Título original: The Way of Kings
Traducción: Rafael Marín Trechera
1.ª edición: agosto, 2015
© Dragonsteel Entertainment, LLC
Todos los derechos reservados. Ilustraciones interiores por Isaac Stewart, Ben McSweeney y Greg Call. Editado por Moshe Feder. Diseñado por Greg Collins
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-177-9
Maquetación ebook: Caurina.com
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Para Emily,
que es demasiado paciente,
demasiado amable
y demasiado maravillosa
para expresarlo en palabras.
Pero lo intento de todas formas.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
Preludio A. El archivo de las tormentas
Libro primero. El camino de los reyes
Prólogo. Matar
Primera parte. Arriba silencio
1. Bendito por la tormenta
2. El honor ha muerto
3. La ciudad de las campanas
4. Las llanuras quebradas
5. Hereje
6. Puente cuatro
7. Cualquier cosa razonable
8. Más cerca de la llama
9. Condenación
10. Historias de cirujanos
11. Gotas
Interludios
I - I. Ishikk
I - 2. Nan Balat
I - 3. La gloria de la ignorancia
Segunda parte. Las tormentas iluminadoras
12. Unidad
13. Diez latidos
14. Día de paga
15. El señuelo
16. Crisálidas
17. Un crepúsculo sangriento y rojo
18. Alto príncipe de la guerra
19. Lluvia de estrellas
20. Escarlata
21. Por qué mienten los hombres
22. ¿Ojos, manos o esferas?
23. Muchos usos
24. La galería de mapas
25. El carnicero
26. Quietud
27. Servicio en el abismo
28. La decisión
Interludios
I - 4. RYSN
I - 5. Axies el coleccionista
I - 6. Una obra de arte
Tercera parte. Morir
29. Errorgancia
30. Oscuridad invisible
31. Bajo la piel
32. Carga lateral
33. Cimática
34. Muralla de tormenta
35. Una luz para ver
36. La lección
37. Lados
38. Protector
39. Marcada a fuego
40. Ojos de rojo y azul
41. De Alds y Milp
42. Mendigos y camareras
43. El despojo
44. El llanto
45. Shadesmar
46. Hijos de Tanavast
47. Benditos por la tormenta
48. Fresa
49. Preocupación
50. Polvo de agotadera
51. Sas Nahn
Interludios
I - 7. Baxil
I - 8. Geranid
I - 9. La muerte viste de blanco
Cuarta parte. La iluminación de la tormenta
52. Un camino hacia el sol
53. Dunny
54. Charlatán
55. Un broam de esmeralda
56. Ese libro de la tormenta
57. Vela errante
58. El viaje
59. Un honor
60. Lo que no podemos tener
61. Bien por mal
62. Tres glifos
63. Miedo
64. Un hombre de extremos
65. La torre
66. Códigos
67. Palabras
68. Eshonai
69. Justicia
Quinta parte. El silencio de arriba
70. Mar de cristal
71. Grabado en sangre
72. Veristitaliana
73. Confianza
74. Espectro de sangre
75. Desde lo alto
Epílogo. De mayor importancia
Nota final
Ars Arcanum
AGRADECIMIENTOS
Terminé el primer borrador de este libro en 2003, pero empecé a trabajar en diversas partes a finales de los noventa. Fragmentos de esta novela se remontan aun más atrás en mi imaginación. Ningún libro mío ha tardado tanto en cuajar: he pasado más de una década dando forma a esta novela. Por eso no debería ser ninguna sorpresa que muchas personas me hayan ayudado con ella. Va a ser imposible mencionarlos a todos: mi memoria, sencillamente, no es tan buena. Sin embargo, hay algunos partícipes importantes a los que me gustaría dar sinceramente las gracias.
En primer lugar está mi esposa, Emily, a quien dedico este libro. Dio mucho de sí para ver como se iba formando la novela. Eso incluye no solo leer y dar consejos sobre el manuscrito, sino renunciar a su marido durante largos periodos de tiempo. Si mis lectores tienen la posibilidad de conocerla, no estaría mal que le diesen las gracias (le gusta el chocolate).
Como siempre, mis excelentes editor y agente (Moshe Feder y Joshua Bilmes) trabajaron muy duro en este libro. Moshe, especialmente, no cobra más cuando sus autores entregan monstruosidades de cuatrocientas mil palabras. Pero editó la novela sin una queja: su ayuda fue incalculable para entregar la novela que ahora tiene usted en la mano. También hizo que F. Paul Wilson repasara las escenas médicas, para mejorarlas.
Gracias también a Harriet McDougal, una de las mejores editoras de nuestro tiempo, quien asumió la corrección por pura bondad. Los fans de La rueda del tiempo la conocerán como la persona que descubrió y editó a Robert Jordan, con quien luego se casó. No se dedica a editar muchos libros hoy en día, y por eso me siento muy honrado y halagado por contar con su colaboración y ayuda. Alan Romanczuk, que trabaja con ella, debe recibir también su agradecimiento por facilitar la publicación de este libro.
En Tor Books, Pauls Stevens ha sido de gran ayuda. Como nuestro contacto editorial, ha hecho un trabajo excelente. Moshe y yo tenemos suerte de contar con su ayuda. Igualmente, Irene Gallo (la directora artística) ha sido una ayuda maravillosa y paciente al tratar con un autor molesto que quería hacer cosas raras con los dibujos de su libro. Muchas gracias a Irene, Justin Golenbock, Greg Collins, Karl Gold, Nathan Weaver, Heather Saunders, Meryl Gross, y todo el equipo de Tor Books. Dot Lin, que fue mi publicista hasta la publicación de este libro (y que ahora trabaja para añadir unas cuantas letras más después de su nombre), fue una ayuda maravillosa no solo en publicidad, sino al darme consejos y acompañarme en una divertida sesión en Nueva York. Gracias a todos.
Y hablando de dibujos, se darán cuenta de que el interior de este libro es mucho más extenso de lo que normalmente se encuentra en una novela de fantasía. Esto se debe a los extraordinarios esfuerzos de Greg Call, Isaac Stewart, y Ben McSweeney. Trabajaron duro, haciendo numerosos bocetos para rematar las cosas. El trabajo de Ben en las páginas de bocetos de Shallan es simplemente maravilloso, una mezcla de lo mejor de mi imaginación y sus interpretaciones artísticas. Isaac, que también hizo los dibujos interiores de las novelas de «Nacidos de la Bruma», fue mucho más allá de lo que habría cabido esperar razonablemente de él. Trabajar hasta tarde y con plazos de entrega exigentes fueron la norma para esta novela. Hay que alabar su trabajo. (Los iconos de los capítulos, mapas, guardas en color y las páginas de notas de Navani son suyas, por si tienen curiosidad.)
Como siempre, mi grupo de escritura ha sido una gran ayuda. Sus miembros se componen de unos cuantos lectores alfa y beta. Sin ningún orden concreto, son: Karen Ahlstrom, Geoff y Rachel Biesinger, Ethan Skarstedt, Nathan Hatfield, Dan Wells, Karylynn ZoBell, Alan y Jeanette Layton, Janci Olds, Kristina Kugler, Steve Diamond, Brian Delambre, Jason Denzel, Michelle Trammel, Josh Walker, Chris King, Austin y Adam Hussey, Brian T. Hill, y el tal Ben, cuyo apellido nunca sé escribir bien. Estoy seguro de que me olvido de algunos. Sois todos gente maravillosa, y os daría hojas esquirladas si pudiera.
Guau. Esto se está convirtiendo en un agradecimiento épico. Pero hay todavía más gente a la que debo mi reconocimiento. La redacción de estas palabras tiene lugar en torno al aniversario de haber contratado al Inevitable Peter Ahlstrom como secretario personal, corrector ayudante y cerebro extra. Si revisan las anteriores páginas de agradecimiento, siempre lo encontrarán allí. Lleva años siendo un querido amigo y un gran defensor de mi obra. Ahora tengo suerte de que trabaje para mí a tiempo completo. Hoy se levantó a las tres de la mañana para leer las últimas pruebas de imprenta del libro. La próxima vez que lo vean en una convención, cómprenle un buen queso.
También sería negligente por mi parte si no le diera las gracias a Tom Doherty por permitirme que me saliera con la mía al escribir este libro. Pudimos conseguir que la novela fuera tan larga porque Tom creía en este proyecto, y una llamada personal suya fue lo que consiguió que Michael Whelan hiciera la portada. Tom ha dado aquí más de lo que probablemente merezco: esta novela (con la extensión de que alardea, con el número de ilustraciones que contiene) es de las que echaría atrás a muchos editores. Este hombre es el motivo por el que Tor lanza tantos libros asombrosos.
Finalmente, un momento para la maravillosa portada de Michael Whelan. Para los que no han oído la historia, empecé a escribir novelas de fantasía (de hecho, empecé siendo lector de ellas) cuando era adolescente gracias a una hermosa portada de Michael. Tiene una capacidad única para capturar el alma verdadera de un libro en sus pinturas; siempre supe que podría confiar en una novela con una de sus portadas. He soñado con que algún día hiciera la portada de uno de mis libros. Parecía algo imposible de conseguir. Que haya sucedido por fin, y en la novela de mi corazón en la que he trabajado tanto tiempo, es un honor sorprendente.


Preludio A
EL ARCHIVO DE LAS TORMENTAS
Kalak rodeó un promontorio rocoso y se detuvo agotado ante el cuerpo de un tronador moribundo. La enorme bestia de piedra yacía de costado; las protuberancias de su pecho, parecidas a costillas, estaban rotas y agrietadas. La monstruosidad era de forma vagamente esquelética y sus miembros anormalmente largos brotaban de unos hombros de granito. Los ojos eran manchas de un rojo oscuro en la cara afilada, como creados por un fuego que ardiera en las profundidades de la piedra. Perdían su brillo por momentos.
Incluso después de tantos siglos, ver de cerca un tronador hizo que Kalak se estremeciera. La mano de la bestia tenía casi su misma altura. Manos como esa lo habían matado antes, y no había sido agradable.
Naturalmente, morir rara vez lo era.
Rodeó a la criatura, escogiendo con cuidado su camino por el campo de batalla. La llanura estaba cubierta de piedras y rocas deformes, columnas naturales que se alzaban a su alrededor, cadáveres que regaban el terreno. Pocas plantas crecían allí.
Los riscos y montículos rocosos presentaban numerosas cicatrices. Algunos eran secciones arrasadas donde habían combatido los potenciadores. Con menos frecuencia, pasó ante huecos resquebrajados de extraña forma donde los tronadores se habían soltado de la roca para unirse a la batalla.
Muchos de los cuerpos que yacían alrededor de él eran humanos; otros muchos, no. Sangres diversas. Roja, anaranjada, violeta. Aunque ninguno de los cadáveres se movía, una confusa neblina de sonidos flotaba en el aire. Gemidos de dolor, alaridos de pena. No parecían los sonidos de una victoria. El humo surgía de los pocos arbustos o de los montones de cadáveres ardientes. Incluso algunas secciones de roca humeaban. Los Portadores del Polvo habían hecho bien su trabajo.
«Pero yo he sobrevivido, he logrado sobrevivir esta vez», pensó Kalak, con la mano en el pecho mientras se apresuraba hacia el lugar de encuentro.
Eso era peligroso. Cuando moría, era enviado de vuelta, sin remisión. Cuando sobreviviera a la Desolación, se suponía que debía volver también. De vuelta al lugar que temía. De vuelta a aquel daño de dolor y fuego. ¿Y si decidía..., no ir?
Pensamientos comprometidos, quizá pensamientos traicioneros. Avivó el paso.
El lugar de encuentro estaba a la sombra de una gran formación rocosa, una torre que se alzaba hacia el cielo. Como siempre, ellos diez lo habían decidido antes de la batalla. Los supervivientes llegarían hasta aquí. Extrañamente, solo uno de los demás lo estaba esperando. Jezrien. ¿Habían muerto los otros ocho? Era posible. La batalla había sido demasiado cruenta esta vez, una de las peores. El enemigo se volvía cada vez más tenaz.
Pero no. Kalak frunció el ceño mientras se acercaba a la base de la torre. Allí había siete magníficas espadas, clavadas en el suelo de piedra. Cada una de ellas era una obra de arte, elegante en su diseño, grabada con glifos y patrones. Las reconoció todas. Si sus amos hubieran muerto, las espadas se habrían desvanecido.
Estas espadas eran armas de poder superior incluso a las hojas esquirladas. Eran únicas. Preciosas. Jezrien permanecía apartado del círculo de espadas, mirando hacia el este.
—¿Jezrien?
La figura de blanco y azul se volvió a mirarlo. Incluso después de tantos siglos, Jezrien parecía joven, como si apenas estuviera en la treintena. Su barba negra estaba bien recortada, aunque su ropa, antaño elegante, estaba chamuscada y manchada de sangre. Cruzó las manos a su espalda mientras se volvía hacia Kalak.
—¿Qué ocurre, Jezrien? —preguntó Kalak—. ¿Dónde están los demás?
—Han partido —la voz de Jezrien era tranquila, grave, regia. Aunque hacía siglos que no llevaba corona, conservaba sus modales reales. Siempre parecía saber qué hacer—. Podríamos decir que fue un milagro. Solo uno de nosotros murió esta vez.
—Talanel —dijo Kalak. La suya era la única espada que faltaba.
—Sí. Murió defendiendo ese pasaje junto al río norte.
Kalak asintió. Talanel tenía tendencia a elegir luchas desesperadas y ganarlas. También tenía tendencia a morir en el proceso. Ya estaría de vuelta en el lugar adonde iban entre Desolaciones. El lugar de las pesadillas.
Kalak descubrió que estaba temblando. ¿Cuándo se había vuelto tan débil?
—Jezrien, no puedo regresar esta vez —Kalak susurró las palabras, se acercó y agarró al otro hombre por el brazo—. No puedo.
Kalak sintió que algo en su interior se quebraba con aquella admisión. ¿Cuánto tiempo había sido? Siglos, tal vez milenios de tortura. Era tan difícil seguir la cuenta... Aquellos fuegos, aquellos garfios clavándose en su carne cada nuevo día. Arrancándole la piel del brazo, quemando luego la grasa, buscando después el hueso. Podía olerlo. ¡Todopoderoso, podía olerlo!
—Deja tu espada —dijo Jezrien.
—¿Qué?
Jezrien indicó con un gesto el círculo de armas.
—Me eligieron para que te esperase. No estábamos seguros de que hubieras sobrevivido. Se ha..., se ha tomado una decisión. Es hora de que el Juramento llegue a su fin.
Kalak sintió una aguda punzada de terror.
—¿De qué servirá eso?
—Ishar cree que basta con que uno de nosotros siga unido al Juramento. Existe la posibilidad de que pongamos fin al ciclo de Desolaciones.
Kalak miró al rey inmortal a los ojos. De un pequeño montículo a su izquierda brotaba una negra columna de humo. Los gemidos de los moribundos los acosaban desde atrás. En los ojos de Jezrien, Kalak vio angustia y pesar. Acaso incluso cobardía. Era un hombre que pendía de un hilo sobre un acantilado.
«Todopoderoso —pensó Kalak—. Tú también has llegado al límite, ¿verdad?» Les había sucedido a todos.
Kalak dio media vuelta y se dirigió a un pequeño risco que se alzaba sobre una parte del campo de batalla.
Había muchísimos cadáveres, y entre ellos caminaban los vivos. Hombres con atuendos primitivos, con lanzas rematadas por puntas de bronce. Entre ellos, había otros con brillantes armaduras plateadas. Un grupo pasó de largo, cuatro hombres con pieles curtidas o cuero gastado que se unieron a una poderosa figura con una hermosa armadura plateada, sorprendentemente intrincada. Qué contraste.
Jezrien se detuvo junto a él.
—Nos ven como divinidades —susurró Kalak—. Confían en nosotros, Jezrien. Somos todo lo que tienen.
—Tienen a los Radiantes. Eso será suficiente.
Kalak negó con la cabeza.
—Esto no detendrá al enemigo. Encontrará un modo de superarlo. Sabes que lo hará.
—Tal vez —el rey de los Heraldos no ofreció ninguna otra explicación.
—¿Y Taln? —preguntó Kalak. «La sangre ardiendo. Los fuegos. El dolor una y otra vez...»
—Mejor que sufra un hombre y no diez —susurró Jezrien. Parecía tan frío. Como una sombra causada por el calor y la luz que cayeran sobre alguien honorable y sincero, y proyectara detrás esta negra imitación.
Jezrien regresó al círculo de espadas. Su propia hoja se formó en sus manos, apareciendo de entre la bruma, húmeda de condensación.
—Ha sido decidido, Kalak. Seguiremos nuestros caminos, y no nos buscaremos unos a otros. Nuestras hojas deben quedarse. El Juramento termina ahora.
Alzó su espada y la clavó en la piedra junto con las otras siete.
Jezrien vaciló, mirando la espada, y luego inclinó la cabeza y dio media vuelta. Como avergonzado.
—Escogimos voluntariamente esta carga. Bueno, podemos decidir dejarla si queremos.
—¿Qué le diremos a la gente, Jezrien? —preguntó Kalak—. ¿Qué dirán de este día?
—Es sencillo —respondió Jezrien, alejándose—. Les diremos que finalmente han ganado. Es una mentira fácil. ¿Quién sabe? Quizás acabe convirtiéndose en verdad.
Kalak vio que Jezrien se marchaba a través del paisaje calcinado. Finalmente, convocó a su propia hoja y la clavó en la piedra junto con las otras ocho. Dio media vuelta y echó a andar en la dirección opuesta a Jezrien.
Y sin embargo, no pudo dejar de volverse a mirar de nuevo el círculo de espadas y el único hueco que quedaba. El lugar donde tendría que haber estado la décima espada.
Aquel de ellos que se había perdido. Aquel al que habían abandonado.
«Perdónanos», pensó Kalak, y luego se marchó.



«El amor de los hombres es frío, un arroyo de las montañas cercano al hielo. Somos suyos. Oh, Padre Tormenta..., somos suyos. Solo faltan mil días y la Eterna Tormenta viene.»
Recogido el primer día de la semana Palah del mes Shash del año 1171, treinta y un segundos antes de la muerte. El sujeto era una mujer de ojos oscuros, embarazada, de mediana edad. Su hijo no sobrevivió.
Szeth-hijo-hijo-Vallano, Sinverdad de Shinovar, vestía de blanco el día que iba a matar a un rey. Las ropas blancas eran una tradición parshendi, extraña para él. Pero hacía lo que sus amos exigían y no pedía explicaciones.
Estaba sentado en un gran salón de piedra, caldeado por numerosas hogueras que proyectaban una luz brillante sobre los juerguistas, haciendo que en su piel se formaran perlas de sudor mientras bailaban y bebían y chillaban y cantaban y aplaudían. Algunos caían al suelo con la cara enrojecida; la fiesta era demasiado desenfrenada para ellos, los estómagos demostraban no estar a la altura de los odres de vino trasegados. Parecía como si estuvieran muertos, al menos hasta que sus amigos los sacaron del salón donde se celebraba la fiesta y los llevaron a las camas que los esperaban.
Szeth no seguía el ritmo de los tambores, ni bebía el vino de color zafiro, ni se levantaba a bailar. Estaba sentado en un taburete al fondo, un criado silencioso vestido de blanco. Pocos en la celebración por la firma del tratado reparaban en él. Era solo un sirviente, y los shin eran fáciles de ignorar. La mayoría de la gente del este creía que la raza de Szeth era dócil e inofensiva. Generalmente tenía razón.
Los tambores iniciaron un nuevo ritmo. El compás sacudió a Szeth como un cuarteto de corazones latientes, bombeando por toda la sala oleadas de sangre invisible. Los amos de Szeth, despreciados como salvajes en los reinos más civilizados, estaban sentados ante sus propias mesas. Eran hombres de piel negra moteada de rojo. Parshendi, se llamaban, primos de los pueblos de servidores más dóciles conocidos como parshmenios en la mayor parte del mundo. Una rareza. Ellos no se llamaban a sí mismos así: parshendi era el nombre que les daban los alezi. Significaba, más o menos, «parshmenios que saben pensar». Nadie parecía considerarlo un insulto.
Los parshendi habían traído a los músicos. Al principio, los alezi de ojos claros se mostraron reticentes. Para ellos, los tambores eran instrumentos de la gente corriente de los ojos oscuros. Pero el vino fue el gran asesino tanto de la tradición como de la propiedad, y ahora la élite de los alezi bailaba con abandono.
Szeth se levantó y empezó a abrirse paso por la sala. La fiesta había durado mucho: incluso el rey se había retirado hacía horas. Pero muchos seguían celebrando. Mientras caminaba, Szeth se vio obligado a evitar a Dalinar Kholin, el hermano del mismísimo rey, que se había desplomado borracho en una mesita. El hombre, mayor pero fornido, había rechazado a aquellos que trataron de convencerlo para que se fuera a la cama. ¿Dónde estaba Jasnah, la hija del rey? Elhokar, el hijo varón y heredero, estaba sentado ante la alta mesa, dirigiendo la fiesta en ausencia de su padre. Conversaba con dos hombres, un azish de piel oscura que tenía una extraña marca de piel clara en la mejilla, y un alezi más joven que no dejaba de mirar por encima del hombro.
Los compañeros de farra del heredero no tenían importancia. Szeth se mantuvo alejado de él, quedándose en los lados de la sala, y pasó junto a los músicos que tocaban los tambores. Los musispren flotaban en el aire a su alrededor, los diminutos espíritus tomaban la forma de lazos transparentes que giraban. Los músicos repararon en Szeth cuando pasó por su lado. Se retirarían pronto, al igual que los demás parshendi.
No parecían ofendidos. No parecían furiosos. Y sin embargo, en apenas unas horas iban a romper el tratado. No tenía ningún sentido. Pero Szeth no hacía preguntas.
En el fondo de la sala, pasó ante hileras de luces azules que brotaban donde la pared se encontraba con el suelo. Contenían zafiros imbuidos de luz tormentosa. Profanos. ¿Cómo podían los hombres de esas tierras usar algo tan sagrado solo para iluminarse? Peor, se decía que los sabios alezi estaban a punto de crear nuevas hojas esquirladas. Szeth esperaba que solo fueran exageraciones. Porque si llegaba a ocurrir eso, el mundo cambiaría. Probablemente de un modo que acabaría con la gente de todos aquellos países, de la lejana Thaylenah a la alta Jah Keved, donde se hablaba alezi.
Eran un gran pueblo, estos alezi. Incluso borrachos, tenían una nobleza natural. Altos y bien proporcionados, los hombres vestidos con atuendos de seda oscura que se abotonaban a los lados del pecho y tenían elaborados bordados de plata o de oro. Cada uno parecía un general en el campo de batalla.
Las mujeres eran aún más espléndidas. Llevaban elegantes vestidos de seda muy ajustados, cuyos brillantes colores contrastaban con los tonos oscuros que preferían los hombres. La manga izquierda de cada vestido era más larga que la derecha y cubría la mano. Los alezi tenía un extraño sentido del decoro. Llevaban la negra cabellera recogida en lo alto de la cabeza, a veces en intrincados rodetes. A menudo los remataban con lazos o adornos dorados, junto con joyas que brillaban con la luz tormentosa. Precioso. Profano, pero precioso.
Szeth dejó atrás el salón. Nada más salir, pasó ante la puerta tras la que se celebraba la Fiesta de los Mendigos. Era una tradición alezi, una sala donde se ofrecía a algunos de los hombres y mujeres más pobres de la ciudad un festín que aunaba al del rey y sus invitados. Había un hombre de larga barba canosa desplomado junto a la puerta, sonriendo como un necio, aunque Szeth no supo si era por el vino o porque era débil mental.
—¿Me has visto? —preguntó el hombre con habla pastosa.
Se echó a reír, y entonces empezó a hablar en un extraño galimatías, mientras echaba mano a un frasco de vino. Así que era la bebida, después de todo. Szeth pasó de largo, dejando atrás una fila de estatuas que mostraba a los Diez Heraldos de la antigua teología vorin. Jezerezeh, Ishi, Kelek, Talenelat... Fue contándolos uno a uno y advirtió que solo había nueve. Resultaba muy sospechoso. ¿Por qué habían quitado la estatua de Shalash? Se decía que el rey Gavilar era muy devoto del culto vorin. Demasiado devoto, para algunos.
El pasillo giraba a la derecha, siguiendo el perímetro del palacio. Se hallaban en la planta del rey, en la segunda planta del edificio abovedado, rodeados de paredes de roca, techos y suelos. Eso era profano. No se podía hollar la piedra. ¿Pero qué podía hacer él? Era un Sinverdad. Hacía lo que sus amos exigían.
Hoy, eso incluía vestir de blanco. Pantalones blancos anchos atados a la cintura con una cuerda, y sobre ellos una fina camisa de mangas largas, abierta por delante. Las ropas blancas para los asesinos eran una tradición entre los parshendi. Aunque Szeth no lo había preguntado, sus amos le habían explicado el porqué.
Blanco para ser osado. Blanco para no mezclarse con la noche. Blanco para advertir.
Pues si ibas a asesinar a un hombre, tenía derecho a verte venir.
Szeth giró a la derecha, siguiendo el pasillo directamente hacia los aposentos del rey. Las antorchas ardían en las paredes, su luz insatisfactoria para él, un ligero guiso tras un largo ayuno. Diminutos llamaspren bailaban a su alrededor, semejantes a insectos hechos de luz solidificada. Las antorchas eran inútiles para él. Echó mano a su bolsa y las esferas que contenía, pero vaciló al ver más luces azules por delante: un par de lámparas de luz tormentosa flotaban en la pared, con brillantes zafiros resplandeciendo en sus corazones. Szeth se acercó a una y tendió la mano para envolver la gema recubierta por el cristal.
—¡Eh, tú! —exclamó una voz en alezi. Había dos guardias en la intersección. Guardias dobles, pues había salvajes en Kholinar esta noche. Cierto, se suponía que esos salvajes eran ahora aliados. Pero las alianzas podían ser endebles.
Esta no duraría una hora.
Szeth vio acercarse a los dos guardias. Llevaban lanzas: no eran ojos claros, y por tanto tenían prohibida la espada. Sin embargo, sus petos pintados de rojo eran ornamentados, igual que sus yelmos. Puede que fueran ojos oscuros, pero se trataba de ciudadanos de alto rango con puestos honorables en la guardia real.
Tras detenerse a unos pocos pasos de distancia, el primer guardia hizo un gesto con la lanza.
—Márchate. Este no es sitio para ti. —Tenía la piel bronceada y llevaba una perilla recortada.
Szeth no se movió.
—¿Bien? —dijo el guardia—. ¿A qué estás esperando?
Szeth inspiró profundamente, atrayendo la luz tormentosa, que fluyó hacia su interior, absorbida por las lámparas de zafiro gemelas de las paredes, como si su aliento las hubiera convocado. La luz tormentosa rugió en su interior, y el pasillo de pronto se volvió más oscuro, sumiéndose en las sombras como la cima de una colina que pierde la luz del sol por el paso de una nube.
Szeth pudo sentir el calor de la luz, su furia, como una tempestad que hubieran inyectado directamente en sus venas. Su poder era vigorizante pero peligroso. Lo impulsaba a actuar. A moverse. A golpear.
Conteniendo la respiración, se aferró a la luz tormentosa. Podía sentirla brotando de él. Solo era posible contenerla unos pocos instantes como máximo. Se filtraba, pues el cuerpo humano constituía un contenedor demasiado poroso. Szeth había oído que los Portadores del Vacío podían contenerla perfectamente. Pero claro, ¿existían todavía? Su castigo declaraba que no. Su honor exigía que existieran.
Ardiendo de energía sagrada, Szeth se volvió hacia los guardias. Estos pudieron ver que filtraba luz tormentosa, y que arabescos de luz brotaban de su piel como humo luminiscente. El primer guardia entornó los ojos, frunciendo el ceño. Szeth estaba seguro de que el hombre nunca había visto antes nada así. Por lo que recordaba, Szeth había matado a todos los caminopiedras que habían llegado a ver lo que podía hacer.
—¿Qué..., qué eres? —la voz del guardia había perdido su seguridad—. ¿Espíritu u hombre?
—¿Qué soy? —susurró Szeth, y un poco de luz manó de sus labios mientras miraba más allá del hombre al fondo del largo pasillo—. Yo..., lo siento.
Szeth parpadeó, lanzándose a aquel lejano punto del pasillo. La luz tormentosa surgió de su ser con un destello, helando su piel, y el suelo dejó inmediatamente de tirar de él hacia abajo. En cambio, fue empujado hacia aquel lejano punto: como si, para él, esa dirección se hubiera convertido de repente en su abajo.
Era un lanzamiento básico, el primero de sus tres tipos de lanzamientos. Le proporcionaba la habilidad de manipular cualquier fuerza, spren o dios que sujetara a los hombres al suelo. Con la sacudida de este lanzamiento, podía sujetar a las personas o los objetos a distintas superficies o enviarlas en distintas direcciones.
Desde la perspectiva de Szeth, el pasillo era ahora un pozo profundo por el que caía, y los dos guardias estaban de pie en uno de los lados. Se sorprendieron cuando los pies de Szeth los golpearon en la cara, derribándolos. Szeth cambió su punto de vista y se arrojó al suelo. La luz brotó de él. El suelo del pasillo se convirtió de nuevo en su abajo, y aterrizó entre los dos guardias, con las ropas crujiendo y dejando caer copos de escarcha. Se levantó, y comenzó el proceso de invocar a su hoja esquirlada.
Uno de los guardias trató de echar mano a su lanza. Szeth tocó al soldado en el hombro y alzó la cabeza. Se concentró en un punto sobre él mientras dejaba la luz salir de su cuerpo y entrar en el guardia, lanzando al pobre hombre hacia el techo.
El guardia soltó un grito de sorpresa cuando el arriba se convirtió en el abajo para él. Sacudiéndose con la luz, chocó contra el techo y soltó la lanza, que no había sido sacudida directamente y que cayó al suelo cerca de Szeth.
Matar. Era el mayor de los pecados. Y sin embargo, allí estaba Szeth, Sinverdad, caminando profanamente sobre piedras usadas para construir. Y no terminaría. Como Sinverdad, solo había una vida que tenía prohibido tomar.
Y era la suya propia.
Al décimo latido de su corazón, su hoja esquirlada cayó en su mano, que permanecía a la espera. Se formó como si se condensara a partir de la bruma, el agua perlada a lo largo de la hoja. Era una espada larga y fina, de doble filo, más pequeña que la mayoría de las espadas. Szeth la blandió, trazó una línea en el suelo de piedra y atravesó el cuello del segundo guardia.
Como siempre, la hoja esquirlada mataba de manera extraña: aunque cortaba con facilidad la piedra, el acero o todo lo que fuera inanimado, se difuminaba nada más tocar piel viva. Viajó a través del cuello del guardia sin dejar una marca, pero una vez terminado su trayecto, los ojos del hombre humearon y ardieron. Se volvieron negros, marchitándose en su cabeza, y el hombre se desplomó, muerto. Una hoja esquirlada no cortaba la carne viva: cortaba el alma.
Arriba, el primer guardia jadeó. Había conseguido ponerse en pie, aunque estos estuvieran plantados en el techo del pasillo.
—¡Un portador de esquirlada! —gritó—. ¡Un portador de esquirlada ataca el salón del rey! ¡A las armas!
«Por fin», pensó Szeth. Los guardias desconocían su uso de la luz tormentosa, pero conocían una hoja esquirlada en cuanto veían una.
Szeth se arrodilló y recogió la lanza que había caído de arriba. Al hacerlo, liberó el aliento que había estado conteniendo desde que atrajo la luz tormentosa. Lo retenía mientras la empuñaba, pero aquellas dos linternas no contenían mucha cantidad, de modo que pronto necesitaría respirar. En cuanto dejó de contener el aliento, la luz empezó a vaciarse cada vez más rápido.
Szeth apoyó la culata de la lanza en el suelo de piedra, y luego miró hacia arriba. El guardia dejó de gritar, abriendo mucho los ojos cuando los faldones de su camisa empezaron a resbalar hacia abajo, y la tierra empezaba a recuperar su dominio. La luz que brotaba de su cuerpo menguó.
Miró a Szeth. Observó la punta de la lanza que señalaba directamente a su corazón. Miedospren violetas brotaron del techo de piedra en torno a él.
La luz se apagó. El guardia cayó.
Gritó cuando alcanzó la lanza que le atravesó el pecho. Szeth dejó caer el arma, que golpeó el suelo con un golpe sordo a causa del cuerpo que se retorcía en su extremo. Con la hoja esquirlada en la mano, se volvió hacia un pasillo lateral, siguiendo el plano que había memorizado. Dobló una esquina y se pegó a la pared justo cuando un pelotón de guardias llegaba al lugar donde yacían los soldados muertos. Los recién llegados empezaron a gritar de inmediato, en señal de alarma.
Las instrucciones de Szeth eran claras. Debía matar al rey, pero tenían que verlo haciéndolo. Que los alezi supiesen lo que era capaz de hacer. ¿Por qué? ¿Por qué habían accedido los parshendi a este tratado, si habían enviado a un asesino la misma noche de su firma?
Más gemas brillaban en las paredes del pasillo. Al rey Gavilar le gustaba la ostentación, y no podía decirse que dejaba fuentes de poder para que Szeth las usara en sus lanzamientos. Las cosas que Szeth hacía no se veían desde hacía milenios. Las historias de aquellos tiempos casi se habían extinguido, y las leyendas eran horriblemente inadecuadas.
Szeth se asomó al pasillo. Uno de los guardias de la intersección lo vio y, señalándolo, soltó un grito. Szeth se aseguró de que lo vieran bien, luego se escabulló. Inspiró profundamente mientras corría, atrayendo luz tormentosa de las linternas. Su cuerpo se llenó de vida con ella, y su velocidad aumentó, los músculos rebosantes de energía. Dentro de él, la luz se convirtió en una tormenta; la sangre le tronó en los oídos. Era algo terrible y maravilloso al mismo tiempo.
Dos pasillos por delante, uno a cada lado. Abrió la puerta de una habitación de almacenaje, entonces vaciló un momento (lo suficiente para que un guardia doblara una esquina y lo viera) antes de meterse en la estancia. Preparándose para un lanzamiento completo, levantó el brazo y ordenó a la luz tormentosa que se acumulara allí, haciendo que la piel resplandeciera. Entonces hizo un gesto con la mano hacia el marco de la puerta, esparciendo luminiscencia blanca como si fuera pintura. Cerró la puerta de golpe justo cuando llegaban los guardias.
La luz tormentosa sostuvo la puerta en el marco con la fuerza de cien brazos. Un lanzamiento completo unía las cosas, sujetándolas hasta que la luz se agotaba. Tardaba más tiempo en crearse que un lanzamiento básico, y apuraba la luz tormentosa con más rapidez. El picaporte de la puerta se estremeció, y la madera empezó a quebrarse cuando los guardias arrojaron su peso contra ella. Un hombre pidió un hacha a gritos.
Szeth cruzó la habitación con rápidas zancadas, entre los muebles cubiertos por sábanas que había almacenados dentro. Eran de paño rojo y maderas oscuras y exquisitas. Llegó a la pared del fondo y, preparándose para otra blasfemia más, alzó su hoja esquirlada y descargó un golpe en horizontal contra la piedra gris oscuro. La roca se abrió con facilidad: una hoja esquirlada podía cortar cualquier objeto inanimado. Continuó con dos tajos en vertical, luego otro horizontal al pie, hasta obtener un gran bloque de forma cúbica. Presionó con la mano, introduciendo la luz tormentosa en la piedra.
Tras él, la puerta de la habitación empezó a quebrarse. Miró por encima del hombro y se concentró en la temblorosa puerta, lanzando el bloque en esa dirección. La escarcha se cristalizó en sus ropas: arrojar algo tan grande requería también gran cantidad de luz tormentosa. La tempestad en su interior se apaciguó, como una tempestad que queda reducida a una llovizna.
Se hizo a un lado. El gran bloque de piedra tronó, deslizándose hacia la habitación. Normalmente, mover el bloque habría sido imposible. Su propio peso lo habría arrastrado hacia las piedras de abajo. Pero ahora ese mismo peso lo liberó, pues para el bloque la dirección de la puerta de la habitación era su abajo. Con un sonido profundo y rechinante, el bloque se soltó de la pared y recorrió el aire dando tumbos, aplastando los muebles.
Los soldados finalmente irrumpieron a través de la puerta, y entraron en la habitación en el instante en que el enorme bloque chocaba contra ellos.
Szeth volvió la espalda al terrible sonido de los gritos, la madera al quebrarse y los huesos al romperse. Se agachó y pasó por su nuevo agujero, accediendo al pasillo exterior.
Caminó despacio, atrayendo la luz tormentosa de las lámparas por delante de las que pasaba, absorbiéndola y almacenando de nuevo la tempestad dentro de sí. A medida que las lámparas menguaban, el pasillo se oscureció. Al fondo había una gruesa puerta de madera, y cuando él se acercaba, pequeños miedospren, con forma de goterones de baba púrpura, empezaron a sacudirse en el artesonado, señalando hacia la puerta. Los atraía el terror que sentían al otro lado.
Szeth abrió la puerta, y entró en el último pasillo que conducía a los aposentos del rey. Altos jarrones de cerámica roja adornaban el pasillo, intercalados con nerviosos soldados. Flanqueaban una alfombra larga, estrecha y roja, que semejaba un río de sangre.
Los lanceros no esperaron a que se acercase. Echaron a correr, alzando sus cortas azagayas. Szeth dirigió la mano hacia un lado, introduciendo luz tormentosa en el marco de la puerta, usando el tercero y último tipo de lanzamiento, el inverso. Este actuaba de manera distinta a los otros dos. No hizo que el marco de la puerta emitiera luz tormentosa; de hecho, pareció atraer hacia ella la luz cercana, dándole una extraña penumbra.
Los lanceros arrojaron sus armas, y Szeth permaneció quieto, con la mano en el marco. Un lanzamiento inverso requería su contacto constante pero relativamente poca luz tormentosa. Durante ese tipo de lanzamiento, todo lo que se acercara a él (en especial los objetos más ligeros) era, en cambio, dirigido y devuelto hacia el origen mismo de aquel.
Las lanzas giraron en el aire, rodeándolo y clavándose en el marco de madera. Mientras las sentía golpear y hundirse, Szeth brincó y se lanzó hacia la pared de piedra de la derecha, contra la que dio con los pies.
De inmediato reorientó su perspectiva. Para sus ojos, no estaba de pie en la pared: lo estaban los soldados, y la alfombra rojo sangre se extendía entre ellos como un largo tapiz. Szeth echó a correr por el pasillo, golpeando con su hoja esquirlada, abriéndose paso entre los cuellos de los hombres que le habían arrojado sus lanzas. Se desplomaron uno a uno, después de que les ardieran los ojos.
Los otros guardias del pasillo fueron presa del pánico. Algunos intentaron atacarlo, otros gritaron pidiendo ayuda, los hubo que se apartaron de él. Los atacantes tenían problemas: se sentían desorientados por intentar golpear a alguien que estaba colgado de la pared. Szeth abatió a unos cuantos, luego dio una voltereta en el aire, rodó y se arrojó de nuevo al suelo.
Aterrizó en mitad de los soldados. Completamente rodeado, pero empuñando su hoja esquirlada.
Según la leyenda, las hojas esquirladas fueron usadas por primera vez por los Caballeros Radiantes muchos siglos atrás. Regalo de su dios, les permitían combatir contra horrores de roca y llama de docenas de metros de altura, enemigos cuyos ojos ardían de puro odio. Los Portadores del Vacío. Cuando tu enemigo tenía una piel tan dura como la roca, el acero resultaba inútil. Se requería algo de origen divino.
Szeth se incorporó, con la mandíbula apretada y las ropas blancas ondeando a los lados del cuerpo. Atacó; el arma resplandecía, reflejando la luz de las antorchas. Lanzó golpes elegantes, amplios. Tres, uno tras otro. No pudo ni cerrar los oídos a los gritos que siguieron ni evitar ver la caída de los hombres. Se desplomaron a su alrededor como juguetes derribados por la patada descuidada de un niño. Si la hoja tocaba la columna vertebral de un hombre, este moría con los ojos ardiendo. Si atravesaba el núcleo de un miembro, mataba a ese miembro. Un soldado se apartó tambaleándose, con un brazo inutilizado. Nunca podría sentirlo ni usarlo de nuevo.
Szeth bajó su hoja esquirlada, alzándose entre los cadáveres de ojos cenicientos. Aquí, en Alezkar, los hombres hablaban a menudo de las leyendas, de la dura victoria de la humanidad contra los Portadores del Vacío. Pero cuando las armas creadas para combatir pesadillas se volvían contra soldados corrientes, las vidas de los hombres no tenían valor ninguno.
Szeth dio media vuelta y continuó su camino sobre la suave y resbaladiza alfombra roja. La hoja esquirlada, como siempre, brillaba limpia y clara. Cuando se mataba con ella, no había sangre. Eso parecía una señal. La hoja esquirlada solo era una herramienta: no podía culpársela de las muertes.
La puerta que había al fondo del pasillo se abrió de golpe. Szeth se detuvo cuando un pequeño grupo de soldados salió corriendo por ella, rodeando a un hombre de regias vestiduras que mantenía la cabeza gacha como para protegerse. Los soldados vestían de azul oscuro, el color de la Guardia Real, y ni por un instante se detuvieron a mirar los cadáveres. Estaban preparados para lo que podía hacer un portador de una hoja esquirlada. Abrieron una puerta lateral y mientras unos conducían por ella a su protegido, otros apuntaban a Szeth con sus lanzas sin dejar de retroceder.
Otra figura salió de los aposentos del rey: llevaba una brillante armadura azul hecha de placas entrelazadas. Sin embargo, al contrario de las armaduras normales, esta no tenía cuero ni malla visible en las juntas: solo placas más pequeñas, unidas con intrincada precisión. La armadura era preciosa; el azul entretejido presentaba bandas doradas en los bordes de cada placa, y el yelmo estaba adornado con tres hileras de pequeñas alas en forma de cuerno.
Era una armadura esquirlada, el complemento habitual de una espada del mismo tipo. El recién llegado empuñaba una enorme hoja esquirlada de dos metros de largo con un diseño en forma de llamas grabado en la hoja. Se trataba de un arma de metal plateado, tan brillante que parecía resplandecer, diseñada para matar a dioses oscuros, una versión más grande de la que Szeth portaba.
Szeth vaciló. No reconoció la armadura; no le habían advertido que tendría que encargarse de esa tarea, y no había tenido tiempo de memorizar las diversas clases de cotas y espadas que portaban los alezi. Pero habría de encargarse de un portador de esquirlada antes de perseguir al rey: no podía desentenderse de un enemigo semejante.
Además, existía la posibilidad de que un portador de esquirlada lo derrotase y pusiese fin a su miserable vida. Sus lanzamientos no funcionarían directamente con alguien ataviado con una armadura esquirlada, y esta haría aún más fuerte a su portador. El honor de Szeth no le permitía traicionar el objeto de su misión ni buscar la muerte. Pero si la muerte llegaba, se sentiría agradecido.
El portador de esquirlada atacó, y Szeth se lanzó a un lado del pasillo, brincando y haciendo un quiebro para aterrizar en la pared. Retrocedió, con la espada preparada. El portador de esquirlada adoptó una postura agresiva, realizando uno de los movimientos de esgrima habituales en el este. Se movía con más agilidad de lo que cabría esperar de un hombre ataviado con una armadura tan pesada. La esquirlada era especial, tan antigua y mágica como las espadas tradicionales.
El portador de esquirlada atacó. Szeth se hizo a un lado y se arrojó al techo mientras la hoja de su atacante se hundía en la pared. Sintiendo un escalofrío, Szeth saltó hacia delante y lanzó un golpe hacia abajo, tratando de alcanzar el yelmo del portador. Este se agachó, hincando una rodilla en el suelo, y la hoja de Szeth arañó el aire.
Szeth retrocedió de un salto cuando el portador soltó un mandoble hacia arriba, hendiendo el techo. Szeth no poseía una armadura, ni le importaba. Sus lanzamientos interferían con las gemas que daban poder a la armadura esquirlada, y tenía que elegir una cosa u otra.
Mientras el portador se volvía, Szeth avanzó por el techo. Como esperaba, el portador soltó un nuevo golpe, y él se arrojó a un lado, rodando. Se irguió y saltó de nuevo al suelo. Se volvió para aterrizar tras el portador de esquirlada, cuya espalda golpeó con la hoja de su arma.
Por desgracia, la armadura ofrecía una ventaja importante: podía contrarrestar una hoja esquirlada. El arma de Szeth golpeó con fuerza, haciendo que una telaraña de brillantes líneas se extendiera por la espalda de la armadura, y la luz tormentosa empezó a brotar de ellas. La armadura esquirlada no se deformaba ni mellaba como el metal corriente. Szeth tendría que golpear al portador en el mismo sitio al menos una vez más para abrirse paso.
Szeth se puso de un salto fuera del alcance del portador cuando este lanzó un mandoble furioso, tratando de alcanzarle las rodillas. La tempestad desatada dentro de Szeth le proporcionaba muchas ventajas, incluyendo la capacidad para recuperarse rápidamente de las heridas pequeñas. Pero no restauraba los miembros cercenados por una hoja esquirlada.
Rodeó al portador, y luego tomó impulso y avanzó con ímpetu. El portador volvió a golpear, pero Szeth saltó por un instante al techo, eludiendo el arco trazado por la espada, y luego de nuevo al suelo. Lanzó un golpe mientras aterrizaba, pero el portador se recuperó rápidamente y ejecutó un perfecto golpe de continuación que por medio palmo no alcanzó a Szeth.
El portador era peligrosamente hábil con aquella hoja. Muchos de sus iguales dependían demasiado del poder de su espada y su armadura. Este era diferente.
Szeth saltó a la pared y lanzó al portador rápidas estocadas. El portador lo mantuvo a raya con unos amplios mandobles de su larga hoja.
«¡Esto está durando demasiado!», pensó Szeth. Si el rey lograba escabullirse y encontrar refugio, Szeth fracasaría en su misión, no importaba a cuánta gente matara. Se preparó para atacar de nuevo, pero el portador de esquirlada lo obligó a retroceder. Cada segundo que durase la pelea era otro segundo con que el rey contaba para escapar.
Había llegado el momento de ser intrépido. Szeth se impulsó de un salto hacia el extremo opuesto del pasillo. El portador no vaciló en lanzar un golpe, pero Szeth se agachó justo a tiempo y la hoja esquirlada cortó el aire por encima de él.
Aterrizó agazapado, usó su impulso para arrojarse hacia delante y golpeó al portador en el costado, agrietando la armadura. Descargó un potente golpe. La pieza de la armadura se quebró y trozos de metal fundido saltaron por el aire. El portador de esquirlada gruñó, cayó sobre una rodilla y se llevó una mano al costado. Szeth alzó un pie y arrojó al hombre hacia atrás con una patada cuya fuerza la luz tormentosa incrementaba.
El fornido adversario chocó contra la puerta de los aposentos reales, haciéndola pedazos y cayendo dentro de la habitación. Szeth se metió en cambio por la puerta de la derecha, siguiendo el camino que había emprendido el rey. Aquí el pasillo tenía la misma alfombra roja, y las lámparas de luz tormentosa en las paredes le dieron a Szeth la oportunidad de volver a llenarse de tempestad.
La energía ardió de nuevo dentro de él. Si conseguía llegar lo bastante lejos, podría encargarse del rey y dejar al portador para después. No sería fácil, de todos modos. Un lanzamiento pleno contra una puerta no bastaría para detener a un portador de esquirlada, y la armadura permitiría a este correr a una velocidad sobrenatural. Szeth miró por encima del hombro.
El portador no lo seguía. Estaba sentado en el suelo, rodeado de trozos de madera, al parecer aturdido. Szeth apenas podía verlo. Tal vez lo había herido más de lo que creía.
O tal vez...
Se detuvo. Pensó en la cabeza agachada del hombre al que había neutralizado, en el rostro oscurecido. El portador no lo seguía. Era muy hábil. Se decía que pocos hombres podían rivalizar con la habilidad de Gavilar Kholin con la espada. ¿Podría ser...?
Szeth dio media vuelta y echó a correr, confiando en sus instintos. En cuanto el portador lo vio, se puso rápidamente de pie. Szeth corrió más deprisa. ¿Dónde podía estar más seguro el rey? ¿Rodeado de unos guardias, huyendo? ¿O protegido por una armadura esquirlada, como si de un guardaespaldas se tratase?
«Muy astuto», pensó Szeth mientras el portador, antes aturdido, adoptaba otra pose de lucha. Szeth atacó con renovado vigor, blandiendo su hoja en un torbellino de golpes. El portador de esquirlada, sí, el rey, respondió agresivamente con amplios mandobles. Szeth los esquivó, sintiendo el viento del arma muy cerca de él. Calculó su próximo movimiento, y luego se lanzó hacia delante, agachándose ante el siguiente contragolpe.
El rey, esperando otro golpe en el costado, se volvió con el brazo alzado para cubrir el agujero abierto en su armadura. Eso dio a Szeth espacio para eludirlo y entrar en sus aposentos.
El rey dio media vuelta para seguirlo, pero Szeth atravesó la sala lujosamente amueblada, tendiendo la mano y tocando los muebles a su paso. Los insufló de luz tormentosa, lanzándolos hacia un punto detrás del rey. Los muebles se volcaron como si la habitación hubiera caído de lado, divanes, sillas y mesas se precipitaron hacia el sorprendido rey. Gavilar cometió el error de golpearlos con su hoja esquirlada. El arma atravesó fácilmente un gran diván, pero las piezas chocaron contra él de todas formas, haciéndolo vacilar. Un banquito lo golpeó a continuación, derribándolo.
Gavilar se apartó rodando de los muebles y cargó, la armadura filtrando chorros de luz por las secciones agrietadas. Szeth se detuvo a continuación hacia atrás y a la derecha cuando llegó el rey. Se apartó del golpe que le arrojaba este y luego se arrojó hacia delante con dos lanzamientos básicos seguidos. La luz tormentosa fluyó de su interior, helando la ropa, mientras se dirigía hacia el rey al doble de velocidad de una caída normal.
El rey se mostró sorprendido al ver que Szeth volaba por el aire y luego se volvía hacia él, blandiendo la espada. Descargó su hoja contra el yelmo del monarca y de inmediato se lanzó hacia el techo. Se había vinculado en demasiadas direcciones demasiado rápidamente, y su cuerpo había perdido el sentido de la orientación, lo que le dificultó aterrizar con gracia. Se puso de pie tambaleándose.
Abajo, el rey dio un paso atrás, intentando colocarse en posición para golpear a Szeth. Por las grietas del yelmo se filtraba luz tormentosa, e intentaba proteger el costado roto de la armadura. El rey descargó un golpe con una sola mano, hacia el techo. Szeth se lanzó hacia abajo, juzgando que el ataque le imposibilitaría contraatacar a tiempo.
Szeth subestimó a su oponente. El rey aceptó el ataque de Szeth, alzando su yelmo para absorber el golpe. Justo cuando Szeth golpeaba el yelmo por segunda vez, rompiéndolo, Gavilar descargó su mano, enguantada de hierro, sobre la cara de Szeth.
Una luz cegadora destelló en los ojos de este, que sintió un dolor terrible en el rostro. Todo se volvió borroso.
Gritó de dolor, la luz tormentosa lo abandonó, y chocó contra algo duro. Las puertas del balcón. El dolor recorrió sus hombros, como si alguien lo hubiera apuñalado con un centenar de dagas, y cayó el suelo y rodó hasta detenerse, temblando. El golpe habría matado a un hombre corriente.
«No hay tiempo para el dolor. No hay tiempo para el dolor. ¡No hay tiempo para el dolor!», se dijo. Parpadeó, sacudiendo la cabeza. Todo era tinieblas en torno a él. ¿Acaso había perdido la vista? No. Fuera estaba oscuro. Se encontraba en el balcón de madera: la fuerza del golpe lo había hecho atravesar las puertas. Algo resonaba. Fuertes pisadas. ¡El portador de la hoja esquirlada!
Szeth se puso en pie con dificultad. La sangre manaba por un lado de su cara, y la luz tormentosa surgía de su piel, cegando su ojo izquierdo. La luz. Lo sanaría, si pudiera. Sentía la mandíbula desencajada. ¿Se la habría roto? Soltó la espada.
Una pesada sombra se movió delante de él: la armadura del portador había filtrado tanta luz tormentosa que el rey tenía problemas para caminar. Pero se acercaba.
Szeth gritó, arrodillado, insuflando luz tormentosa en el balcón de madera y lanzándolo hacia abajo. El aire se llenó de escarcha a su alrededor. La tempestad rugió, corriendo por sus brazos hasta la madera. La lanzó hacia abajo, luego volvió a hacerlo. Lanzó por cuarta vez cuando Gavilar salía al balcón, que se estremeció con el peso adicional, hasta resquebrajarse.
El portador de esquirlada vaciló.
Szeth lanzó el balcón hacia abajo por quinta vez. Los soportes se quebraron y toda la estructura se desprendió. Szeth gritó a pesar de tener la mandíbula rota y usó sus últimos restos de luz tormentosa para saltar a la pared del edificio. Pasó por delante del aturdido portador, luego golpeó la pared y rodó.
El balcón se desgajó, el rey alzó aturdido la cabeza mientras perdía pie. La caída fue breve. A la luz de la luna, Szeth lo observó solemnemente, con la visión todavía turbia, cegado de un ojo, mientras la estructura caía hacia el suelo de piedra de abajo. La pared del palacio tembló, y el estrépito de la madera rota resonó en los edificios cercanos.
Todavía de pie en la pared, Szeth se incorporó con un gemido. Se sentía débil. Había agotado su luz tormentosa con demasiada rapidez, forzando su cuerpo. Bajó por el lado del edificio y se acercó a los restos del balcón, apenas capaz de permanecer en pie.
El rey aún se movía. La armadura esquirlada lo había protegido, pero solo en parte; un gran trozo de madera ensangrentada asomaba por el costado de su cuerpo. Szeth se arrodilló a inspeccionar el rostro dolorido del hombre. Rasgos fuertes, barbilla cuadrada, barba negra moteada de canas, ojos verdes sorprendentemente claros. Gavilar Kholin.
—Yo..., esperaba que..., vinieras —dijo el rey entre jadeos.
Szeth palpó bajo el peto de la armadura en busca de las correas. Las soltó y retiró la coraza, revelando las gemas de su interior. Dos se habían roto y estaban apagadas. Tres brillaban todavía. Aturdido, Szeth inspiró profundamente, absorbiendo la luz.
La tormenta empezó a rugir de nuevo. Más luz surgió del lado de su cara, regenerando su piel y sus huesos lastimados. El dolor apenas si mermaba: la cura proporcionada por la luz tormentosa estaba lejos de ser instantánea. Pasarían horas antes de que se hubiera recuperado.
El rey tosió.
—Puedes decirle..., a Thaidakar..., que llega demasiado tarde.
—No sé quién es ese —dijo Szeth, poniéndose en pie. Se llevó las manos a un costado, invocando su hoja esquirlada.
El rey frunció el ceño.
—¿Entonces quién...? ¿Restares? ¿Sadeas? Nunca pensé...
—Mis amos son los parshendi —respondió Szeth. Pasaron diez segundos y la espada apareció en su mano.
—¿Los parshendi? Eso no tiene sentido. —Gavilar volvió a toser y dirigió una mano temblorosa a un bolsillo de su pecho. Sacó una esfera pequeña y cristalina atada a una cadena—. Coge esto. No debe ser..., suyo —añadió, aturdido—. Dile..., a mi hermano..., que tiene que encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre... —Guardó silencio y se quedó inmóvil.
Szeth vaciló, pero luego se arrodilló y cogió la esfera. Era extraña, diferente de cuanto hubiera visto antes. Aunque era completamente oscura, parecía desprender una especie de resplandor negro.
«¿Los parshendi? Eso no tiene sentido», había dicho Gavilar.
—Nada tiene sentido ya —susurró Szeth, guardando la extraña esfera—. Todo se desencadena. Lo siento, rey de los alezi. Pero dudo que te importe. —Se levantó—. Al menos no tendrás que ver el fin del mundo en compañía de nosotros.
Junto al cuerpo del rey, su hoja esquirlada se materializó en la bruma y, ahora que había muerto, chocó contra las piedras del suelo. Valía una fortuna: reinos enteros habían caído en la lucha por poseer una sola hoja esquirlada.
Del interior del palacio llegaron gritos de alarma. Szeth tenía que irse. Pero...
«Dile a mi hermano...»
Para el pueblo de Szeth, la petición de un moribundo era sagrada. Cogió la mano del rey, la hundió en la sangre del hombre, y la usó para garabatear en la madera: «Hermano, debes encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre.»
Con eso, Szeth escapó hacia la noche. Dejó la hoja esquirlada del rey: no tenía ninguna utilidad que darle. La hoja que Szeth portaba ya era suficiente maldición.


«Me habéis matado. ¡Hijos de puta, me habéis matado! ¡Mientras el sol sigue calentando, yo muero!»
Recogido el quinto día de la semana Chach del mes Betab del año 1171, diez segundos antes de la muerte. El sujeto era un soldado ojos oscuros de treinta y un años de edad. La muestra se considera cuestionable.
Cinco años más tarde
—Voy a morir, ¿verdad? —preguntó Cenn.
El curtido veterano que Cenn tenía al lado se volvió a mirarlo de arriba abajo. Llevaba barba corta, y en los lados de la cara los pelos negros empezaban a ceder paso al color gris.
«Voy a morir. Voy a morir. Oh, Padre Tormenta. Voy a morir...», pensó Cenn, aferrado a su lanza, cuya asta estaba resbaladiza por el sudor.
—¿Qué edad tienes, hijo? —preguntó el veterano. Cenn no recordaba el nombre del hombre. Era difícil recordar nada mientras veía al otro ejército formar líneas al otro lado del rocoso campo de batalla. Aquel alineamiento parecía tan ordenado, tan limpio. Las lanzas cortas en las primeras filas, las lanzas largas y las jabalinas a continuación, los arqueros en los laterales. Los lanceros ojos oscuros iban equipados igual que Cenn: jubón de cuero y faldón hasta las rodillas con un sencillo bonete de acero y un peto a juego.
Muchos de los ojos claros tenían armaduras completas. Iban a caballo, y las guardias de honor se congregaban a su alrededor con corazas que brillaban en color burdeos y verde bosque. ¿Había entre ellos portadores de esquirlada? El brillante señor Amaram no era un portador de esquirlada. ¿Lo eran algunos de sus hombres? ¿Y si Cenn tenía que combatir a alguno? Los hombres corrientes no mataban a portadores. Había sucedido tan pocas veces que cada caso era ahora legendario.
«Está pasando de verdad», pensó con terror creciente. Esto no era una maniobra del campamento. No era un entrenamiento sobre el terreno, jugando con palos. Esto era real. Al aceptar el hecho, el corazón latiendo en su pecho como un animal asustado, las piernas temblorosas, Cenn advirtió de repente que era un cobarde. ¡No tendría que haber dejado los rebaños! Nunca tendría que...
—¿Hijo? —dijo el veterano, la voz firme—. ¿Qué edad tienes?
—Quince años, señor.
—¿Y cómo te llamas?
—Cenn, señor.
El gigantesco hombre barbudo asintió.
—Yo soy Dallet.
—Dallet —repitió Cenn, todavía mirando al otro ejército. ¡Había tantos! Miles—. Voy a morir, ¿verdad?
—No —Dallet tenía voz grave, pero de algún modo eso era reconfortante—. Todo va a salir bien. Mantén la mente despejada. Quédate con el pelotón.
—¡Solo he recibido tres meses de instrucción! —A Cenn le parecía oír, como débiles tañidos, el sonido metálico de las armaduras y los escudos del enemigo—. ¡Apenas soy capaz de sujetar esta lanza! Padre Tormenta, estoy muerto. No puedo...
—Hijo —lo interrumpió Dallet con voz suave pero firme. Alzó una mano y la apoyó sobre el hombro del muchacho. El borde del gran escudo circular que llevaba a la espalda reflejaba la luz—. Todo va a salir bien.
—¿Cómo puedes saberlo? —Las palabras de Cenn sonaron a súplica.
—Porque, muchacho, formas parte del pelotón de Kaladin Bendito por la Tormenta.
Los otros soldados cercanos asintieron mostrando su acuerdo.
Tras ellos, formaban oleadas y más oleadas de soldados: miles de ellos. Cenn se encontraba al frente, con el pelotón de Kaladin, compuesto por unos treinta hombres más. ¿Por qué habían trasladado a Cenn a un nuevo pelotón en el último momento? Tenía que ver con la política del campamento.
¿Por qué estaba este pelotón en el mismo frente, donde las bajas tendrían que ser mayores? Pequeños miedospren, como manchas de baba púrpura, empezaron a surgir del suelo y a congregarse alrededor de sus pies. En un momento de puro pánico, casi estuvo a punto de dejar caer la lanza y echar a correr. La mano de Dallet se tensó sobre su hombro. Al mirar los confiados ojos negros del veterano, Cenn vaciló.
—¿Measte antes de que formáramos filas? —preguntó Dallet.
—No tuve tiempo de...
—Hazlo ahora.
—¿Aquí?
—Si no lo haces, acabarás meándote pierna abajo en la batalla, lo que te distraerá y tal vez acabe por matarte. Hazlo.
Avergonzado, Cenn le tendió a Dallet su lanza y orinó sobre las piedras. Cuando terminó, miró a los que lo rodeaban. Ninguno de los soldados de Kaladin sonrió con burla. Permanecían preparados, las lanzas a los costados, los escudos en las espaldas.
El ejército enemigo casi había terminado su maniobra. El campo entre las dos fuerzas era despejado, de piedra negra, notablemente regular y liso, roto solo por algún macizo rocoso ocasional. Habría sido un buen pasto. El cálido viento sopló en la cara de Cenn, cargado con los olores acuáticos de la alta tormenta de la noche pasada.
—¡Dallet! —dijo una voz.
Un hombre se acercó entre las filas, llevando una lanza corta que tenía dos fundas de cuero para cuchillos atadas al asta. El recién llegado era un hombre joven, quizás unos cuatro años mayor que Cenn, pero era más alto incluso que Dallet. Llevaba el uniforme de cuero corriente en los lanceros pero debajo usaba un par de pantalones oscuros. Esto se suponía que no estaba permitido.
Su negro cabello alezi le llegaba hasta los hombros, y sus ojos eran marrón oscuro. Tenía también nudos de cordón blanco en los hombros de su pelliza, lo que lo convertía en líder de escuadrón.
Los treinta hombres que acompañaban a Cenn se pusieron firmes, alzando sus lanzas en gesto de saludo. «¿Este es Kaladin Bendito por la Tormenta? ¿Este joven?», se preguntó Cenn, incrédulo.
—Dallet, pronto tendremos un recluta nuevo —dijo Kaladin. Tenía una voz fuerte—. Necesito que... —Guardó silencio cuando advirtió a Cenn.
—Llegó hace unos minutos, señor —dijo Dallet con una sonrisa—. Lo estaba preparando.
—Bien hecho —replicó Kaladin—. Pagué buen dinero por apartar a ese muchacho de Gare. Ese hombre es tan incompetente que bien podría estar luchando en el otro bando.
«¿Qué? —pensó Cenn—. ¿Por qué pagaría nadie por mí?»
—¿Qué te parece el terreno? —preguntó Kaladin. Varios de los lanceros alzaron sus manos para protegerse del sol y escrutar las rocas.
—¿Ese hueco junto a los dos macizos rocosos a la derecha del todo? —preguntó Dallet.
Kaladin negó con la cabeza.
—Demasiado áspero.
—Sí. Tal vez. ¿Y la colina baja de allí? Lo bastante lejos para evitar la primera caída, lo bastante cerca para no adelantarse demasiado.
Kaladin asintió, aunque Cenn no podía ver lo que estaban mirando.
—Parece bien.
—¿Lo oís, panda de patanes? —gritó Dallet.
Los hombres alzaron sus lanzas.
—Échale un ojo al chico nuevo, Dallet —dijo Kaladin—. No conocerá las señales.
—Naturalmente —dijo Dallet, sonriendo. ¡Sonriendo! ¿Cómo podía sonreír? El ejército enemigo hacía sonar sus cuernos. ¿Significaba eso que estaban preparados? Aunque acababa de aliviarse, Cenn sintió un hilillo de orina correrle por la pierna.
—Mantente firme —dijo Kaladin, y luego echó a correr por la línea para hablar con el siguiente jefe de pelotón. Tras Cenn y los demás, las docenas de filas seguían creciendo. Los arqueros de los laterales se prepararon para disparar.
—No te preocupes, hijo —tranquilizó Dallet—. Nos irá bien. El jefe Kaladin tiene suerte.
El soldado al otro lado de Cenn asintió. Era un veden larguirucho y pelirrojo, con una piel bronceada más oscura que los alezi. ¿Por qué combatía en el ejército alezi?
—Así es. Kaladin está bendecido por la tormenta, vaya que sí. Solo perdimos... ¿cuánto..., un hombre en la última batalla?
—Pero alguien sí que murió —dijo Cenn.
Dallet se encogió de hombros.
—Siempre muere gente. Nuestro pelotón pierde menos que nadie. Ya lo verás.
Kaladin terminó de consultar con el otro jefe de pelotón, y luego volvió corriendo con su equipo. Aunque llevaba una lanza corta, de las que se usan con una mano mientras la otra sujeta el escudo, la suya era un palmo más larga que las que utilizaban sus hombres.
—¡Preparados! —exclamó Dallet. Al contrario que los otros jefes de pelotón. Kaladin no se unió a las filas, sino que se plantó delante de su pelotón.
Los hombres alrededor de Cenn arrastraron los pies, excitados. Los sonidos se repitieron por todo el enorme ejército, la quietud dio paso a la ansiedad. Cientos de pies arrastrándose, los escudos chasqueando, los correajes resonando. Kaladin permaneció inmóvil, contemplando al otro ejército.
—Preparados —dijo, sin volverse.
Detrás, un oficial ojos claros pasó a caballo.
—¡Preparaos para combatir! Quiero su sangre, hombres. ¡Luchad y matad!
—Preparados —repitió Kaladin, después de que el hombre pasara.
—Prepárate para echar a correr —le dijo Dallet a Cenn.
—¿Correr? ¡Pero nos han entrenado para marchar en formación! ¡A permanecer en nuestra línea!
—Claro —dijo Dallet—. Pero la mayoría de los hombres no tienen mucha más instrucción que tú. Los que saben luchar bien acaban siendo enviados a las Llanuras Quebradas para combatir a los parshendi. Kaladin está intentando ponernos en forma para llegar hasta allí y luchar por el rey. —Dallet señaló con la cabeza la línea—. La mayoría de los que están aquí romperá filas y atacará. Los ojos claros no son lo bastante buenos como comandantes para mantenerlos en formación. Así que quédate con nosotros y corre.
—¿Debería sacar mi escudo?
Alrededor del equipo de Kaladin, las otras filas aprestaban sus escudos. Pero el pelotón de Kaladin los dejó en sus espaldas.
Antes de que Dallet pudiera responder, sonó un cuerno desde atrás.
—¡Vamos! —dijo Dallet.
Cenn no tuvo mucha opción. El ejército entero empezó a moverse con un clamor de botas al paso. Como había predicho Dallet, la marcha firme no duró mucho. Algunos hombres empezaron a chillar, y el rugido fue imitado por otros. Los ojos claros les ordenaron que avanzaran, corrieran, lucharan. La línea se desintegró.
En cuanto eso sucedió, el pelotón de Kaladin echó a correr a toda velocidad hacia delante. Cenn se esforzó por mantener el ritmo, se dejó llevar por el pánico y se aterrorizó. El terreno no era tan liso como había parecido, y casi resbaló con un rocabrote oculto, las enredaderas encogidas en su cascarón.
Se irguió y continuó, sujetando la lanza con una mano, el escudo chocando contra su espalda. El lejano ejército estaba también en movimiento, los soldados cargaban. No había ninguna semejanza con una formación de batalla ni de línea cuidadosa. Esto no se parecía a nada de lo que habían enseñado en la instrucción.
Cenn ni siquiera sabía quién era el enemigo. Un terrateniente pretendía apoderarse del territorio del brillante señor Amaram, cuya tierra, en última instancia, pertenecía al alto príncipe Sadeas. Era una escaramuza fronteriza, y Cenn pensaba que era con otro principado alezi. ¿Por qué combatían unos contra otros? Tal vez el rey podría ponerle fin, pero estaba en las Llanuras Quebradas, buscando venganza por el asesinato del rey Gavilar cinco años antes.
El enemigo tenía un montón de arqueros. El pánico de Cenn aumentó cuando la primera oleada de flechas saltó al aire. Tropezó de nuevo, ansiando coger su escudo. Pero Dallet lo agarró por el brazo y tiró de él.
Cientos de saetas hendieron el aire, oscureciendo el sol. Trazaron un arco y cayeron, como anguilas del cielo sobre su presa. Los soldados de Amaram alzaron sus escudos. Pero no el pelotón de Kaladin. No había escudos para ellos.
Cenn gritó.
Y las flechas cayeron en las filas centrales del ejército de Amaram, tras él. Cenn miró por encima del hombro, sin dejar de correr. La flechas caían detrás de él. Los soldados gritaban, las flechas se rompían contra los escudos. Solo unas pocas flechas dispersas aterrizaban cerca de las primeras filas.
—¿Por qué? —le preguntó a gritos a Dallet—. ¿Cómo lo sabías?
—Quieren que las flechas alcancen donde hay más gente congregada —replicó el hombretón—. Donde tendrán más posibilidades de encontrar un cuerpo.
Varios otros grupos en vanguardia dejaron su escudos bajados, pero la mayoría corría torpemente con los escudos vueltos hacia el cielo, concentrados para que las flechas no los alcanzaran. Eso los retrasó, y se arriesgaron a ser atrapados por los hombres de detrás que sí estaban siendo alcanzados. Cenn ansiaba levantar su escudo de todas formas: le parecía un error correr sin él.
La segunda andanada los alcanzó, y los hombres gritaron de dolor. El pelotón de Kaladin cargó hacia los soldados enemigos, algunos de los cuales morían por las flechas de los arqueros de Amaram. Cenn pudo oír a los soldados enemigos aullando sus gritos de guerra, y pudo distinguir sus rostros individuales. De repente, el pelotón de Kaladin se detuvo, formando un tenso grupo. Habían llegado a la pequeña inclinación que Kaladin y Dallet habían escogido antes.
Dallet agarró a Cenn y lo empujó hasta el centro mismo de la formación. Los hombres de Kaladin bajaron sus lanzas y sacaron sus escudos mientras el enemigo se volvía hacia ellos. No atacaron en formación, no mantuvieron las filas de lanzas largas detrás y lanzas cortas delante. Tan solo corrieron hacia delante, chillando de puro frenesí.
Cenn se debatió para soltar el escudo de su espalda. El estrépito de las lanzas resonó en el aire cuando los pelotones se enzarzaron en lucha. Un grupo de lanceros enemigos corrió hacia el pelotón de Kaladin, acaso buscando la superioridad del terreno. Las tres docenas de atacantes tenían cierta cohesión, aunque su formación no era tan tensa como el pelotón de Kaladin.
El enemigo parecía decidido a compensarlo con pasión: gritaban y chillaban de furia, corriendo hacia la línea de Kaladin, que mantuvo la fila, defendiendo a Cenn como si fuera un ojos claros y ellos su guardia de honor. Las dos fuerzas se encontraron con un estruendo de metal sobre madera, los escudos entrechocaron unos con otros. Cenn se estremeció.
Todo acabó en un par de parpadeos. El pelotón enemigo se retiró, dejando dos muertos. El grupo de Kaladin no había perdido a nadie. Mantenía una pujante formación en V, aunque un hombre se quedó atrás y sacó una venda para protegerse un muslo herido. El resto de los hombres cerraron el hueco. El herido era fornido y de brazos gruesos; maldijo, pero la herida no parecía grave. Se puso en pie en un instante, pero no regresó al lugar donde estaba antes. En cambio, se dirigió a un extremo de la formación en V, un lugar más protegido.
El campo de batalla era un caos. Los dos ejércitos se entremezclaban de forma indiferenciada. Sonido de golpes metálicos, crujidos y gritos flotaban en el aire. Muchos de los pelotones se separaron, y sus miembros corrieron de un encuentro a otro. Se movían como cazadores, grupos de tres o cuatro buscando individuos solos para cebarse luego brutalmente sobre ellos.
El grupo de Kaladin mantuvo el terreno, enfrentándose solo a los pelotones enemigos que se acercaban demasiado. ¿Eran así realmente las batallas? Cenn había sido entrenado para largas filas de soldados, hombro con hombro. No esta frenética mezcla, este caos brutal. ¿Por qué no mantenían la formación?
«Los soldados de verdad no están aquí —pensó Cenn—. Luchan en una batalla auténtica en las Llanuras Quebradas. No me extraña que Kaladin quiera llevar allí su pelotón.»
Las lanzas destellaban por todas partes; era difícil distinguir amigo de enemigo a pesar de los emblemas en las corazas y los colores en los escudos. El campo de batalla se disolvió en cientos de pequeños grupos, como si un millar de guerras diferentes tuvieran lugar al mismo tiempo.
Después de los primeros encontronazos, Dallet cogió a Cenn por el hombro y lo colocó en la fila en el mismo fondo de la formación en V. Cenn, sin embargo, carecía de ningún valor. Cuando el grupo de Kaladin se enzarzó con los pelotones enemigos, toda su instrucción desapareció. Hizo acopio de todas sus fuerzas para quedarse allí, empuñando la lanza y tratando de parecer amenazador.
Durante casi una hora, el pelotón de Kaladin defendió su pequeña loma, luchando en equipo, hombro con hombro. Kaladin a menudo dejó su posición en el frente, corriendo aquí y allá, golpeando su escudo con su lanza en un extraño ritmo.
«Son señales», comprendió Cenn, mientras el pelotón de Kaladin adoptaba una formación en anillo. Con los gritos de los moribundos y los miles de hombres que se gritaban unos a otros, era casi imposible oír una sola voz. Pero el brusco tañido de la lanza contra el metal del escudo de Kaladin sonaba con claridad. Cada vez que cambiaban de formación, Dallet agarraba a Cenn por el hombro y lo guiaba.
El grupo de Kaladin no persiguió a los enemigos rezagados. Permanecieron a la defensiva. Y, aunque varios hombres del pelotón sufrieron heridas, ninguno cayó. Su pelotón era demasiado intimidatorio para los grupos más pequeños, y las unidades enemigas más grandes se retiraban después de unos cuantos intercambios, buscando enemigos más fáciles.
Al cabo de un rato cambió algo. Kaladin dio media vuelta y observó la marea de la batalla con sus penetrantes ojos marrones. Alzó la lanza y golpeó su escudo con un rápido ritmo que no había utilizado antes. Dallet agarró a Cenn por el brazo y lo apartó de la pequeña loma. ¿Por qué abandonar ahora?
Justo entonces, el cuerpo del ejército de Amaram se dispersó, y los hombres se separaron. Cenn no había advertido lo mal que había ido la batalla en esta zona para su bando. Mientras el equipo de Kaladin se retiraba, pasaron ante muchos muertos y heridos, y Cenn sintió náuseas. Había soldados abatidos, las entrañas al descubierto.
No tenía tiempo para el horror: la retirada se convirtió rápidamente en una derrota. Dallet maldijo, y Kaladin volvió a golpear su escudo. El pelotón cambió de dirección, encaminándose hacia el este. Allí, Cenn vio que un grupo grande de soldados de Amaram resistía.
Pero los enemigos habían visto las filas disgregarse, y eso los envalentonó. Corrieron en grupos, como sabuesos salvajes que cazaran cerdos perdidos. Antes de que el grupo de Kaladin cubriera la mitad del campo regado de muertos y moribundos, un gran contingente de soldados enemigos los interceptó. Kaladin golpeó reacio su escudo, y el pelotón redujo la marcha.
Cenn sitió que su corazón empezaba a latir más y más rápido. Cerca, un pelotón de soldados de Amaram se vino abajo: los hombres tropezaban y caían, gritando, intentando escapar. Los enemigos usaban sus lanzas como trinchetes, ensartando a los hombres en el suelo como si fueran presas de caza.
Los hombres de Kaladin recibieron al enemigo en una amalgama de lanzas y escudos. Los cuerpos empujaron por todas partes, y Cenn tropezó. En la mezcolanza de amigo y enemigo, morir y matar, Cenn se vio superado. ¡Tantos hombres corriendo en tantas direcciones!
Sintió pánico y corrió hacia lugar seguro. Un grupo de hombres cercanos llevaba uniformes alezi. El pelotón de Kaladin. Cenn corrió hacia ellos, pero cuando algunos se volvieron hacia él, se aterrorizó al advertir que no los reconocía. Este no era el pelotón de Kaladin, sino un grupito de soldados desconocidos que trataba de mantener una línea irregular y rota. Heridos y aterrorizados, se dispersaron en cuanto un pelotón enemigo se acercó.
Cenn se quedó inmóvil, sujetando la lanza con mano sudorosa. Los soldados enemigos cargaron hacia él. Sus instintos lo instaron a huir, pero había visto a demasiados hombres caer uno a uno. ¡Tenía que resistir! ¡Tenía que enfrentarse a ellos! No podía huir, no podía...
Gritó, y atacó con la lanza al soldado que venía en cabeza. El hombre apartó sin problemas el arma con su escudo, y luego clavó su lanza corta en el muslo de Cenn. El dolor fue caliente, tan ardiente que la sangre que borboteó en su pierna izquierda pareció fría en comparación. Cenn jadeó.
El soldado liberó su arma. Cenn retrocedió tambaleándose, dejó caer su lanza y su escudo. Cayó al suelo rocoso, chapoteando en sangre ajena. Su enemigo alzó la lanza, una silueta acechante contra el cielo azul, dispuesto a clavársela a Cenn en el corazón.
Y entonces apareció él.
El líder del pelotón. Bendito por la Tormenta. La lanza de Kaladin salió de ninguna parte, desviando el golpe que habría matado a Cenn. Kaladin se plantó delante del muchacho, solo, enfrentándose a seis lanceros. No vaciló. Atacó.
Sucedió con mucha rapidez. Kaladin derribó con una zancadilla al hombre que había lanceado a Cenn. Mientras ese hombre caía, Kaladin desenvainó un cuchillo de una de las fundas atadas alrededor de su lanza. Su mano chasqueó, el cuchillo destelló y alcanzó el muslo de un segundo enemigo. Ese hombre cayó sobre una rodilla, gritando.
Un tercer hombre se detuvo, mirando a sus aliados caídos. Kaladin se abrió paso frente a un enemigo herido y clavó su lanza en la barriga del tercer hombre. Un cuarto soldado cayó con un cuchillo en el ojo. ¿Cuándo había sacado Kaladin ese cuchillo? Giró entre los dos últimos, la lanza un borrón, empuñándola como si fuera un bastón. Durante un instante, Cenn pudo ver algo que rodeaba al líder del pelotón. Una contorsión del aire, como el viento mismo hecho visible.
«He perdido un montón de sangre. Brota tan rápidamente...»
Kaladin giró, enfrentándose a los que lo atacaban por el flanco, y los dos últimos lanceros cayeron con borboteos que Cenn interpretó como de sorpresa. Eliminados todos los soldados enemigos, Kaladin dio media vuelta y se arrodilló junto a Cenn. El jefe del pelotón soltó su lanza y sacó de su bolsillo una blanca tira de tela que envolvió con eficacia en torno a la pierna del muchacho. Kaladin trabajaba con la habilidad de quien ha vendado heridas docenas de veces antes.
—¡Kaladin, señor! —dijo Cenn, señalando a uno de los soldados que Kaladin había herido. El enemigo se sujetaba la pierna mientras se ponía en pie. Sin embargo, un segundo más tarde, el alto Dallet apareció allí, para empujar al enemigo con su escudo. Dallet no mató al hombre herido, sino que lo dejó marcharse a trompicones, desarmado.
El resto del pelotón llegó y formó un anillo en torno a Kaladin, Dallet y Cenn. Kaladin se levantó y se cargó la lanza al hombro. Dallet le devolvió sus cuchillos, recuperados de los enemigos caídos.
—Me preocupaste un momento, señor —dijo Dallet—. Al echar a correr así.
—Sabía que me seguirías —respondió Kaladin—. Alza el estandarte rojo. Cyn, Korater, vais a volver con el muchacho. Dallet, quédate aquí. La línea de Amaram se desvía en esta dirección. Deberíamos estar a salvo pronto.
—¿Y tú, señor? —preguntó Dallet.
Kaladin contempló el campo de batalla. En las fuerzas enemigas se había abierto un hueco, y un hombre se acercaba montado en un caballo blanco, blandiendo una maza. Llevaba una armadura completa, pulida, de plata brillante.
—Un portador de esquirlada —dijo Cenn.
Dallet bufó.
—No, gracias al Padre Tormenta. Solo un oficial ojos claros. Los portadores son demasiado valiosos para malgastarlos en una disputa fronteriza menor.
Kaladin observó al ojos claros lleno de odio. Era el mismo odio con que el padre de Cenn hablaba de los ladrones de chulls, o el odio que la madre de Cenn mostraba cuando alguien mencionaba a Kusiri, que se había fugado con el hijo de un zapatero remendón.
—¿Señor? —preguntó Dallet, vacilante.
—Los subpelotones dos y tres, formación en pinza —dijo Kaladin, con voz agria—. Vamos a bajar de su trono a un brillante señor.
—¿Seguro que eso es aconsejable, señor? Tenemos heridos.
Kaladin se volvió hacia Dallet.
—Es uno de los oficiales de Hallaw. Podría ser él.
—Eso no lo sabes, señor.
—Da igual: es el jefe de un batallón. Si matamos a un oficial de tan alto rango, tendremos garantizado estar en el próximo grupo que envíen a las Llanuras Quebradas. Vamos a por él. —Su mirada se volvió distante—. Imagínate, Dallet. Soldados de verdad. Un campamento de guerra con disciplina y ojos claros con integridad. Un lugar donde nuestra lucha significará algo.
Dallet suspiró, pero asintió. Kaladin señaló a un grupo de soldados, luego cruzaron corriendo el campo. Un grupo más pequeño de soldados, incluyendo a Dallet, esperó atrás con los heridos. Uno de ellos, un hombre delgado con negro pelo alezi moteado con un puñado de pelos rubios, lo que indicaba cierta sangre extranjera, sacó un largo lazo rojo de su bolsillo y lo ató a su lanza. Alzó la lanza, dejando que el lazo ondeara al viento.
—Es una llamada para que los mensajeros retiren a los heridos del campo —le dijo Dallet a Cenn—. Pronto te sacaremos de aquí. Fuiste valiente, al enfrentarse a esos seis.
—Huir me pareció una estupidez —repuso Cenn, intentando distraer su mente de la herida de su pierna—. Con tantos heridos en el campo ¿cómo podemos pensar que van a venir a por nosotros?
—El jefe Kaladin los soborna —dijo Dallet—. Normalmente solo se llevan a los ojos claros, pero hay más mensajeros que ojos claros heridos. El jefe dedica la mayor parte de su paga a los sobornos.
—Este pelotón sí que es diferente —comentó Cenn, sintiéndose mareado.
—Ya te lo dije.
—No por la suerte. Por la instrucción.
—Eso es una parte. La otra parte es porque sabemos que si nos hieren Kaladin nos sacará del campo de batalla. —Hizo una pausa y miró por encima del hombro. Como Kaladin había predicho, la línea de Amaram regresaba, recuperándose.
El ojos claros a caballo de antes sacudía enérgicamente una maza. Un grupo de su guardia de honor se dirigió a un lado, enfrentándose con los pequeños pelotones de Kaladin. El ojos claros hizo volverse a su caballo. Llevaba un yelmo abierto por delante con los lados rectos y un gran penacho de plumas en lo alto. Cenn no podía distinguir el color de sus ojos, pero sabía que serían azules o verdes, tal vez amarillos o gris claro. Era un brillante señor, elegido al nacer por los Heraldos, marcado para gobernar.
Impasible, observaba a aquellos que combatían cerca. Entonces uno de los cuchillos de Kaladin lo alcanzó en el ojo derecho.
El brillante señor gritó, y cayó de la silla mientras Kaladin de algún modo se deslizaba entre las líneas y saltaba sobre él, la lanza en alto.
—Sí, es en parte por la instrucción —dijo Dallet, sacudiendo la cabeza—. Pero sobre todo por él. Lucha como una tormenta, y piensa el doble de rápido que los demás hombres. La manera en que se mueve a veces...
—Me vendó la pierna —dijo Cenn, advirtiendo que empezaba a decir tonterías debido a la pérdida de sangre. ¿Por qué recalcar lo de la pierna herida? Era algo sencillo.
Dallet tan solo asintió.
—Entiende mucho de heridas. Y sabe leer glifos también. Es un hombre extraño, nuestro jefe de pelotón, para ser un simple lancero ojos oscuros. —Se volvió hacia Cenn—. Pero deberías ahorrar fuerzas, hijo. Al jefe no le gustará que te perdamos, no después de lo que pagó por ti.
—¿Por qué? —preguntó Cenn. El campo de batalla se volvía más tranquilo, como si muchos de los hombres moribundos hubieran gritado ya hasta quedarse roncos. Casi todo el mundo alrededor era aliado, pero Dallet seguía vigilando para asegurarse de que ningún soldado enemigo trataba de atacar a los heridos de Kaladin.
—¿Por qué, Dallet? —repitió Cenn, con urgencia—. ¿Por qué traerme a este pelotón? ¿Por qué a mí?
Dallet sacudió la cabeza.
—Él es así. Odia la idea de que los chicos jóvenes como tú, apenas entrenados, vayan a la batalla. De vez en cuando, coge a uno y lo trae al pelotón. Más de media docena de nuestros hombres fueron una vez como tú. —Los ojos de Dallet adquirieron una expresión remota—. Creo que todos vosotros le recordáis a alguien.
Cenn se miró la pierna. Dolorspren, como pequeñas manos anaranjadas con dedos extremadamente largos, reptaban a su alrededor, reaccionando a su agonía. Empezaron a volverse, perdiéndose en otras direcciones, buscando a otros heridos. El dolor de Cenn remitía, y sentía la pierna entumecida, al igual que el resto del cuerpo.
Se echó atrás y contempló el cielo. Pudo oír un trueno lejano. Qué extraño. No había nubes en el cielo.
Dallet maldijo.
Cenn dio media vuelta, tratando de sacudirse el estupor. Galopando directamente hacia ellos venía un enorme caballo negro con un jinete de brillante armadura que parecía irradiar luz. La armadura no tenía costuras: no había cota de malla debajo, solo placas más pequeñas, notablemente intrincadas. La figura llevaba un casco ornamentado, y la coraza era dorada. Llevaba una enorme espada en una mano, al menos de la altura de un hombre. No era una simple espada recta, sino curva, y el lado que no tenía filo era ondulado. Toda la hoja estaba grabada.
Era hermosa. Como un obra de arte. Cenn nunca había visto a un portador de esquirlada, pero supo inmediatamente que este hombre lo era. ¿Cómo podía haber confundido a un simple ojos claros acorazado con una de estas majestuosas criaturas?
¿No había dicho Dallet que no habría ningún portador en este campo de batalla? Dallet se puso en pie y llamó al pequeño pelotón para que formara. Cenn se quedó sentado donde estaba. No podría haberse levantado, no con la pierna herida.
Se sentía mareado. ¿Cuánta sangre había perdido? Apenas podía pensar.
Fuera como fuese, no podía luchar. No se lucha contra algo así. El sol brillaba contra aquella armadura. Y esa preciosa, intrincada, sinuosa espada. Era como..., como si el Todopoderoso hubiera tomado forma para caminar por el campo de batalla.
¿Y por qué querría nadie combatir contra el Todopoderoso?
Cenn cerró los ojos.

«Diez órdenes. Nos amaron, una vez. ¿Por qué nos has olvidado, Todopoderoso? Esquirla de mi alma, ¿dónde has ido?»
Recogido el segundo día de Kakash, año 1171, cinco segundos antes de la muerte. El sujeto era una mujer ojos claros en su tercera década.
Ocho meses más tarde
El estómago de Kaladin gruñía cuando extendió la mano a través de los barrotes y aceptó el cuenco de bazofia. Introdujo el pequeño tazón entre los barrotes, lo olisqueó y luego hizo una mueca mientras la jaula empezaba a rodar de nuevo. El mejunje gris pastoso estaba hecho de grano guisado, y este en concreto estaba sazonado con trozos de la comida del día antes.
Por repugnante que fuera, era todo lo que podría conseguir. Empezó a comer, viendo pasar el paisaje, con las piernas asomando entre los barrotes. Los otros esclavos de su jaula agarraron sus cuencos con gesto protector, temerosos de que alguien pudiera robárselos. Uno de ellos trató de robarle la comida a Kaladin el primer día. Casi le rompió el brazo a aquel hombre. Ahora todo el mundo lo dejaba en paz.
Y eso le parecía bien.
Comió con los dedos, ignorando la suciedad. Había dejado de reparar en la suciedad hacía meses. Odiaba sentirse parte de la misma paranoia que mostraban los demás. ¿Cómo podía no hacerlo, después de ocho meses de palizas, privaciones y brutalidad?
Combatió la paranoia. No se volvería igual que ellos. Aunque hubiera renunciado a todo lo demás, aunque se lo hubieran arrebatado todo, aunque ya no tuviera ninguna esperanza de escapar. Esto lo conservaría. Era un esclavo, pero no tenía por qué que pensar como uno de ellos.
Terminó lentamente la bazofia. Cerca de él, uno de los otros esclavos empezó a toser débilmente. Había diez esclavos en el carromato, todos hombres sucios y de barbas desgreñadas. Era uno de los tres carromatos que avanzaban en caravana por las Montañas Irreclamadas.
El sol ardía rojizo en el horizonte, como la parte más caliente del fuego de un herrero. Iluminaba las nubes con un chorro de color, pintado descuidadamente sobre un lienzo. Cubiertas de altas y monótonas hierbas verdes, las montañas parecían interminables. En un montículo cercano, una pequeña figura revoloteaba entre las plantas, danzando como un insecto nervioso. La figura era amorfa, vagamente transparente. Los vientospren eran espíritus maliciosos que tenían la manía de quedarse donde no eran queridos. Kaladin había albergado la esperanza de que este se aburriera y se marchara, pero cuando intentó apartar su cuenco de madera, descubrió que se le había pegado a los dedos.
El vientospren se rio, pasó zumbando, poco más que un lazo de luz sin forma. Kaladin maldijo, sacudiendo el cuenco. Los vientospren a menudo gastaban ese tipo de bromas. Tiró del cuenco, y finalmente se soltó. Gruñendo, lo lanzó a uno de los otro esclavos. El hombre empezó a lamer rápidamente los restos de la porquería.
—Eh —susurró una voz.
Kaladin se volvió a mirar hacia un lado. Un esclavo de piel oscura y pelo enmarañado se arrastraba hacia él, con timidez, como temiendo que Kaladin se enfadara.
—No eres como los demás. —Los negros ojos del esclavo se dirigieron hacia la frente de Kaladin, que llevaba tres marcas. Las dos primeras componían un par de glifos que le habían dado hacía ocho meses, su último día en el ejército de Amaram. La tercera era más reciente, concedida por su amo más reciente. «Shash», decía el último glifo. Peligroso.
El esclavo tenía la mano oculta entre sus harapos. ¿Un cuchillo? No, eso era ridículo. Ninguno de estos esclavos podría haber ocultado un arma: las hojas ocultas que Kaladin llevaba en el cinturón eran lo máximo que podía uno lograr. Pero los viejos instintos no podían ser desterrados fácilmente, así que Kaladin vigiló esa mano.
—He oído hablar a los guardias —continuó diciendo el esclavo, acercándose un poco más. Tenía un tic que le hacía parpadear con frecuencia—. Dicen que has intentado escapar antes. Que has escapado, de hecho.
Kaladin no respondió.
—Mira —dijo el esclavo, sacando la mano de detrás de sus harapos y revelando su cuenco de bazofia. Estaba medio lleno—. Llévame contigo la próxima vez —susurró—. Te daré esto. La mitad de mi comida a partir de ahora hasta que escapemos. Por favor —mientras hablaba, atrajo a unos pocos hambrespren. Parecían moscas marrones que revoloteaban alrededor de su cabeza, casi demasiado pequeños para que pudieran ser vistos.
Kaladin se volvió a contemplar las interminables colinas y las hierbas siempre en cambiante movimiento. Apoyó un brazo en los barrotes y descansó la cabeza contra él, las piernas todavía colgando por fuera.
—¿Bien? —preguntó el esclavo.
—Eres un idiota. Si me dieras la mitad de tu comida, estarías demasiado débil para huir, si yo fuera a hacerlo. Cosa que no haré. No funciona.
—Pero...
—Diez veces —susurró Kaladin—. Diez intentos de escapatoria en diez meses, huyendo de cinco amos distintos. ¿Y cuántas de ellas salieron bien?
—Bueno..., quiero decir..., todavía estás aquí...
Ocho meses. Ocho meses como esclavo, ocho meses de bazofia y palizas. Bien podría haber sido una eternidad. Apenas recordaba ya el ejército.
—No te puedes esconder si eres esclavo —dijo Kaladin—. No con esta marca en la frente. Sí, escapé unas cuantas veces. Pero siempre me encontraron. Y entonces tuve que regresar.
Antaño, lo llamaban afortunado. Bendito por la Tormenta. Eran patrañas: en todo caso, Kaladin tenía mala suerte. Los soldados eran supersticiosos, y aunque inicialmente se había resistido a su manera de pensar, cada vez le fue resultando más difícil. Todas las personas a las que había intentado proteger acabaron muertas. Y ahora aquí estaba él, en una situación aún peor que cuando empezó. Era mejor no resistir. Esta era su suerte, y se resignaba a ella.
Había cierto poder, cierta libertad en eso. La libertad de no tener que preocuparse.
El esclavo acabó por comprender que Kaladin no iba a decir nada más, así que se retiró y se puso a comer su bazofia. Los carromatos continuaron rodando, los campos de verde extendiéndose en todas direcciones. La zona que los rodeaba, sin embargo, estaba pelada. Cuando se acercaban, la hierba se retiraba, cada tallo individual se replegaba en un agujero en la piedra. Después de que pasaran las carretas, la hierba volvía a asomar tímidamente y extendía sus hojas hacia el aire. Y así, los carromatos avanzaban por lo que parecía ser un camino de roca, despejado solo para ellos.
Avanzados en las Montañas Irreclamadas, las tormentas eran increíblemente poderosas. Las plantas habían aprendido a sobrevivir. Eso era lo que había que hacer, aprender a sobrevivir. Prepárate, capea la tormenta.
Kaladin captó el olor de otro cuerpo sucio y sudoroso y oyó el ruido de pasos arrastrándose. Miró receloso hacia un lado, esperando ver al mismo esclavo otra vez.
Pero este era un hombre distinto. Tenía una larga barba negra manchada de migas de comida y retorcida por la suciedad. Kaladin mantenía su barba más corta, pues permitía que los mercenarios de Tvlakv se la recortaran periódicamente. Como Kaladin, el esclavo vestía los restos de un saco marrón atado con un harapo y era un ojos oscuros, naturalmente, quizá tenía los ojos de un verde oscuro profundo, aunque con los ojos oscuros era difícil decir. Todos parecían marrones o negros a menos que los vieras a la luz adecuada.
El recién llegado se retiró, levantando las manos. Tenía un sarpullido en una de ellas, la piel levemente descolorida. Probablemente se había acercado porque había visto a Kaladin responderle al otro hombre. Los esclavos le habían tenido miedo desde el primer día, pero también sentían mucha curiosidad por él.
Kaladin suspiró y dio media vuelta. El esclavo se sentó, vacilante.
—¿Te importa si te pregunto cómo has acabado siendo esclavo, amigo? No puedo dejar de preguntármelo. Nos lo preguntamos todos.
A juzgar por el acento y el pelo oscuro, el hombre era alezi, como Kaladin. La mayoría de los esclavos lo eran. Kaladin no respondió a la pregunta.
—Yo robé un rebaño de chulls —dijo el hombre. Tenía una voz rasposa, como hojas de papel que rozaran entre sí—. Si me hubiera llevado un solo chull, tal vez me habrían dado unos azotes. Pero un rebaño entero... Diecisiete cabezas. —Se rio para sí, admirado de su propia audacia.
Al fondo de la carreta, alguien volvió a toser. Eran un grupo lamentable, incluso tratándose de esclavos. Débiles, enfermos, mal nutridos. Algunos, como Kaladin, eran fugitivos recalcitrantes, aunque Kaladin era el único que tenía la marca del shash. Eran los más indignos de una casta indigna, comprados de saldo. Probablemente serían vendidos de nuevo en algún lugar remoto donde hiciera falta desesperadamente mano de obra. Había muchas ciudades pequeñas e independientes a lo largo de la costa de las Montañas Irreclamadas, lugares donde las reglas vorin sobre el empleo de esclavos eran solo un rumor lejano.
Seguir ese camino era peligroso. Nadie gobernaba estas tierras, y al atajar por terreno descubierto y apartarse de las rutas establecidas de comercio, Tvlakv podía encontrarse fácilmente con un puñado de mercenarios sin empleo. Hombres que no tenían honor y no temían matar a un amo de esclavos y a sus propiedades para robar unos cuantos chulls y unas cuantas carretas.
Hombres que no tenían honor. ¿Había hombres que lo tuvieran?
«No —pensó Kaladin—. El honor murió hace ocho meses.»
—¿Y bien? —preguntó el hombre de la barba hirsuta—. ¿Qué hiciste para acabar como esclavo?
Kaladin alzó de nuevo el brazo contra los barrotes.
—¿Cómo te capturaron a ti?
—Eso es lo raro —dijo el hombre. Kaladin no había respondido a su pregunta, pero él sí que había contestado. Eso parecía suficiente—. Fue una mujer, claro. Tendría que haber sabido que acabaría por venderme.
—No tendrías que haber robado chulls. Demasiado lentos. Los caballos habrían sido mejor.
El hombre se rio.
—¿Caballos? ¿Qué crees que soy, un loco? Si me hubieran pillado robando caballos, me habrían ahorcado. Los chulls al menos solo me ganaron una marca de esclavo.
Kaladin miró hacia un lado. La marca de la frente del hombre era más antigua que la suya, la piel alrededor de la cicatriz blanqueada. ¿Qué ponía en aquel glifo?
—Sas morom —dijo Kaladin. Era el nombre del distrito donde el hombre había sido marcado originalmente.
El hombre alzó la cabeza, sorprendido.
—¡Eh! ¿Conoces los glifos? —Varios de los esclavos cercanos se agitaron al advertir esta rareza—. Tu historia debe de ser aún mejor de lo que creía, amigo.
Kaladin contempló la hierba que se agitaba con la suave brisa. Cada vez que el viento arreciaba, los tallos de hierba más sensibles se encogían en sus madrigueras, dejando el paisaje a parches, como la piel de un caballo enfermo. Aquel vientospren seguía allí, moviéndose entre la hierba. ¿Cuánto tiempo llevaba siguiéndolo? Al menos un par de meses ya. Eso era muy extraño. Tal vez no se trataba del mismo. Resultaba imposible distinguirlos.
—¿Bien? —instó el hombre—. ¿Por qué estás aquí?
—Hay muchas razones por las que estoy aquí —replicó Kaladin—. Fracasos. Delitos. Traiciones. Probablemente por lo mismo que la mayoría de nosotros.
A su alrededor, varios de los hombres gruñeron, mostrando su asentimiento; uno de aquellos gruñidos degeneró en una tos lastimosa. «Tos chirriante —pensó una parte de la mente de Kaladin—, acompañada de exceso de flema y murmullos febriles de noche. Parece el final.»
—Bueno —dijo el hombre charlatán—, quizá debería hacer una pregunta distinta. Sé más concreto, es lo que decía siempre mi madre. Di lo que pretendes y pide lo que quieres. ¿Cuál es la historia que te hizo conseguir esa marca que llevas?
Kaladin se sentó, sintiendo el carromato sacudirse y rodar bajo él.
—Maté a un ojos claros.
Su desconocido compañero silbó de nuevo, esta vez con más admiración que antes.
—Me sorprende que te dejaran vivir.
—Matar al ojos claros no es lo que me convirtió en esclavo —dijo Kaladin—. El problema es al que no maté.
—¿Cómo es eso?
Kaladin negó con la cabeza, luego dejó de responder a las preguntas del charlatán. El hombre acabó por dirigirse a la parte delantera de la carreta, se sentó y se puso a mirarse los pies descalzos.
Horas más tarde, Kaladin seguía sentado en el mismo sitio, acariciando absorto los glifos de su frente. Esta era su vida, un día tras otro, viajar en estas malditas carretas.
Sus primeras marcas habían sanado hacía mucho tiempo, pero la piel alrededor de la marca del shash estaba roja, irritada, y cubierta de postillas. Latía, casi como un segundo corazón. Dolía aun más que la quemadura que sufrió cuando agarró el asa caliente de una olla cuando era niño.
Las lecciones que su padre le había enseñado susurraron en el fondo de su cerebro, recordando la manera adecuada de tratar una quemadura. Aplicar un ungüento para impedir la infección, lavarla a diario. Esos recuerdos no suponían ningún consuelo, sino una molestia. No tenía hojas de trébol ni aceite de lister: ni siquiera tenía agua para lavar la herida.
Las partes que habían desarrollado la postilla le tiraban de la piel, haciendo que sintiera la frente tensa. Apenas podía pasar unos pocos minutos sin arrugar el ceño e irritar la herida. Se había acostumbrado a tocarse y secar la sangre que manaba de las grietas: tenía manchada toda la parte derecha de la frente. Si hubiera tenido un espejo, probablemente habría localizado los diminutos putrispren rojos reunidos alrededor de la herida.
El sol se puso por el oeste, pero los carromatos siguieron rodando. Salas Violeta asomó al horizonte por oriente, vacilante al principio, como para asegurarse de que se había puesto el sol. Era una noche despejada, y las estrellas titilaban en lo alto. La Cicatriz de Taln (un puñado de estrellas rojo oscuro que destacaban vibrantes entre el parpadeo de las blancas) estaba alta en el cielo esta estación.
El esclavo que tosía antes volvía a hacerlo. Una tos bronca, húmeda. En otro tiempo, Kaladin habría corrido a ayudar, pero algo en su interior había cambiado. Había intentado ayudar a tanta gente que ahora estaba muerta... Le parecía, irracionalmente, que ese hombre estaría mejor sin su interferencia. Después de fallarle a Tien, y luego a Dallet y su equipo, y luego a diez sucesivos grupos de esclavos, era difícil encontrar la fuerza de voluntad para volver a hacerlo.
Dos horas después de la Primera Luna Tvlakv finalmente ordenó parar. Sus dos brutales mercenarios bajaron de lo alto de los carromatos, y luego se dispusieron a encender una pequeña hoguera. El larguirucho Taran, el chico que les servía de criado, atendió a los chulls. Los grandes crustáceos eran casi tan grandes como las carretas. Se posaron, replegándose en sus caparazones para pasar la noche con unos puñados de grano. Finalmente, Tvlakv empezó a comprobar uno por uno a los esclavos, dando a cada uno un tazón de agua, asegurándose de que su inversión gozaba de buena salud. O, al menos, tan buena como podía esperarse de este pobre grupo.
Tvlakv empezó con el primer carromato, y Kaladin, todavía sentado, metió los dedos en su cinturón improvisado, comprobando las hojas que había escondido allí. Crujieron satisfactoriamente, y notó la aspereza de las hojas secas y tiesas contra su piel. Todavía no estaba seguro de lo que iba a hacer con ellas. Las había cogido en un impulso durante uno de los momentos en los que le habían permitido salir del carromato para estirar las piernas. Dudaba que nadie más en la caravana supiera reconocer la ruinaoscura con sus hojas estrechas de punta en forma de tenedor, así que no había sido un riesgo demasiado grande.
Ausente, sacó las hojas y las frotó entre el índice y la palma de su mano. Tenía que secarlas antes de que alcanzaran su potencia. ¿Por qué las llevaba? ¿Pretendía dárselas a Tvlakv y vengarse? ¿O era una contingencia, algo que conservar por si las cosas salían demasiado mal y se volvían demasiado insoportables?
«No habré caído tan bajo», pensó. Lo más probable era que se tratara de su instinto por apoderarse de un arma cuando veía una, no importaba lo poco corriente que fuera. El paisaje era oscuro. Salas era la más pequeña y la más tenue de las lunas, y aunque su color violeta había inspirado a incontables bardos, no hacía mucho para ayudarte a ver tu propia mano delante de tu cara.
—¡Oh! —dijo una suave voz femenina—. ¿Qué es eso?
Un figura transparente, de apenas un palmo de altura, asomó en el borde del suelo, cerca de Kaladin. Se subió a la carreta, como si escalara una alta meseta. El vientospren había tomado la forma de una mujer joven (los spren más grandes podían cambiar de forma y tamaño), de rostro anguloso y largo cabello ondulante que se convertía en bruma tras su cabeza. La mujer (Kaladin no podía dejar de pensar que el vientospren era una mujer) estaba formada de celestes y blancos y llevaba un sencillo vestido blanco de corte infantil que le llegaba hasta la mitad del muslo. Como el cabello, se convertía en bruma en la parte inferior. Sus pies, manos y rostro eran claramente definidos, y tenía las caderas y el busto de una mujer esbelta.
Kaladin la miró con el ceño fruncido. Los spren estaban por todas partes: se les ignoraba la mayor parte de las veces. Pero este era una rareza. El vientospren siguió avanzando, como si subiera por una escalera invisible. Llegó a una altura en la que pudo mirar a la mano de Kaladin, de modo que él cerró los dedos en torno a las hojas negras. La criatura rodeó su puño. Aunque brillaba como una imagen retinal tras contemplar el sol, su forma no proporcionaba ninguna iluminación real.
Se agachó, mirándole la mano desde diferentes ángulos, como una niña que esperara encontrar un caramelo oculto.
—¿Qué es? —Su voz era como un susurro—. Puedes enseñármelo. No se lo diré a nadie. ¿Es un tesoro? ¿Has cortado un pedazo de la capa de la noche y lo has guardado? ¿Es el corazón de un escarabajo, diminuto pero poderoso?
Él no dijo nada, lo que provocó un puchero en la spren. La criatura flotó hacia arriba, gravitando aunque no tenía alas, y lo miró a los ojos.
—Kaladin, ¿por qué me ignoras?
Kaladin se sobresaltó.
—¿Qué has dicho?
Ella sonrió con picardía, y entonces dio un brinco y su figura se difuminó en un largo lazo blanco de luz blanquiazul. Salió disparada entre los barrotes, retorciendo y agitando el aire, como una tira de tela capturada por el viento, y se introdujo bajo la carreta.
—¡La tormenta te caiga encima! —dijo Kaladin, poniéndose en pie de un salto—. ¡Espíritu! ¿Qué has dicho? ¡Repite eso!
Los spren no usaban los nombres de la gente. No eran inteligentes. Los más grandes (como los vientospren o los ríospren) podían imitar voces y expresiones, pero no pensaban de verdad. No...
—¿Ha oído alguno de vosotros eso? —preguntó Kaladin, volviéndose hacia los otros ocupantes de la jaula. El techo apenas le permitía ponerse en pie. Los demás estaban tendidos, esperando recibir su ración de agua. No obtuvo ninguna respuesta más allá de unos cuantos murmullos para que se callara y unas toses por parte del hombre enfermo del rincón. Incluso el «amigo» de antes le ignoró. El hombre se había sumido en el estupor, mirándose los pies, y agitando de vez en cuando los dedos.
Tal vez no habían visto a la spren. Muchos de los más grandes eran invisibles, excepto para la persona a la que atormentaban. Kaladin se sentó en el suelo del carromato y asomó las piernas. La vientospren había dicho su nombre, pero sin duda solo repetía lo que había oído antes. Pero... Ninguno de los hombres del carromato sabía su nombre.
«Tal vez me estoy volviendo loco —pensó Kaladin—. Veo cosas que no existen. Oigo voces.»
Inspiró profundamente, y luego abrió la mano. La presión había quebrado y roto las hojas. Tendría que guardarlas para impedir nuevos...
—Esas hojas parecen interesantes —dijo la misma voz femenina—. Te gustan mucho, ¿no?
Kaladin dio un respingo y se torció hacia un lado. La vientospren flotaba en el aire junto a su cabeza, el vestido blanco ondulando con un viento que Kaladin no podía sentir.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó.
La vientospren no respondió. Caminó en el aire hacia los barrotes, asomó la cabeza, y vio a Tvlakv, el tratante de esclavos, administrar bebidas a los últimos esclavos del primer carromato. Miró de nuevo a Kaladin.
—¿Por qué no luchas? Lo hacías antes. Ahora lo has dejado.
—¿Y a ti qué te importa, espíritu?
Ella ladeó la cabeza.
—No lo sé —dijo, como sorprendida—. Pero me importa. ¿No es extraño?
Era más que extraño. ¿Qué podía interpretar de una spren que no solo usaba su nombre, sino que parecía recordar cosas que él había hecho hacía semanas?
—La gente no come hojas, Kaladin, ¿sabes? —dijo ella, cruzando sus brazos transparentes. Entonces ladeó la cabeza—. ¿O sí? No me acuerdo. Sois tan extraños, metiéndoos algunas cosas en la boca, y vertiendo otras cuando creéis que no hay nadie mirando.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—¿Cómo lo sabes tú?
—Lo sé porque..., porque es mío. Mis padres me lo dijeron. No lo sé.
—Bueno, pues yo tampoco —respondió ella, como si acabara de ganar una discusión importante.
—Bien. Pero ¿por qué usas mi nombre?
—Porque es educado. Y tú eres maleducado.
—¡Los spren no saben lo que eso significa!
—¿Ves? —dijo ella, señalándolo—. Maleducado.
Kaladin parpadeó. Bueno, estaba muy lejos del lugar donde había crecido, recorriendo piedras extranjeras y comiendo comida extranjera. Tal vez los spren que vivían aquí eran diferentes a los de casa.
—¿Por qué no luchas? —preguntó ella, posándose en sus piernas y mirándolo a la cara. No tenía ningún peso que Kaladin pudiera sentir.
—No puedo luchar —respondió él en voz baja.
—Lo hiciste antes.
Kaladin cerró los ojos y apoyó la cabeza contra los barrotes.
—Estoy cansado.
No se refería a la fatiga física, aunque ocho meses de comer sobras habían sustraído gran parte de la fuerza que había cultivado durante la guerra. Se sentía cansado. Incluso aunque durmiera lo suficiente. Incluso en aquellos raros días en que no tenía hambre, ni frío, ni se sentía dolorido tras una paliza. Tan cansado...
—Has estado cansado antes.
—He fracasado, espíritu —replicó él, cerrando con fuerza los ojos—. ¿Debes torturarme así?
Todos estaban muertos. Cenn y Dallet, y antes de eso Tukk y los Tomadores. Antes que eso, Tien. Antes de eso, sangre en sus manos y el cadáver de una joven de piel pálida.
Alguno de los esclavos cercanos murmuró, pensando probablemente que estaba loco. Cualquiera podía acabar atrayendo a un spren, pero aprendías pronto que hablar con uno de ellos carecía de sentido. ¿Estaba loco? Tal vez debería desear eso: la locura era una huida al dolor. En cambio, lo aterrorizaba.
Abrió los ojos. Tvlakv finalmente se acercaba al carromato de Kaladin con su cubo de agua. El hombre, grueso y de ojos marrones, caminaba con una leve cojera; resultado de una pierna rota, tal vez. Era thayleño, y todos los thayleños tenían las mismas barbas y cejas blancas, no importaba su edad ni el color del pelo de sus cabezas. Aquellas cejas crecían muy largas, y los thayleños las llevaban recogidas tras las orejas. Eso hacía que pareciera que tenía dos vetas blancas en su cabello, por lo demás negro.
Sus ropajes (pantalones de rayas rojas y negras con una camisola azul oscura a juego con el color de su gorra de lana) habían sido buenos en algún momento, pero ahora estaban hechos harapos. ¿Había sido alguna vez otra cosa que no fuera un tratante de esclavos? Esta vida (la indiferente compra y venta de carne humana) parecía tener un efecto en los hombres. Agotaba el alma, aunque llenara la faltriquera.
Tvlakv se mantuvo a distancia de Kaladin, y alzó su lámpara de aceite para inspeccionar al esclavo que tosía. Llamó a sus mercenarios. Bluth (Kaladin no sabía por qué se molestaba en aprender sus nombres) se acercó. Tvlakv habló en voz baja, y señaló al esclavo. Bluth asintió, el rostro pétreo recortado a la luz de la lámpara, y liberó el garrote de su cinto.
La vientospren tomó la forma de un lazo blanco, y luego voló hacia el hombre enfermo. Giró y se retorció unas cuantas veces antes de posarse en el suelo y convertirse de nuevo en una muchacha. Se inclinó para inspeccionar al hombre. Como una niña curiosa.
Kaladin dio media vuelta y cerró los ojos, pero todavía podía oír la tos. En el interior de su mente, la voz de su padre respondió con tono cuidadoso y preciso: «Para curar la tos chirriante, administra dos puñados de hiedra de sangre, en polvo, cada día. Si no la tienes, asegúrate de dar líquido en abundancia al paciente, preferiblemente con azúcar diluido. Mientras el paciente esté hidratado, lo más probable es que sobreviva. La enfermedad parece mucho peor de lo que es.»
«Lo más probable es que sobreviva...»
Las toses continuaron. Alguien abrió la puerta de la jaula. ¿Sabrían ayudar al hombre? La solución era tan sencilla. Dadle agua, y viviría.
No importaba. Era mejor no implicarse.
Hombres muriendo en el campo de batalla. Un rostro juvenil, tan familiar y querido, mirando a Kaladin en busca de salvación. Una espada abriendo un cuello. Un portador de esquirlada cargando a través de las filas de Amaram.
Sangre. Muerte. Fracaso. Dolor.
Y la voz de su padre. «¿De verdad puedes dejarlo, hijo? ¿Dejarlo morir cuando podrías haber ayudado?»
«¡Adelante!»
—¡Alto! —gritó Kaladin, poniéndose en pie.
Los otros esclavos retrocedieron. Bluth dio un respingo, cerró la puerta de la jaula y empuñó su garrote. Tvlakv se ocultó tras el mercenario, usándolo como escudo.
Kaladin inspiró profundamente, cerró una mano en torno a las hojas y luego se llevó la otra a la cabeza, para limpiar una mancha de sangre. Cruzó la pequeña jaula, los pies descalzos resonando sobre la madera. Bluth se quedó mirando mientras Kaladin se arrodillaba junto al hombre enfermo. La luz fluctuante iluminó un rostro alargado y demacrado y unos labios casi exangües. El hombre había tosido flema: era verdosa y densa. Kaladin palpó el cuello del hombre en busca de hinchazón, luego comprobó sus ojos marrón oscuro.
—Se llama tos chirriante —dijo Kaladin—. Vivirá si le dais un tazón extra de agua cada dos horas durante cinco días. Tendréis que obligarlo a tragarla. Mezcladla con azúcar, si tenéis.
Bluth se rascó su amplia barbilla, y luego miró al tratante de esclavos.
—Sácalo —dijo Tvlakv.
El esclavo herido despertó cuando Bluth descorrió el cerrojo de la jaula. El mercenario hizo un gesto a Kaladin con su garrote para que retrocediera, y Kaladin se retiró, reacio.
Tras guardar el garrote, Bluth agarró al esclavo por debajo de los brazos y lo sacó a rastras, mientras intentaba no apartar la mirada de Kaladin, cuyo último intento de huida había implicado a veinte esclavos armados. Su amo debería haberlo ejecutado por ello, pero dijo que Kaladin era «intrigante» y lo marcó con el shash, antes de venderlo por una miseria.
Siempre parecía haber un motivo para que Kaladin sobreviviera cuando aquellos a los que intentaba ayudar morían. Algunos hombres podrían haberlo considerado una bendición, pero él lo veía como una irónica especie de tormento. Cuando pertenecía a su anterior amo, había pasado algún tiempo hablando con un esclavo del oeste, un hombre de Selay que le había hablado de la Antigua Magia de sus leyendas y su capacidad para curar a la gente. ¿Podría ser eso lo que le estaba sucediendo a Kaladin?
«No seas necio», se dijo.
La puerta de la jaula se cerró de golpe. Las jaulas eran necesarias: Tvlakv tenía que proteger de las altas tormentas su frágil inversión. Las jaulas tenían costados de madera que podían ser levantados y cerrados durante las furiosas galernas.
Bluth arrastró al esclavo hasta la hoguera, junto al barril de agua sin abrir. Kaladin sintió que se relajaba. «Eso es —se dijo—. Tal vez puedas ayudar todavía. Tal vez haya un motivo para preocuparse.»
Kaladin abrió la mano y miró las hojas negras aplastadas que tenía en la palma. No las necesitaba. Dejarlas caer en la bebida de Tvlakv no habría sido difícil, pero sí inútil. ¿De verdad quería muerto al tratante de esclavos? ¿Qué conseguiría con eso?
Un grave chasquido sonó en el aire, seguido de un segundo, más sordo, como si alguien hubiera dejado caer una bolsa de grano. Kaladin alzó la cabeza y miró hacia el lugar donde Bluth había depositado al esclavo enfermo. El mercenario alzó su garrote una vez más, y entonces descargó un golpe que resonó al alcanzar el cráneo del esclavo.
El hombre no había murmurado un solo grito de dolor ni de protesta. Su cadáver se desplomó en la oscuridad. Bluth lo recogió con indiferencia y se lo cargó al hombro.
—¡No! —gritó Kaladin, saltando en la jaula y golpeando los barrotes con las manos.
Tvlakv se calentaba junto al fuego.
—¡La tormenta te lleve! —gritó Kaladin—. ¡Podría haber vivido, hijo de puta!
Tvlakv lo miró. Entonces, sin prisas, el tratante de esclavos se acercó, enderezando su gorra de lana azul oscuro.
—Os habría hecho enfermar a todos, ¿no lo ves? —Su voz tenía un leve acento, y agrupaba las palabras sin darle énfasis a las sílabas adecuadas. Los thaylenses siempre parecía como si estuvieran murmurando—. No voy a perder un carromato entero por un hombre.
—¡Ha dejado ya la fase de contagio! —dijo Kaladin, golpeando de nuevo los barrotes con las manos—. Si alguno de nosotros fuera a pillar la tos, lo habría hecho ya.
—Espero que no lo hagáis. Creo que ya no puede salvarse.
—¡Te digo lo contrario!
—¿Y he de creerte, desertor? —dijo Tvlakv, divertido—. ¿Un hombre con ojos que arden y odian? Querrías matarme. —Se encogió de hombros—. No me importa. Mientras estés fuerte para cuando sea el momento de las ventas. Deberías bendecirme por salvarte de la enfermedad de ese hombre.
—Bendeciré tu túmulo cuando apile yo mismo las piedras —replicó Kaladin.
Tvlakv sonrió, y regresó junto al fuego.
—Conserva esa furia, desertor, y esa fuerza. Me pagarán bien cuando lleguemos.
«No si no llegas a vivir tanto», pensó Kaladin. Tvlakv siempre calentaba sobre el fuego los restos del agua del cubo que usaba para los esclavos. Se hacía un té con ella. Si Kaladin se asegurara de recibir el agua el último, y echaba las hojas en el...
Kaladin se detuvo, mirándose las manos. Con su frenesí, se había olvidado de que tenía en ellas la ruinaoscura. Había dejado caer los copos al golpear los barrotes. Solo unos pedacillos se le habían quedado pegados en las palmas, insuficientes para resultar potentes.
Dio media vuelta para mirar atrás: el suelo de la jaula estaba cubierto de mugre. Si los copos habían caído allí, era imposible recogerlos. El viento se levantó de pronto, expulsando polvo, migajas y tierra fuera del carromato, hacia la noche.
Incluso en esto Kaladin fracasaba.
Se derrumbó, de espaldas a los barrotes, e inclinó la cabeza. Derrotado. Aquella maldita vientospren siguió bailando a su alrededor, confusa.


«Un hombre se encontraba en lo alto de una montaña, contemplando su patria hundirse en el polvo. Las aguas se arremolinaban debajo, muy lejos. Y oyó a un niño llorar. Eran sus propias lágrimas.»
Recogido el 4 de Tanates, año 1171, treinta segundos antes de la muerte. El sujeto era un zapatero de cierto renombre.
Kharbranth, la Ciudad de las Campanas, no era un lugar que Shallan hubiera imaginado que visitaría nunca. Aunque a menudo había soñado con viajar, esperaba pasar los primeros años de su vida secuestrada en la mansión de su familia, donde solo los libros de su padre le permitían escapar. Esperaba casarse con uno de los aliados de su padre, y luego pasarse el resto de la vida secuestrada en la mansión de ese otro hombre.
Pero las expectativas eran como la porcelana fina. Cuanto más fuerte te agarrabas a ellas, más probable era que se rompiesen.
Se sentía inquieta. Se apretó contra el pecho la libreta de dibujo encuadernada en cuero, mientras los estibadores llevaban el barco a puerto. Kharbranth era enorme. Construida en la falda de una pronunciada pendiente, la ciudad tenía forma de cuña, como si hubiera sido edificada en una amplia grieta, con un lado abierto que desembocaba en el océano. Los edificios eran recios, con ventanas cuadradas, y parecían haber sido construidos con alguna especie de barro o adobe. ¿Crem, tal vez? Estaban pintados de colores brillantes, rojos y anaranjados la mayoría, pero había también azules y amarillos de vez en cuando.
Pudo oír las campanas, tintineando al viento, resonando con sus voces puras. Tuvo que torcer el cuello para contemplar la zona más alta de la ciudad: Kharbranth era como una montaña que se alzaba sobre ella. ¿Cuánta gente vivía en un lugar como este? ¿Miles de personas? ¿Decenas de miles? Se estremeció de nuevo, asustada aunque emocionada al mismo tiempo, y entonces parpadeó con fuerza, fijando la imagen de la ciudad en su memoria.
Los marineros corrían de un lado a otro. El Placer del Viento era un navío estrecho, de un solo palo, apenas lo suficientemente grande para ella, el capitán, su esposa y la media docena de tripulantes. Al principio le había parecido muy pequeño, pero el capitán Tozbek era un hombre tranquilo y cauto, un marino excelente, aunque fuera pagano. Había guiado el barco con cuidado a lo largo de la costa, encontrando siempre una cala a cubierto para capear las altas tormentas.
El capitán supervisaba el trabajo mientras los hombres aseguraban las maromas. Tozbek era un hombre bajo que le llegaba a Shallan a la altura de los hombros, y mostraba sus largas cejas blancas thayleñas en un curioso patrón en punta. Era como si tuviera dos abanicos sobre los ojos, de un palmo de largo cada uno. Llevaba una sencilla gorra de lana y una chaqueta negra con botones plateados. Shallan imaginaba que aquella cicatriz de su barbilla se la había hecho en una furiosa batalla marítima contra los piratas. El día antes, se decepcionó al enterarse de que había sido causada por un cabo suelto durante un temporal.
La esposa de Tozbek, Ashlv, bajaba ya por la plancha para registrar el barco. El capitán vio a Shallan observándolo, y se acercó a ella. Era uno de los contactos comerciales de la familia, en quien su padre confiaba ciegamente. Eso era buena cosa, ya que el plan que sus hermanos y ella habían trazado no tenía lugar para que la escoltara un ama o una dama de compañía.
El plan ponía a Shallan nerviosa. Muy, muy nerviosa. Odiaba ser hipócrita. Pero el estado financiero de su casa... Necesitaban una espectacular entrada de dinero u otro tipo de presión en la política local de Veden. De lo contrario, no sobrevivirían al año.
«Lo primero es lo primero —pensó Shallan, obligándose a conservar la calma—. Encuentra a Jasnah Kholin. Suponiendo que no se haya marchado de nuevo sin ti.»
—He enviado a un mozo de tu parte, brillante —dijo Tozbek—. Si la princesa sigue aquí, lo sabremos pronto.
Shallan asintió agradecida, todavía aferrada a su libreta de dibujos. En la ciudad, había gente por todas partes. Algunos llevaban ropas familiares: pantalones y camisas con encajes los hombres; faldas y blusas de colores, las mujeres. Podrían ser gente de su tierra, Jah Keved. Pero Kharbranth era una ciudad libre. Una ciudad-estado pequeña y políticamente frágil con poco terreno pero con muelles abiertos a todos los barcos que pasaban; allí no hacían ninguna pregunta referida a nacionalidades ni estatus. La gente acudía en masa.
Eso significaba que muchas de las personas que Shallan veía eran exóticas. Aquellas túnicas simples indicaban a un hombre o una mujer de Tashikk, muy al oeste. Las largas sayas hasta los tobillos, pero abiertas por delante como capas... ¿de dónde era esa gente? Rara vez había visto a tantos parshmenios como veía ahora trabajando en los muelles, cargando fardos a sus espaldas. Como los parshmenios que había poseído su padre, eran fornidos y de miembros gruesos, con su extraña piel jaspeada: algunas partes pálidas o negras, otras de un intenso escarlata. El patrón jaspeado era único en cada individuo.
Después de seguir a Jasnah Kholin de ciudad en ciudad durante casi un año, Shallan estaba empezando a pensar que nunca alcanzaría a la princesa. ¿La estaba evitando? No, eso no parecía probable: Shallan no era lo bastante importante para esperarla. La brillante Jasnah Kholin era una de las mujeres más poderosas del mundo. Y una de las más tristemente célebres. Era la única miembro de una fiel casa real que era una hereje profesa.
Shallan intentó controlar su ansiedad. Lo más probable era que descubrieran que Jasnah se había vuelto a marchar. El Placer del Viento atracaría para pasar la noche, y Shallan negociaría un precio con el capitán (con un gran descuento, debido a las inversiones de su familia en el negocio de Tozbek) para que la llevara al siguiente puerto.
Ya habían pasado varios meses de la fecha en que Tozbek esperaba librarse de ella. Shallan no había sentido nunca el menor resentimiento por su parte: su honor y lealtad le obligaban a acceder a sus peticiones. Sin embargo, su paciencia no duraría eternamente, ni el dinero de ella tampoco. Ya había gastado la mitad de las esferas que había traído consigo. Tozbek acabaría por abandonarla en una ciudad desconocida, desde luego, pero tal vez insistiera en llevarla de regreso a Vedenar.
—¡Capitán! —dijo un marinero, subiendo la plancha a la carrera. Llevaba solamente un chaleco y pantalones bombachos, y tenía la piel bronceada de quien trabaja al sol—. Ningún mensaje, señor. El práctico del puerto dice que Jasnah no se ha marchado todavía.
—¡Bien! —exclamó el capitán, volviéndose hacia Shallan—. ¡La caza ha terminado!
—Benditos sean los Heraldos —dijo Shallan en voz baja.
El capitán sonrió; sus exageradas cejas parecían vetas de luz que surgieran de sus ojos.
—¡Debe de ser tu hermoso rostro el que nos ha traído este viento favorable! ¡Los propios vientospren se extasiaron contigo, brillante Shallan, y nos condujeron hasta aquí!
Shallan se ruborizó, y pensó una respuesta que no era la adecuada.
—¡Ah! —dijo el capitán, señalándola—. Puedo ver que tienes una respuesta..., ¡lo veo en tus ojos, joven señora! Escúpela. Las palabras no están hechas para quedárselas uno. Son criaturas libres, y si se encierran trastornan el estómago.
—No es educado —protestó Shallan.
Tozbek soltó una risotada.
—¡Meses de viaje, y sigues diciendo lo mismo! ¡Y yo te insisto en que somos marineros! Olvidamos nuestra educación en el momento en que pusimos por primera vez el pie en un barco, y ahora ya no hay redención posible para nosotros.
Ella sonrió. Había sido educada por severas amas y tutoras para mantener la boca cerrada. Por desgracia, sus hermanos habían mostrado todavía más determinación en animarla a hacer lo contrario. Shallan había adoptado la costumbre de entretenerlos con comentarios mordaces cuando no había nadie cerca. Recordó con afecto las horas pasadas junto a la chisporroteante chimenea del gran salón, los tres más jóvenes de sus cuatro hermanos sentados a su alrededor, escuchándola mientras hacía comentarios del último adulador de su padre o un romance fugaz. A menudo inventaba versiones tontas de conversaciones para llenar las bocas de gente que podía ver, pero no oír.
Eso había establecido en ella lo que sus amas consideraban una «vena insolente». Y los marineros apreciaron aún más que sus hermanos un comentario mordaz.
—Bueno —le dijo Shallan al capitán, ruborizándose pero ansiosa por hablar de todas formas—, estaba pensando esto: dices que mi belleza sedujo a los vientos para que nos llevaran a toda prisa a Kharbranth. ¿Pero no implicaría eso que en otros viajes mi falta de belleza tuviera la culpa de que llegáramos tarde?
—Bueno..., esto...
—Así que en realidad, lo que me estás diciendo es que soy hermosa exactamente una sexta parte de las veces.
—¡Tonterías! ¡Joven señora, eres como un amanecer soleado!
—¿Un amanecer? ¿Con eso quieres decir demasiado escarlata —se tiró del largo cabello rojo— y con tendencia a hacer que los hombres vuelvan la cara cuando me ven?
Él se echó a reír, y varios de los marineros cercanos lo imitaron.
—Muy bien, pues —dijo el capitán Tozbek—, eres como una flor.
Ella hizo una mueca.
—Soy alérgica a las flores.
El capitán alzó una ceja.
—No, de verdad —admitió ella—. Creo que son cautivadoras. Pero si me regalaras un ramo, me daría un ataque tan fuerte que acabaría buscando en las paredes las pecas sueltas que pudieran haberse desprendido con la fuerza de mis estornudos.
—Bueno, si eso es cierto, sigo diciendo que eres tan bonita como una flor.
—Si lo soy, entonces los jóvenes de mi edad deben sufrir mi misma alergia..., pues mantienen las distancias muy claramente —dio un respingo—. Bueno, verás, te dije que esto no era educado. Las jóvenes no deberían actuar de forma tan irritante.
—Ah, joven señora —dijo el capitán, llevándose la mano a la gorra—, los muchachos y yo echaremos de menos tu lengua afilada. No estoy seguro de qué vamos a hacer sin ti.
—Navegar, probablemente —contestó Shallan—. Y comer, y cantar, y contemplar las olas. Todas las cosas que hacéis ahora, solo que tendréis más tiempo para hacerlas, ya que no tropezaréis con una muchacha sentada en cubierta haciendo dibujos y murmurando para sí. Pero te estoy agradecida, capitán, por un viaje tan maravilloso..., aunque algo exagerado en su duración.
Él volvió a llevarse la mano a la gorra, agradeciendo el cumplido.
Shallan sonrió. No había esperado que viajar sola fuera tan liberador. A sus hermanos les preocupaba que sintiera miedo. La consideraban tímida porque no le gustaba discutir y permanecía callada cuando había grupos grandes hablando. Y tal vez era tímida, en efecto: estar lejos de Jah Keved resultaba intimidatorio. Pero también era maravilloso. Había llenado tres libros de bocetos con las criaturas y gentes que había visto, y aunque su preocupación por las finanzas de su casa era una nube perpetua, se equilibraba con el puro placer de la experiencia.
Tozbek empezó a preparar el atraque. Era un buen hombre. Respecto a su alabanza a su supuesta belleza, ella le daba el valor que tenía. Una amable, aunque exagerada, muestra de afecto. Shallan era de piel pálida en una época en que el bronceado alezi se consideraba la marca de la auténtica belleza, y aunque tenía ojos celestes, su linaje familiar impuro se manifestaba en el pelo rojizo. No había un solo mechón de adecuado negro. Sus pecas habían ido desapareciendo a medida que se convirtió en mujer (benditos fueran los Heraldos), pero seguía habiendo algunas visibles, espolvoreando sus mejillas y su nariz.
—Joven señora —le dijo el capitán después de consultar con sus hombres—. La brillante Jasnah sin duda estará en el Cónclave.
—Oh, ¿dónde está el Palaneo?
—Sí, sí. Y el rey vive también allí. Es el centro de la ciudad, como si dijéramos. Excepto que está en lo más alto. —Se rascó la barbilla—. Bueno, de todas formas, la brillante Jasnah Kholin es hermana de un rey: no se alojaría en ningún otro lugar, no en Kharbranth. Yalb, aquí presente, te mostrará el camino. Podremos llevar tu equipaje más tarde.
—Muchas gracias, capitán —respondió ella—. Shaylor mkabat nour.
«Los vientos nos han traído a salvo.» Una frase de agradecimiento en el idioma thaylense.
El capitán sonrió de oreja a oreja.
—Mkai bade fortenthis!
Ella no tenía ni idea de lo que significaba aquello. Su thaylense era bastante bueno cuando lo leía, pero hablarlo era otro cantar. Le sonrió, lo que pareció ser la respuesta adecuada, pues él se echó a reír y señaló a uno de sus marineros.
—Esperaremos dos días en este muelle —le dijo—. Hay una alta tormenta mañana, así que no podemos zarpar. Si la situación con la brillante Jasnah no sale según lo esperado, te llevaremos de vuelta a Jah Keved.
—Gracias de nuevo.
—No es nada, joven señora —dijo él—. Es lo que haríamos de todas formas. Podemos pertrecharnos aquí y todo. Además, ese retrato de mi esposa que hiciste para mi camarote es muy bonito. Muy bonito.
Se acercó a Yalb para darle instrucciones. Shallan esperó, mientras guardaba su libreta en su carpeta de cuero. Yalb. Le resultaba difícil pronunciar el nombre en su lengua veden. ¿Por qué eran tan aficionados los thayleños a unir tantas letras, sin vocales adecuadas?
Yalb la llamó con la mano. Ella se dispuso a seguirlo.
—Ten mucho cuidado, muchacha —le advirtió el capitán al pasar—. Incluso una ciudad segura como Kharbranth oculta peligros. Mantén la cabeza en su sitio.
—Creo que no hay duda de que prefiero tener la cabeza sobre los hombros, capitán —respondió ella, pisando con cuidado la plancha—. Si no lo hago, entonces será que alguien se ha acercado demasiado con una maza.
El capitán se echó a reír, y se despidió de ella mientras Shallan bajaba por la plancha, agarrándose a la barandilla con la mano libre. Como todas las mujeres de Vorin, mantenía la mano izquierda (la mano segura) cubierta, revelando solo la mano libre. Las mujeres ojos oscuros corrientes solían llevar un guante, pero una mujer de su rango debía mostrar más recato. En su caso, mantenía la mano segura cubierta por la enorme manga de su vestido, que llevaba abotonado hasta arriba.
El traje era de estilo tradicional vorin, ajustado en el busto, hombros y cintura, con una falda amplia debajo. Era de seda azul con botones de concha de chull en los lados, y ella sujetaba con la mano segura la mochila contra su pecho, mientras se agarraba a la barandilla con la mano libre.
Desembocó en la furiosa actividad de los muelles, donde los mensajeros corrían de un lado a otro, y mujeres de vestidos rojos apuntaban los cargamentos en sus libros de cuentas. Kharbranth era un reino de vorin, como Alezkar y como Jah Keved, la tierra de Shallan. Aquí no había paganos, y escribir era un arte femenino: los hombres aprendían solamente glifos, dejando las letras y la lectura para sus hermanas y esposas.
Ella no lo había preguntado, pero estaba segura de que el capitán sabía leer. Lo había visto con libros, cosa que la hizo sentirse incómoda. Leer era una ocupación rara en un hombre. Al menos, en hombres que no fueran fervorosos.
—¿Quieres ir montada? —le preguntó Yalb, con su dialecto thayleño rural tan fuerte que ella apenas pudo distinguir sus palabras.
—Sí, por favor.
Él asintió y se marchó, dejándola en los muelles, rodeada por un grupo de parshmenios que trasladaban laboriosamente cajas de madera de un embarcadero a otro. Los parshmenios eran duros de mollera, pero resultaban unos trabajadores excelentes. Nunca se quejaban, y hacían siempre lo que se les decía. El padre de Shallan los prefería a los esclavos corrientes.
¿De verdad que los alezi estaban combatiendo contra los parshmenios en las Llanuras Quebradas? A Shallan eso le parecía muy extraño. Los parshmenios no luchaban. Eran dóciles y prácticamente mudos. Naturalmente, por lo que había oído, los de las Llanuras Quebradas (los parshendi, los llamaban) eran físicamente distintos de los parshmenios corrientes. Más fuertes, más altos, más inteligentes. Quizás en realidad no eran parshmenios, sino parientes lejanos de algún tipo.
Para su sorpresa, pudo ver signos de vida animal en los muelles. Unas cuantas anguilas aéreas ondulaban en las alturas, buscando ratas o peces. Cangrejos diminutos se escondían entre las grietas de los tablones del muelle, y un puñado de haspens colgaban de sus gruesos troncos. En una calle cercana, un visón vagabundo acechaba en las sombras, buscando un bocado que pudiera pillar.
Shallan no pudo resistirse a abrir su carpeta y empezar a abocetar una anguila aérea. ¿Es que no tenía miedo de toda aquella gente? Sostuvo la libreta con mano segura, los dedos ocultos engarfiados en su parte superior mientras usaba un lápiz de carboncillo para dibujar. Antes de que terminara, su guía regresó con un hombre que tiraba de un curioso carruaje con dos ruedas grandes y un asiento cubierto por un dosel. Vacilante, ella guardó la libreta. Había esperado un palanquín.
El hombre que tiraba del vehículo era bajo y de piel oscura, con una amplia sonrisa y labios carnosos. Le indicó con un gesto a Shallan que se sentara, y ella lo hizo con la modesta gracia que sus amas le habían enseñado. El conductor formuló una pregunta en un lenguaje entrecortado y terso que no reconoció.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó ella a Yalb.
—Quiere saber si te gustaría ir por el camino largo o por el corto. —Yalb se rascó la cabeza—. No estoy seguro de cuál es la diferencia.
—Supongo que uno tarda más tiempo que el otro.
—Oh, sí que eres lista.
Yalb le dijo algo al conductor en aquel mismo tono entrecortado, y el hombre le respondió.
—El camino largo ofrece una buena vista de la ciudad —dijo Yalb—. El corto va directamente al Cónclave. No hay muchas buenas vistas, dice. Supongo que se ha dado cuenta de que eres nueva en la ciudad.
—¿Tanto destaco? —preguntó Shallan, ruborizándose.
—Oh, no, por supuesto que no, brillante.
—Y con eso quieres decir que soy tan evidente como una verruga en la nariz de una reina.
Yalb se echó a reír.
—Eso me temo. Pero no puedes ir a ningún sitio una segunda vez hasta que lo hayas hecho una primera, supongo. ¡Todo el mundo tiene que destacar alguna vez, así que bien puedes hacerlo siendo tan bonita como eres!
Shallan había tenido que acostumbrarse al amable galanteo de los marineros. Nunca eran demasiado atrevidos, y ella sospechaba que la esposa del capitán les había hablado severamente cuando se dio cuenta de cómo hacían que se ruborizara. En la mansión de su padre, los criados (incluso aquellos que eran ciudadanos plenos) temían salirse de su sitio.
El porteador seguía esperando una respuesta.
—El camino corto, por favor —le dijo Shallan a Yalb, aunque le habría gustado ver el camino panorámico. ¿Por fin estaba en una ciudad de verdad y elegía la ruta directa? Pero la brillante Jasnah había demostrado ser tan elusiva como un cantarín salvaje. Era mejor darse prisa.
La carretera principal subía por la falda de la montaña a trompicones, así que incluso el camino corto le permitió ver gran parte de la ciudad. Resultó ser embriagadoramente rica, con tanta gente extraña, vistas y campanas resonantes. Shallan se acomodó y lo contempló todo. Los edificios se agrupaban según su color, y ese color parecía indicar un propósito. Las tiendas que vendían los mismos artículos estaban pintadas del mismo tono: violeta para las ropas, verde para los alimentos. Las casas tenían sus propios patrones, aunque Shallan no pudo interpretarlas. Los colores eran suaves, con una tonalidad apagada y gastada.
Yalb caminaba junto al carro, y el porteador empezó a dirigirse a Shallan. Yalb tradujo, las manos en los bolsillos de su chaleco.
—Dice que la ciudad es especial por las laits que hay.
Shallan asintió. Muchas ciudades estaban construidas en laits: zonas protegidas de las altas tormentas por las formaciones rocosas cercanas.
—Kharbranth es una de las ciudades mejor protegidas del mundo —continuó traduciendo Yalb—, y las campanas son un símbolo de eso. Se dice que las levantaron por primera vez para advertir que soplaba una alta tormenta, ya que los vientos eran tan suaves que la gente no siempre se daba cuenta. —Yalb vaciló—. Solo dice eso porque quiere una buena propina, brillante. He oído esa historia, pero creo que es una tontería absoluta. Si los vientos soplaran lo bastante fuerte para mover las campanas, la gente se daría cuenta. Además, ¿no se darían cuenta de que les estaba lloviendo encima de las cabezas?
Shallan sonrió.
—No importa. Puede continuar.
El porteador continuó charlando con su voz entrecortada. ¿Qué lenguaje era aquel, por cierto? Shallan escuchaba la traducción de Yalb, mientras absorbía las vistas, sonidos y, por desgracia, los olores. Había crecido acostumbrada al aroma agradable de los muebles recién limpiados y al pan horneándose en las cocinas. Su viaje por el océano le había enseñado nuevos olores, a salitre y limpio aire marino.
No había nada limpio en lo que olía aquí. Cada callejón ante el que pasaban tenía su propia variedad única de hedores repugnantes. Se alternaban con los aromas picantes de los vendedores callejeros y sus comidas, y la yuxtaposición era aún más nauseabunda. Por suerte el porteador se dirigió a la parte central de la calzada, y los olores remitieron, aunque eso los frenó, pues tuvieron que enfrentarse al denso tráfico. Shallan miró asombrada a la gente que encontraba. Aquellos hombres de manos enguantadas y piel levemente azulina eran de Natanatan. Pero ¿quiénes eran aquellas personas altas y regias que vestían túnicas negras? ¿Y los hombres con las barbas recogidas en trenzas que los hacían parecer envarados?
Los sonidos recordaron a Shallan los coros en competición de los cantarines salvajes de su casa, solo que multiplicados de variedad y volumen. Cien voces llamándose unas a otras, mezcladas con los golpes de las puertas al cerrarse, de las ruedas al rodar sobre la piedra, de los gritos ocasionales de las anguilas aéreas. Las omnipresentes campanas tintineaban al fondo, más fuertes cuando soplaba el viento. Asomaban en las ventanas de las tiendas, colgaban de los aleros. Todos los postes de los faroles de la calle tenían una campana colgando bajo la lámpara, y el carro donde Shallan viajaba tenía un campanita de plata en el mismo extremo del dosel. Cuando habían subido la mitad de la montaña, una oleada de fuertes campanadas indicó la hora. Los diversos repiques crearon un verdadero estrépito con su falta de sincronía.
Las multitudes se fueron haciendo más escasas cuando llegaron al barrio más alto de la ciudad, y al cabo de un rato su porteador la condujo hasta un enorme edificio situado en la misma cima. Pintado de blanco, estaba tallado en la cara de la misma roca, en vez de estar construida con ladrillos o barro. Las columnas de delante brotaban de la piedra, y la parte trasera del edificio se fundía suavemente con el acantilado. Los tejados tenían cúpulas cuadradas en lo alto y estaban pintados de colores metálicos. Mujeres ojos claros entraban y salían, llevando utensilios de escribas y vestidas como Shallan, las manos izquierdas adecuadamente cubiertas. Los hombres que entraban o salían del edificio vestían chaquetones vorin de estilo militar y pantalones recios, abotonados por los costados y terminados en un duro cuello. Muchos llevaban espadas, los cinturones envueltos en los chaquetones que les llegaban hasta las rodillas.
El porteador se detuvo e hizo un comentario a Yalb. El marinero empezó a discutir con él, las manos en las caderas. Shallan sonrió ante su severa expresión y parpadeó intensamente, fijando la escena en su memoria para posteriores bocetos.
—Me está ofreciendo dividir conmigo la diferencia si lo dejo hinchar el precio del viaje —dijo Yalb, sacudiendo la cabeza y ofreciendo una mano para ayudar a Shallan a bajar del carruaje. Cuando lo hizo, miró al porteador, que se encogió de hombros, sonriendo como un niño al que han pillado robando golosinas.
Ella agarró la mochila con su mano cubierta y buscó dentro con su mano libre para sacar el monedero.
—¿Cuánto debo darle?
—Dos claros deberían ser más que suficientes. Yo habría ofrecido uno. El ladrón quería pedir cinco.
Antes de este viaje, ella nunca había usado dinero: tan solo admiraba las esferas por su belleza. Cada una estaba compuesta por una perla de cristal un poco más grande que la uña de una persona, con una gema mucho más pequeña en el centro. Las gemas podían absorber la luz tormentosa, y eso las hacía brillar. Cuando abrió el monedero, fragmentos de rubí, esmeralda, diamante y zafiro brillaron en su rostro. Cogió tres chips de diamante, la denominación más pequeña. Las esmeraldas eran las más valiosas, pues podían ser usadas por los moldeadores de almas para crear comida.
La parte de cristal de la mayoría de las esferas era del mismo tamaño; el tamaño de gema del centro determinaba el valor. Los tres chips, por ejemplo, tenían cada uno una diminuta lasca de diamante dentro. Incluso eso era suficiente para brillar con la luz tormentosa, mucho más débil que una lámpara, pero todavía visible. Un marco (la denominación media de la esfera) era un poco menos brillante que una vela: hacían falta cinco chips para sumar un marco.
Solo había traído esferas infusas, ya que había oído que las opacas eran sospechosas, y a veces los prestamistas tenían que ser llevados a juicio para determinar la autenticidad de la gema. Guardaba las esferas más valiosas que tenía en su bolsa segura, naturalmente, que estaba abotonada en el interior de su manga izquierda.
Le entregó los tres chips a Yalb, que ladeó la cabeza. Le asintió al porteador, ruborizándose, advirtiendo que sin darse cuenta había utilizado a Yalb como si fuera un maestro de sirvientes intermediario. ¿Se sentiría ofendido?
Él se echó a reír y se irguió, como si imitara a un maestro de sirvientes, y le pagó al porteador con una burlona expresión de severidad. El porteador se rio, le hizo una reverencia a Shallan, y se marchó con su carro.
—Esto es para ti —dijo Shallan, sacando un marco de rubí y entregándoselo a Yalb.
—¡Brillante, esto es demasiado!
—En parte es por agradecimiento —dijo ella—, pero también es para pagarte que te quedes aquí y esperes unas horas, por si regreso.
—¿Esperar unas hora por un marco de fuego? ¡Eso es el salario de una semana navegando!
—Entonces debería ser suficiente para asegurarme de que no te marcharás.
—¡Estaré aquí mismo! —exclamó Yalb, haciéndole una elaborada reverencia sorprendentemente bien ejecutada.
Shallan inspiró profundamente y empezó a subir las escalinatas que conducían a la impresionante entrada del Cónclave. La piedra tallada era en efecto notable: la artista que había en ella quiso detenerse a estudiarla, pero no se atrevió. Entrar en el enorme edificio fue como ser engullida. El pasillo interior estaba flanqueado con lámparas de luz tormentosa que brillaban en blanco. Dentro de ellas posiblemente había broams de diamante: la mayoría de los edificios de hermosa construcción usaban luz tormentosa para proporcionar iluminación. Un broam (la denominación más alta de las esferas) brillaba casi con la misma luz que varias velas.
Su luz brillaba por igual y suavemente sobre las muchas ayudantes, escribas, y ojos claros que se movían por el pasillo. El edificio parecía estar construido como un alto, ancho y largo túnel horadado en la roca. Grandiosas cámaras flanqueaban los lados, y pasillos secundarios surgían de la gran sala central. Shallan se sintió más cómoda que en el exterior. Este lugar, con sus sirvientes ocupados, sus brillantes señores menores y sus brillantes damas, era familiar.
Alzó su mano libre en señal de necesidad, y en efecto, un maestro de sirvientes con una esplendente camisa blanca y pantalones negros acudió presuroso a su lado.
—¿Brillante? —preguntó, hablándole en su veden nativo, probablemente por el color de sus cabellos.
—Busco a Jasnah Kholin —dijo Shallan—. He oído decir que está dentro de estos muros.
El maestro de sirvientes se inclinó secamente. La mayoría de los maestro de sirvientes se enorgullecían de su servicio refinado, el mismo aire que Yolb había remedado burlón un rato antes.
—Ahora vuelvo, brillante —dijo.
Sería del segundo nahn, un ciudadano ojos oscuros de muy alto rango. En la fe vorin, la Llamada (la tarea a la que uno dedicaba la vida) era de importancia vital. Elegir una buena profesión y trabajar duro en ella era la mejor forma de asegurarse un buen lugar en la otra vida. El devotario concreto que se elegía para adorar a menudo tenía que ver con la naturaleza de la Llamada escogida.
Shallan se cruzó de brazos, esperando. Había pensado mucho en su propia Llamada. La elección obvia era el arte, ya que le encantaba dibujar. Pero lo que la atraía era algo más que el dibujo: era el estudio, las cuestiones suscitadas por la observación. ¿Por qué no temían a la gente las anguilas aéreas? ¿De qué se alimentaban los haspers? ¿Por qué una población de ratas florecía en una zona, pero fracasaba en otra? Así que en cambio había elegido historia natural.
Ansiaba ser una verdadera erudita, recibir auténtica instrucción, pasarse el tiempo investigando y estudiando. ¿Era en parte por eso por lo que había sugerido este osado plan de buscar a Jasnah y convertirse en su pupila? Tal vez. Sin embargo, tenía que mantener la concentración. Convertirse en pupila de Jasnah (y por tanto en estudiante) era solo un paso.
Reflexionó sobre esto mientras se acercaba tranquilamente a una columna, usando su mano libre para palpar la piedra pulida. Como gran parte de Roshar (a excepción de ciertas regiones costeras), Kharbranth estaba construida en roca pura, sin romper. Los edificios de fuera habían sido tallados directamente en la roca, y este había sido horadado en ella. La columna era de granito, supuso, aunque su conocimiento de geología era escaso.
El suelo estaba cubierto de largas alfombras de color naranja quemado. El tejido era denso, diseñado para parecer rico y soportar el pesado tráfico. El pasillo ancho y rectangular daba una sensación de antigüedad. Un libro que Shallan había leído decía que Kharbranth había sido fundada en los días de las sombras, años antes de la última Desolación. Muy antiguo, entonces. Miles de años de edad, creado antes de los terrores de la Hierocracia, mucho antes, incluso, de la Traición. Cuando se decía que los Portadores del Vacío de cuerpo de piedra acechaban la tierra.
—¿Brillante? —preguntó una voz.
Shallan dio media vuelta y descubrió que el sirviente había regresado.
—Por aquí, brillante.
Shallan asintió, y el sirviente la condujo rápidamente por el concurrido pasillo. Repasó cómo debía presentarse a Jasnah. La mujer era una leyenda. Incluso Shallan, que vivía en los remotos estados de Jah Keved, había oído hablar de la deslumbrante y hereje hermana del rey alezi. Jasnah solo tenía treinta y cuatro años, aunque muchos consideraban que ya habría conseguido la toca de maestra erudita si no fuera por sus denuncias a la religión. Más en concreto, denunciaba a los devotarios, las diversas congregaciones religiosas a las que se unía la gente de bien vorin.
Los comentarios inadecuados no le servirían aquí a Shallan. Tendría que comportarse. Ser pupila de una mujer de gran renombre era la mejor forma de dominar las artes femeninas: música, pintura, escritura, lógica y ciencia. Era el equivalente a cómo se entrenaría un joven en la guardia de honor de un brillante señor que respetase.
Shallan le había escrito originalmente a Jasnah pidiendo llena de desesperación ser admitida como pupila suya: no esperaba que la respuesta de la mujer fuera afirmativa. Cuando la recibió (a través de una carta que le ordenaba que la visitara en Dumadari en dos semanas), Shallan se quedó sorprendida. Llevaba persiguiéndola desde entonces.
Jasnah era una hereje. ¿Le exigiría a ella que renunciara a su fe? Dudaba poder hacerlo. Las enseñanzas vorin referentes a la Gloria y la Llamada habían sido uno de sus pocos refugios durante los días difíciles, cuando su padre estaba en su peor momento.
Se dirigieron a un pasillo más estrecho y entraron en una serie de corredores que se alejaban cada vez más de la caverna principal. Finalmente, el maestro de sirvientes se detuvo en una esquina y le indicó que continuara. Había voces procedentes del pasillo a la derecha.
Shallan vaciló. A veces, se preguntaba cómo había llegado a esto. Ella era la silenciosa, la tímida, la más joven de cinco hermanos y la única chica. A cubierto, protegida toda la vida. Y ahora las esperanzas de toda su casa reposaban sobre sus hombros.
Su padre estaba muerto. Y era vital que eso permaneciera en secreto.
No le gustaba pensar en aquel día: lo bloqueaba de su mente, y se obligaba a pensar en otras cosas. Pero los efectos de su pérdida no podían ignorarse. Había hecho muchas promesas, algunos acuerdos comerciales, algunos sobornos, parte de los últimos disfrazados de los primeros. La casa Davar le debía grandes cantidades de dinero a gran número de personas, y sin su padre para aplacarlos a todos, los acreedores pronto empezarían a exigir.
No había nadie a quien acudir. Su familia, debido en gran medida a su padre, era rechazada incluso por sus aliados. El alto príncipe Valam, el brillante señor a quien su familia debía lealtad, vacilaba, y ya no le ofrecía la protección de antaño. Cuando se conociera que su padre había muerto y que su familia estaba en la ruina, sería el fin de la casa Davar. Serían consumidos y sometidos a otra casa.
Serían forzados a trabajar a muerte como castigo; de hecho, incluso podrían ser asesinados por los acreedores insatisfechos. Impedir eso dependía de Shallan, y el primer paso venía con Jasnah Kholin.
Shallan inspiró profundamente, y luego giró la esquina.

«Me estoy muriendo, ¿verdad? Curandero, ¿por qué tomas mi sangre? ¿Quién te acompaña, con su cabeza de arrugas? Puedo ver un sol lejano, oscuro y frío, brillando en un cielo negro.»
Recogido el 3 de Jesnan, año 1171, 11 segundos antes de la muerte. El sujeto era un pastor de chulls de etnia reshi. La muestra es llamativa.
—¿Por qué no lloras? —preguntó la vientospren.
Kaladin estaba sentado de espaldas a la jaula, la cabeza gacha. Las tablas del suelo que tenía delante estaban astilladas, como si alguien las hubiera cavado solamente con las uñas. La sección astillada estaba manchada de oscuro donde la seca madera gris se habían empapado de sangre. Un inútil e ilusorio intento de huida.
La carreta continuó rodando. La misma rutina cada día. Despertarse magullado y dolorido tras una noche inquieta, pasada sin mantas ni colchón. Una carreta en la que cada vez los esclavos eran sacados y encadenados con brazas de hierro en los pies, y se les daba tiempo para moverse y hacer sus necesidades. Luego se los recogía y se les daba la bazofia de la mañana, y las carretas echaban a andar, hasta la bazofia de la tarde. Más camino. La bazofia de la noche, y luego una jarra de agua antes de dormir.
La mancha shash de Kaladin estaba aún fresca y ensangrentada. Al menos el techo de la jaula la protegía del sol.
La vientospren se convirtió en bruma, flotando como una nube diminuta. Se acercó a Kaladin, el movimiento recortó su cara delante de la nube, como si despejara de un soplido la bruma y revelara algo más sustancioso debajo. Vaporoso, femenino y anguloso. Con ojos llenos de curiosidad. Como ningún otro spren que Kaladin hubiera visto.
—Los otros lloran de noche —dijo—. Pero tú no.
—¿Llorar para qué? —respondió él, apoyando la cabeza contra los barrotes—. ¿Qué cambiaría?
—No lo sé. ¿Por qué lloran los hombres?
Él sonrió y cerró los ojos.
—Pregúntale al Todopoderoso por qué lloran los hombres, pequeña spren. No a mí.
Su frente estaba perlada de sudor por la humedad del verano del este, y le picó cuando se le coló en la herida. Con suerte, pronto volverían a tener algunas semanas de primavera. El clima y las estaciones eran impredecibles. Nunca se sabía cuánto iban a durar, aunque lo más normal era que fueran unas pocas semanas.
La carreta continuó su camino. Al cabo de un rato, Kaladin sintió la luz del sol en la cara. Abrió los ojos. El sol se colaba por la parte superior de la jaula. Dos o tres horas después de mediodía, entonces. ¿Y la bazofia de la tarde? Kaladin se levantó, aupándose tras apoyar una mano en los barrotes de acero. No pudo distinguir a Tvlakv conduciendo la carreta de delante, solo a Bluth detrás. El mercenario llevaba puesta una camisa sucia con encajes en la parte delantera y un sombrero de ala ancha para protegerse del sol, su lanza y su maza en el banco a su lado. No llevaba espada: ni siquiera Tvlakv lo hacía, no cerca de tierra alezi.
La hierba continuó abriéndose para dejar paso a las carretas, desvaneciéndose por delante, y luego cerrándose después de que pasaran. Aquí el paisaje estaba salpicado de extraños matorrales que Kaladin no reconoció. Tenían gruesos tallos y agujas verdes. Donde las carretas se acercaban demasiado, las agujas se metían dentro de los pecíolos, dejando detrás troncos retorcidos, como gusanos, con ramas convulsas. Moteaban el paisaje elevado, alzándose de las rocas cubiertas de hierba como centinelas diminutos.
Las carretas continuaron avanzando bien pasado el mediodía. «¿Por qué no nos detenemos para comer?»
La primera carreta se detuvo por fin. Las otras dos lo hicieron detrás, entre sacudidas, los chulls de caparazón rojo vacilaron, las antenas oscilando a un lado y a otro. Esos animales de forma cuadrada tenían abultados caparazones pétreos y gruesas patas rojas como troncos. Por lo que Kaladin había oído, sus pinzas podían quebrar el brazo de un hombre. Pero los chulls eran dóciles, sobre todo los domesticados, y no había conocido a nadie del ejército que recibiera más que algún pellizco poco intenso por parte de uno.
Bluth y Tag bajaron de sus carretas y se acercaron a reunirse con Tvlakv. El amo de esclavos estaba de pie en el asiento de su carromato, protegiéndose los ojos contra la blanca luz del sol y sujetando en la mano una hoja de papel. Se produjo una discusión. Tvlakv no paraba de señalar en la dirección que emprendían, y luego indicó su papel.
—¿Perdido, Tvlakv? —exclamó Kaladin—. Tal vez deberías rezar al Todopoderoso para que te guíe. He oído decir que le gustan los amos de esclavos. Tiene una sala especial en Condenación para vosotros.
A la izquierda de Kaladin, uno de los esclavos (el hombre de la barba larga que había hablado con él unos cuantos días antes) se apartó, pues no quería estar demasiado cerca de una persona que estaba provocando al amo.
Tvlakv vaciló, luego le hizo un gesto cortante a sus mercenarios, mandándolos callar. El hombretón bajó de un salto de su carreta y se acercó a Kaladin.
—Tú —dijo—. Desertor. Los ejércitos alezi recorren estas tierras para sus guerras. ¿Sabes algo de la zona?
—Déjame ver el mapa —contestó Kaladin. Tvlakv titubeó, y luego se lo tendió.
Kaladin extendió la mano a través de los barrotes y cogió el papel. Luego, sin leerlo, lo partió en dos. En unos segundos lo hizo un centenar de pedazos ante los horrorizados ojos de Tvlakv.
Tvlakv llamó a los mercenarios, pero cuando llegaron Kaladin tenía un doble puñado de papelillos que arrojarles.
—Feliz Fiesta Media, hijos de puta —dijo mientras los copos de papel revoloteaban a su alrededor. Dio media vuelta y se acercó al otro lado de la jaula y se sentó, mirándolos.
Tvlakv se quedó sin habla. Entonces, el rostro enrojecido, señaló a Kaladin y le susurró algo a los mercenarios. Bluth dio un paso hacia la jaula, pero luego se lo pensó mejor. Miró a Tvlakv, después se encogió de hombros y se retiró. Tvlakv se volvió hacia Tag, pero el otro mercenario tan solo sacudió la cabeza y dijo algo en voz baja.
Después de unos minutos de insultar a los cobardes mercenarios, Tvlakv rodeó la jaula y se acercó al lugar donde Kaladin estaba sentado. Sorprendentemente, cuando habló, su voz sonó tranquila.
—Veo que eres listo, desertor. Te has hecho valer. Mis otros esclavos no son de esta zona, y nunca he venido por aquí. Puedes negociar. ¿Qué deseas a cambio de servirnos de guía? Puedo prometerte una comida extra al día, si me complaces.
—¿Quieres que guíe la caravana?
—Aceptaremos tus instrucciones.
—Muy bien. Primero, encuéntrame un acantilado.
—¿Eso te permitirá ver la zona?
—No —dijo Kaladin—. Eso me dará algo para arrojarte desde lo alto.
Tvlakv se ajustó molesto la gorra, apartándose una de sus largas cejas blancas.
—Me odias. El odio te mantendrá fuerte, hará que tu precio aumente. Pero no encontrarás ninguna venganza en mí a menos que tenga una oportunidad de llevarte al mercado. No te dejaré escapar. Pero tal vez alguien sí lo haga. ¿Quieres que te vendan?
—No busco venganza —dijo Kaladin.
La vientospren regresó: se había marchado durante un rato a inspeccionar los extraños matorrales. Se detuvo en el aire y empezó a revolotear en torno al rostro de Tvlakv, inspeccionándolo. Parecía que el hombre no podía verla.
Tvlakv frunció el ceño.
—¿No buscas venganza?
—No funciona —repuso Kaladin—. Aprendí hace mucho tiempo esa lección.
—¿Hace mucho tiempo? No puedes tener más de dieciocho años, desertor.
Era una buena deducción. Tenía diecinueve. ¿De verdad solo habían pasado cuatro años desde que se unió al ejército de Amaram? Kaladin sentía como si hubiera envejecido una docena.
—Eres joven —continuó Tvlakv—. Podrías escapar de este destino. Hay hombres que han vivido más allá de la marca de esclavo: podrías pagar tu precio, ¿entiendes? O convencer a uno de tus amos para que te dé la libertad. Podrías volver a ser un hombre libre. No es tan imposible.
Kaladin bufó.
—Nunca seré libre de estas marcas, Tvlakv. Debes de saber que he intentado escapar, y fracasado, más de diez veces. No son solo estos glifos de mi cabeza lo que hacen que tus mercenarios sean cautelosos.
—Los fracasos pasados no demuestran que no haya una oportunidad en el futuro, ¿no?
—Estoy acabado. No me importa. —Miró al amo de esclavos—. Además, no crees en lo que estás diciendo. Dudo que un hombre como tú pueda dormir de noche si piensa que los esclavos que ha vendido pueden ser libres para buscarlo un día.
Tvlakv se echó a reír.
—Tal vez, desertor. Tal vez tengas razón. O tal vez pienso simplemente que si fueras a ganar tu libertad perseguirías al primer hombre que te vendió como esclavo, ¿no? El alto señor Amaram, ¿no fue él? Su muerte me pondría sobre aviso para que pudiera huir.
¿Cómo sabía eso? ¿Cómo se había enterado de lo de Amaram? «Lo encontraré —pensó Kaladin—, lo destriparé con mis propias manos. Le arrancaré la cabeza del cuello, le...»
—Sí —dijo Tvlakv, estudiando el rostro de Kaladin—, así que no eras tan sincero cuando dijiste que no ansiabas venganza. Ya veo.
—¿Cómo sabes lo de Amaram? —preguntó Kaladin, con una mueca—. He cambiado de manos una docena de veces desde entonces.
—La gente habla. Los esclavistas más que nadie. Debemos ser amigos unos de otros, ya ves, pues nadie más nos soporta.
—Entonces sabes que no me marcaron por desertar.
—Ah, pero es lo que debemos fingir, ¿no? Los hombres culpables de delitos graves no se venden demasiado bien. Con ese glifo shash en tu cabeza ya será bastante difícil conseguir un buen precio por ti. Si no puedo venderte, entonces tú..., bueno, no desearás esa situación. Así que jugaremos un juego juntos. Yo diré que eres un desertor. Y tú no dirás nada. Es un juego sencillo, creo.
—Es ilegal.
—No estamos en Alezkar —dijo Tvlakv—, así que no hay ley que valga. Además, la deserción fue el motivo oficial de tu venta. Di lo contrario y solo ganarás fama de mentiroso.
—Solo un dolor de cabeza para ti.
—Pero acabas de decir que no deseas vengarte de mí.
—Podría aprender.
Tvlakv se echó a reír.
—¡Ah, si no has aprendido eso ya, entonces probablemente no lo harás nunca! Además, ¿no has amenazado con tirarme de un acantilado? Creo que ya has aprendido. Pero ahora tenemos que discutir cómo actuar. Mi mapa ha encontrado un final inesperado, ya ves.
Kaladin vaciló antes de suspirar.
—No lo sé —dijo sinceramente—. Tampoco he estado nunca por aquí.
Tvlakv frunció el ceño. Se acercó más a la jaula, inspeccionando a Kaladin, aunque mantuvo la distancia. Tras un momento, sacudió la cabeza.
—Te creo, desertor. Una lástima. Bien, confiaré en mi memoria. El mapa era poca cosa de todas formas. Casi me alegro de que lo hayas roto, pues había tenido la tentación de hacerlo yo mismo. Si me encuentro con algún retrato de mis ex esposas, me encargaré de que se crucen en tu camino y así aprovecharé tus talentos únicos.
Se marchó.
Kaladin lo vio marchar, luego se maldijo a sí mismo.
—¿Qué ha pasado? —dijo la vientospren, acercándose a él, la cabeza ladeada.
—Casi me cae bien —dijo Kaladin, apoyando de nuevo la cabeza contra la jaula.
—Pero..., después de lo que hizo...
Kaladin se encogió de hombros.
—No he dicho que no sea un hijo de puta. Solo es un hijo de puta simpático —vaciló. Luego hizo una mueca—. Esos son los peores. Cuando los matas, acabas sintiéndote culpable por ello.
La carreta tenía goteras durante las altas tormentas. No era ninguna sorpresa: Kaladin sospechaba que Tvlakv se había visto obligado a dedicarse a su oficio por la mala suerte. Se dedicaría a otro tipo de comercio, pero algo (falta de fondos, la necesidad de dejar a toda prisa sus previos entornos) le había obligado a escoger esta carrera, la más ignominiosa de todas.
Los hombres como él no podían permitirse lujos, ni siquiera calidad. Apenas podían zanjar sus deudas. En este caso, esto significaba carretas con goteras. Los lados de madera eran lo bastante fuertes para soportar los vientos de las altas tormentas, pero no eran cómodos.
Tvlakv casi no había tenido tiempo para prepararse para esta tormenta. Al parecer, el mapa que Kaladin había roto incluía también una lista de fechas de altas tormentas comprada a un guardián trashumante. Las tormentas podían ser predichas matemáticamente: para el padre de Kaladin era un hobby. Podía detectar el día adecuado ocho de cada diez veces.
Las tablas se sacudían contra los barrotes de la jaula mientras el viento golpeaba el vehículo, haciéndolo estremecer, haciendo que se agitara como el torpe juguete de un gigante. La madera gemía y borbotones de agua de lluvia helada se colaban por las grietas. Los destellos de los relámpagos se colaban también, acompañados por los truenos. Era la única luz que tenían.
De vez en cuando, los relámpagos destellaban sin los truenos. Los esclavos gemían aterrorizados, pensando en el Padre Tormenta, las sombras de los Radiantes Perdidos, o de los Portadores del Vacío: todo lo que se decía que espantaba las tormentas más violentas. Se acurrucaban al otro lado de la carreta, compartiendo el calor. Kaladin no se acercó a ellos, y permaneció sentado solo, de espaldas a los barrotes.
No temía las historias de seres que caminaban en las tormentas. En el ejército se había visto obligado a capear una alta tormenta o dos bajo el recodo de una roca protectora o cualquier otro refugio improvisado. A nadie le gustaba estar al raso durante una tormenta, pero a veces no se podía evitar. Los seres que viajaban en las tormentas (quizás incluso el propio Padre Tormenta) no eran tan letales como las rocas y ramas que volaban por los aires. De hecho, la tempestad inicial de agua y viento (la muralla de tormenta) era lo más peligroso. Cuanto más aguantaras después de eso, más débil se hacía la tormenta, hasta que lo que seguía no era más que una llovizna.
No, no le preocupaba que los Portadores del Vacío buscaran carne para cebarse. Le preocupaba que le sucediera algo a Tvlakv. El amo de esclavos capeaba la tormenta en un cerco de madera construido en el fondo de su carreta. Era ostensiblemente el lugar más seguro de la caravana, pero un giro desafortunado del destino (un peñasco lanzado por la tormenta, la caída de una carreta) podía matarlo. En ese caso, Kaladin podía ver a Bluth y Tag poniendo tierra de por miedo, dejando a todo el mundo en sus jaulas, los lados de madera cerrados. Los esclavos morirían lentamente de hambre y deshidratación, cociéndose bajo el sol dentro de esas cajas.
La tormenta continuó soplando, sacudiendo la carreta. Estos vientos parecían en ocasiones seres vivos. ¿Y quién podía decir que no lo eran? ¿Eran los vientospren atraídos por las ráfagas de viento, o eran ellos mismos las ráfagas de viento? ¿Las almas de la fuerza que ahora querían con tanto ímpetu destruir la carreta de Kaladin?
Esa fuerza, sentiente o no, fracasó. Las carretas estaban encadenadas a los peñascos cercanos y sus ruedas trabadas. Las ráfagas de viento se fueron haciendo más letárgicas. Los relámpagos dejaron de destellar, y el enloquecedor tamborileo de la lluvia se convirtió en un suave repique. Solo una vez durante el viaje había volcado una carreta en una alta tormenta. Tanto el vehículo como los esclavos que transportaba habían sobrevivido con unas cuantas marcas y magulladuras.
El lado de madera a la derecha de Kaladin se estremeció de repente, y entonces se abrió cuando Bluth descorrió los cerrojos. El mercenario llevaba un jubón de cuero para protegerse de la lluvia, y del ala de su sombrero chorreó agua mientras exponía los barrotes, y sus ocupantes, a la lluvia. Estaba fría, aunque no era tan penetrante como durante el apogeo de la tormenta. Roció a Kaladin y los esclavos acurrucados. Tvlakv siempre ordenaba descubrir las carretas antes de que dejara de llover, pues decía que era la única forma de lavar el hedor de los esclavos.
Bluth colocó el lado de madera en su sitio bajo la carreta, y luego abrió los otros dos lados. Solo la pared de la parte delantera, detrás del asiento del conductor, no era abatible.
—Es un poco temprano para bajar los costados, Bluth —dijo Kaladin. No eran aún los coletazos, el periodo cerca del final de una alta tormenta en que la lluvia caía suavemente. La lluvia era pesada todavía, y el viento racheado ocasionalmente.
—El amo os quiere bien limpios hoy.
—¿Por qué? —preguntó Kaladin, levantándose, el agua corriendo por sus ajadas ropas marrones.
Bluth lo ignoró. «Tal vez nos acercamos a nuestro destino», pensó Kaladin mientras escrutaba el paisaje.
A lo largo de los últimos días, las colinas habían dado paso a irregulares formaciones rocosas, lugares donde los vientos desgastadores habían dejado atrás acantilados que se desmoronaban y formas irregulares. La hierba crecía en los lados rocosos que recibían más luz , y las otras plantas eran abundantes a la sombra. Después de una alta tormenta era cuando la tierra estaba más viva. Los pólipos de rocabrotes se abrían y extendían sus enredaderas. Otros tipos de enredaderas surgían de las grietas, lamiendo el agua. Las hojas se desplegaban en árboles y matorrales. Bichitos de todo tipo se deslizaban por los charcos, disfrutando del banquete. Los insectos zumbaban en el aire; crustáceos más grandes (cangrejos y patosos) salían de sus escondites. Las mismas rocas parecían cobrar vida.
Kaladin advirtió a media docena de vientospren revoloteando, sus formas transparentes persiguiendo a (o tal vez viajando con) las últimas vaharadas de la tormenta. Luces diminutas se alzaban alrededor de las plantas. Vidaspren. Parecían motas de brillante polvo verde o enjambres de diminutos insectos transparentes.
Un patoso (sus espinas como vellos alzadas al aire para advertir los cambios del viento) subió por el lado del carro, su largo cuerpo cubierto de docenas de pares de patas. Era algo bastante familiar, pero nunca había visto un pat