Yoga a la siciliana

Fragmento

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Contenido

BRAHMA. CREAZIONE

Balasana. Il bambino

Mandukasana. La Rana

Viparita Karani Asana. Posizione capovolta

Svastikasana. La Fortuna

Vajrasana. Il Tuono

Surya Namaskar. Il Saluto al Sole

Vrikshasana. L’albero

Trikonasana. Il triangolo

Kurmasana. La Tartaruga

VISHNU. CONSERVAZIONE

Mayurasana. Il pavone

Halasana. L’Aratro

Bhujangasana. La cobra

Matsyasana. Il pesce

Navasana. La Barca

Vrschikasana. Lo scorpione

Adho Mukha Svanasana. Il Cane con la Testa in Giù

Makarasana. Il coccodrillo

Ardha Chandrasana. La mezza luna

SHIVA. DISTRUZIONE

Dhanurasana. L’Arco

Marjariasana. Il gatto

Chakrasana. La ruota

Garudasana. L’Aquila

Gorakshasana. Il Guardiano delle Vacche

Savasana. Il morto

Tadasana. La montagna

Virasana. L’eroe

Padmasana. Il Loto

Epílogo

Agradecimientos

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A mi primera maestra: mi madre

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Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.

GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA

No hagas nada, y todo cambiará.

SWAMI ANANTANANDA

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BRAHMA

CREAZIONE

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Balasana

Il bambino

Si te dijera que la felicidad es un jarabe negro que chisporrotea de burbujas, no me creerías. No me creerías la primera vez. Ni la segunda.

Pero si te lo repitiera diez veces, cien veces, millones de veces a lo largo de tu vida, usando la voz seductora de tus más queridos ídolos, apoyada por ritmos alegres que se infiltran hasta en tus sueños, quizá comenzarías a convencerte. Culpémosle a ese pequeño ser que sigue viviendo en algún pliegue oscuro de tu subconsciente, y que siempre te traiciona. El niño, o la niña, que fuiste. Al que se le prometieron tantas cosas, y se sintió tan especial, hasta que le fueron quitando el chupete, los juguetes, los dulces, los sueños, el tiempo sin fin. Hoy se esconde, pero sigue ahí, pataleando y chillando en cuanto nota que puede hacerse contigo. Y sin duda sería esa la pequeña, frágil pero poderosa criatura que acabaría aceptando mi verdad: que un buen trago del célebre refresco, con su disparo brutal de azúcar y cafeína, efectivamente te acerca, aunque sea un poco, al Nirvana que todos buscamos.

De hecho, ¿para qué vamos a engañarnos?, ya lo he conseguido. Yo y mis antecesores. A fuerza de promociones, carteles y jingles, el jarabe negro lo tienes bien mezclado, como un cóctel perfecto, con tus fiestas de cumpleaños, los buenos sentimientos de la Navidad, la emoción de los mundiales de fútbol, los mecheros alzados en los macroconciertos y la noche en la que conociste al amor de tu vida. Sabes, en el fondo de tu corazón y aunque te duela, que la felicidad está a tu alcance.

Una felicidad empalagosa, quizá.

Efímera y superficial.

Pero ¿qué esperas a solo 37 céntimos de euro la lata?

—No estoy, Günther.

Me había prometido no coger el móvil. Y, sin embargo, mis dedos encontraron el botón del manos libres antes de que mi mente pudiera detenerles.

—Sí estás, Lisa —retumbó su voz amplificada por el habitáculo del coche—. Y prepárate, porque tenemos una crisis.

—Tú tienes una crisis. Yo tengo mi sesión de yoga.

Llevaba dos semanas sin ir al Centro Anantananda. O tres. Siempre por culpa del trabajo. El evento del Happiness Wave no me dejaba respirar: los medios, la campaña en redes sociales, la preparación de la Festhalle, los invitados VIP, los artistas, el papeleo, Günther. Necesitaba esa sesión de yoga.

—Nos ha cancelado Andrews.

—¿Que qué?

Pegué un frenazo involuntario. Los faros del Audi que tenía detrás se abalanzaron peligrosamente, deformados en mi cristal trasero por la lluvia que caía insistentemente sobre Frankfurt.

—Nos acaba de llamar desde Harvard.

—Dime que estás de broma...

No sé qué hicieron mis pies con los pedales, pero conseguí calar el coche. El Audi empezó a pitarme. Mientras volvía a arrancar, Günther me contó las malas noticias.

—Ha cogido una gripe virulenta. O al menos, esa es la explicación oficial.

—¿Explicación oficial? ¿Qué significa eso?

—Em... Me lo ha explicado off the record. Hombre a hombre, ya sabes. Parece que se había liado con una estudiante de doctorado. Iba a volar desde Boston con ella. Su mujer se ha enterado y lo están... resolviendo, jeje.

Hombre a hombre. Estas eran las cosas que le hacían gracia a Günther. Claro, que también había sido hombre a hombre su forma de hacerse con la dirección del Happiness Wave, cultivando una camaradería sibilina con Hans Topfke, el country manager, casi desde llegar a la oficina. Günther sabía que fue mía esa idea de ir más allá de los partidos de fútbol y los conciertos de siempre. De empezar a patrocinar estudios científicos sobre la felicidad, y difundir sus resultados, con todo el poder de nuestra marca. De tener un impacto verdadero, real y positivo. Pero gracias a Günther, todo mi trabajo había quedado off the record, ya que oficialmente la idea la habíamos desarrollado los dos. Se la había vendido, antes de tiempo, a Hans Topfke, en alguna reunión a la que yo no tuve acceso. Hombre a hombre.

Y lo peor era que tenía que agradecérselo.

—¡Maldita sea! —exploté—. Llevamos un mes anunciándolo. Estarán Der Spiegel, ARD, Frankfurter Allgemeine... ¡No puede abandonarnos así!

—Pues lo ha hecho.

—¡Tiene que montarse en ese avión! ¡A la mierda sus dramas familiares! ¡Se ha comprometido a venir!

—Olvídalo. No lo va a hacer. Y necesito que te calmes, Lisa. No tenemos tiempo para tus escenas sicilianas ahora mismo. Hay que encontrar a un sustituto.

Si había algo que me ponía furiosa, era cuando Günther atribuía mis ataques de ira al lado italiano de mi familia. Y él lo sabía.

Me mordí el labio para no decirle las barbaridades que se me pasaban por la cabeza. «¡Sí, claro, porque los alemanes son gente muy tranquila! Hitler, por ejemplo...» Mis uñas se clavaban en el plástico gomoso del volante. Intenté buscar un lugar donde parar el coche. Estaba demasiado alterada para conducir.

Sobre todo porque sospechaba que Günther tenía razón. Cada vez me parecía más a mi madre. La frase de Hitler, de hecho, era suya.

—¿¿A quién podemos traer a estas alturas?? —bramé, girando el volante torpemente para detener el coche delante de un centro comercial—. ¡No hay nadie en este país con ese tirón mediático!

—Topfke dice que llamemos a Swami Radha.

Sentí un retortijón en el estómago.

Menudo encuentro había tenído con la directora del Centro Anantananda. Fui a visitarla poco después de su participación en el célebre experimento del Instituto Max Planck, en el que introdujeron su pequeño cuerpo en un aparato de resonancia magnética, mientras practicaba la meditación. Al hacerlo, los neurocientíficos encontraron que la actividad de su lóbulo prefrontal izquierdo, asociado a las emociones positivas, se salía de todas las escalas. En la portada de Der Spiegel había aparecido como «La persona más feliz del mundo». Acudí a su ashram en los Alpes Bávaros esa misma semana, emocionada con la idea de conocer a alguien así. Un ser humano genuinamente feliz.

Pero no disfruté nada de nuestra breve entrevista. Radha resultó ser totalmente distinta de los psicólogos, coaches y catedráticos que habíamos invitado a otros eventos para que nos contaran sus teorías e investigaciones en el nuevo campo de la psicología positiva. No sé cómo explicarlo. Más allá de su túnica naranja o de las estampas horteras de dioses hindúes en su oficina, había algo en su mirada que me puso los pelos de punta. Como si sus ojos pudieran penetrarme por completo, sin dejar hueco alguno para esconderme. Como si fuera ella la que estaba escaneando mi cerebro, revelando un cuadro desolador.

Me sentí tan ridícula pidiéndole que participara en el evento del Happiness Wave, explicándole la asociación de nuestra marca con la felicidad, nuestro interés por difundir los estudios científicos sobre el tema. Hay que decir que la mujer me escuchó pacientemente, incluso con interés. Pero era evidente, desde el primer momento, cuál sería su respuesta.

—Ya sabes que la swami no va a venir —le dije a Günther, mi furia apagándose con ese baño de recuerdos fríos.

—¿Ahora haces yoga en su escuela, no? Algo habrás aprendido para poder convencerla...

Me lo dijo con un tonillo claramente acusatorio. Como si asistir a las sesiones del Centro Anantananda de Frankfurt, tras la negativa de Radha a participar en nuestro Happy Day, fuera casi una prueba de deslealtad hacia la empresa.

Quizá no se equivocara del todo. Esas sesiones de 90 minutos eran los únicos espacios en los que conseguía echar a la dichosa marca de mi cabeza, junto con Günther, Topfke y toda mi lista de tareas.

—¿Qué quieres que aprenda? Si no consigo ir a clase nunca...

—Me ha dicho Topfke que le ofrezcas el doble.

—¡Ya te expliqué que no le interesa el dinero!

Esa había sido la peor parte. Proponerle cifras cada vez más apabullantes a una mujer que vivía como una monja, en su austera cabañita de montaña, y recibir una tranquila negativa tras otra, entre sorbo y sorbo de su té ayurvédico.

—No me vengas con esas, Lisa. ¿No tiene un libro best­seller? Algo hará con el dinero. Que lo use para financiar su centro de yoga, para los muertos de hambre de Calcuta, yo qué sé...

—Hay otras alternativas, Günther. —Ya me daba igual que el evento fuera un desastre. Solo quería evitar hablar con esa mujer tan inquietantemente feliz—. El Lord Inglés que habla de la economía del bienestar. Los del laboratorio del humor en Suiza. El tema de la risa siempre...

—Le he prometido a Topfke que conseguiremos a la swami. Arréglatelas.

Me volvió la furia siciliana. ¿Por qué me metía en estas situaciones? Sentí que las venas se me llenaban del magma del mismísimo Etna. Casi podía ver las virutas de humo negro brotar de mis poros, colándose entre las fibras de mi jersey de color crema.

Quería gritarle a Günther. Quería decirle que llamara él a Swami Radha, y que me dejara en paz.

Pero ya había colgado el teléfono.

Giré la llave, apagando el motor y deteniendo los limpiaparabrisas. La lluvia golpeaba con fuerza el techo del BMW. En la oscuridad, el agua parecía haberse convertido en ese jarabe negro que yo ya no tragaba, que me envolvía, que me estaba ahogando.

Accioné las luces de emergencia.

Tic-tac. Tic-tac.

Sonaban como un reloj.

Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.

Pasaban los segundos, pasaban los minutos, pasaba mi vida.

¿Y para qué?

Ya me había dado cuenta.

Mis mejores momentos quedaban atrás.

El vértigo de lanzarme en bicicleta, a los seis años, por la orilla del Isar, hacia un verano sin fin. El momento, leyendo La historia interminable, en el que entendí el significado de la tinta verde y roja. El primer beso en la boca caliente y húmeda de Florian Koenig, el chico más guapo de la clase —aunque fuera solo un estúpido reto en una fiesta de cumpleaños—. Las risas, esas risas interminables, libres, descontroladas, con Stef­fi, Kathrin y Petra, mis amigas del barrio. Descubrir la música de jazz junto a Max, mi mejor amigo, mi amante ideal e imposible, y la única persona en el mundo capaz de sacarme a un concierto en plena época de exámenes universitarios. Mi primera semana en la flamante oficina de la marca más famosa del mundo, todo cristal, mesas asimétricas y pufs colorados. El atardecer sobre las aguas del Konigsee, cuando Karl me declamó Nähe des Geliebten y me preguntó si me «atrevía» a casarme con él. Mi boda, rodeada de la gente que más he querido, todos bailando como si la vida fuera una gran fiesta.

Tic-tac. Tic-tac.

Las luces se encendían y se apagaban, una y otra vez. Siglos de tecnología alemana que dividían mi vida en franjas idénticas.

¿Qué prisa había tenido en crecer? Toda la infancia queriendo ser mayor. Toda la adolescencia soñando con escapar de la influencia asfixiante de mi madre, y encontrar el trabajo perfecto, el chico perfecto, la casa perfecta. Y como mínimo, a doscientos kilómetros del matadero de Múnich. Pero cuando todo eso llegó, según el plan establecido, empecé a sentirme tan atrapada como antes. Incluso más. Porque ya no tenía escapatoria. Había llegado a mi vida. Y poco a poco, me di cuenta de que, en el fondo, no me convencía.

Tic-Tac. Tic-tac.

Los días se me escapaban, uno tras otro, sin dejar huella, como las gotas que resbalaban por el cristal del parabrisas.

Y al enchufar el móvil en la pared cada noche, revisar mi agenda electrónica, programar la alarma, empecé a sentirme programada yo también. Enchufada al sistema. Una pieza perfecta del engranaje. Desde que sonaba el sonido electrónico del despertador, comenzaría a correr al ritmo de la maquinaria, como Chaplin en su fábrica de Tiempos modernos. Excepto que ahora, en estos tiempos posmodernos, yo me había convertido en un dispositivo más de la nueva maquinaria electrónica, digital e hiperconectada. Incluso cuando no tenía la mirada perdida en alguna pantalla, mi mente saltaba de un enlace a otro sin cesar. El software nos lo habían instalado directamente en el cerebro. Y nos lo iban actualizando periódicamente.

Quizá por eso me costaba tanto dormirme. Había algo animal, algo espontáneo, algo vivo, que se rebelaba y se revolvía en la cama, intentando sacudirse los proyectos, los deadline, los hashtag, la rutina doméstica, la lista de la compra, las frases ensayadas con Karl, el obligatorio Kaffee und Kuchen dominical con los suegros, mis excusas para no llamar a casa, y luego la sensación de culpa. Era la niña, quizá, que seguía viviendo en mí, pataleando para demostrar su descontento, su absoluta disconformidad. Me mostraba, en esos momentos de pesadilla lúcida, mi estuche de la Abeja Maya, con su tapa deslizante, que llevaba años conservando mis lápices de colores en el fondo de un cajón. Me sacaba a relucir la cara despistada de mi padre, solo ante el peligro en ese piso claustrofóbico de Múnich, y con un Alzheimer incipiente que solo iba a peor. Me recordaba una a una a mis amigas olvidadas, importándole un bledo sus agendas imposibles, sus compromisos laborales y familiares, su propia programación. Y repasaba mi lista de exnovios, recreándose sobre todo en la sonrisa irónica de Max, encaramado a su ventana, como a punto de saltar.

Tic-tac. Tic-tac.

El parabrisas mojado se iluminaba con esa señal luminosa de peligro, de emergencia, del tiempo que pasaba inexorablemente.

Decidí que todo cambiaría cuando fuera madre. Cuando volviera a vivir la infancia desde unos ojos nuevos, que dieran un nuevo sentido a mi vida. Esa nueva aventura pondría mi trabajo en perspectiva, me ayudaría a reconectar con mis amigas, nos uniría a mí y a Karl, me permitiría sacar mis lápices de colores, me devolvería la risa perdida. Quizás incluso llegaría a entender un poco mejor a mi madre y a enfrentarme a la realidad de que mi padre se iba desvaneciendo. ¿Ilusiones vanas? Nunca lo sabré a ciencia cierta.

Porque algo falló en el mecanismo. Según la doctora Lenz, mis trompas de falopio tenían una forma perfecta, la calidad del esperma de Karl estaba dentro de la normalidad, la membrana de mis ovocitos tenía la suficiente reactividad. Y, sin embargo, no conseguíamos aquello que parecía tan natural y obvio. Hasta el sexo, a partir de ese momento, tuvimos que programarlo.

Tic-tac. Tic-tac.

Las luces seguían funcionando con su cadencia perfecta, mecánica, odiosa.

Fue después de la segunda fecundación in vitro que las cosas se torcieron. Yo escuchaba las palabras consoladoras de la doctora, sin duda razonables desde el punto de vista médico. Sin embargo, no llegaron a fecundar mi conciencia. Porque en ese momento me impregné de un pensamiento irracional, malvado y unicelular que tomó raíz y comenzó a crecer como un embrión dentro de mí: yo no quería tener un hijo con Karl Marquardt. Ya no me divertía con él. No se preocupaba por divertirme. ¿Hacía cuánto que no íbamos a un club de jazz, como solíamos? ¿O que conversábamos sobre algo más allá del trabajo o las técnicas de reproducción asistida? Me daba la impresión de que en los últimos años nos habían importado más las vicisitudes de los personajes de Lost, Breaking Bad y Mad Men que nuestros propios sueños.

A partir de ese momento, ya no había nada que hacer. La oscura idea fue creciendo en mí, como un engendro tozudo y revoltoso. Lógicamente, Karl no entendía mi mal humor. Lo achacaba a las hormonas, al estrés, a la frustración de todo el proceso. Pero la realidad es que ya no le aguantaba. O no me aguantaba a mí misma con él, en esa vida programada que habíamos creado juntos. Cada día se me hacía más difícil soportar incluso el más insignificante de sus pequeños defectos: esa voz ligeramente nasal, la remolacha que metía en sus ensaladas, su tendencia a olvidarse el hilo dental colgado sobre el lavabo. El maléfico embrión tardó menos de nueve meses en gestarse. Antes del verano, ya estábamos discutiendo, a cara de perro, sobre quién se quedaba el BMW. Y entonces fue cuando me llamó Steffi para contarme lo de Max.

Tic-tac. Tic-tac.

Las gotas, iluminadas por la luz intermitente, se deslizaban como lágrimas sobre el cristal, tratando de inventarse una trayectoria imprevisible, nueva, rebelde, pero cayendo, siempre e irremediablemente, hacia abajo.

La noticia me golpeó como una maza. No había visto a Max en año y medio, desde que partió hacia Brasil, con su guitarra, en su búsqueda obsesiva por la libertad, por lo real, por la esencia. Ya no me dolían sus largos silencios. Quizás yo fuera la única persona que entendía sus motivos, su excéntrico rechazo al contacto rutinario, a los móviles, a la tiranía de las redes sociales. Me conformaba con sus ocasionales emails desde cibercafés perdidos en la jungla amazónica. Nunca llegaban en respuesta a otro email, sino de sopetón, reventando el inbox sin previo aviso con sus textos kilométricos, apasionados, llenos de peripecias imposibles, que sin duda mezclaban realidad y ficción, como en los cuentos improvisados que me había regalado tantas veces en la cama, mientras sus dedos recorrían mi piel. Estaba bien así. Ahora me bastaba ese contacto ocasional, sabiendo que tarde o temprano volvería a Alemania, para llamarme desde algún teléfono desconocido, haciéndose pasar por un vendedor de ofertas de ADSL, o por una vecina quejándose por un error en la clasificación de la basura.

No es que quisiera volver con Max, por mucho que en mis sueños se me apareciera medio desnudo, con sus tatuajes indígenas, encaramado a la ventana, sus ojos claros, ligeramente separados como los de un pez, mirándome con ternura, el viento meciendo sus rizos. No, nuestros estilos de vida no eran compatibles. Por algo le había dejado. Ni yo quería su aventura nómada, ni él mi rutina cuadriculada. Pero aunque nos viéramos poco, en esos encuentros me parecía recuperar la parte más sana de mí. La niña. Incluso cuando no le veía, durante meses o años, me gustaba saber que había alguien así en este mundo, aunque fuera uno solo.

Luego descubriría que me había llamado. Tres veces, desde el mismo número. Un par de horas antes. ¿Para gastarme otra broma de las suyas? ¿Para contarme algo que no podía compartir con nadie más? ¿Para pedir auxilio? No le cogí el teléfono. Me pilló en una jornada maratoniana de reuniones. Ni se me pasó por la cabeza que ese número desconocido pudiera ser el suyo. Solo caí luego, al fijarme en el código de Dresde. Al parecer había vuelto a casa de su madre la noche anterior, desaliñado y más flaco que nunca, aunque aparentemente contento. Su madre le dejó sentado en la ventana del bloque de apartamentos, como le gustaba, contemplando el atardecer desde el quinto piso. Y cuando volvió, la ventana estaba vacía. ¿Se había resbalado? ¿Se había lanzado? Nunca lo sabríamos. Lo único que estaba claro es que ya no había nadie así en este mundo. Y que mi móvil había registrado tres llamada perdidas, desde un teléfono público de Dresde.

Tic-tac. Tic-tac.

Apoyé mi cabeza sobre la ventana. Me fijé en una gota. Una esfera transparente, única, irrepetible. Se deslizaba, lenta pero inexorablemente, hacia un reguero que cruzaba en diagonal. Parecía tan sólida, tan viva, tan deseosa por encontrar su camino. Pero bastó el más mínimo contacto con el riachuelo en miniatura para desaparecer al instante, fundiéndose con el agua sucia que seguía discurriendo hacia el fondo.

Aquella noticia reventó toda la seguridad con la que había dejado a Karl, con la que realizaba mi trabajo, con la que me levantaba cada mañana. Me sentí sola. Mil veces huérfana. Perdida. ¿Era esto hacerse mayor? ¿Aceptar que todo se iba desmoronando? ¿Descubrir que los amigos podían dejar de existir, de un día para otro? ¿Tropezar y darse cuenta de que los moratones ya no se curaban? ¿Correr, a pesar de todo, para no fijarse en los detalles? ¿Para no sufrir? ¿O había otra forma? ¿Algún secreto que aún no había aprendido? ¿Algo que sabía esa swami quizás, y que le permitía demostrar tanta felicidad en el laboratorio?

Esa era la pregunta que me había llevado a probar las clases de yoga en el Centro Anantananda de Frankfurt, sintiéndome una infiltrada en ese mundo naranja. La primera vez que me apunté a una clase de prueba casi tuve que escapar a los cinco minutos. La «relajación» inicial fue lo más estresante que había vivido en años. Mantenerme quieta, totalmente quieta, durante tanto tiempo, me resultó imposible. Cada vez que el joven monitor de brazos largos y voz meliflua nos pedía que distendiéramos mentalmente el muslo derecho o el antebrazo izquierdo, sentía calambres recorrer esa parte del cuerpo como si me estuvieran electrocutando con un cable de alta tensión. Luego, al flexionarme en esas posturas que todo el grupo iba adoptando sin rechistar, no sé si me sentí más incómoda física o emocionalmente. Un par de veces estuve a punto de explotar de risa al abrir los ojos y encontrarme con veinte adultos tomándoselo todo tan en serio. Sin embargo, tuve que reconocer, al terminar la sesión, que algo me había ayudado. Porque en la relajación final ya no sentí esos calambres. Al contrario, caí en una paz que no recordaba haber experimentado en años. De hecho, me dormí por completo. Aunque casi me echo a reír otra vez cuando el monitor nos despertó con sus mantras en sánscrito.

Tic-tac. Tic-Tac.

El tiempo, maldita sea. Se estaba agotando de verdad. No podía seguir retozándome en el agua sucia de mis pensamientos. Tenía que hacer la llamada ya.

Mi mano se aferraba al talismán de tecnología californiana. A pesar de todo, me daba seguridad sentirme conectada, a través de ese aparato, al mundo, a la agenda estructurada, a la lista de tareas, a esa programación diaria. Lo desperté con un toque ligero sobre el botón ahuecado. Mi pulgar se deslizó hábilmente por la pantalla luminosa hasta dar con el teléfono del ashram de Füssen. No tenía otro número más directo para contactar con Swami Radha. Probablemente ni usaba teléfono móvil. Iba a tener que emplear todas mis artes para conseguir hablar con ella.

—Anantananda Ashram, ¿dígame?

—Buenas tardes, soy Lisa Vogel, del Happiness Wave...

—Ah, Frau Vogel. —Era una voz profunda y cristalina, como un lago de alta montaña. Una voz imposible de confundir—. ¿Cómo está? La recuerdo bien.

No podía creerlo. Me había cogido la directora en persona. La directora no solo del ashram de Füssen, y de los Centros Anantananda de Alemania, sino de la organización a escala global. Como si fuera una vulgar recepcionista.

—Swami Radha... —titubeé—. Hola..., y siento molestarla de nuevo.

—No es molestia. ¿Qué puedo hacer por usted?

La sinceridad acogedora de su voz me animó.

—Verá, el evento del que hablamos, el Happy Day... al final va a ser mañana, en el Festhalle de la Feria de Frankfurt. Vienen todos los medios, se difundirá por streaming... —Ahora que tenía a la Swami al teléfono, me embalé. Tenía que contárselo todo de una—. En fin, que... hemos tenido un problema de última hora. El ponente estrella, el profesor Jeff Andrews de Harvard, ha cancelado su participación en el último momento. Y nos ha puesto en una posición muy difícil. Como sabe, usted había sido nuestra primera opción, y, bueno, ya sé que no le interesó, pero queríamos invitarla a reconsiderar...

—Déjame que adivine: Me va a ofrecer más dinero.

—Em... —Volví a sentir esa vergüenza que me había atenazado en nuestro primer encuentro—. Nos encantaría hacer una donación a su centro de yoga, o a cualquier ONG que...

—No se moleste, señora Vogel. No quiero su dinero.

—Entiendo, claro —dije, tragando saliva. Odiando a Günther, a Topfke y a toda la plana mayor de la empresa—. Perdone por haberla molestado.

—¿Qué duración tendría mi conferencia?

Casi me golpeé la cabeza contra el techo, del salto que di.

—La duración, sí... una hora. Bueno, cuarenta y cinco minutos, y luego una sesión de preguntas y respuestas, si le parece bien. Una hora en total. Enviaríamos un coche para recogerla mañana. Tendría que ser pronto... a las cinco, para llegar al Festhalle con un margen de tiempo razonable.

—Suelo levantarme a las cuatro. La hora de Brahma.

—Ah...

Mi mano se había agarrado al volante como si estuviera zumbando por la autobahn a 200 por hora.

—Y quiere que hable sobre la felicidad.

—Sí, como en su conferencia TED. La búsqueda de la felicidad, su participación en los estudios del Max Planck... lo que usted quiera realmente. Como le expliqué, queremos que el Happiness Wave sirva para difundir las mejores ideas sobre el bienestar en todo el mundo.

Hubo un silencio en la línea.

—¿Swami Radha?

—Sí. Estaba meditando el asunto —dijo—. De acuerdo. Quedamos así entonces. Mañana a las cinco espero el coche. Om shanti.

La swami me colgó el teléfono.

No me lo podía creer.

¿Realmente me había dicho que sí?

Se me agolparon en la cabeza todas las tareas que ahora tendría que hacer antes de acostarme. Llamar a Günther y convocar al equipo. Reservar el coche con chofer. Preparar los nuevos materiales y redactar otra nota de prensa. Cenar, en algún momento. Otro takeaway en la oficina. Un par de latas del jarabe negro.

Apagué las luces de emergencia y arranqué el BMW.

La felicidad me estaba matando.

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Mandukasana

La Rana

Dicen que los grandes yoguis, al fundirse con la totalidad del cosmos, llegan a desarrollar la precognición. Así es como explican que Swami Anantananda, el fundador de los centros que llevan su nombre, anunciara la inminente caída del muro de Berlín en el verano de 1989, tres meses antes de este inesperado giro en la historia. Yo para esas cosas he sido siempre bastante escéptica. No sé si la predicción del swami fue fruto de sus poderes yóguicos o de una sencilla casualidad. Pero si fuera posible conocer el futuro, me parecería la peor de las maldiciones. Por ejemplo, si hubiera sabido cómo acabarían las cosas la mañana de ese tercer (y último) Happy Day, hubiera salido corriendo antes de cruzar la elegante doble arcada rojiza del antiguo Festhalle de Frankfurt, para no dejarme engullir por su gigantesca bóveda.

Todo parecía seguir el plan establecido. El espectacular montaje, aprovechando el escenario de los MTV Awards que acabábamos de patrocinar, había quedado perfecto. Grandes paneles con nuestro logotipo cubrían la base de la tarima y las torres de sonido a ambos lados de la colosal pantalla semicircular. Markus Siegel, el jefe de producción, supervisó todas las pruebas de audio, vídeo, wifi y streaming antes de las 8.00. Günther, como director del proyecto, empezó su ronda de entrevistas con las radios mañaneras incluso antes, mientras que nuestro equipo de social media animaba el uso de los hashtag #happinesswave y #happyday2011.

Los medios parecieron reaccionar bien a la nueva nota de prensa. Swami Radha no salía mucho de su ashram, ni solía conceder entrevistas. Su improvisada aparición en Frankfurt era casi más noticia que la visita del eminente académico norteamericano. Al fin y al cabo, Andrews nos hubiera contado su teoría de los tres niveles de felicidad, mientras que esta mujer era la prueba viviente de que era posible alcanzarlos. De hecho, Günther pudo aprovechar el contratiempo para bromear con los locutores radiofónicos sobre la importancia del optimismo: la cancelación de última hora nos permitiría disfrutar con esta conferencia sorpresa de la célebre y reclusiva maestra de yoga.

La recibimos a la entrada del Festhalle, una hora antes del evento. Además de Günther, yo, Hanna de Comunicación y otros cuatro o cinco que esperaban hacerse la selfie con ella, vino a recibirla en persona el propio Hans Topfke.

Lo primero que salió del lujoso automóvil que habíamos enviado fue un par de sandalias planas. Una vez posadas, la peculiar mujer que las llevaba se elevó lentamente, como una rana aprendiendo a caminar sobre sus delgadas patas traseras. Llevaba sobre su sencilla túnica naranja solo un chal de color marrón rojizo. Su pequeña estatura y el corte de pelo de paje que llevaba le conferían un aspecto de personaje de dibujos animados. Elevó los ojos, ligeramente saltones, hacia el histórico palacio de congresos. Su mirada me pareció la de una criatura silvestre contemplando por primera vez la gran ciudad. Aunque sus primeras palabras me reventaron esa ilusión.

—Hummm —sonrió al fijarse en mí y en el pequeño grupo que esperaba en segunda fila—. Me siento Shakira...

—Swami Radha —me acerqué, emocionada, estrechándole la mano—. No sé cómo agradecerle su generosidad.

En vez de cogerme la mano como haría cualquier persona, enganchó sus dedos con los míos y rodeó mi mano con las suyas, comprimiéndola suavemente.

—No es generosidad, se lo aseguro —me dijo, las delicadas arrugas de su frente juntándose entre las cejas.

Ejercía un extraño masaje sobre mis dedos. Era una sensación entre agradable e inquietante, como el tacto adhesivo de un reptil doméstico.

—Bueno, de alguna forma tendremos que agradecérselo —dijo Topfke, acercándose con un movimiento brusco. Su traje oscuro y sofisticado contrastaba con la vestimenta sencilla de la swami—. Espero que nos proporcione alguna pista.

Liberé mi mano del extraño apretón.

—Le presento a Hans Topfke, nuestr

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