1.ª edición: mayo 2012
© Jaime Peñafiel, 2012
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.15624-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-115-6
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
En este libro, el lector encontrará que los motivos de divorcios y separaciones entre matrimonios de la realeza no difieren mucho de los de otras parejas de la alta y baja sociedad: el desamor, el desengaño, los adulterios, la convivencia después de enfermedades, el cansancio, la desilusión y, en algunos casos, las consecuencias de la existencia de un amor sin matrimonio, porque desde hacía tiempo la relación se había convertido en un matrimonio sin amor.
Tras la lectura de Mis divorcios reales, el lector descubrirá una triste realidad: una mujer o un hombre que ya no ama, aunque sea príncipe o princesa o infanta, olvida de esa mujer o de ese hombre hasta los favores que de él o ella ha recibido.
En otros casos, vivir a la sombra de algunos y algunas no les ha resultado fácil. Y mucho menos ser tan solo un esperma depositado en la vagina principesca o real por aquello de perpetuar la dinastía de las casas reales.
Contenido
Portadilla
Créditos
Preámbulo
Prólogo
Introducción: bodas reales, divorcios y separaciones
1. Amores y desamores
2. Mis bodas reales
3. Los acuerdos prematrimoniales
4. Los divorcios de la Casa Real española
5. Los divorcios en la Corte de Su Graciosa Majestad británica
6. Divorcios monegascos
7. Divorcio en la Casa Real holandesa
8. Divorcio a la italiana
9. Ho là là, la France
10. La Casa Real de Jordania
11. Y... además
Epílogo
PRÓLOGO
La gran sorpresa de este libro es el reverso de esa moneda llamada matrimonio: el divorcio, que afecta a las familias reales en la misma proporción que a los matrimonios entre ciudadanos del pueblo sencillo y soberano. Incluso a veces de una manera más radical.
Porque de las más de cincuenta bodas reales y miembros de la realeza que el autor ha cubierto como enviado especial, treinta y tres han acabado en separación o divorcio. Y algunos de aquellos matrimonios reales, sobre todo de soberanos reinantes, no lo han hecho por responsabilidades de Estado.
Para entender que la convivencia, el gran enemigo de la pasión, del amor e incluso del cariño, afecta también a los royal, hemos creído necesario y oportuno recordar, en estas páginas, algunos detalles recogidos en Mis bodas reales (Sedmay Ediciones, 1976 y Temas de Hoy, 1995) del día en que reyes y reinas, príncipes y princesas e infantas se prometieron, libremente, «amarse y respetarse hasta que la muerte nos separe».
«El infierno, señora, es no amar», escribía George Bernanos. Aunque a veces el amor entre un hombre y una mujer no tiene razones, la falta de amor tampoco. A lo peor es que el amor eterno no existe y todo es un milagro.
La mayoría de los protagonistas de estas bodas reales llegaron al matrimonio no por razones de Estado, sino por amor. Lo que no se entiende es lo sucedido entre el anuncio gozoso de la boda y el triste y escueto comunicado, primero del cese de la convivencia, y después del divorcio.
¿Dónde fue a parar aquel matrimonio por amor aceptado incluso tras superar frontales oposiciones de reyes y reinas que acabaron dando su autorización para evitar males mayores? «Mejor que felicitarme tendrás que darme el pésame», le dijo a una conocida dama uno de estos reyes el día de la boda de su hija, boda a la que se había opuesto de una manera radical hasta la víspera de la ceremonia. También hubo oposición a algunos de estos matrimonios por parte de la opinión pública, que se manifestó en puras campañas mediáticas, y que en algunos casos hicieron imposible la boda. Tal fue el caso del príncipe Felipe y Eva Sannum.
En España hay que diferenciar entre Familia Real, familia del rey y familiares. En el primer caso solo se ha divorciado una hija a su majestad. Entre los familiares, siete primos, uno de ellos por partida doble. Y entre los parientes, tres. En total: once de dieciocho.
Por el momento las separaciones no han afectado, al menos públicamente, a los reyes reinantes. Algunos, como el rey don Juan Carlos, han antepuesto la obligación a la felicidad, manteniendo esa unión en beneficio de la institución.
Ante este dramático balance de rupturas matrimoniales en el seno de las familias reales de la vieja Europa, no hay más remedio que escribir un nuevo libro, que necesariamente debía llamarse Mis divorcios reales. Es el libro que usted, querido lector o querida lectora, tiene en sus manos.
«El divorcio en las familias reales ha pasado de ser un tema tabú —o de provocar incluso una abdicación o el cambio de línea de sucesión— a instalarse y convertirse en algo habitual en algunas dinastías, como la de los Grimaldi o la de los Windsor, que baten el récord», se podía leer el 8 de julio de 2011 en un blog en Internet. Si por algo destacan las monarquías europeas es por haberse acercado al pueblo y modernizado, cuando no vulgarizado, en muchos aspectos. También en las rupturas matrimoniales. Si son ya como cualquier otro, ¿por qué los demás no somos como ellos? Al menos en los privilegios.
Si hace años los conflictos amorosos se escondían —para eso estaban los y las amantes—, hoy nadie se rasga las vestiduras si un príncipe o una princesa decide poner fin a un matrimonio con un divorcio.
INTRODUCCIÓN:
BODAS REALES, DIVORCIOS
Y SEPARACIONES
Los matrimonios reales por amor han sido, son y serán tan felices e infelices como los del resto de los mortales, porque cuando una princesa y un plebeyo o un príncipe y una plebeya deciden unir sus vidas «hasta que la muerte nos separe» —seamos más pragmáticos y digamos «hasta que el amor se acabe»—, no tienen garantizado el amor eterno. Pero al menos es buen principio iniciar una vida en común aportando algo de lo que han carecido muchas uniones por motivos tan espurios como las razones de Estado: la dignidad. Aunque aquellos matrimonios duraban hasta la muerte, difícilmente se rompía lo que no existía.
Que una muchacha se enamore, incluso que una muchacha sufra, son cosas del amor nuestro de cada día. Pero hay algo triste y casi trágico en las personas que, al casarse, enamoradas o no, llevan sobre los hombros y en su nombre la representación y la responsabilidad de un país entero.
Estas muchachas y muchachos son víctimas de su destino. Porque aún hoy a la hora de decidir la boda, que no el noviazgo, aunque no sea por razones de Estado pero siempre será un asunto de Estado, suelen opinar el primer ministro, el Parlamento, los portavoces oficiales y sobre todo los reyes, más preocupados por actuar como soberanos que como padres, por aquello del prestigio de la corona. Aunque, por fortuna, últimamente no siempre es así. Tenemos ejemplos recientes de príncipes y princesas que a la hora de casarse antepusieron, irresponsablemente, la devoción por la persona que amaban a la obligación de contraer matrimonio con quienes debían.
No una sino varias han sido las veces que la reina doña Sofía ha manifestado su opinión sin reservas ni fisuras sobre el amor y el matrimonio. Al ser preguntada por Pilar Urbano sobre el futuro sentimental de sus hijos respondió: «Mis hijos se casarán con quienes deseen. Y yo siempre estaré de acuerdo si ello supone su felicidad.» No tenía más remedio.
Pero aún hay más. En el año 1973, en el transcurso de un viaje oficial al extranjero siendo don Juan Carlos todavía príncipe de España, nos manifestó a un grupo de periodistas que le acompañábamos en el avión que era partidaria del divorcio, porque «el matrimonio solo tiene razón de ser mientras lo sustenta el amor». ¿Quién iba a pensar entonces que años después lo experimentaría en su propia familia con el divorcio de su hija la infanta Elena y Jaime de Marichalar y el matrimonio de su hijo y heredero con una divorciada?
Y esto lo decía en pleno franquismo, cuando en este país el divorcio era una entelequia condenable por «el municipio, la familia y el sindicato».
Lejos están aquellos cruceros que la reina Federica organizaba por aguas del Egeo con el fin de que jóvenes procedentes de las familias reales europeas se conocieran y mantuvieran con endogámicas uniones la pureza de la sangre real.
Ignoro si de aquellas románticas excursiones surgió en alguna ocasión el amor y el matrimonio entre príncipes y princesas. Mucho lo dudo. Porque casi todos los reyes y reinas reinantes hoy día en la vieja Europa, y muchos príncipes, algunos incluso herederos, han buscado el amor y han llegado al matrimonio sin tener presentes ni intereses familiares, ni mucho menos de Estado.
En una dura polémica con un periodista, monárquico de toda la vida y viejo amigo como es Antonio Burgos, más partidario de la teoría del «gitano pa la gitana» que del «gitano con la paya», él mantenía la tesis de que el príncipe Felipe debía casarse con una princesa real, de las muchas solteritas que había en toda Europa. Porque eso suponía, según él, la estabilidad en la institución y el reforzamiento de la monarquía.
Lo único que se me ocurrió decir es que al impedir que el príncipe Felipe se casara enamorado siempre se corría el riesgo del que hablaba Oscar Wilde: «Que la felicidad de un hombre o una mujer no dependan nunca de la mujer o el hombre con el que no se pudieron casar.» El de la princesa María Gabriela de Saboya y el príncipe Juan Carlos, y el de la princesa Margarita de Inglaterra y el coronel Peter Townsend son dos elocuentes ejemplos, entre otros.
Los resultados de esta frivolidad «de casarse por amor» son que un alto porcentaje de estas cincuenta bodas han acabado en divorcio. Un porcentaje superior al que actualmente se produce en la sociedad.
El récord lo ostenta la Casa Real Británica con cuatro de cinco, cuatro divorcios de cinco matrimonios; la de Mónaco con dos de tres; y la de Suecia con tres de cuatro. Eso sin contar a la casa francesa de los Orleans, con seis de diez, y a la de los Países Bajos, con dos de cuatro. Y a la Casa Imperial de Rusia, con uno de uno.
1
AMORES Y DESAMORES
JUAN CARLOS Y SOFÍA
El 14 de mayo de 1962 se celebró en Atenas la boda de la princesa Sofía, hija de los reyes Pablo y Federica de Grecia, con el príncipe Juan Carlos, hijo del conde de Barcelona, un hombre que siendo hijo y nieto de reyes, más tarde padre del rey, nunca llegaría a reinar por culpa de un general que, a pesar de autoproclamarse monárquico, impuso una férrea censura sobre esta boda por un odio visceral hacia el padre del novio.
Todas las fotografías en las que aparecía el jefe de la Familia Real española fueron censuradas. Y como el general era muy católico, también las de la ceremonia ortodoxa. Las que se publicaron las realizó este periodista, entonces enviado especial de Europa Press. Logré, incluso, introducirme en la catedral metropolitana ortodoxa de Atenas, vetada a la prensa española, como la catedral de San Dionisio lo era a la prensa griega, disfrazado de sacerdote, vistiendo una sotana que me había encargado un clérigo amigo mío. La mayor preocupación era que don Juan Carlos me reconociera.
Todo empezó en la boda de Edward, duque de Kent, y lady Katherina Worsley. Aquel fue el principio de una historia que acabaría en boda un año después: la del príncipe Juan Carlos con la princesa Sofía.
También constituyó el triste final de una relación amorosa, no solo de la princesa griega, casi en vísperas de anunciar un compromiso con el príncipe Harald de Noruega, sino también la del príncipe español con la princesa italiana María Gabriela de Saboya, su primer y gran amor.
El rompimiento de este apasionado noviazgo fue por «razones de Estado» del general Franco quien, consciente de que el Estado era él, impuso su voluntad simple y sencillamente porque la princesa italiana, hija del rey Humberto, no le gustaba. Los motivos: «Era excesivamente libre y tenía ideas demasiado modernas», como le confesó a su primo, el secretario jefe de su casa militar y confidente Francisco Franco Salgado Araujo.
La intromisión en la vida privada, íntima, del entonces cadete Borbón, suponía un atropello a la libertad y a los sentimientos del príncipe. Tanto por parte del dictador como del director de la Academia General Militar de Zaragoza, quien pidió a Juan Carlos que quitara la fotografía de su novia de la mesilla de noche. «El Generalísimo podría disgustarse en caso de que viniera a hacer una visita.»
El general Martínez Campos, duque de la Torre y preceptor impuesto por Franco, también le hizo saber al hoy rey de España que debía dejar incluso de telefonear a la princesa de Saboya.
La periodista francesa Françoise Laot escribió: «Juanito no tiene intención de desobedecer y se somete sin rebelarse.» Pero mucho después de haberse casado con Sofía le reconoció a esa misma periodista: «Hubiera podido, en verdad, casarme con María Gabriela» (Juan Carlos y Sofía, Espasa Calpe, 1987).
Pensando en estos primeros amores de los hoy reyes de España, en las primeras decepciones y en todo lo que ha sucedido después, no puedo sino reflexionar sobre lo triste que resulta que la felicidad de un hombre y de una mujer puedan depender, con el paso de los años, de no haberse casado con la mujer y el hombre que amaban. Como solo se ama a ese primer amor.
«¿Hubieran sido más felices Sofía y Juan Carlos de haberse casado ella con Harald y él con María Gabriela?», preguntaba yo en mi libro Retrato de un matrimonio (La Esfera de los Libros, 2008).
Doña Sofía tal vez no. Su gran tragedia es que sigue locamente enamorada de su marido. Don Juan Carlos rotundamente sí: hubiera sido mucho más feliz. Aunque la reina está dotada de cualidades de las que carecía la princesa de Saboya.
BERNARDO DE LOS PAÍSES BAJOS
En esto de la infidelidad, el príncipe consorte Bernardo, esposo de la que fuera reina Juliana de los Países Bajos, ganó en actividad sexual al príncipe consorte Felipe de Edimburgo. Al menos en los resultados de sus relaciones extraconyugales. De ninguno de los reyes y consortes de los últimos tiempos se había sabido que tuvieran hijos fuera del matrimonio. Ni del marido de la reina Isabel, ni el de la reina Margarita de Dinamarca, ni del pobre Klaus de la reina Beatriz, ni mucho menos de Alberto de los belgas, o del rey Juan Carlos, que en esto ha tenido mucha suerte. Hasta que, en el año 2003 se supo que Bernardo de Holanda, el consorte de la reina de los Países Bajos, tenía una hija, Alexia Grinda, nacida hacía 37 años de sus relaciones adúlteras con la baronesa holandesa Helen Lajeune. Tras su muerte, el 1 de diciembre de 2004, se hizo público que no tenía una sola hija sino dos, la citada Alexia y Alicia, nacida de una amante británica.
FELIPE DE EDIMBURGO
¿Y qué decir del hombre que como esposo se acuesta con la reina Isabel II de Inglaterra? Felipe era consciente de que su obligación más importante era depositar su semen en la vagina de su majestad, como un intermediario para la institución de la que ha sido y aún sigue siendo su esposa, para dar un heredero, y si este era varón, cumplía doblemente. Desde ese momento Felipe de Edimburgo necesitó tener, también, su vida extraconyugal.
En el caso del consorte inglés, como en el del rey don Juan Carlos, uno no puede por menos que preguntarse: ¿desde cuándo dejaron de dormir con la esposa?, ¿en qué año, mes y día tuvieron sus propios dormitorios?, ¿cuándo el rey y el consorte dejaron de acostarse con la reina?
Es entonces cuando se produce ese drama, desgraciadamente frecuente incluso entre reyes y consortes —y en menor medida, entre reinas y consortes—, no del divorcio, porque nunca se divorciaron, sino del matrimonio sin amor. ¿Cómo explicarle al cónyuge que ya no hay amor?
La reina Isabel lo entendió muy bien cuando reconoció a quien de forma velada y sutil le hizo ver que su marido tenía aventuras extraconyugales, algunas muy prolongadas: «Yo a mi esposo no le pido fidelidad, le pido la lealtad necesaria para llevar adelante esa empresa que es reinar.»
Toda una lección en la vida de una pareja, sobre todo en la de los reyes y sus consortes.
A pesar de esa «lealtad», a veces Felipe no ha sabido estar a la altura de la reina: esta no se siente obligada a no reconocer en público que hay actitudes de su esposo que le impiden no solo ser feliz, sino que incluso han convertido algunos años de su vida en annus horribilis. Como 1992.
Aquel fatídico año no lo fue tanto por el divorcio de sus hijos Ana y Andrés, la escandalera en el matrimonio de Carlos y Diana que acabó en divorcio, y el incendio del castillo de Windsor, sino porque esos días, mientras ayudaba a apagar con cubos de agua el fuego que devoraba su posesión más querida, su esposo permanecía en Argentina encamado con Susan Ferguson, madre de Sarah. El mayor Ferguson, marido de Susan, escribió en 1994: «Siempre sospeché que al príncipe Felipe le interesaba mi mujer, de la que ya fue amante en 1972.»
La infidelidad del consorte inglés también aparece reflejada en un libro titulado Philip and Elizabeth: Portrait of a Royal Marriage. En él se asegura que el marido de la reina mantuvo «una amistad apasionada» con una aristócrata veinticinco años más joven que él. Se trataba de la duquesa de Aberçom.
ALBERTO DE LOS BELGAS
Las numerosas infidelidades protagonizadas tanto por el entonces príncipe heredero Alberto como por su consorte, la bellísima Paola, no fueron precisamente discretas, sino que supusieron escándalos tan impúdicos como los de Carlos y Diana. Afectaron tanto a la corte de Balduino y Fabiola como al pueblo belga. Incluso se llegó a publicar en la revista francesa VSD un artículo firmado por un periodista luxemburgués, Jean Nicolas, en el que se aseguraba que uno de los hijos del matrimonio, el príncipe Laurent, lo sería presuntamente de Paola y de un financiero italiano llamado Aldo Vastapone, quien junto con el fotógrafo de Paris Match, el conde de Mun, y con el cantante Adamo, sería uno de los amores extraconyugales de la bellísima princesa, que un día vino del sol para instalarse en la hermosa y triste Bélgica.
El descubrimiento de las infidelidades de reyes y príncipes consortes con el resultado de hijos bastardos no es un caso único en la Historia.
El día de Nochebuena de 1999 Bélgica entera se quedó conmocionada al escuchar al rey Alberto II de los belgas reconocer, en el tradicional mensaje navideño, la existencia de una hija nacida fuera de su matrimonio con la reina Juliana.
La joven, Delfine Boel, entonces de treinta y un años, había nacido de sus amores adúlteros con la baronesa belga Sybille Selys Longcheamp.
Delfine, que actualmente reside en Londres, fue concebida en aquellos años en los que el desamor se apoderó del entonces príncipe de Lieja, compitiendo con su esposa, que dejaría en mantillas a lady Di en cuanto a infidelidades y escándalos. Porque a la baronesa hay que añadir también la modelo suiza Memphies y la actriz Elizabeth Dolac.
La corte noruega tampoco se ha librado de estos escándalos. El biógrafo noruego Tor Bomann aseguraba documentalmente en su libro Folket (segundo volumen), que el rey Olav, padre del actual soberano Harald, no era hijo de Haakon VII sino del médico de la Casa Real británica, sir Guy Francis Laking, quien trató a la reina Maud durante su estancia en octubr