La rosa de Asturias

Fragmento

 

Título original: Die Rose von Asturien

Traducción: Irene Saslavsky

1.ª edición: septiembre 2012

 

© 2009 Knaur Verlag by DROEMERSCHE VERLAGSANSTALT TH. KNAUR NACHF.

GmbH&Co KG, München

www.droemer-knaur.de

© Ediciones B, S. A., 2012

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.22758-2012

ISBN DIGITAL:  978-84-9019-201-6

 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Mapa

Primera parte. Una vieja enemistad

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

Segunda parte. El reencuentro

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

Tercera parte. Se desencadena la tormenta

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

Cuarta parte. El encargo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

Quinta parte. En España

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

Sexta parte. Zaragoza

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

Séptima parte. Roncesvalles

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

Octava parte. Esclavizados

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

Novena parte. Córdoba

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

Décima parte. El regreso al hogar

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

Trasfondo histórico

Personajes

Glosario

 
 

PRIMERA PARTE

UNA VIEJA ENEMISTAD

 
 

1

Hacia el este, sobre la línea de las montañas, el cielo ya se había oscurecido, aunque un resplandor rojizo aún bañaba el horizonte occidental, como si el día no se decidiera a dar paso a la noche. Sin embargo, el grupo de jinetes seguía avanzando, todos ellos ajenos a la creciente oscuridad y a los maravillosos colores que teñían el cielo. El semblante de su jefe era sombrío y en su mirada ardía la cólera.

Hacía tres días que Rodrigo, prefecto de la marca vascona, perseguía en vano a los ladrones que habían robado uno de sus rebaños de ovejas y cuya pista había perdido otra vez. Aunque creía saber quién era el responsable, se había visto obligado a abandonar la persecución porque el grupo de guerreros que lo acompañaba era demasiado reducido y no podía correr el riesgo de enfrentarse a toda la tribu de los ladrones de ovejas.

Esa era la causa de la rabia y el malhumor general, que los hombres descargaban soltando maldiciones.

—¡Por san Jaime! ¡Cómo se reirán esos salvajes de las montañas al ver que hemos de largarnos como perros, con el rabo entre las piernas! —refunfuñó Ramiro, el lugarteniente del conde.

Este no le hizo caso y le indicó que guardara silencio.

—Cuidado: allí delante hay alguien. ¡Preparad las armas! —ordenó en voz tan queda que solo lo oyó el jinete que cabalgaba justo detrás de él y que transmitió la advertencia a los demás. En pocos instantes, todos aferraron firmemente sus escudos y bajaron las lanzas.

No obstante, el sonido que llamó la atención del conde provenía de un único hombre que se hallaba sentado en una roca, bañado por el resplandor del ocaso, rojo como la sangre. Aunque Rodrigo solo distinguió un contorno borroso, comprendió que se encontraba ante un vascón y desenvainó la espada.

El hombre se puso de pie de inmediato, bajó de la roca dando un brinco y alzó las manos indicando su intención pacífica.

—Que disfrutes de una bonita noche, conde Rodrigo —lo saludó.

—¡Será aún más bonita cuando tu sangre manche mi espada! —exclamó este por toda respuesta. Sin embargo, no arremetió, sino que se limitó a observar fijamente al vascón. Ya se había encontrado un par de veces con ese individuo y creyó recordar su nombre, pero fingió no conocerlo—. ¿Qué quieres? ¡Habla con rapidez, mi espada está sedienta!

—Quiero conversar contigo, conde Rodrigo, y hacerte un favor. —El vascón dirigió una mirada elocuente a los acompañantes del conde—. Preferiría que departiéramos a solas.

El conde negó con la cabeza.

—He confiado mi vida a mis hombres, así que habla, si quieres conservar la tuya.

—Han de jurar que no dirán nada acerca de lo que oigan —exigió el vascón.

—Mis guerreros no son unos bocazas. ¡Y ahora habla de una vez!

El conde indicó a sus hombres que rodearan al vascón y estos le apuntaron con sus lanzas. El hombre se humedeció los labios resecos y soltó una carcajada para disimular su inquietud.

—Estás buscando a los hombres que robaron tus ovejas. ¿Qué dirías si te ayudo a atrapar a su cabecilla y sus compinches?

El semblante del conde se volvió aún más sombrío.

—Si pretendes burlarte de mí, has elegido el peor día para hacerlo.

Durante un instante pareció a punto de arremeter contra el vascón con la espada, pero luego venció la curiosidad.

—Suponiendo que hablaras en serio, ¿por qué habrías de hacerlo?

—Tu enemigo me ha ofendido gravemente —contestó el vascón tras vacilar un instante.

El conde esbozó una sonrisa burlona.

—¿Y pretendes que te crea? Conozco perfectamente la relación que guardas con ese ladrón de ovejas, así que quieres que te lo quite de en medio para que en adelante seas tú quien me las robe, ¿verdad?

El hombre comprendió que esa no era una solución del agrado del conde y dijo:

—¿Qué te parecería si nuestra tribu considerara las ovejas como un tributo, en vez de robártelas?

El conde asintió.

—Una idea aceptable, pero entonces habría de ir a vuestra aldea para aceptar el juramento de lealtad, y a saber si una lucha previa.

El vascón no estaba muy de acuerdo con dicha propuesta, pero por fin inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—De acuerdo. Pero para ello habrá que distraer al guardia, y yo no puedo hacerlo. Tú, en cambio, sí estás en disposición de llevarlo a cabo —dijo el hombre, que se acercó al conde y le susurró unas palabras al oído. Rodrigo asintió con una sonrisa.

—Muy bien. Pero pobre de ti si me has mentido. ¡Las montañas no serán lo bastante altas ni remotas para preservarte de mi venganza!

El vascón rio.

—Te entregaré a tu peor enemigo y tú serás el señor de mi tribu. Considero que por ello, más que una amenaza, merezco una recompensa.

—Conservar la vida ya es recompensa suficiente —lo interrumpió Ramiro. Se fiaba aún menos de los vascones que su señor y habría preferido derribarlo de un lanzazo.

Pero el conde alzó la mano.

—¡Alto! No perdemos nada simulando que le creemos. Si sus palabras son sinceras, nos desharemos de un enemigo tozudo e incrementaremos nuestra influencia en esta comarca. Si trata de engañarnos, nuestras espadas y lanzas le darán una lección. —Luego Rodrigo volvió a dirigirse al vascón—. ¿Dices que mañana por la noche tu jefe quiere robar otro rebaño? Al parecer, cree que al habernos obligado a perseguirlo hasta aquí no nos interpondremos en su camino.

—Así es, conde Rodrigo —se apresuró a contestar el vascón.

—¡Bien! Aguardaremos su llegada. Si no acude, será mejor que no te apresures a presentarte ante mí otra vez. ¡Adiós!

El conde indicó a sus hombres que lo siguieran y el vascón se quedó a solas. En su rostro se reflejaban la codicia y cierto triunfo. Si el conde no cometía un error, en pocos días se convertiría en el amo de su tribu y por fin ocuparía el puesto que tanto ansiaba desde hacía años.

 

2

El conde Rodrigo indicó a su lugarteniente que se aproximara.

—¿Está todo dispuesto?

—¡Lo está, don Rodrigo! —exclamó Ramiro. Debido a la excitación se dirigió a su señor con su nombre castellano en vez de emplear la variante visigoda, Roderich.

El conde agitó la cabeza, contrariado, pero no hizo ningún comentario, sino que atisbó entre los árboles del denso bosque en el que él y sus jinetes se ocultaban, procurando no perder de vista el prado y los tres pastores que vigilaban unas docenas de ovejas. Cuatro grandes perros blancos y negros rodeaban el rebaño.

«Una imagen muy tentadora para mi enemigo», pensó Rodrigo, aún preocupado por la posibilidad de que él y sus hombres fueran descubiertos.

—¡Evitad que vuestros caballos relinchen! —La advertencia era innecesaria, puesto que todos sabían lo que estaba en juego. Solo lograrían atrapar a los ladrones de ovejas si lograban que cayeran en la trampa.

—Uno de los pastores ha hecho una señal. ¡Al parecer, él o uno de los perros ha notado algo! —Aunque Ramiro habló en un susurro, su jefe le lanzó una mirada de desaprobación.

También el conde Rodrigo se había percatado de que los perros estaban inquietos. En general, tres pastores y cuatro perros eran suficientes para amedrentar a media docena de ladrones de ovejas, pero quizá su enemigo personal se acercaba en compañía de un grupo de guerreros no menor que el que lo acompañaba a él. Había elegido a los hombres de su guardia de corps con esmero: cada uno de ellos era capaz de enfrentarse a dos o tres adversarios. Además montaban a caballo y, gracias a sus largas lanzas, aventajaban a cualquier guerrero de a pie.

—¡Están allí arriba! —Uno de sus soldados indicó una ladera rocosa a la izquierda del prado.

El conde también los vio: al menos dos docenas de hombres se acercaban sigilosamente al amparo de las rocas, muchos más de los que él había esperado. Los vascones avanzaban con el viento en contra, pero el perro ovejero igualmente los había venteado. Obedeciendo una señal de un pastor, los perros condujeron el rebaño hacia el bosquecillo en el que se ocultaban los jinetes.

El conde Rodrigo comprendió que esos condenados salvajes de las montañas le habrían robado otro rebaño si el traidor no lo hubiese advertido y, con expresión airada, dirigió una señal a sus hombres.

—Esta vez les daremos una lección. No tomaremos prisioneros, a excepción de... —se interrumpió, indicando a uno de los vascones— ese rubio de allí. ¡A ese dejadlo con vida! Todavía nos hace falta.

—¿Quieres que lo tomemos prisionero? —preguntó Ramiro.

—Sí, pero ha de estar herido. Ileso no nos serviría de nada. ¡Y ahora guardad silencio! Los bellacos se aproximan.

El conde procuró desenvainar su espada sin hacer ruido y esbozó una mueca de rabia. Esa noche los ladrones de ovejas pagarían por todas las molestias causadas durante años. Clavó la mirada en el cabecilla de los vascones, no muy alto pero musculoso. Ya no sabía cuántas veces le había tomado el pelo ese canalla. Era de suponer que hacía años que su mujer ya no guisaba sus propios corderos, dada la cantidad de animales que su marido les había robado a sus vecinos y llevado a casa.

Entretanto, los atacantes se habían acercado y se abalanzaron sobre los pastores, profiriendo alaridos. Al principio, estos alzaron sus cayados rematados con puntas de hierro, ideales para luchar contra los osos, los lobos y los ladrones de ganado, pero luego retrocedieron asustados ante los numerosos vascones e impulsaron a las ovejas cuesta abajo.

—Bien hecho —murmuró el conde, refrenando a su inquieta cabalgadura. Sus hombres también ansiaban echarse sobre los ladrones—. ¡Aguardad! —ordenó, alzando el brazo con ademán autoritario—. Hemos de esperar a que todos los atacantes se encuentren en el prado, no quiero que uno de ellos se escabulla entre las rocas y escape. Nuestros caballos han de dirigirse allí arriba.

Uno de los hombres rio, pero calló de inmediato cuando Ramiro le pegó un golpe. Afortunadamente, los vascones hacían tanto ruido que no lo hubiesen oído. Seguros del éxito, se reunieron en la parte superior del prado y su cabecilla les indicó que se dividieran y cogieran las ovejas.

Ese era el momento que había esperado Rodrigo.

—¡Adelante! —gritó y azuzó a su semental. Mientras cabalgó entre los árboles avanzó con cautela, pero en cuanto alcanzó el prado clavó espuelas. A sus espaldas, sus jinetes surgieron del bosque y se abalanzaron sobre los sorprendidos enemigos.

El jefe de los vascones ordenó a sus hombres que corrieran hacia la ladera rocosa y él también trató de ponerse a salvo, pero los jinetes de Rodrigo lo habían previsto y les cortaron el paso lanza en ristre. En las montañas, los vascones eran enemigos peligrosos que atacaban por la espalda y trepaban con tanta agilidad como sus cabras. Pero allí, en ese prado que solo mostraba una ligera pendiente, estaban atrapados. Rodeados por la pinza formada por los jinetes mejor armados que ellos, los ladrones de ovejas intentaron huir, pero fue sin éxito. Algunos incluso arrojaron las lanzas y trataron de ponerse a salvo brincando sobre las rocas, pero fueron estos los primeros en morir.

El cabecilla de los vascones intentó formar un círculo defensivo con los sobrevivientes, pero los astures aprovecharon la ventaja ofrecida por sus lanzas más largas. Ninguno de ellos sufrió heridas graves, mientras que los vascones cayeron uno tras otro.

Al final, los únicos que seguían en pie eran el cabecilla y el muchacho rubio. Tras intercambiar una mirada, soltaron un rugido y se lanzaron contra los astures.

El conde Rodrigo advirtió que el rubio, herido en el muslo y el hombro, procuraba seguir luchando; luego se vio frente al cabecilla de los ladrones, que mantenía los ojos puestos en su cabalgadura. Rodrigo, sospechando que el bellaco quería matar a su semental con el fin de derribarlo, obligó al animal a retroceder. Antes de que el vascón pudiera seguirlo, Ramiro y otros hombres lo asaetaron con las lanzas.

Mientras el vascón caía al suelo, Ramiro soltó una carcajada de alivio.

—Ese ha robado la última oveja de nuestro rebaño, don Rodrigo.

—Envolved el cadáver en una manta y cargadlo a lomos de un caballo. ¿Qué pasa con el rubio? ¿Sigue con vida?

Ramiro asintió.

—Sí, señor. Aunque no comprendo por qué no lo matamos a él también.

—Te he dicho que aún lo necesitamos, así que encárgate de que siga con vida durante el tiempo suficiente. Nuestros heridos permanecerán aquí y ayudarán a los pastores a arrojar a los ladrones al precipicio más próximo. ¡Los demás, seguidme!

El conde Rodrigo estaba satisfecho. Se lamentaba de no haber matado al cabecilla él mismo, pero su semental era demasiado valioso para dejar que un salvaje de las montañas le clavara una lanza. Además, su adversario era un ladrón, y como tal había muerto.

—¡En marcha! Aún hemos de hacer una pequeña excursión hasta las montañas de allí delante. Coge dos jinetes, Ramiro, transporta al herido más allá de la frontera y déjalo tendido a un lado del camino. Procura que los habitantes os vean, pero no os dejéis atrapar.

—¡Desde luego que no, conde Roderich! —contestó su lugarteniente: había recordado a tiempo que su señor prefería que le hablara en visigodo y se despidió con una sonrisa alegre.

—Volveréis a reuniros con nosotros poco antes de que alcancemos nuestro objetivo. ¡Y ahora daos prisa! —El conde saludó a Ramiro y a sus dos acompañantes con una breve inclinación de la cabeza y emprendió la expedición seguido de sus hombres, que saboreaban su reciente victoria y estaban dispuestos a seguirlo hasta las puertas del infierno.

 

3

Atónita, Maite contempló a los jinetes que entraron en su aldea con expresión altiva, como si estuvieran en su derecho, y deseó que su padre estuviera allí para enseñarles los dientes a esos tunantes. Se trataba de dos docenas de guerreros con armadura de hierro, espada y casco. Casi todos sujetaban una larga lanza con la derecha y conducían a los caballos con la izquierda; llevaban los escudos en la espalda, como si no tuvieran nada que temer, pero se trataba de guerreros astures, los peores enemigos que Maite podía imaginar.

Su jefe era un auténtico visigodo, un hombre que incluso sentado en la silla de montar parecía alto y que llevaba una cota de malla de estilo sarraceno; los cabellos rubios le llegaban hasta los hombros y la mirada de sus ojos azules era tan fría como el hielo. Con aire desdeñoso, contempló la aldea, cuyas casas eran de madera y piedra. Consideraba que Askaiz era un pueblucho cuyo habitante más rico apenas poseía más bienes que el más pobre y en el que la mujer del jefe debía lavar su ropa al igual que la más humilde de las siervas.

Pero el conde no había acudido allí para contemplar el villorrio. Hizo una señal a uno de sus hombres y este hizo avanzar un caballo de carga, cortó las cuerdas que sostenían un bulto alargado envuelto en una tela sujeta al lomo del animal y lo dejó caer al suelo. Luego cogió la tela, tiró de ella y descubrió un cadáver ensangrentado.

Cuando los habitantes de la aldea reconocieron al muerto soltaron gritos y aullidos, y las laderas de las montañas devolvieron el eco de sus lamentos. Como los adultos le impedían la visión, Maite se dirigió a Estinne, la mujer de su tío, y preguntó:

—¿Qué ocurre?

—¡Nada, niña! —exclamó la mujer, mientras procuraba apartarla de allí.

Maite se zafó y se abrió paso por entre la multitud. Solo tardó unos instantes en identificar al cadáver ensangrentado: era su padre. Al principio se quedó paralizada, pero luego soltó un alarido tan sonoro y agudo que los caballos de los invasores se encabritaron.

Apretó los puños y se dispuso a abalanzarse sobre los astures, pero una mujer la retuvo.

—¡Cállate, pequeña! De lo contrario, esos malvados te harán daño.

El conde Rodrigo dejó que los aldeanos, que contemplaban a su jefe muerto con el rostro desencajado, asumieran el cambio de situación. Después empezó a hablar en tono alto y claro.

—Vuestro jefe Íker y sus compinches se acercaron demasiado a mis rebaños de ovejas y mis pastores les dieron su merecido. Os he traído su cadáver para que sepáis lo que os espera si alguno de vosotros vuelve a cometer la osadía de acercarse a mi ganado.

Maite quiso gritar a ese hombre que su padre era un gran guerrero que se habría enfrentado a una docena de pastores astures, pero la mujer que la sujetaba le tapó la boca de forma que apenas podía respirar. Maite se debatió con furia, procurando soltarse; entonces se acercó Estinne y ayudó a sujetar a la enfurecida niña.

Lo único que Maite pudo hacer fue lanzar miradas furibundas a los aldeanos, inmóviles como corderos aterrados pese a que superaban en número a los hombres de Rodrigo. Los astures habían aparecido en Askaiz sin que Asier, que debía haber montado guardia, advirtiera a la aldea, y los habitantes mantenían la vista clavada en las brillantes espadas y lanzas de los intrusos sin atreverse a mover un dedo.

En ese momento, más que espanto o tristeza lo que Maite sentía era ira. Sabía que su padre habría podido acabar con ese conde arrogante y sus jinetes, así que solo había una explicación: los astures debían de haberle tendido una trampa.

El conde Rodrigo ni siquiera se percató de los gestos amenazantes de la niña y se limitó a deslizar la mirada por los rostros aterrados de los habitantes de Askaiz con aire satisfecho. «Sin un jefe audaz como Íker son como corderos temblando ante el lobo», pensó, y acto seguido señaló a uno de los hombres.

—¿Y ahora quién es vuestro líder? ¡Que dé un paso adelante y escuche lo que he de decirle!

Algunos de los aldeanos abrieron paso al cuñado del jefe muerto. Okin, que hacía tiempo había dejado atrás la treintena, era un hombre fornido de rostro redondo que parecía haber perdido su expresión amargada habitual. Se acercó al caballo de Rodrigo con paso decidido, cruzó los brazos y preguntó:

—¿Qué quieres?

Durante un instante una leve sonrisa atravesó el rostro del astur, luego las miradas de ambos hombres se encontraron en silencioso acuerdo. Pero cuando Rodrigo habló, lo hizo en tono duro.

—¿Eres el nuevo jefe?

—Soy el cuñado de Íker y él me encargó que dirigiera la tribu durante su ausencia.

—Entonces de ahora en adelante tendrás esa responsabilidad, ¡a menos que Íker regrese del infierno! —Rodrigo soltó una carcajada, al tiempo que un brillo de satisfacción iluminaba la mirada de Okin.

Entonces un anciano dio un paso adelante y alzó la mano.

—El visigodo puede decir lo que se le antoje, Okin. Solo serás nuestro cabecilla hasta que la hija de Íker tenga la edad suficiente para elegir marido. ¡Entonces este ocupará el lugar de su padre!

Aunque Maite solo tenía ocho años, comprendió que hablaban de ella. Tras la muerte de su padre, era la única por cuyas venas fluía la sangre de los antiguos jefes y era su deber pasarla a la siguiente generación... cuando tuviera la edad necesaria para ello. Eso la enfureció todavía más, porque ahora no había nadie que pudiera impedir que su tío se las diera de jefe ante los demás miembros de la tribu, como siempre hacía cuando su padre estaba ausente. Y también ahora se daba aires y hablaba con el cabecilla astur —el asesino de su padre— como si se tratara de un huésped bien recibido. En lugar de eso, ella habría animado a los hombres a vengar a su jefe muerto. «Pero para eso es demasiado cobarde», pensó, embargada por el odio.

Rodrigo no parecía interesado en las objeciones del anciano; acercó su cabalgadura a Okin y lo rozó con la punta de la bota.

—Tú y tu gente juraréis fidelidad al rey Aurelio y en el futuro me pagaréis tributos a mí. ¡De lo contrario, regresaré y de vuestra tribu no quedará ni el nombre!

Un murmullo de indignación surgió entre los hombres y las mujeres que hasta ese momento habían permanecido en el fondo, pero nadie osó oponerse a las descaradas exigencias del conde astur. Maite se avergonzaba cada vez más de su pueblo, que se postraba ante el astur en vez de derribarlo de su montura para hacerle pagar por la muerte de Íker.

Entretanto, Estinne había aflojado su presa y Maite se zafó. Presa de la cólera, echó a correr hacia Rodrigo. Su tío la vio y trató de detenerla, pero antes de que la niña llegara junto al conde dio un paso atrás e introdujo los pulgares en el cinto, como si lo que estaba a punto de suceder no fuera con él.

Cuando la pequeña llegó junto al semental del astur se dio cuenta de que no podía hacer nada. Ni siquiera tenía un cuchillo y, desesperada, le pegó un puñetazo en la pierna derecha y le gritó todos los insultos que conocía.

Desconcertado, Rodrigo tardó unos instantes en reaccionar, luego la cogió del cuello y la sostuvo, de modo que sus puños ya no pudieron alcanzarlo.

—¿Quién es esta criatura? —preguntó.

—Maite, la hija de Íker —contestó Okin sin titubear.

—¡Una niña valiente! Bien, pronto domaremos a esta fiera. —Rodrigo rio y depositó a Maite en manos de uno de sus guerreros—. ¡Cógela, Ramiro! Cuida de la pequeña. Deberías maniatarla, porque me parece que les ha echado el ojo a nuestros puñales. Cuando lleguemos a casa, Alma se encargará de ella. Si alguien es capaz de domar a este mal bicho es ella.

Sus guerreros también rieron, puesto que no en vano la mayordoma del castillo era conocida como Alma el Dragón. La pequeña tendría que someterse a ella si no quería recibir una buena tunda. Ninguno de ellos se tomó en serio el odio que brillaba en la mirada de Maite: para ellos solo era una niña que pronto se vería obligada a adaptarse a las nuevas circunstancias.

El conde Rodrigo volvió a dirigirse a Okin.

—¡Ahora sabes quiénes son tus amos! Atente a ello, de lo contrario la próxima vez os costará más que un par de muertos. —Tras lanzar un vistazo al cadáver del jefe como si fuera un ciervo abatido, indicó a sus hombres que lo siguieran.

Maite se debatió con desesperación, pero Ramiro le pegó una bofetada que casi la dejó sin sentido. Antes de que pudiera reaccionar, el astur la maniató con una cuerda áspera y la sentó delante de él en el caballo. Cuando, furibunda, asestó una patada en el cuello al animal, recibió otro bofetón que la obligó a apretar los dientes para no soltar un grito de dolor. Aunque era la hija de Íker y estaba decidida a no demostrar debilidad ante los astures, no osó seguir repartiendo patadas y tampoco logró reprimir las lágrimas que se derramaban por sus mejillas cuando su aldea natal fue quedando cada vez más atrás.

 

4

Una vez que los astures se marcharon, un silencio absoluto se instaló en la aldea. Después los habitantes se reunieron en torno a Okin y lo contemplaron con expresión expectante. Por fin un anciano manifestó lo que todos pensaban.

—¿Cómo ha podido ocurrir?

—¿Y cómo voy a saberlo? —gritó Okin—. Mi cuñado se empeñó en robarle las ovejas a Rodrigo, ¡y ahora yace ahí, muerto!

—Quiero saber por qué Asier no nos advirtió. ¡De lo contrario podríamos haberles preparado una buena bienvenida a esos perros astures! —exclamó un aldeano.

Okin se volvió, enfadado.

—¿Acaso crees que podríamos haber acabado con esos jinetes, sus armaduras y sus espadas? ¡Echa un vistazo a lo que nos rodea! ¿Qué ves? Muchachos que nunca han participado en una batalla y ancianos como tú. Íker condujo a la muerte a demasiados de nuestros guerreros. ¡Que arda en el infierno por ello!

Los murmullos de la multitud indicaban claramente que no todos estaban de acuerdo con él. Algunas mujeres, cuyos maridos e hijos habían partido junto con Íker, prorrumpieron en gritos y lamentos y se golpearon el pecho como dementes.

—¡Si nos hubieran advertido, podríamos haber ido a las otras aldeas en busca de ayuda! —El anciano aún estaba enfadado con el guardia que no había dado la alarma a tiempo.

—No disponíamos de tiempo suficiente —objetó Okin. Sin embargo, sabía que, dada la situación, no debía dar la impresión de ser un perro con el rabo entre las patas, así que apretó los puños y agregó—: Puede que hayan matado a Íker y a nuestros jóvenes guerreros, pero ni por esas lograrán doblegarnos. Iremos en busca de jóvenes de otras aldeas para que esto así jamás vuelva a repetirse.

—Así que no pagaremos tributos a ese astur arrogante —añadió el anciano en tono satisfecho.

Okin se encogió de hombros.

—Quizá tengamos que darle algunas ovejas un par de veces, pero en cuanto nuestros muchachos se hayan convertido en guerreros, el astur no recibirá ni un solo vellón sarnoso más.

Algunos exaltados hicieron rechinar los dientes, pero la mayoría de los aldeanos se dio por conforme: sabían que la tribu tardaría un tiempo en reemplazar a los guerreros muertos.

No obstante, una de las mujeres se negó a darse por satisfecha y espetó a Okin:

—Deberíais avergonzaros por haber permitido que los astures se llevaran a la hija de Íker, así sin más. ¡El año pasado la pobre niña ya perdió a su madre, y ahora esto!

—No matarán a Maite —replicó Okin, irritado.

La mujer lo miró como si no comprendiera cómo podía decir semejante sandez.

—¡La convertirán en una astur, y eso es mucho peor!

—¡No entiendo por qué la muy estúpida tuvo que abalanzarse sobre Rodrigo! —Pero sus palabras solo sirvieron para indignar aún más a la mujer.

—¿Y por qué tuviste que decirle que se trataba de la hija de Íker? —chilló esta.

—Si Maite no se casa con el hombre adecuado, tendremos que unirnos al jefe Eneko de Nafarroa para evitar que los astures nos dominen —vaticinó uno de los ancianos con voz sombría.

Okin hizo un ademán desdeñoso.

—¡Eso aún no ha ocurrido! —soltó. Pero se alegró cuando un muchacho que había echado un vistazo al valle exclamó:

—Un hombre se acerca por el camino, ¡y lleva a otro cargado a la espalda!

Entonces los demás también lo vieron. La mujer que hacía un momento discutía con Okin entornó los ojos para ver mejor.

—¡Pero si es Asier! ¿Cómo...? —se interrumpió con un gesto de desconcierto.

—Ahora tendrá que explicar ese bellaco por qué abandonó su puesto, y si no tiene un buen motivo me las pagará —dijo Okin al tiempo que desenvainaba su puñal, con lo cual logró escapar del enfado de la mujer.

—¿También quieres matarlo a él, cuando ya hemos perdido a tantos de los nuestros?

Por toda respuesta Okin soltó una blasfemia y se acercó al muchacho que se tambaleaba bajo el peso del cuerpo.

—¡Es Danel, mi hermano! La gente de Guizora lo encontró dos valles más allá y fue a buscarme. Lo han malherido, pero aún está con vida. Al parecer, los hombres de Íker cayeron en una trampa y murieron. Los astures dejaron a Danel en la frontera de nuestras tierras, quizá para que lo encontrasen. No sé por qué, pero...

—¡Pero yo sí lo sé! —gritó Okin—. Para que los habitantes de Guizora lo encontraran y fueran en tu busca. Y tú, pedazo de necio, abandonaste tu puesto y así permitiste que los astures alcanzaran Askaiz sin que nadie se lo impidiera.

—¿Qué estás diciendo? —Asier lo miró, horrorizado.

—¡Los astures han estado aquí! Arrojaron el cadáver de Íker en la plaza de la aldea y se llevaron a su hija.

—¿Maite? Pero... ¿cómo...? —Desconcertado, Asier sacudió la cabeza.

Uno de los ancianos frunció el entrecejo y señaló a Okin con el dedo.

—Hablas como si todo hubiera sucedido según un plan premeditado, pero es imposible que los astures supieran que el hermano de Danel montaría guardia.

—¡Pero los de Guizora sí lo sabían! —rugió Okin, como si tuviera que dar rienda suelta a su indignación. Sus palabras sembraron la desconfianza respecto de la aldea vecina. Si llevaba razón, allí debía de haber un traidor que se había puesto del lado de los astures.

Uno de los ancianos asintió con aire compungido.

—Amets de Guizora siempre envidió a Íker. Además, es su primo tercero, y él también pertenece a la estirpe de los antiguos jefes.

Okin esbozó un gesto desdeñoso.

—¡Por sus venas no fluye más sangre de jefes que por las mías! ¡Askaiz siempre fue el centro de nuestra tribu, y seguirá siéndolo!

Se alzó un murmullo de aprobación; Okin cruzó los brazos y reprimió una sonrisa de satisfacción. Al parecer, aquel día había matado tres pájaros de un solo flechazo: su cuñado había muerto, su hija era prisionera de los astures y el prestigio de su rival Amets de Guizora había quedado tan mermado que ningún habitante de Askaiz lo aceptaría como su líder.

 

5

Aunque le ardían las mejillas debido a las bofetadas de Ramiro y la pena por su padre le estrujaba el corazón, Maite apretó los dientes. Era la hija de un jefe y no debía decepcionar a Íker ni a su tribu, por eso se grabó en la memoria los detalles más importantes del camino que recorría la expedición y juró huir en cuanto se presentara la oportunidad. Pese a conocer los peligros que amenazaban a una niña como ella, no se dejó impresionar; tampoco permitió que la amedrentara la distancia que la separaba de su aldea natal a medida que los astures avanzaban: lograría encontrar el camino a casa desde cualquier lugar. Sus acompañantes eran rudos guerreros y no le prestaban más atención de la imprescindible. De vez en cuando, Ramiro le alcanzaba un mendrugo o le dejaba saciar la sed en un arroyo. Después empezó a cansarse de atarla y desatarla una y otra vez, y se dirigió al conde.

—¿No creéis que ya está bastante domada, señor?

Rodrigo bajó la mirada para contemplar a la niña pequeña y delgada que se acurrucaba en el suelo y sacudió la cabeza.

—Por mí puedes desatarla. No creo que escape.

«Eres el único que cree que no escaparé», pensó Maite, pero como Ramiro no la perdía de vista, no cometió el error de huir durante aquel descanso. Gracias a sus caballos, los astures no tardarían en darle alcance.

Aunque había intercedido por Maite, Ramiro se cuidó de que no se hiciera con su puñal. Pero la cólera inicial de Maite se había disipado y había comprendido que esa no era la manera de vengar a su padre. No tenía la fuerza necesaria para clavarle un puñal a través de la cota la malla al hombre que la vigilaba. Además, la muerte de Ramiro no cambiaría nada: en todo caso, tendría que matar al conde Rodrigo, que montaba muy por delante de los demás y cuya cota de malla parecía tan sólida como si la hubiera confeccionado un forjador de armas hechicero. Como de momento no podía huir ni vengarse, Maite optó por fingir que se sometía.

El conde Rodrigo estaba muy satisfecho con el éxito alcanzado. La muerte de Íker de Askaiz suponía haberse deshecho del único cabecilla capaz de haber unido a las tribus vasconas allende la frontera. Ahora ya no quedaba ningún líder en disposición de enfrentarse al poder astur a excepción de Eneko Aritza, que había fundado un pequeño reino en Nafarroa.

—¡El traidor hizo un trabajo estupendo! —Embriagado por el éxito, Rodrigo no prestó atención a la pequeña prisionera que, al oír la palabra «traidor», alzó la cabeza. ¡Su padre había sido víctima de una traición! Para Maite ello suponía un gran dolor, porque amaba su aldea natal de Askaiz y también había visitado Guizora y las otras aldeas de la tribu con frecuencia. Allí siempre la habían tratado bien, muchos le habían regalado tartas de miel y sabrosas nueces, así que la idea de que una de aquellas personas fuera culpable de la muerte de su padre le resultaba insoportable.

—¡Mi pariente, el rey, estará muy satisfecho! —exclamó Rodrigo, soltando una carcajada. Aunque Urraca, su mujer, solo era una hermana ilegítima del conde Silo, un primo del rey Aurelio, el enlace con ella le había proporcionado rango y prestigio.

Sus hombres rieron, puesto que pocas veces habían alcanzado el éxito con mayor facilidad, y se burlaron de Íker de Askaiz, que había caído en la trampa como un oso tentado por la miel. Por lo visto no sospechaban que, al ser hija del cabecilla, su prisionera no solo hablaba su lengua materna, el vascuence, sino que también había aprendido el astur. Maite aguzó el oído, pero lamentó que en ningún momento mencionaran el nombre del que había traicionado a su padre.

No obstante, Maite juró desquitarse de ese canalla. Era consciente de que tardaría años en poder emprender su venganza y sabía que quizá quien tendría que matarlo sería el hombre con quien se casara, pero se juró que algún día sumergiría las manos en la sangre de aquel renegado que la había desprovisto, a ella y a su tribu, de un líder. Sumida en sus ideas de venganza, solo entonces se percató de que el grupo se acercaba a su destino. Primero cabalgaron a través de una población cuatro veces más grande que su aldea natal de Askaiz. Aunque los habitantes hablaban un dialecto similar, hacía muchos años que habían sido sometidos por los visigodos y ya habían olvidado lo que significaba ser vascón. Saludaron al conde con expresión sumisa y contemplaron a su joven prisionera con mirada curiosa.

—¿Quién es esa, don Rodrigo? —preguntó una muchacha que llevaba un largo vestido de color pardo.

—Una pequeña gata montés que le regalaré a mi hija —respondió el conde, riendo.

Aunque se llamaba a sí mismo Roderich, su nombre visigodo, había aceptado que los demás lo llamaran Rodrigo, la versión castellana del mismo. Durante siglos, su pueblo había ejercido el dominio sobre los antiguos habitantes de la península y había conservado su lengua y sus costumbres. Sin embargo, era consciente de que el poder de los últimos visigodos ya no bastaba para conservar los escasos territorios no ocupados por los sarracenos. Para ello necesitaban a los hispanos, y si a cambio estos se convertían en buenos astures, Rodrigo se daría por conforme.

Rodrigo saludó a los aldeanos y contempló a los muchachos que ponían fin a su labor en los campos e iniciaban su práctica con las armas. Incorporaría una o dos docenas de ellos en su guardia personal, en reemplazo de algunos guerreros mayores que ya pensaban en casarse.

Satisfecho de las circunstancias en su esfera de influencia siguió cabalgando y, tras dejar atrás la aldea, tomó por un camino abrupto que ascendía la montaña. Aunque el acceso al castillo era difícil, servía para mantener a raya a los jinetes sarracenos. Rodrigo se enorgullecía de que, durante los años en los que él había sido conde de la marca, los enemigos jamás habían logrado atacarlo con éxito. Entretanto, el castillo también había llamado la atención de Maite. Este se elevaba por encima del valle en una saliente rocosa, rodeado por una alta muralla. Una única puerta daba a un patio alargado, en cuyo perímetro se alzaban varios edificios. Maite se sorprendió al ver que, a diferencia de su aldea, tanto las murallas como la mayoría de las casas eran de sillares tallados y no de mampuestos. Solo algunas construcciones situadas en los límites eran de piedras irregulares, pero el balido de las ovejas reveló que se trataban de establos.

El edificio principal era una casa alargada de pequeñas ventanas similares a troneras y una puerta con herrajes de bronce. El conde Rodrigo detuve su corcel ante la entrada, desmontó y entregó las riendas a un mozo que se acercó presuroso.

—¡Almoházalo bien y dale cebada! —Al tiempo que lo decía, pensó que podría haberse ahorrado dicha orden. Era de suponer que sus mozos de cuadra sabían mejor que él cómo tratar a su semental y a los caballos de sus guerreros. Le palmeó el hombro y se dirigió a sus acompañantes—. Ocuparos de vuestras cabalgaduras y después haced que os sirvan una copa de vino. ¡Aunque solo nos hemos enfrentado a unos cuantos salvajes de las montañas, hemos de celebrar la victoria!

Mientras tanto Urraca, la esposa de Rodrigo, apareció en la puerta y escuchó sus últimas palabras.

—¡Los hombres solo pensáis en las celebraciones!

Rodrigo se acercó a ella riendo y la abrazó.

—Es que tenemos buenos motivos para ello, querida mía. A fin de cuentas, hemos puesto fin a los ataques de Íker y obligado a su tribu a someterse a nosotros. Tu hermano estará satisfecho.

Urraca conocía mejor a su marido que a su hermano. Se había criado en una remota aldea y solo cobró importancia para Silo cuando este empezó a albergar esperanzas de convertirse en sucesor del rey Aurelio, para lo cual necesitaba aliados. A causa de ello, ofreció la mano de su hermanastra a Rodrigo y así se aseguró el apoyo del conde de la marca. Aunque el matrimonio solo era el resultado de una jugada política, Urraca y Rodrigo se llevaban muy bien, pese a que este recordaba con nostalgia el pasado y no lograba olvidar que era uno de los últimos auténticos visigodos. Los hijos de ambos serían astures y se enorgullecerían de pertenecer a ambos pueblos. Urraca se rozó el vientre con la mano, sonriendo. Rodrigo aún no lo sabía, pero Urraca esperaba que, tras dar a luz a una hija, dentro de seis meses, le proporcionaría un heredero varón. Esa noche quería confiarle su pequeño secreto, pero entonces se volvió hacia el extraño botín que él le había traído.

—¿Desde cuándo robas niños, esposo mío?

—¿Te refieres a la pequeña fiera? Es la hija de Íker y quiero que Alma se haga cargo de ella. Si Ermengilda lo desea, será su doncella.

Maite frunció los labios. ¡Nunca sería la criada de una astur! Mientras reflexionaba sobre cómo escapar del bien vigilado castillo, Ramiro desmontó y le tendió los brazos para bajarla del caballo. La depositó en el suelo, le pasó la mano por los cabellos y, riendo, dijo:

—¡Pórtate bien, fierecilla!

Maite entrecerró los ojos y se preguntó si ese astur era tan tonto como para creer que ella olvidaría que él y sus amigos habían matado a su padre y la habían raptado. Deseó morderle la mano, pero Ramiro ya se había alejado. Se armó de valor y contempló a la mujer rolliza cuyos cabellos eran del mismo color castaño que los suyos y cuyos ojos parecían piedras grandes y relucientes. «Parecen los ojos de una vaca», pensó y se alegró de que los suyos fueran de un color castaño claro y no tan desorbitados como los de la mujer. El vestido de la astur era más precioso que cualquiera que hubiera poseído su madre, y además una cadena de oro le rodeaba el cuello. «Parece una vaca con cadena y todo», se dijo Maite con una mueca desdeñosa.

Cuando doña Urraca se disponía a llamar a su mayordoma, la puerta se abrió y una figura menuda salió presurosa: una niña cuyos rizos rubios brillaban a los rayos del sol. Presa del asombro, Maite comprobó que llevaba un vestido entallado y hasta zapatos. Estaban a principios de otoño y, tras el largo verano, el suelo aún estaba tibio. Ni siquiera su madre hubiera llevado zapatos en es época del año.

La niña rubia abrazó al conde y a continuación señaló a Maite.

—¿Me regalas esa esclava, papá?

—¡No soy una esclava! —exclamó Maite. Eran las primeras palabras en astur que pronunciaba.

El conde alzó la cabeza con aire desconcertado.

—¿Comprendes lo que decimos? Muy bien, así te adaptarás con mayor rapidez.

—¡Por favor, padre! ¡Dámela! —Ermengilda contempló a su padre con ojos brillantes. Sabía que la quería mucho, puesto que tenía más aspecto de visigoda que su madre. Hasta tenía ojos azules, solo que los suyos eran del color del cielo estival y no tan claros como los del conde.

—¡Claro que te la regalo! Si no te obedeciera, la vara de Alma bastará para que lo haga.

El conde besó a su hija y luego, considerando que tenía asuntos más importantes que hacer que ocuparse de una pequeña vascona, entró en la casa.

Ermengilda caminó en torno a Maite y la examinó. «Esta criatura sucia y flaca no parece gran cosa —pensó—. ¿Me resultará útil como doncella?» Era consciente de que pronto se convertiría en una joven damisela y necesitaría una sirvienta que se encargara de sus ropas y que supiera peinarla a la última moda.

Como le llevaba más de una cabeza a Maite, calculó que la diferencia de edad sería mayor que los dos años que las separaban y adoptó una expresión arrogante.

—Antes de que puedas servirme, hemos de meterte en una tina y frotarte a conciencia. Además, necesitarás una túnica limpia.

Doña Urraca asintió en silencio e indicó a dos criadas que se acercaran y se llevaran a Maite.

—Lavadla y dadle algo de comer. Será la doncella de mi hija. —Y dicho esto dio media vuelta, dejando a ambas niñas a solas con las criadas en el patio.

Maite frunció los labios. Todos hablaban de ella como si no fuera una persona, sino un objeto del que se pudiera servir a voluntad. Como no parecía dispuesta a seguir a las dos criadas hasta el lavadero, las mujeres la cogieron de los brazos y la arrastraron consigo.

Ermengilda las siguió y se quedó mirando cómo las criadas le quitaban el vestido sucio a Maite y, asqueadas, lo arrojaban a un rincón. Después la obligaron a sentarse dentro de una tina de madera llena de agua fría y empezaron a frotarle la piel con cepillos, como si quisieran despellejarla. Maite trató de defenderse, pero las dos mujeres eran más fuertes que ella.

Por fin se quedó de pie en medio del lavadero con los ojos arrasados en lágrimas y deseosa de recuperar sus ropas. Sin embargo, una de las criadas la sujetó y apartó su vestido con el pie.

—Ya no necesitarás esos harapos —dijo—. Te daremos algo mejor.

Ayudada por la otra criada, le puso una túnica de lana marrón y le rodeó la cintura con un fino cordel.

—Bien, ya está —dijo la criada, y se volvió hacia Ermengilda—. ¿Podemos dejarte a solas con esta? Nos han encargado unas tareas.

Ermengilda asintió con gesto altanero.

—Podéis marcharos. ¡De ahora en adelante, esa me servirá a mí! ¿Cómo te llamas? —preguntó, dirigiéndose a Maite.

La pequeña vascona apretó los labios.

—¡Te he hecho una pregunta! —Ermengilda se impacientó, sobre todo porque las dos criadas soltaban risitas a sus espaldas—. Mi padre ha dicho que serías mi esclava, así que has de obedecerme, ¿comprendido? Bien, ¿cómo te llamas?

La respuesta fue un silencio obstinado. Ermengilda se enfadó con su padre por haberle regalado una criada díscola.

—¡Si no me obedeces en el acto, Alma hará bailar su vara sobre tu trasero!

Maite se percató de que la otra niña hablaba en serio y cedió. Si quería huir, no podría hacerlo con el trasero en carne viva.

—Me llamo Maite.

—¿Maite? Ese es el nombre de una oveja o una vaca. De todos modos, la gente de las montañas sois medio animales.

La joven prisionera se mordió los labios para no decirle a Ermengilda lo que pensaba de ella. Gracias a Ramiro, ya había notado que los astures tenían la mano larga.

—¡Ven conmigo! —ordenó Ermengilda, que emprendió la marcha sin dignarse volver la cabeza. Sin embargo, Maite no se movió, tratando de reprimir las lágrimas. ¿Acaso esa mocosa creía que podía tratarla como a un perro amaestrado?

Cuando Ermengilda advirtió que la nueva esclava no la seguía, adoptó el tono con el que la mayordoma se dirigía a las criadas perezosas.

—¿Qué esperas? ¡Ahora mismo te daré un par de azotes!

Al oír la palabra «azotes», Maite obedeció rechinando los dientes, enervada.

Como su amenaza había hecho ceder a Maite, Ermengilda decidió que en el futuro la utilizaría para obligarla a obedecerla.

—¿Sabes coser y tejer? —preguntó, aunque le pareció improbable en el caso de una salvaje de las montañas.

Durante un instante Maite quiso contestar que no, pero ya a los seis años su madre le había enseñado a tejer los motivos con los que adornaba sus vestidos, y no quería mentir.

—¡Claro que sé tejer! —replicó en tono orgulloso.

Ermengilda lo pasó por alto haciendo un gesto despectivo.

—¡Bah, eso está por ver! Ahora acompáñame a mi habitación y te mostraré lo que puedes tocar y lo que no; no quiero que con tu torpeza me lo rompas todo. —Esa era una frase que Alma también solía emplear para advertir a las nuevas criadas de que se anduvieran con mucho cuidado.

Maite, que pese a su juventud ya se había encargado de dirigir el hogar de su padre durante el año anterior, sacudió la cabeza. Esa Ermengilda era todavía más infantil que la hija de Berezi, que solo tenía cinco años. Además, su conducta era aún más soberbia que la de los emisarios sarracenos que acudieron para invitar a su padre a someterse al valí Yussuf Ibn al Qasi. Claro que su padre no tardó en decirles que volvieran a montar y se largaran de la aldea.

Siguió a la niña astur con pasos rígidos y miró en torno cautelosamente. No debía pasar por alto ningún detalle que pudiera resultarle útil durante la huida. Ermengilda la condujo a lo largo de un estrecho pasillo, tras lo cual remontaron una escalera que daba a la sala de Rodrigo. La sala era más amplia que toda la casa de su padre, pero debido a sus desnudas paredes de piedra parecía fría y poco acogedora. Otra escalera daba a la planta superior.

Ermengilda subió e indicó a Maite que la siguiera.

—Mi habitación se encuentra allí detrás, junto a la de mi madre —dijo, porque se enorgullecía de disponer de una estancia para ella sola. Cierto era que en el futuro habría de compartirla con Maite, pero como solo se trataba de una esclava, no le dio importancia.

 

6

Urraca, la esposa de Rodrigo, estaba escuchando las palabras de Alma, su mayordoma, que se quejaba de la conducta de diversas criadas cuando, a través de la puerta abierta de su aposento, vio que las dos niñas se dirigían a la habitación de su hija.

—Eso no me gusta —se le escapó sin querer.

La mayordoma asintió de inmediato.

—No he dejado de repetir que esas desagradables criaturas han de ser castigadas. Al lavarlo, la torpe de Benita ha estropeado el bonito vestido de seda que siempre lleváis cuando recibimos huéspedes importantes y...

—No me refería a nuestras criadas, sino a la pequeña que ha traído mi marido. No debería haberle regalado esa salvaje a mi hija. Una muchacha de una de nuestras aldeas habría sido una doncella mucho más adecuada para Ermengilda.

—¡No os preocupéis: no tardaré en doblegar a esa mocosa! —replicó Alma, segura de sí misma, porque hasta ese momento todas las criadas se habían sometido a su voluntad—. Si no obedece, no escatimaré los azotes. ¡Eso bastará para domar incluso a una fierecilla vascona!

Alma saludó a su ama con una inclinación de la cabeza y pidió permiso para retirarse. En vez de dirigirse a las habitaciones de las criadas de la planta baja, se acercó a la de Ermengilda. No se fiaba de la esmirriada niña extranjera y quería estar preparada en caso de que causara problemas.

 

7

La habitación de Ermengilda era sorprendentemente amplia, pero no contenía nada que le gustara a Maite. En el centro había una cama con un jergón de paja forrado de lino y una manta confeccionada con trozos de piel. Dos arcones se apoyaban contra la pared; en el que estaba abierto se veían prendas de vestir cuidadosamente dobladas. Dos imágenes de santos adornaban la pared; Maite supuso que eran santos porque tenían halos dorados alrededor de la cabeza. El párroco de Iruñea, que de vez en cuando acudía a Askaiz para celebrar misa, había dicho que solo los santos cristianos llevaban dichos halos. Una de las imágenes podría ser la del propio Jesucristo, puesto que llevaba una hoja de palma en la mano izquierda y alzaba la derecha en señal de bendición.

Mientras la pequeña vascona contemplaba las imágenes, Ermengilda fue enumerando sus deberes. Intentó hablar como Alma, a quien las criadas siempre obedecían de inmediato y sin rechistar, mientras que a su madre nunca dejaban de irle con excusas para disimular su holgazanería: Ermengilda no pensaba permitir que su nueva esclava se comportara así.

—Bien, cuando te diga que me traigas mi vestido azul, lo sacarás del arcón y lo tratarás con cuidado para que no se arrugue. —Al reparar en que Maite no le prestaba atención, pegó un pisotón en el suelo—. ¡Ven aquí ahora mismo, coge el vestido azul y déjalo en la cama! —Como Maite no reaccionó, le pegó un empellón.

La pequeña se sorbió los mocos, se acercó al arcón e introdujo las manos, pero en vez de apartar cuidadosamente las otras prendas que cubrían la que le habían pedido, se dedicó a revolverlo todo hasta dar con el vestido azul, que arrojó en la cama.

—¡Ahí lo tienes!

Ermengilda palideció de ira.

—Al parecer, además de ser una salvaje de las montañas eres una inútil. Dobla bien todo eso y vuelve a dejarlo en el arcón.

Maite cogió la prenda, la estrujó con furia y la metió en el arcón.

Cuando Ermengilda vio el trato que le daba a su vestido favorito soltó un grito de furia.

—¡Desgraciada! ¡Lo has hecho adrede! —chilló. Se acercó a su esclava y le pegó un sopapo. Hasta ese momento Maite había logrado controlarse, pero entonces perdió los estribos y le devolvió la bofetada.

La joven astur se llevó la mano a la mejilla y soltó otro chillido. Al cabo de un instante, la puerta se abrió con violencia y Alma se precipitó en la habitación, cogió a Maite y la arrojó contra la pared; luego le lanzó una mirada compasiva a Ermengilda.

—¿Qué te pasa, querida? ¿Por qué lloras?

La jovencita se tragó las lágrimas y señaló a Maite.

—Me ha pegado —se lamentó.

El rostro de Alma se tiñó de rojo.

—¿Qué? ¿Una miserable esclava osa alzar la mano contra su ama? ¡Ahora mismo verás lo que te espera! —Agarró a Maite por el pelo y la arrastró fuera de la habitación, seguida de Ermengilda. Al principio esta se alegró de que la recalcitrante pequeña fuera castigada, pero cuando Alma cogió un palo con la derecha y con la izquierda obligó a Maite a inclinarse por encima de la barandilla para azotarla, la hija de Rodrigo se cubrió la boca con las manos, asustada.

Aunque Maite no quería dar a la recia mujer la satisfacción de gritar, no aguantó mucho rato y acabó vociferando a pleno pulmón mientras el palo de Alma le golpeaba la espalda y el trasero.

La mayordoma solo la soltó cuando se le cansó el brazo; después la aferró de los cabellos y la sacudió con tanta violencia que la niña creyó que se los arrancaría.

—¡Cuando haya acabado contigo le lamerás los pies a tu ama como un perro fiel! —gritó la mujer.

El dolor era tan intenso que Maite dejó de pensar con claridad. Solo quería alejarse de esa criatura altanera y de la mujer furibunda, que parecía más que dispuesta a proseguir con lo que había empezado.

—¿No crees que ya es suficiente? Si la dejas tullida, ya no me servirá —objetó Ermengilda.

—¡No te preocupes! ¡Esa gentuza de las montañas lo aguanta todo! —En cuanto se le pasó la ira, se enfadó consigo misma por haberse dejado arrastrar por la cólera. Su joven ama tenía razón: si la dejaba tullida, la esclava carecería de valor alguno—. Espero que hayas comprendido lo que te espera si vuelves a desobedecer a tu ama o la golpeas. Si persistes en tu actitud, serás marcada a fuego y vendida a los sarracenos infieles. Esos te enseñarán un poco de humildad —la amenazó mientras le pegaba un coscorrón al tiempo que guiñaba el ojo a Ermengilda—. Encerraré a esta testaruda en la cabreriza. Allí podrá reflexionar sobre cómo servirte mejor. Además, hoy no comerá nada.

Ermengilda habría preferido que la niña permaneciera en su habitación para hacerse servir por ella, pero luego se dijo que Alma era la que mejor sabía cómo enseñar a obedecer a una esclava.

—¡Muy bien, hazlo! —asintió.

—¡Te prometo que mañana esta salvaje comerá de tu mano!

Alma cogió a Maite del brazo, la arrastró hasta el patio y no se detuvo hasta alcanzar una construcción de piedra sin tallar situada en el rincón más alejado del castillo; abrió la puerta y le pegó un empellón para arrojarla al interior. Tras cerrar la puerta y asegurarla mediante una tranca, se volvió hacia Ermengilda, que las había seguido.

—Aunque su casa de las montañas no debía de ser mucho más cómoda que esta, una noche en la cabreriza enseñará a esa bestia a obedecerte. Pero tú deberías volver a entrar en casa, querida.

—¡Antes de que Maite pueda regresar a mi habitación habrá que volver a lavarla! —exclamó Ermengilda, olfateando y frunciendo la nariz. Dado que en verano las cabras permanecían al aire libre, la cabreriza estaba en desuso, pero en su interior la mugre llegaba hasta los tobillos y el hedor era tal que apenas se podía respirar. Maite pasaría una noche atroz, pero eso le enseñaría a no ser tan tonta la próxima vez y a no resistirse. Ermengilda lanzó una última mirada a la cabreriza antes de dar media vuelta y regresar al edificio principal.

 

8

Toda aquella suciedad suponía una ventaja: Maite cayó sobre algo blando. El hedor a bosta de cabra no le importaba porque durante los últimos años tuvo que encargarse del ganado de su padre, aunque no cabía duda de que los establos de Askaiz estaban más limpios que ese.

Maite se puso de pie y apretó los dientes. Le dolía todo el cuerpo, pero la paliza de Alma no había logrado quebrantar su voluntad. Su mayor deseo era emprender la huida lo antes posible. Se sentó en un rincón donde había un poco de paja seca y reflexionó. La cabreriza no tenía ventanas, solo un par de agujeros de ventilación, y la luz que penetraba únicamente permitía distinguir contornos borrosos. El techo era de losas de piedra que apenas alcanzaba a rozar con los dedos. Además, resultaba imposible apartar las pesadas losas y escapar a través del hueco.

La puerta también se resistió a sus esfuerzos, así que solo quedaba la pared. Después de tantearla, desprendió una piedra alargada. Primero intentó quitar otras mediante la primera, pero la argamasa era demasiado dura. Cuando estaba a punto de arrojar la piedra a un lado se le ocurrió otra idea. Como el suelo era blando, logró cavar un agujero bastante profundo. Por lo que había observado en su aldea natal, Maite sabía que las paredes de una choza sencilla como esa no tenían cimientos profundos.

Impulsada por la idea de poder largarse de allí con rapidez, hizo caso omiso de su espalda dolorida y de los hilillos de sangre que se derramaban por sus piernas y siguió cavando como una posesa. Para su alivio, casi enseguida se topó con la base de la pared. Es verdad que habían apisonado la tierra al construirla, pero rascó y escarbó con la piedra por debajo del muro y rápidamente alcanzó el exterior. Cuando por fin logró salir al aire libre ya era noche cerrada. Las estrellas brillaban e iluminaban el castillo del conde y los alrededores con un suave resplandor, pero Maite no prestó atención al firmamento, sino que se arrastró fuera del agujero y miró en torno.

Del edificio principal surgían las voces de los hombres medio borrachos que celebraban el éxito junto con el conde. Esos suponían un peligro menor, comparado con la dificultad que presentaba cruzar la puerta de la muralla. Cuando a la luz de una antorcha descubrió a dos guardias apostados ante la puerta, abandonó la idea y se dirigió a una de las escaleras que ascendían al camino de ronda. Subió sigilosamente, se encaramó entre dos almenas, clavó la vista en el precipicio y sintió una punzada en el estómago, pero no estaba dispuesta a desistir. Apretó los dientes, aguantó el dolor de su espalda en carne viva y bajó aferrándose a la muralla con las manos y apoyando los pies en las grietas. Después tomó aire, sostuvo el aliento y se dejó caer.

Chocó contra la tierra dura y rodó ladera abajo, pero logró agarrarse a un arbusto. Abajo, en la aldea, un perro empezó a ladrar y la jauría del castillo le contestó. Inmediatamente después, Maite captó el aullido de un lobo.

Al oír pasos por encima de su cabeza, la pequeña se acurrucó entre las sombras de la muralla. El corazón le latía con fuerza. Uno de los guardias miró hacia abajo, maldiciendo a los perros que no dejaban de ladrar, pero no la vio. Maite apenas osaba respirar. Solo al oír que el guardia se alejaba abandonó su escondrijo y fue deslizándose cuesta abajo a lo largo de la abrupta ladera, que los hombres de Rodrigo consideraban infranqueable.

Al pie de la ladera se volvió por última vez y, al ver que nadie la perseguía, echó a correr en dirección a su hogar hasta dejar atrás el castillo y la aldea.

Oyó el murmullo de un arroyo junto al camino y de pronto se dio cuenta de que estaba sedienta. Como estaba cubierta de bosta de cabra y le asqueaba beber con las manos sucias, inclinó la cabeza y bebió como un animal salvaje. Luego se adentró en el arroyo y se frotó las piernas y los brazos con la arena fina que las aguas habían depositado en la orilla, sin dejar de volver la mirada hacia el este. El camino hasta Askaiz era muy largo, pero juró que se dejaría devorar por los lobos o los osos antes de permitir que los astures volvieran a atraparla y arrastrarla una vez más hasta el castillo.

 

9

En cuanto despertó, Ermengilda pensó en su nueva esclava. Sin lavarse ni ponerse más que una túnica, salió de la habitación y, descalza, echó a correr por el patio en dirección a la cabreriza. Quería sacar a la niña de allí y ordenarle que se lavara para que después pudiera servirla. Quitó la tranca de la puerta, la abrió y llamó a la joven prisionera, pero no obtuvo respuesta.

—¡Ven ahora mismo, Maite! —ordenó en tono enfadado. Al parecer, la salvaje de las montañas seguía tan obstinada como el día anterior.

«No puedo entrar en esa mugrienta cabreriza y arrastrar fuera a esa bestia», pensó. Cuando se disponía a volverse para llamar a Alma, un grito de furia resonó al otro lado de la cabreriza.

—¿Quién cavó este agujero? ¡Casi he caído dentro! —Una criada había ido al gallinero a por huevos y acababa de doblar por la esquina con la cesta llena en la mano.

Ermengilda se acercó y clavó la mirada en el profundo agujero. Un palo que la igualaba en altura desaparecía hasta la mitad en el agujero. Al principio no quiso creerlo, pero cuando apareció Alma e iluminó el interior de la cabreriza con una antorcha, ya no cupo duda. La pequeña esclava se había abierto paso por la tierra cavando como un tejón y había huido. El rostro de Alma enrojeció: estaba a punto de estallar y chilló hasta reunir a toda la servidumbre.

—¿Dónde está esa condenada mocosa vascona?

Solo cosechó miradas desconcertadas y encogimientos de hombros.

—Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, habría dicho que es imposible —dijo Ramiro. El conde Rodrigo, que se aproximó siguiendo a su esposa, parecía aún más perplejo que su lugarteniente.

—¿Cómo es posible? —preguntó doña Urraca—. ¡Pero si solo es una niña pequeña!

—Es una salvaje de las montañas, ¡y esos son capaces de cualquier cosa! —refunfuñó Alma.

Rodrigo indicó a Ramiro que se acercara.

—Elige a un par de hombres y coge los perros. Quiero que vuelvas a atrapar a esa fiera.

El guerrero asintió y se marchó.

Cuando Ramiro regresó tres días más tarde tuvo que confesar que no había descubierto el más mínimo rastro de la niña fugitiva. Habían cabalgado hasta la frontera de la marca, pero no osaron adentrarse en los territorios de los vascones. Aunque Okin de Askaiz había jurado fidelidad al rey Aurelio, ni uno solo de sus hombres hubiera apostado un dirham sarraceno a que los vascones cumplieran con dicho juramento.

Sin embargo, aquella información pareció dejar indiferente al conde. Entre tanto, había cosas más importantes que lo preocupaban. Unos mensajeros informaron que esclavos sarracenos se habían rebelado al oeste de Asturias, apoyados por bandas procedentes de allende la frontera. Por lo visto, Abderramán, el emir de Córdoba, procuraba socavar el poder del rey Aurelio ya en el primer año de su reinado. Comparado con todo aquello, la huida de una prisionera era una nimiedad.

En su mayoría, los habitantes del castillo olvidaron muy pronto a Maite. Solo de vez en cuando, las madres regañaban a sus hijos diciéndoles que si persistían en su impertinencia serían devorados por los lobos y los osos, como le había ocurrido a la niña vascona. Una muchacha de la aldea reemplazó a la esclava huida, una muchacha que había aprendido el respeto por la hija del señor del castillo desde la cuna y que se desempeñaba tan bien que incluso Alma se dio por satisfecha. Solo Ermengilda se enfadaba de vez en cuando por el apocamiento de Ebla; habría preferido con mucho enseñar a servir a la pequeña vascona.

 

10

Maite corrió hasta que un dolor agudo en las costillas se lo impidió. Solo entonces abandonó el camino y buscó un escondrijo entre las rocas, pero aquel lugar no le ofrecía protección frente a los perros de los astures y por ello se apresuró a seguir en cuanto recuperó el aliento. Como la mayoría de los perros perdían el rastro en el agua, bajó hasta un arroyo y avanzó a través del agua fría. Los pies no tardaron en quedarle totalmente entumecidos y empezó a tropezar y caer a cada paso. La tosca túnica de lana que le había puesto la criada astur absorbía el agua y colgaba pesadamente de sus hombros. Más de una vez estuvo a punto de abandonar el arroyo y esconderse en algún lugar, pero en cada ocasión el temor a ser atrapada por los astures y volver a ser raptada la impulsó a seguir.

Por desgracia, el arroyo no fluía hacia el este, en dirección a su hogar, sino hacia el norte, en dirección al mar. Allí vivían otras tribus vasconas con las que su gente no siempre había mantenido buenas relaciones. Si la cogían, corría peligro de ser entregada al conde astur o, si no, exigirían a su tribu unas cuantas ovejas en concepto de rescate. Maite no quería que su gente perdiera aún más ganado. Su situación no era buena: hacía un par de años numerosas ovejas habían sucumbido a una epidemia. Los animales suponían la riqueza de una tribu y por eso eran tan codiciados. Cuantas más ovejas lograba robar su jefe, tanto mayor era el prestigio del que gozaba entre los miembros de su tribu y entre las tribus vecinas. En ese aspecto, su padre había superado a todos los demás vascones, y también a los astures y los sarracenos. Durante unos instantes Maite recordó a su padre, silbando alegremente y entrando en la aldea con un rebaño robado.

Maite volvió a tropezar, pero el agua era más profunda y se hundió. Agitó los brazos con desesperación tratando de alcanzar la superficie, tragó agua y la dominó el pánico. Por fin logró aferrarse a una roca y encaramarse. Tosiendo y jadeando, permaneció tendida escupiendo agua. Cuando por fin logró incorporarse ya era de día. Maite ansiaba ponerse al sol para entrar en calor y dejar que el vestido se secara, porque la prenda pesaba como si fuera de plomo y convertía cada paso en una tortura.

Haciendo un gran esfuerzo, salió del arroyo y alcanzó un lugar ya iluminado por el sol. Allí se desplomó y cerró los ojos. Estaba tan exhausta que se durmió en el acto.

Cuando despertó, el sol ya lucía en lo alto. La niña miró en torno, confusa, porque había soñado que su padre y su madre la abrazaban con mucho cariño. Con los ojos llenos de lágrimas, pensó: «Ahora estoy completamente sola.» La pena por la muerte de sus padres se apoderó de ella y se echó a llorar desconsoladamente.

Su padre, el orgulloso guerrero, que había robado rebaños de ovejas y de cabras a los astures y los sarracenos, ya no estaba vivo. Pero no había sucumbido en el campo de batalla: había caído en la trampa de un traidor. El odio que le inspiraba ese hombre la asfixiaba. Y también odiaba al conde Rodrigo y a su hija —la responsable de la terrible paliza que había recibido— con la misma intensidad. Las frías aguas del arroyo le habían hecho bien, pero le dolía todo el cuerpo. Y además volvía a tener sed. Con mucho cuidado, descendió de nuevo al arroyo y buscó un lugar donde poder beber. De pronto, una sombra cayó sobre ella. Alzó la mirada y vio un lince que también se había acercado para abrevarse. El animal se balanceaba adelante y atrás, como si dudara entre abalanzarse sobre la presa o retirarse.

Maite no osó moverse. No disponía de nada para defenderse del felino. Pensó en inclinarse y coger una piedra, pero temió incitar al animal a atacar.

El lince permaneció en la orilla, contemplándola durante un lapso interminable. Por fin alzó la cabeza y aguzó los oídos. Un instante después dio media vuelta y desapareció entre las rocas con movimientos ágiles. Maite soltó un suspiro de alivio, pero entonces oyó los sonidos que habían ahuyentado al lince y se acurrucó contra la pared de rocas.

Varios jinetes se acercaban. A juzgar por el idioma que hablaban, no eran vascones ni astures, sino sarracenos. El corazón de Maite latía tan apresuradamente que casi temió que lo oyeran. Si caía en manos de esa gente, la llevarían mucho más lejos que los astures, a Tudela o incluso a Zaragoza. Allí también sería una esclava y no lograría escapar con tanta facilidad como del castillo del conde Rodrigo. Entonces se le ocurrió la satisfactoria idea de que quizá los hombres se dirigieran al castillo para conquistarlo e incendiarlo. Tal vez los hombres tomaran prisionera a Ermengilda y se la llevaran. La idea la hizo sonreír, porque esa criatura altanera se merecía convertirse en esclava de los sarracenos.

Pero en ese momento se trataba de su propio destino. Cuando uno de los hombres detuvo su caballo y señaló el arroyo, Maite ni siquiera osó respirar.

—Deberíamos dejar beber a los caballos, Abdul. Están extenuados.

Maite se alegró de conocer la lengua sarracena lo suficiente para comprender lo que decían. Si los hombres dejaban beber a sus cabalgaduras en ese lugar, la descubrirían. Presa del temor, rogó a todos los santos que la protegieran.

La oración tuvo efecto, porque el hombre llamado Abdul descartó la sugerencia.

—La orilla es demasiado abrupta, Fadl. Un poco más allá, arroyo abajo, hay un lugar donde podremos descansar.

Maite bendijo al hombre por sus palabras, puesto que los sarracenos se dispusieron a partir, y se quedó escuchando el ruido de los cascos hasta que el rumor se perdió en la distancia.

Salió del agua con las rodillas temblorosas y esta vez buscó un escondite donde no pudieran sorprenderla con tanta facilidad. Después de un rato descubrió una gran roca y se acurrucó detrás de esta en un lecho de musgo y hojas. Entonces procuró pensar con serenidad. Tras el encuentro con el lince y los sarracenos comprendió los peligros que la acechaban al recorrer la comarca a solas. Incluso había tenido suerte, porque en vez de un lince podría haberse topado con un oso o un lobo, y en vez de los sarracenos, con los hombres enviados por el conde Rodrigo para atraparla.

Intentó calcular la distancia que aún la separaba de su hogar. Rodrigo y sus hombres habían tardado dos días en recorrerla y los astures habían cabalgado con rapidez. Maite ignoraba cuánto tardaría ella en alcanzar su destino. Puesto que no disponía de un caballo, solo podía confiar en sus piernas, y además debía evitar los caminos y los senderos para no encontrarse con personas que podrían suponer un peligro. Otro problema era el hambre que empezaba a roerle las entrañas y que pronto la obligaría a olvidar todo lo demás.

Encontró unas bayas y unas setas en un claro del bosque y las devoró crudas, pero no bastaron para saciar su hambre. Pero si buscaba alimentos perdería tiempo, y ello suponía estar más expuesta a la amenaza de lobos, osos, linces, sarracenos y astures, así que Maite decidió seguir caminando lo más rápidamente posible y conformarse con comer lo que encontrara por el camino. Trató de olvidar su temor diciéndose que al ser la hija de Íker, la sangre de los antiguos jefes corría por sus venas y que Dios no permitiría que muriera allí, en las montañas.

 

11

Aunque ya habían transcurrido varios días tras la aparición del conde Rodrigo en Askaiz, la sombra del astur se proyectaba sobre la aldea como una bruma asfixiante. Además de Íker, una docena de hombres había sido víctima del enemigo, y los lloros y lamentos de sus madres, mujeres e hijas resonaban entre las montañas. Además, el destino de Maite los afligía a todos. Bien es verdad que Okin albergaba la secreta esperanza de que su sobrina permaneciera en manos de los astures para siempre, pero simulaba estar profundamente consternado y cuando conversaba con otros hombres amenazaba con vengarse del conde Rodrigo si algo le sucedía a la niña.

Esa noche, Okin volvía a estar sentado en la plaza de la aldea hablando con algunos hombres y observando a un grupo de muchachos que afilaban sus puñales y tallaban las astas de sus lanzas. También Asier, que en aquel entonces abandonó su puesto para ayudar a su hermano, afilaba las hojas de las armas. Era el más afectado por el hecho de que el conde hubiera logrado entrar en Askaiz sin mayor problema y se hubiera levado a Maite.

Las miradas que intercambiaba con sus amigos impulsaron a Okin a ponerse de pie y dirigirse a él.

—¡Espero que no se os ocurra hacer una tontería!

Asier no había olvidado que el nuevo jefe lo había regañado ante toda la aldea y, tozudo, no respondió. Pero uno de sus amigos exclamó:

—¡Querer liberar a Maite no es ninguna tontería!

—¡Quitáoslo de la cabeza! —ordenó Okin con dureza—. Hemos jurado fidelidad al conde Rodrigo, y si rompemos nuestro juramento nos castigará severamente.

—¡Quien juró fuiste tú, no nosotros! Y ni siquiera eres nuestro auténtico jefe, solo su sustituto, hasta que Maite elija un marido. —El joven no dejó lugar a dudas: solo aceptaba la autoridad de Okin hasta cierto punto.

«No resultará fácil obligar a estos tercos a obedecerme», pensó el tío de Maite, pero si permitía que los muchachos se dirigieran al castillo de Rodrigo y quizás incluso regresaran con Maite, ya no aceptarían ninguna de sus órdenes.

—¡Os quedaréis aquí! Han visto sarracenos en los alrededores. ¿Acaso estáis dispuestos a dejar nuestra aldea indefensa, solo porque queréis haceros los héroes?

Asier alzó la vista.

—Pero no todos nos marcharíamos, Okin, solo dos o tres. No podemos dejar a la hija de Íker en manos de nuestros enemigos.

—No nos queda más remedio, de momento. Debido a la imprudencia de Íker, nuestra aldea ha perdido a demasiados buenos guerreros. Si caen aún más, Amets de Guizora insistirá en convertirse en el nuevo jefe de la tribu. Hasta ahora, los jefes de Askaiz siempre fueron los líderes de toda la tribu.

Las palabras de Okin hicieron reflexionar a algunos de los muchachos. Íker fue el cabecilla indiscutido de las cinco aldeas que formaban la tribu, pero ahora las cosas habían cambiado. Okin, que solo era el cuñado de Íker, no pertenecía a la estirpe de los antiguos jefes, motivo más que suficiente para que Amets, el jefe de la segunda aldea más grande de la unión de tribus, aspirara a ocupar ese puesto. Y una vez que ocupara dicho cargo, sería casi imposible arrebatárselo. Entonces el futuro marido de Maite solo sería el jefe de su propia aldea, y eso no era lo que querían los muchachos.

Asier le tendió la piedra de afilar a uno de sus camaradas y se puso de pie.

—Iré a ocuparme de nuestros animales —dijo, sin mirar a Okin. En realidad quería reflexionar tranquilamente.

Descendió por la ladera y vio las cabras de su tribu pastando a lo lejos. A primera vista, solo una niña adolescente parecía vigilar el rebaño, pero en los alrededores los guardias vigilaban para que ningún extraño atacara el rebaño y robara las cabras. Después de que se supiera de la noticia de la muerte de Íker, dicho peligro era mayor que nunca y todos debían estar preparados.

Como Asier no tenía intención de hablar con la pastora ni con ninguno de los guardias, se encaminó en la dirección opuesta. El chillido de un pájaro hizo que alzara brevemente la vista. Aunque parecía auténtico, quien lo había lanzado no tenía plumas: era uno de los muchachos apostados para vigilar los alrededores de Askaiz, que lo había reconocido y había querido avisarle de que estaba atento.

Asier respondió con un silbido breve y agudo y siguió caminando. Por fin se sentó en una roca, desde donde contempló el valle. El castillo de Rodrigo se encontraba a tres días de marcha, si uno caminaba con rapidez y elegía los buenos caminos. Si se abría paso a través de senderos ocultos, tardaría entre cuatro y cinco días. Y para dicha excursión necesitaría provisiones, puesto que durante la marcha no podría cazar ni acercarse a ninguna aldea. Los rumores se adelantaban a cualquier viajero con mucha rapidez, y si el conde Rodrigo se enteraba de que un guerrero de Askaiz se aproximaba a su castillo, sacaría las conclusiones pertinentes.

«¡He de marcharme en secreto y ser tan cauteloso como un lince!», pensó. Asier lamentó que su hermano no pudiera acompañarlo, porque Danel yacía en su lecho afectado por la fiebre causada por las heridas. Aunque sin duda se iba restableciendo y, según palabras de Estinne, la mujer de Okin y sanadora de la aldea, pronto volvería a levantarse, Asier no podía esperar tanto tiempo. Se propuso partir esa misma noche y, mientras reflexionaba sobre la mejor ruta, un movimiento en el lindero del bosque le llamó la atención.

Quiso coger su lanza, pero la había dejado en la aldea y solo llevaba el puñal. Era mejor no iniciar una lucha, porque era posible que allí abajo hubiese más de un enemigo.

Mientras se ponía de pie para advertir al centinela, Asier vio que una figura diminuta surgía del bosque. Al principio creyó que se trataba de un enano y dudó entre retirarse o atraparlo. La figura se tambaleó como si estuviera herida. Además notó que llevaba una túnica mugrienta como las que solían lucir las criadas astures y no parecía suponer ninguna amenaza.

Oculto tras un arbusto, Asier vio que la figura se acercaba. Entonces cayó de rodillas y se arrastró a cuatro patas, como un animal. Por fin se desplomó y permaneció tendida.

Como Asier temió que se tratara de una trampa, al principio permaneció inmóvil, pero cuando la criatura se echó a llorar, cobró valor y se acercó con gran cautela. Tardó unos instantes en reconocer a Maite; reprimió un grito y corrió hacia ella. La alzó y, atónito, contempló su rostro demacrado y sus labios agrietados.

Por suerte, la mirada de la niña era notablemente clara.

—¡Lo he logrado, Asier! —musitó.

Los ojos del joven se llenaron de lágrimas.

—Sí, lo has logrado. ¡Estás en casa!

—¡Tengo sed! ¡Y hambre!

La mera idea de haber alcanzado su hogar le proporcionó nuevas fuerzas, pero la pequeña estaba demasiado débil para mantenerse en pie. Asier la cogió en brazos con tanto cuidado como si pudiera romperse en un instante y remontó la ladera. La pastora lo vio y abandonó el rebaño para ver a quién había encontrado.

—¡Es Maite! —gritó Asier—. ¡Ha escapado de los astures!

—¿Maite? Pero... —La muchacha se interrumpió: era inconcebible que una niña hubiera logrado escapar del conde de la marca y sus jinetes.

—¿Estás seguro de que no es un fantasma o un enano maligno que pretende engañarnos? —preguntó la pastora, al tiempo que se acercaba con paso vacilante.

Pero cuando miró fijamente a la niña y contempló el alivio y la expresión triunfal de su rostro, soltó un grito de júbilo que resonó entre las montañas. Entonces aparecieron algunos guardias y rodearon a Asier y Maite, riendo y llorando al mismo tiempo. Aquel día, los enemigos podrían haber robado el rebaño con facilidad porque nadie permaneció junto a los animales. Incluso los centinelas abandonaron sus puestos y se unieron a la comitiva que se dirigía a la aldea.

Entretanto, Okin recorría Askaiz como un perro guardián para estimar el estado de ánimo de la aldea, pero sobre todo para impedir que algo ocurriera en contra de su voluntad. Al ver a los jóvenes, se apresuró a correr hacia ellos bufando de rabia.

—¿Qué significa eso, desgraciados? ¿Por qué habéis abandonado vuestros puestos? Os haré...

Pero no pudo decir nada más, porque Asier se acercó a él con Maite en brazos.

Okin clavó la mirada en la niña y sacudió la cabeza con aire atónito.

—No puede ser. ¡Es imposible!

—La única que podría haberlo logrado es Maite. Es la auténtica heredera de los antiguos jefes —dijo Asier con orgullo.

Maite estaba demasiado agotada como para preocuparse de nada de todo aquello. La felicidad de volver a estar en casa le hizo olvidar el hambre, el dolor y el miedo. Hasta la pena por la muerte de su padre pasó a segundo plano mientras disfrutaba dejándose llevar a casa de Estinne, que la había recogido de los brazos de Asier.

Las vecinas le ayudaron a desvestirla y cuidarla. Cuando las mujeres vieron los moratones y las heridas cubiertas de costras que tenía en la espalda, soltaron un aullido de indignación y de horror. Una de ellas expresó lo que pensaba la mayoría:

—Maite no puede ser de carne y hueso. Con esas heridas, ¿qué niña sería capaz de huir durante días enteros a través del bosque y encontrar el camino al hogar?

—Es la hija de Íker, y tan dura como él —dijo otra en tono tan orgulloso como si Maite fuera su propia hija.

Estinne no se unió a las exclamaciones de admiración y se limitó a llenar un cuenco de caldo para dar de comer a Maite.

 

SEGUNDA PARTE

EL REENCUENTRO

 
 

1

Habían transcurrido casi diez años desde que Maite huyera del castillo de Rodrigo, conde de la marca. En las montañas no había ocurrido gran cosa, pero fuera de la pequeña comarca natal de la tribu de las montañas se habían producido muchos cambios. En Nafarroa, Eneko Aritza, el jefe de la tribu, había logrado expulsar al valí sarraceno de Iruñea y convertido la ciudad en el nuevo centro de sus dominios, y del norte llegaban rumores sobre los planes de Carlos, rey de los francos, según los cuales este tenía la intención de emprender una campaña militar para expulsar a los infieles de España.

Aunque por supuesto en Askaiz se hablaba de todo ello, nadie se imaginaba que unas decisiones tomadas a tanta distancia pudieran afectar a la tribu. También Maite había apartado semejantes reflexiones de su cabeza. Para entonces ya era una mujer adulta y se aproximaba el día en el que habría de elegir un marido que se ocupara de la jefatura de la tribu, pero no todos aguardaban su decisión con alegría.

Debido a ello, precisamente, ese día Maite se enfrentaba a su tío y a los mayores de la tribu con los ojos brillantes de ira y golpeando el suelo con el pie.

—¡Jamás me someteré a esa decisión!

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos