Título original: Die Kastellanin
Traducción: Alejandra Obermeier
1.ª edición: septiembre 2012
© Iny Lorentz, 2005
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© Droemersche Verlagsanstalt Th. Knaur Nachf. GmbH & Co.KG, Múnich, 2005
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ISBN DIGITAL: 978-84-9019-224-5
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Contenido
Portadilla
Créditos
Primera parte. La traición
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Segunda parte. La viuda
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Tercera parte. Rumbo a lo desconocido
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Cuarta parte. Rumbo a Bohemia
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Quinta parte. Prisionera
1
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Sexta parte. La batalla por Falkenhain
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Nota histórica
Sobre el autor
PRIMERA PARTE
LA TRAICIÓN
1
La mirada de Marie se paseó fugazmente por los rostros de los cazadores allí reunidos antes de detenerse en su esposo. Bastaba con mirarlo montando sobre su caballo para darse cuenta de que era el más diestro de todos, sosteniendo las riendas con aparente displicencia en su mano izquierda mientras sujetaba con la derecha la ballesta, siempre lista para disparar. Junto al esposo de Marie se hallaba su anfitrión, Konrad von Weilburg, a quien también podía considerarse un gallardo caballero. Ambos eran de estatura media y de hombros anchos y musculosos; sin embargo, mientras que Von Weilburg ya comenzaba a presentar los primeros indicios de una tripa demasiado abultada, Michel seguía manteniendo la cintura delgada y las caderas estrechas de un hombre joven, y su rostro, su ancha frente enmarcada por sus cabellos castaños, sus agudos ojos claros y su fuerte mandíbula le otorgaban un aspecto más enérgico que el de su anfitrión. Konrad von Weilburg no prescindía jamás de sus calzas ajustadas ni de su sayo bordado, ni siquiera para ir de caza. Michel, sin embargo, vestía unos pantalones de montar amplios y cómodos y un sencillo chaleco de cuero sobre una camisa verde. Calzaba unas recias botas y tan solo su birrete engalanado con dos plumas de faisán permitía adivinar que no se trataba de un siervo, sino de un oficial imperial al servicio de un noble señor.
Michel se percató de la mirada de Marie, ya que se giró agitando orgullosamente la ballesta y regalándole una sonrisa enamorada antes de espolear a su caballo y desaparecer entre el follaje del bosque, repleto de colores otoñales. Marie recordó entonces aquel día —hacía ya diez años— en que había sido desposada con su amigo de la infancia. Ese «sí, quiero» por el que ni siquiera le habían preguntado durante la ceremonia en el monasterio de la isla lo pronunciaría sin pensárselo si fuese necesario, pues no era capaz de imaginar mayor felicidad que la compartida a su lado durante esos diez años.
Irmingard von Weilburg guio a su yegua negra hasta ponerse a la par de la de Marie y le hizo un guiño cómplice.
—Realmente podemos estar más que satisfechas con nuestros esposos. Ambos son muy apuestos y de carácter muy afable, y en lo que respecta a nuestras noches, con mi Konrad no podría haber corrido mejor suerte. Pero venid conmigo, regresemos al punto de reunión. A mí me desagrada disparar a los animales tanto como a vos; a mi entender, la caza es asunto de hombres, al igual que la guerra. Además, me apetece un trago de vino aromático, aunque dudo de que sea tan delicioso como el que nos ofrecisteis el año pasado —comentó, relamiéndose al recordarlo.
Marie sonrió.
—Oh, sí. Realmente era muy bueno. La mezcla de hierbas la hizo mi amiga Hiltrud, la dueña de la granja de cabras. Conoce los secretos de muchas plantas y sabe cuáles sirven para curar enfermedades y cuáles poseen un exquisito sabor.
—Conozco a esa mujer —comentó Irmingard a la vez que acariciaba con cariño el cuello de su yegua—. Hace poco, cuando mi Azabache padeció unos cólicos muy dolorosos, envié a uno de los siervos del establo a pedirle que preparara una infusión para mi yegua. Apenas terminé de dársela, noté que ya se sentía mejor, y al día siguiente amaneció curada.
Marie se alegró de oír esos elogios. La dueña de la granja de cabras era mucho más que su mejor amiga: la había hallado medio muerta en un camino, la había recogido y curado, y la había ayudado a sobrellevar los cinco peores años de su vida. Solo había una persona a quien Marie quisiese más que a Hiltrud: su Michel, por quien sentía un amor cada vez más profundo.
Su caballo alzó la cabeza en señal de desagrado y Marie se dio cuenta de que la señora Irmingard seguía mirándola, esperando una respuesta. En ese instante, asintió con un gesto.
—No tengo inconveniente alguno en seguir el desarrollo de la cacería desde donde decís, ya que, a diferencia de vos, no soy tan buena jinete.
En realidad, aquella era una forma diplomática de aceptar su invitación y rehusar dar más explicaciones. Con la yegua mansa como un cordero que Michel le había conseguido, Marie prefería ir al paso o al trote por rutas y caminos menos agrestes. Aún no se sentía del todo cómoda sobre la montura. Se había criado en Constanza, una ciudad en donde se podía ir a pie al mercado y a la iglesia o visitar en barco los lugares de los alrededores. Por ese motivo, jamás había montado a caballo allí. Más tarde, en sus años de destierro, tuvo que recorrer miles de millas a pie, pero tras su matrimonio, al convertirse en la esposa de un castellano, no podía pasearse alegremente como si fuese una criada. Si quería visitar los castillos vecinos o la granja de cabras de su amiga Hiltrud, debía hacerlo en carruaje o a caballo. Como no deseaba mandar que enganchasen los animales cada vez que salía del castillo de Sobernburg, le había pedido a Michel que la enseñara a montar, pero muy pronto supo que jamás llegaría a ser una amazona tan audaz como la señora Irmingard, la anfitriona de la primera cacería otoñal de ese año. Aquella era una de las tradiciones propias de la región y consistía en que uno de los señores de los castillos de la zona inaugurara junto con su esposa la temporada de las cacerías otoñales con una celebración a la que invitaba a todos los vecinos de los alrededores.
Marie seguía distraída en sus pensamientos, mientras la señora Irmingard hablaba sin parar. La señora del castillo de Weilburg era de origen noble, al igual que el resto de los señores de los castillos vecinos allí presentes y sus esposas. Tan solo Marie y su esposo eran de origen burgués. Sin embargo, Ludwig von der Pfalz no había considerado esa circunstancia impedimento alguno para nombrar a Michel alcaide del distrito de Rheinsobern, nombramiento que suponía darle un lugar superior al de la mayoría de los aristócratas allí presentes. A pesar de todo, Irmingard y Konrad habían trabado amistad con ellos, y ambas parejas cultivaban una buena relación de vecindad. Casi todos los que pertenecían al distrito de Rheinsobern habían aceptado el nombramiento de Michel, y si alguno se mofaba del hecho de que la pareja no fuera de origen noble, no expresaba abiertamente su rechazo; nadie quería tener a Michel Adler como enemigo debido a la estima en que era tenido por el conde. Algún día el señor Ludwig armaría caballero a su fiel vasallo: era solo cuestión de tiempo.
Irmingard se quedó mirando a Marie, que permanecía en silencio.
—Vuestro nuevo traje os sienta espléndidamente bien. ¿Seríais tan amable de mostrarme el corte?
—Con mucho gusto.
Marie salió de su ensimismamiento y devolvió una sonrisa agradecida a su paciente anfitriona. En ese momento comenzaron a acercarse otras damas que también habían abandonado la cacería. Todas ellas conocían algún chisme nuevo con el que entretenerse y así fue desarrollándose una conversación muy animada que no cesó ni siquiera al llegar al lugar de reunión al pie del castillo de Weilburg, en donde ya estaba todo dispuesto para la celebración de un banquete generoso y muy bien preparado. En cuanto las damas desmontaron de sus caballos, los pajes —vestidos con los colores de los Weilburg— se apresuraron a ofrecerles unas copas de vino aromático caliente. El día era soleado y sin apenas nubes, pero el clima comenzaba a ser fresco por aquellos últimos días de octubre, así que todas agradecieron la calidez de aquel trago caliente. Marie incluso estuvo a punto de quemarse los labios, pero saboreó con placer aquel vino, mucho más delicioso de lo que Irmingard había augurado.
—Un trago así siempre viene bien —comentó satisfecha la señora Luitwine von Terlingen, extendiéndole la copa vacía al paje para que le sirviera nuevamente.
Marie prefirió no repetir y se quedó mirando a los siervos de caza, que iban trayendo a los animales cazados, poniéndolos unos junto a otros en un lateral de la explanada. El lugar que ocuparían en la despensa de Weilburg, enfriada con hielo del invierno anterior, ya era más que considerable.
Cuando comenzaron a llegar los primeros cazadores, Marie no halló rastros de Michel por ninguna parte y empezó a preocuparse, pensando que tal vez se había arriesgado demasiado y había terminado por hacerse daño. Pero cuando por fin apareció junto con su anfitrión, tenía un aspecto alegre y vivaz. Marie corrió a su encuentro y lo abrazó con fuerza en cuanto hubo descendido del caballo.
Michel recibió su efusivo abrazo entre risas, luego apartó suavemente a su mujer y le hizo cosquillas en la nariz.
—Mi amor, ¿cuántos ciervos has cazado hoy?
Marie resopló.
—Ninguno, ya lo sabes...
—No os preocupéis, señora Marie, vuestro esposo ha cazado muchísimos en vuestro nombre. Sin duda alguna, ha sido el auténtico rey de nuestra cacería.
Konrad von Weilburg llamó al vencedor de la cacería, mandó traer una corona hecha de ramas de abeto y la puso ceremoniosamente en la cabeza de Michel.
Mientras tanto, el resto de los cazadores ya había bebido la primera copa de vino aromático y comenzaba a llenar la segunda. Michel también vació su vaso por segunda vez, aunque lo hizo más por cortesía que para dejar que sus húmedos huesos entraran en calor. Luego atrajo a Marie hacia sí y la besó en la mejilla.
—Deja que las otras mujeres cacen ciervos. Yo te amo tal y como eres.
—Esa sí que es palabra de hombre.
Konrad von Weilburg le hizo un guiño a Michel y le dio a la señora Irmingard un beso en los labios. Ella se dejó besar entre risitas, pero enseguida se apartó haciendo una señal hacia las mesas del banquete.
—Deberías pensar en tus invitados en lugar de en tu propia diversión. Salir de cacería despierta el apetito, y no querrás que alguien piense que en el castillo de Weilburg dejamos a nuestros huéspedes con el estómago vacío.
—Por supuesto que no. ¡Venid todos a la mesa y ocupad vuestros sitios! Tenéis servido todo lo que el estómago y el hígado puedan desear. —El señor Konrad abrazó a su mujer, la alzó y la llevó en volandas hasta su lugar—. Y ahora atrévete a decir que no te trato como mereces —declaró, alegre.
—Por hoy te daré la razón.
La señora Irmingard lanzó un beso con la mano a su esposo e instó a sus invitados a que se sirvieran a su gusto. Mientras se llenaban los estómagos reinó un silencio interrumpido únicamente por los ruidos de los mordiscos a la carne y de los eructos. En cuanto los invitados empezaron a saciar su hambre, comenzaron a comentar las anécdotas de la cacería. Los comensales elogiaron la labor de los cazadores que habían logrado mayor número de piezas y se burlaron de la torpeza de los menos afortunados. Al cabo de un rato, los mayores desviaron la conversación hacia la política.
Gero, el esposo de la señora Luitwine, se quedó mirando su plato vacío como si allí se hallara el origen de todos los males del mundo y dejó escapar un suspiro.
—Ojalá el año que viene vuelva a encontrarnos otra vez aquí, sentados alegremente y disfrutando.
—¿Qué podría impedírnoslo? —preguntó desconcertado el anfitrión.
—¡Esa maldita rebelión en Bohemia! El emperador volverá a solicitar a Ludwig su apoyo militar, y el conde palatino no puede negarse a ello, ya que incluso el Alto Palatinado se halla en juego. Me temo que, cuando llegue el próximo otoño, algunos de los nuestros estarán añorando regresar a casa.
—O puede que estén muertos... —añadió otro con voz quebrada.
El resto lo amonestó por agorero, pero todos se estremecieron al escucharlo. La rebelión en Bohemia no era una revuelta más desencadenada por unos pocos nobles displicentes, ni una rebelión campesina fácil de reprimir, sino una sangrienta guerra entre el emperador Segismundo, que ostentaba la corona del reino de Bohemia, y los herejes husitas, quienes habían ganado la mayoría de las batallas hasta el momento.
—Esperemos que el conde palatino sea lo suficientemente astuto como para no exigir que nos unamos al ejército, sino que tome voluntarios a quienes la gloria y el botín les importen más que una alegre cacería en su tierra natal.
Konrad von Weilburg alzó su copa y brindó en honor de sus invitados, con la esperanza de poder disipar la sombra que se había cernido sobre el grupo.
2
La fiesta se prolongó hasta bien entrada la noche y continuó en el salón de los caballeros hasta que las campanas dieron la medianoche, momento en el que algunos de los invitados tuvieron que ser trasladados con la ayuda de las criadas y los siervos a sus habitaciones. Marie y Michel habían bebido menos vino que la mayoría, por lo que a la mañana siguiente pudieron desayunar en abundancia. Luego se despidieron de sus anfitriones y emprendieron el regreso a Rheinsobern.
—Volved a visitarnos antes de que la nieve torne intransitables los caminos —los instó el caballero Konrad, mientras su esposa Irmingard le pedía a Marie que le enviara al castillo al mercader que le proporcionaba sus telas.
—Lo haré con gusto —le prometió Marie, al tiempo que Michel la subía a su delicada yegua marrón, cuyo trotar lento no le hacía ningún honor a su nombre: Liebrecilla.
Michel montó también en su caballo, saludó con la mano a los Weilburg y al resto de los invitados y cabalgó hacia las puertas. Marie lo seguía de cerca, mientras que Timo, el siervo de Michel, un muchacho con el rostro surcado de cicatrices, se mantenía a una distancia prudencial para no importunar a la pareja.
Michel cabalgaba a un ritmo sosegado para que Marie fuera a la par de él y ambos pudieran conversar. Con todo, al cabo de un rato ya habían llegado a la llanura del Rin, y desde allí divisaron la ciudad de Rheinsobern, que se erigía al pie de un ramal de la Selva Negra y constituía su hogar desde hacía diez años. Bajo su regencia, el lugar se había convertido en un activo centro comercial cuyos campanarios saludaban a los viajeros desde lejos. Rodeaba la ciudad una fuerte muralla de protección que Michel había hecho ampliar en dos sectores, creando así espacio para construir casas nuevas. El castillo de Sobernburg, el hogar de Michel y Marie, se encontraba en un promontorio que se erguía en el centro de la ciudad. Allí también se habían reforzado las murallas durante los últimos años y además se habían construido torreones nuevos; sin embargo, la fortaleza seguía teniendo la apariencia de un cajón gris toscamente esculpido que desentonaba con el paisaje otoñal, revestido de su hermoso follaje amarillo y rojo.
Marie dirigió su mirada hacia el norte, hacia el lugar en donde se encontraba la magnífica granja de cabras de su amiga Hiltrud, en medio de un conjunto de granjas más pequeñas. Con Liebrecilla habría podido llegar allí en poco tiempo, y durante algunos instantes tuvo que esforzarse para resistir la tentación de cabalgar hasta allí. Hubiese querido pasar unas horas en la acogedora cocina de su amiga, bebiendo un té delicioso mientras conversaba con ella. Pero era la señora del castillo de Sobernburg y no podía descuidar sus obligaciones. Después de tres días de ausencia, debía regresar primero allí para asegurarse de que todo estuviese en orden antes de dedicarse a su propia diversión.
Michel le acarició la espalda con suavidad.
—De repente, pareces tan callada...
Marie le sonrió.
—¿De veras? Es que acabo de decidir que esta tarde iré a visitar a Hiltrud.
—Si no te molesta, te acompañaré. El vino aromático de la señora Irmingard no estaba mal, pero el de Hiltrud sabe muchísimo mejor. —Michel se inclinó hacia Marie riendo con alegría y le dio un beso en la mejilla—. Te quiero, mi amor.
—Y yo a ti.
Marie se entregó a la agradable sensación que le habían provocado las caricias de Michel, y hubiese querido invitarlo a sus aposentos en cuanto llegaran. Sabía que sus criados, sobre todo Marga, el alma de llaves, la considerarían una desvergonzada por irse a la cama con Michel a plena luz del día, pero aun así tenía ganas de darse un revolcón entre las sábanas con él. Le dirigió una mirada insinuante, a la que él respondió con una sonrisa, y azuzó a Liebrecilla para que acelerara el paso.
Pero sus intenciones iban a tener que quedarse en nada, al menos de momento, ya que, poco antes de llegar a la ciudad, Marie descubrió no lejos del camino a una pareja que se besaba abstraídamente bajo un haya. Marie reconoció el peinado y el vestido de la muchacha y sujetó instintivamente las riendas de su yegua.
Michel también aminoró el paso.
—¿Qué sucede?
Marie señaló hacia la pareja, que en su ardorosa pasión ni siquiera había notado la presencia de los jinetes.
—Me pregunto qué tiene esta Ischi en la cabeza, ¡cómo se le ocurre encontrarse en secreto con un joven!
Michel soltó una carcajada.
—¡Yo no lo llamaría precisamente en secreto!
Sin embargo, sabía muy bien a qué se refería Marie antes de que ella resoplara indignada. Ischi era su criada personal, su preferida entre los criados del castillo de Sobernburg, y hasta entonces jamás le había dado motivos de queja. Descubrirla ahora en brazos de un joven la había escandalizado notoriamente, ya que la señora del castillo era responsable de la moral de sus criadas. Si alguna de ellas llegaba a quedarse embarazada, tenía que ser azotada o incluso desterrada de la ciudad como castigo. En esos casos, el sacerdote también hablaba con la dueña de la casa, examinando su conciencia y obligándola a arrepentirse de su descuido con oraciones y penitencias.
Marie sacudió la fusta en el aire con violencia, poniendo nerviosa a Liebrecilla. Michel se apresuró a tomar las riendas, que ella había dejado caer en un descuido, y tranquilizó a la yegua para que dejara de cocear.
—En primer lugar, cuando estás montando debes conservar la calma. Liebrecilla es tranquila y mansa, pero tampoco es un fardo de paja con el que uno puede hacer lo que quiera.
—Lo siento.
Marie bajó la cabeza compungida, pero enseguida volvió a dirigir la vista hacia el lugar donde se hallaba su criada. Hasta entonces siempre había estado convencida de que Ischi le guardaba lealtad únicamente a ella, pero ahora se preguntaba si podía seguir confiando en una muchacha que frecuentaba a hombres a sus espaldas.
—Tengo que aclarar este asunto. Adelántate, yo te alcanzo enseguida.
De momento, había relegado al olvido aquel rato agradable que pensaba pasar con Michel. Marie guio a la yegua hacia donde se encontraba la pareja. Michel se quedó un instante observándola, al tiempo que meneaba la cabeza. Luego le hizo señas a Timo, que se había quedado detenido a cierta distancia, y espoleó a su caballo. Le parecía que Marie también podría haber dejado para más tarde la charla con Ischi. Después de eso, seguramente ya no estaría de humor para seguirlo a sus aposentos cuando regresara.
Cuando Liebrecilla se acercó al galope hacia el lugar en donde estaba la pareja, ambos se sobresaltaron. Los ojos de Ischi no reflejaban el sentimiento de culpa que Marie hubiese esperado, y su furia se dirigió no tanto a la criada, sino más bien al joven. Se trataba de Ludolf, el hijo y futuro sucesor de Elías Stemm, el maestro tornero y consejero de Rheinsobern, uno de los notables de la ciudad. Era seguro que el muchacho no tenía intenciones honestas, ya que en los círculos que frecuentaba las criadas se consideraban a lo sumo un pasatiempo de carácter pasajero y, por lo general, las dejaban plantadas al poco tiempo, incluso, y sobre todo, si el encuentro dejaba secuelas que fuesen motivo de grave castigo para la muchacha. A ojos de Marie, Ischi era demasiado valiosa como para que un muchacho sin escrúpulos se aprovechara de ella, por eso decidió intervenir en aquel asunto.
Probablemente, la expresión de su rostro reflejaba con suficiente claridad sus intenciones y pensamientos, ya que Ludolf la miró como si estuviese a punto de librar una batalla perdida de antemano.
—Señora, seguramente os habéis llevado una mala impresión de nosotros, pero permitidme que os asegure que no se trata de lo que pensáis.
Ischi se interpuso y se sujetó al estribo de Marie.
—¡Señora, os lo ruego, no os enfadéis! Ludolf y yo nos amamos, y si Dios quiere contraeremos matrimonio.
—¿Te lo ha prometido para que te entregues a él? —preguntó Marie, sarcástica.
Ischi sacudió enérgicamente la cabeza.
—No, señora, Ludolf no me ha solicitado nada por el estilo. Sigo siendo tan inmaculada como el día de mi nacimiento. Haced que la partera me revise si no me creéis.
Al no notar en los ojos de la muchacha ninguna señal de que estuviese mintiendo, la expresión de Marie se suavizó. Incluso sus labios esbozaron una sonrisa fugaz. Ludolf notó cómo su furia cedía, se puso al lado de Ischi suspirando de alivio y la rodeó con el brazo.
—Señora, os juro que solo tocaré a Ischi cuando ella sea mi esposa. No será fácil lograr que mis padres aprueben esta unión, pero si vos habláis con ellos, tendrán que dar su consentimiento.
—¡Sí! ¡Señora, os lo ruego, hacedlo por mí! ¿Acaso no os he servido fielmente durante todos estos años?
A Ischi comenzaron a llenársele los ojos de lágrimas, ya que sabía que el suyo era un amor sin esperanzas.
Sin embargo, a Marie le pareció que hacían una buena pareja. Ischi era pequeña y delicada, y poseía un rostro bien formado, con grandes ojos azules y preciosos cabellos castaños. Ludolf le sacaba apenas media cabeza y aún era bastante delgado, aunque se podía adivinar que con el tiempo ganaría en peso y corpulencia. Sin embargo, sus manos, ya capaces de moldear verdaderas obras maestras en el torno, con toda certeza seguirían siendo tan delgadas y flexibles como lo eran ahora. Su rostro tenía una apariencia más sincera que bella, y en sus ojos claros había una expresión que inspiraba confianza.
—Está bien. Me ocuparé de vuestro asunto, aunque no me agrada la idea de tener que buscar una nueva criada tarde o temprano.
Marie asintió para otorgar más énfasis a sus palabras y se vio recompensada por los rostros encendidos de felicidad de la pareja. Sin embargo, tampoco quería ponérselo todo tan fácil.
—Pero primero quiero estar segura de que vuestra mutua inclinación es sincera. Si dentro de un año aún deseáis contraer matrimonio, yo misma lo dispondré todo para vuestra boda. Hasta entonces, os comportaréis con decencia en vuestros encuentros, y no quiero oír ni un solo comentario negativo sobre vuestra conducta. ¿Habéis entendido?
Ischi le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—¡Os lo agradezco tanto, señora! —exclamó con efusividad, como si Marie acabara de permitir que celebraran la boda de inmediato.
Ludolf también expresó su agradecimiento en forma muy elocuente y juró obedecer la voluntad de Marie y volver a ver a Ischi únicamente con su consentimiento.
Marie les interrumpió a ambos con un gesto brusco de sus manos.
—Daos un último beso y regresad a vuestros quehaceres. El padre de Ludolf seguramente se mostrará más inclinado a consentir una boda si esta le da alas a las manos de su hijo.
—Tenéis razón, señora. Realmente debo darme prisa si quiero terminar con el trabajo que tengo para hoy.
Ludolf atrajo a Ischi brevemente hacia sí, le estampó un beso en los labios y se marchó deprisa hacia la ciudad.
La muchacha se quedó unos instantes contemplándolo alejarse y luego levantó la vista hacia Marie, avergonzada.
—¡Os ruego que me perdonéis por no haber hablado antes con vos, señora! Sé muy bien cuán bondadosa sois.
—¡Oh, pero también puedo llegar a ser muy mala! —respondió Marie, sonriendo—. Ahora ven, apresúrate, ¿o quieres que desate sola los broches de mi traje de montar?
En ese momento recordó que también podría haberla desvestido Michel, y se reprochó por no haberlo acompañado.
La muchacha se agarró del estribo para no quedar rezagada, y a pesar de que el camino hacia Sobernburg era cuesta arriba no se agitó en ningún momento, ya que Marie hizo que Liebrecilla fuese al paso. Cuando doblaron para entrar en el patio del castillo vieron a cuatro criadas jóvenes sentadas bajo la sombra de la torre de entrada, jugueteando. Marie las examinó y se preguntó cuál de ellas podría servir para suceder a Ischi. La elección le resultaría harto difícil, ya que Ischi era una joya de las que no se encontraban todos los días, por eso se alegró de contar con un año por delante para escoger y conocer a otra.
—Y bien, vosotras cuatro, ¿ha llegado ya mi esposo? —les preguntó a las criadas, que seguían cuchicheando sin dejar de reír.
—Sí, señora. Y nos envía a decirle que os espera en sus aposentos —respondió una de ellas, jacarandosa.
—Entonces no lo haré esperar —dijo Marie, guiando a Liebrecilla hasta un banco que había contra la pared. Desde allí se apeó sin ayuda. Después le arrojó las riendas a la muchacha que había hablado—. Lleva mi yegua al establo y entrégasela a uno de los siervos.
La muchachita hizo una reverencia, tomó el extremo de las riendas con cautela y clavó la vista en Liebrecilla con desconfianza, como si la yegua pudiese morderla en cualquier momento. Marie se alejó riendo y se apresuró a subir las escaleras que conducían al edificio principal. Ischi la siguió de cerca, por eso ninguna de las dos llegó a ver a una mujer de mediana edad vestida de colores oscuros que asomó en ese momento por la esquina y sin dejar de proferir insultos se lanzó sobre las criadas. Estas, al verla, se quedaron heladas.
—¡Vamos! ¡A trabajar! ¡Hatajo de vagas e inútiles! ¿O acaso habéis olvidado lo que os he encargado?
Toda la alegría que había en los rostros de las cuatro desapareció, dando paso a una expresión de susto.
—No, señora Marga, nosotras... —balbuceó una.
El ama de llaves del castillo de Sobernburg alzó la mano como si tuviese intenciones de golpear a la muchacha.
—Deja de quedarte aquí de brazos cruzados y ve a trabajar o verás la que te espera. ¿Y qué hace este jamelgo aquí? Que se ocupen de él los siervos del establo.
—La señora me ha ordenado llevar a Liebrecilla al establo —se defendió la criada que sostenía las riendas del caballo.
—Y entonces, ¿por qué sigues ahí parada? —le preguntó el ama de llaves, furiosa—. ¡Si vuelvo a veros cacareando aquí en el patio en vez de hacer lo que os digo, os reemplazaré por otras criadas más dóciles!
Mientras las cuatro muchachas partían en todas las direcciones para alejarse del ama de llaves, Marga alzó la vista hacia las ventanas detrás de las cuales se encontraban las habitaciones del señor y la señora del castillo y frunció el gesto. Con la vida disipada que llevaban, era lógico que las criadas fuesen rebeldes y holgazanas.
Entretanto, Marie había llegado al salón de caballeros, y ya se dirigía hacia la escalera para subir a sus aposentos cuando de pronto descubrió a Michel sentado en su silla a la cabecera de la mesa. Tenía una expresión pensativa y la mirada clavada en un pergamino abierto entre sus manos.
—¿Qué sucede? ¿Malas noticias?
Michel soltó el aire que había contenido y asintió.
—También es un motivo para sentirme honrado. Ayer estuvo aquí un emisario del conde palatino y dejó este mensaje para mí. El señor Ludwig me ordena armar una tropa de soldados durante el invierno y partir con ellos hacia Bohemia la próxima primavera.
3
Marie se quedó escuchando la respiración acompasada de su esposo, que yacía a su lado, y dejó escapar un leve suspiro. Hubiese querido decirle muchas más cosas, pero prefirió dejarlo descansar, ya que al día siguiente debería partir hacia la guerra y necesitaba todas las energías que pudiera reunir. Ella, en cambio, seguramente no sería capaz de conciliar el sueño esa noche, e intuía que la aguardaban muchas más noches de miedo y angustia. En los diez años que llevaban de matrimonio, jamás habían pasado más de dos o tres noches separados; en cambio, esta vez, cuando Michel dejara el castillo sin ella, saldría rumbo hacia lo desconocido.
La luz de la luna entraba por la ventana abierta en su habitación, iluminándola como si de una antorcha se tratase. Su resplandor plateado se paseaba por los cofres repletos de dinero, prueba de su riqueza, pero no llegaba a las paredes revestidas de madera, de modo que parecían más oscuras que la propia noche. Negras como la muerte, pensó Marie, y se dio la vuelta sin querer hacia donde estaba Michel, cuya silueta se recortaba contra la ventana. La cama en la que estaban acostados era muy grande y había sido diseñada para dos personas que necesitaban mucho espacio. Mandaron hacerla inmediatamente después de mudarse al castillo de Rheinsobern, ya que Marie no estaba acostumbrada a dormir cerca de otra persona. Sin embargo, aquella noche hubiese preferido que durmiesen acurrucados uno junto al otro, como lo hacían otras parejas, y no a una distancia de más de un brazo entre sí. Pero no se atrevió a acercarse a Michel por miedo a despertarlo.
Justo cuando estaba a punto de recostarse otra vez, él comenzó a inquietarse. Soltó un leve ronquido apenas perceptible cuyo ruido lo despertó. Al ver a Marie sentada a su lado, se deslizó junto a ella y apoyó la mano sobre su pierna. Aquel contacto le quemó como fuego sobre la piel.
—No quería despertarte, Michel —susurró Marie.
Él la atrajo hacia sí, acarició su cabello y enrolló su dedo índice en uno de sus hermosos mechones. A pesar de que sus rizos rubios habían ido oscureciéndose después de sus años de peregrinaje, el resplandor de la luna los hacía brillar de nuevo como si fuesen oro recién acuñado, y su rostro seguía siendo tan suave y tan dulce que podía equipararse a cualquier imagen de la Virgen María.
—¿Sabes que jamás has estado tan hermosa como esta noche, Marie?
Al pronunciar esas palabras, los ojos de Michel brillaron de deseo. Era su mujer y, al amanecer, la abandonaría sin saber cuándo volvería a tenerla entre sus brazos.
Marie alzó las manos en un gesto apenado.
—Daría toda mi hermosura con tal de que pudieras permanecer a mi lado.
Michel meneó enérgicamente la cabeza.
—Yo no lo permitiría, ya que quiero alegrarme de poder regresar a mi hogar junto a mi hermosa mujer.
Marie bajó la cabeza con tristeza.
—Siento mucho no ser la esposa que merecías, Michel.
—¿Qué estás diciendo? Eres lo mejor que me ha pasado. Mantienes mi hogar en orden, me apoyas en mis quehaceres y me regalas en la cama placeres con los que otros hombres no se atreven siquiera a soñar. ¿Cómo podría estar disconforme?
En sus palabras flotaba un tono de irritación.
Marie no lo notó, y se abrazó a él, intentando mantener su voz bajo control.
—Estoy triste por no haber podido darte hijos, Michel. Pero cuando regreses, te buscaré a una criada para que puedas engendrar un heredero.
—¡Nunca miraré ni desearé a otra mujer que no seas tú!
Michel soltó una carcajada puerilmente orgullosa y le besó uno de sus pezones sonrosados, que se le había escapado indiscretamente del escote del camisón. Antes de que Marie pudiese responder algo, se balanceó sobre ella, separándole los muslos con una leve presión.
—Vamos, hermosa mía, regálame una vez más tu pasión para que sepa qué alegrías me esperan a mi regreso.
—¿Por qué el conde palatino tiene que enviarte justo a ti?
Marie no estaba de ánimo para holgar con él en su lecho, pero cuando Michel comenzó a mordisquearle suavemente el lóbulo de la oreja derecha, no tuvo fuerzas para rechazarlo. No quería privarlo de ese placer y, mientras él la penetraba, comenzó a sentir que su propia excitación iba en aumento. Sería la última vez en mucho tiempo, se dijo, y por eso ambos debían guardar un buen recuerdo de su encuentro. Michel era un amante muy vigoroso y resistente, pero también tierno; sabía cómo darle placer a una mujer. Marie se abrazó a él, alentándolo con exclamaciones suaves, y comenzó a sentir que la invadía una ola inmensa de placer.
Al cabo de un rato, él yacía a su lado, jadeante, mientras su cuerpo se estremecía con los ecos de la excitación. Marie lo tomó y volvió a besarlo.
—¡Qué pena que debas partir precisamente ahora!
—Se trata de una tarea importantísima, Marie, y me honra que Ludwig von der Pfalz me haya encomendado a mí el mando de esta tropa. Por orden suya, incluso los caballeros nobles que me acompañarán con sus acólitos deberán obedecerme.
A sus treinta y seis años, Michel aún era lo suficientemente joven como para entusiasmarse ante la campaña militar que le había sido encomendada, y no pensaba en las batallas duras y sangrientas que lo aguardaban, sino en el honor y la gloria que obtendría. Si bien el enemigo al que se enfrentaba tenía fama de ser perverso y cruel, Michel confiaba plenamente en el poder del emperador y de su conde palatino.
—¡Ya verán esos herejes bohemios! En el otoño, como muy tarde, todos esos fantasmas que nos acechan se habrán disipado y entonces regresaré contigo.
Marie asintió sin mucha convicción.
—Seguramente tienes razón. Pero hasta entonces te echaré muchísimo de menos.
Sus pensamientos regresaron al concilio que se había celebrado diez años antes en su ciudad natal, Constanza. Vio ante sus ojos la imagen de la hoguera en la que el emperador y los obispos habían ordenado quemar a Jan Hus. Esa hoguera no había hecho más que avivar otro fuego mucho mayor, pero los poderosos del Imperio germánico no lo comprendieron sino hasta mucho tiempo después. Tras la muerte de Jan Hus, en Bohemia se produjo un levantamiento terrible, en el transcurso del cual sus partidarios diezmaron y pulverizaron a los ejércitos de caballería que se enfrentaron a ellos. Con sus primeras victorias, los husitas ganaron tanta popularidad que en lo sucesivo lograron asolar tanto las regiones de Bohemia que habían permanecido fieles al emperador Segismundo, que también era el rey de Bohemia, como los territorios vecinos. Hasta entonces, nadie había logrado someter a los rebeldes, de manera que los husitas habían ido ganando en audacia hasta llegar al extremo de despojar a su rey del derecho al trono, a pesar de que el monarca no solo ostentaba la corona imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, sino que también poseía la corona real húngara y varios títulos soberanos más.
Marie sintió que la preocupación por su esposo se cernía sobre su alma como el más gris y pesado de los mantos.
—¡Ten cuidado, Michel! El emperador Segismundo ya ha fracasado en sus reiterados intentos de someter a los husitas. ¿Cómo sabes que esta vez lo logrará?
Michel intentó disipar sus reservas con una carcajada.
—¿Cómo puedes dudarlo, amor mío? Después de todo, esta vez yo estaré de su lado.
Michel pronunció esas palabras con tanta convicción en sí mismo que Marie no pudo menos que reír a su pesar, y con ello su corazón se alivió un poco. Lo besó en la punta de la nariz y apoyó la cabeza de Michel en la almohada improvisada de su pecho.
—Ahora duérmete, Michel, así mañana no estarás demasiado cansado cuando llegue la hora de partir.
—Lo único que espero es despertarme lo suficientemente temprano como para poder volver a sentirte debajo de mí —respondió él alegremente.
Sin embargo, cuando Michel se despertó a la mañana siguiente, el sol ya había asomado en el horizonte, y desde fuera llegaba el ruido de los siervos ensillando los caballos y enganchando los bueyes a los carros. Sonrió a Marie y bromeó con ella mientras se lavaba la cara y las manos. Cuando ella se dispuso a abandonar la habitación, le acarició las nalgas con una sonrisa pícara.
—Ansío la hora de regresar.
—Yo también.
Marie salió al encuentro de la criada que subía la escalera cargando una pesada bandeja y le sirvió ella misma el desayuno a su esposo.
—Sé cauteloso y cuídate. Yo... —Marie se tragó las lágrimas e intentó sonreír con el mismo ánimo que él.
Michel le dio un golpecito cariñoso en la nariz.
—Siempre lo hago, amor mío. Además, el peligro ya no es tan grande como antes, ya que Jan Ziska, el temible líder de los husitas, cayó víctima de la peste. Su sucesor, ese tosco Prokop, no nos causará mayores problemas.
A Marie le pareció que su esposo se tomaba demasiado a la ligera aquella campaña. Aunque Bohemia quedaba al otro extremo del imperio, al territorio palatino llegaban continuamente rumores que no contribuían precisamente a calmar sus miedos. Se decía que los bohemios eran unos verdaderos monstruos que ni siquiera se apiadaban de los niños que aún estaban en el vientre de sus madres y que, más de una vez, los rebeldes habían obligado a emprender la retirada a los ejércitos que habían marchado contra ellos, masacrando a todo aquel que caía en sus garras. Le confesó a Michel todos estos miedos, pero solo cosechó como respuesta una sonrisa condescendiente.
—¡Mi valiente Marie, aquella que alguna vez supo desafiar a señores tan poderosos como el conde de Keilburg y el mismísimo emperador, se ha convertido en una muchachita temerosa! Regresaré, te lo prometo. ¿Acaso crees que permitiré que un par de bohemios andrajosos me lo impidan? Cabalgaremos hasta allá, los derrotaremos, reinstauraremos a Segismundo en su trono y, antes de que puedas darte cuenta, ya estaré de regreso en casa.
—Ojalá tengas razón. —Marie dejó escapar un nuevo suspiro y se esforzó para mostrarse al menos medianamente confiada—. Te deseo toda la suerte del mundo, amor mío, y espero que la distancia no haga que te olvides de mí.
Michel la miró meneando la cabeza, la besó y le acarició dulcemente la frente.
—Olvidarte es imposible, amada mía. Pero ahora he de darme prisa; mi gente ya debe de estar reuniéndose en el patio del castillo.
Se asomó y miró por la ventana. Sus siervos de infantería ya estaban formándose allí abajo. Eran un grupo de muchachos rústicos y vigorosos, acostumbrados a realizar grandes esfuerzos. Vestían unas túnicas guerreras grises burdamente tejidas que les llegaban hasta poco más arriba de la cintura y que se distinguían de las túnicas campesinas vulgares únicamente por el escudo del león palatino que llevaban cosido. Debajo vestían unos petos de cuero con unos apliques de placas metálicas para protegerse de los golpes del enemigo. Sus cabezas estaban protegidas con unos cascos toscamente forjados que parecían cacerolas de cocina.
El herrero que había confeccionado los cascos normalmente se ganaba el pan haciendo y reparando utensilios de uso cotidiano. Como no había nadie en Rheinsobern que supiera fabricar partes de armadura y armas, a Michel no le había quedado más remedio que acudir a aquel hombre. Pero más que la impericia del herrero, lo que realmente le molestaba a Michel era haber tenido que pagar el armamento con fondos provenientes de sus arcas privadas, ya que el conde palatino Ludwig había enviado órdenes de armar a las tropas, pero en ningún momento había puesto a su disposición los medios necesarios para hacerlo. A pesar de todo, Michel estaba dispuesto a hacer cuanto estuviese a su alcance para no defraudar la confianza de su señor, sin importarle cuán malas fueran las noticias que llegaban hasta él.
Al contrario de la que era su costumbre, en esta ocasión le había ocultado a Marie la gravedad real de la situación en las regiones orientales del imperio. El Alto Palatinado, situado en la frontera con Bohemia, que teóricamente estaba bajo las órdenes de su señor y era gobernado por sus primos Juan y Otto, estaba a punto de volver a ser atacado y devastado por los husitas, e incluso en Sajonia, en Franconia y en Austria la gente estaba aterrorizada por los guerreros bohemios, que querían vengar a su mártir Jan Hus y sacudirse el yugo de los barones y condes alemanes. Los husitas caían sobre los territorios vecinos como una plaga de langostas, dejando tras su paso únicamente tierras abrasadas.
—¡Hay que detenerlos!
—¿Perdón?
Ante la pregunta de Marie, Michel se dio cuenta de que había pronunciado esas últimas ideas en voz alta.
—¡La revuelta bohemia! —replicó él con una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos—. Bajemos.
En la cámara donde se hallaban sus armas lo aguardaba su siervo Timo, un hombre mayor, robusto, con una cicatriz blanca como la nieve que le nacía en la frente, le cruzaba la nariz y terminaba atravesándole la mejilla derecha. Timo acompañaría a Michel en calidad de primer sargento y furriel. Esa mañana desempeñó sus servicios como de costumbre, llevó la armadura de Michel y le ayudó a ponérsela. Marie también intervino para ajustarle las correas de cuero y para acomodarle la ropa a su esposo. Como alcaide de Rheinsobern, a Michel le había sido conferido el derecho de vestir la armadura de un caballero. Sin embargo, para esta campaña Michel había desistido de una armadura completa, que le limitaba mucho los movimientos, y había optado por una cota de malla con una placa de acero en el pecho que le llegaba hasta los muslos. Su sayo y sus calzas de cuero estaban provistos de placas de acero remachadas, y en la cabeza llevaba un bacinete sin visera con un protector para la nuca. Una vez que se hubo puesto la armadura, Michel movió los brazos y dio unos pasos hacia atrás y hacia delante para evaluar su movilidad. Marie se quedó observándolo con la cabeza ladeada y sonrió unos instantes abstraída, pero enseguida volvió a ponerse seria. A sus ojos, Michel parecía uno de esos legendarios héroes de guerra cuyas hazañas narraban los juglares. Sin embargo, lo que importaba en una batalla no era tanto la apariencia ni el armamento, sino la experiencia de combate, y Michel adolecía de esa experiencia a pesar de las campañas en las que había participado al servicio del conde palatino en sus años mozos.
«No subestimes la capacidad de tu esposo», se reprochó en sus pensamientos. Para no apesadumbrarle aún más, apoyó su mano sobre la de él, le sonrió, animándolo, y lo acompañó hasta el salón principal, en donde ya se habían reunido los caballeros que habrían de acompañarlo y sus propios subalternos. En los últimos años, aquella sala despojada y con corrientes de aire se había transformado en un salón de caballeros distinguido y de aspecto confortable al mismo tiempo. Sin embargo, a pesar de los tapices bordados que adornaban las paredes, los trofeos de caza y las alfombras tejidas, ese día a Marie se le antojó que aquel lugar era increíblemente frío e inhóspito. Por eso se alegró cuando Michel les invitó a todos a salir. El patio interno, flanqueado por un lado por la casa de armas construida contra el muro del castillo y por el otro por el edificio principal, ya estaba lleno de gente que se agolpaba entre las cinco carretas grandes y los caballos de los caballeros.
Los siervos de infantería armados por Michel estaban recibiendo las lanzas que cargarían al hombro durante la marcha. Michel los saludó con una sonrisa. Durante los últimos días había hablado con cada uno de sus hombres y se sentía muy seguro de todos ellos. Pero no sucedía lo mismo con los catorce caballeros que el conde palatino había puesto expresamente a sus órdenes junto con sus acólitos. Algunos de los caballeros de la nobleza le habían dado a entender con claridad que les desagradaba sobremanera el hecho de tener que obedecer las órdenes de un alcaide burgués, hasta el punto de que tampoco su gente estaba dispuesta a dejarse comandar por él o por alguno de sus subalternos. Michel pensó que tendría que ir resolviendo ese problema sobre la marcha. Estaba orgulloso de que el conde palatino lo hubiese designado para liderar las tropas y no pensaba permitir que le quitaran el control.
Mientras su mirada se paseaba por las carretas y los hombres, Marie se detuvo a su lado, lo abrazó y le dedicó la más dulce de sus sonrisas.
—¿No quieres que te acompañe un trecho, solo uno o dos días de marcha?
Michel meneó la cabeza, sonriendo.
—Será mejor que te quedes aquí. Sería injusto para los que ya han tenido que dejar a sus familias atrás. Además, preferiría tener los ojos puestos en mis nuevos camaradas antes que dejar que se embelesen con tus encantos.
Si bien Michel había pronunciado esas palabras en tono de broma, Marie comprendió lo que Michel tenía en mente. Quería detectar a los rebeldes y ponerlos en su lugar, y ella podría distraerlo de esa tarea. Marie asintió con una sonrisa preocupada.
—Tienes razón. Será mejor que no pierdas de vista a tus hombres, ya que no todos están dispuestos a servir bajo tus órdenes.
Sin dar su nombre, Marie había hecho una referencia solapada a Falko von Hettenheim, un caballero arrogante y presumido para quien lo único que importaba era ser de linaje noble con una lista de antepasados que se remontara al pasado más remoto posible. El mismo día de su llegada, creyendo estar a solas con los de su misma clase, el hombre había difamado a Michel, diciendo que no era más que el hijo de un tabernero y un inútil advenedizo. Marie lo había escuchado, y había tenido que contenerse con enorme dificultad para no enfrentarse a ese muchacho presumido y avergonzarlo delante de todos de forma no muy femenina. Era sabido por todos que Michel había venido al mundo siendo el quinto hijo de un tabernero de Constanza, y no de un caballero, pero que le había demostrado al conde palatino su valor, recibiendo como recompensa por sus méritos el puesto que ahora ostentaba.
Pero el caballero Falko se creía con derecho a disponer de todo aquel que no fuera de su mismo rango como si fuese un siervo de la gleba. El día anterior había acechado a Marie en un corredor, la había arrastrado a una habitación vacía como si se tratase de una criada cualquiera, le había levantado la falda y restregado sus caderas contra los muslos. Cuando él necesitó una mano para abrirse el pantalón, ella logró zafarse y librarse de él. Los insultos que él le profirió aún continuaban resonándole en los oídos, al igual que sus palabras acerca de que una ramera como ella debía quedarse quieta. Marie había pensado si debía contarle o no a Michel aquel episodio, y finalmente optó por el silencio. Dado que Michel y Falko von Hettenheim debían marchar juntos a la guerra, prefería no provocar ninguna pelea entre ellos.
Michel notó que Marie tenía los labios fruncidos y la tomó entre sus brazos.
—Ya llegó la hora, amor mío. Te deseo lo mejor. Deséame lo mismo tú también.
—¡Te lo deseo de todo corazón, y ya ansío la hora de volver a verte!
Marie lo abrazó, lo besó en la boca y luego retrocedió unos pasos. Timo llevó el caballo de Michel, un vigoroso alazán algo más pequeño que los caballos de batalla de los caballeros, pero a cambio más resistente y veloz. Michel se montó con agilidad, cogió la brida en su mano derecha y alzó la izquierda para captar la atención de sus hombres.
—Partimos. ¡Un hurra por nuestro conde palatino!
Los palatinos agitaron las lanzas y exclamaron «¡Hurra!» a viva voz, mientras que del resto apenas se oyó un débil eco.
Luego fueron alineándose uno tras otro detrás de la caravana que Michel encabezaba. Falko von Hettenheim tuvo que contenerse para no impedir que el alcaide de origen plebeyo lo precediera, pero condujo a su caballo de manera tal que la cabeza de su animal casi tocaba la pierna de Michel. Cuando la mirada del caballero se posó en Marie y luego en la espalda de Michel, en su rostro se reflejaron la envidia y el odio, ya que no podía evitar la comparación entre la bella señora del castillo y su desgarbada e insulsa esposa, que hacía mucho tiempo que había dejado de atraerlo. Sin embargo, no podía rechazar a su consorte, ya que era la hija del conde Rumold von Lauenstein, a quien el conde palatino tenía como un vasallo de muy alta estima e íntimo consejero.
Si ese inútil hijo de un tabernero hubiese sido un campesino cualquiera o un burgués de poca monta, lo habría apuñalado allí mismo, se habría apoderado de su mujer y se habría aprovechado de ella hasta hartarse. Pero ahora tendría que saciar su apetito con prostitutas de campaña y aldeanas, que podía poseer a su antojo, y atenerse a lo que le correspondiera como botín de guerra al terminar las batallas. Había oído que las mujeres en Bohemia eran bellísimas, de modo que probaría sus encantos hasta que se agotaran, no importaba si debía forzarlas o si se sometían por propia voluntad.
Enfrascado en esos pensamientos, Falko había dejado caer las riendas, por lo que su caballo empezó a rezagarse hasta quedar trotando junto a Godewin von Berg.
Godewin, amigo de la infancia de Falko, le dio con el codo y le sonrió detrás de la visera levantada.
—¿En qué pensabas tan ensimismado?
—En las hembras que montaré por el camino —respondió Falko sin mentir.
—Ojalá encontremos suficientes para todos nosotros. Ese bastardo hijo del tabernero quiso hacerse el cortés y se negó a contratar prostitutas de campaña.
Godewin suspiró, dolorosamente resignado.
Falko soltó una carcajada maligna.
—Tal vez el alcaide rata de albañal temió que su hembra se alistara entre las mujeres a la venta. Parece ser que, antes de que él la desposara, era una ramera errante. Para mí sigue siendo un misterio por qué nuestro conde palatino puso como alcaides de Rheinsobern a ese par de roñosos indignos.
—Tal vez doña Marie haya sabido levantarse la falda ante las personas adecuadas. Ha de ser uno de esos bocados que no se encuentran todos los días. A mí también me gustaría visitar su entrepierna.
Aquellas palabras de Godewin aumentaron la excitación de Falko de tal modo que la bragueta comenzó a apretujarle hasta provocarle dolor.
—Quisiera regresar ya mismo y clavarle la parte más dura de mi cuerpo hasta chocar contra lo más hondo de sus entrañas.
Godewin echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—¿No estarás afirmando que posees un hueso en el lugar donde otros hombres suelen tener un trozo de carne por lo general fláccida?
—Al menos puedo afirmar que lo tengo más grande que tú.
El caballero Falko le enseñó los dientes y espoleó su caballo hasta que volvió a juntarse con el alazán de Michel. A sus ojos, Godewin no era más que un lunático y un bravucón, pero estaba seguro de que, cuando llegara el momento de la verdad, se echaría como un perro rastrero ante ese alcaide sin rango ni nombre. Ese mocoso aún no había entendido que, en la guerra, lo importante era la propia gloria, y él, Falko von Hettenheim, jamás se la cedería al infame hijo de un tabernero, por más que el conde palatino lo nombrase líder.
Cuando Michel vio asomar a su lado la sombra del caballo, se dio la vuelta hacia donde estaba Falko, y pudo leer su rostro como un libro abierto. En realidad, lo leyó mejor que si de un libro se tratase, había aprendido a leer y a escribir gracias a las enseñanzas de Marie, pero aún seguía costándole muchísimo descifrar más de un par de renglones. Falko se retorcía de rabia por tener que obedecer las órdenes de un hombre que ante sus ojos no era un hombre, sino un don nadie. Sin embargo, no podía modificar la situación, ya que para cuando él llegó a unirse a la tropa junto con su escudero, dos soldados de caballería y cinco arqueros mal equipados, el conde palatino ya había elegido a Michel como líder. De ahí que, al menos por el momento, no le quedara más remedio que subordinarse a él.
Michel estaba convencido de que lograría imponerse ante Von Hettenheim y los otros caballeros, pero intuía que no le resultaría nada fácil. Por su propia seguridad tenía que afirmar su posición antes de que llegara el momento de las primeras batallas. Además, había otra circunstancia que le preocupaba. Lo más natural para unas huestes de la envergadura de las suyas habría sido tomar algunas de esas barcas grandes propias del Rin, navegar hasta desembocar en el Meno y desde allí continuar remontando el río con unas embarcaciones más pequeñas sirgadas por caballos. De esa manera habrían recorrido las tres cuartas partes del viaje cómodamente por agua, ahorrando la energía de los hombres y los animales. Pero entonces el camino habría demandado como mínimo el doble de semanas que el que estaban transitando ahora, y el conde palatino había dado la orden de unirse cuanto antes a las tropas del emperador Segismundo en Núremberg.
A pesar de los problemas que le acarrearía el camino que aún tenían por delante, Michel estaba de buen ánimo. Las carretas que acarreaban los bártulos y las provisiones estaban en excelente estado y tan repletas de alimentos y armamento que no necesitaba perder tiempo reponiendo provisiones. En realidad, las provisiones que tenía estaban destinadas a él y a sus infantes, pero, le gustara o no, también tendría que alimentar a los caballeros y a sus séquitos, ya que la mayoría de ellos no llevaba consigo más que dos caballos de carga con los enseres personales de sus nobles señores. Finalmente, Michel mitigó sus reservas con la idea de que acaso ese gesto de generosidad permitiría que los miembros de la nobleza terminaran de aceptar que era él quien estaba al mando.
Involuntariamente paseó su mirada por sus acompañantes nobles, que lo seguían en forma tan desordenada como un grupo de pollitos, sin preocuparse por sus infantes, y se preguntó cuál de los hombres sería el primero en ceder. Estaba seguro de que no sería Falko von Hettenheim, sino más bien Godewin von Berg, cuya actitud y expresión revelaban lo inseguro que se sentía. Michel saludó sonriendo alegremente al hidalgo con un gesto de la cabeza y comprobó que el joven respondía a su saludo casi temeroso.
4
Marie se quedó de pie en el patio del castillo hasta que la última carreta hubo rodado a través de las puertas y el crujir de las ruedas de hierro sobre el adoquinado hubo cesado. Al fin, el único testimonio de que desde ese patio habían partido a la guerra doscientos hombres valientes era un par de montoncitos de bosta. Marie se rodeó el cuerpo con los brazos, ya que sentía escalofríos de solo pensar lo que tendrían que pasar Michel y sus hombres en aquellas lejanas tierras bohemias. ¿Qué destino les aguardaría allí? ¿Una campaña corta y gloriosa y un regreso feliz o... la muerte?
Marie se sacudió para tratar de despejar esas visiones sombrías que pugnaban por apoderarse de ella y regresó no sin cierto desagrado a las habitaciones llenas de corrientes de aire del castillo de Sobernburg. A pesar de que ya llevaba diez años viviendo allí, ahora más que nunca sentía que en Rheinsobern nunca había llegado a sentirse totalmente como en su casa. De no ser porque Michel y ella habían compartido alegrías y tristezas, intentando llevar una vida lo más agradable posible, jamás habría soportado tanto tiempo allí. Juntos se habían brindado mutuo apoyo y habían logrado que la pequeña ciudad al pie del castillo floreciera de tal forma que ahora le deparaba al conde palatino más del triple de recaudaciones que bajo la regencia del alcaide anterior. Su propia riqueza había ido en aumento junto con la de la ciudad, hasta el punto de que Marie ya no era capaz de nombrar de memoria qué viñedos, granjas y casas le pertenecían. La mayoría de los caballeros que residían en las cercanías no poseía ni la décima parte de las propiedades que ella y Michel podían llamar suyas. Ni siquiera ahora, después de haber tenido que gastar para la campaña doce bolsas de