Amor o chantaje (Golfistas 2)

Susan Elizabeth Phillips

Fragmento

 

Título original: Lady Be Good

Traducción: Martín Rodríguez Courel

1.ª edición: septiembre 2012

 

© Susan Elizabeth Phillips, 1999

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

 

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.22767-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-210-8

 

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Para Carrie Feron, mi ángel de la guarda

 

AGRADECIMIENTOS

 

El colectivo de las que nos dedicamos a escribir novela romántica conformamos un mundo muy unido, en el que no solo nos prestamos ayuda mutua sino que colaboramos al desarrollo de nuestro dinámica sector. Como testimonio de lo que digo, he aquí las excepcionales escritoras que me ayudaron orientándome en la elaboración de esta novela y a quienes les debo todo mi agradecimiento.

Jill Barnett nunca me falla. Stella Cameron es mi principal asesora en «Brit speak». Kristin Hannah, que es la mejor «genio de los títulos» del sector. Jayne Ann Krentz: una diosa, en pocas palabras. Jill Marie Landis, que asistió conmigo a una carrera muy especial y me dijo: «Tienes que escribir sobre esto.» Cathie Linz y Lindsay Longford, mis piedras de toque habituales y estimulantes compañeras en «Dinner Nights Out». Elizabeth Lowell, que, lo juro, es una enciclopedia viviente. Meryl Sawyer, siempre generosa y compasiva, no solo conmigo sino con todo nuestro sexo. ¡Gracias a todas!

Por si fuera poco, me siento orgullosa de seguir formando parte de la gran tradición romántica de Avon Books. He de dar las gracias de manera especial a Carrie Feron y a todas las demás personas de esa maravillosa editorial que hacen llegar mis novelas a las librerías.

Una vez más, mi marido, Bill, me ha servido de asesor literario en las cuestiones relativas al golf y de entrenador personal de golf; en una de las dos actividades ha tenido un éxito rotundo.

Gracias, también, a Steve Axelrod, y a las lectoras que me escriben unas cartas tan encantadoras. Y mi más sincero agradecimiento a los libreros que han llamado la atención de sus clientes sobre mis novelas. Agradezco sinceramente ese contacto personal.

 

SUSAN ELIZABETH PHILLIPS

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Agradecimientos

 

1

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Epílogo

Sobre la autora

 

1

 

Kenny Traveler estaba perezoso. Lo que explicaba que se hubiera quedado dormido en el Club Ambassador de la TWA del aeropuerto de Dallas-Fort Worth y no hubiera acudido puntualmente a recibir al vuelo 2193 de la British Airways.

Por desgracia, la entrada de un par de ejecutivos alborotadores lo había despertado. Se tomó su tiempo en estirarse, y luego estuvo un rato bostezando. Una atractiva mujer vestida con un traje pantalón corto de color gris le sonrió, y él le devolvió la sonrisa. Miró su reloj y vio que llegaba media hora tarde. Volvió a bostezar. Se estiró de nuevo.

—Discúlpeme —dijo la mujer—. Siento molestarlo, pero... me resulta usted tan familiar. ¿No es usted...?

—Sí, señora, lo soy. —Ladeó su sombrero Stetson y le dedicó a la mujer una gran sonrisa que todavía llevaba un bostezo colgado de las comisuras—. Y me halaga que me reconozca fuera del ruedo de rodeo. No suele ser frecuente.

La mujer pareció confundida.

—¿Rodeo? Lo siento, pensé que era... Se parece tanto a Kenny Traveler, el golfista profesional.

—¿Golfista? ¿Yo? Qué va, señora. Soy demasiado joven para un juego de viejos como el golf. A mí me gustan los deportes de verdad.

—Pero...

—Rodeo. Eso sí que es un deporte de verdad. El fútbol americano también, y el baloncesto. —Lentamente fue despegando su casi metro noventa de la silla—. Aunque en lo tocante al tenis, ahí es cuando las cosas me empiezan a dar mala espina. Y el golf no es algo a lo que un hombre de verdad quiera acercarse.

Pero el traje gris no había nacido ayer, así que sonrió.

—Sin embargo, creo recordar haberlo visto ganar este invierno en la televisión el torneo de la AT&T y el Buick Invitational. Le juro que creí que Tiger se iba a poner a llorar durante aquel último recorrido en Torrey Pines. —La sonrisa se desvaneció—. Sigo sin poder creer que el comisario Beau...

—Señora, le agradecería que no mentara el nombre del Anticristo delante de mí.

—Perdone. ¿Cuánto cree que se prolongará su suspensión?

Kenny le echó una ojeada a su Rolex de oro.

—Supongo que podría depender de lo que tarde en llegar a la British Airways.

—¿Cómo dice?

—Ha sido un verdadero placer hablar con usted, señora. —La saludó con una inclinación del sombrero y salió de la sala de espera a paso lento.

Una de sus infelices ex novias había señalado en una ocasión que el «paso lento» de Kenny era realmente lo más cerca que estaba de correr a toda pastilla. Pero Kenny nunca le había encontrado mucho sentido a desperdiciar energía en ningún lugar que no fuera un campo de golf. Le gustaba hacer las cosas con lentitud, tranquilamente, aunque en los últimos tiempos no lo había tenido fácil para lograrlo.

Pasó lentamente junto el quiosco de prensa, negándose a mirar los periódicos que eran portadores de la historia de su reciente suspensión por el comisario interino de la PGA Dallas Fremont Beaudine, suspensión que se producía en medio de la racha ganadora más reñida de la historia del golf profesional y que le iba a impedir jugar el Masters, que tendría lugar en menos de dos semanas.

—Eh, Kenny.

Saludó con la cabeza a un ejecutivo que mostraba aquella expresión desbordante de entusiasmo que solía poner la gente cuando localizaban su cara de medio famoso. Se dio cuenta de que el sujeto era del norte porque dijo su nombre correctamente, y no pronunciándolo «Kinny», como hacía todo hijo de vecino.

Apretó el paso justo una pizca, no fuera a ser que el ejecutivo tuviera la brillante idea de revivir el triunfal recorrido final de Kenny en Bay Hill. Una mujer con unos vaqueros ceñidos y un peinado exuberante lo miró de pies a cabeza, aunque no tenía pinta de admiradora de la PGA [Asociación de Golfistas Profesionales], así que Kenny supuso que era su buena planta lo que la había atraído.

Eso se lo había dicho una antigua novia, que si Hollywood hacía alguna vez una película sobre su vida, la única estrella lo bastante guapo para interpretarlo en la pantalla era Pierce Brosnan. Eso había hecho que Kenny se subiera por las paredes. No porque le hubiera llamado guapo, que eso casi podía entenderlo, sino por la elección del reparto. A la sazón le había espetado a su novia que la única manera de que dejara que alguna vez Pierce Brosnan lo encarnara, sería si primero lo despeinaban, hacían que se deshiciera de aquel remilgado acento extranjero y luego lo atiborraban a filetes empanados para que no pareciera que lo derribaría la primera tormenta del oeste de Texas. Pero, por encima de todo, al bueno de Pierce tendrían que enseñarle lo que esperaba Dios de un hombre a la hora de balancear un palo de golf.

Tanto caminar le estaba cansando.

Se paró a descansar junto a una carretilla que vendía frutos secos y golosinas, se compró unos caramelos a granel y tonteó lo justo con la monada mexicana que atendía el puesto para convencerla de que desechara los de sabor a plátano. Aunque le gustaban variados, no le gustaban los de plátano, pero, puesto que le resultaba demasiado trabajoso retirarlos él mismo, por lo general trataba de convencer a otro para que lo hiciera. Si eso no daba resultado, se los comía y punto.

La salida de la British Airways estaba desierta, así que se recostó sobre una de las columnas de apoyo, sacó un puñado de caramelos de la bolsa y se los fue lanzando dentro de la boca mientras pensaba en cosas, principalmente en lo mucho que le gustaría retorcerle el pescuezo a una tal Francesca Serritella Day Beaudine, famosa esposa del Anticristo comisario interino de la PGA y supuesta amiga suya.

—Solo hazme este pequeño favor, Kenny —le había dicho—. Si cuidas de Emma las dos próximas semanas, te aseguro que hablaré con Dallie para que reduzca tu suspensión. Te perderás el Masters, pero...

—Ya, ¿y cómo vas a hacer eso? —le había preguntado él.

—Jamás cuestiones mis métodos cuando se trate de lidiar con mi marido.

Y no le preguntó. Todo el mundo sabía que Francesca no tenía mucho más que mirar a Dallie Beaudine para que este se derritiera, aunque ya llevaban casados doce años.

El estridente berrido de un niño, seguido de una alegre voz con acento británico, lo sacaron de sus pensamientos.

—Suelta el pelo de tu hermana, Reggie, o me enfadaré mucho contigo. Y no hay necesidad de quejarse, Penny. Si no le hubieras lamido, no te habría pegado.

Kenny se dio la vuelta, y sonrió de buena gana cuando vio a una mujer doblar la esquina como un bólido con dos niños pequeños a remolque. En lo primero que reparó fue en el sombrero de la mujer, un desenfadado modelito de paja con el ala levantada y un racimo de cerezas que se balanceaban en el centro. Iba vestida con una falda de gasa verde con rosas estampadas y una holgada camiseta sin mangas de color rojo que hacía juego con unas pequeñas bailarinas ribeteadas.

En una mano llevaba aferrado al niño, junto con un bolso del tamaño de Montana. En la otra, sujetaba a una niña pequeña con cara de mala, un paraguas con más flores estampadas y un bolso de mano rojo frambuesa repleto de periódicos, libros y otro vistoso paraguas. Su pelo castaño claro se rizaba desordenadamente bajo el ala del sombrero, y cualquiera que hubiera sido el maquillaje con el que empezara el día hacía rato que había desaparecido.

Lo que probablemente fuera algo bueno, decidió Kenny, porque, aun sin pintalabios, la mujer tenía la boca más sensual que hubiera visto nunca. Era ancha, con un labio inferior carnoso y el superior formando un arco en el centro. A pesar de la frívola indumentaria, tenía una mandíbula firme. Pero las mejillas eran redondas como las de una muñeca, y los huesos delicados. Tenía la nariz un poco estrecha, pero no tanto como para hacerle perder el interés, porque la mujer también tenía un asombroso par de ojos castaño dorados poblados de pestañas.

La recompuso mentalmente con una camiseta ceñida, una falda corta y unos zapatos de aguja, y le añadió unas medias de malla negra por si acaso. Nunca en su vida había pagado por tener relaciones sexuales, pero resolvió que estaría más que encantado de arrojarle algún dinero extra en el camino si aquella mujer decidía en algún momento que necesitaba algún ingreso adicional para pagarle la ortodoncia a sus hijos.

Entonces, para su sorpresa, la mujer miró hacia él.

—¿Señor Traveler?

Las fantasías eran una cosa, la realidad otra, y mientras paseaba morosamente la mirada de la mujer a sus ruidosos hijos, sintió una sensación de desazón en el estómago. El hecho de que pareciera estar esperándolo solo podía indicar que se trataba de Lady Emma Wells-Finch, la mujer a la que Kenny había aceptado hacer de niñera durante las siguientes dos semanas. Pero Francesca no había mencionado a los niños para nada.

Se dio cuenta demasiado tarde de que había asentido automáticamente con la cabeza en respuesta a la pregunta, en lugar de salir escopeteado del aeropuerto e ir directo a coger su Caddy. Salvo que no podía hacer tal cosa, porque, por encima de todo, necesitaba regresar a la gira.

—¡Maravilloso! —La mujer mostró una sonrisa radiante. Al mismo tiempo, se abalanzó hacia delante, la falda arremolinada, arrastrando niños y paraguas, mientras los periódicos y revistas se agitaban al viento y su pelo color caramelo flameaba.

Solo mirarla hizo que se sintiera cansado.

Lady Emma soltó a la niña, le agarró la mano a Kenny y empezó a sacudírsela enérgicamente arriba y abajo.

—No sabe cuánto me alegra conocerlo, señor Traveler. —Las cerezas se balancearon sobre el desenfadado sombrero de paja—. Emma Wells-Finch.

El pequeño arrastró hacia atrás una de sus playeras y, antes de que Kenny pudiera reaccionar, le atizó una buena patada en la canilla.

—¡No me gustas!

Kenny fulminó al niño con la mirada y pensó en darle un guantazo, aunque reconsideró que era mejor abofetear a Francesca justo después de decirle lo que pensaba de las chantajistas de baja estofa.

Lady Emma se volvió hacia la criatura, pero lejos de soltarle una buena piña como el niño se merecía, se limitó a poner ceño.

—Reggie, querido, sácate el dedo de la nariz. Es de lo más desagradable, ¿no te parece? Y discúlpate con el señor Traveler.

El niño se limpió el dedo en los vaqueros de Kenny.

Kenny ya estaba a punto de aplastar al pequeño malcriado cuando una mujer con la preocupación reflejada en el rostro se acercó corriendo.

—Gracias por cuidármelos, Emma, querida. Reggie, Penelope, ¿os habéis portado bien con la señorita Wells-Finch?

—Han sido unos verdaderos ángeles —respondió Lady Emma, y lo dijo con semejante sinceridad que Kenny se atragantó con el caramelo de manzana ácida que mantenía escondido en un rincón de la boca.

Lady Emma acabó por aporrearle en la espalda. Por desgracia, aporreaba igual que estrechaba manos, y Kenny hubiera jurado que sintió que le rompía una costilla. Cuando pudo volver a respirar, los Hijos de los Malditos habían desaparecido, junto con su madre.

—Bueno... —Lady Emma le sonrió—. Aquí estamos.

Kenny se sentía aturdido. En parte podría deberse a su maltrecha costilla, aunque mayoritariamente era consecuencia de su intento de establecer la relación entre aquella alegría británica de clase alta y una cara que debería haber tenido una farola alumbrándola en lo alto.

Mientras se recuperaba, la inglesa hizo su propia valoración. Como directora del Colegio para niñas de Santa Gertrudis desde hacía dos años, y de haber ejercido como profesora allí, amén de ser alumna de Santa Gertrudis desde los seis, había crecido acostumbrada a calar rápidamente a la gente. Solo tardó un instante en concluir que aquel vaquero típicamente norteamericano era exactamente lo que necesitaba: un hombre con más apostura que carácter.

Un pelo negro y crespo, del que sobresalían algunos rizos por debajo del ala de un Stetson color galleta que parecía tan natural en su cabeza que podría haber nacido con él. La camiseta azul marino, con un logotipo de Cadillac, dejaba ver un pecho más que respetable, y los descoloridos vaqueros se amoldaban a unas caderas estrechas y a unas piernas tan delgadas como musculosas. A Emma no se le escaparon las botas de vaquero hechas a mano; estaban bien domeñadas, aunque no le sorprendió comprobar que no parecían haberse acercado jamás a una boñiga de vaca. El hombre tenía una fina espada por nariz, pómulos pronunciados, bien delineada la boca, y una dentadura blanca y recta. Y los ojos: del color de los jacintos silvestres y las violetas. Qué extravagancia que un hombre tuviera unos ojos así.

Su rápida inspección también le informó de todo lo que necesitaba saber sobre su carácter. Detectó indolencia en sus hombros caídos, arrogancia en la inclinación de la cabeza, y el destello de algo inconfundiblemente carnal en aquellos entrecerrados ojos violetas.

Reprimió un escalofrío.

—En marcha, pues, señor Traveler. Ha llegado un poquito tarde, ¿no? Espero que nadie se haya llevado mi equipaje. —Le alargó su bolsón para que se lo llevara, pero en su lugar le golpeó en el pecho. El Times, junto con la nueva biografía de Sam Houston que había estado leyendo, se cayó de la bolsa, y también una de las chocolatinas que sus caderas no necesitaban aunque no obstante a ella le pirraban.

Emma se inclinó para recogerlo todo en el momento preciso en que Kenny daba un paso adelante. Su rodilla chocó entonces con el ala del sombrero de paja, que salió volando para unirse al montón del suelo.

Ella se lo volvió a colocar sobre los indómitos rizos.

—Perdón. —No era torpe de natural, aunque últimamente había estado tan distraída por sus problemas, que su mejor amiga, Penelope Briggs, le había dicho que corría un peligro inminente de convertirse en una de aquellas «pobres solteronas chifladas» que tanto les gustaban a los escritores de misterio británicos.

La idea de convertirse en una «pobre solterona chiflada» cuando apenas contaba treinta años la deprimía hasta lo insoportable, así que no se permitía pensar en ello. Además, si todo discurría conforme a sus planes, aquella preocupación desaparecería.

Él no la ayudó a recoger sus pertenencias, ni se ofreció a llevarle el bolsón cuando Emma hubo acabado, pero ¿cuánta iniciativa podía una esperar de un hombre que había sido bendecido con semejante físico?

—En marcha, pues. —Y señaló la dirección correcta con su paraguas enrollado.

Ya casi había llegado al final del área de salida cuando se dio cuenta de que no la seguía. Se volvió para ver qué sucedía.

El tejano estaba mirando fijamente el paraguas extendido. Era un paraguas corriente y moliente, y Emma no fue capaz de imaginar por qué parecía tan hipnotizado por el artilugio. Tal vez fuera más lerdo de lo que había pensado en un principio.

—¿Usted... esto... siempre indica el camino de esa manera? —le preguntó.

Ella bajó la vista hacia su floreado paraguas, sin saber muy bien de qué narices estaba hablando aquel hombre.

—Tenemos que ir a la recogida de equipajes —le explicó con paciencia, agitando un poquitín el mango para recalcar sus palabras.

—Eso ya lo sé.

—Bien, ¿entonces?

El hombre mostró una expresión de ligero aturdimiento.

—No importa.

En cuanto empezó a moverse, ella echó a andar. Su falda de gasa se arremolinaba alrededor de sus piernas y un mechón de pelo le bailaba sobre la mejilla. Tal vez debería haber dedicado unos minutos a arreglarse un poco antes de bajar del avión, pero había estado tan ocupada entreteniendo a los niños que tenía sentados enfrente que ni siquiera lo había considerado.

—Señor Traveler, se me ha ocurrido... —Se dio cuenta de que estaba hablando sola.

Se paró, miró atrás y lo localizó mirando fijamente el escaparate de una tienda de recuerdos. Emma permaneció allí, golpeteando pacientemente con el pie mientras esperaba a que se reuniera con ella.

El señor Traveler siguió mirando el escaparate de hito en hito.

La inglesa soltó un suspiro y retrocedió con aire decidido para reunirse con él.

—¿Pasa algo?

—¿Pasar?

—Tenemos que recoger mi equipaje.

Él levantó la vista.

—Estaba pensando que quizá me gustaría tener un nuevo llavero.

—¿Desea comprarse uno «ahora»?

—Puede.

Emma esperó.

Kenny se corrió unos centímetros a la izquierda para ver mejor.

—Señor Traveler, creo de verdad que deberíamos continuar.

—Mire, tengo este llavero de Gucci que me regaló un amigo hace un par de años. Pero no me gustan mucho las cosas que llevan las iniciales de otro.

—¿Le regalaron este llavero hace dos años?

—Sí, señora.

Emma recordó de pronto un sermón que había oído acerca de la manera que tenía a veces Dios de compensar a los seres humanos que padecían una discapacidad congénita en algún aspecto, dotándoles generosamente en otro. A alguien, por ejemplo, que naciera con una belleza excepcional, le podría tocar ser un poco lerdo. Una punzada de compasión se apoderó de ella, acompañada de cierta sensación de alivio; la espesura mental de aquel sujeto le haría mucho más fáciles las dos próximas semanas.

—Muy bien. Esperaré.

El tejano siguió contemplando el muestrario.

A la inglesa le estaban empezando a doler los brazos a causa del peso acumulado de lo que llevaba encima. Al final se decidió a tenderle su bolsa de viaje.

—¿Le importaría cogerme eso?

El señor Traveler miró la bolsa sin ninguna convicción.

—Parece pesada.

—Sí. Lo es.

Él asintió ligeramente con la cabeza y volvió a centrar su atención en el escaparate.

La inglesa se cambió el bolso al otro hombro; al cabo, ya no lo pudo soportar más.

—¿Quiere que lo ayude?

—Oh, me lo puedo costear yo.

—No era a eso a lo que me refería. ¿Querría que le ayudara a escoger?

—Bueno, mire, para empezar eso fue lo que me creó el problema. Dejé que alguien escogiera mi llavero.

Los hombros de Emma habían empezado a aullar de dolor.

—Señor Traveler, tendríamos que irnos ya, ¿vale? Tal vez podría hacer esto en otro momento.

—Supongo que sí, pero la elección podría no ser tan buena.

A la mujer se le agotó la paciencia.

—¡Muy bien, pues! Coja el que tiene el vaquero.

—¿De verdad? ¿Le gusta ese?

Ella se obligó a aflojar la mandíbula.

—¡Me encanta!

—Pues que sea el del vaquero. —Pareciendo satisfecho, entró en la tienda, se detuvo en el camino para admirar los trapos de cocina expuestos y se tiró una eternidad charlando con la atractiva joven que atendía el mostrador. Por fin, salió con un pequeño paquete que inmediatamente depositó en los acalambrados dedos de la señora Wells-Finch—. Aquí tiene.

—¿Qué es esto?

El golfista pareció desesperarse.

—El llavero. Dijo que le gustaba el del vaquero.

—¡El llavero era para usted!

—Bueno, ¿y por qué habría de querer un llavero con un vaquero cuando tengo uno estupendo de Gucci en el bolsillo?

Entonces echó a andar por el pasillo, y Emma hubiera jurado haberle oído silbar «Hail Britannia».

 

 

Veinte minutos más tarde estaban de pie en el aparcamiento, mientras Emma contemplaba abatida el coche del norteamericano. Era un automóvil americano grande y de lujo, un Cadillac Eldorado último modelo color champaña.

—No me puedo permitir esto.

Kenny abrió el maletero con un giro de muñeca.

—¿Decía?

Emma hacía una labor de primera administrando las finanzas del Santa Gertrudis, pero más bien mala administrando las suyas. Puesto que los edificios antiguos resultaban caros de mantener, nunca había dinero suficiente, y cuando el colegio necesitaba urgentemente una nueva fotocopiadora o un instrumento de laboratorio, había adquirido el hábito de rascarse el bolsillo. El propio. En consecuencia, en esos momentos se manejaba con un presupuesto tirando a magro.

A duras penas consiguió ocultar su vergüenza.

—Me temo, señor Traveler, que ha habido un error. Dispongo de un presupuesto limitado. Cuando le dije a Francesca que solo podría permitirme pagar cincuenta dólares al día a mi chófer, me indicó que eso cubriría sus servicios. Pero es imposible que llegue para cubrir el uso de un coche como este.

—¿Cincuenta dólares al día?

La inglesa quiso creer que la cabeza le retumbaba a causa del jet lag, pero siempre había sido una buena viajera, y sospechó que su dolor de cabeza era consecuencia de la frustración. Comunicarse con aquel idiota macizo era más difícil que tratar con las más torpes de sus alumnas. No solo se movía como un caracol, sino que no parecía comprender nada de lo que le decía. Incluso después del incidente del llavero, le había costado una eternidad llevarlo hasta la zona de recogida de equipajes.

—Esto es de lo más bochornoso. Pensé que Francesca habría hablado de esto con usted. Esperaba más de cincuenta dólares, ¿no es así?

Kenny levantó las dos pesadas maletas para meterlas en el maletero con una sorprendente facilidad, teniendo en cuenta que solo unos instantes antes se había comportado como si transportar esas mismas bolsas hasta su coche supusiera una tremenda amenaza para su esqueleto. Una vez más, los ojos de Emma se desviaron hacia los desarrollados músculos que la camiseta del norteamericano no conseguía disimular. ¿De verdad una persona podía labrarse una musculatura así sin gastar energía?

—Imagino que depende de lo que se supone han de cubrir esos cincuenta dólares aparte de la conducción. —Le cogió su bolsón y lo arrojó junto a la maleta. Entonces se quedó mirando su bolso—. Me sorprende que la compañía aérea no le hiciera facturar esa cosa. ¿Quiere que lo metamos también en el maletero?

—No, gracias. —Su dolor de cabeza se había desplazado desde las sienes hasta la nuca—. Tal vez debiéramos regresar a la terminal, donde podremos sentarnos y hablar de todo eso.

—Uf, demasiado lejos para ir andando. —Se cruzó de brazos y se apoyó en el maletero.

Mientras Emma consideraba hasta dónde contarle, se quedó mirando el alegre sol abrileño del exterior del aparcamiento y pensó en el tremendo contraste que ofrecía a sus sombríos pensamientos.

—Daba clases de Historia antes de convertirme en rectora del colegio de Santa Gertrudis, y...

—¿Rectora?

—Sí, y...

—¿De verdad anda por ahí llamándose eso a sí misma? ¿Rectora?

—Es lo que hago.

El hombre pareció la mar de divertido.

—Estoy seguro de que ustedes los británicos tienen toda clase de cargos rimbombantes para la gente remilgada.

Si otro yanqui la hubiera ridiculizado sobre aquel tema, se habría reído, pero en los modales de aquel había algo que la hizo envararse como Helen Pruitt, la profesora de Química.

—Sea como fuere... —Se interrumpió cuando la acartonada frase resonó en sus oídos. Incluso «hablaba» como Helen Pruitt—. Llevo un año trabajando en una ponencia sobre Lady Sarah Thornton, una inglesa que viajó por Tejas durante la década de 1870. Da la casualidad de que ella también fue alumna del Santa Gertrudis. La ponencia ya está casi terminada, pero necesito hacer unas consultas en varias bibliotecas de aquí para terminarla, y puesto que tengo vacaciones entre el tercer y el cuarto trimestre, me pareció un buen momento para hacer el viaje. Francesca me lo recomendó como guía, y me indicó que cincuenta dólares al día pagarían sus servicios.

—¿Servicios?

—Como guía —repitió ella—. Como chófer.

—Ajá. Bueno, me alegra oír que eso es todo lo que tiene en mente, porque cuando dijo «servicios», pensé que podría referirse a otra cosa, en cuyo caso cincuenta dólares no daría ni para empezar.

Seguía con aquella expresión de regocijo, aunque Emma no comprendía la razón.

—Habrá que conducir bastante. Además de ir a Dallas, tengo que visitar la biblioteca de la Universidad de Tejas, y...

—¿Conducir? Eso es todo lo que quiere.

No era ni por asomo todo lo que ella quería, pero ese no era el momento para mencionar que también necesitaría que le enseñara el lado más sórdido de la vida de Tejas.

—Es un estado grande.

—No. No decía en serio lo de los demás servicios.

—¿Qué otros servicios ofrece?

Él sonrió sarcásticamente.

—Le diré qué. Empezaré proporcionándole el paquete básico, y luego podemos hablar de los cobros adicionales.

Con los fondos limitados con los que contaba, la mujer no se sintió cómoda con la incertidumbre.

—Soy de la opinión de que siempre es mejor aclarar las cosas desde el principio, ¿no está de acuerdo?

—Por el momento estamos siendo bastante claros. —Se desplazó hacia la puerta del lado del acompañante y se la abrio para que entrara—. Me va a pagar cincuenta dólares diarios para que la lleve de aquí para allá durante dos semanas.

—Tengo una lista.

—Me apuesto la cabeza a que la tiene. Cuidado con la falda ahí. —Cerró la puerta de un portazo y se metió en el otro lado—. Podría ahorrarse el dinero, ¿sabe?, comprándose un par de mapas de carreteras y conduciendo usted misma. —Cerró su puerta y metió la llave en el contacto. El espacioso interior del coche olía a un estilo de vida elegante, y la imagen del duque de Beddington apareció de pronto en los pensamientos de Emma. La apartó.

—No sé conducir —respondió.

—Todas las personas mayores de catorce años conducen. —Echando una ligerísimo vistazo por encima del hombro, reculó fuera de la plaza de aparcamiento y se dirigió hacia la salida—. ¿Hace cuánto que conoce a Francesca? —Giró y se metió en la calzada.

Emma despegó los ojos del cuentakilómetros del Cadillac, que, desde la posición privilegiada que ocupaba, parecía estar avanzando a un ritmo alarmante. Se obligó a fingir que el aparato registraba los kilómetros.

—La conocí hace varios años, cuando su productora escogió los jardines de San Gertrudis, que son realmente encantadores, para filmar una entrevista que estaba haciendo para Francesca Today con varios actores británicos. Nos lo pasamos muy bien juntas, y hemos mantenido el contacto desde entonces. Tenía previsto pasarme a hacerle una visita mientras estuviera aquí, pero ella y su marido se han trasladado temporalmente a Florida.

Los aviones también volaban a Florida, pensó Kenny. Estaba empezando a sospechar que Francesca sabía muy bien qué clase de grano en el culo podría llegar a ser Lady Emma, y que por eso se la había encasquetado deliberadamente.

—Acerca de sus gastos... —Parecía preocupada mientras contemplaba el vehículo—. Este es un coche tan grande... Solo el gasto en combustible debe de ser prohibitivo.

En la frente de la mujer se formó una arruga, y empezó a mordisquearse el labio inferior. Kenny deseó que no hubiera hecho eso. Era algo de lo más curioso. Desde el momento en que había abierto la boca por primera vez lo había sacado de sus casillas, y se juró que la próxima vez que señalara algo con su paraguas, iba a romper el artilugio sobre su rodilla. Pero la visión de aquella húmeda boca de doscientos dólares la hora moviéndose intensamente hizo que se preguntara cómo iba a sobrevivir las dos semanas siguientes.

En la cama.

La idea estalló en su cabeza y se quedó allí. Kenny sonrió. Esa era precisamente la clase de pensamiento que lo había convertido en campeón en tres continentes. La mejor manera de evitar asesinarla era desnudarla lo más deprisa posible. Preferiblemente, en el curso de los dos próximos días.

Ponerse encima de ella tan deprisa sería un verdadero reto, aunque no tenía nada mejor que hacer, así que resolvió que estaba preparado. Pensó en los cincuenta dólares diarios que se suponía tenía que pagarle, y entonces se acordó de los tres millones que se levantaría ese año en promociones publicitarias y sonrió para sus adentros. Era la primera vez que le hacía sonreír el dinero desde que el tunante de su administrador lo había metido de lleno en el escándalo que condujo a su suspensión en la gira profesional.

La sonrisa se trocó en ceño al imaginarse la reacción de diversión de Francesca al ofrecerle Lady Emma sus honorarios de cincuenta dólares diarios, y su regocijo aún mayor al decidir no transmitirle a Kenny semejante bicoca. Nunca dejaba de sorprenderle que un bastardo con el corazón de piedra y la mirada de acero como Dallie Beaudine no fuera capaz de controlar mejor a su esposa. La única mujer que alguna vez se había aprovechado de Kenny había sido la loca de su madre. Pero el que casi le hubiera arruinado la vida le había enseñado unas lecciones que no había olvidado jamás, y desde entonces se había asegurado de que ninguna mujer le ganara la partida.

Echó un vistazo a Lady Emma, a los rizos color caramelo, a las mejillas de muñeca, a las flácidas rosas rosas y a las saltarinas cerezas. Llevaba manejando a las mujeres toda su vida de adulto, y todavía no le había permitido ni a una sola que olvidara jamás cuál era su sitio.

Justo debajo de él.

 

2

 

—Esto no es un hotel. —Emma se había quedado dormida, pero en ese momento estaba completamente despierta. Por las ventanillas del Cadillac vio que habían entrado en el pequeño patio de una opulenta zona residencial.

No había tenido intención de quedarse dormida, sobre todo cuando llevaba tanto tiempo esperando a echarle su primer vistazo a Tejas, pero Kenny había ignorado todas sus educadas indirectas acerca de su forma de conducir, así que se había visto obligada a cerrar los ojos. El jet lag se había ocupado del resto.

En su país, evitaba los coches en la medida de lo posible, y prefería caminar o montar en bicicleta para no poco regocijo de sus alumnas. Pero a los diez años se había visto envuelta en un horroroso accidente de circulación en el que había muerto su padre. Aunque había salido del siniestro sin más lesiones de gravedad que un brazo roto, desde entonces no se había sentido cómoda en un coche. Semejante fobia la avergonzaba, no solo por los inconvenientes que le ocasionaba, sino porque no le gustaba descubrir ninguna debilidad en su persona.

—Puesto que parece interesada en ahorrar dinero —dijo Kenny—, pensé que tal vez prefiriese quedarse aquí que en el hotel.

El patio residencial estaba rodeado de unas lujosas viviendas independientes de estuco, lo que los norteamericanos llamaban casa adosadas, todas coronadas por tejados de redondeadas tejas verdes. Las flores brotaban por doquier, y un jardinero estaba cuidando una buganvilla que crecía a lo largo de una pequeña pared medianera.

—Pero esto parece una residencia particular —objetó la señorita Wells-Finch cuando él se metió en el camino de acceso.

—El propietario de esta casa es un amigo mío. —Pulsó un botón y el garaje se abrió—. En este momento se encuentra fuera de la ciudad. Puede ocupar la habitación contigua a la mía.

—¿A la suya? ¿También se va a alojar aquí?

—¿No es eso lo que he dicho?

—Pero...

—Bueno, si no quiere un alojamiento gratis, por mí, perfecto. —Metió la marcha atrás—. Desde luego, esto podría ahorrarle unos cientos de pavos por noche, pero si es eso lo que quiere, ahora mismo la llevo al hotel. —Y empezó a recular.

—¡No! No sé. No estoy segura...

Kenny detuvo el coche de manera que el vehículo se quedó a media salida del garaje, y la contempló pacientemente.

No estaba acostumbrada a ser indecisa, sobre todo cuando no sabía la razón de que estuviera poniendo objeciones. Daba lo mismo que él también se quedara allí. ¿Acaso no se había embarcado en aquel viaje con el claro propósito de perder su reputación? La sola idea hizo que se le revolviera el estómago, pero había tomado la decisión y no permitiría que Santa Gertrudis se hundiera.

—¿Se ha decidido ya?

—Sí. Seguro que estará muy bien.

Kenny volvió a meterse en el garaje.

—Hay un jacuzzi realmente estupendo en el patio.

—¿Un jacuzzi?

—¿No tienen de esos en Inglaterra?

—Sí, pero...

Detuvo el coche y se apeó. Ella hizo lo mismo.

En un rincón del garaje había unas cuantas cajas apiladas junto a lo que parecía ser un armario climatizado para vinos. A través de las puertas de cristal del mueble, Emma vio que estaba bien surtido.

El tejano se dirigió a la puerta que conducía al interior de la casa. Ella lo detuvo.

—¿Señor Traveler?

El aludido se volvió.

—¿Y mi equipaje?

El hombre exhaló el suspiro cansino de alguien de quien se está abusando, se acercó al maletero, lo abrió y miró dentro.

—¿Sabe?, acarrear de aquí para allí cosas así no es bueno para una persona con problemas de espalda.

—¿Tiene problemas de espalda?

—Ahora no, no los tengo, lo cual es exactamente lo que pretendo.

Emma reprimió una sonrisa. El hombre era exasperante, aunque divertido. Para darle una lección, se dirigió resueltamente al maletero y sacó las pesadas maletas ella misma.

—Yo las llevaré.

En lugar de sentirse avergonzado, pareció complacido.

—Le sujetaré la puerta.

Con un suspiro de exasperación, Emma empezó a arrastrar las maletas al interior de la casa. Entraron en una pequeña cocina con el suelo de piedra caliza, encimeras de granito y armarios con las puertas de cristal grabado. El sol de final de la tarde que entraba por una claraboya permitía ver un buen surtido de electrodomésticos de alta tecnología.

—Es preciosa. —Dejó las maletas en el suelo, cruzó la cocina y entró en un salón decorado en blanco, azul y diferentes tonalidades de verde. Varias plantas frondosas crecían cerca de un par de puertas de cristal; estas se abrían a un pequeño y solitario patio rodeado de una valla de madera cubierta de hiedra que preservaba su intimidad. En un extremo estaba situado un espacioso jacuzzi octogonal.

Kenny arrojó su Stetson sobre el respaldo de una silla, dejó caer las llaves sobre una consola de cristal y bronce y entonces pulsó un botón en un elegante contestador automático. La voz de una mujer con acento sureño llenó la habitación.

—Kinny, soy Torie. Devuélveme la llamada inmediatamente, hijo de la gran puta, o te juro por Dios que telefonearé al Anticristo y le diré que has estado acechando a unas colegialas católicas. Y por si lo has olvidado, te recuerdo que tengo bajo llave un juego de tus Ping en el maletero de mi Beemer, junto con aquel Big Bertha con el que ganaste el Colonial. Hablo en serio, Kinny, voy a romperlos todos si a las tres de la tarde no estás hablando por este teléfono.

Kenny bostezó. Emma echó un vistazo a un elegante reloj situado encima de la consola. Eran las cuatro.

—Parece bastante enfadada.

—¿Quién, Torie? Bah, es su forma de hablar.

Emma no pudo evitar insistir.

—Es su esposa, ¿no?

—Nunca me he casado.

—Ah. —Esperó.

Kenny se dejó caer en el sofá como si acabara de correr un maratón.

—¿Su prometida, entonces? ¿O una novia?

—Torie es mi hermana. Por desgracia.

Muy a su pesar, la inglesa estaba empezando a sentir una creciente curiosidad por aquel tejano guapísimo y perezoso.

—No he acabado de comprender bien algunas de las cosas que decía. ¿Big Bertha? ¿Pink?

—Ping. Unos palos de golf.

—Ah, así que es usted golfista. Eso explica su relación con Francesca. Varios miembros de mi claustro juegan al golf.

—No me diga.

—Yo monto en bicicleta para hacer ejercicio.

—Ajá.

—Soy una firme defensora de la importancia del ejercicio.

—Pues yo soy un firme defensor de la importancia de la cerveza. ¿Quiere una?

—No, gracias. Yo... —Se interrumpió—. Pues sí. En realidad, me encanta la cerveza.

—Bien. —Kenny se levantó del sofá—. Puede ocupar el dormitorio que hay arriba al final del pasillo. Me reuniré con usted en el jacuzzi con un par de cervezas bien frías en cuanto se haya quitado la ropa.

Antes de que Emma pudiera contestar, había desaparecido. Ella puso ceño. Para un hombre que se movía con lentitud, pareció recorrer una distancia considerable en un período notablemente corto de tiempo.

 

 

Kenny estaba recostado en el jacuzzi situado en la sombra de su pequeño patio privado. Al ser un modelo de lujo, venía con un sistema de refrigeración al gusto del cliente que mantenía el agua agradablemente helada durante el abrasador verano tejano. Sin embargo, en ese momento, con la temperatura de final de la tarde rondando por debajo de los veintiún grados, el agua más caliente se agradecía.

Había hecho instalar el jacuzzi nada más comprar aquella casa, una de las tres residencias de su propiedad, incluido un rancho en las afueras de Wynette, Tejas, y una casa en la playa en Hilton Head, aunque esta última acababa de ponerla a la venta para que le ayudara a salir del atolladero legal y financiero en el que le había metido su antiguo administrador, el embaucador Howard Slattery.

Oyó el timbre del teléfono, pero lo ignoró porque imaginó que sería Torie llamando de nuevo. Mientras acercaba una rodilla a uno de los chorros de agua, pensó en la circunstancia de que Lady Emma no supiera quién era él. Imaginó que eso tendría que haber sido un golpe para su ego, pero antes bien, se alegró de no tener que cargar con alguien que quisiera que le repitiera los detalles del escándalo.

La puerta que comunicaba con la casa se abrió, y apareció Lady Emma. Kenny sonrió burlonamente. La mujer iba tapada de la cabeza a los pies con otro sombrero de paja, unas gafas de sol y un vaporoso salto de cama rosa salpicado de flores blancas que se esparcían por toda su extensión. ¡Como le gustaban las flores a Lady Emma!

Le dio un sorbo a la cerveza, tras lo cual inclinó la boca de la botella hacia ella.

—¿Va desnuda debajo de eso?

Los ojos castaño dorados reflejaron en una fracción de segundo trece tipos diferentes de sorpresa.

—Por supuesto que no.

—No se puede meter en el jacuzzi con ropa. Mi amigo lo tiene prohibido.

La diversión brilló en los ojos de la mujer.

—Su amigo no tiene por qué enterarse, ¿no le parece? —Entonces sus dedos se demoraron en la banda de su cintura—. ¿Está usted desnudo?

Kenny le dio un sorbo a la cerveza y la contempló con aire inocente.

—Bueno, verá, esa es una de esas cosas que una dama norteamericana sabría sin necesidad de preguntar.

Ella titubeó, se desató la bata y la dejó caer.

Kenny estuvo a punto de atragantarse. Allí mismo, dentro del agua burbujeante, algo se puso firme de golpe en su entrepierna.

No fue el traje de baño de la inglesa lo que lo provocó. Llevaba un recatado bañador blanco de una pieza con un par de tallos de lirios que lo cruzaban por delante. No, fue el cuerpo que iba dentro. A buen seguro que la dama no era una creyente de lo de salir corriendo hacia el baño después de una buena comida y meterse los dedos en la garganta, como algunas de las ex novias de Kenny. Lady Emma tenía un cuerpo de mujer, con unas preciosas caderas redondeadas y unos verdaderos pechos curvilíneos. Cuando un hombre estuviera en la cama con ella, no tendría que hacer una inspección ocular para asegurarse de que estaba tocando las cosas adecuadas.

Tenía una piel inmaculada, blanca como la leche. Las piernas eran un poco cortas, pero bien formadas. Y perfectamente depiladas. Kenny se sintió aliviado al verlo, porque, con las mujeres extranjeras, nunca se podía estar seguro del todo; tres años antes se había llevado una desagradable sorpresa con una famosa actriz cinematográfica francesa.

A pesar de las curvas de la mujer, se dio cuenta de que todo era estilizado. Aunque no era una culturista, las únicas partes de su anatomía que bailaban eran aquellas que se suponía tenían que hacerlo. Debía de ser por todo el ejercicio en la bicicleta.

Se había puesto un poco de pintalabios, aunque era de un color rosa claro y no un rojo puta, lo que estaba bien, porque aquella boca con un pintalabios rojo habría sido más de lo que podría soportar. Lady Emma era una de esas fantásticas bromas de la vida, decidió. Poner aquella cara y aquel cuerpo en una mujer con la personalidad de un teniente general tenía que haber arrancado no pocas risas de satisfacción al Todopoderoso.

Cogió la cerveza que le había estado guardando —no es que hubiera creído ni por un momento que ella se la bebería— y se la tendió. Lady Emma se acercó resueltamente, lo que hizo que volviera a sentirse irritado. La inglesa parecía que estuviera lista para liberar China y no para relajarse en un jacuzzi. Aquella mujer no sabía lo que era relajarse ni por asomo.

Emma se metió en el agua por el lado más alejado del jacuzzi al que se encontraba él, y enseguida solo sus hombros y un par de finos tirantes blancos quedaron visibles por encima de las burbujas.

—Aquí estamos en la sombra —observó Kenny—. Tal vez podría considerar quitarse el sombrero... esto es, si no siente demasiado complejo por su... ya sabe.

—¿Por mi qué?

Kenny bajó la voz.

—Su calva.

—¡No tengo ninguna calva!

Él afectó una expresión de empatía.

—No hay por qué avergonzarse de una calvicie, Lady Emma, aunque sí que le admitiré que es más aceptable en un hombre que en una mujer.

—¡Yo no soy calva! ¿Cómo se le ocurre semejante cosa?

—Porque cada vez que la veo, tiene un sombrero pegado a la cabeza. Es una deducción natural.

—Me gustan los sombreros.

—Supongo que pueden ser como un amigo para la gente con alopecia.

—No tengo... —Emma puso los ojos en blanco y entonces arrojó el sombrero a un lado—. Tiene un sentido del humor peculiar, señor Traveler.

Kenny se quedó mirando fijamente una suave y sedosa corona de rizos color caramelo. Eran tan suaves y hermosos que se olvidó momentáneamente de lo irritante que era la mujer. El momento se desvaneció en cuanto ella abrió la boca.

—Tenemos que hablar de nuestro programa para mañana.

—No, no tenemos. ¿Se va a beber esa cerveza o se va a limitar a sujetarla? Y me llamo Kenny. Cualquier otra cosa hace que me suene a maestra de escuela... sin ofender.

—Muy bien, Kenny. Y por favor, llámeme Emma. Nunca utilizo mi título. Técnicamente, no es un título, sino lo que llamamos un tratamiento honorífico. —Inclinó el cuello de la botella hacia sus labios, dio un buen trago y luego dejó la botella en el borde del jacuzzi sin el menor escalofrío.

—Bueno, mire, no entiendo que no lo utilice —dijo él—. Tener un título tiene que ser lo único bueno de ser británico.

Ella sonrió.

—No es tan malo como eso.

—¿Cómo lo consiguió?

—Mi padre era el quinto conde de Woodbourne.

Kenny pensó en eso durante un instante.

—Pues a mí me parece que la hija de un conde... e interrúmpame si me estoy metiendo en cuestiones demasiado personales... pero me sorprende que un miembro de la realeza se tenga que preocupar tanto por contar sus chelines.

—No pertenezco a la realeza. Y una buena parte de la aristocracia británica vive en una pobreza distinguida. Y mis padres no fueron una excepción. Los dos eran antropólogos.

—¿Eran?

—Mi padre murió siendo yo niña. Y luego, cuando tenía dieciocho años, mamá murió en una excavación en el Nepal. No estaba contenta a menos que el teléfono más cercano estuviera a ciento sesenta kilómetros de distancia, así que fue imposible conseguir ayuda cuando se le reventó el apéndice.

—H

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