El hombre vacío

Fragmento

Creditos

Título original: The Hollow Man

Traducción: Rafael Marín Trechera

1.ª edición: noviembre 2015

 

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-208-0

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Contents
Índice de contenido
Presentación
Agradecimientos
Citas iniciales
Sombra al atardecer
Una bandera en la niebla
Ojos
Fuera de la tierra de los muertos
En la playa triste
Ojos
Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate
Ojos
Donde los muertos dejaron sus huesos
Ojos
En el reino sombrío
A la hora violeta
Ojos
En el callejón de las ratas
Ojos
Abrigo de rata, plumaje de cuervo, cruz
Ojos
En este valle hueco
En este valle de estrellas moribundas
Ojos
Ésta es tierra de cactus
Ojos
Viento en la hierba seca
Ojos
Aquí no hay ojos
Ojos
Los ojos no están aquí
Ojos
Y vio el cráneo bajo la piel
Ojos
Somos los hombres vacíos
Ojos
Malebolge
Ojos
Gerión
Ojos
Somos los atiborrados
Ojos
Ciego, a menos que...
Ojos con los que...
Ojos con los que no me...
Ojos con los que no me atrevo a...
Ojos con los que no me atrevo a encontrarme...
Ojos con los que no me atrevo a encontrarme en...
Ojos con los que no me atrevo a encontrarme en sueños
La oscuridad se cierne
Y así se acaba el mundo
Porque tuyo es la vida es porque tuyo es el
hombre

Presentación

Dan Simmons es actualmente un escritor famoso y popular. Los hoy llamados Cantos de Hyperion (cuatro títulos entre 1990 y 1997) reconstruían la estructura de los CUENTOS DE CANTERBURY de Chaucer en clave de ciencia ficción en un claro homenaje al poeta inglés John Keats y a toda la literatura. Más recientemente, el brillante díptico ILIÓN/OLYMPO (2003 y 2005) viene a ser la recreación de la ILÍADA de Homero en clave de ciencia ficción. Pero eso siempre sólo en una primera aproximación: cualquier obra de Simmons incluye demasiados elementos para reducirla a un solo rasgo.

Profesional brillante y polifacético como pocos, Simmons se ha dedicado también, y siempre con gran éxito, a la novela de terror con la que se iniciaron sus primeros éxitos con LA CANCIÓN DE KALI (1985) o Los vampiros de la mente (1989) y, más recientemente, incluso a la novela de suspense y espionaje con THE CROOK FACTORY (1999) y EL BISTURÍ DE DARWIN (2000).

De entre sus muchas otras obras, sólo EL HOMBRE VACÍO (1992 - NOVA número 2002), con disquisiciones casi existenciales en torno a la telepatía y la soledad, podía, en cierta forma, emparentarse con la ciencia ficción como ocurría con los CANTOS DE HYPERION y con el díptico ILIÓN/OLYMPO.

Pero EL HOMBRE VACÍO tiene una historia editorial en España un poco curiosa... Una historia que hoy me atreveré a contarles...

En la primera mitad de los años noventa, Ediciones B contrató a un nuevo «editor» (más adelante se justificarán las comillas...) que debía lanzar a la editorial por el camino de los grandes superventas, o bestséllers. A la vista del éxito de los libros de Simmons (en concreto y sobre todo HYPERION, LOS VAMPIROS DE LA MENTE y LA CANCIÓN DE KALI) ese «editor» decidió adquirir los derechos de varias novelas de Simmons todavía inéditas en España (me temo que sin ni siquiera leerlas...). No se detuvo ante nada y acabó pagando casi diez o veinte veces más de lo habitual por los derechos de traducción al español de un autor como Simmons. Luego, y aunque parezca mentira, la mayoría de esos libros, aun con los derechos pagados, ni siquiera llegaron a publicarse. Quedaron a disposición de la editorial durante unos años aunque, por esos misterios de la vida que nunca seré capaz de comprender, tal vez por la dificultad de rentabilizar los altísimos derechos pagados, desgraciadamente nunca se publicaron. Ni que decir tiene que, al final, ese «editor» tuvo que buscar trabajo en otro sitio tras los muchos costes de su gestión y sus fracasos reales como editor.

Uno de esos títulos era EL HOMBRE VACÍO, que yo había querido publicar –sin éxito– en NOVA: Simmons había caído en las garras (nunca mejor dicho...) de ese presunto editor y, como iba a ser un superventas, no podía aparecer en una colección digamos algo sesgada como NOVA (ya se sabe que eso de la ciencia ficción y la fantasía no siempre es correctamente apreciado por todos...). Me conformé con ENDYMION (1996, NOVA ciencia ficción, número 98) y EL ASCENSO DE ENDYMION (1997, NOVA número 120), y aquí paz y después gloria. Tras lo que se había pagado por sus derechos, evidentemente EL HOMBRE VACÍO quedaba al margen de NOVA y sus tiradas siempre más reducidas.

Ahora, pasados ya los años y caducados esos derechos (y, debo confesarlo, tras el éxito de nuevo espectacular del díptico ILIÓN/OLYMPO), me decidí a recuperar para NOVA una novela que me había gustado mucho, sobre todo por el tratamiento moderno del tema de la telepatía, vista casi como un castigo bíblico. Afortunadamente el «editor» citado (ya saben: se dice el pecado pero no el pecador...) ya no está en Ediciones B para recordarme que «un título y un autor tan buenos no merecen estar en NOVA». En cualquier caso, les diré que para adquirir de nuevo los derechos (los anteriores habían caducado ya) esta vez la editorial ha pagado casi diez veces menos de lo que pagó en 1993...

O sea que, con muchos más años de retraso de lo que me habría gustado, aquí tienen, ¡por fin!, El hombre vacío de Dan Simmons.

Y, por favor, disculpen esa peculiar excursión explicativa de ciertas peripecias y comportamientos editoriales, pero les aseguro que el hecho de publicar una novela que me gusta tras casi quince años de espera significa una verdadera satisfacción. Suele decirse que nunca es tarde si la dicha es buena. Y en este caso lo es. Y mucho.

Y vayamos a EL HOMBRE VACÍO.

El tema de la telepatía fue uno de los clásicos en la ciencia ficción de los cincuenta, sobre todo tras la injusta fama que alcanzaron los poco fiables experimentos de J. B. Rhine sobre percepción extrasensorial (ESP, entre ellos la telepatía) en la universidad Duke de Carolina del Norte. Novelas básicas en la historia del género como EL HOMBRE DEMOLIDO (1952) de Alfred Bester o el recurso a una Segunda Fundación asimoviana basada en cierta forma en las pseudociencias son una clara muestra del peso de esos planteamientos en la temprana ciencia ficción de mediados del siglo XX.

Tras el descrédito en que cayó, a partir de los años setenta la telepatía dejó de parecer tema serio para una narración de ciencia ficción que no quisiera caer demasiado cerca de la fantasía. Pero el tema estaba ahí, y Dan Simmons lo recuperó brillantemente en EL HOMBRE VACÍO (1992), una novela que, junto a la citada de Bester, parece ser uno de los logros mayores de la ciencia ficción que trata el tema de la lectura de mentes.

En EL HOMBRE VACÍO, Jeremy Bremen es un profesor de matemáticas que guarda un secreto. Durante toda su vida sobre él ha recaído la maldición de poder leer las mentes. Conoce los más secretos pensamientos, los miedos y los deseos de los demás como si fueran los suyos propios. Durante años, su esposa Gail, también telépata, ha sido una especie de escudo entre Jeremy y el peso terrible de ese poder. Pero tras la muerte de Gail, Jeremy es de nuevo vulnerable al caótico fluir de pensamientos ajenos que amenazan con destrozar su cordura.

Jeremy huye e intenta escapar de su mente, de su pasado, de sí mismo. Desea vivir aislado, pero acaba siendo testigo de un brutal acto de violencia que le lanza a un fatal viaje a través de lo más peligroso del país como un testigo excepcional de nuestra manera de vivir.

Al mismo tiempo que narra la trágica historia de un testigo privilegiado de nuestra sociedad, en una novela que podría proporcionar la base para una sorprendente e inspirada road movie existencial, Simmons lleva a cabo un examen de la telepatía y sus posibles explicaciones. Un protagonista como Jeremy, especializado en el análisis con series de Fourier acabará usando su saber matemático para el estudio de las posibles ondas mentales en que pudiera basarse la telepatía.

Pero no es ése el tema que queda en el recuerdo del lector, sino el largo paseo (ya les digo, casi como una road movie) por algunos de los más turbios aspectos de nuestra sociedad. Y eso, en las manos de un brillante narrador como Simmons, acaba siendo una estimulante experiencia.

Y, para finalizar, déjenme hablarles del título de nuestrra edición.

En inglés la novela de Dan Simmons lleva por título THE HOLLOW MAN, que podría traducirse como «El hombre hueco» o «El hombre vacío», aunque también como «El hombre vano». Y, en realidad, este último significado es el que eligió el traductor del poema de T. S. Eliot que da pie a la novela de Simmons y proporciona, además, el texto para denominar muchos de los capítulos de la novela de Simmons.

Nuestra correctora, Paula Vicens, me ha recomendado que usara como traducción española de THE HOLLOW MAN ese «El hombre vano» que parece surgir de la consideración del poema de T. S. Eliot tan presente en la novela de Simmons.

Aunque me temo que Paula Vicens tiene toda la razón, al final he optado por usar como título «El hombre vacío».

Mi explicación es sencilla: entre los muchos significados de «vano» en español, el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española, yo uso la vigésima primera edición) cita, en su quinta acepción, la idea de que vano es también «arrogante, presuntuoso, envanecido», y no quisiera que esa significación asomara ni siquiera por un momento. La misma Paula nos recordaba que los versos de Eliot eran «una crítica social al hombre moderno, que lleva una vida vacía y sin sentido» y eso mismo viene a ser la novela de Dan Simmons (y por ello esa continua referencia al poema de Eliot en muchos de los títulos de sus capítulos). Así que, para evitar esa posible asociación con la arrogancia y la presunción, he optado por «vacío» en lugar de «vano» y asumo con ello la responsabilidad del posible error. De paso les haré notar que el último verso «no con un estallido, sino con un sollozo» (Not with a bang but a whimper) también inspiró a Damon Knight para el título de un breve relato, hoy un clásico, Not with a bang, de 1950.

Y nada más. Posiblemente casi doce o trece años más tarde de lo que yo habría querido, aquí tienen una interesante y emotiva historia que parece hablar de un sufrido telépata, pero que, en realidad, habla de todos nosotros y de nuestra forma de vida.

Que ustedes la disfruten.

Miquel Barceló

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Agradecimientos

Al autor le gustaría dar las gracias a las siguientes personas por convertir una tarea imposible en una tarea solamente difícil:

A Sue Bolton y Edward Bryant por leer el libro que estaba escrito en vez del que otros esperaban. A Tabitha y Steve King por el largo maratón de lectura por todo el país... y por las amables palabras que siguieron. A Niki Gernold por demostrar la mecánica de la telepatía. A Betsy Mitchell por demostrar el valor de las convicciones que compartimos. A Ellen Datlow por gustarle (y comprar) la historia que dio comienzo a todo, hace ya diez largos años. A Richard Curtis por evitar la ofuscación con su proverbial profesionalidad. Al matemático Ian Stewart por provocar la apasionada respuesta de un profano en matemáticas. A Karen y Jane Simmons por su amor, apoyo y tolerancia mientras yo intentaba perversamente convertir una tarea solamente difícil en otra imposible.

Además de a estas maravillosas personas, debo dar las gracias a otras que ya no están con nosotros: A Dante Alighieri, John Ciardi, T. S. Eliot, Joseph Conrad y Tomás de Aquino.

Todos ellos han explorado, mucho más elocuentemente de lo que mis capacidades me permitirán jamás, el obsesivo tema de

Deambular entre dos mundos, uno muerto,

el otro incapaz de nacer.

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Probarás lo salado que sabe el pan de otro,

y qué difícil camino es subir y bajar las escaleras de otro.

Dante,

Paraíso XVII

Ojos con los que no me atrevo a encontrarme en sueños

En el reino del sueño de la muerte

No aparecen...

T. S. Eliot,

Los hombres vanos

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Sombra al atardecer

Bremen dejó el hospital y a su esposa moribunda y se dirigió al este, hacia el mar. Las carreteras estaban repletas de ciudadanos de Filadelfia que huían de la ciudad para disfrutar del fin de semana de Pascua, inusitadamente cálido, así que Bremen tuvo que concentrarse en el tráfico, dejando sólo el más tenue de los contactos con la mente de su esposa.

Gail dormía. Sus sueños eran inquietos, inducidos por la medicación. Buscaba a su madre a través de habitaciones infinitamente enlazadas y llenas de muebles victorianos. Imágenes de esos sueños se deslizaban entre las sombras del atardecer de la realidad mientras Bremen cruzaba Pine Barrens. Ella despertó justo cuando Bremen salía del desvío del parque, y durante los pocos segundos en que el dolor no la acompañó, Bremen pudo compartir la claridad de la luz del ocaso que caía sobre la manta azul que había al pie de su cama; luego compartió el rápido vértigo de confusión mientras ella pensaba (sólo un segundo) que era por la mañana en la granja.

Sus pensamientos lo buscaron justo cuando el dolor regresaba, apuñalándola tras el ojo izquierdo como una aguja fina pero infinitamente penetrante. Bremen hizo una mueca y dejó caer la moneda que tendía al encargado de la cabina de peaje.

—¿Le pasa algo, amigo?

Bremen negó con la cabeza, sacó un dólar y se lo lanzó a ciegas al hombre. Tras guardar el cambio en la abarrotada guantera del Triumph, se concentró en la conducción del pequeño automóvil mientras se protegía de lo peor del dolor de Gail. Lentamente la agonía remitió, pero la confusión de ella lo cubrió como una oleada de náuseas.

Gail recuperó rápidamente el control a pesar de los cambiantes telones de miedo que se agitaban en los bordes de su conciencia. Subvocalizó, concentrándose en estrechar el espectro de lo que compartía a un simulacro de su voz.

Hola, Jerry.

Hola, nena, qué tal. Envió este pensamiento mientras giraba hacia la salida de Long Beach Island. Bremen compartió lo que veía: el sorprendente verde de la hierba y los pinares festoneados de dorado a la luz de abril; la sombra del coche deportivo saltando en la curva del embarcadero mientras seguía la rotonda. De repente le llegó el inconfundible olor a sal y algas podridas del Atlántico, y compartió también con ella todo esto.

Bonito. Los pensamientos de Gail se difuminaron con la estática de demasiado dolor y medicación. Se aferraba a las imágenes que él veía con una concentración de voluntad casi febril.

La entrada a la comunidad costera era decepcionante: marisquerías venidas a menos, moteles carísimos, interminables paseos marítimos. Pero su familiaridad les resultaba tranquilizadora a ambos, y Bremen se concentró en verlo todo. Gail empezó a relajarse un poco mientras los terribles pinchazos del dolor remitían, y durante un segundo su presencia fue tan real que Bremen casi estuvo a punto de volverse hacia el asiento de pasajeros para hablarle. Envió el retortijón de pesar y vergüenza antes de que pudiera reprimirlo.

Los caminos de acceso de las casas de la playa estaban llenos de familias que descargaban sus todoterrenos y llevaban la cena a la playa. Las sombras del atardecer traían el anuncio de la primavera, pero Bremen se concentró en el aire fresco y el calor de las franjas de luz mientras conducía hacia el faro de Barnegat, al norte. Miró a la derecha y vio a media docena de pescadores de pie en la orilla, sus sombras cruzándose con las blancas líneas de los rompientes.

Monet, pensó Gail, y Bremen asintió, aunque en realidad estaba pensando en Euclides.

Siempre matemático. La voz de Gail se desvaneció cuando el dolor regresó. Frases a medio formar se esparcieron como la espuma que se alzaba en las blancas olas.

Bremen dejó el Triumph aparcado cerca del faro y se acercó a la playa caminando entre las bajas dunas. Colocó la ajada manta que habían traído tantas veces a ese mismo punto. Unos niños pasaron corriendo y gritaron cuando se acercaron a la orilla. A pesar de que el agua estaba fría y de que estaba refrescando, iban en traje de baño. Una niña de unos nueve años, todo piernas blancas y con un bañador un año demasiado pequeño, bailó en la arena mojada en una intrincada e inconsciente coreografía con el mar.

La luz se difuminaba entre las persianas. Una enfermera que olía a cigarrillos y polvo de talco rancio entró a cambiar el gotero y tomarle el pulso. La megafonía del pasillo continuó emitiendo imperativos anuncios a todo volumen, pero era difícil comprenderlos a través de la creciente bruma de dolor. El doctor Singh llegó a eso de las seis y le habló en voz baja, pero la atención de Gail estaba clavada en la puerta, por donde llegaría la enfermera con la bendita aguja. El roce del algodón contra su brazo fue un delicioso preliminar del prometido cese del dolor. Gail conocía al segundo cuántos minutos faltaban para que la morfina empezara a actuar. El doctor estaba diciendo algo.

—... su marido? Creía que iba a quedarse esta noche.

—Está aquí mismo, doctor —dijo Gail. Dio una palmadita a la manta y la arena.

Bremen se cerró el chubasquero de nailon para protegerse del frío de la noche inminente. Las estrellas quedaban ocultas por una capa alta de nubes que permitía ver apenas una rendija de cielo. Mar adentro, un petrolero improbablemente largo se movía en el horizonte. Las ventanas de las casas de la playa proyectaban rectángulos amarillos sobre las dunas.

El aroma a filetes a la brasa le llegó con la brisa. Bremen trató de recordar si había comido ese día o no. El estómago se le retorció en una leve sombra del dolor que todavía inundaba a Gail incluso cuando la medicación estaba surtiendo efecto. Bremen pensó en volver al supermercado que había junto al faro y comprar un sándwich, pero recordó la barra de chocolate que había comprado en la máquina expendedora del pasillo del hospital la semana anterior, cuando se había quedado a hacerle compañía. Todavía la tenía en el bolsillo. Bremen se contentó con morder la cobertura de avellanas, dura como una piedra, mientras contemplaba la puesta de sol.

Unas pisadas resonaron en el pasillo. Parecía como si hubiera ejércitos enteros en marcha. La prisa de las pisadas, el modo en que resonaban las bandejas y la vaga charla de los celadores que traían la cena a los otros pacientes recordaron a Gail cuando estaba acostada en la cama de niña y escuchaba el ruido de alguna de las fiestas que sus padres daban en la planta de abajo.

¿Recuerdas la fiesta en la que nos conocimos?, envió Bremen.

Hummm. Gail apenas prestaba atención. Los negros dedos del pánico ya acechaban al borde de su conciencia a medida que el dolor iba imponiéndose al analgésico. La fina aguja tras su ojo empezó a calentarse.

Bremen trató de enviar imágenes del recuerdo de la fiesta de Chuck Gilpen una década antes, de su primer encuentro, de aquel primer segundo en que sus mentes se abrieron la una a la otra y se dieron cuenta de que no estoy solo. Y luego el remate, no soy una rareza. Allí, en la abarrotada casa de Chuck, entre la tensa charla y la neurocháchara aún más tensa de profesores y alumnos graduados, sus vidas habían cambiado para siempre.

Bremen acababa de entrar por la puerta (alguien le había puesto una bebida en la mano) cuando de repente sintió otro escudo mental cerca. Efectuó un sondeo superficial y, de inmediato, los pensamientos de Gail lo barrieron como un reflector en una habitación oscura.

Ambos se quedaron sorprendidos. Su primera reacción fue aumentar la fuerza de sus escudos mentales, enroscarse como armadillos asustados. Pronto descubrieron que era inútil contra las sondas inconscientes y casi involuntarias del otro. Nunca habían encontrado otro telépata que no tuviera más que habilidades primitivas y sin controlar. Ambos habían asumido que eran cada cual una rareza, un ser único e inabordable. Pero allí estaban, desnudos frente a frente en un espacio vacío. Un segundo más tarde, casi sin querer, inundaron la mente del otro con un torrente de imágenes, autoimágenes, recuerdos parciales, secretos, sensaciones, preferencias, percepciones, vergüenzas ocultas, ansias a medio formar y miedos completamente formados. No contuvieron nada. Cada pequeña crueldad cometida, cada experimento sexual llevado a cabo y cada prejuicio acumulado se vertieron junto con recuerdos de fiestas de cumpleaños pasadas, antiguos amantes, padres y un interminable caudal de cosas triviales. Rara vez se conocen tan bien dos personas al cabo de cincuenta años de matrimonio.

Un minuto después se conocieron por primera vez.

La luz del faro de Barnegat pasaba sobre la cabeza de Bremen cada veinte minutos. Ya había más luces encendidas en el mar que en la oscura línea de la playa. Se había levantado viento después de medianoche y Bremen se arrebujó en la manta. Gail había rechazado la aguja cuando la enfermera hacía la última de sus rondas, pero su contacto mental estaba todavía nublado. Bremen lo forzó por pura fuerza de voluntad.

Gail siempre había tenido miedo de la oscuridad. Muchas habían sido las veces durante sus nueve años de matrimonio en que él había tenido que extender en la noche su mente o su brazo para tranquilizarla. En aquel momento era de nuevo una niñita asustada a quien habían dejado sola en el piso de arriba de la gran casa de la avenida Burlingame. Había cosas en la oscuridad, bajo su cama.

Bremen buscó a través del dolor y la confusión para compartir con ella el sonido del mar. Le contó historias sobre las últimas hazañas de Gernisavien, su gata. Se tumbó en la arena para que su cuerpo se emparejara con el suyo en la cama del hospital. Lentamente ella empezó a relajarse, a rendir sus pensamientos a los suyos. Incluso consiguió dormirse unas cuantas veces sin la morfina, y sus sueños eran los movimientos de las estrellas entre las nubes y el fuerte perfume del Atlántico.

Bremen describió la semana de trabajo en la granja (el poco trabajo que había hecho entre sus visitas al hospital), y compartió la sutil belleza de la ecuación de Fourier en la pizarra de su estudio y la satisfacción de plantar un melocotonero junto al camino de acceso. Compartió recuerdos de la excursión a las pistas de esquí de Aspen el año anterior y la súbita irrupción de un reflector que iluminó la playa desde un barco invisible en el mar. Compartió la poca poesía que había memorizado, cuyas palabras sin embargo seguían convirtiéndose en imágenes puras y sentimientos aún más puros.

La noche prosiguió y Bremen compartió su fría claridad con su esposa, añadiendo a cada imagen el cálido trazo de su amor. Compartió detalles tontos y esperanzas de futuro. A cien kilómetros de distancia le tocó la mano. Cuando se quedó adormilado unos minutos, le envió sus sueños.

Gail murió justo antes de que la primera luz falsa del amanecer tocara el cielo.

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Una bandera en la niebla

Dos días después del funeral, Frank Lowell, el jefe del departamento de matemáticas de Haverford, visitó a Bremen para asegurarle que conservaría su trabajo decidiera lo que decidiese hacer en los meses siguientes.

—En serio, Jerry —dijo Frank—, no tienes nada de lo que preocuparte en ese asunto. Haz lo que tengas que hacer para reorganizar las cosas. Cuando quieras volver, el puesto es tuyo.

Frank ofreció su mejor sonrisa de niño pequeño y se ajustó las gafas de montura al aire. La espesa barba le cubría las mejillas y la barbilla regordetas de un chico de trece años. Sus ojos azules eran francos e inocentes.

Satisfacción. Un rival eliminado. Nunca le había gustado realmente Bremen... demasiado listo. La investigación de Goldmann lo había convertido en una amenaza demasiado grande.

Imágenes de la joven rubia del MIT a la que Frank había entrevistado el verano anterior y con la que se había estado acostando durante todo el largo invierno.

Perfecto. Ya no hará falta mentirle a Nell o inventar conferencias para los fines de semana largos. Sheri puede quedarse en la ciudad, cerca del campus, y el puesto será suyo la próxima Navidad si Bremen está fuera demasiado tiempo. Perfecto.

—En serio, Jer —dijo Frank, y se inclinó hacia delante para darle una palmadita a Bremen en la rodilla—, tómate el tiempo que necesites. Lo consideraremos un retiro sabático y te guardaremos el puesto.

Bremen alzó la cabeza y asintió. Tres días más tarde envió por correo su carta de dimisión a la facultad.

Dorothy Parks, del departamento de psicología, fue a su casa tres días después del funeral, insistió en prepararle la cena y se quedó hasta después de anochecer explicándole los mecanismos de la pena. Estuvieron sentados en el porche hasta que la oscuridad y el frío los obligaron a entrar. Parecía que fuera invierno otra vez.

—Tienes que comprender, Jeremy, que alejarse del entorno habitual es un error común que comete la gente que acaba de sufrir una pérdida grave. Estar demasiado tiempo fuera del trabajo, cambiar de casa demasiado rápidamente... parece que es algo que puede ayudar, pero es otra forma de posponer la confrontación inevitable con la pena.

Bremen asintió y escuchó con atención.

—Ahora mismo estás en la fase de negación —dijo Dorothy—. Igual que Gail tuvo que pasar por esa fase con su cáncer, ahora tú tienes que pasarla con la pena... pasarla y superarla. ¿Comprendes lo que te digo, Jeremy?

Bremen se llevó los nudillos al labio superior y asintió lentamente. Dorothy Parks tenía cuarenta y tantos años, pero se vestía como si fuera mucho más joven. Esa noche llevaba una camisa de hombre, muy desabrochada y metida por dentro de una falda larga de gaucho, con unas botas de por lo menos treinta centímetros de caña. Los brazaletes entrechocaban en sus muñecas cuando gesticulaba. El pelo corto, teñido de rojo con mechas púrpuras, lo llevaba peinado en una cresta.

—Gail hubiese querido que te enfrentaras a esta negación lo más rápidamente posible y que continuaras con tu vida, Jeremy. Lo sabes, ¿verdad?

Está escuchando. Me mira. Tal vez no debería haberme soltado ese cuarto botón... ser sólo la terapeuta esta noche... haberme puesto el jersey gris. Bueno, a la mierda con eso. Lo he visto mirarme en el recibidor. Es más bajo que Darren... no tan fuerte... pero eso no es importante. Me pregunto cómo será en la cama.

Imágenes de un hombre de pelo rubio... Darren... deslizando la mejilla sobre su vientre.

No importa, podrá aprender lo que me gusta. ¿Dónde estará el dormitorio? En la primera planta, en alguna parte. No, mi casa... no, mejor un sitio neutral para la primera vez. El reloj corre. El reloj biológico. Mierda, al tipo que se le ocurrió esa frase tendrían que haberle cortado las pelotas.

—... importante que compartas tus sentimientos con tus amigos, con alguien cercano —estaba diciendo ella—. La negación sólo puede durar un tiempo antes de que vuelva el dolor. ¿Me prometes que llamarás? ¿Para charlar?

Bremen alzó la cabeza y asintió. Y en ese segundo decidió más allá de ninguna duda que la granja no podía venderse.

Al cuarto día tras el funeral de Gail, Bob y Barbara Sutton, vecinos y amigos, volvieron para darle el pésame en privado. Barbara lloraba con facilidad. Bob se agitaba incómodo en su asiento. Era un hombre grande con el pelo rubio cortado al cepillo, la cara redonda y permanentemente colorada, y unos dedos tan cortos y suaves como los de un niño. Estaba pensando en llegar a casa a tiempo para ver el partido de los Celtics.

—Sabes que Dios no nos da nada que no podamos soportar, Jerry —dijo Barbara entre sollozos.

Bremen lo consideró. Barbara tenía una veta prematura de canas en el pelo oscuro y Bremen siguió la sinuosa línea que dibujaba desde su frente hasta que se perdía de vista en la curva de su cráneo, bajo el coletero. La neurocháchara que surgía de ella era como la vaharada de aire caliente de un horno abierto.

Testigo. No le parecería maravilloso al pastor Miller si llevara al Señor a este profesor universitario. Si cito las Escrituras, podré perderle... ¡Oh, a Darlene le daría un ataque si apareciera en los servicios del miércoles por la noche con este agnóstico... ateo... lo que sea, dispuesto a acudir a Cristo!

—Él nos da la fuerza que necesitamos cuando la necesitamos —estaba diciendo Barbara—. Aunque no podamos comprender esas cosas, hay un motivo. Un motivo para todo. Gail fue llamada a casa por algún motivo que el buen Dios revelará cuando llegue nuestra hora.

Bremen asintió, distraído, y se puso en pie. Algo sorprendidos, Bob y Barbara se levantaron también. Los acompañó hasta la puerta.

—Si hay algo que podamos hacer... —empezó a decir Bob.

—La verdad es que sí —dijo Bremen—. Me preguntaba si podríais cuidar de Gernisavien mientras paso fuera una temporada.

Barbara sonrió y frunció el ceño al mismo tiempo.

—¿La gata? Quiero decir, claro... Gerny se lleva bien con mis dos siameses... nos encantará... pero ¿cuánto tiempo piensas...?

Bremen intentó sonreír.

—Una temporada, hasta que resuelva las cosas. Me sentiría mejor si Gernisavien estuviera con vosotros en vez de con el veterinario o en el hogar de acogida para gatos de Conestoga. Podría dejárosla por la mañana, si os parece bien.

—Sí —dijo Bob, estrechando de nuevo la mano de Bremen. Cinco minutos para el partido.

Bremen saludó con la mano mientras ellos daban la vuelta en su Honda y desaparecían por el camino de gravilla. Luego entró en la casa y fue pasando lentamente de una habitación a otra.

Gernisavien dormía en la manta azul que había al pie de la cama. Volvió la cabeza manchada cuando Bremen entró en la habitación y los ojos amarillos lo miraron acusadores por haberla despertado. Bremen le acarició el cuello y se acercó al armario. Descolgó una de las blusas de Gail y se la llevó a la mejilla un segundo, luego se cubrió la cara con ella e inhaló profundamente. Salió de la habitación y volvió a su estudio, pasillo abajo. Los trabajos de los alumnos permanecían amontonados donde los había dejado un mes antes. Sus ecuaciones de Fourier estaban esparcidas allí donde las había garabateado en estallidos de inspiración, a las dos de la madrugada, la semana antes del diagnóstico de Gail. Montones de manuscritos y revistas sin leer cubrían cada superficie.

Bremen se quedó de pie un minuto en el centro de la habitación, frotándose las sienes. Incluso allí, a setecientos metros del vecino más cercano y a doce kilómetros de la ciudad y la autopista, la cabeza le zumbaba y le chisporroteaba de neurocháchara. Era como si toda su vida hubiera escuchado bajito una radio encendida en otra habitación y de repente, de algún modo, alguien le hubiera instalado un altavoz en la cabeza y hubiera puesto el volumen al máximo. Desde la mañana en que había muerto Gail.

Y la cháchara no

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