Título original: Sex and Seduction
Traducción: Paula Vicens
1.ª edición: octubre de 2010
© Accent Press Ltd 2008
© Ediciones B, S. A., 2010 para el sello Vergara
Consejo de Ciento 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.19308-2012
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-186-6
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Contenido
Portadilla
Créditos
Un polvo rápido. Elizabeth Cage
El rey de los consoladores. Landon Dixon
El primer pecado mortal. Gwen Masters
La segunda parte del partido. Phoebe Grafton
Cita en la librería. N. Vasco
Su madre sabe más. Landon Dixon
Un cambio de objetivos. Jeremy Edwards
No me cites. Lynne Jamneck
Grito su nombre. Adrie Santos
Elecciones. Kate Franklin
Inundación repentina. Lynn Lake
Uno bien vestido. Jordana Winters
Plátanos. Dee Dawning
La locura tiene un nombre. Gwen Masters
Asesinato, putas y dinero. Teresa Joseph
Que te depilen. Jade Taylor
La noche del oso. Garrett Calcaterra
Pesquisas propias. J. Carron
Examen de conducir. Roxanne Sinclair
Mucho ruido (y pocas nueces). Sue Williams
Otros títulos de la colección
CAUTÍVAME
COMPLÁCEME
SATISFÁCEME
SEDÚCEME
AZÓTAME
UN POLVO RÁPIDO
Elizabeth Cage
Miré la hora por séptima vez en otros tantos minutos. «Afróntalo, Mel —me dije—, no va a aparecer.»
Daba vueltas por el vestíbulo del cine Multiplex, con la falda corta, el top de cuello alto y mis malditas sandalias de tiras de tela vaquera y tacón de aguja, con pinta de tía a la que han dejado plantada. Como así era, en efecto.
Abrí el móvil, diciéndome que tal vez no lo había oído sonar cuando me había llamado para darme un mensaje, lo que tendría que haber hecho de haberse visto forzado a cancelar la cita. Si se le había presentado alguna emergencia. Pero no tenía mensajes.
Había conocido a Bill en las clases de Pilates. Era el único chico en un grupo de diez mujeres, así que en cierto modo destacaba, tanto como para hablar con él. Me impresionaba que tuviera el valor de incorporarse a una clase exclusivamente de chicas, y me impresionaba su físico. Tenía un cuerpo verdaderamente tonificado y me gustaba mirarle la musculatura cuando hacía flexiones, imaginándome tendida en la esterilla de ejercicios debajo de él mientras descendía apoyándose en sus fuertes brazos y luego, con un gruñido, volvía a elevar el cuerpo.
Decidí entablar conversación después de clase, fuimos a tomar algo, congeniamos enseguida y volvimos a casa para una estupenda sesión de sexo.
Al principio era un follador erótico, apasionado, bestial. Tenía una resistencia tremenda y a mí me encantaba sentir su gran polla dura latiendo en mi interior. Pero también le gustaba tenerme en vilo, clavándome, llenándome mientras yo lo agarraba con mis músculos pélvicos (que habían mejorado enormemente gracias al Pilates), y luego levantarse liberándome de todo su peso y, despacio, con cuidado, retirarse de mi escurridizo y dolorido conejito hasta que sólo la punta brillante de su maravillosa polla tocaba apenas mi húmeda vulva.
Así se quedaba, hasta que yo le suplicaba que volviera a llenarme, abrazada a su cintura y su trasero con brazos y piernas, desesperada por que me follara. Era una tortura, pero una tortura exquisita, y me llevaba hasta un punto en que no podía evitar correrme, y llegados a ese punto me dedicaba una gran sonrisa de suficiencia antes de disparar su carga con un grito de lobo herido.
Yo me sentía envanecida también, con tan estupendo amante, pasando por alto más de una advertencia por parte de mis parejas de que yo tenía cierta reputación de fácil.
«Vale. Que se aproveche de mí tanto como quiera», me decía, acordándome de aquellos sensacionales orgasmos.
Habíamos salido dos veces más, una a un club, otra a una vinoteca. No sabía si aquello llegaría a alguna parte, pero el sexo era tan bueno que, de hecho, no me importaba... siempre y cuando yo tuviera mi dosis.
Bill sólo vino a unas cuantas clases de Pilates, porque no se comprometía con nada; simplemente le gustaba probar cosas diferentes. Tendría que haberme dado cuenta de que eso incluía a las personas.
Eché una ojeada a la multitud que hacía cola ante la taquilla.
Era sábado por la noche y aquélla era una película popular. Y, por supuesto, para echar sal en la herida, casi todos los espectadores iban en pareja.
Faltaban cinco minutos para que empezara la sesión. Tenía más de una opción: podía irme a casa, lamentarme y emborracharme, o llamar a un amigo y emborracharme. También podía entrar y ver la película sola.
Eso era algo que nunca había hecho. Suponía que iba a sentirme incómoda, como cuando comes sola en un restaurante. Cuando hago eso, siempre llevo algo que me sirva de distracción, como un libro o mi laptop. Cogí el programa gratuito de próximos estrenos y me lo leí dos veces mientras esperaba a Bill.
¿Por qué me cortaba tanto ver la peli sola? ¡Por Dios, era una mujer adulta! Le había sugerido que fuéramos al cine porque me apetecía de veras ver aquella película. La había estado esperando (como había esperado el sexo subsiguiente). Desde luego, siempre podía esperar a que saliera en DVD y quitarme la frustración con mi vibrador preferido.
Miré hasta que la cola disminuyó y la gente desapareció en la Sala 1, la enorme sala con sonido Dolby surround. Habría sido divertido. ¡Maldita sea, quería ver si Uma mataba a Bill! Lo irónico de la situación casi me dio risa. Porque en aquellos momentos me hubiera gustado a mí matar a un Bill, y la perspectiva de ver a Uma patearle el culo a un tío me apetecía de veras.
—Una, por favor —dije, pasándole un billete de diez libras al adolescente con pinta de aburrido de la taquilla. Seguramente trabajaba allí los fines de semana mientras terminaba los estudios en el instituto.
—Sólo quedan unas cuantas localidades libres. ¿Dónde quiere sentarse?
Yo quería entrar y sentarme detrás, pasar desapercibida. Cuando tenía dieciséis años, podía sentarse donde le apetecía en el cine, preferentemente en las filas posteriores, con su novio, para magrearse. Detestaba tener que escoger el asiento en una pantalla de ordenador.
—¿Qué le parece en el centro de esta fila? —me sugirió.
Las luces ya se habían apagado cuando entré. Otro adolescente de uniforme enfocó con la linterna la fila F y tuve que pedir a la gente que se levantara mientras pasaba a trompicones y apretujándome.
Me parecía que todos me miraban fijamente, mascullando un poco irritados por el hecho de que yo llegara tan tarde. Fui murmurando disculpas hasta que por fin encontré mi butaca.
Eché un vistazo a cada lado. Estaba entre una chica arrimada a su novio, con el pelo rubio alborotado sobre el hombro, y un tipo con una camisa de color claro y tejanos.
Intentado no moverme demasiado para no molestar a los que ya estaban cómodamente instalados, me senté y tiré de la falda. No había mucho que colocar, porque había elegido ponerme una muy corta, ligera, tan escasa que apenas me cubría los muslos. Bueno, no había sido una elección mía por entero. Bill había sugerido que me pusiera algo que le permitiera «acceder a mí con facilidad» en el cine. Yo había estado más que contenta con su idea, pero ahora estaba enfurruñada y decidí mandarle una nota desagradable cuando se acabara la proyección, diciéndole lo que opinaba de él. Sin embargo, para ocultar mi inmodestia, me puse el folleto sobre las rodillas tapando un poco de carne desnuda.
Seguí echando humo por Bill durante los veinte minutos de bombardeo publicitario, que sólo empeoraron mi irritación. Por fin empezó la película y me concentré en la pantalla.
Llegada la escena en que nuestra pobre protagonista ha sido enterrada viva en un ataúd sin forma de escapar, aparentemente, noté que algo me rozaba el tobillo. Al principio lo ignoré, esperando que el cine no tuviera un problema de roedores, pero como continuó eché un vistazo hacia el suelo y vi que el tipo que tenía sentado al lado había desplazado las piernas, de modo que la piel de su zapato me tocaba el tobillo desnudo. Me quedé inmóvil.
Él miraba fijamente la pantalla, como si no se diera cuenta. A lo mejor no se daba cuenta. Quizá no era consciente de que habíamos establecido contacto físico. Corrí el pie con cuidado y pasé de ello. Volví a centrarme en la pantalla, y no ocurrió nada más. Sentía alivio de no haber acabado sentada al lado de algún pervertido, sobre todo estando del humor que estaba. Pero, al cabo de un poco, noté una mínima presión contra la pantorrilla, tan mínima que era casi imperceptible, por lo que dudé de si no serían imaginaciones mías.
Bajé la vista y vi que su pierna tocaba la mía. La aspereza de la tela de los tejanos contra la piel desnuda me producía una interesante sensación. Mmmm. Me pregunté qué hacer a continuación. En justicia, desde luego, hubiera podido darle un puntapié por lo menos o clavarle en el pie un tacón afilado. Así habría captado el mensaje. Pero mientras me decidía, me permití saborear la sensación, no precisamente desagradable, un poco más. Era todo lo contrario, de hecho. Así que cuando noté los dedos trepando por los muslos no me sorprendió.
A lo mejor él había interpretado mi inacción como la aceptación tácita de lo que estaba ocurriendo. ¿Y qué estaba ocurriendo exactamente? Aquello era una exploración erótica mediocre en una sala enorme a oscuras y llena de gente. No estaba en peligro. Estaba bastante a salvo. Y no sé por qué sabía que, si le indicaba que parara, lo haría inmediatamente. Me preguntaba si alguien podía ver lo que estaba haciendo. En cierto modo eso me excitaba más, porque estaba, a pesar mío, un poco emocionada con aquello.
Me tocaba de un modo increíblemente suave y dulce, como si estuviera acariciando el terciopelo más delicado, y me hacía estremecer.
Aunque veía la pantalla y escuchaba la estupenda banda sonora, la música sensacional, los ingeniosos diálogos, me encontraba al mismo tiempo en un universo paralelo consistente en una pura sensación física.
Mientras me recorría con los dedos, él notaba mi excitación, y supo juzgar perfectamente cuándo y cómo pasar a la acción.
Me estremecí cuando movió la mano despacio, inexorablemente, hacia la parte superior de mis muslos y bajo la minifalda. Luego paró, como si dudara de si era seguro seguir adelante. Yo me debatía entre la indignación y la excitación. Pero estaba caliente. ¡A tope!
Inspiré profunda, audiblemente, y él desplazó la mano hacia arriba y hacia dentro, hasta que noté las yemas de sus dedos acariciándome la cara interna de los muslos; los labios de la vulva, ya húmedos, tentadoramente cercanos.
Encontró la delgada tela de mi tanga, lo desplazó hacia un lado y entonces me pareció que soltaba un grito ahogado al darse cuenta de que iba completamente afeitada.
Temblé como un conejo paralizado por los faros de un coche que se aproxima a toda velocidad, fascinada.
Luego su intrépido dedo encontró mi coño y se coló dentro acariciándome al mismo tiempo el clítoris con el pulgar.
Yo miraba fijamente hacia delante, incapaz de volverme hacia él. En circunstancias normales, para entonces ya habría estado gimiendo suavemente; pero tener que permanecer en silencio, fingiendo estar completamente inmersa en la película, aumentaba la excitación, la ilicitud, el puro atrevimiento de lo que me estaba haciendo. Era nuestro secreto.
Me costaba mantener a raya las cuerdas vocales, sin embargo, y me di cuenta con exquisito horror de que si continuaba satisfaciendo mi húmedo coñito de aquel modo, casi seguro que me correría. Y apenas lo hube pensado, me corrí. De repente y en silencio. Creí que me moría mientras las oleadas me sacudían, ahogándome. Cerré los ojos un instante.
Cuando volví a abrirlos, sin saber muy bien si había soñado lo que acababa de sucederme, puse mi mano sobre la suya, y él le dio la vuelta, agarrándomela suave pero firmemente, atrayéndola hacia sí y colocándola en su regazo. Me llevé un sobresalto cuando noté su polla desnuda, dura como una piedra, y lo miré de reojo.
Había doblado la chaqueta y se la había puesto de través sobre la bragueta desabrochada. (¿Habría estado masturbándose con la otra mano mientras me llevaba al orgasmo?) Yo tenía la mano debajo de la chaqueta, sobre su verga.
Así que, mientras deseaba al David Carradine de la pantalla y saboreaba su increíble atractivo sexual, conseguí al desconocido de la butaca de al lado. Tardé cuestión de segundos y me hizo sentir poderosa, como Uma.
Cuando acabó la película, no estaba segura de si debía salir rápidamente. Quizás estuviera avergonzado. No sabía lo que esperar. Pero sentía curiosidad, eso sí que lo sabía. También estaba cachonda otra vez. Luego se encendieron las luces y por primera vez pude mirarlo bien y él a mí.
Sonrió vacilante y le devolví la sonrisa.
—¿Quieres ir a algún lado? —me preguntó con una voz profunda y cargada.
Asentí con la cabeza y dije:
—Sí.
Juntos caminamos entre la gente hacia el vestíbulo.
—Conozco un sitio muy cerca de aquí —dijo, cogiéndome de la mano. Íbamos por el pasillo cuando me susurró—: Espera aquí.
Desapareció en el lavabo de caballeros, donde supuse que usaría la máquina de condones.
Reapareció al cabo de unos minutos, me agarró de la muñeca y tiró de mí hacia un cubículo. Abrí la boca para protestar, pero me susurró:
—Chiss. No sé tú, pero yo no creo que pueda esperar hasta que lleguemos a mi casa.
Empujándome contra el tabique de separación, se arrodilló entre mis piernas, me levantó la falda, me arrancó el tanga empapado y empezó a lamerme. Enseguida experimenté el segundo orgasmo mudo pero increíblemente potente de la tarde.
Mientras todavía todo me daba vueltas y las piernas me temblaban, penetró de una embestida en mi anhelante y abierta vulva. Mis músculos pélvicos le agarraron la polla viciosamente, ordeñándolo hasta que explotó en mi interior, momento en el cual ambos colocamos una mano sobre la boca del otro para corrernos, desesperados por que no nos descubrieran.
Oímos a muchos tíos entrar y salir durante los siguientes minutos y, cuando no hubo moros en la costa, nos escurrimos hacia el pasillo como una pareja de adolescentes traviesos.
A las puertas del cine, decidí presentarme.
—Me llamo Mel.
Sonrió avergonzado.
—Soy Esteve. Gracias por una tarde encantadora, Mel.
—Todavía no ha acabado —señalé.
—Cierto. ¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora?
Negué con la cabeza. Nada de lo que pudiera hacer aquel hombre me sorprendería.
—Esto.
Abrió la boca y gritó fuerte, como si se estuviera corriendo otra vez. Me uní rápidamente a él, para dar voz al éxtasis que había experimentado durante las pasadas dos horas y que no había podido descargar.
—Esto está mejor. —Suspiró—. ¿Y ahora qué?
Le tomé de la mano.
—Vamos a mi casa para hacer un buen y anticuado polvo. En la cama. Sin restricciones sonoras.
—Me gusta la idea. A propósito, ¿qué te ha parecido la película?
EL REY DE LOS CONSOLADORES
Landon Dixon
Enfilé cruzando las puertas de hierro por un camino asfaltado que describía curvas hacia la colosal puerta principal de la mansión Bisbey. Me apeé de mi cacharro y miré fijamente la monstruosidad arquitectónica: dos resplandecientes pisos de ladrillo rojo con gárgolas de bronce y un frontispicio de columnas góticas sureñas que ponían dientes podridos en la fea cara del edificio. En plena Gran Depresión, era el no va más. Encontrar petróleo en Los Ángeles había enriquecido a unos pocos afortunados, mientras que la mayoría iban arrastrando los pies en la cola de la beneficencia y en las oficinas de empleo.
Evité la aldaba ornamental de latón y golpeé la puerta con el puño. Un criado me hizo entrar en los silenciosos y frescos confines de un vestíbulo con suelo de mármol y subir una sinuosa escalera alfombrada de terciopelo rojo hasta el estudio del segundo piso de la señora de la casa.
Se llamaba Etta Bisbey, y estaba sentada a un escritorio de paneles de roble suficientemente grande como para mantener a flote a veinte supervivientes del Titanic. Se levantó y rodeó pavoneándose la extensión de madera barnizada para que pudiera ver bien todos sus atributos. Y, chico, menudos atributos. Los abundantes y redondos pechos tensaban los botones de su blusa color perla tanto como las protestas de inocencia de Fatty Arbuckle[*] carecían de credibilidad. El resto tampoco era nada despreciable: una cara bonita, pelo negro como la brea recogido sobre la cabeza por los mismos hábiles y afeminados artesanos que sacaban oro de la escoria, talle fino, esbeltas pantorrillas y tobillos estrechos sobresaliendo de una falda de color zafiro.
Estreché la mano que me tendía.
—Me ha dicho usted por teléfono que me necesitaba para encontrar algo —le planteé, hablando de negocios mientras mis ojos hacían inventario. Mantenía el sombrero a la altura de la entrepierna para disimular un bastante descortés desarrollo allí abajo.
—Sí, señor Polk —respondió la señora Bisbey—. Una pieza mía, un objeto artístico, ha sido robado y quiero recuperarlo. —Su mano aleteó sobre su garganta y fue bajando por su pecho.
Tenía una voz y unas maneras un poco demasiado exageradas para mi gusto. Me olió a actriz.
—¿Es usted actriz? —le pregunté.
Quedó impresionada por mis poderes de observación. ¿Qué nena con un cuerpo hecho para la cama como el suyo que viviera en la soleada y pecadora Los Ángeles y fuera viuda de un magnate del petróleo, que en vida había tenido más arrugas en la pija en erección que cuando estaba flácida, no era o había sido actriz?
Hizo una pirueta alejándose de mí, caminó contoneándose hacia la ventana y echó un vistazo a las colinas de Hollywood, tal vez para ofrecerme una vista comparativa.
—Sí, yo era una artista de cierto renombre... en otros tiempos —puntualizó.
Estudié la silueta infame de sus generosas tetas y me acaricié subrepticia y afectuosamente el pene. «¿Se me habrá levantado?»
—Tengo una foto del... objeto. En mi dormitorio.
Fuimos hacia la habitación contigua, un dormitorio amueblado con buen gusto, lo bastante grande para albergar una convención de Wobblies.[*]
Abrió un cajón de la mesilla de noche, sacó una fotografía y me la tendió. Era una foto de diez por quince de un consolador negro... un consolador enorme si yo tenía algún sentido de la perspectiva y sabía algo de penes. Miré la foto y la miré a ella. Se puso más roja que la Rusia de posguerra.
—Es un objeto sin valor alguno para los demás, pero de gran, ah, valor sentimental para mí. —Tomó aire, retorciéndose las manos—. Se lo dio a mi padre el jefe de una tribu del Congo belga, durante uno de sus viajes de exploración, hace muchos años. Se supone que da buena suerte a su propietario.
Y, sin duda, secreciones vaginales a raudales. Dejé la foto del consolador en su cama y le dije:
—No hay trato, muñeca. No me dedico a buscar juguetes sexuales... a menos que sean humanos.
Al fin y al cabo, tenía una reputación que mantener y andar detrás de un almejero no iba a favorecerme en absoluto. Me encaminé hacia la salida.
—¡Señor Polk! —me gritó.
Me di la vuelta y me quedé boquiabierto, sobrecogido por su espectacular torso desnudo.
—Ñam, ñam —murmuré, comiéndome con los ojos sus dos globos blancos como la leche, sus pezones rosados y saltones.
Ella se sostuvo las pesadas tetas y se las apretó; tenía una fuerza increíble en las muñecas.
—¿Está seguro de que no puedo convencerlo para que se ocupe de mi caso? —me susurró.