Para Babs
Ten tus ojos bien abiertos antes del matrimonio; y medio cerrados después de él.
BENJAMIN FRANKLIN
¿Cómo pretendes que alguien que está abrigado comprenda a alguien que tiene frío?
ALEXANDER SOLZHENITSYN
Dime, chico... ¿Has bailado con el demonio a la pálida luz de la luna?
JACK NAPIER
IRINA
La niña no sintió dolor cuando el clavo le rasgó la cara, debajo del ojo izquierdo.
SIMON
Mi primer error fue enamorarme de ella.
El segundo error fue no preguntarle por aquella cicatriz.
La mala noticia es que estoy a punto de cometer el tercero, y que va a ser mucho peor que los dos anteriores.
De mi hombro derecho cuelga una mochila que contiene mi futuro y el de todos mis empleados, en apretados fajos de cien. Si cruzo la puerta que tengo frente a mí, arruinaré aún más la existencia de todos los que conozco y de sus familias. Como si no me odiasen suficiente ya.
De mi hombro izquierdo brota un reguero caliente que resbala por el brazo y gotea por el cañón de la pistola. Noto la empuñadura pegajosa por la sangre que se seca entre los dedos. La aprieto con más fuerza para infundirme confianza. No funciona.
El charco carmesí que hay junto a mi zapato se va haciendo más grande a medida que las dudas me invaden y la fuerza vital se me escapa por la herida. El neón blanquecino que ilumina el pasillo parpadea, y mis ojos se desenfocan durante un instante. Me tiemblan las rodillas, y el miedo es una gélida bola de acero en mis tripas.
Estoy a punto de cometer el mayor error de mi vida.
¿La buena noticia?
La buena noticia es que no viviré para lamentarlo.
ANTES
PRIMER ERROR

1
Una reunión
Me inclino hacia delante y vomito en la enorme papelera cromada. Mi estómago se contrae como un limón exprimido hasta dejarlo seco. La oleada de sangre en mi cabeza hace que el tiempo se detenga a mi alrededor, y que solo exista este borde frío metálico en el que me apoyo hasta que logro respirar con normalidad.
—¿Estás bien, Simon? —dice Tom.
El contacto de la mano de mi amigo en el hombro es tranquilizador, reconfortante. Al menos hasta que asiento. Entonces me agarra de la camisa y tira de mí hacia atrás, intentando enderezarme. Tengo que apoyarme en la pared para conseguirlo, porque Tom es un palmo más bajo que yo y pesa veinte kilos menos.
—Pues recomponte, por lo que más quieras. Hoy nos lo jugamos todo, grandullón —dice, haciendo un gesto a la recepcionista a su espalda.
Trato de meter más aire en los pulmones, absorbiéndolo a bocanadas largas y descompasadas.
—Quizás habría que aplazar la reunión unos días. Depurar unas cuantas variables, darle a LISA un nuevo...
—Dios, te huele el aliento a baño de discoteca —dice Tom, arrugando la nariz—. No, no vamos a retrasar nada, porque este tío no volverá a Chicago hasta el año que viene, y para entonces estaremos en la calle, pidiendo debajo de un puente o algo peor. ¿Sabes lo que me ha costado conseguir esta cita? Vas a entrar ahí, vas a enseñarle esa puñetera maravilla que has diseñado, y vamos a ser ricos.
Tom tiene razón, por supuesto, aunque no quiero reconocerlo.
No reacciono demasiado bien a la presión ni a las interacciones sociales, ni siquiera a estar cerca de otras personas. Me gusta la soledad. Una vez fui a una psicóloga para hablarle de la ansiedad, los sudores fríos, las náuseas y los mareos que sufría en presencia de otros, y ella me dijo que yo solo creía que prefería estar solo porque nunca había dejado de estarlo. Que mi pretendida preferencia por el aislamiento era una racionalización.
Tenía un cuenco repleto de caramelos de mora encima de la mesa, y yo no podía quitar la vista de ellos mientras ella decía aquellas palabras que revolvieron mis esquemas mentales más de lo que me hubiese gustado. En cuanto sacó el tema de mi hermano, me alegré de tener una excusa para levantarme y dejar el tratamiento. Como quedaban diez minutos para que se cumpliese la hora, me llevé un puñado de aquellos caramelos de mora. Tengo la mano enorme, y aún recuerdo la cara de consternación de la psicóloga cuando su nuevo cliente y tres cuartas partes del cuenco de caramelos desaparecieron por la puerta.
No permito que nadie me hable de mi hermano Arthur. Nunca.
Consigo rehacerme, con un último empujón de Tom. Esquivo un rebaño de pufs de colores chillones que invitan a permanecer en pie y me acerco a la recepcionista. Asiática, sonriente, excesivamente maquillada, con el pelo recogido en una coleta tan tensa que duele a la vista, comanda un escritorio fabricado en resina y cristal que avergonzaría al puente de mando de la Enterprise.
—Siento que haya tenido que ver eso.
La chica suelta una risa cómplice.
—No se preocupe. Es el cuarto al que veo vomitar en la papelera, y solo llevo dos semanas en este trabajo.
Me alarga una caja de pañuelos de papel y yo tomo un puñado, agradecido.
—Seguro que nadie le avisó de que tendría espectáculo gratis cuando le dieron el empleo. ¡El desfile de los pedigüeños!
—Sé lo que supone ver al gran jefe para ustedes, cerebritos. Hay algunos que llegan incluso con una camiseta con el logo de nuestra compañía, queriendo congraciarse con él. Esos ya sé que no van a pasar de los tres minutos.
—¿Así que la famosa historia del reloj de arena es cierta?
Ella se encoge de hombros, como si hubiese hablado demasiado.
—Escuche, parece usted un buen tío. Firmen sus ADC y les acompañaré a una sala de reuniones, así podrá refrescarse un poco.
Me muestra una pantalla táctil con un texto larguísimo lleno de puntos y de cláusulas legales, anexos y parafernalia de abogados. Ni me molesto en fingir que lo leo y estampo mi firma con el dedo índice al final del documento. No sé si he firmado un acuerdo de confidencialidad o he vendido mi alma a Infinity. Para el caso es lo mismo. Con todo lo que saben estos tipos de mí —de cualquiera de nosotros, en realidad— es como si fueran ya mis dueños.
Tom se acerca trayendo su maletín de cuero y mi bolsa de mensajero, firma también en la pantalla y un par de paneles de vidrio se abren para darnos paso al paraíso. Hace una década, cuando terminé mis estudios de Ingeniería Informática, hubiese dado cualquier cosa por entrar en la sede de Infinity, por formar parte de aquel equipo, por conocer algunos de sus múltiples secretos. Aquella era la más pequeña de las sedes de la compañía, y aun así gozaba de todas las comodidades que la habían convertido en la empresa más codiciada por los jóvenes graduados de América: aperitivos y refrescos gratis a cualquier hora, un comedor dirigido por un chef digno de un restaurante de cinco tenedores, salas de descanso, gimnasio... Todo ello lo vemos al pasar, sin que la recepcionista haga el más mínimo esfuerzo por explicarnos nada. Nosotros venimos a pedir dinero, por lo que no nos merecemos la habitual visita guiada que seguro que estará harta de repetir.
Yo agradezco su desidia. El Simon que hubiese matado por entrar allí ya no existe. Años de llamar a una puerta tras otra para conseguir una oportunidad han acabado con él, aumentando su fobia social hasta convertirle en el ermitaño de metro noventa y cien kilos de peso que ahora camina por los pasillos de un paraíso deslucido.
Tom Wilson, mi abogado y mejor amigo —un recuento objetivo diría que el único—, es todo lo contrario a mí. Es menudo, pelirrojo, de ojos vivaces, inagotable. Siempre tiene una sonrisa y una palabra amable para cualquiera con el que se tropiece. Si buscas «encanto superficial» en Wikipedia, aparece una foto suya. Mientras pasamos junto al comedor, nos cruzamos con una chica atractiva, de grandes gafas de pasta, camiseta desgastada de la Rana Gustavo y vaqueros ajustados, que lleva una bandeja con ensalada, una botella de agua y una manzana verde. Tom le arrebata la manzana al pasar, le pega un mordisco y le guiña un ojo a la chica. Si yo hubiese hecho eso habría logrado una llamada a la policía y una orden de alejamiento, pero Tom consigue una carcajada de sorpresa y una enorme sonrisa que se prolonga tanto como tarda Tom en perderse de vista por la primera esquina por la que nos conduce la recepcionista.
Cuando se da la vuelta, se encuentra con mi mirada de envidia mal disimulada. Le odio.
—Te odio —le digo, solo para dejárselo claro.
—Vamos, Simon. Alegra esa cara. Tienes que estar de buen humor para nuestro anfitrión.
Me arroja la manzana a la que le ha arrancado un único, redondo y enorme bocado, una parodia del famoso logo de Apple. Yo manoteo desesperado para agarrarla sin dejar caer mi bolsa, pero no lo consigo, y manzana y bolsa terminan en el suelo.
La recepcionista se da la vuelta y me sacude con una mirada de reprobación mientras intento recoger los pedazos de manzana de la moqueta. Da la impresión de que se arrepiente de haberme tratado amablemente antes, y nos señala una sala de reuniones con gesto gélido.
—Esperen aquí, e intenten no ensuciar demasiado.
Como siempre, Tom se divierte y yo termino pagando el pato. Le aparto a un lado y entro en la habitación, buscando una papelera donde arrojar los restos del desaguisado.
—No te enfades, hombre —dice Tom—. Todo va a ir bien, ya lo verás. A esta gente le gusta la espontaneidad.
Yo suelto un bufido exasperado. Tengo los dedos pegajosos por el zumo, que me gotea entre los dedos, y la respiración se me va acelerando. Zachary Myers, el dueño y fundador de Infinity, la persona a la que he admirado y querido conocer desde que yo era un crío que instalaba su primer y revolucionario sistema operativo, está a punto de llegar y yo de estrechar su mano con mi enorme manaza pringosa. Doy vueltas a mi alrededor, sin encontrar ningún sitio donde deshacerme de la fruta destrozada.
La sala está pintada completamente de blanco, la mesa está fabricada en una sola pieza de algún material sintético y con cada una de las dieciséis sillas que la rodean yo habría podido pagarme un año de universidad. Pero no aparece una papelera por ningún sitio. Termino desistiendo y meto los restos en el lateral de mi bolsa de mensajero, en la redecilla donde debería de colgar la botella de agua. Odio el olor a manzana y odio a Tom por arruinar mi bolsa favorita, que tiene el tamaño justo para que quepa mi portátil, y es una de las pocas con la bandolera lo bastante larga como para rodear mi enorme corpachón, sin parecer una bufanda, como las otras.
—Oye, tío, ¿por qué no lo has echado en esta papelera? —dice mi amigo, señalándome una rendija en la pared. Al presionarla, una sección se desliza hacia fuera, tarde para salvar mi bolsa, pero a tiempo de que mi cabreo con Tom alcance el punto de ebullición.
—Se acabó. Nos vamos de aquí. No pienso presentarme ante Myers así —digo, recogiendo la bolsa y dirigiéndome a la salida.
Tom me sujeta del antebrazo.
—Calla y siéntate. ¿A que ahora estás mejor? ¿Han desaparecido las náuseas?
Me paro cerca de la puerta, de cristal grueso como un puño, y me doy la vuelta hacia él. No puedo evitar sonreír. El muy cabrón ha montado todo este numerito para que me olvidase de mi ataque de ansiedad y me centrase en sus tonterías, algo que parece haber funcionado.
—No la cagues en la prueba, ¿vale? No quiero que te pase como...
Le hago un gesto para que se calle y señalo con los ojos a la diminuta semiesfera de cristal en un extremo de la habitación, seguramente la cámara que utilizan para videoconferencias, que sin duda Myers usará para grabar nuestra reunión, si es que no está en marcha ya. En Infinity no se han caracterizado nunca por respetar la intimidad de los clientes que emplean su motor de búsqueda, sus aplicaciones de correo electrónico o sus dispositivos electrónicos. Celebridades de todo el mundo han sido víctimas de su falta de escrúpulos en el pasado, la última vez unas semanas antes con una enorme filtración de fotografías eróticas de gran número de famosas que guardaban en la nube de Infinity recuerdos de sus acrobacias en la cama.
Infinity ofreció unas pobres excusas acerca de un poderoso ataque de un grupo de piratas informáticos, pero aquello apestaba a que alguien se había dejado abierta una puerta de atrás, una entrada secreta que daba acceso a los datos de todos los clientes que almacenaban sus datos personales en los descomunales servidores de Infinity. A partir de ahí, solo había que teclear el nombre de la persona en cuestión y ver si había sido travieso con su pareja o con alguien más.
Todo sistema tiene una puerta de atrás, y si no respetas la intimidad de tus clientes lo bastante como para protegerla, dudo mucho de que no vayas a transgredir la privacidad de los humildes dueños de una startup que vienen a pedir dinero a tus propias oficinas.
Tom me comprende de inmediato, me guiña un ojo y arranca una perorata sobre un ligue, una farmacéutica que trabaja en la calle Main, y de la increíble cena que tomaron ayer en un restaurante griego cerca de su casa. Estoy convencido de que se inventa la mitad de los detalles, de que es una actuación de cara a nuestros anfitriones, pero aun así siento envidia de él y de su capacidad para entablar contacto con otros seres humanos. Estoy perdido en mis pensamientos, escuchando a medias a Tom, cuando un carraspeo junto a la puerta nos pone a los dos en pie.
Detrás de nosotros, aparecido casi de la nada, está el único hombre que puede salvar nuestra empresa de la ruina.
2
Un desplante
Con el paso de los años he dejado de creer en Zachary Myers, de dejar de sentir la adoración reverencial que sentía por personajes como él, Bill Gates o Steve Jobs. Cuando era poco más que un adolescente que daba sus primeros pasos frente a un entorno de desarrollo, conocía cada detalle de sus vidas, estaba pendiente de cada palabra que decían en las entrevistas, quería descubrir cómo habían evolucionado desde la nada más absoluta hasta convertirse en revolucionarios que habían cambiado el mundo.
De pronto un día tuve mi propia idea, el plan con el que yo mismo quería aportar mi granito de arena y, como diría Tom, «ganar tanta pasta que pudiese tumbarme encima». De pronto mis héroes se convirtieron en tipos más mundanos, menos fulgurantes. A cada hora de las miles que pasé picando códigos frente a la pantalla, inventando a LISA, el brillo de las estrellas se fue apagando cada vez más, y los eslóganes vaciándose de sentido. Ya no quería pensar diferente, ni permanecer hambriento y loco. Solo quería acabar este maldito invento que me ha obsesionado durante años. En una época especialmente dura, arranqué de las paredes las fotos de mis ídolos y las arrojé al contenedor dentro de una caja de pizza repleta de bordes.
Odio los bordes de la pizza.
El trabajo duro y el fracaso constante me habían vuelto cínico ante mis ídolos de la adolescencia, qué sorpresa. Bueno, he de decir que conocer en persona a Zachary Myers no ayudó en absoluto a cambiar esa actitud.
—Buenas tardes, señor Wilson, señor Sax —saluda. Ha venido solo, vestido con su icónico atuendo de vaqueros y camiseta blanca, más pálido y envejecido que en las fotos. Se aproxima a los sesenta, y ni siquiera los miles de millones que posee podrán hacerle cambiar eso.
Tom se adelanta para estrecharle la mano, pero el fundador de Infinity deja las suyas a la espalda.
—Lo siento, no estrecho manos cuando conozco a alguien —dice, muy cortante—. Siéntense, por favor.
—¿Se reserva para la segunda cita, señor Myers?
—¿Disculpe?
—Para estrechar la mano.
Myers sonríe de forma glacial, mientras nos evalúa de arriba abajo con la mirada. Mi camisa arrugada y los pantalones cargo de anchos bolsillos, el traje barato de Tom. Siento el peso de su mirada y vuelvo a sentir la ansiedad y las náuseas. Incluso Tom, que tiene la piel de titanio y menos vergüenza que un vendedor de coches usados libanés, se revuelve incómodo.
—Es fácil ver quién se encarga del trabajo duro y quién de las relaciones públicas. —Coloca un diminuto objeto de plástico frente a él, el reloj de arena mítico que le ha hecho ganarse su fama de intransigente y de jefe imposible incluso en este mundo de egos tan grandes que hacen falta sherpas, cuerdas de escalada y oxígeno para superarlos. Dicen que lo emplea para todo, desde una presentación de un jefe de división hasta para tomarse un café. «Cualquier actividad que lleve más de tres minutos completar es una pérdida de tiempo», declaró a la revista Time cuando le hicieron hombre del año. Mientras preparábamos la reunión, Tom insistió mucho en la pena que le daba la señora Myers.
—Humillarse llamada tras llamada para conseguir inversores es un trabajo muy duro —se defiende Tom, a quien no le gusta nada que se le considere un segundón.
Myers le ignora y se dirige a mí.
—Señor Sax, si su socio sigue haciendo chascarrillos, si vuelve a abrir la boca en esta reunión, ni siquiera necesitaremos esto —dice, dando la vuelta al reloj de arena—. Comience, por favor. Hábleme de LISA.
Lanzo a Tom una mirada desesperada. No es así como lo habíamos planeado. Se suponía que Tom haría una presentación de unos cuarenta segundos, después yo haría una demostración durante un minuto, y Tom cerraría la intervención hablando de las posibilidades de LISA, de todas sus aplicaciones y de la oportunidad que representaba. Sin el apoyo de la intervención, me encuentro perdido, y las náuseas reaparecen. Tom se encoge de hombros y hace un gesto con la cabeza para que empiece.
Myers comienza a impacientarse y tamborilea sobre la mesa.
—Dos minutos y cuarenta segundos.
Yo intento hacer las respiraciones largas que teóricamente me ayudan a controlar las náuseas, y saco de mi bolsa un teléfono móvil. No es uno de los suyos, y Myers no oculta una expresión de disgusto, pero yo sé muy bien lo que hago. No quiero correr riesgos, y he cargado el prototipo de la aplicación en un móvil fabricado por otra compañía, al que he bloqueado cualquier contacto con nada que no sea mi portátil. Ni siquiera nos conectamos a la tentadora red wifi de Infinity. Ahora mismo, el ordenador que acabo de dejar encima de la mesa y mi teléfono forman un sistema cerrado, protegido por una clave de seguridad de 4.096 bits. Si todos los servidores de Infinity, situados en una nave industrial del tamaño de seis campos de fútbol en Colorado, trabajasen a la vez en descifrarla tardarían unos seis mil años, siglo arriba, siglo abajo. Claro que para eso tendrían que dejar sin correo electrónico al veinte por ciento de la población mundial, y a ver cómo pasa la gente seis mil años sin mandarse vídeos de gatos.
—Supongo que ya le habrán explicado lo que...
—No suponga nada, señor Sax. No sé nada de LISA. Véndamela.
Sus colaboradores debían de haberle hecho un resumen de lo que habíamos preparado, estaba seguro. Habíamos aparecido en blogs aquí y allá, nada demasiado espectacular. Jumping Crab —así llamamos a nuestra empresa, un nombre que de pronto me suena ridículo e infantil—, una joven empresa de Chicago, está trabajando en un nuevo sistema de reconocimiento de imágenes. Un par de líneas en publicaciones de segunda fila, mencionando de pasada que teníamos problemas para conseguir financiación, un eufemismo para decir que habíamos llamado a la puerta de todos los inversores posibles y que estábamos totalmente arruinados.
La culpa de que nadie soltase un centavo no era de Tom, sino mía. LISA es complicada, es una genialidad pero no siempre funciona, en buena parte por las restricciones que le impone mi obsesión por la seguridad. He fracasado estrepitosamente en todas las presentaciones. En los últimos meses, ante la inminencia de la quiebra, Tom llamó a Infinity —uno de los pocos frente a los que aún no habíamos fracasado— más de un centenar de veces, sin éxito. Y, sin embargo, hace un par de semanas Tom recibió una llamada citándole hoy, aquí, no para una reunión con un jefe de departamento ni nada por el estilo, sino con el propio Zachary Myers. Si le hubiese llamado san Pedro para una reunión con el Todopoderoso, Tom se habría extrañado menos.
—LISA es un acrónimo, en inglés, de Algoritmo de Búsqueda de Interpolación Lineal. A diferencia de los algoritmos tradicionales, como el programa de búsqueda inversa de imágenes que ofrece su compañía, no emplea los bordes del objeto para determinar qué es. LISA busca un fragmento en la imagen que pueda reconocer, y predice qué es más probable que se encuentre después.
—Por aprendizaje estadístico. Eso ya se ha intentado.
—Pero se ha acometido a través de imágenes, buscando similitudes entre los bordes de la imagen, lo cual requiere comparaciones casi infinitas. Mi algoritmo emplea palabras.
Myers alza una ceja. No sé si finge sorpresa o es genuina. Hasta aquí no hay nada que sus empleados no le hayan dicho ya, supongo que riéndose muy fuerte de nosotros.
—Eso es imposible, señor Sax. Está usted hablando de intuición. Intuición artificial.
Si tuviese un centavo por cada vez que me han dicho eso, podría comprarme un sofá que sustituya al que tuve que vender en eBay la semana pasada para pagar el recibo de la luz, así no tendría que sentarme en dos cajas de madera.
—En lugar de buscar una silueta y compararla con su base de datos, lo cual tardaría mucho más y sería impreciso, LISA identifica un parámetro y establece una probabilidad basándose en variables de contexto. No se centra en la imagen en sí, sino que intenta comprender dónde encaja, como un niño pequeño cuando mira algo nuevo.
Fue Arthur quien me dio la idea de programar así a LISA. Arthur y su manera especial de mirar el mundo, tan tierna, tan inocente. Pero no voy a hablarle de eso. No hablo nunca de Arthur con nadie.
—Señor Sax, lo que usted propone es brillante, pero es solo ciencia ficción.
Tom se incorpora en el asiento y va a protestar, pero Myers le congela en el sitio levantando un dedo nudoso, con forma de palillo de tambor. De dentro de una carpeta saca tres objetos, que coloca frente a él en la mesa: una caja de fósforos, un dispensador de caramelos Pez con forma de princesa Disney y un bolígrafo corriente.
—Identifique estos tres objetos con su aplicación antes de que se acabe el tiempo, señor Sax, y podremos seguir hablando.
Miro de reojo al reloj de arena y calculo que no quedarán ni cuarenta segundos. Comienzo por el bolígrafo, es el más sencillo. Hago una captura con la aplicación, asegurándome de enfocar bien la marca del boli. Después el dispensador de caramelos. La princesa de la tapa es un problema, pues puede llevar el algoritmo por cientos de otros caminos. No tengo ni idea de cómo va a reaccionar, así que hago dos capturas, una de frente y otra de costado y le doy al botón de enviar.
Finalmente el reto, la caja de cerillas. Es de esas con forma de libro, mucho texto y poco volumen. Voy a colocarla para buscar un mejor ángulo, pero Myers me lo impide.
—Sin tocar, señor Sax.
El sol se está poniendo, y la luz mortecina que entra por los amplios ventanales del piso 27 no es nada favorable para Lisa. Hacerle una foto de frente no servirá de gran cosa, así que coloco el móvil de costado a corta distancia y hago la foto de manera que se vean las cabezas de las cerillas. Cuando retiro el teléfono, ha caído el último grano de arena del reloj.
—Me temo que su tiempo se acabó, señores —dice Myers, levantándose.
—¿No quiere ver los resultados? —digo, intentando ganar tiempo. LISA aún no ha emitido la vibración que indica que la búsqueda ha terminado.
Myers me mira, y mira al teléfono. Noto cómo sus propias normas luchan contra la curiosidad. Finalmente gana esta última y tiende la mano. Se lo paso, y él aprieta el botón verde que acaba de aparecer en la pantalla.
—Primer. Objeto —dice una voz de mujer, nítida y clara. Es la más sensual de las que pude encontrar en los bancos de sonido, pero hace tantas pausas que aún cuesta un poco que te caiga bien—: Un. Bolígrafo. Uniball. Eye Micro. De. Color. Negro. Disponible en. Infinity Shopping. Por. 2,38 dólares. ¿Quieres que encargue uno, Simon?
—No, gracias, LISA. Pasa al siguiente.
La aplicación hace una pausa mientras procesa mi orden, y por un instante temo que se ha colgado.
—Segundo. Objeto —dice por fin—. Dispensador. De. Caramelos. Pez. Varios modelos. Disponibles en. Infinity Shopping. Desde. 3,01 dólares. ¿Quieres ir a la tienda, Simon?
—No, LISA. Pasa al siguiente.
Aprieto las uñas contra las palmas de las manos. Esto va a doler.
—Tercer. Objeto. Resultados. Inconcluyentes.
No ha podido reconocer la caja de cerillas. Siento la oleada de fracaso y me dejo caer en la silla, sin atreverme a mirar a Myers a la cara. Se produce un silencio eterno, que Tom se atreve a romper.
—¿Puedo intervenir ya, señor Myers?
El fundador de Infinity hace un gesto imperceptible de asentimiento, sin quitarme la vista de encima.
—Si me lo permite, señor, LISA tiene aplicaciones infinitas. Inicialmente Simon lo ideó como un sistema para facilitar las compras de la gente. Basta con ver un objeto, capturarlo en la aplicación y listo, ya puedes comprarlo. No necesitas un código de barras, ni siquiera saber cómo se llama. Vas en el autobús, ves unas zapatillas de deporte que lleva alguien y diez segundos después puedes encargarlas a través de cualquier tienda online.
No hace falta que Tom le diga que la tienda por defecto del buscador sería Infinity Shopping, el gran quebradero de cabeza de Zachary Myers, siempre dos pasos por detrás de Amazon. Tampoco es necesario que le explique lo que esa aplicación haría por su negocio.
LISA supone un cambio de juego, la mayor revolución en las nuevas tecnologías desde que Steve Jobs presentó el iPhone en 2007.
—Pero LISA puede hacer mucho más que ayudarte a comprar. El algoritmo de Simon es escalable, señor, cuanto más sabe más aprende y antes ofrece resultados. Y dentro de un par de años podríamos estar vendiendo licencias para aplicaciones educativas, artísticas, industriales y de investigación.
—Si funciona —rezonga Myers, levantando la caja de cerillas.
—Necesitaremos dinero para perfeccionar el algoritmo, para bases de datos...
El hombre del otro lado de la mesa se pone rígido, se oye crujir sus vértebras mientras su cuerpo se tensa, aprestándose a la batalla. Ahora está en su terreno.
—¿Cuánto?
No me falles ahora, Tom, pienso. Que no te tiemble la voz.
—Diez millones de dólares para despegar, a cambio del diez por ciento de las acciones —dice Tom, con el mismo desparpajo con el que leería el menú del día. Cualquiera diría que le ha pedido prestado dinero a mi vecina de al lado para poder echar gasolina al coche hace un par de horas—. Cien millones en segunda ronda a cambio de otro diez por ciento. Quinientos millones en tercera ronda, abierta a cualquier postor, por el veinte por ciento restante.
Myers contiene una carcajada, haciendo un ruido desagradable, como un fuelle que no se ha llenado del todo.
—Ha dicho que LISA tiene muchas aplicaciones, señor Wilson. ¿Quién decidirá cuáles son?
—Simon y yo controlaremos el cincuenta y uno por ciento de las acciones.
—No creo que estén ustedes en posición de negociar un trato tan bueno, señor Wilson. Su aplicación funciona a ratos, su interactividad es pobre y la interfaz de usuario deja mucho que desear. Eso por no hablar de su situación económica. En la cuenta del banco de su socio hay un descubierto de setecientos dólares —dice, señalándome con el dedo—, y no creo que pueda hacer frente a las dos hipotecas que ha pedido sobre la casa de sus padres. Y usted no está mucho mejor. Ni sus tres empleados, que llevan meses sin cobrar su paupérrimo sueldo.
Tom me mira, fingiéndose escandalizado, pero los dos sabíamos que eso iba a pasar. Ningún multimillonario se reúne con tipos que vienen a pedirle dinero sin encargar un informe financiero.
—Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo, siempre y cuando sea Infinity la dueña de la tecnología —continúa Myers.
—Eso no va a pasar —dice Tom—. Si no quiere participar, está bien. Encontraremos quién lo haga.
—Ya han llamado a todas las puertas. ¿Cómo van a pagar las facturas hasta entonces?
Entonces recuerdo un episodio de los Looney Tunes que vi una vez con Arthur. Bugs Bunny se arrastra sediento por el desierto, buscando un oasis, y el Pato Lucas sale de detrás de una roca vendiendo vasos de limonada a precio de oro. Es el truco más sucio y viejo del mundo. Me pregunto si es por eso por lo que Infinity no nos ha recibido antes. Myers quiere esa tecnología, la quiere desesperadamente, y ha sobrevolado dando vueltas en círculo sobre nosotros, esperando a que estemos en una situación crítica para que no podamos negociar.
—LISA está casi lista —dice Tom—. Se la mostraremos a otro inversor.
—No, no lo está. Ha tenido un acierto pleno con un producto que lleva el modelo escrito encima, un acierto parcial con los caramelos y un fallo con las cerillas. Necesitarán mucho más de diez millones de dólares para lograr una base de datos de imágenes y muchísimos teraflops de potencia para lograr que LISA aprenda. Yo puedo ofrecerles todo eso. Estoy dispuesto a comprar su tecnología y a incorporarles a la plantilla con un sueldo de seis cifras, seguro médico para ustedes y su familia directa —dice, mirándome de reojo.
Esa mención, aunque sea velada, a Arthur, es más de lo que puedo soportar, y me pongo en pie.
—Señor Myers —digo, intentando sonar decidido—. Llevo seis años tecleando los cinco millones de líneas de código de LISA. ¿Cree que sus ingenieros pueden llegar a descubrir cómo lo he hecho? Pues le deseo suerte, porque yo antes trabajaría en un McDonald’s que venderle mis ideas por un sueldo y un seguro dental.
Cuando termino, la voz me tiembla tanto que apenas se me entiende una de cada tres sílabas, pero intuyo que Myers ha captado el mensaje, porque se levanta y sale de la sala de reuniones hecho una furia.
Tom me da una palmada en el hombro.
—Enhorabuena, Simon —dice—. Acabas de arruinarnos.
3
Un palo de hockey
Tom y yo hacemos el trayecto de vuelta en incómodo silencio. Noto su resentimiento y su frustración, emanando de él en ráfagas intermitentes. Agradezco que lo pague con la palanca de cambios del viejo Ford Fiesta en lugar de retorcerme el pescuezo.
—Escucha, Tom...
Como siempre, espera a que yo empiece a disculparme para atacar. Ha sido así desde que nos conocimos, hace ocho años, cuando ambos estábamos en el último curso de la universidad. Acababan de morir mis padres, y yo intentaba ganarme un dinero extra para poder sacar adelante a Arthur reparando ordenadores. Él trataba su portátil exactamente igual que al Ford Fiesta —el mismo que tenía entonces—, así que necesitaba toda la ayuda que yo podía proporcionarle. Cuando terminé de arreglarlo, me dijo que no tenía dinero para pagarme, pero que me invitaba a una cerveza. Seis rondas después ya éramos amigos. A Tom le gustaba hablar sin cesar, y a mí que alguien llenase el silencio que me acompañaba a todos lados como una parte más de mi cuerpo. Aunque ahora lo veo distinto, quizá. Tom es todo lo que yo no soy: un torrente de energía sin destino, un anuncio sin producto. Al encontrarme a mí había encontrado dónde ir y qué vender y yo le había arrebatado eso.
—No, escúchame tú a mí —dice, tomando una curva a la derecha con un volantazo tan fuerte que me hace tambalearme—. Podría haber ido a un bufete importante, en lugar de aceptar trabajos de mierda aquí y allá, sin poder comprometerme realmente con nadie porque tenía que organizar esta empresa, llevar tus cuentas, hablar con los inversores. Vale, quizá no a uno de los grandes de verdad, pero podría estar en uno de segunda fila. Ahora tendría un buen sueldo y un coche con menos de veinte años. Sería socio antes de los cuarenta. Pero lo dejé todo aparcado por tu culpa, cabronazo. Me juraste que seríamos ricos.
Cambia de carril, sin poner el intermitente y deja el dedo pegado al claxon mientras adelanta a un coche que no va todo lo deprisa que él querría, que en el caso de Tom supone al menos diez kilómetros por encima del límite legal.
—¡Conduce por tu lado, imbécil! —grita al retrovisor—. Tampoco es que estuviese pidiendo demasiado. Me hubiese bastado con sacar rendimiento al tiempo que hemos estado trabajando en esto, y Myers era nuestra última oportunidad. Ahora no tenemos nada, estamos de deudas hasta las cejas. ¿Has pensado qué va a ser de Arthur dentro de unas semanas, cuando los de la residencia dejen de creerse que el cheque está en el correo?
No me enfado con Tom por hablar de Arthur, porque Tom es de la familia, porque tiene razón y porque tengo miedo de que acabemos estrellándonos contra el quitamiedos al salir de la circunvalación si le pongo mala cara.
—Infinity nos ofrecía una salida, Simon. No era perfecta, claro que no, pero era una buena salida. Y tú lo has echado a perder.
El guardabarros trasero del Fiesta pasa a menos de tres centímetros de otro coche. El motor protesta como si estuviese a punto de estallar, y yo me agarro al asiento preguntándome si llegaremos vivos.
Cuando finalmente frena a dos manzanas de mi casa, yo suelto un suspiro de alivio mientras bajo del coche, pero Tom enseguida vuelve a ponerme un nudo en la garganta, esta vez de otra clase.
—¿Sabes lo que realmente me jode, Simon? —dice, inclinándose hacia la ventanilla del lado del copiloto—. Que tú nunca hablas. Siempre estás callado, en tu mundo, esperando a que los demás te saquemos las castañas del fuego, que averigüemos qué pasa dentro de tu cabeza. Llevo mucho tiempo animándote a que saques de dentro todo lo que tienes, a que te atrevas a gritarle al mundo a la cara lo mucho que vales. Y el día en que lo haces por primera vez es para estropearlo todo.
Se marcha con un chirrido de neumáticos, dejando una marca negra en el asfalto y otra en mi conciencia. Lo que yo había hecho no era justo con Tom, pero lo contrario no hubiese sido justo con LISA. Me gustaría explicarlo, tratar de arreglar las cosas con él, pero su Ford Fiesta ya es solo un punto al final de la calle.
El cielo se ha vuelto de un sucio gris pizarra a juego con mis pensamientos, y las farolas cobran vida cuando doblo hacia mi casa, una calle sin salida en el extremo del barrio. Llevo viviendo aquí toda la vida, aunque ahora ya no es la urbanización de clase media alta que era cuando mi madre, embarazada de mí, se fijó en ella. La crisis llevó a muchos a vender y marcharse de Chicago rumbo a Indiana o a Missouri, donde las propiedades son más baratas. El precio del metro cuadrado ha descendido drásticamente, y muchas de las casas están vacías, con las ventanas clavadas en un vano intento de que los adolescentes no se cuelen a beber, colocarse y meterse mano.
Veo a lo lejos unos cuantos jugando al hockey en el ensanche entre mi calle y la transversal. De ordinario no les prestaría atención, si no fuese porque una figura que camina muy derecha, con pasos cortos y apresurados, se mete en mitad del grupo. Uno de los adolescentes, un idiota más alto y más grande que los demás, vestido con una camiseta negra con una calavera estampada, levanta el palo para tirar a la portería improvisada con dos mochilas justo en ese instante. Tropieza con el recién llegado y está a punto de caer al suelo.
—¿Tú eres retrasado o qué? —pregunta Calavera, dándole un empujón.
—Pues sí, tío, ¿es que no lo ves? —dice otro, riéndose.
Forman un corro alrededor de él. Le tocan, le zarandean, se ríen de sus ojos oscuros y achinados, de su cara de luna, de sus dedos cortos. Él mira a su alrededor, asustado. Quiere que paren.
Es Arthur.
—¿Qué te pasa, retrasado? —dice Calavera, cogiéndole del brazo—. Flipas al ver a tanta gente lista, ¿no?
—Se ha cagado en los pantalones, fijo —dice otro.
—¿Es verdad eso, retrasado?
Arthur no contesta, solo mira hacia el suelo, sin entender nada.
—Vamos a comprobarlo —dice Calavera, echándole mano al cinturón—. A ver de qué color tiene los gayumbos el retrasado.
Arthur emite un gemido de protesta, inaudible para mí, que estoy recorriendo a grandes zancadas la calle, corriendo a socorrerle, maldiciéndome por ser tan lento y pesado. No necesito escucharlo, de todas formas. Llevo oyéndolo muchos años. Es un maullido sordo, profundo, desgarrador. Una petición de auxilio de un inocente indefenso, de alguien que no comprende la agresión porque en su corazón solo hay bondad. Hacer daño a un ser así es de una crueldad inadmisible.
Irrumpo en mitad del círculo, apartando a los adolescentes a un lado. No necesito ni siquiera usar los brazos, soy dos palmos más alto que ellos. Su líder, Calavera, ya es otra cosa. Debe de estar en último curso de instituto, mide metro ochenta y tiene espaldas grandes. Uno de esos matones que se desarrolló muy pronto, descubrió un día que le gustaba que le tuviesen miedo y se hizo una corte de lacayos más débiles. Los veo en el par de segundos que me cuesta alcanzarle: el que le hace los deberes, el que le ríe las gracias, el que aspira a ser líder pero se conforma con ser el músculo. Cuando eres un perdedor como yo, aprendes a distinguir a tus enemigos, a evitarlos. Pero ahora están haciendo daño a Arthur.
Agarro a Calavera por el hombro, sin darle tiempo a reaccionar. Le quito el palo de las manos. Forcejea intentando recuperarlo, quitárseme de encima. Es grande y fuerte. Yo lo soy más.
Le arrojo al suelo, de espaldas. Intenta incorporarse, pero yo agarro el palo por el mango recubierto de plástico, antes blanco y ahora grisáceo por el sudor y la mugre, y apoyo el cabezal contra su barbilla.
—Trisomía del par 21. Eso es lo que tiene Arthur. Sus genes tienen un cromosoma más. Él no lo ha elegido, igual que tú no has elegido ser rubio. Repítelo, quiero estar seguro de que te lo aprendes bien. Trisomía del par 21.
Calavera me mira con los ojos desorbitados. No está acostumbrado a perder. Se lleva la mano a la cara, tratando de quitarse el extremo del palo del mentón. Yo aprieto más.
—¿Estás loco, tío? ¡Me haces daño!
No aguanto ninguno de los nombres políticamente correctos que le pone la gente: Síndrome de Down. Disminuido psíquico. Especial. Y si se te ocurre decir en voz alta alguno de los insultos habituales —retrasado, mongolo, subnormal—, lo más probable es que te parta la cara. No soy una persona violenta, pero nadie insulta a mi hermano.
Nunca.
—No sé si estoy loco —digo, apretando un poco más el palo contra su boca—. Quizás. Por ahora soy el que está a punto de hacer que te tragues tus propios dientes si no obedeces.
Calavera mira alrededor. Todos sus amigos le están observando, y no está dispuesto a perder su estatus de macho alfa. Intenta zafarse gateando hacia atrás, en una postura muy poco digna de un líder, pero yo le piso el borde de sus pantalones de rapero y cae de culo, despellejándose los codos.
—¡Joder!
Vuelvo a ponerle el palo en la boca, asegurándome de que el borde afilado le apriete el labio inferior contra la encía.
—Trisomía del par 21. Eso es lo que tiene Arthur. Repítelo.
—¡Trisomía del par 21! ¡Trisomía del par 21! ¡Ya está! ¡¿Contento?!
Cojo el palo de hockey con las dos manos —un palo grueso, de buena madera de roble— y lo parto contra la rodilla derecha con un crujido seco y violento. Me duele una barbaridad, pero me aguanto. Vale la pena con tal de ver sus caras de terror. Esos chavales prácticamente han venido al mundo con uno de estos palos bajo el brazo, y saben que para romperlo hace falta una fuerza descomunal.
—Ahora sí —digo, arrojando los restos del palo encima de Calavera—. Largaos de aquí.
Los chavales rompen el círculo que se había formado alrededor de nosotros y salen de estampida. Calavera va el último, y cuando está a una distancia segura se da la vuelta para gritarme.
—¡Cuando te pille te mato, cabrón!
Yo le ignoro, me vuelvo hacia Arthur y tiendo los brazos hacia él. Al principio le cuesta un poco, sigue muerto de miedo. Me mira, se tira de la manga derecha con la mano izquierda, da un paso hacia un lado, luego hacia otro. Yo no le apremio, no hago ningún movimiento brusco que pueda asustarle más. Finalmente cede y viene a buscar consuelo, me abraza, entierra la cabeza en mi pecho y se echa a llorar.
—Me han empujado, Simon.
—Ya lo sé, Arthur.
4
Unos espaguetis
Arthur nació cuatro años antes que yo, lo cual quiere decir que su esperanza de vida es de diecisiete años más, veinte como mucho. Es muy raro que las personas con trisomía del par 21 pasen de los cincuenta, y más si tienen los problemas de corazón que tiene Arthur. Todo en él es complejo, distinto. Cada órgano de su cuerpo está comprometido por su singularidad genética. Una vez, cuando creían que estábamos dormidos, escuché a papá decir que todos los fallos de su organismo estaban causados p