Hacia el Edén

Fragmento

 

Título original: Tender Rebel

Traducción: Lilian Schmidt

Ante la imposibilidad de contactar con el autor de la traducción, la editorial pone a su disposición todos los derechos que le son legítimos e inalienables.

1.ª edición: junio 2011

© 1988 by Johanna Lindsey

© Ediciones B, S. A., 2011

para el sello Zeta Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.15643-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-136-1

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

 

 

 

 

 

Para Stan

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

1. Lisa

2. La nueva temporada

3. El viaje de ida

4. Amor a primera vista

5. Un paseo por el lado oscuro de la vida

6. Una jornada como otra cualquiera

7. Juicio en el salón de recepción

8. Lo que tú desees, amo

9. Un visitante en las sombras

10. Miss Quinceañera de América

11. Bienvenida a la casa

12. Algodón blanco

13. Cuero y perfume

14. El recinto deportivo

15. El poste de flagelación

16. Separados por un muro

17. Obsesión: Veinticuatro horas

18. Recordando a Lisa

19. ¡Vístete!

20. Libres

21. Cruzar el umbral

22. La primera capa

23. Espías y revelaciones

24. Lo real y lo simbólico

25. La mujer de mi vida

26. Deseo bajo los robles

27. No volverás a tener frío

28. Las murallas de Jericó

29. Visita a la iglesia

30. Amor e ideales

31. Muerte de un viajante

32. Último informe presentado ante la junta

33. En la salud y en la enfermedad

 

1

Lisa

 

Me llamo Lisa.

Mido un metro setenta y cinco. Tengo el cabello largo, de color castaño oscuro. Visto con frecuencia de cuero —botas altas, chalecos suaves como un guante y faldas—, aunque también me gusta el encaje, sobre todo las prendas de blonda antigua, delicada, blanca como la nieve. Tengo la tez clara y me bronceo con facilidad, los pechos grandes y las piernas largas. Y, aunque no me considero guapa, ni nunca lo he hecho, sé que lo soy. Si no fuera así, no trabajaría como instructora en El Club.

Poseo una buena osamenta y los ojos grandes; ésa es la base de mi belleza, supongo, aparte del hecho de tener un cabello abundante, con mucho cuerpo, y una expresión dulce e incluso bondadosa, aunque puedo inspirar temor a un esclavo o una esclava en cuanto empiezo a hablar.

En El Club me llaman «la perfeccionista», lo cual no deja de ser un cumplido en un lugar como éste, donde todo el mundo se esfuerza en hallar la perfección. Esa búsqueda forma parte del placer.

He trabajado en El Club desde que se inauguró. Contribuí a crearlo, a establecer sus principios, a admitir a sus primeros socios y a sus primeros esclavos. Yo impuse las normas y los límites. Concebí la mayor parte del equipo que se utiliza hoy en día en El Club. Incluso diseñé algunos bungalows y los jardines, la piscina que utilizamos por las mañanas y las fuentes. Decoré varias habitaciones. Sus numerosos imitadores me hacen sonreír. Nuestro establecimiento no tiene rival.

El Club es lo que es porque cree en sí mismo; ahí residen su glamour y su terror.

Ésta es la historia de algo que ocurrió en El Club.

Sin embargo, buena parte de la historia no sucedió allí, sino en Nueva Orleans y en la campiña que la rodea. También en Dallas. Pero eso carece de importancia.

La historia comenzó en El Club y, aunque posteriormente se desarrollara en otros escenarios, trata sobre éste.

Bienvenidos a El Club.

 

2

La nueva temporada

 

Mientras esperábamos a que nos dieran permiso para aterrizar, el gigantesco reactor sobrevolaba lentamente la isla siguiendo la ruta turística. Yo la llamo así porque permite verlo todo muy bien: las playas blancas como el azúcar, las calas y las grandes instalaciones de El Club, sus elevados muros y los frondosos jardines, el vasto complejo de edificios con techos de tejas medio ocultos por la mimosa y los pimenteros. También pueden verse los rododendros blancos y rosas, los naranjos y unos campos sembrados de amapolas y hierba.

Frente a las puertas de El Club está el puerto. Y cerca de él, el bullicioso aeropuerto y helipuerto.

Todo el mundo acudía para inaugurar la nueva temporada.

Había multitud de aviones privados, cuyo platea-do fuselaje relucía bajo el sol, y media docena de yates blancos como la nieve que aguardaban anclados en las espléndidas aguas de color verde azulado del puerto.

El Elysium ya había atracado. Parecía un barco de juguete, envuelto en un mar de luces. ¿Quién hubiera sospechado que a bordo del barco había aproximadamente una treintena de esclavos que esperaban ser conducidos, desnudos, a tierra? Los esclavos realizan el viaje a El Club completamente vestidos, por razones obvias, pero antes de ver la isla o poner el pie en ella son obligados a desnudarse.

Sólo se les permite la entrada desnudos y en actitud servil. Sus pertenencias son almacenadas con un número de serie en un inmenso sótano hasta que abandonan la isla.

El esclavo o esclava lleva una fina pulsera de oro con su nombre y número de identificación en la muñeca derecha, aunque durante los primeros días lucen diversas inscripciones hechas con un rotulador sobre sus impresionantes cuerpos.

El avión descendió ligeramente y pasó sobre el muelle. Yo me alegré de que el pequeño espectáculo no hubiera comenzado todavía.

Eso me permitiría permanecer una hora en mi habitación antes de la inspección, saboreando una ginebra Bombay con hielo.

Me recliné en el sillón y sentí que me invadía un suave calor, una difusa excitación que brotaba del interior y cubría toda la superficie de mi piel. Los esclavos siempre se ponían deliciosamente nerviosos durante los momentos previos al aterrizaje. Era una sensación impagable. Y no era sino una muestra de lo que les ofrecía El Club.

Me sentía impaciente por llegar.

 

 

Estaba cansada de las vacaciones; los días que transcurrían en el mundo exterior me parecían curiosamente irreales.

La visita a mi familia en Berkeley había resultado insoportable, siempre tratando de evitar las insistentes preguntas sobre lo que hacía y dónde vivía la mayor parte del año.

—¿Por qué es un secreto? ¿Qué haces, adónde vas?

Había momentos, mientras estábamos sentados, en que no oía nada de lo que decía mi padre; sólo veía que movía los labios, y cuando me hacía una pregunta yo inventaba la excusa de que tenía dolor de cabeza, angustiada por haber perdido el hilo de la conversación.

Curiosamente, los momentos más agradables eran precisamente los que odiaba de niña: cuando mi padre y yo salíamos a dar un paseo alrededor de la manzana, subiendo y bajando las cuestas, al atardecer, mientras él rezaba el rosario en silencio y nos envolvían los sonidos de las colinas de Berkeley, sin que ninguno de los dos dijera una palabra. Ahora, durante esos paseos ya no me sentía infeliz como cuando era niña, tan sólo serena, como él, e inexplicablemente triste.

Una noche, mi hermana y yo fuimos en coche a San Francisco y cenamos en un elegante restaurante de North Beach llamado Saint Pierre. Había un hombre de pie junto a la barra que me miraba insistentemente, el clásico guaperas con aspecto de abogado. Llevaba un jersey blanco y una chaqueta de ojo de perdiz, el pelo corto y deliberadamente alborotado, y su boca parecía permanentemente dispuesta a esbozar una sonrisa. Era el tipo de hombre que yo siempre había tratado de evitar, por atractiva que resultara su boca o su expresión.

—Disimula, pero te está devorando con los ojos —dijo mi hermana.

Sentí deseos de levantarme, acercarme al bar y charlar con él, darle a mi hermana las llaves del coche y decirle que la vería al día siguiente. «¿Por qué no puedo hacerlo?», pensé. Total, sólo pretendía charlar un rato con él. Estaba con un matrimonio, y era evidente que no tenía una cita.

Podría pasar una noche de sexo descafeinado, según lo llaman, en la pequeña habitación de un hotel frente al Pacífico, con un desconocido de aspecto maravillosamente normal que jamás sospecharía que se había acostado con la señorita Encaje y Cuero del más lujoso y exótico club de sexo del mundo. O quizás habríamos ido a su apartamento, pequeño y acogedor, forrado de madera y espejos, con vistas a la bahía. Él habría puesto música de Miles Davis y juntos habríamos preparado una cena rápida y exquisita.

Has perdido el juicio, Lisa. Tu especialidad son las fantasías, pero no de ese tipo.

Te conviene marcharte cuanto antes de California.

 

 

Posteriormente, las acostumbradas distracciones no sirvieron de nada, a pesar de que renové mi vestuario en Rodeo Drive, pasé una tarde de locura en Sakowitz, en Dallas, fui a Nueva York para ver Cats y My One and only, así como un par de espectáculos geniales en Off-Broadway. También visité museos, asistí a la ópera en el Metropolitan, tuve ocasión de ver varios ballets y compré un montón de libros y vídeos para entretenerme durante los próximos doce meses.

Todo eso era divertido, pero no me llenaba. Había ganado más dinero a los veintisiete años del que jamás soñé ganar en toda mi vida. De vez en cuando recordaba lo que había sentido cuando deseaba comprar todas las barras de labios doradas de Bill’s Drugstore, en la avenida Shattuck, y sólo disponía de veinticinco centavos para unos chicles. Pero el hecho de gastar dinero no significaba nada. En el fondo, me dejaba agotada, nerviosa, irritable.

Exceptuando algunos momentos aislados y agridulces en Nueva York, cuando el baile y la música me hicieron sentirme extasiada, no cesaba de oír una vocecita en mi interior que me decía:

«Regresa a casa, vuelve a El Club. Porque si no das media vuelta y regresas de inmediato, quizá desaparezca y cuando llegues allí compruebes que todo lo que ves es irreal.»

Era una sensación muy extraña. Una sensación de lo absurdo, como dicen los filósofos franceses, que me hacía sentir incómoda y a disgusto en todas partes.

Siempre había necesitado tomarme unas vacaciones, caminar por calles normales. ¿A qué se debía entonces ese nerviosismo, esa impaciencia, esa sensación de no estar en la misma onda que las personas a las que quería?

Puse fin a mis vacaciones contemplando repetidas veces el mismo vídeo en mi habitación del Adolphus, en Dallas, de una película protagonizada por el actor Robert Duvall que se titulaba Angelo, My Love. Trataba sobre la vida de los gitanos en Nueva York.

Angelo era un niño de unos ocho años, de ojos negros, listo como el hambre, brillante y guapísimo. La película narraba su historia y la de su familia, y Duvall había dejado que ellos improvisaran buena parte de los diálogos. La película plasmaba con gran realismo la vida de la comunidad gitana, de unos forasteros, en Nueva York.

Sin embargo, resultaba absurdo que permaneciera encerrada en una habitación a oscuras en Dallas mientras contemplaba siete veces la misma película y admiraba su exótica realidad, fascinada ante las andanzas de ese crío tan listo, valiente y generoso, inmerso en la vida hasta las cejas; ese crío que telefoneaba a su jovencísima novia y le pegaba una bronca, o se colaba en el camerino de una estrella adolescente del country para flirtear con ella.

¿Qué significa esto?, me preguntaba continuamente, como una chiquilla. ¿Por qué hace que sienta ganas de llorar?

Quizá se debiera a que, en el fondo, todos somos unos forasteros que tratamos de abrirnos camino a través de la selva de una normalidad que no es más que un mito.

Quizás incluso aquel hombre de aspecto tan normal que había visto en el bar del Saint Pierre, en San Francisco, fuese también un forastero —un joven abogado que escribe poesías—, el cual no se hubiera escandalizado si a la mañana siguiente, mientras nos tomábamos un café y unos croissants, le hubiera soltado: «¿A que no adivinas cómo me gano la vida? No, en realidad es una vocación, es algo muy serio... es mi vida.»

¡Qué locura! Allí sentada en la oscuridad, bebiendo vino blanco y viendo una película sobre gitanos. Luego encendí las luces y contemplé el panorama nocturno de Dallas, los resplandecientes rascacielos que se elevaban como gigantescas escaleras hasta las nubes.

Yo vivo en un paraíso terrenal, donde uno puede satisfacer todos sus caprichos más íntimos y secretos, donde jamás te sientes solo y siempre estás a salvo. En El Club es donde ha transcurrido toda mi vida adulta.

Necesitaba regresar allí, eso era todo.

 

 

Aquí estamos, sobrevolando de nuevo el edén, y casi ha llegado el momento de echar un vistazo a los nuevos esclavos.

Quería ver a esos esclavos, comprobar si alguno presentaba una interesante particularidad, algo fuera de lo común... ¡Era una romántica incorregible!

Cada año los esclavos son distintos, más inteligentes, más interesantes, más sofisticados. Cada año aumenta la fama de El Club, a medida que se inauguran otros clubes como el nuestro. Los esclavos pertenecen a todo tipo de categorías sociales y profesionales. Nunca sabes lo que vas a encontrarte, qué misterios te deparará esa carne fresca.

Pocos días antes se había celebrado una subasta muy importante, una de las tres subastas internacionales a las que merecía la pena asistir. Yo sabía que habíamos adquirido nuevos elementos, unos treinta hombres y mujeres que habían sido contratados por dos años, todos ellos físicamente perfectos, con excelentes referencias de las mejores casas en América y el extranjero.

Un esclavo no es presentado en una de esas subastas a menos que haya recibido una concienzuda instrucción, a menos que haya pasado todas las pruebas. De vez en cuando recibimos por otras vías un esclavo rebelde o inestable, un chico o una chica que, en sus juegos con las fustas y las correas de cuero, se ha dejado arrastrar casi por casualidad hasta aquí. En ese caso lo liberamos y le liquidamos lo que le debemos de inmediato. No nos gusta perder dinero, pero el esclavo no tiene la culpa.

Es asombrosa la cantidad de esos esclavos que aparecen al cabo de un año en las subastas más caras. Si son lo suficientemente hermosos y fuertes, los compramos de nuevo. Luego nos confiesan que han estado soñando con regresar a El Club.

Pero esos errores no suelen producirse en las grandes subastas.

Durante los dos días previos a la venta, los esclavos son examinados por un jurado. Deben mostrar una perfecta obediencia, agilidad y flexibilidad. Sus referencias son revisadas con minucia. El jurado pone a prueba la resistencia y el temperamento de los esclavos, que son clasificados según una serie de requisitos físicos. Uno podría realizar una adquisición muy satisfactoria únicamente a partir del amplio catálogo y las fotografías que figuran en el mismo.

Como es lógico, después nosotros realizamos de nuevo esas evaluaciones para verificar que los esclavos cumplen con las normas de El Club. Pero, en cualquier caso, la mercancía que se ofrece en esas subastas es de primer orden.

Ningún esclavo llega a la antesala de la subasta a menos que se trate de un ejemplar extraordinario, el cual es situado sobre una plataforma iluminada para ser examinado por miles de manos y ojos.

Al principio yo acudía personalmente a las grandes subastas.

Mi interés no sólo radicaba en el placer de escoger lo que me gustaba entre los novatos —aunque reciban una instrucción privada, no dejan de ser unos novatos hasta que nosotros los formamos—, sino en lo excitante que resultan esas subastas en sí mismas.

En fin de cuentas, por muy preparado que esté un esclavo la subasta supone para él o para ella un verdadero cataclismo. Se pone a temblar, a llorar, mostrando la angustiosa soledad del esclavo desnudo sobre una plataforma iluminada, una exquisita tensión y un sufrimiento que constituyen una auténtica obra de arte. Es un espectáculo tan divertido como los que proponemos a nuestros clientes en El Club.

Puedes pasearte durante horas por la inmensa y enmoquetada antesala para echar un vistazo a la mercancía. Las paredes siempre están pintadas en tonos relajantes, como el rosa o el azul pálido. La iluminación es perfecta. El champán, delicioso. Y no hay música ambiental. El único ritmo que percibes es el de los latidos de tu propio corazón.

Puedes tocar y palpar a los candidatos mientras los examinas, así como formular preguntas a los que no están amordazados. (Es lo que nosotros llamamos educar la voz. Significa que no deben hablar hasta que alguien les dirija la palabra, ni expresar ninguna preferencia o deseo.) A veces otros instructores te indican un hermoso ejemplar, que ellos mismos no pueden permitirse el lujo de adquirir. De vez en cuando se congrega un grupo de compradores en torno a un maravilloso esclavo al que obligan a adoptar diversas posturas, a cual más lasciva y reveladora, y a obedecer una docena de órdenes.

Nunca me he molestado en azotar o atar a un esclavo con correas de cuero durante la exhibición previa a la subasta. Otros sí lo hacen. Opino que unos cuantos azotes propinados en el momento de la puja revelan todo cuanto se desea saber sobre el candidato.

Siempre hay quien trata de aconsejarte: ese esclavo tiene la piel demasiado frágil, nunca sacarás provecho de él; en cambio, ese otro tiene la piel suave pero muy resistente, o es mejor comprar una esclava con los pechos pequeños.

Uno aprende mucho sobre este negocio si se mantiene alejado del champán. Pero los mejores instructores apenas revelan nada de sí mismos, ni de las desgraciadas y temblorosas criaturas a las que examinan. Un buen instructor averigua lo que desea acercándose a un esclavo y agarrándolo bruscamente del pescuezo.

Una de las cosas más divertidas es observar a los instructores procedentes de todos los rincones del mundo. Parecen dioses y diosas, apeándose de sus lujosas limusinas negras aparcadas frente a la puerta y exhibiendo el último grito en materia de moda: unos vaqueros deshilachados, una camisa de algodón abierta hasta el ombligo o una blusa de seda con un hombro al descubierto que parece a punto de caerse a pedazos. Lu-cen cortes de pelo imposibles y unas uñas como dagas. Luego están los fríos aristócratas, con un traje negro de tres piezas, gafas cuadradas con montura plateada y pelo corto y perfectamente peinado. Se oyen toda clase de idiomas —aunque el lenguaje internacional para los esclavos es el inglés—, y se percibe la impronta especial de una docena de nacionalidades sobre un aire de invariable autoridad. Incluso quienes muestran una expresión más dulce e inocente dejan traslucir cierto aire de autoridad.

Reconozco a un instructor en cuanto lo veo. Los he observado en numerosos lugares, desde el pequeño y sucio pabellón en el Valle de los Reyes, en Luxor, hasta la terraza del Grand Hotel Olaffson en Puerto Príncipe.

Hay ciertas pistas inconfundibles, como las correas de reloj de cuero anchas y negras y los zapatos de tacón, que nunca hallarías en una tienda normal. Y la forma en que desnudan con los ojos a todas las mujeres y hombres atractivos que hay en la sala.

Todo el mundo es un esclavo desnudo en potencia para quienes estamos en este negocio. Ostentamos una aureola de sensualidad de la que es casi imposible desprenderse. La parte posterior de la rodilla de una mujer, un brazo desnudo, la forma en que la camisa de un hombre se tensa sobre su pecho cuando se introduce las manos en los bolsillos del pantalón, el movimiento de las caderas de un camarero al agacharse para recoger una servilleta del suelo... Infinidad de detalles que observamos en todas partes y que nos producen una constante y profunda excitación. El mundo entero es un club de placer y diversión para nosotros.

También produce un placer especial ver en las subastas a los multimillonarios que tienen un instructor o instructora personal en sus mansiones o casas de campo, y que se permiten el lujo de adquirir esclavos para su disfrute personal. Esos prop

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