Título original: The Perfect Lover
Traducción: Ana Isabel Domínguez Palomo y María del Mar Rodríguez Barrena
1.ª edición: enero 2009
© 2003 by Savdek Management Propietory Ltd.© Ediciones B, S. A., 2009
para el sello Zeta Bolsillo
Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.15638-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-128-6
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Contenido
Portadilla
Créditos
Árbol Genealógico
Dedicatoria
Personajes
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Este libro está dedicado a mis lectoras,
a las nuevas y a las de siempre,
que han seguido a los Cynster
desde su primera aparición.
Vosotras sí que sois el viento bajo mis alas.
Personajes
Simon Cynster
amigo de James Glossup
Portia Ashford
acompañante de lady Osbaldestone
Charlie Hastings
amigo de James Glossup
Lady Osbaldestone (Therese)
prima lejana de lord Netherfield
Vizconde Netherfield (Granville)
padre de Harold, lord Glossup
Harold, lord Glossup
actual dueño de Glossup Hall
Catherine, lady Glossup
esposa de Harold
Henry Glossup
primogénito de Harold y Catherine
Kitty Glossup, de soltera Archer
esposa de Henry Glossup
James Glossup
segundo hijo de Harold y Catherine
Oswald Glossup
tercer hijo de Harold y Catherine
Moreton Archer
padre de Kitty
Alfreda Archer
madre de Kitty
Swanston Archer
hermano pequeño de Kitty
Winifred Archer
hermana mayor de Kitty
Desmond Winfield
en pleno cortejo de Winifred Archer
George Buckstead
amigo íntimo de Harold Glossup
Helen Buckstead
esposa de George
Lucy Buckstead
hija del matrimonio
Lady Cynthia Calvin
viuda amiga de los Glossup
Ambrose Calvin
su hijo
Drusilla Calvin
su hija
Lady Hammond
aristócrata de renombre, emparentada con los Glossup
Annabelle Hammond
su hija mayor
Cecily Hammond
su hija menor
Arturo
el apuesto líder de un grupo de gitanos acampados en las cercanías de Glossup Hall
Dennis
gitano contratado como jardinero temporero durante los meses de verano
Blenkinsop
el mayordomo
Basil Stokes
inspector de policía enviado por Bow Street para investigar
1
Finales de julio de 1835
Ashmore, Dorset. En las cercanías de Glossup Hall.
—¡La madre que la trajo! —exclamó Simon Cynster mientras refrenaba a sus caballos y contemplaba con los ojos entrecerrados la loma que se alzaba a espaldas de Ashmore. Había dejado el pueblo atrás hacía sólo un instante y enfilaba el frondoso camino que llevaba a Glossup Hall, a un poco más de un kilómetro de distancia.
Nada más pasar las casas, el terreno comenzaba a ascender de forma abrupta. Una mujer paseaba por el serpenteante sendero que bordeaba la loma. Desde la cima, alcanzaba a verse el Solent; y en los días despejados incluso se atisbaba la isla de Wight.
No era de extrañar ver a alguien allí arriba.
—Y tampoco es de extrañar que nadie la acompañe... —Con creciente irritación, observó cómo la delgada, ágil y elegante figura de cabello oscuro ascendía por el sendero. Una figura de largas piernas que atraería sin remisión los ojos de cualquier hombre de sangre caliente. La había reconocido al instante: Portia Ashford, la cuñada de su hermana Amelia.
Portia debía de ser una de las invitadas a la fiesta campestre de Glossup Hall; era la única propiedad importante de las cercanías desde la que podía haber llegado paseando.
De repente lo invadió la impotencia.
—¡Maldición!
Había cedido a las súplicas de su amigo James Glossup, al que conocía de toda la vida, y pensaba detenerse en la propiedad de su familia de camino a Somerset para ayudarlo a soportar el agobio de la fiesta que celebraban sus padres. Pero si Portia estaba presente, bastante agobio tendría él...
Portia llegó a la cima de la loma y se detuvo mientras alzaba uno de sus delgados brazos para apartarse la melena azabache de la espalda; acto seguido, alzó el rostro hacia el viento y contempló el paisaje antes de bajar la mano y seguir caminando hacia el mirador, de manera que acabó desapareciendo de su vista.
«No es asunto mío.»
Las palabras resonaron en su cabeza. Bien sabía Dios que ella misma se lo había dicho con bastante asiduidad, de varias formas y casi siempre con palabras mucho más tajantes... No era su hermana ni su prima; a decir verdad, no había ningún vínculo consanguíneo entre ellos.
Apretó la mandíbula, les echó un vistazo a los caballos, tensó las riendas que había aflojado...
Y soltó un juramento para sus adentros.
—¡Wilks, despiértate, hombre! —Le arrojó las riendas al lacayo, que hasta ese momento había estado echando una cabezadita a su espalda. Echó el freno y bajó del carruaje—. Sujétalas, volveré enseguida.
Se metió las manos en los bolsillos del gabán y enfiló el estrecho sendero que llevaba a la cima, donde se unía al que Portia debía de haber seguido desde Glossup Hall.
Lo único que iba a conseguir era meterse en problemas; como poco, entablarían una discusión mordaz. Claro que la idea de dejarla sola, desprotegida ante cualquier hombre que pudiera pasar por allí, era impensable. Al menos para él. Si hubiera seguido hacia Glossup Hall en el carruaje, no se habría quedado tranquilo hasta verla aparecer sana y salva en la mansión.
Y dada la inclinación que Portia mostraba por los largos paseos, habría tardado horas en regresar.
No le daría las gracias por su preocupación. Si sobrevivía sin que su ego acabara maltrecho y apaleado, podría darse por satisfecho. Portia tenía una lengua muy afilada; no había modo de escapar ileso. Sabía perfectamente cuál sería su reacción cuando lo viera aparecer; la misma que había demostrado a lo largo de la última década, desde el preciso momento en el que se dio cuenta de que era una mujer muy deseable que no tenía ni idea de la tentación que representaba y que, por tanto, necesitaba protección constante a causa de las situaciones en las que ella misma se metía de forma despreocupada.
Mientras estuviera fuera de su vista, lejos de su órbita, no era responsabilidad suya. Sin embargo, si ése no era el caso y se encontraban en algún lugar estando desprotegida, se sentía obligado a mantenerla a salvo. A esas alturas ya debería saber que era inútil luchar contra ese impulso.
De todas las mujeres que conocía, ella era indiscutiblemente la más difícil; y no por su falta de inteligencia, porque en ese aspecto también superaba a las demás. No obstante, allí estaba él... siguiendo su estela pese al recibimiento que le esperaba; eso decía mucho de su propia inteligencia...
¡Mujeres! Había pasado todo el trayecto reflexionando sobre el tema. Su tía abuela Clara había muerto hacía poco tiempo y le había dejado su casa de Somerset. La herencia había supuesto un punto de inflexión y lo había obligado a replantearse su vida y a redirigir sus pasos. Había llegado a la conclusión de que su estado tenía un origen mucho más profundo. Había comprendido por fin aquello que otorgaba sentido a las vidas de sus primos y sus cuñados.
Y era algo de lo que él carecía.
Una familia. Su propia familia, sus propios hijos. Su propia esposa. Jamás le habían parecido importantes. En esos momentos se alzaban ante él como algo vital, como algo imprescindible si quería una vida plena.
Como vástago de una familia prestigiosa y acaudalada, había llevado una existencia cómoda hasta ese momento; no obstante, ¿qué valor tenía la comodidad frente a la vacuidad que había descubierto en su vida? La incertidumbre no radicaba en su habilidad para lograr lo que se propusiera (al menos no creía que pudiera tener problemas al respecto en ningún sentido), sino en el objetivo en sí, en la necesidad, en la razón de ser. Eso era lo que le faltaba.
Le faltaban las necesidades que hacían satisfactoria la vida de un hombre como él.
La herencia de la tía abuela Clara había sido el último empujoncito. ¿Qué iba a hacer con una idílica casa solariega en el campo sino habitarla? Necesitaba buscar una esposa y ponerse manos a la obra para formar la familia que daría sentido a su vida.
Claro que no había aceptado la idea con docilidad. Durante los últimos diez años había llevado una vida ordenada y tranquila, en la cual las mujeres sólo tenían cabida en dos ámbitos muy distintos, ambos bajo su control. A sus espaldas llevaba incontables relaciones sentimentales discretas, ya que era todo un experto a la hora de manejar (seducir, disfrutar y por último descartar) a las damas casadas con las que solía enredarse. Aparte de ellas, las únicas mujeres con las que se relacionaba eran las de su familia. No iba a negar que en el ámbito familiar eran ellas las que gobernaban, pero puesto que ésa había sido la norma desde siempre, nunca se había sentido limitado ni había considerado la situación como un reto que superar. Era un mal necesario y punto.
Su participación en las inversiones de la familia y en las distracciones de los eventos de la alta sociedad, junto con sus conquistas sexuales y su asistencia a las reuniones familiares que se sucedían a lo largo del año, habían hecho que su vida estuviera agradablemente ocupada. Jamás había sentido la necesidad de asistir a los bailes y saraos que preferían las jóvenes en edad casadera.
Lo que lo dejaba en una situación insostenible, ya que deseaba una esposa pero no podía recurrir a los métodos habituales por temor a alertar a toda la alta sociedad. Si era tan imbécil como para comenzar a acudir a esos eventos, las amantísimas madres se percatarían de inmediato de que estaba buscando esposa... y comenzaría el asedio.
Era el último Cynster soltero de su generación.
Se detuvo al llegar a la cima de la loma. El terreno descendía de forma abrupta a un lado y el sendero continuaba unos cincuenta metros más hacia la izquierda, en dirección a un mirador excavado en la pared de piedra.
Las vistas eran magníficas. Allá a lo lejos, el sol arrancaba destellos al mar y entre la calina veraniega se vislumbraba la silueta de la isla de Wight.
No era la primera vez que contemplaba el paisaje desde allí. Echó a andar hacia el mirador y hacia la mujer que lo ocupaba. Estaba de pie junto a la barandilla, mirando el mar. Por su postura e inmovilidad, supo que no se había percatado de su presencia.
Apretó los labios y siguió caminando. No tendría por qué darle explicación alguna. Llevaba diez años tratándola con el mismo afán protector que dispensaba a todas las féminas de su familia. No le cabía duda de que era la relación que los unía (Portia era hermana de su cuñado Luc) lo que dictaba sus sentimientos hacia ella a pesar de que no hubiera vínculos consanguíneos entre ellos.
En su mente, Portia Ashford era de la familia y había que protegerla. Eso, al menos, era indiscutible.
¿Qué tortuosa lógica había llevado a los dioses a decretar que una mujer necesitara de un hombre para concebir?
Portia contuvo un resoplido asqueado. Ése era el quid de la cuestión a la que se enfrentaba. Por desgracia, no tenía sentido rebelarse; los dioses lo habían dispuesto así y no había nada que pudiera hacer al respecto.
Salvo encontrar el modo de sortear el problema.
La idea aumentó su irritación, que en su mayor parte estaba dirigida a sí misma. Nunca había deseado un marido, jamás había creído que el camino habitual que dictaba la sociedad, ese que ensalzaba las virtudes del matrimonio a pesar de sus restricciones, fuera para ella. Jamás había pensado en su futuro en esos términos.
Pero no había otra opción.
Enderezó la espalda y se enfrentó a los hechos sin más. Si quería tener hijos propios, tendría que buscar un marido.
El viento arreció, acariciándole las mejillas con su frescor y enredándole la abundante melena ondulada. La certeza de que los niños (sus propios hijos, su propia familia) eran lo que de verdad ansiaba, el verdadero reto que debía conquistar y vencer, para el que había sido educada al igual que lo había sido su madre, se había alzado ante ella con la misma delicadeza que la brisa. Durante los últimos cinco años había trabajado con sus hermanas, Penélope y Anne, en un orfanato de Londres. Se había embarcado en el proyecto con su habitual entusiasmo, convencida de que sus ideales eran correctos y satisfactorios, pero había acabado por descubrir que su propio destino yacía en una dirección hacia la que nunca se le había ocurrido mirar.
Por eso necesitaba un marido.
Dado su apellido, su estatus familiar y social, y su dote, sortear semejante impedimento sería fácil, aun cuando ya tuviera veinticuatro años. Claro que no era tan tonta como para creer que le valdría cualquier hombre. Teniendo en cuenta su carácter, su temperamento y su enérgica independencia, era imperativo que eligiera con sumo cuidado.
Arrugó la nariz sin apartar la mirada del horizonte. Jamás había imaginado que llegaría ese momento, que acabaría por desear un marido. Puesto que su hermano no tenía prisa alguna por que se casaran, tanto ella como sus hermanas habían disfrutado de la posibilidad de elegir sus propios caminos. El suyo la había excluido de los salones de baile, de Almack’s y de ese tipo de acontecimientos sociales donde las jóvenes de la alta sociedad buscaban esposo.
Aprender a buscar un marido siempre le había parecido una tarea insignificante; una empresa muy inferior a los sustanciosos retos que su intelecto le demandaba...
Los recuerdos de esa pasada arrogancia, del desdén con el que había despreciado un sinfín de oportunidades para aprender el modo de seleccionar un marido y de engatusarlo, no hicieron más que avivar su irritación. Era exasperante descubrir que su intelecto, cuya superioridad nadie cuestionaba, no hubiera previsto la situación en la que se encontraba.
La puñetera verdad era que podía recitar a Homero y a Virgilio al pie de la letra, pero no tenía ni la menor idea de cómo conseguir un marido.
Mucho menos de cómo conseguir al adecuado.
Enfocó la vista para contemplar el distante mar, los reflejos del sol sobre las olas, unas olas que cambiaban constantemente de dirección al compás del viento. Igual que lo había hecho ella durante el último mes. Algo tan poco habitual, tan opuesto a su carácter (siempre había sido decidida y jamás se había mostrado tímida o débil) que le ponía los nervios de punta. Su forma de ser quería... No, le exigía que tomara una decisión, que fijara un objetivo sólido, que trazara un plan de acción. Las emociones, una parte de sí misma a la que apenas prestaba atención, le dictaban que no se mostrara tan segura. Que no se lanzara de cabeza a ese nuevo proyecto con el ímpetu habitual.
Había revisado sus opciones ad infinitum; no le quedaba nada más por analizar. Había acudido al mirador con la intención de aprovechar las escasas horas que le quedaban antes de la llegada de los restantes invitados y del comienzo de la fiesta campestre en sí para formular un plan.
Apretó los labios y entrecerró los ojos aún mirando hacia el horizonte, consciente de la reticencia que pugnaba por hacerse oír, que la instaba a retroceder. Era una sensación enervante, pero tan instintiva y poderosa que se vio obligada a luchar contra ella para continuar... No iba a marcharse sin haberse hecho una firme promesa.
Se aferró a la barandilla, alzó la barbilla y declaró con una voz firme:
—Utilizaré las oportunidades que la fiesta me brinde para aprender todo lo posible y elegir de una vez y para siempre. —Descontenta con semejante promesa porque la consideraba demasiado tibia, añadió con más decisión—: Juro que tomaré en consideración a todo invitado cuya edad y posición social sean las adecuadas.
Ahí estaba. ¡Por fin! Había dado voz al siguiente paso de su plan. Lo había convertido en un voto solemne. Como siempre que tomaba una decisión, sintió que la invadía la euforia...
—Vaya, vaya, se te ve muy animada, si me permites decírtelo. Aunque ¿para qué necesitas tener en cuenta la edad y la posición social?
Se giró con un jadeo de sorpresa. Por un instante se le nubló la mente. No a causa del miedo. A pesar de las sombras que rodeaban al recién llegado y de la brillante luz del sol que tenía a su espalda, había reconocido su voz y sabía muy bien a quién pertenecían esos anchos hombros que bloqueaban el arco de entrada.
Pero, ¿qué diantres estaba haciendo Simon allí?
Sus ojos azules la miraron con más intensidad. Una intensidad que era demasiado directa como para tacharla de educada.
—¿Se puede saber qué es lo que tienes que considerar? Por regla general, sólo tardas dos segundos en tomar una decisión.
La calma, la seguridad en sí misma..., la temeridad..., regresaron al punto. Entrecerró los ojos.
—Eso no es de tu incumbencia.
Simon se movió con deliberada lentitud y en tres zancadas se puso junto a la barandilla. Portia enarboló sus defensas. Sintió que la tensión se apoderaba de los músculos de su espalda al tiempo que algo le oprimía el pecho, como si reaccionara a su presencia. Lo conocía muy bien y, sin embargo, allí a solas, rodeados por el silencio del campo y del cielo, le pareció más corpulento, más poderoso.
Más peligroso en un sentido que no atinaba a comprender.
Se detuvo a dos pasos de ella y señaló el paisaje con la mano.
—Parecías estar declarando tus intenciones al mundo.
Clavó la vista en ella. A sus ojos asomaba una nota burlona por haberla pillado en mitad de su voto, junto con una expresión alerta y cierto grado de desaprobación.
No obstante, sus facciones siguieron impasibles.
—Supongo que sería demasiado esperar que tuvieras a un lacayo o a un mozo de cuadras esperando por aquí cerca, ¿verdad?
No estaba dispuesta a discutir semejante tema, y mucho menos con él. Inclinó la cabeza con rigidez a modo de saludo antes de girarla para seguir contemplando el paisaje.
—Buenas tardes. Las vistas son magníficas. —Hizo una breve pausa—. No sabía que fueras un admirador de la naturaleza.
Sintió que contemplaba su perfil antes de desviar la vista hacia el paisaje.
—Por supuesto. —Se metió las manos en los bolsillos y pareció relajarse—. Hay ciertas creaciones de la naturaleza que venero con adicción.
No le costó mucho adivinar a lo que se refería. En el pasado, le habría replicado con un comentario mordaz... En ese momento, lo único que pasaba por su mente eran las palabras de su voto.
—Has venido a la fiesta de los Glossup.
No era una pregunta, y él contestó con un elegante encogimiento de hombros.
—¿Para qué si no?
Se giró hacia ella en el mismo instante que soltaba la barandilla. Sus miradas se encontraron; había escuchado su voto y era imposible que olvidara...
De repente, estuvo segura de que debía poner más distancia entre ellos.
—He venido en busca de un poco de soledad —le informó sucintamente—. Ahora que estás aquí, me marcho.
Se giró hacia la salida, pero él le bloqueaba el paso. Con el pulso acelerado, lo miró a la cara.
A tiempo de ver cómo sus facciones se endurecían y de percibir cómo se mordía la lengua para no replicar. Cuando la miró a los ojos, sintió su contención de un modo casi palpable. Con una serenidad tan deliberada que resultaba amenazadora de por sí, se hizo a un lado y le indicó con un gesto que lo precediera.
—Como desees.
Todos sus sentidos siguieron pendientes de él mientras pasaba a su lado. Sintió un hormigueo en la piel, como si su proximidad fuera un peligro potencial y muy real. Una vez que lo dejó atrás, pasó bajo el arco de entrada con la cabeza bien alta y enfiló el sendero con una fingida calma.
Simon tensó la mandíbula y reprimió el impulso de detenerla, de extender el brazo y obligarla a darse la vuelta... aunque no estaba seguro de para qué. Eso, se recordó, era lo que había estado buscando: que regresara con paso arrogante a Glossup Hall.
Inspiró hondo, retuvo el aire y se dispuso a salir de nuevo a la luz del sol para seguirla camino abajo.
Cuanto antes regresara a la civilización y a la seguridad que ésta representaba, antes acabaría su viaje. Había hecho el trayecto desde Londres sin detenerse y estaba sediento. Una jarra de cerveza no le iría nada mal.
Dado que sus pasos eran mucho más largos, podría adelantarla en un momento. En cambio, prefirió seguirla sin prisas, disfrutando así del paisaje... La moda del momento, que dictaba que las cinturas de los vestidos coincidieran con la cintura natural de la mujer, le sentaba de maravilla ya que resaltaba su esbelta silueta, sus delicadas curvas y sus larguísimas piernas. El azul violáceo del ligero vestido de paseo que llevaba acentuaba el impactante contraste entre su cabello negro, sus ojos azul cobalto y esa piel tan pálida que casi parecía translúcida. Era más alta que la media femenina. Su frente le llegaría a la barbilla... si alguna vez se acercaran tanto.
La idea de que algo así sucediera lo hizo contener una carcajada.
Una vez que llegaron a la cima de la loma, Portia la traspuso, y sólo entonces descubrió que la estaba siguiendo. Le lanzó una mirada letal por encima del hombro antes de pararse y darse media vuelta para enfrentarlo.
Cuando Simon se detuvo frente a ella, le observó con los ojos entrecerrados y echando chispas.
—No vas a seguirme de vuelta a la mansión.
Ni siquiera tuvo que preguntarle lo que estaba haciendo. Ambos lo sabían. La última vez que se vieron fue en Navidad, siete meses antes, pero apenas hablaron ya que estaban rodeados por la horda de sus familiares. En aquel entonces no había tenido la oportunidad de sacarla de quicio, ocupación que ejercía desde que ella cumpliera los catorce años, y a la que se entregaba en cuerpo y alma cada vez que se encontraban.
Clavó la mirada en ella. Algo relampagueó en las profundidades de ese azul engañosamente delicado... ¿Genio? ¿Determinación? Acto seguido, apretó los labios y pasó a su lado con la agilidad y la elegancia que lo caracterizaban, muy inquietantes en un hombre tan corpulento. Echó a andar sendero abajo.
Se dio media vuelta para observarlo. Él no se alejó demasiado, sino que se detuvo justo al pasar la bifurcación desde la que partía el camino que llevaba al pueblo.
En ese momento, se giró para enfrentar su mirada.
—Tienes razón. No voy a hacerlo. —Señaló el camino con la mano.
Ella miró en esa dirección. Había un tílburi..., el de Simon, allí abajo.
—Su carruaje la espera, señora.
Alzó la vista para mirarlo a los ojos. Con cara de pocos amigos. Estaba bloqueando el sendero hacia Glossup Hall de forma deliberada.
—Tenía la intención de regresar dando un paseo.
Sus ojos azules siguieron clavados en ella.
—Cambia de opinión.
El tono de su voz, cargado de una arrogancia muy masculina y un desafío que resultaba desconocido en él, le provocó un escalofrío. Su postura no era abiertamente hostil, pero sabía que podría detenerla, que lo haría si intentaba sortearlo.
Su temperamento, una obstinación salvaje que afloraba ante cualquier táctica intimidatoria y más aún si procedía de él, estalló; aunque en esa ocasión llegó acompañado de una serie de emociones poderosas de lo más desconcertantes. Se quedó inmóvil, enzarzada en la silenciosa batalla que se libraba entre ellos; enzarzada en la conocida lucha por la supremacía, pero...
Había algo distinto.
En él.
Y en ella.
¿Sería por la edad? ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que libraron una batalla de voluntades semejante? ¿Tres años? ¿Más? De todas formas, la liza había cambiado. La lucha ya no era la misma. Algo fundamental había cambiado. Presentía en él una actitud depredadora mucho más flagrante, más agresiva; una fortaleza acerada bajo su elegancia, como si su máscara se estuviera resquebrajando con los años.
Siempre había sabido lo que Simon era en realidad.
El voto que había hecho poco antes resonó en su cabeza. Intentó con todas sus fuerzas no dejarse distraer; aun así, escuchó esa vocecilla que la llamaba..., reconoció el desafío implícito.
No pudo resistirse.
Alzó la cabeza y echó a andar con la misma determinación que él había demostrado.
La expresión alerta que había asomado a los ojos de Simon se hizo más evidente, hasta que en un momento dado se concentró por completo en ella. Sintió otro escalofrío en la espalda. Se detuvo delante de él y enfrentó su mirada.
¿Qué verían esos ojos azules? A esa distancia, mientras intentaba descubrir qué ocultaba tras sus defensas, descubrió que le era imposible hacerlo. Algo extraño, porque jamás habían hecho esfuerzo alguno por ocultar su mutuo desinterés. ¿Qué estaba ocultando Simon? ¿Cuál era la fuente de esa velada amenaza que irradiaba?
Para su sorpresa, quiso saberlo.
Respiró hondo de forma deliberada y replicó con voz serena:
—Muy bien.
La sorpresa se reflejó en los ojos de Simon, aunque no tardó en ser reemplazada por un brillo suspicaz. Ella dio media vuelta y, ocultando una sonrisa, bajó la vista al suelo mientras enfilaba el camino que descendía hasta el pueblo. Para que él no creyera ni por un instante que había vencido, añadió con frialdad:
—Resulta que me hace daño un zapato.
Sólo había dado un paso más cuando lo sintió acercarse, mucho más rápido de lo normal.
Sus sentidos se pusieron en alerta. Aminoró el paso, insegura..., y él ni siquiera se detuvo. Se agachó y la cogió en brazos.
—¿¡Qué...!? —Simon siguió caminando al tiempo que la sujetaba con más firmeza. La llevaba como si no pesara más que una pluma. La sorpresa la había dejado sin respiración y le había nublado el sentido común. Le costó un enorme esfuerzo tomar aire—. ¿Qué crees que estás haciendo? —La perplejidad que sentía tiñó cada una de sus palabras.
Simon jamás había mostrado el menor indicio de reaccionar físicamente a sus pullas.
Se sentía... ¿Cómo? ¿Aturdida? ¿O...?
Hizo caso omiso de la confusión y enfrentó su mirada cuando él la miró de reojo.
—Te hace daño el zapato; no podemos permitir que tu delicado piececito sufra innecesariamente.
Su voz fue suave y su semblante, inocente; hasta la expresión que asomaba a sus ojos podría tacharse de sincera.
Portia parpadeó. Ambos miraron al frente. Consideró la posibilidad de protestar... y la descartó al instante. Él era capaz de prolongar la discusión hasta que llegaran al tílburi.
En cuanto a la posibilidad de forcejear para zafarse de su abrazo, era muy consciente (más de lo que debería) de que físicamente era mucho más débil que él. Los brazos que la sujetaban eran tan duros como el acero; no perdió el paso en ningún momento y siguió caminando con seguridad, dejando bien clara su fuerza. La mano que la aferraba por el muslo, justo por encima de la rodilla (decentemente cubierta por las faldas de su vestido), se cerraba en torno a ella como si fuera una garra. Estaba atrapada por la amplitud de su pecho y por la fuerza que irradiaban sus músculos. Jamás había considerado su fuerza masculina como algo que necesitara sopesar ni sobre lo que debiera reflexionar siquiera; pero si Simon estaba dispuesto a introducir el contacto físico en su ecuación, no le quedaría más remedido que reconsiderar el tema.
Y no sólo los aspectos básicos de esa demostración de fuerza.
Estar tan cerca de él, atrapada entre sus brazos, le provocaba... una especie de mareo, entre otras cosas.
Simon aminoró el paso y ella volvió a prestar atención a sus alrededores.
Con una floritura, la dejó en el asiento del tílburi.
Sobresaltada, se aferró al borde del vehículo y la fuerza de la costumbre le hizo retirar las faldas para que él pudiera sentarse a su lado; en ese instante, se percató de la mirada igualmente perpleja de Wilks, el lacayo.
—Esto... Buenas tarde, señorita Portia —la saludó el hombre al tiempo que inclinaba la cabeza y le tendía las riendas a su señor.
Sin duda, había presenciado el espectáculo completo y estaría esperando que ella estallara o al menos que hiciera algún comentario cortante.
Y no era el único.
Sonrió con serenidad antes de devolverle el saludo.
—Buenas tardes, Wilks.
El lacayo parpadeó, asintió con recelo y se apresuró a ocupar su lugar.
Simon la miró de soslayo mientras tomaba asiento a su lado. Como si esperara un mordisco... o al menos un gruñido.
No se tragaría una sonrisa dulce, de modo que miró al frente, compuesta y tranquila, como si hubiera sido idea suya acompañarlo en el tílburi. La mirada recelosa de Simon bien valió todo el esfuerzo que le estaba costando esa alegre muestra de sumisión.
El vehículo se sacudió antes de ponerse en marcha. En cuanto la pareja de bayos se adaptó al ritmo que Simon impuso, le preguntó:
—¿Cómo están tus padres?
Hubo un silencio antes de que él le contestara.
Asintió con la cabeza y se lanzó a hacerle un resumen de la salud, el paradero y los últimos intereses de todos los miembros de su familia, a la que él conocía al completo. Como si se lo hubiera preguntado, prosiguió:
—He venido con lady O. —Durante años, ése había sido el diminutivo que habían utilizado para referirse a lady Osbaldestone, una pariente lejana de los Cynster y amiga íntima de su familia. Una arpía entrada en años que tenía aterrorizada a la mitad de la alta sociedad—. Ha pasado unas cuantas semanas en Calverton Chase y después tenía planeado pasar una temporada aquí. ¿Sabías que es una vieja amiga de lord Netherfield? —El vizconde Netherfield era el padre de lord Glossup y en esos momentos estaba de visita en Glossup Hall.
Simon había fruncido el ceño.
—No.
Portia esbozó una sonrisa sincera; le tenía mucho cariño a lady O; pero Simon, al igual que la mayoría de los caballeros de su calaña, encontraba la perspicacia de la dama un tanto aterradora.
—Luc insistió en que no debía cruzar medio condado sola, así que me ofrecí a acompañarla. Hasta ahora sólo han llegado... —Prosiguió con la cháchara, poniéndolo al día de aquellos que ya se alojaban en la mansión y de los que estaban por llegar, tal y como haría cualquier dama bien educada.
El recelo con el que la miraba se agudizó a pasos agigantados.
En ese instante, las puertas de acceso a Glossup Hall les dieron la bienvenida. Simon hizo girar a los bayos y los azuzó para que enfilaran el camino.
La enorme mansión había sido construida en el periodo isabelino. La típica fachada de ladrillo rojo estaba orientada al sur y el edificio constaba de tres plantas. Las alas añadidas al este y al oeste estaban dispuestas en perpendicular a la fachada y se extendían hacia atrás. El ala central, en paralelo a las anteriores, le confería a la mansión la forma de una E y albergaba el salón de baile y el invernadero. A medida que se acercaban, distinguieron los reflejos del sol sobre las hileras de ventanas emplomadas y sobre las altas chimeneas con sus recargados remates.
Simon ya estaba completamente desconcertado cuando refrenó a los bayos al llegar al patio principal frente a la fachada. Y eso era algo extraño en él. Dentro de los límites de la alta sociedad, no había nada que lograra descolocarlo.
Salvo Portia.
Si hubiera protestado y hubiera esgrimido esa lengua tan afilada como era habitual en ella, todo habría sido normal. No habría disfrutado del encuentro, pero tampoco habría sentido esa repentina desorientación.
Aunque se devanara los sesos, no recordaba ni una ocasión en la que se hubiera comportado con esa... delicadeza tan femenina. Ésa fue la única definición que se le ocurrió para describir su actitud. Por lo general, Portia hacía gala de una armadura llena de púas. Sin embargo, ese día parecía haber dejado escudos y púas a un lado.
El resultado era...
Detuvo los caballos, echó el freno y le arrojó las riendas a Wilks antes de apearse.
Ella aguardaba a que rodeara el tílburi y la ayudara a bajar. La miró un instante, esperando que saltara sin ayuda ninguna con sus acostumbrados modales que proclamaban su independencia y autosuficiencia. En cambio, cuando le ofreció la mano, la aceptó y dejó que la ayudara a descender con una elegancia sorprendente.
Cuando la soltó, ella alzó la vista y sonrió.
—Gracias. —Su sonrisa se ensanchó y siguió mirándolo a los ojos—. Tenías razón. Mi pie está mucho mejor de lo que lo habría estado de haber regresado caminando.
Con una expresión de inefable dulzura, inclinó la cabeza y dio media vuelta. El azul cobalto de sus ojos era tan oscuro que no supo si el brillo que había visto en sus profundidades era real o sólo un mero efecto de la luz.
Se quedó de pie en el patio principal, observándola, mientras los mozos de cuadra y los lacayos iban de un lado a otro, ocupados con sus menesteres. Sin mirar atrás ni una sola vez, Portia desapareció entre las sombras que reinaban al otro lado de la puerta de entrada.
El crujido de la gravilla bajo las ruedas del tílburi y los cascos de sus caballos, que los mozos llevaban a los establos, lo sacó del ensimismamiento. Con apariencia impasible, aunque en su fuero interno estaba que trinaba, echó a andar hacia la puerta de Glossup Hall. Y la siguió al interior.
—¡Simon! ¡Excelente! —James Glossup cerró la puerta de la biblioteca y se acercó a él con una enorme sonrisa.
Una vez que hubo dejado el gabán en las manos del mayordomo, Simon se giró para saludar a su amigo.
El alivio inundó la mirada de James mientras le estrechaba la mano.
—Has llegado justo a tiempo para cerrar filas con Charlie y conmigo. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al salón. A través de las puertas cerradas les llegaba el inconfundible murmullo de las conversaciones de los invitados, enzarzados en la típica charla social—. Charlie ha ido de avanzadilla.
Blenkinsop, el mayordomo, se detuvo junto a James.
—Haré que lleven el equipaje del señor Cynster a su habitación habitual, señor.
James asintió con la cabeza.
—Gracias, Blenkinsop. Nos reuniremos con los invitados. No es necesario que nos anuncies.
El mayordomo, un antiguo sargento mayor, alto y un tanto orondo si bien jamás abandonaba la rigidez de su porte, hizo una reverencia antes de alejarse. James lo miró y le hizo un gesto hacia el salón.
—Vamos... ¡Al ataque!
Entraron juntos y se detuvieron a la par para cerrar las dos hojas de la puerta. Simon enfrentó la mirada de James Glossup cua