Utopía (Multiverso 3)

Fragmento

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Contenido

Prólogo

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Un año después

Epílogo

Nota del autor

Agradecimientos

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Para Elena y Alberto,
los guardianes de mi felicidad.

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Llegará un día en que el hombre despertará del olvido y finalmente comprenderá quién es de verdad y a quién ha cedido las riendas de su existencia, a una mente falaz, mentirosa, que lo hace y lo mantiene esclavo... El hombre no tiene límites, y cuando un día se dé cuenta, será libre también aquí, en este mundo.

GIORDANO BRUNO

Nuestros éxitos y nuestros fracasos son inescindibles entre sí, igual que la materia y la energía. Si se los separa, el hombre muere.

NIKOLA TESLA

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PRÓLOGO

En otra parte, hace un tiempo, fue el duro y frío asfalto. Fueron los faros de las furgonetas que aparecían de repente del fondo de aquella lengua de tierra serpenteante en medio del boscaje. Fueron los frenos de un todoterreno que chirriaban sobre la reluciente capa de alquitrán.

Y luego el grito de un hombre, la orden de bajar de inmediato del vehículo. Los brazos de Alex, Jenny y Marco levantados en señal de rendición, las miradas de impotencia frente a la hilera de luces y armas a pocos metros de ellos.

Después, los disparos.

Bajo la mirada de asombro de la luna, en una noche que decretó el fin de la carrera, una mujer presenció la escena al abrigo de un árbol; luego huyó lejos del horror. El ruido de aquellos tres cuerpos caídos no desaparecería de su mente. Atormentaría el sueño de Anna durante muchísimo tiempo. Escapó lo más lejos posible, con la gatita asustada cogida por el cogote y las probetas con el genoma de los muchachos a recaudo en un bolsillo de la chaqueta.

En otra parte, gracias a ella, la vida pronto recomenzaría.

En las infinitas bifurcaciones del Multiverso, entre los múltiples pliegues del espacio y el tiempo, debía de haber un sitio en que crecer y vivir con tranquilidad. Un rincón protegido, para que la noria volviese a girar.

El primer gemido. El primer llanto. Las primeras respiraciones en un mundo nuevo, muy distante de aquellas armas, de la hipocresía de una sociedad de esclavos sin conciencia.

Del gélido, despiadado y letal asfalto.

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1

Sam-en-Kar, año 381 C. S.
Estación del Sol, día 38

Hoy hay demasiada luz.

Es casi cegadora, tendré que cerrar los postigos y sacar algunas velas.

Ayer oí que el tío y mamá hablaban entre sí. De mí. Estaban en el campo, sembrando, no me vieron. Desde detrás de la encina, donde me encontraba sentado con mi libro entre las manos, lo oí todo.

—¿Cómo es posible que sea tan inteligente? —decía el tío, con su vozarrón grave, ronco.

—No lo sé —respondía mi madre. O quizá debería decir mi madre adoptiva, confiando en que nunca lea este diario porque, la conozco, se entristecería—. Nunca he visto a un niño capaz de programar todo el ciclo de las estaciones, de las cosechas y de las Eras. Tiene un conocimiento de las matemáticas fuera de lo común.

Luego, otra vez mi tío.

—Y lo ha calculado hasta el año 600...

Y ella, más extrañada que orgullosa.

—Más de doscientos años de calendario... ¡y él aún no ha cumplido cinco! ¿Cómo lo hace? ¿Está poseído por algún espíritu maligno? ¿Deberíamos hablar con el Confesor?

No entiendo por qué mi familia se avergüenza o se asombra de mis capacidades. Cuando oigo semejantes conversaciones, y no es la primera vez, me pregunto si todo esto es justo. Yo no hago ningún daño. Lo sé, los otros niños no son como yo. Tal vez quisieran tener un hijo normal, que jugara toda la tarde, abajo, en el río, y solo pensara en arrojar guijarros al agua lo más lejos posible.

A sus ojos soy pequeño. Siempre esta palabra: pequeño. La usan todos, pero ¿qué significa? Pequeño en estatura, de acuerdo. No puedo rebatirlo. Pero, en mi opinión, el pensamiento tiene profundidad, no estatura. Todos los amigos de papá, que trabajan en los campos o en las tiendas del pueblo, son robustos y de elevada estatura, pero de escasa capacidad de análisis. Como mucho, pueden tener en mente las cuentas de la familia, los costes de producción o los datos de la última cosecha. Cuando observan el cielo, piensan que todas las estrellas que componen una constelación están en el mismo plano, a la misma distancia de nosotros. Creo que ni siquiera se dan cuenta del paso del tiempo, del desplazamiento de la Tierra respecto del Sol y los demás planetas. No saben mirar más allá de la próxima estación. Entonces, ¿debería ser yo quien los definiera como pequeños? Sencillamente, se dedican a las artes manuales. Así como yo me dedico al razonamiento y al cálculo. No es culpa mía si en estos cinco años me he vuelto bastante rápido al respecto.

De todos modos, estoy cansado.

Quisiera ver otros sitios, estoy seguro de que existen. Y conocer a toda clase de personas. Sam-en-Kar es un pueblo bonito, pero estoy harto de jugar siempre a las mismas cosas, de ver siempre las mismas caras. Nunca me han llevado a conocer el océano, por ejemplo. Lo he visto en numerosas pinturas, debe de ser maravilloso. Y las montañas, que observo de lejos, y en los días más hermosos descuellan con sus cumbres nevadas.

Pronto los otros niños vendrán a buscarme. Espero que mi madre les diga que estoy descansando. No tengo ganas de jugar. Solo tengo ganas de marcharme.

Algún día, espero.

Entretanto, ayer por la noche volví a tener ese sueño. Ese en el que pienso y hablo en otra lengua. Se repite desde hace demasiado tiempo. Ya no se lo cuento a mamá porque no quiero que, además de hacerme hablar con el Confesor, antes o después acabe por llevarme también al médico. Me lo guardo, es mejor.

Ha comenzado como siempre, pero esta vez ha continuado de otra manera. Al principio estaba en la acostumbrada habitación oscura y apretaba una serie de teclas para encender una hilera de tubos que proyectaban una luz de color azul claro, artificial. La luz iba a reflejarse de inmediato en tres cabinas de vidrio. Dentro de dos de ellas estaban los cuerpos de aquellos muchachos a los que sentía cercanos como hermanos, atados por un hilo invisible, una conexión energética, mental. Tenían los ojos cerrados. En un lado de la cabina había un número grabado, el 2014. En el sueño estaba seguro de que aquella cifra correspondía a un año. Y aquel año era el último. El último de un ciclo.

Hasta aquí, era el sueño habitual. Nunca había conseguido ver más allá. Ayer avancé. Deseé un buen viaje a mis amigos y abrí la puerta de la tercera cabina. La que estaba vacía. Me volví hacia una mesita donde había una jeringa. La cogí. Levanté la mirada para verme reflejado en el pequeño espejo de encima de la mesa, iluminado por la luz de neón. Me observé detenidamente. Era adulto, como las veces anteriores. Tendría unos veinte años. Por un instante me pareció que profundizaba en mis ojos y veía unas imágenes. Confusas.

Estaba sentado en el asiento trasero de un coche. En torno a mí todo se movía como a cámara lenta. Veía la roca, veía la tormenta. Oía los gritos. Luego aquella terrible sensación de caer en el vacío, un rumor sordo, y el regreso a la realidad. O mejor, al sueño. Al espejo. Mi pelo parecía de cartón piedra, los dientes rechinaban por la temperatura glacial de aquel sitio. Clavé la mirada y oí mi pensamiento, como si estuviera realmente hablando: «Despertaremos. Un día despertaremos. Y todavía estaremos vivos. Sé que funcionará.» Luego decía, o mejor pensaba otra cosa, en aquella lengua que en el sueño me era tan familiar, pero todo se interrumpía. La última imagen que recuerdo era el primer plano de la jeringa entre los dedos, la aguja lista para penetrar en mi piel.

A veces miro a la cara a mamá y a papá y me contengo para no aullar de rabia. La rabia que deriva de no tener nunca una respuesta a mis interrogantes, una explicación para mis mil dudas. Cuanto más tiempo pasa, más sueño. Cuanto más sueño, más recuerdo. Ahora estoy seguro, desde hace rato; lo que veo ha ocurrido realmente. En el pasado. En algún lejano e incomprensible pasado. Es parte de mi vida. De una vida anterior, como diría el viejo y sabio Meurón, con quien en ocasiones me entretengo hablando del sentido de la existencia. Él no me juzga. No cree que sea pequeño. Es más, sostiene que soy muy, pero que muy maduro. Por lo demás, mis padres no son mis verdaderos padres. Ellos no saben quién soy, pero paciencia. Desde hace un par de años soy consciente de ello: me han adoptado. Quizá se les haya escapado alguna palabra cuando creían que yo aún no entendía bien la lengua Sam-en. Pero entendía. Vaya si entendía. Me compraron, aunque detesto esta palabra. Pero fue así: me intercambiaron por comestibles y algunos animales bien gordos. Parece, según los relatos que he escuchado a escondidas, que una mujer pelirroja me dejó en el Centro de Solidaridad de Garen cuando aún iba en pañales. Poco después mi actual familia me acogió. Mis padres adoptivos no podían tener hijos, de modo que me compraron. Esto ocurrió en el año 376 del Calendario de Sam-en, durante la Estación de la Luna. Nunca he escrito estas cosas en el diario por miedo a que mamá y papá lo leyeran. Pero cada vez siento más la urgencia de marcharme. Y tú, inseparable guardián de cualquier memoria, amigo de papel y confidente silencioso, vendrás conmigo.

Sam-en-Kar, año 388 C. S.

Marco cerró el cuaderno forrado en piel, demoró la mirada sobre el número ocho grabado en la cubierta, luego lo guardó debajo de una pila de libros que ocupaba una pequeña repisa junto a la cama. Su diario era el único testigo de una vida que no le pertenecía, que nunca había sentido verdaderamente suya. Pero, al mismo tiempo, constituía una preciosa recopilación de todas las visiones, manifestaciones y voces con que había tropezado durante su breve existencia. Habían pasado siete años desde aquellos apuntes fechados en 381.

¿Cuántas veces lo había releído, preguntándose qué hacía en aquel lugar, entre aquella gente? Pero el sol salía cada mañana y calentaba un corazón herido varias veces y cubierto de cicatrices. Quizás, un corazón necesitado de encontrar un rincón de paz y serenidad. ¿Era esto su vida en la región de Sam-en? ¿Un puerto seguro, un refugio? ¿O solo se trataba de una de las infinitas caras del dado? Esta vez una jaula dorada, una concha de protección. Un número afortunado, desde luego. Pero no su número.

Conocía, ¡y cómo!, la burlona geografía del Multiverso. Había tenido tiempo para recordar casi cada paso, cada rostro, cada historia. Los sueños habían sido de ayuda, desde que había comenzado a discernir entre la confusa materia onírica y el recuerdo. Estaba todo en aquel diario con el número ocho grabado sobre la piel que lo revestía. A veces lo miraba desde una perspectiva distinta, y el ocho se convertía en un instante en el símbolo del infinito. No, no según las tradiciones de Sam-en-Kar. Y tampoco de Gea o de los habitantes de la isla de Limen, de cuya memoria había recuperado poco a poco casi cada fragmento. Aquel enredo de dos formas ovales, en realidad, lo devolvía medio milenio atrás, a su Milán, a Italia. Allí donde todo había comenzado. También entonces, un diario con el símbolo del infinito en la cubierta había sido testigo de sus viajes. Su personal antología del Multiverso.

Marco se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa de madera maciza. La misma ante la que escribía a los cinco años, cuando todos lo consideraban una especie de producto infernal, víctima de algún hechizo, y esto solo por la extravagante culpa que le producía el poseer un intelecto fuera de lo normal.

Sam-en-Kar era un pueblo anclado en supersticiones y creencias populares, en claro contraste con la modernidad de las metrópolis de más allá de las montañas, que miraban con entusiasmo al futuro y vivían un constante progreso tecnológico. Había estado allí. Tanto en Sam-en-Tor como en Sam-en-Garen. A los cinco años soñaba con subir a aquellas montañas nevadas que descollaban a lo lejos; a los nueve había partido y las había traspasado. Había visto más allá, había vivido y entendido. Después había regresado, cuando todos lo daban por perdido. En la mochila, solo algunas provisiones y el fiel diario, los dos tercios de cuyas páginas ya estaban escritos. Con el tiempo, los recuerdos habían vuelto uno a uno. Como botellas que afloran a la superficie del mar y la luz cegadora del sol, contenían preciosos mensajes del pasado. Teselas de un mosaico a lo largo del camino tortuoso y lleno de obstáculos que lo había conducido hasta allí. No eran fantasías. No eran pesadillas. Eran acontecimientos reales, auténticos y tangibles. Había dudado durante años. Se había interrogado cada día, como si debiera resolver un enigma secular, sin hablar de ello con nadie. Por lo demás, ni sus amigos, ni sus padres adoptivos, ni un Confesor que extorsionaba a los ignorantes, y obtenía dinero con ello, para purificar el alma con discutibles ritos habrían escuchado uno solo de los relatos de Marco sin calificarlo de demente. Y a los dementes los encerraban en el Centro de Recuperación de Garen. Un lugar del que era mejor seguir conociendo solo de oídas.

Con la mano derecha Marco se acomodó el rebelde cabello negro, siempre despeinado. Después se restregó los ojos.

Por la ventana se filtraba la luz del primer sol de la mañana. Algunos instrumentos de viento sonaban a lo lejos, desde los campos. Estaba programada una de las tantas fiestas del pueblo, que organizaban los trabajadores de la tierra para honrar a Kar, el Señor de la Cosecha, según una antigua costumbre que surgió en el 125 C. S., Calendario de Sam-en. El ruido de un puño que batía, con seis golpes ritmados en series de dos, contra los postigos de madera de la ventana le hizo volver de repente la cabeza. Marco fue a abrir la ventana y guiñó un ojo en señal de bienvenida a aquel muchacho de pelo rubio cortado al rape. Tenía un pie apoyado en una punta de hierro que salía del muro, el otro encajado entre dos ladrillos, la mano izquierda sujeta a un saliente de la pared y la derecha libre, en un gesto de saludo.

—Jamás por el portal de la planta baja, ¿eh? —dijo Marco con una pizca de sarcasmo mientras se sentaba de nuevo en el borde de la cama. El muchacho saltó y rodó dentro, tropezando con una silla y acabando boca arriba en el centro del dormitorio. Luego se levantó con un brinco atlético, se sacudió los pantalones para quitarles el polvo y enarcó las cejas.

—Demasiado fácil.

—Un día u otro te romperás el cuello, te lo digo yo. —Marco lo miró de arriba abajo, sacudió la cabeza y bufó esbozando una sonrisa—. ¿Tus padres participan en la fiesta?

—Sí, por eso he venido a verte. No tengo ganas de estar en la procesión.

—¿Y tu hermana?

—Ha ido. A ella le gusta. Nunca se pierde una.

—Si ella está contenta...

—¿Qué estabas haciendo?

Marco inclinó ligeramente la cabeza y posó la mirada sobre la pila de libros bajo la que se encontraba el diario.

—Nada, releía algunas cosas que...

—¿Otra vez ese diario?

—Otra vez mi precioso diario, Alex —puntualizó Marco.

—Tenemos doce años. —Alex sonrió—. ¿No puedes divertirte como todos los demás? Estás siempre ahí, leyendo, haciendo cuentas, hablando de cosas que nadie entiende...

Marco se levantó de golpe y le dio la espalda. Permaneció unos instantes de pie frente a la ventana rascándose la mejilla, perplejo y confuso. Tenía el ánimo turbado por reflexiones e interrogantes que su amigo parecía incapaz de comprender.

—Más bien... —continuó Alex—. Escúchame un instante.

—¿Qué pasa? —Marco se volvió, con las manos en los amplios bolsillos de los gruesos y oscuros pantalones que contrastaban con el buen clima del día 67 de la Estación del Sol.

—Tengo que hablarte de algo, un poco... íntimo —repuso Alex.

—Adelante.

—Hace calor en tu casa. —Alex cogió el borde del cuello de su camiseta y lo agitó.

—No, no hace calor, eres tú que te estás agitando. Venga, habla. ¿Qué has hecho?

Alex miró alrededor. Un arcón de nogal, con la tapa abierta y apoyada contra la pared, dentro del cual había una pila de telas. La mesa de Marco, cubierta de lápices, folios, libros y cuadernos. Una pared agrietada, con un dibujo que representaba el firmamento en un determinado momento del año en que las tres estrellas del cinturón de Orión parecían simbolizar una prolongación ideal de la Torre Edilea, situada en el punto más austral del valle y propiedad de la rica metrópoli de Sam-en-Garen, que utilizaba para observaciones astronómicas y pronósticos meteorológicos. Aquella pintura le producía siempre una sensación extraña, indefinible. Un vago y leve aturdimiento, casi un hechizo, que lo invadía cuando admiraba la misma constelación, señora indiscutible del firmamento en los atardeceres de cielo límpido.

Al final de su embarazoso vagar por la habitación, la mirada de Alex acabó encontrando de nuevo la de su amigo, aún a la espera de una respuesta.

—Es inútil darle vueltas —continuó—. Hace varias noches que tengo un sueño extraño.

—¿Cómo de extraño?

—Insensato.

—Cuéntame.

Alex bufó, luego respiró hondo y se armó de valor.

—No te rías, te lo ruego. Ya me ha sucedido tres o cuatro veces... En resumen, yo... no te reirás, ¿verdad?

—No me reiré.

—Sueño que beso a mi hermana.

Marco se quedó inmóvil, sin respirar.

—¿Entiendes? —añadió Alex—. No tiene sentido.

—¿De qué tipo de beso se trata? ¿Como cuando uno se saluda? ¿En la frente?

—Es un beso... beso. —Alex apoyó los codos sobre las rodillas y hundió la cabeza entre las manos, como para ocultar su vergüenza.

Marco fue a sentarse a su lado.

—¿En tu opinión, qué significa? —preguntó Alex, aún ruborizado.

—Es sencillo, que eres un pervertido.

—Idiota, ¿me tomas el pelo? —Alex levantó la cabeza y miró a Marco a los ojos—. Nunca volveré a contarte nada.

—Es broma, cálmate. ¿Lo has hablado con ella?

—¡Ni en sueños!

Marco asintió lentamente con la cabeza, como si estuviera sacando conclusiones a partir de los pocos datos recogidos.

—Entiendo. Por curiosidad: en el sueño... ¿dónde la besabas?

—Ya te lo he dicho, no finjas que no entiendes... ¡en la boca!

—Quiero decir el lugar. ¿Dónde estabais?

—Ah. Cada vez en un sitio distinto. La primera estábamos sentados en una especie de jardín... delante de una cancela. La segunda en una habitación oscura, no puedo decirte mucho más porque apenas la veía a ella. Otra vez en un sitio atestado, al aire libre, rodeados de maquinarias extrañas. Unos vehículos alargados, sobre vías, parecidos a esos vagones que usan en Tor, ¿los conoces? Esas vías...

—Sí, he entendido. Los Locomotorios de Gerber. Estabais en una especie de estación.

—Exacto. Esos vehículos son extraordinarios, ¿no crees? Quién sabe a qué velocidad...

—Impresionantes, sí. Pero háblame de ese beso... Sinceramente, ¿qué has sentido?

Alex sacudió la cabeza. No podía creer las palabras que estaba a punto de pronunciar.

—Era fantástico. Una emoción que no sé explicar. Era, ¿cómo decirlo?... feliz. Pero no tiene sentido, ¡maldición! Es mi hermana.

—Créeme —respondió Marco, esbozando una sonrisa—, no hay nada de malo en lo que estás soñando.

—¿Te has vuelto loco?

Marco se aclaró la voz y respondió:

—Hazme un favor, aunque pueda parecerte absurdo. Habla con ella. Cuéntale lo que has visto.

—¿Estás de broma o qué? ¿Por qué debería hacerlo?

—Confía en mí.

—Ni bajo tortura. —Alex frunció el ceño y apartó la mirada.

—Inténtalo —insistió Marco—. Hazme caso.

Alex se pasó una mano por el pelo rubio, recién cortado y peinado con precisión por su madre, luego se levantó y se dirigió hacia la ventana, mientras en su mente resonaban las palabras de su amigo: «No hay nada de malo en lo que estás soñando.» A continuación sacó una pierna por la ventana, respiró hondo y se volvió hacia Marco.

—Olvídalo. Jamás se lo contaré. Jenny me tomaría por loco.

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2

Sam-en-Garen, año 394 C. S.
Estación de la Luna, día 5

La mujer bajó las estrechas escaleras que conducían de la farmacia, en la planta baja, al amplio salón que hacía las veces de almacén y laboratorio. Unió el índice y el dedo medio de la mano derecha y los pasó rápidamente por una hilera de interruptores, en el cuadro que había al final del tramo. Uno tras otro, se encendieron los diez paneles que tapizaban el techo de la estancia. La luz se hizo más intensa al cabo de unos segundos, alumbrando bancos tapados de cajones, pasillos cubiertos de estantes con productos de distinto tipo y, en el extremo opuesto de la habitación, largas mesas sobre las que había papeles, instrumentos ópticos, registros y probetas, y más allá grandes pilas de cerámica.

—¡Anna! —atronó en el piso de arriba una voz, que llegó atenuada hasta el almacén—. ¡Me he equivocado, no es ciento veintiuno! ¡Es doscientos veintiuno!

—¡Está bien!

La mujer se volvió hacia la escalera. A continuación se escabulló deprisa entre las mesas y alcanzó los estantes. Slev, su marido, también podía decirle el nombre del producto, no era necesario recitar el número de serie. La mujer, de un metro ochenta de estatura, con una larga cabellera rojo fuego y una camiseta de tirantes que dejaba desnudos sus brazos delgados, recordaba de memoria todo el catálogo, compuesto por dieciséis mil trescientos veintiséis productos y actualizado cada año para introducir trescientos o cuatrocientos nuevos como mínimo, patentados por las distintas empresas farmacéuticas de Garen.

Slev no conocía del todo la naturaleza de Anna. La amaba y le bastaba con las versiones censuradas de los recuerdos de su mujer, a la que trataba de no poner en apuros con preguntas insistentes sobre su pasado. Porque Anna no era como todos los demás, de esto Slev se había dado cuenta desde el día en que habían participado en la subasta para adjudicar el inmueble donde instalarían su farmacia. Había al menos cuatro o cinco compradores más en la sala, pero Anna había hablado con ellos antes del inicio de las negociaciones. En el momento de la verdad, todos se habían retirado después de una puja tan breve como intranscendente. Era el año 382 del Calendario de Sam-en, día 39 de la Estación del Sol, una fecha que Slev nunca olvidaría. Pero no era solo aquel fragmento de su historia el que había convencido al hombre, de cuarenta y cinco años, robusto y de anchas espaldas y el rostro cubierto por una barba espesa y oscura, de que su mujer custodiaba celosamente algún secreto. Ante todo, nunca se había explicado las sobrenaturales capacidades mnemónicas de Anna. Estaba en condiciones de recordar nombres, apellidos, especialidad médica y fecha de nacimiento de cualquier cliente que hubiera entrado en la farmacia desde su apertura. Y luego, su congénita propensión al diálogo con las personas a menudo se transformaba en algo tan singular como inexplicable: Anna no pedía la opinión de los demás, sino que la sugería. Y esto había marcado una ventaja no menor sobre la competencia. La farmacia de Anna y Slev era la más frecuentada del área 5 de Garen, capital de la región de Sam-en. Los negocios iban viento en popa y permitían que la pareja se dedicara también a la investigación, utilizando el laboratorio del sótano como base, y encargando estudios y experimentos a otros centros de la región.

Anna cogió del estante el producto que necesitaba su marido y se volvió. Su mirada se posó sobre el objeto de madera que colgaba de la pared, un calendario tallado por un artesano carpintero de Kar, comprado en una feria de pueblo a la que ella y Slev habían asistido muchos años atrás. Anna cogió el número 4 y lo puso en el lugar del 3, para componer el año 394. La Estación de la Luna coincidía con la primera mitad del año Sam-en, marcaba el inicio del invierno y acababa con las primeras lluvias que señalaban el paso a la Estación del Sol, y había comenzado hacía cinco días. Pero ni ella ni Slev se habían acordado de actualizar el calendario. Cuando Anna formó el número 394, una imagen surgió de pronto en su mente.

Tres cunas de bambú, una junto a la otra, forradas con una tela suave y gruesa.

Tres recién nacidos, muy saludables, con los ojos cerrados y el rostro sereno, sumidos en alguna ensoñación.

Más allá de las cunas, el majestuoso portal del Centro de Solidaridad, un instituto gestionado por un grupo de voluntarias alejadas de cualquier credo religioso —los valles de Sam-en veían florecer continuamente nuevos cultos— y consagradas exclusivamente a las necesidades del prójimo. Los políticos de Sam-en se preocupaban cada año de incluir un punto específico de su programa dedicado al Centro de Solidaridad, para subvencionar la actividad incansable de aquellas mujeres, a las cuales les bastaba con comida y alojamiento para desarrollar su tarea, de la que estaban muy orgullosas.

En torno a la muñeca de cada uno de los niños había un pequeño brazalete hecho con hilo bramante, el día en que Amenar y Del habían encontrado las cunas y las habían llevado al Centro. En cada brazalete, un nombre, cuya pronunciación las mujeres desconocían, grabado en una pequeña piedra envuelta por el hilo. Un billete acompañaba la llegada de los tres, y estaba colgado en una de las cunas. Amenar lo había leído en voz alta en la sala de reuniones a sus colegas voluntarias:

Os pido que cuidéis de estos niños.

Se llaman Alex, Jenny y Marco. En la esperanza

de que respetéis sus nombres y podáis ser de ayuda,

os lo agradezco de todo corazón.

—Hace casi dieciocho años —reflexionó Anna, en voz alta.

El Centro de Solidaridad habría funcionado como un orfanato. Antes de que pasase media estación, Marco había sido adoptado por una familia de Sam-en-Kar. Después de otra media estación, también Alex y Jenny habían sido acogidos por una familia del mismo pueblo. Anna había seguido estas operaciones a distancia, atenta a los anuncios que circulaban por la ciudad y a las publicaciones oficiales que el Centro, por ley, debía redactar. Había sonreído con una pizca de amargura, pensando que Alex y Jenny —de los que el viejo Ian le había hablado largamente y que había tenido ocasión de conocer durante la fuga acabada en tragedia en la dimensión paralela— habrían crecido como hermano y hermana. Pero lo único que importaba era que todos estuviesen bien. Se lo debía a Ian. Y se lo debía a aquel que en Gea había sido su padre, Nathan. Una vez adoptados y en lugar seguro, Anna ya no se había ocupado de ellos ni había osado experimentar con la clonación de seres humanos. Finalmente tranquila al lado de Slev, en los años siguientes había perdido todo contacto con las realidades alternativas. Había decidido dejar de viajar.

Sin embargo, a veces, entre los infinitos pliegues del espacio y del tiempo, resuenan voces sin rostro capaces de desarraigar su identidad y arrastrarla a otra parte. Es una energía arrolladora, que supera la fuerza de voluntad y se impone sobre el pensamiento. Es la llamada que nos devuelve a casa.

Durante uno de estos remolinos imprevistos, unos días después de haber reemplazado el 3 por el 4 en el Calendario de Sam-en, Anna vio.

Vio otro lugar que recordaba perfectamente.

Vio un desarrollo inesperado de una vida que confiaba en olvidar.

Vio de nuevo Gea, y entendió que se había equivocado.

Todo sucedió de pronto. De regreso del viaje, Anna pasó un par de horas preguntándose si había soñado o si se trataba de uno de esos saltos de campo que, de niña, le ocurrían sin que pudiese controlarlo. A veces, era difícil definir un límite, comprender plenamente la naturaleza de las dos experiencias, tan vívidas y en ocasiones fugaces.

Aquel día Slev no se encontraba en casa. La tienda estaba cerrada debido a una fiesta regional. Ella, como de costumbre cuando se quedaba sola, escribía. Cuentos para niños, pareados infantiles, canciones. Era una actividad que desarrollaba en su tiempo libre y cuyos resultados la mayor parte de las veces regalaba a los hijos de los clientes. Lo que más le gustaba de la región de Sam-en era la afición a las relaciones sociales que animaba a la mayoría de las personas, y que quizás había constituido un elemento fundamental para elegir aquel lugar, en vez de muchos otros posibles, cuando decidió dar una casa y una vida a los pequeños Marco —al que continuaba llamando Ian—, Alex y Jenny.

Anna lo sabía bien, gracias a los relatos de su padre, Nathan: después de un par de siglos de silencio a consecuencia de la total extinción de la civilización anterior tras el estallido de un asteroide, la vida había recomenzado por doquier, en cualquier dimensión posible del Multiverso. No en todas partes se había alcanzado los niveles de progreso científico de Gea o de Sam-en, y ella misma había viajado durante la adolescencia, tropezando con realidades paralelas en las que ni siquiera se había descubierto la electricidad. Lo que había entendido desde el inicio de su singular vida era un concepto muy sencillo: ella existía en todas las dimensiones en que su madre había parido. En las otras facetas de la realidad contemporánea que Anna había explorado, su padre era otro hombre. Ella misma tenía rasgos diferentes —a menudo también nombres distintos— y solo conservaba una mitad del patrimonio genético de su madre, a la cual se sumaba una segunda mitad distinta cada vez. Ya tenía muy claro que tanto Nathan como Ian solo habían existido en la realidad de Gea.

Habría querido plantear una infinidad de preguntas a Ian, su verdadero mentor en Gea. Pero el viejo había sido liquidado por los militares mientras ella escapaba por el bosque y se alejaba de una realidad de la cual, hasta aquel momento, no había querido saber nada.

Se estaba esforzando por encontrar una rima final para una de las cancioncillas para niños cuando su mente, arrastrada por una fuerza extraña, desvió el flujo del pensamiento por una tangente que la llevaría lejos de Sam-en, hacia un lugar que su corazón ya había sepultado. Del otro lado del torbellino lleno de millones de voces y rostros superpuestos, estaba ella. Y dos ojitos verde esmeralda la miraban en la penumbra, y en un instante enganchaban cada recuerdo a la dimensión contingente.

—Diletta... —susurró Anna, alargando una mano hacia la minina echada panza arriba en busca de carantoñas. Aquella gata solo existía en Gea. Era tan pequeña cuando Anna se la había llevado consigo durante la fuga de Ben, y ahora se la veía tan vieja y cansada. Diletta era la señal de reconocimiento de una realidad que ella había tratado de olvidar.

Aún confusa y aturdida, Anna se levantó y se encaminó en una dirección que su mente de Gea daba por descontada. Se encontró apoyando la mano sobre un interruptor casi sin darse cuenta del gesto automático y rutinario que estaba realizando. Su pensamiento en aquel preciso instante flotaba sobre una frontera impalpable, en vilo entre los recuerdos de Sam-en y la conciencia de Gea, una tierra en la que otra versión de sí misma había seguido viviendo, incluso después de la fuga a través del bosque. Cuando miró alrededor y vio las mesas y los muebles iluminados por completo, comprendió que se encontraba en su viejo laboratorio. Una sala con amplios ventanales que daban a la árida llanura de las afueras de Marina.

El laboratorio era su vivienda y su lugar de trabajo. Casi un búnker en que se había confinado muchos años antes, en la esperanza de que el Gobierno de los sin-rostro de Gea —que ejercían el poder a través de mensajes digitales en Texto y nunca se mostraban en público— la dejase trabajar en paz. Anna acarició dulcemente a la gatita, que empezó a retorcerse y ronronear. Luego sus ojos acabaron sobre una mesa más allá del silloncito ocupado por Diletta, y encontraron una carpeta. La abrió; no contenía hojas de papel sino una tablet interactiva, de esas que cualquier profesional poseía y que se plegaban para guardarlas. Era delgada, de un centímetro de grosor, lo cual indicaba que se trataba de un mensaje. Las tablets profesionales tenían dos centímetros de espesor y contenían mil veces más información que las de uno. Estas últimas solo servían para comunicaciones rápidas. Un encargo, un proyecto, una presentación cualquiera eran casi siempre registrados en ellas, rara vez sobre papel. En especial cuando provenían de las altas esferas.

Anna activó la pantalla y esperó un par de segundos. El logo de la Lax —la casa matriz de todos los paneles y dispositivos electrónicos, además de las viejas cámaras que mantenían bajo control a la población de Gea antes de que se pasara al microchip subcutáneo— brilló durante un momento. Acto seguido la pantalla se oscureció y un instante después apareció el mensaje.

Un recuadro azul se impuso en el centro mientras una voz metálica y carente de entonación recitaba: «Esta comunicación por vía estrictamente reservada tiene como destinatario a la doctora Anna Y758BG4. Pasar el microchip por la parte baja de la pantalla para la confirmación del indicativo.»

Anna

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