan cachazudo como siempre—. ¿Vas a beber o seguirás lamentando mi escasa curiosidad sobre tu existencia y afanes?

Alzó Egidio el odre, que iba ya por lo mediado. Lo entregó después al sacerdote, quien no perdió tiempo en imitarle. A continuación, con toda la calma que su rolliza persona y apacible aspecto emanaban, expuso lo que según su criterio convenía:

—No eres un guerrero ni sirves a nadie con las armas. Eso dijiste anoche en La Liebre Cazadora y fue la única verdad que salió de tus labios. Lo cual no me turbó lo más mínimo entonces ni me preocupa ahora. Si fueses un bandido común, un asesino sin escrúpulos o un menesteroso vagabundo sin más horizonte en la vida que ripiar al descuido migajas que ni los ratones querrían, no te habrías presentado en casa del hospedero montando la mula negra, con una espada al cinto. No eres nadie, Egidio. Y lo que es peor: nada te gusta lo poco que eres. Pero tienes una aspiración, creo que legítima: llegar a ser alguien. En eso no me equivoco.

Castorio de Sanctus Pontanos hizo una breve pausa en su discurso, lapso que Egidio no aprovechó para replicar o negar. El sacerdote estaba en lo cierto y poco podía añadir o corregir a sus suposiciones.

—No me importa que no sepas manejar la espada ni combatir cuerpo a cuerpo. No me interesa si eres un ladrón descuidero, cazador furtivo, acechador de ganado ajeno... En estos tiempos de tanta mutación, las personas igualmente cambian de un día para otro. Si te digo «Acompáñame a Hogueras Altas y oficia de séquito a mi persona», sin duda te has de sentir como si, en efecto, fueses escudero de altísima dignidad. Ah... —reía el sacerdote—... Guardián de un siervo de Dios que acude al llamado de los nobles para fundar un señorío... Demasiado tentador para que te traiciones a ti mismo.

—¿Y por qué me elegiste a mí y no a otro de más valía?

—Porque no tengo dinero ni bienes para pagar a quien verdaderamente sepa hacer este trabajo... —volvió a carcajear el sacerdote—. Aunque ya te dije ayer que lo importante no es llevar escolta lucida a Hogueras Altas, sino parecer que la llevas. Ten por seguro que allí encontraremos muchos hombres de armas, soldados y mercenarios, y muchos notables de la zona preocupados por la sangre y el fuego que en estos días de desgracia azotan todo el norte de la antigua Hispania. Ellos, los orgullosos amos, los ricos comerciantes y algún palaciego que aprendió las artes de su oficio en la escuela de Tarraco, con los ladinos e ineptos magistrados de la extinta Roma... Todos ellos se fijarán en mí, acatarán mis consejos y temerán mi reprobación. Sí, amigo Egidio, para ellos soy un hombre de muy tener en cuenta... Pobre de mí. Ellos no verán en mi persona a un cansado caminante que ha pernoctado en el chozo de un pastor, con vino en la garganta y nada en el estómago, sino al sacerdote enviado por la autoridad de la iglesia, ese concilio prioral de Sanctus Pontanos que nuestros anfitriones en Hogueras Altas deben de considerar segunda Silla de Pedro, toda vez que la primera, la desdichada Roma, ha caído en manos de bárbaros, paganos y herejes. Y todos ellos, los amos de la tierra y los opulentos comerciantes, los soldados y jefes de tropa, los que luchan por su estandarte y los que combaten a conveniencia, todos, necesitan esa autoridad de la que estoy uncido. Mi bendición. Esa es la ceremonia que nos aguarda en Hogueras Altas. Necesitan mi plácet para fundar su señorío, cobrar impuestos a los campesinos, portazgo a los viajeros, censos a los mercaderes, añada a los ganaderos y parte de dominio a todos los patriarcas que participen en el sostenimiento del señorío. Y podrán asimismo tomar juramento de fidelidad a sus tropas, tanto a quienes las mandan como a los humildes enrolados. Si les traicionan, además de desleales los acusarán de perjuros, un crimen repugnante, grande entre los más grandes, pues con él no solo se ofende a los hombres sino también a Dios.

—De todo eso que me relatas yo entiendo muy poco —rezongó Egidio.

—Por eso te he aconsejado que, llegando a Hogueras Altas, guardes silencio y te comportes con absoluta cautela. De tu saber no me fío, pero sí de tu astucia. Un hombre como tú, quien por sus trazas y previsible índole parece haber sobrevivido a muchos malos pasos y que, sin embargo, conserva todos los dedos de las manos y no lleva cicatrices en el rostro, sin duda alguna debe de ser despejado y vivo de ingenio. Tampoco me equivoco en eso.

Acató Egidio las palabras del sacerdote con un movimiento de cabeza.

—Pues ya lo sabes. En Hogueras Altas serás mi sombra. No hace falta que te lo diga ni advierta sobre este detalle: jamás se vio ni escuchó a una sombra decir dos palabras seguidas.

—Así será —prometió Egidio—. Pero dime ahora, porque no lo entiendo y en verdad me gustaría saberlo, créeme: ¿Tan importante es fundar ese señorío? ¿Por qué tanto denuedo y tanta reunión, tantos viajeros hacia el mismo lugar y en épocas que hacen peligrosa la intemperie? ¿Por qué?

Dio un largo trago Castorio de Sanctus Pontanos al pellejo de vino. Miró a Egidio como si pensase: «Ah, pobre ignorante, si yo te hablase de todos esos asuntos e intentara hacerte comprender cuál es la razón de ellos, qué significa y hasta dónde alcanza el poder en este mundo, por qué los amos que gobiernan y deciden el destino de los hombres se juntan entre ellos y acuerdan la manera en que han de cuidar de todo cuanto les interesa y ambicionan... entonces debatiríamos horas y horas y noches enteras y muy poco llegarías a discernir; mas como soy persona de buen ánimo, compasivo y locuaz, y como estoy atiborrándome de vino y me apetece conversar, intentaré ilustrarte sobre ese laberinto en el que nunca deberías enredarte, inocente Egidio, ni siquiera ejerciendo como muda sombra de un hombre de Dios».

—Tus padres no conocieron ese tiempo. Ni los padres de tus padres. Pero los antepasados de aquellos recordaban una época muy distinta a la que vivimos, cuando la paz de Roma imperaba en Hispania. Así fue sin duda. Las estaciones del año se sucedían en calma y, por única preocupación, las gentes sencillas elevaban su mirada al cielo para suplicar buenas cosechas, que los graneros rebosasen frutos, el ganado engordara sobre abundantes pastos y las mujeres parieran hijos sanos. Fue otro tiempo, eso bien los sabemos. Nuestra desdicha de hoy es el legado de aquellos tiempos. Tememos a la confortable primavera y el caluroso verano porque los días se vuelven largos y el clima resulta apacible, y es entonces cuando los bárbaros que han invadido nuestras tierras aprovechan para reunirse en ejércitos ansiosos de saqueo. La tierra tiembla y el pavor cae sobre las ciudades y aldeas con garras carroñeras. Cuando lleguen los fríos del otoño, muchos lugares habrán sido arrasados, muchas mujeres violadas y muchos hombres asesinados. No hay paz en la vieja Hispania, Egidio, eso también lo sabes: ni en el norte aterido en sus brumas ni en el sur de luz caudalosa. Los feroces asdingos asolan cuanto encuentran a su paso y campan sin temor a quien pueda contenerlos. Lo mismo ocurre en el noroeste, devastado por naciones nómadas de los germanos, suevos y halaunios; también en las antiguas provincias Bética y Carthaginense, aunque allí la desolación y la muerte cabalgan bajo enseñas de otro pueblo salvaje, los despiadados silingos...

—No conozco ninguna de esas tierras, ni los pueblos que has mencionado —expuso Egidio su ignorancia—. Y apenas he tenido noticias de los vándalos asdingos. Para mí, todos son iguales: bandidos, errabundos, partidas de guerreros sanguinarios en busca de botín; criminales de los que es mejor no tener noticia, evitarlos y, si llega la ocasión, huir de ellos.

—Tú no los conoces, pero yo sí —replicó Castorio de Sanctus Pontanos—. Esa gente sin más oficio que la guerra ni más afán que la rapiña y la destrucción no estarán siempre en el solar hispano, por más que últimamente se escuchen noticias sobre el reino suevo con trono en Brácara Augusta. No... no se quedarán aquí para siempre. Su naturaleza nómada y salvaje los llevará tarde o temprano en busca de nuevas tierras que poseer y esquilmar. Saldrán de Hispania, camino del país de los francos o del norte africano, eso no podemos preverlo ahora. De lo que sí estoy seguro es de que cuando decidan volver grupas y abandonar su presa, dejarán tras de sí cenizas y muerte y nada más. Ni siquiera habrá madres que lloren a sus hijos, ni viudas que clamen por sus esposos degollados. Las mujeres que consigan librarse de su crueldad, las que no sean llevadas como esclavas, morirán bien pronto de hambre porque nadie cultivará los campos ni se recogerán cosechas, y nadie guardará para cuando llegue el invierno y la nieve cierre los caminos y los vientos de la noche aúllen sus augurios de muerte. Eso sucederá, no tengas la menor duda, si no conseguimos detenerlos.

—Por eso queréis fundar un señorío en Hogueras Altas.

—Una federación de patriarcas y prósperos comerciantes, con sus derechos de arbitrio y soldados bajo su mando, que sean capaces de hacer frente a la devastación.

—Lo entiendo —dijo Egidio—. El fuego se combate con más fuego. La guerra con otra guerra. Las armas del enemigo, con muchas más armas en nuestro bando.

—¿Conoces mejor manera de hacerlo? —preguntó el sacerdote.

—Desde luego que no —concedió Egidio—. Pero hay algo que todavía no comprendo.

—Dime.

—Los soldados de la prefectura de Gargalus y tantas otras como hubo dispersas en la región... Al menos eso tengo oído... Todos esos hombres de milicia, y los que debe de tener a su mando el cónsul de Tarraco, de quien siempre se ha dicho que es un hombre muy poderoso... ¿Cómo es que no han hecho nada por enfrentarse a los bárbaros, derrotarlos, hacerlos presos y degollarlos uno por uno? Habría sido una manera sencilla de acabar con tanto infortunio.

Se llevó el sacerdote las palmas de la mano a la frente, al tiempo que negaba con resignación ante la simplicidad de Egidio.

—No hay tales soldados. En las arcas de la prefectura de Gargalus, y en Tarraco, y en las de cualquier lugar donde antes rigiese la ley de Roma, apenas quedan monedas para pagar a unos cuantos holgazanes que tienen por única responsabilidad vigilar los caminos y dar la voz de alarma en caso de emergencia. Los soldados sin paga abandonaron hace mucho a los cónsules y magistrados del viejo, tan arruinado imperio. Los mismos dignatarios de Roma, hace años que no tienen noticias verídicas sobre lo que ocurre en la sede imperial. Lo último que sabemos con certeza es que el bárbaro Alarico, rey de los godos occidentales, puso cerco y saqueó la ciudad hace más o menos una década. ¿Lo imaginas? Roma todopoderosa, centro del mundo y lugar sagrado donde elevan sus oraciones los sucesores de Pedro, arrasada por una turba de salvajes idólatras, la mayoría de ellos herejes, enemigos de Cristo y de la única religión verdadera.

Enmudeció unos instantes el clérigo. La consternación se había instalado en su mirada igual que súbitos nublos empañan el sosiego de un día radiante.

—Si esta calamidad no es signo temible entre los más aciagos, cerca debe de andarle —dijo algo sombrío—. Si el mundo no ha acabado y los ángeles del cielo no preparan las tubas y pífanos del juicio final, poco han de tardar en ponerse a la tarea.

—Exageras —susurró Egidio—. Yo no he oído nada sobre el fin del mundo, por más que ese godo, el que llamas Alarico, saquease Roma hace diez años.

—Pero tú eres muy ignorante, estimado Egidio.

—Precisamente por eso. Los hombres simples como yo suelen temer a casi todo. Pasamos la vida con miedo, tanto a lo conocido como a lo que no entendemos. Si entre los de mi condición, crédulos y temerosos por naturaleza, no cundieron estos recelos sobre el fin de los tiempos, yo creo que nada debéis temer los hombres instruidos. ¿Has visto acaso deambular a muchedumbres de desarrapados penitentes?

—No. Todavía no —contestó Castorio de Sanctus Pontanos.

—Cuando tal cosa veas, empieza entonces a temer el fin del mundo.

Callaron ambos, ocupados en dar lentos tragos al pellejo de vino.

—Roma, ¿está muy lejos? —preguntó Egidio.

—Mucho. Primero hay que llegar a Tarraco, en dieciséis jornadas a caballo, casi el doble si el camino se hiciera en carros tirados por bueyes. Y después debe cruzarse un extenso mar, para lo que se necesitan otros nueve días de navegación.

—Oh... Te burlas de mí. No puede haber en el mundo un lugar tan lejos de estas montañas.

—No es así, por desgracia, ignaro Egidio. Te haré además una comprometida confidencia, si prometes tu silencio.

—Te escucho y quedo mudo.

—De la misma manera que desde hace años y décadas no tenemos noticias de la autoridad imperial, lo que ha sucedido en aquellos lugares que antaño fuesen centro del mundo, quién ocupa ahora el trono de los césares, quién manda, quién obedece y a quién le han cortado la cabeza... Tampoco sabemos cuál ha sido la suerte de nuestra iglesia. Desde luego quedan muchos hombres de Dios, hay seguidores de Nuestro Señor Jesucristo y sus enseñanzas por todos los rincones de Hispania y también en el país de los francos. Esas noticias son seguras. Pero nada sabemos acerca de la Silla de Pedro, la autoridad suprema de nuestra religión, si un santo varón continúa al frente de la cristiandad o si nuestras creencias han sido derogadas, borradas de los libros y olvidadas por el pueblo. No sabemos, Egidio, si la cruz sigue siendo emblema del Imperio o si, por azares de la guerra y la política, ahora se la considera un signo pagano. Esa es mi cuita, buen amigo.

—No deberías preocuparte tanto —argumentó Egidio, bastante ajeno a la incertidumbre teológica del sacerdote—. Si así hubiera sucedido, tú y los tuyos, los clérigos de Sanctus Pontanos y quienes hayan tomado el mismo modo de vida, no tendríais más que cambiar de dioses. Hay muchos dioses, casi todos ellos amables. En Lumaria, población cercana a Uyos donde crecí, hay dos hechiceras que oran al sol, a los árboles y las cumbres de las montañas más altas; recogen plantas y fabrican ungüentos que sanan a la gente, y rezan por sus vecinos. Todos están conformes y nada malo ha sucedido por esta causa.

—No digas disparates —reprochó el sacerdote aquellas palabras—. Solo puede haber un dios, y me río yo de los dioses de aldea a los que elevan preces esas brujas. El problema es más grave, Egidio. Pues si la fe cristiana se hubiese convertido en una vieja creencia sin ningún sentido en los nuevos tiempos, si la barbarie hubiese echado abajo nuestros templos y la Silla de Pedro estuviera vacía... No quiero imaginar el cataclismo. Mis vestiduras rituales serían un disfraz. Y este crucifijo que cuelga de mi pecho, un burdo amuleto. Todo en cuanto he creído hasta hoy, una patraña. El dios al que adoraba, un embeleco. Los santos mártires de la fe cristiana, unos pobres infelices que dieron su vida y sufrieron persecución y atroces tormentos por vana causa. En verdad, no quiero ni pensarlo. Qué enorme mentira habríamos vivido. Qué inmensa decepción. Y sobre todo, qué desvalidos de autoridad quedaríamos ante las gentes sencillas, también frente a quienes imponen su ley en este mundo. Lo dije antes porque es cierto: sería el peor cataclismo que imaginarse pueda, al menos para un hombre como yo, que he entregado mi vida y todas mis fuerzas, desde la primera juventud, al servicio de la fe.

—No desesperes —porfiaba Egidio—. Que una religión, la tuya o cualquier otra, sucumba ante la impiedad de bárbaros y descreídos, no significa que vaya a desaparecer para siempre. Quizá tu Dios, el cual posiblemente es mi Dios, haya decidido que conviene a sus planes permanecer una temporada en la desmemoria para renacer más luego en todo su esplendor y grandeza. No sé mucho de estos asuntos, pero el sentido común me dicta tal consuelo, buen clérigo. Y Dios no puede actuar ajeno al sentido común.

—No, desde luego que no eres versado en materias teologales. ¿Me estás llamando hombre de poca fe, acaso?

—No sabría responderte.

—La cristiandad, en palabras del propio Jesucristo, es perpetua e inamovible de este mundo, y su sede capital, el papado de Roma, una santa institución que al haber sido fundada por el Salvador no puede ser abolida por nadie, ni reyes ni conquistadores, ni herejes ni réprobos.

Meditó unos instantes en voz alta el sacerdote.

—A menos, claro está, que desde el principio todo fuese un bella y enorme mentira.

—No lo creo —dijo Egidio.

—¿Por qué no?

—Porque el Crucificado es un buen dios y las gentes no pueden dejarlo de lado como quien se quita un anillo y lo arroja a un pozo. Ni siquiera los viejos dioses romanos, sutiles y hermosos, en su elegante solemnidad, inspiran tanta veneración como el hombre que murió en la cruz.

—Al final se demostrará que tu fe es más sólida que la mía —bromeaba, quizá se lamentaba Castorio de Sanctus Pontanos.

—Puede ser. A vosotros, los sacerdotes, os enseñan a pensar. Pero las gentes sencillas solo sabemos creer.

—Pues cree, Egidio, ladronzuelo, digno hombre de armas, séquito protocolario en mi viaje a Hogueras Altas. Cree y cree mucho, que falta nos hará a todos.

—No entiendo qué quieres decir.

—Nada que deba quitarte el sueño. Y hablando de sueño, ya hemos conversado bastante, ¿no te parece?

El clérigo vació de un trago el poco vino que quedaba en el pellejo, se dejó caer boca arriba, se cubrió lo mejor que pudo con su capa de lana de oveja y se dispuso a dormir. Cerró los ojos y Egidio tuvo la impresión de que también cerraba los oídos, para que ningún estruendo fuera del chozo o desde dentro del alma inquietara su descanso. Sin embargo, al poco de quedar en aquella postura, en vez de ronquidos emitió un leve susurro, como una última esperanza a la que se aferraba para no dormir en desconsuelo:

—Mas están los viajeros que regresaron de Constantinopolis hace año y medio. Nuestro prior se entrevistó con ellos en la fortaleza de Carandia, bajo auspicios del noble Festo de Piélagos. Los viajeros... sí. Contaron tantas maravillas de la corte de Flavio Teodosio que me parece imposible pensar siquiera que, tan solo en año y medio, la fe cristiana haya desaparecido también en aquellos territorios.

Lanzó una honda inspiración el sacerdote, como si acabara de librarse de un gravísimo peso de conciencia.

—Lástima que los arriesgados viajeros no tuviesen ocasión de desembarcar en Roma, tomada y desvalijada por los violentos hérulos. Una verdadera lástima, porque habrían retornado con noticias frescas sobre las dificultades que padece la Silla de Pedro.

—¿De dónde dices que volvían? —preguntó Egidio.

—De Constantinopolis.

—Y esa tal Constantinopolis, ¿está más lejos que Roma?

—Duerme ahora, muchacho. Otro día, cuando lleguemos a Hogueras Altas, te mostraré un mapa; y en ese mapa, dónde se encuentra la gran ciudad del Oriente que camino lleva de convertirse en segunda Roma.

—Si segunda Roma fuese —conjeturó Egidio—, lo más seguro es que esté más cerca que la primera. A nadie en su cabal juicio se le ocurriría erigir de nuevo la grandísima ciudad y ponerla todavía más lejos, ¿no te parece?

—Duerme de una vez, demonios. Al menos déjame dormir.

Al poco, agotado por la larga jornada, con gruñidos en el estómago vacío aunque tranquilizado su espíritu por la evocación de los viajeros de Bizancio, Castorio de Sanctus Pontanos dormía a placer y roncaba como un fuelle. Poco tardó Egidio en seguirle al mundo de exageradas emociones y pensamientos inciertos que es el sueño.

Ninguno escuchó aullar a los lobos esa noche. Tampoco la mula negra, que dormía arrimada a la pared de adobe del cobertizo, se inquietó por el lejano lamento. Los lobos aullaron a la oscuridad, y a nadie más aullaron.

interregno-9

III

Sanctus Pontanos

Agacio dejó atrás la casa en llamas y se dirigió al establo. Sabía que la muchacha estaba allí escondida. El amplio recinto fue iluminándose con creciente intensidad, conforme el fuego alcanzaba el tejado, construido sobre un esqueleto de largas ramas de acacia y espesamente tramado con tallos de centeno. Debía apresurarse. El fuego, muy pronto, alertaría a los habitantes del poblado. Aunque no había otros predios cercanos era solo cuestión de tiempo que algunos curiosos se presentasen para indagar lo que estaba sucediendo. Después sonarían las esquilas en cada casa, avisando del peligro, y ya nadie podría aventurarse en el camino de piedra hacia Sanctus Pontanos sin ser visto y sin que intentaran detenerlo. Agacio no temía a los campesinos, pero había dado su palabra de actuar con cautela.

Aseguró las riendas del caballo, un vivaz trotón de corta alzada y muy resistente que había comprado a los cilúrnigos el verano anterior. El animal se mostraba inquieto por las llamas, el crepitar de la techumbre y la humareda que comenzaba a adensarse. Agacio trabó un nudo más en las riendas, dejó al trotón cabeceando ante el arbolillo donde se encontraba amarrado y se dirigió hacia el establo.

Anduvo en sigilo, con la nariz avisada y la vista punzando la penumbra. La muchacha olía a bayas de enebro y corteza de pan reciente, y ese olor ya nunca se le iba a olvidar. Pasó junto a ella dos veces, sabedor de dónde intentaba ocultarse, dejando que albergara alguna esperanza de salir con vida del establo. La experiencia le indicaba que sorprender a un adversario confiado, reducirlo y darle muerte, es más sencillo que lanzarse contra quien espera el ataque. Parte del trabajo consistía en no conceder ninguna ventaja a sus víctimas.

Volvió a recorrer, despacioso, el breve trecho junto al rincón donde la joven intentaba pasar inadvertida, refugiada tras unos cuantos maderos apoyados en la pared. Se detuvo y quedó mirando hacia el techo, como si sopesara la posibilidad de que ella hubiese conseguido alcanzar el piso alto, donde se almacenaban gavillas de forraje para el ganado. Tendría que haber utilizado la estrecha y muy frágil escalera de palitroques atados con varillas frescas de avellano a dos estacones de madera. El padre y el hermano de la muchacha, cuando se valían de aquel utensilio, tomaban muchas precauciones para no romperse la crisma; de modo que difícilmente ella, con un vestido tan largo que la cubría hasta los pies, habría sido capaz de usar la escalera. Sin embargo, continuó Agacio mirando hacia arriba. Incluso hizo ademán de aguzar el oído por si escuchaba pasos, algún movimiento o acallados jadeos. Su vista estaba ya acostumbrada a la viscosa oscuridad del establo. Si hubiera posado sus ojos sobre ella, habría sido capaz de distinguir las manchas de bayas de enebro en el vestido, un detalle que le pareció encantador la primera vez que se fijó en la muchacha, cuando por la tarde llegó a la casona y le preguntó por su padre, Ocilo el ovejero, quien estaba condenado a morir de su mano.

Antes de atraparla, un último pensamiento le hizo sentir cierta admiración por la muchacha, aunque ninguna piedad desde luego: no hacía el menor ruido. El miedo altera los ánimos, es sabido, y quien teme ser descubierto casi siempre se delata por lo agitado del resuello. Pero ella sabía contenerse. Eso le gustó.

De súbito, con un movimiento rápido como serpentino, alargó el brazo y la agarró por la garganta. Ella lanzó un gemido de dolor.

—Así que aquí estabas... Eres una mujer muy valiente.

La muchacha intentó morderle, pero él ya había previsto esa reacción. Con movimientos expertos la atrajo hacia sí, la hizo girar retorciéndole un brazo y la sujetó por el cabello. Después cerró su mano sobre la tela del vestido, a la altura de las caderas, y la obligó a ponerse de rodillas.

—Vas a arder en el infierno.

—No antes que tú y los tuyos —contestó Agacio sin alterar la voz.

Le hundió el cuchillo entre la clavícula y el cuello, y de un tajo certero le seccionó la tráquea. Se apartó mientras la muchacha ago­nizaba, para no mancharse con la sangre expulsada en violentos vó­mitos.

Cuando hubieron pasado los estertores, se agachó junto al cadáver de la hija de Ocilo y le arrancó el cabello. Una larga y muy dulce, dorada cabellera, pensó. La echó en la bolsa de cuero que cargaba al costado.

Poco después, jinete en el nervioso trotón, Agacio galopaba hacia Sanctus Pontanos. Tras de sí, ardían la casa de Ocilo y el establo donde encontró a la muchacha. Fuego y cadáveres dejaba a sus espaldas. Su costumbre.

Adabaldo subió las escalinatas hasta el recinto conciliar y recorrió apurado el largo pasillo que unía el edificio desde una torre a otra. De su boca y narices surgía un persistente vaho, condensado por el frío. No se detuvo para dar instrucciones a los donados y novicios que trabajaban en la escribanía del prior Bertilo. Comprobó que la inmensa chimenea estaba ya encendida, que no alborotaba el humo y los jóvenes aspirantes al sacerdocio se ocupaban de fregar el suelo y quitar el polvo con paños humedecidos en agua limpia. Su obsesión era que los volúmenes y manuscritos guardados en la escribanía se mantuvieran secos, a una temperatura aceptable y sin polvo que los enmoheciera, un trabajo en el que no cabían descuidos porque si algo había de sobra en Sanctus Pontanos era frío, humedad y polvo. Al pie de la peña donde se encontraba el antiguo monasterio corrían impetuosas las aguas del Estaberon, nutridas a poca distancia por el cauce del Accuarose, de por sí abundante y brincador en cascadas y rápidos. El río llevaba siempre, como espectro inseparable de su brioso clamar, un hálito adensado de neblina, las brumas perpetuas del Estaberon que algún vate había glosado en sus canciones y que a él, como responsable de la escribanía y el archivo, le causaban mucha preocupación. Desde que Sanctus Pontanos se había instituido como sede prioral, reunidas en torno a su jurisdicción todas las parroquias de la zona, los documentos no dejaban de llegar a la escribanía: desde el norte y el oeste, en tierras próximas a Gallaecia, y desde el sur hasta los páramos donde años antes ejerciera su autoridad la diócesis de Astúrica Augusta. Unas parroquias enviaban aquella documentación por miedo a saqueos e incendios, otras por no tener lugar donde conservarlos, y la mayoría por no saber los diezmeros de aldea cómo guardar, ordenar y llevar al día aquellos montones de pergaminos. Adabaldo, entre otras funciones de menos nombre, más sutiles y acaso mucho más importantes, se ocupaba de que los archivos de Sanctus Pontanos recibiesen aquel forzoso legado en las debidas condiciones, y allí quedaran en custodia sin temor a extraviarlos o que se deteriorasen. Consideraba por tanto una tarea fundamental que la escribanía y archivo estuviesen secos, acomodados de temperatura y libres de polvo. El buen archivero, pensaba, acaba siempre por convertirse en un buen gobernante de limpieza.

Llamó a la puerta que separaba la escribanía de las habitaciones privadas de Bertilo. Una voz desde dentro lo invitó a pasar. Enseguida estuvo ante el prior de Sanctus Pontanos.

—Ha llegado —dio Adabaldo la noticia inmediatamente.

—¿Sabes si ha cumplido su tarea? —preguntó el prior.

—No le he interrogado sobre eso. Sabes que Agacio me infunde ciertas aprensiones. Cuanto menos se hable con el diablo, mejor.

—Deja de decir sandeces —recriminó Bertilo a Adabaldo.

Las paredes de la habitación estaban ocupadas por estantes colmados de manuscritos. En medio de la estancia había un atril con varios documentos extendidos, los cuales, supuso Adabaldo, leía el prior de Sanctus Pontanos en el momento de su llegada. Un par de arcones cerrados y una pequeña mesa de madera, sobre la que había un caldero con agua, eran los únicos muebles de la estancia. En la chimenea, a espaldas de Bertilo, comenzaba a animarse la crepitud del fuego recién encendido.

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