1.ª edición: mayo 2012
© Joaquín M. Barrero, 2012
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.15620-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-111-8
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
A Jesús Catalán Rafael, trabajador indesmayable que un día creyó en el sueño imposible. El Rey de Toledo, mi amigo.
A Antonio Hidalgo Girón, lector infatigable y buscador impenitente de parajes en la todavía inexplorada España.
A Georgina Fernández de la Riva, Teresa Sánchez Muñoz y Mireia Boladeras Bosque, inasequibles a la desesperanza y que siempre están en la parte emocional de mis sentimientos.
Al Club Hernández: Ángel Sotomayor Cerdeño, Mariví y Esther Huerta Parra, Luis Rodríguez Fernández, Valeriano López Díaz, José Antonio Rivera Fernández y Jesús Rivera Ávila, que mantienen vivo el impulso de su juventud huyente.
Cuando no sabemos hacia qué puerto navegamos, ningún viento es bueno.
ANÓNIMO DANÉS
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatorias
Cita
1. Madrid, enero de 2005
2. Lena, Asturias, julio de 1928
3. Madrid, junio de 1940
4. Madrid, enero de 2005
5. Lena, julio de 1928
6. Madrid, septiembre de 1940
7. Llanes, Asturias, febrero de 2005
8. Pradoluz, Asturias, agosto de 1928
9. Madrid, octubre de 1940
10. Madrid, octubre de 1940
11. Valdediós, Asturias, septiembre de 1928
12. Madrid, noviembre de 1940
13. Valdediós, Asturias, septiembre de 1928
14. Madrid, noviembre de 1940
15. Valdediós, Asturias, octubre de 1929
16. Madrid, febrero de 1941
17. Residencia La Rosa de Plata, Llanes, Asturias, abril de 2005
18. Valdediós, Asturias, septiembre de 1931
19. Melilla/Protectorado de Marruecos, marzo de 1941
20. Valdediós/Pradoluz, Asturias, abril de 1932
21. Madrid, abril de 1941
22. Tauima, Protectorado de Marruecos, abril de 1941
23. Valdediós, Asturias, noviembre de 1932
24. Madrid, abril de 1941
25. Tauima, Protectorado de Marruecos, abril de 1941
26. Valdediós, Asturias, junio de 1933
27. Madrid, mayo de 2005
28. Madrid, abril de 1941
29. Oviedo, octubre de 1934
30. Tauima, Protectorado de Marruecos, junio de 1941
31. Madrid, mayo de 2005
32. Oviedo, octubre de 1934
33. Madrid, julio de 1941
34. Oviedo, diciembre de 1934
35. Madrid, julio de 1941
36. Alemania y la antigua Polonia, agosto de 1941
37. Madrid, junio de 2005
38. Madrid, junio de 2005
39. Oviedo, julio de 1936
40. Antigua Polonia, agosto de 1941
41. Oviedo, octubre/noviembre de 1936
42. Madrid, junio de 2005
43. Antigua Polonia, septiembre de 1941
44. Oviedo/Ávila, enero de 1937
45. Residencia La Rosa de Plata, Llanes, Asturias, junio de 2005
46. Voljov, Rusia, octubre de 1941
47. Gijón, septiembre de 1937
48. Pradoluz, Asturias, julio de 2005
49. Oviedo, octubre de 1937
50. Oviedo, octubre de 1937
51. Voljov, Rusia, diciembre de 1941
52. Pradoluz, Asturias, julio de 2005
53. Sama de Langreo, diciembre de 1937
54. Voljov, Rusia, enero de 1942
55. Madrid, julio de 2005
56. Sama de Langreo, febrero de 1938
57. Grigorovo, Rusia, abril de 1942
58. Madrid, abril de 1942
59. Villablino, León, octubre de 1938
60. Plasencia, agosto de 2005
61. Villablino, León, febrero de 1939
62. Blanca, Murcia, septiembre de 2005
63. Gringorovo-Orléans, mayo de 1942
64. Águilas, Murcia, septiembre de 2005
65. Águilas, Murcia, septiembre de 2005
Epílogo
Uno. Valdediós, Asturias, octubre de 1937
Dos. Villablino, León, febrero de 1939
Tres. Madrid-París, abril de 1946
Cuatro. Asturias, octubre de 1953
Agradecimientos
1
Madrid, enero de 2005
De repente, el tipo se volvió con una pistola en la mano y disparó. La bala me entró en el pecho. Caí hacia atrás sobre los cascotes del angosto pasadizo, golpeando de lleno el suelo con la espalda. Quedé conmocionado pero sabía que el daño real era el del proyectil. Permanecí inmóvil en la agonizante luz tratando de evitar un segundo disparo, que no se produjo. Oí pasos cortos alejarse a la carrera. Con dificultad saqué un pañuelo y taponé la herida. Luego cogí el móvil e hice la llamada.
2
Lena, Asturias, julio de 1928
Audendo magnus tegitur timor.
(Con la audacia se esconden grandes miedos.)
LUCANO
Llevaban horas caminando por el monte igualado de verdor, cada uno con su boina encasquetada. Se ayudaban con un palo previsor para afianzarse en los desniveles y para descubrir hoyos arteros. Los robles, hayas, acebos y abedules aparecían en grupos como vigías en acampada. Vieron levantarse perdices y más de una liebre saltó rauda ante ellos.
—Olvidé el tirachinas. Pudiéramos cobrar alguna pieza —se lamentó Jesús, de once años, fuerte, corpulento, mirando a su compañero.
—No tamos a eso. No podemos perder tiempo, aunque lo trayeras.
Por esas alturas el sol perdía fuerza. Pero ellos sudaban, las ganas apremiantes, aunque distaban de estar cansados. La aventura emprendida les estimulaba, si bien con intensidad diferente.
—¿Paramos un momento? —dijo Jesús con un tinte de inseguridad en su mirada.
—Sí —concedió José Manuel, adhiriéndose a la idea. Tenía la misma edad que su primo, era delgado como un bambú y miraba siempre con la agudeza del águila.
Se detuvieron y bebieron de las cantimploras. Miraron hacia atrás. Reconcos, Villarín, Piñera y otros se veían lejanos al otro lado del valle del Huera. Y más allá apenas se perfilaba Pradoluz, su pueblo, como si lo hubieran perdido y ya no pudieran regresar a él. Aquí y allá los almiares se erguían aunque muy disminuidos de volumen en esas fechas. Había escasa circulación por la sinuosa y estrecha carretera que unía la mayor parte de las aldeas. Carros tirados por mulos, un camión de tarde en tarde. Vieron un alimoche, el buitre blanco con cara amarilla, flotando en el espacio.
—¿Cuánto queda?
—Tamos cerca —aseguró José Manuel.
—No pregunté eso.
—Pasando la Tesa, ya mismo. —Le miró—. ¿Qué te ocurre, ho?
—Nada. —Jesús golpeó distraídamente un terrón con el palo—. Bueno... Espéranos una buena felpa.
—Con eso ya contamos.
—¿Merece la pena, verdad?
Amigos desde los primeros reconocimientos. Tan distintos en todo salvo en su pelo incendiado y en sus ojos celestes. No hace tanto, siendo chiquitajos, iban a coger grillos durante los veranos hasta que se les terminaban las meadas necesarias para hacerles salir de las cavidades pétreas. Los retenían en los puños, riendo, los dientes alzados al sol hasta ver quién aguantaba más las cosquillas. Luego los dejaban ir y los veían desaparecer entre las rendijas. También cogían pomas, chiquitas y verdes, que su fuerte dentadura desmenuzaba. Y escalaban los teixos y los carbayones hasta que las ramas les advertían del peligro de seguir. Pero aunque ya no eran rapacinos tampoco tenían el cuerpo maduro. Habían emprendido algo serio, más allá de todas sus travesuras. Algo que era cosa de mozos, y ellos estaban en medio de ese tiempo lento en el que no se es nada todavía.
—Lo habláramos muchas veces. Hiciéramos un plan.
—Hiciéraslo tú y pareciome bien. Pero ahora... No sé...
José Manuel rehusó responder. Se calmó los tobillos, que no cubrían los muy remendados pantalones de dril. Las ortigas y raíces habían dejado sus huellas también en las alpargatas de suela de esparto. Cuando fueran mayores quizá podrían tener botas de cuero con cordones o esas polainas con hebillas que protegían las piernas hasta la rodilla y que usaban algunas autoridades de esos pueblos y señorones de Oviedo, cuando llegaban para vigilar sus quintanas arrendadas. Echó a andar hacia arriba y su primo le siguió. No había pistas ni senderos en las amplias erias, sólo la referencia de los altos montes con los picachos surgiendo como centinelas. Para guiarles allí estaban la Mesa y la Marujas, al frente, en plena Sierra Negra. Antes de llegar a ellos los prados competirían con los roquedales.
Habían salido de casa cuando la noche aún palpaba los contornos de las cosas y un presentir de palideces se agazapaba para reclamar su turno. Habían caminado por la caleya para no pisar la gleba y, cuando la ruta impuso la dirección adecuada, se afanaron por los prados, algunos todavía henchidos de pasto, la siega retrasada, con la oscuridad difusa sosteniéndose alrededor. Escapaban de la vigilancia familiar y del lento despertar del domingo. Apenas hablaban. Eran herederos de una forma de vida donde las palabras salían menguadas y los esfuerzos se prodigaban. Además se perdían fuerzas y lo sustancial lo habían tratado con todo detalle a lo largo de los últimos meses. Llevaban una bolsa cada uno colgada a la espalda conteniendo los candiles de carburo y otros pertrechos. Aparte, un rollo de cincuenta metros de cuerda y otra más corta. La lista la había hecho José Manuel y Jesús no se sorprendió de su meticulosidad porque era posiblemente el más listo del pueblo. Debían tener gran cuido de esos utensilios porque costaban un montón de perronas y el conseguirlos supuso sacrificios para sus padres. En cualquier caso, no les iban a perdonar el haber dispuesto de su uso.
Siguieron adelante por la empinada ladera refugiándose en su vitalidad, caminando los ribazos y sorteando montañuelas. En las brañas altas y lejanas las vacas ponían puntos rosas en el verdor inacabable. Cuando dejaron atrás la Tesa y se asomaron al río Foz, el sol estaba al otro lado y les daba en la espalda. De la ribera hicieron acopio de arándanos. Bajo una ristra de laureles oyeron un canto melodioso. El pájaro, totalmente blanco, simulaba sonidos con galanura.
—Ye un mirlo —dijo José Manuel.
—No. Ningún mirlo ye blanco.
—Te digo que ye un mirlo.
El ave les miró y se eclipsó en el ramaje. Ellos quedaron un momento en silencio esperando verlo reaparecer.
—Nos traerá suerte —aseguró José Manuel, mirando el rostro cada vez más desanimado de su primo.
—Vamos a necesitarla —respondió Jesús.
Nunca se habían alejado tanto de su casa solos y era la primera vez que subían a esos parajes. Pero no se extraviarían porque él había hecho un plano basado en datos que fue recogiendo de las conversaciones de unos y otros. En lontananza, a la derecha, los imperturbables Peña Vera, Pico Almagrera y Peña Ubiña señalaban la provincia de León. Ellos no llegarían tan lejos. No tenían reloj pero calcularon que habrían empleado unas cuatro horas cuando vislumbraron las praderas antesala de los puertos de la Ballota, donde pastaban más vacas. Dieron un gran rodeo para evitar ser descubiertos por los pastores, que mostraban su indiferencia a la festividad del día. Vieron venir unas nubes de inocente apariencia por el oeste. Pararon a repostar. Comieron una parte de las fayuelas, único alimento que llevaban de casa, y unas panoyas requisadas de un maizal, finalizando el avío con los arándanos. Luego examinaron la copia de la gaceta que él había ido copiando poco a poco cuando nadie en casa le observaba.
La gaceta era una simple hoja que alguien había manuscrito en castellano dudoso y con nutridas faltas de ortografía no se sabe cuándo. En ella se decía que en la cueva había un tesoro, pero no su lugar exacto ni en qué consistía. En otro papel, unos trazos confusos querían representar el dibujo de algo no comprobado. Esa era la misión que se había impuesto: descifrar o establecer si el asunto se enraizaba en lo real o en lo imaginario. Porque si el tesoro era tan importante, ¿cómo es que todavía nadie lo había encontrado? Decían que podía haber sido guardado por los moros. ¿Qué moros? Allí nunca los hubo desde que Pelayo los echara a todos. Podría ser de los caballeros cristianos, esos que llevaban cota de malla y que fundaron el reino Astur-Leonés. O quizá de cuando los franceses, los que vinieron con Napoleón. Ficticio o no, lo cierto es que el asunto venía de muchos años atrás, según pudo saber cuando indagó. Y eso era a tener en cuenta.
Siguieron subiendo y caminaron por un mayao, vacío a esas horas, en un extremo del cual se empinaban las montañas con tiznes de verdor. Habían llegado a la zona llamada Veguina Llarga. A un lado se destacaba una vetusta cabaña de piedra y techo de tejas curvas, que supusieron se destinaba como refugio para los pastores de vacas. Más allá vieron otra cabaña apoyada en la roca, también de piedra pero con techo de escoba. Buscaron en las paredes del peñasco. Por allí debería estar la famosa cueva. Tardaron en encontrarla porque se ocultaba tras una gran hendidura y se había mimetizado con otras oquedades. Eran dos cavidades separadas por un prominente cinturón escarpado, una alta y otra a ras del suelo. La de arriba semejaba un balcón asomado al interior. Había que saltar a tierra desde allí. La inferior, bajo un arco en forma de ceja, era el acceso lógico a pesar de tener menos de un metro de altura. Avanzaron de rodillas varios metros hasta alcanzar un espacio alto donde pudieron ponerse de pie. Apenas se veía a esa distancia de la entrada. El suelo era de roca y desigual, con tramos escurridizos. José Manuel desenroscó uno de los candiles mineros, echó en el compartimiento inferior un puñado de carburo de calcio que sacó de una bolsita, lo cerró y reguló el paso del agua. Prendió el gas acetileno que salía de la espita y una luz vivísima inundó el lugar. Miró los rasgos danzantes en la cara de su primo, notando en él la excitación por la aventura a pesar de no ser propenso a la inventiva. No cargaban con aparejos para excavar porque José Manuel descartaba el hacer ese trabajo. Confiaba en dar con el lugar soñado aplicando la intuición. Su padre había consultado en Oviedo con una alduvinona que le dio unas indicaciones evidenciadas como falsas por la realidad. Esa gente era poco de fiar y probablemente la gaceta tampoco decía verdad.
Empezaron a caminar con precaución por una galería estrecha que sólo permitía el paso de uno en uno y que en la parte central del piso presentaba una depresión longitudinal, como un canalillo, seguramente labrado durante siglos por el agua filtrada del techo en épocas de lluvia. La galería serpenteaba y, a unos veinte metros, terminaba abruptamente en un pozo. Había una escalera de cuerda bien fijada por la que descendieron unos cinco metros para dar en una sala amplia y alta donde encontraron un pico, una barrena, una maza, dos palas y un candil de aceite. Sin duda que eran herramientas de sus padres, como la escala. José Manuel iba contando los pasos y dibujando con un lápiz en el dorso del plano los espacios que recorrían. No había restos de animales. Los osos y lobos debieron de considerar poco adecuado el lugar, quizá por la humedad y el viento. Ni siquiera los murciélagos lo habitaban. Siguieron por el sumamente estrecho conducto abierto a la derecha, que terminaba diez metros más adelante. La corriente de aire apagó el candil. Lo encendieron. No había ningún paso, sólo una abertura en el techo, a varios metros, como una chimenea. Regresaron a la sala de los utensilios. No podía ser que ahí acabara la cueva. José Manuel miró con cuidado y en otra pared apreció una excavación casi a ras de tierra. Aproximó el candil y el viento volvió a apagarlo. De nuevo con luz vieron que la falta de espacio era por acumulación de detritus de la roca caliza, como si el alfombrado hubiera sido colocado a propósito para disimular el hueco. Allí continuaba el camino.
Reptaron y, a menos de un metro, se encontraron con otra sala mucho más grande, de la que partía una ancha galería. El camino tenía una fuerte pendiente hacia abajo y tuvieron que extremar la precaución. José Manuel se escurrió y la mano de su primo impidió que cayera quién sabe a qué lugar. Apercibidos, se ataron la cuerda corta a la cintura para marchar unidos. Descendieron hasta llegar a una zona plana donde había hoyos y tierra amontonada a los lados, signos de las excavaciones realizadas por los buscadores que también habían agredido el techo de estalactitas. El túnel se extendía sin que se viera el final. José Manuel volvió a estudiar la gaceta. Hablaba de que en una de esas galerías había un gran duernu, una cavidad como si fuera un cofre, con el tesoro depositado en él. Decidieron buscar en otra bifurcación. También estaba con cavas. Encontraron un hoyo natural en la roca sólida. Debía de ser el cuenco citado. Contenía agua cristalina que permitió ver el fondo vacío. José Manuel metió el palo y removió. El agua se enturbió pero al poco volvió a transparentarse, lo que significaba que había una corriente de agua inapreciable a la vista. Siguieron adelante. Salieron a una zona más ancha, con grietas de varios tamaños en el borde de las desiguales paredes. Otra corriente de aire les dejó a oscuras. Volvieron a prender el gas y Jesús lo protegió con la mano mientras proseguían. Apenas perceptible oyeron un correr de agua. A su derecha vieron el reguerillo. La tambaleante luz movía los relieves de las paredes pareciendo que había rostros malignos agazapados. Continuaron por el prolongado conducto sumidos en silencio. La humedad dificultaba la respiración y se inmiscuía en la temperatura bajándola a grados insospechados. La simple camisa de manga corta resultaba insuficiente protección.
—Joder, qué frío —dijo Jesús—. ¿Qué tal si salimos a tomar un poco el sol? Podemos volver más tarde.
José Manuel valoró la sugerencia de su primo y la encontró razonable.
—Vale.
Desanduvieron el camino. En el exterior el día se agarraba aún con fuerza al paisaje. Pero las otrora inocentes nubes habían cambiado a otras grandes y henchidas de negror. Ninguna vaca se distinguía en la cercanía por lo que ese aprisco no parecía ser objetivo de pastores. Cuando iban a descender les llegó un ruido de conversación. Se apretaron contra el suelo. Dos hombres salieron de la cabaña de tejado curvo y uno de ellos señaló el ya no muy distante nubarrón. Los vieron entrar y salir de nuevo, esta vez con unos costales vacíos colgados del hombro. No daban señales de haberles detectado. Habrían llegado mientras ellos estaban en la búsqueda para llevar quién sabía qué cosas, seguramente panoyas o leños. Esperaron pacientemente hasta verlos desaparecer y quedar seguros de estar solos.
Se olía la lluvia que llegó a ellos de golpe y acompañada de relámpagos. Corrieron hacia el teito, la cabaña más cercana. La puerta estaba sin trancar. Eran cuatro paredes de piedra protegiendo un suelo de tierra. Había costras de humo enredadas en las paredes, testimonio de largas vigilias. En un rincón ennegrecido la llábana señalaba el lugar asignado al fuego. Cerca, un montón de panoyas desgranadas para utilizar como combustible. Un tablón sobre unas cajas de madera hacía la suerte de mesa. Encima, unos vasos de hojalata, botellas vacías, un cenicero lleno de colillas y un cuchillo. De unos clavos colgaban dos monos, que ambos reconocieron como pertenecientes a sus padres. Por tanto, estaban en la cabaña que ellos construyeron mano a mano y donde pasaban las noches de las cortas vacaciones de verano dedicadas a la obsesionante búsqueda. En el ambiente podía percibirse el sudor de tantos años gastados. Los amigos se miraron y tuvieron un mismo sentimiento de respeto y temor. Era como estar en un lugar sagrado, rezumante de esfuerzos, esperanzas y desesperación.
No hicieron fogata a pesar de que hacía algo de frío por las alturas y la lluvia. Se refugiaron en la paciencia esperando que escampara. Horas después la nube seguía aposentada en el lugar. Lo más aconsejable era esperar al día siguiente para continuar la exploración. Tomaron otra parte de las fayuelas, del maíz y de los arándanos. En otro rincón había un colchón informe de hojas de panoya con pinchos y una gastada manta. Se echaron encima del jergón tapándose con el cobertor e intentaron dormir.
3
Madrid, junio de 1940
Ya asomaba la fúlgida estrella que viene entre todas a anunciar en el cielo la luz de la Aurora temprana cuando recta avanzaba a la isla la nave crucera.
ODISEA, Canto XIII
La estación de Príncipe Pío era un hervidero cuando el tren procedente de Gijón se detuvo con una hora de retraso aportando su ración de humo al de los otros trenes recién llegados. El arribo casi coincidente de los grandes expresos de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España pintaba de niebla el aire cobijado en la enorme estructura metálica. Los numerosos viajeros tardaron en dejar vacíos los coches dado que la mayoría cargaba con grandes bultos y enormes maletones de madera atados con cuerdas, como si estuvieran de mudanza. Había familias completas con colecciones de niños, todos sudando bajo el implacable calor.
Carlos y su circunstancial amigo Andrés avanzaron apretujados por el tupido andén buscando la cantina para asearse un poco. Como casi todos los que hicieron el trayecto en los atiborrados pasillos, no durmieron en toda la noche pero recogieron su ración de carbonilla, codazos y pisotones. Hubo quienes viajaron sentados en sus maletas, pero ellos estuvieron de pie todo el tiempo porque las suyas eran pequeñas. El largo convoy con coches de tres categorías llevaba la tercera clase atestada, lo que había forzado a situaciones complicadas durante el desplazamiento, como era habitual, especialmente cuando alguien necesitó utilizar los retretes, que algunos habilitaron como lugares innegociables donde pasar las largas y traqueteantes horas. Era de admirar el esfuerzo que debía realizar el revisor para cumplir con su misión en esa masa compacta.
Comprobaron que era labor imposible encontrar sitio ante la barra en tiempo razonable, lo mismo que en el raquítico retrete para ambos sexos del local. Decidieron intentarlo en el retrete de la estación. Allí, y tras esperar turno, pudieron enjuagarse las caras, secándose con los pañuelos. Andrés pensó lo curioso de que ambos buscaran quitarse el tizne antes de entrar en la ciudad. Él tenía una inclinación natural al aseo, pero con seguridad su compañero no partía de las mismas motivaciones. Sin duda que su disposición para el esmero personal era diferente, pero ese factor común les acercaba.
Salieron a la gran plaza que daba al paseo de Onésimo Redondo cuando el gran reloj de la fachada frontal señalaba las 9.45 horas. Estaba nutrida de alboroto por el ruido de las carretillas y los gritos de los botijeros y de los vendedores ambulantes de cervezas y gaseosas. Vieron a guardias civiles registrando los bultos de algunas mujeres y, a un lado, otras con aspecto de estar detenidas y cuyas cestas, con género considerado como procedente del estraperlo, habían sido confiscadas. Observaron la frialdad de los agentes ante la amargura y el llanto de las mujeres que, con grandes sacrificios, traían alimentos para familiares necesitados, o para ganarse la vida, y debían volver a sus pueblos sin haber cumplido y, además, multadas. Era sabido que en la mayoría de los casos la mercancía requisada se repartía entre los propios guardias sin llegar a los depósitos de Arbitrios.
Subieron por la acera de la izquierda, donde se concentraban varias tabernas. Entraron en una y pidieron café con leche que les fue servido en vasos grandes desde jarras de aluminio, ya mezclado e hirviendo a pesar del calor.
—Bueno, tenemos que despedirnos. —Los ojos de Andrés tenían un atisbo de pesar.
—Sí —dijo Carlos, pagando una peseta por la consumición.
—Cogeré un tranvía hasta la estación de Atocha. Creo que es la línea 60.
—No podrás ir. Ni en el tranvía ni en el metro permiten las maletas.
—¿Tú adónde vas?
—Tengo que hacer algo cerca de Neptuno.
—¿Dónde está eso?
—A corta distancia de Atocha.
—¿Y cómo piensas ir?
—Caminando. Mi maleta pesa poco.
—La mía igual. Si te parece podemos ir juntos y luego me indicas.
Subieron paseo arriba oyendo los pitidos de los semáforos y giraron por Bailén. Vieron a los lecheros, que iban en carros tirados por mulas. Voceaban su mercancía por las casas y servían la leche a las mujeres midiéndola en recipientes de hojalata desde las cántaras de estaño. Carlos miraba todo con ojos nuevos, la mirada desconcertada, incluso con expectación. Descubría rincones de la ciudad enorme que la guerra trastornó. Aunque andaba despacio y medido, sus largas zancadas forzaban el ritmo de su acompañante. Al pasar por la plaza de Oriente, Andrés se detuvo.
—Espera.
El edificio era el más grandioso que nunca viera. Lo admiró un momento y luego observó a Carlos, que permanecía absorto. No dejaba de extrañarle su vestimenta. La mayoría de los hombres iba con petos o ropas combinadas de mal corte y, por el calor, muchos en mangas de camisa con persistencia de sandalias, alpargatas y hasta zapatillas. Él mismo vestía de acuerdo a las circunstancias. Sin embargo, su alto y parco compañero llevaba traje cruzado, si bien con desgaste: corbata y zapatos lustrosos, lo que no era una excepción, ni mucho menos, pero establecía una diferencia. Pese a tener cedidas las hombreras de la chaqueta y negro de hollín el cuello de la camisa, su aspecto destacaba integrándolo en un indefinido aire de misterio. También le sorprendió que los policías del tren pidieran la documentación a casi todos los hombres, él mismo incluido, pero no a Carlos, como si llevara en la mirada un salvoconducto. Toda la noche juntos y no tenía idea de quién era. Sólo sabía que regresaba al hogar en que nació y que, al igual que él, estaba sin trabajo. Pero le gustaba y trataría de que su amistad perdurara.
—Eres de Madrid pero miras todo como si fuera la primera vez, igual que este paleto.
—Salí con ocho años —respondió Carlos tras un rato de silencio—. Y nunca pasé por estas calles.
—¿Por dónde vivías?
—Por Cuatro Caminos, lejos de aquí.
Llegaron a la Puerta del Sol, llena de gente cruzando por entre los tranvías. Había gran cantidad de soldados de permiso ya a esas horas esperando a las chachas en su diario paseo de los niños.
—Nunca vi tanta gente y tan variada, salvo en las evacuaciones —observó Andrés.
Carlos coincidió en silencio con su acompañante. De forma especial miraba a las mujeres y lamentaba apreciar que la mayoría carecía de atractivo. Sin duda que por efecto de la guerra y de las carencias. Eran un tanto de aluvión y ninguna paseaba. Iban deprisa a sus quehaceres, con los rostros grises y vestidos humildes. Le recordaban a las mujeres de los mineros y campesinos de las tierras del norte. Sabía que en Princesa, Serrano y otros lugares las había atrayentes, pero dudaba de que fueran como las inalcanzables mujeres de clase de Oviedo.
Frente a los leones de bronce de las Cortes Españolas hicieron una parada.
—Allí ves Neptuno. En la plaza gira a la derecha y llegarás a Atocha. De allí a Vallecas tienes un paseo.
—Ha sido bueno conocerte —dijo Andrés—. Si no encuentras curro ya sabes que yo tengo puesto en la estación.
Se dieron la mano después de anotar sus direcciones. Carlos caminó por la calle de Duque de Medinaceli y entró en el templo, grande, lleno de bancos. Allá al fondo, en tamaño natural, el Cristo Nazareno resaltaba del policromo retablo. Se colocó frente a la escultura de madera ennegrecida. Sabía que había sido enviada a Ginebra en febrero del año anterior por el Gobierno republicano, junto a los cuadros del Prado y otros muchos objetos artísticos, para salvarlo de las bombas de la aviación nacionalista; un exilio que duró hasta septiembre del mismo año. Carlos miró los ojos abatidos, el gesto sufriente que el artista anónimo del siglo XVI puso en la talla, la corona de espinas clavada en la frente, las manos atadas con cuerdas. Se estremeció porque daba la sensación de querer latir. Luego se concentró en la promesa hecha en recuerdo de aquella mujer que muriera tan joven y que tan poco disfrutara de su hijo. Un turbión de sensaciones le poseyó. Tanto tiempo. El templo estaba casi vacío, unas pocas beatonas murmurando letanías. Había un silencio casi sepulcral y dejó que formara parte de él.
4
Madrid, enero de 2005
La bala me había atravesado una costilla, obstáculo suficiente para que perdiera fuerza. Rompió la pleura y, por fortuna, sólo contusionó el pulmón, sin perforarlo, lo que impidió que alcanzara el íleo pulmonar, zona donde confluyen el bronquio, la arteria y la vena.
El 112 llegó rápido y los sanitarios resolvieron eficazmente la hemorragia. Luego, en quirófano, la operación consistió en extraer la bala e instalar una grapa de titanio en la costilla quebrada, sin olvidar la colocación de un tubo de drenaje intratorácico.
Habían pasado cinco días y ya me habían retirado el tubo de drenaje, una vez que el pulmón quedó reexpandido. En unos días más podría dejar el hospital para hacer la convalecencia en el mejor lugar.
—No creí que pudieras correr tan altos riesgos —dijo Rosa, iniciando una de esas sonrisas que predisponían a entrar en un mundo mágico.
—Viviste uno conmigo, en Caracas.
—Sí, pero una cosa es intuirlo y otra es comprobar sus consecuencias.
—Esa bala no llevaba mi nombre —bromeé. Luego miré a Sara—. Tendrás que ocuparte de todo durante unos días.
Ella tenía la mirada sosegada, sabiendo ya que su jefe estaba fuera de peligro. Para mí fue un hallazgo que ambas mujeres se hicieran amigas desde el principio. No podía esperarse otra cosa de quienes han domado lo más difícil de su juventud. Incluso, cuando la ocasión lo permitía, salían juntas a algún evento mientras yo pateaba para resolver enigmas.
—Trataré de estar a la altura. —Sonrió, y su boca hizo dúo con la de Rosa.
—¿Qué tal Javier?
—Sigue en Chile, en sus peregrinaciones.
—Tendrás que irte con él, al final.
—Sí —dijo, entre ilusionada y dubitativa.
En ese momento se abrió la puerta de la habitación. Allí estaba el voluminoso inspector Rodolfo Ramírez seguido de otro, a quien me presentó como su nuevo subinspector ayudante. Saludó a las mujeres y luego se desparramó en una silla.
Mi caso entraba en la jurisdicción de la comisaría de Chamberí, situada en la calle de Rafael Calvo, al haber ocurrido en la zona. Ramírez había sido trasladado unos meses antes desde la de Leganitos. Así que ambos tuvimos una sorpresa cuando nos vimos al salir yo de la UCI, aunque entonces apenas pudimos hablar. Ahora sí podíamos hacerlo.
—Supongo que el traslado conllevará un aumento de sueldo —apunté.
—Esperanzas. No he subido de escalafón sino cambiado de sitio.
—Estás más delgado.
—¿A que sí? ¿Se nota? Rebajé diez kilos pero aún estoy en la faena. Lo jodido es tener que renunciar al tabaco.
—¿Cómo es que no traes a Martínez? —pregunté.
—Él no fue trasladado. Además, está de baja y hecho una mierda. Le han tenido que operar las rodillas. Le colocaron unos hierros para enderezárselas. Eso lleva tiempo. Como lo tuyo, supongo.
—No me digas que no tenéis ninguna pista.
—Dice Sara que te citaron por teléfono. ¿Un tío tan listo como tú y no comprobaste la llamada? Hubieras visto que fue hecha desde una cabina. Estaba claro que no quería ser identificado. Y caíste en el cepo como un principiante. Pero supongo que te dio tiempo de ver cómo era.
—Ya te dije. Estaba demasiado oscuro. ¿Qué hay sobre el arma?
—Fuiste policía. ¿No recuerdas cómo funciona lo de la identificación de un arma?
—Sí. Pero estoy seguro de que querrás ilustrar a las damas.
—El proyectil llega del muerto, en tu caso desde el hospital, al Laboratorio Central de Balística Forense. Allí se le da un número de referencia y se le hace un estudio denominado Balístico Operativo e Identificativo. Para ser más exacto, cuando es de bala se llama Bulestras. Si es de vaina se llama Brastras. —Se tomó una pausa para ver si tenía interesado al auditorio y no ocultó su satisfacción al apreciar nuestra atenta disposición—. El perito del Operativo examina físicamente la bala: el peso, el calibre, las estrías, los campos, el paso helicoidal y si es blindada, semiblindada, esto es, la ojiva descubierta, o de plomo desnudo. También obtiene fotografías. Bien —dijo, moviendo la mano como para refrendar lo dicho—. Tenemos ya la ficha del proyectil, que pasa después al perito del Identificativo, quien comprueba esa ficha en la base de datos, como si fuera la huella dactilar. Porque ninguna otra pistola deja la misma huella. Es perenne, inmutable y diversiforme.
—Siempre me llamó la atención esa palabreja última —comenté—. No se le da mucho uso.
—Es perfecta por su concreción —sentenció—. Sigo. El estudio se remite luego a la comisaría correspondiente, que abre diligencias. Si el asunto es estimado por un juez, se abren diligencias judiciales e interviene el médico forense, cosa que en tu caso no ha ocurrido porque estás vivo y coleando y no has hecho denuncia. Por cierto, ¿la vas a hacer?
—¿Qué se hace con la bala? —dije, obviando responderle.
—Se guarda el tiempo que sea, mientras no aparezca el arma.
—Vale. Dame noticias de mi proyectil.
Ramírez hizo una seña a su ayudante, que puso unos papeles grapados sobre la sábana.
—Ésa es una copia del informe, para que veas que hemos hecho nuestro trabajo. Sabemos que el calibre es de 7,65. Pero en la base de datos no hay eco. Ningún documento que muestre una Bulestras idéntica a la que se confeccionó para tu bala.
—Me extraña que esa pistola no haya sido disparada antes.
—Seguramente lo habrá hecho muchas veces. El calibre es poco habitual hoy día. Será un arma antigua que alguien guarda. Durante la guerra desaparecieron cientos de pistolas. Resumiendo, no podemos seguir la investigación porque no tenemos datos. Y no los tenemos porque seguramente no existen.
—Explícate.
—Está claro. Si hubo balas y estudios relacionados con esa arma habrán sido destruidos o perdidos antes de empezar a almacenarse en las actuales bases de archivo.
—O sea, que lo dejáis.
—No, depende de ti. —Sostuvo mi muda pregunta—. Por ese lado queda abierto dentro de «elementos anónimos». Otra cosa es que tengas un sospechoso fundamentado para poder seguir por otra vía.
—Tengo varios asuntos en estudio pero no un sospechoso.
—No podemos convertirnos en tus ayudantes. Si no puedes denunciar a alguien en concreto, deberás hacer tu trabajo. Lo averiguas y nos lo dices.
—Me resisto a creer que os falte curiosidad.
—Lo que nos falta es tiempo. Estamos al servicio de gente viva. No rescatamos momias.
—No me disparó una momia.
—Creo que lo entiendes. Una cosa es tu caso, buscar a quien te disparó. A nivel de comisaría no podemos continuar. Carecemos de nombres, pruebas y datos. Lo que estás indagando en el pasado para tus clientes no es cometido nuestro.
—Espero que tu visita no haya sido sólo para decirme eso.
Movió la cabeza como si hablara con un niño.
—Vine a ver cómo estás. Y para que me dieras un nombre.
—No lo tengo —mentí.
—Me extraña. Sé cómo trabajas. Estoy seguro de que ocultas cosas. —Sostuvo la afirmación con una mirada sardónica y luego optó por levantarse—. Ponte bien. Y a buscar, tío.
Cuando salieron, las mujeres me miraron.
—¿Por qué no les dices los nombres de los que has entrevistado? —se extrañó Rosa.
—Porque sé quién intentó asesinarme.
—¿Lo sabes? —dijo Rosa, tan admirada como Sara—. ¿Cómo que lo sabes?
—Ramírez acaba de darme el convencimiento —dije, cogiendo el informe.
—Entonces con más motivo deberías decírselo.
—No todo hay que contarlo a la policía. Además, primero tengo que conseguir pruebas, buscar testimonios indiscutibles. Luego he de hablar con él para considerar si es candidato a que la ley le caiga encima o lo que hizo fue por un acto de irreflexión o miedo.
—¿Miedo?
—Pudiera ser. En este caso.
—¿Intenta matarte y te enredas en consideraciones sobre si aplicarle o no el castigo? —Rosa me obsequió con una mirada de incredulidad que derivó luego hacia Sara. La experta secretaria mantuvo su animada sonrisa.
—Más o menos.
—Bueno. Entonces lo primero es ir a la residencia hasta que te recuperes. Uno o dos meses. Lo que dijo el cirujano. Allí tendrás tiempo de discurrir sobre los hechos.
5
Lena, julio de 1928
Capienda rebus in malis praeceps via est.
(En la desgracia conviene tomar algún camino atrevido.)
SÉNECA
José Manuel tardó en conciliar el sueño. La lluvia repicaba fuera y fue consciente de la soledad en que se encontraban. La realidad mostraba que la escapada era diferente en vivo que la imaginada. No tenía miedo pero había fuerzas incontrolables, como esa lluvia intempestiva que podía malograr el proyecto. Oyó el fuerte respirar de su amigo y admiró su lealtad para con él. Tenía razón en lo de las tundas que les esperaban. A pesar de ello, sabiéndolo, le había secundado, como en todas sus ocurrencias. Siempre tan unido a él como su sombra. Su misteriosa ausencia habría sembrado la alarma en las familias porque eran muchas horas sin aparecer y no tendrían idea de dónde podrían estar. Seguramente habrían llamado a la Guardia Civil y les estarían buscando por todos los sitios. Pero nunca se les ocurriría pensar que fueron a descubrir el escondrijo del tesoro. El tesoro. Un asunto del que llevaba oyendo desde que tuvo uso de razón. Había sido testigo de discusiones entre sus padres, tíos y vecinos cuando se agrupaban durante los inviernos ante el llar, rodeando el fuego instalado en el suelo de piedra, entre vaharadas de humo y vino. Y la verdad es que ninguno de los que visitaron la cueva descubrió nada nunca. En noches macilentas, cuando el viento y la nieve atemorizaban fuera y el hambre hacía crepitar las tripas, su padre repetía a su madre que el único camino para salir de la pobreza era encontrar el tesoro. Hablaba de él como si lo tuviera delante. Cuando le miraba a hurtadillas creía verlo en el reflejo de la lumbre en sus ojos extraviados, tal era el hechizo que embargaba a su progenitor. José Manuel creció viendo arder esa fiebre en ese hombre amordazado de palabras, el tesoro atrapando sus pensamientos.
—Sólo quiero que tengamos un poco de felicidad —oyó susurrar una noche a su madre.
—¿Qué felicidad puede haber en la maldita miseria? Mira al indiano. Ese cabrón sabe lo que ye vivir. A lo meyor debiera haber marchado como él, como mi tío Antón, como tantos otros...
—Entonces... —el susurro se volvió brisa—, entonces no me conocieras...
—Y qué más da. Tuviéramos mejores vidas, seguro —sentenció, sin atender al dolor que se instalaba en el rostro de ella—. Pero no sigamos por ahí. Lo importante ahora ye encontrar el tesoro.
Él y su tío Miguel, el padre de Jesús, lo habían buscado muchas veces, pero la cueva fue reacia a mostrarles su secreto. Les había visto a los dos salir muy temprano en las mañanas de los festivos cargados con cuerdas, mochilas, picos y palas. Los veía regresar en la noche desplomada con el gesto amargo pero el mismo fervor en los ojos. El resto de la semana trabajaban en El Chaposo, la mina de antracita de Campomanes, adonde iban caminando sobre sus madreñas aunque cayeran rayos, por lo que no disponían de más días. Durante las cortas vacaciones marchaban al mismo destino, del que volvían dos semanas después sin éxito pero no vencidos. Hasta que llegaron al convencimiento de que el único modo de profundizar en ese terreno rocoso que mellaba los metales era utilizar dinamita, algo muy difícil de conseguir por su alto precio y sus escasos ingresos. Tendrían que demorar la búsqueda hasta que pudieran ahorrar para el explosivo y los pertrechos, lo que supondría la paralización de la exploración durante un largo tiempo, quizá dos veranos, porque lo primero era alimentar a las proles, seis hijos la de su padre y los mismos la de su tío Miguel, cuyas hambres se equilibraban y nunca desaparecían.
Y así el carácter de su padre se agrió aún más del que ya manejaba. Cuando le llegaba el arrebato cogía el cinto y zanjaba a golpes las disputas, las hubiera o no, siempre acompañándose de nutrida ristra de blasfemias. Sus hermanos salían de estampida y sólo quedaba la madre para aguantar los demonios que habían invadido al hombre. Entonces, y como siempre desde que era neñín, él se abrazaba a ella y recibía parte de los golpes hasta que el furor se diluía. Luego el hombre les miraba con ojos llorosos y se iba, dejándoles con sus dolores. Nunca entendió por qué el pegar era costumbre en los hogares, pues su casa no era la excepción. Incluso muchas mujeres habían enfermado y muerto por las palizas de los fieros maridos. Y ello no venía de un mal congénito sino de locuras que invadían a los amos inesperadamente.
Un día en que curaban de los correazos, él dijo a su madre que odiaba a su padre y que de mayor se vengaría por lo que le hacía. Su madre, una mujer dócil y sufrida, que había perdido los encantos que reflejaba la foto de boda, le sorprendió al disculparle. Le dijo que de soltero su padre era alegre y simpático y que las miradas de las rapazas le perseguían esperando que él las apagara con un noviazgo. Dijo que nunca le había pegado hasta que las carencias y la abundancia de hijos, a los que era muy duro mantener, le apagaron la felicidad y le volvieron así. Descubrió que aún estaba enamorada de él.
—Si los fiyos somos una carga, ¿por qué nos tienen? Padre y usted pudieron tener sólo uno o dos.
—Los fiyos mándalos Dios. No debemos oponernos a su voluntad. Si vienen, vienen. Porque son una bendición.
Él no lo entendía, a la vista de la realidad, y empezó a desconfiar ya de ese Dios que mandaba tener muchos hijos para mal alimentarlos, hacerles trabajar sin descanso, recibir palizas y llevar la infelicidad a las familias. Hasta entonces tenía por cierto que su madre les quería pero que su padre no participaba de ese sentimiento, o bien les consideraba a su manera, especialmente a él, el más pequeño, nacido debilucho y aparentemente más torpe que los otros. Era verdad que aunque ponía gran empeño en hacer las faenas, pocas veces conseguía realizarlas con el debido acierto. En sus primeros años, con frecuencia arruinaba un trabajo aparentemente sencillo, como ordeñar las vacas o colocar los tochus en la leñera. Entonces su padre le miraba con desprecio.
—¡Rediós! Este guaje non vale ni pa tomar por rasca.
Esa escasa aptitud por los trabajos del campo le hizo preguntarse si servía para algo. Y a pesar de la desconsideración con que su padre le distinguía, no por ello dejaba de querer ganar su reconocimiento haciendo cosas diferentes, como limpiar la casa, los establos o los pucheros.
—Eso ye cosa de muyeres. ¿Ye tú una muyer?
Supo desde siempre que, posiblemente como compensación a su ineptitud, tenía más imaginación e inteligencia que sus hermanos, que trabajaban en la huerta y con el ganado sin hacerse preguntas. O quizá las tenían pero la dura realidad diaria fue borrándolas de sus cabezas. El hambre y el temor al padre deshacían cualquier iniciativa que no fuera el trabajo. Y por esa curiosidad se enteró de repente de que su padre no era lo malo que parecía sino que la suerte le había dado la espalda, lo que explicaba ese llanto contenido que veía en sus ojos cuando dejaba de golpear. A partir de ese momento, y de forma imperceptible al principio, una fuerza irreprimible le fue impeliendo a buscar la forma de ayudarle con algo grande, diferente a los simples trabajos que nunca les darían el bienestar necesario. Y así empezó a sembrarse en su cabeza la idea de buscar el tesoro. Él podía conseguirlo dado su espíritu sufrido y sus ganas de reivindicarse. Buscaría el tesoro que tan necesario era, lo encontraría y se lo entregaría para que le regresara la felicidad perdida, el amor hacia su madre y la sonrisa hacia los hijos. Ese impulso fue tomando forma y desarrollado desde meses atrás, cuando los días fríos dejaban muchas horas para pensar. Y ese año, justo cuando acontecía el segundo paréntesis de la búsqueda patriarcal, se sintió lo suficientemente fuerte y con todo previsto en su mente para acometer la aventura. Después de Semana Santa consideró que era tiempo de hacer a Jesús partícipe de sus planes. Con él ultimó los detalles para hacerlo al principio de las vacaciones. Y ahora estaban allí, aunque no sabían cómo hallar el famoso tesoro.
No le despertó el ronquido acompasado de su primo ni las vaharadas de su respiración contra su oreja, porque en su casa dormían apretados y echándose los alientos, sino el ruido cercano del agua. La lluvia se filtraba entre el ramaje del techo y los chorros habían formado charcos, afectando todo el suelo. Una débil claridad hacía perceptible los trazos de las cosas. Miró a Jesús, pegado a él, que dormía con todos los sentidos involucrados en la tarea. Sabía que, al contrario que él, nunca soñaba. Le dio una punzada de pena despertarle, pero tenían una tarea que realizar. Tuvo que empujarle rudamente. Luego se asomó. El día se anunciaba pero el sol tardaría en aparecer. Se lavaron con el agua de las cantimploras y dieron cuenta del resto del alimento. El aguacero parecía tener empeño en prolongarse. Echaron una carrera y entraron empapados a la cueva. Dentro se oía el circular del agua, que sería por filtraciones de la lluvia porque el día anterior no la oyeron. Se adentraron hasta situarse en el punto que dejaron. José Manuel buscó la fina corriente de agua y la siguió hasta verla desaparecer por una estrecha grieta.
—Espera —dijo, súbitamente alertado, como si tuviera quecabú.
Se echó al suelo e introdujo la cabeza y hombros. Alargó la mano con el candil. La luz mostró un pozo esquinado que ocultaba su fondo. Se incorporó y siguió inspeccionando la galería, seguido por el confiado Jesús. Se volvió de nuevo, la corazonada empujando, y regresó a la grieta donde se perdía el agua. Colocó el candil bien apoyado en un saliente.
—Sujeta bien ese extremo de la cuerda con las dos manos —dijo, mientras se ceñía con decisión el otro a la cintura. Luego procedió con el otro farol y prendió el gas.
—¿Qué vas a hacer?
—Bajar ahí.
—Tas loco. Ye peligroso. Puédete pasar algo. Además, ¿quién carayu pensara en meter nada por ahí? No ye lógico.
—Tú ve soltando cuerda. Cuando vaya a acabarse sacude dos veces. Cuando quiera volver, daré tres tirones. Entonces empiezas a recogerla. Aguanta fuerte.
José Manuel reptó e introdujo los pies en la grieta. Aplastó su cuerpo y fue deslizándose hacia atrás con dificultad. Jesús le vio desaparecer y arrastrar consigo la luz hasta que también ésta se desvaneció. Dejó correr la cuerda lentamente. El movimiento de la soga cesó y él tomó conciencia de que estaba solo y ello le desasosegó. Nunca había estado en tal soledad. Sintió que el miedo le inundaba. De repente la cueva se llenó de pequeños ruidos y otra vez creyó ver figuras en las paredes danzantes. Era fuerte, capaz de cargar grandes pesos, pero no era tan valiente como su primo. Si José Manuel hubiera tenido un accidente, él estaría con grandes dificultades porque, con tantas vueltas, había extraviado el rumbo. Era su primo quien se manejaba en aquel laberinto, dibujando en sus papeles el camino seguido. Si no aparecía, él vagaría perdido. Y si lograba encontrar la salida, ¿cómo iba a enfrentar solo ese desastre ante las familias? No sabría qué hacer. Siempre fue José Manuel quien dio la cara por los dos en las travesuras anteriores.
El tiempo pasó. Nervioso, se esforzó en meter la cabeza por la fisura, consiguiéndolo tras arañarse. No entendió cómo su primo pudo entrar aunque fuera tan delgado. Asomó el candil. La luz no llegaba para distinguir lo de abajo y tampoco vislumbró el resplandor de la lámpara de su amigo.
—¡José Manuel! —gritó.
No obtuvo respuesta. Repitió la llamada. Silencio. Desprendió la cabeza de las rocas y se sentó en el suelo, atemorizado. ¿Le habría pasado algo finalmente? Sacudió la cuerda varias veces y suspiró cuando recibió tres tirones en respuesta.
—¡Tira con cuidao! —oyó.
Poco a poco fue subiendo la cuerda viendo el resplandor creciente al otro lado. Apareció el candil, empujado por una mano. No fue sencillo sacar a José Manuel por la abertura. Cuando salió del todo, Jesús se asustó al verle. Estaba lleno de raspaduras sangrantes, su ropa rota por varios sitios y había perdido el gorro. Tiritaba.
—¿Qué pasó, ho?
—Nada. Busqué pero eso ye muy largo, sin fin. Se adentra en la tierra.
—¿No viste nada?
—No. Salgamos un rato.
José Manuel recogió la cuerda con ayuda de su primo y echó hacia la salida. El sol había abierto brecha en el manto nuboso y un gran arco iris les dio la bienvenida. Los colores estaban definidos con tanta nitidez que el arco impalpable parecía hecho de materiales sólidos. Nunca vieron uno así. Se sentaron en una piedra y lo miraron embelesados hasta que se deshizo. Toda la tierra rezumaba agua pero recuperaron el calor dejado en la cueva. José Manuel sacó la gaceta. No parecía corresponder con la realidad. Quizá fuera un engañu, como decía su madre. Luego miró el plano y lo comparó con el que él había hecho. Sólo había semejanza al principio. Juzgó que el suyo era más fiable. Se aplicó en él y en las notas mientras su primo oteaba la lejanía. Lo estudió girando el papel lentamente. Se fue concentrando como viera hacer a don Celestino cuando jugaba a eso que llamaban ajedrez, aislándose de las sensaciones que