1.ª edición: septiembre 2012
© Pilar Cabero, 2012
© Ediciones B, S. A., 2012
para el sello Vergara
Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.22785-2012
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-227-6
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Para Ángel, Imanol y Mikel,
con todo mi amor
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Preámbulo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
Epílogo
Agradecimientos
Pasajes, Guipúzcoa, 15 de octubre de 1730
Tiró de las riendas del caballo y desmontó en cuanto se detuvo. Los latidos de su corazón retumbaban con fuerza en los oídos por haber galopado sin parar desde San Sebastián. Temía no llegar a tiempo.
Una multitud se apiñaba en el puerto de Pasajes para despedir al Santa Rosa, el cuarto navío que la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas enviaba a La Guaira. Las voces, llamando a los seres queridos que viajaban en el barco, se solapaban unas con otras en su afán por hacerse oír. Desde la cubierta, los pasajeros saludaban, agitando brazos, sombreros o pañuelos, mientras los marineros, encaramados en las vergas, bregaban con las velas para la inminente partida.
María Aguirre, escondida entre las primeras casas del pueblo, rumiaba su furia contra Samuel Boudreaux, sin decidirse entre dejarse ver y despedir a su amado en el puerto o mantenerse oculta, negándose a sí misma y a él la posibilidad de verse una vez más.
No podía creerlo. ¿Por qué no le hacía caso? ¿Por qué seguía insistiendo en marcharse?
María apretó las riendas como si fuera a exprimirlas. Apoyó la frente contra el sudoroso cuello del caballo y se dejó llevar por los recuerdos de la tarde anterior.
Habían salido a pasear por la orilla del río. Por ser el último día, maese Sebastián les había dado fiesta en la confitería y ella quería aprovecharlo para tratar, una vez más, de convencer a Samuel de que no se fuera.
—¿No lo entiendes? ¡Es una oportunidad! —le había dicho él, con los ojos brillantes de expectación. Toda su alegría era un tormento para ella—. Te he dicho en muchas ocasiones que debería haber ido en julio, cuando partieron los primeros barcos. Imagina, allí podré aprender muchas cosas más sobre el cacao, sobre la confitería...
—Y yo te he repetido hasta la saciedad que sabes lo suficiente, Samuel. Hasta maese Sebastián dice que tienes un don para el oficio —le recordó, abatida, mirando un grupo de patos que nadaban contracorriente. Lo habían discutido casi cada día, desde que él decidió embarcarse para el Nuevo Mundo, con idéntico resultado: él se marchaba y no había nada que lo disuadiera de su deseo.
—¿Y de qué me sirve si no tengo confitería? —protestó, enfurruñado, las manos en la cadera—. ¿Por qué seguimos con esto? ¿Acaso no lo hemos hablado hasta el hartazgo? Es la última tarde que estaremos juntos. —Se sentó en el suelo, junto a ella—. Por favor, no discutamos más.
—Maese Dionisio es muy mayor —comentó, como si no le hubiera oído. Era su postrera oportunidad de hacerle cambiar de idea—. Ninguno de sus hijos ha querido seguir sus pasos y tienen negocios propios. Cuando él fallezca o no pueda seguir, el Gremio de Confiteros y Cereros seguro que te dará a ti su tienda.
Samuel bufó y se pasó la mano por la cara.
—Para eso pueden pasar años, María. Yo no quiero esperar. Quizá pueda montar mi propio negocio allá, en aquellas tierras. ¿Te imaginas? —Otra vez esa mirada soñadora—. Tú podrías ir allí y nos casaríamos... ¡Sería estupendo!
—¿Y dejar nuestra tierra? —musitó, pasando las manos por las hojas doradas que cubrían el suelo. No lo había pensado.
—¿Por qué no? Dicen que allá el tiempo es muy cálido... Estaremos juntos, como siempre hemos querido —añadió, tomándole de las manos con cariño. Él las tenía calientes, mientras que las de ella eran como dos témpanos de hielo—. Solo tienes que esperar a que te avise. No creo que sea mucho tiempo. —Se las frotó con suavidad para calentárselas.
Quería creerle. Deseaba tener la paciencia suficiente para esperar, pero la idea la llenaba de desasosiego. No quería llorar, aunque las lágrimas le escocían en los ojos, amenazando con desbordarse de un momento a otro. Cada vez que debatían ese tema, siempre terminaba llorando; estaba harta.
—Pasarán meses hasta que podamos ponernos en contacto. —Se soltó de sus manos y se levantó antes de abrazarse a sí misma, dándole la espalda—. Este es el último navío que parte para el Nuevo Mundo. Hasta la primavera no habrá otros. Para cuando tú escribas, yo reciba la carta y... ¡Pasará un año o más! ¿No lo entiendes? ¡Es mucho tiempo! Pueden pasar muchas cosas... ¡Un naufragio!
Le oyó levantarse, pero no se volvió. Pese a que la tarde otoñal no era muy fresca, ella estaba helada. Se arrebujó mejor en el chal, buscando un poco de calidez que alejara el frío instalado en su interior, sin lograrlo.
—Deja de pensar en eso. Ya lo hemos hablado: no voy a naufragar. No pasará nada malo. No para nosotros, amor. Nos queremos. Podemos esperar —aseguró Samuel, convencido. Luego se acercó y la hizo volverse para verle la cara—. Yo te esperaré. ¿Me prometes que tú harás lo mismo? —preguntó, sujetándole la barbilla con suavidad.
María miró aquellos ojos, tan oscuros como el chocolate, debatiéndose entre asentir o negar la promesa. No quería que se fuera. ¡Virgen Santa! No podría soportar tanto tiempo lejos de él. Desde que se conocieron, de niños, nunca habían estado más que unas semanas separados. Ahora deberían estar meses o años sin verse. ¡Era demasiado!
—¿Me lo prometes? Di que me esperarás —insistió Samuel, acariciándole la mejilla con delicadeza.
—Sí, te esperaré —musitó al fin, con los ojos cerrados, demasiado triste para mirarlo.
—Te quiero, María. No lo olvides. Yo también sufriré al no estar contigo...
—¡Pues no te vayas! Quédate aquí —suplicó, antes de apoyar la cara en la mano cálida de él—. Por favor. No te marches.
—No voy a cambiar de opinión. Lo siento. Mañana me voy. Comprende que será algo bueno para los dos —susurró Samuel, disgustado—. No nos hagas esto, por favor. No seas niña.
—¿Que no sea niña? ¿Acaso tú te crees un hombre por pensar de ese modo? ¿Por querer salir en busca de aventuras? —espetó, furiosa. Se apartó de él. No podía seguir a su lado. Si permanecía más tiempo, diría algo de lo que después se arrepentiría para siempre. Le dio la espalda y emprendió el camino a su casa.
—María, no seas así. No nos despidamos de ese modo. —La alcanzó antes de sujetarla por el codo y detenerla—. Deja que me lleve tu sonrisa. Deja que sea eso lo que recuerde cada día y cada noche, hasta que nos volvamos a ver.
—No tendrías que imaginar nada, si te quedases aquí —le reprochó, dolorida—. No puedo. De verdad, no puedo. Me duele demasiado para sonreír. ¿No lo entiendes?
—Estás siendo tan irracional como...
—¡Irracional! —le cortó, rabiosa—. ¡Por el amor de Dios, Samuel! ¡Vete! Vete, si eso es lo que tanto deseas. Vete y no vuelvas —barbotó antes de alzarse las faldas y salir corriendo de regreso a su casa.
Ahora estaba allí, escondida. Agotada por no haber dormido en toda la noche. Alternando las horas entre el llanto y la furia. Arrepentida hasta el dolor por lo que le había dicho, pero incapaz de dar la cara y despedir a su amado.
El griterío de la gente subió de intensidad. El barco partía.
¡Virgen Santa! Tenía que verlo. Ver su cara por última vez.
Con decisión, montó a caballo y lo espoleó para acercarse a la dársena antes de que fuera demasiado tarde.
1
San Sebastián, mayo de 1736
La cera caliente impregnaba la confitería con su aroma. María abrió la puerta para dejar que la brisa primaveral entrara en la tienda. El día invitaba a pasear sin prisas por la calle. Unos cálidos rayos de sol rozaban la entrada y en sus haces bailoteaban miles de brillantes motas de polvo suspendidas en el aire. Si no hubiera tenido tanto que hacer, habría levantado la cara al sol y dejado que su tibieza la calentase.
—Buen día, señora María —saludó una mujer al pasar frente a la puerta, sin parar. Llevaba un cántaro lleno de agua en equilibrio sobre la cabeza—. Hace un día precioso, ¿no creéis?
—Sí. Un buen cambio después de tanto frío —corroboró María con una sonrisa, antes de entrar.
Dejó la puerta abierta y se dirigió a la trastienda. Dentro, el olor a la cera era más intenso y empalagoso. Julio, el aprendiz de su marido, continuaba vertiendo cera derretida sobre los pabilos que colgaban de una rueda, hasta que alcanzaran el grosor deseado. Mientras, Sebastián Garmendia, su esposo, se peleaba con los libros de cuentas, fruncido el ceño. Su pelo, otrora cobrizo y ahora encanecido, estaba revuelto en la coronilla por las veces que se lo había mesado con sus rechonchos dedos. Ella se acercó para alisárselo, como en tantas ocasiones había hecho a lo largo de los seis años de matrimonio. Al oír sus pasos en el suelo empedrado, Sebastián levantó la mirada y sus lentes captaron la luz de las velas que tenía sobre la mesa. Una sonrisa de genuina satisfacción cruzó su cara regordeta.
—Buen día, querida —saludó, quitándose las gafas. Sus ojos, azules como el cielo estival, brillaron de complacencia, rodeados de arrugas.
—¿Sigues batallando con las cuentas? —preguntó ella con cariño—. Deberías volver a contratar a un contable. Hace cuatro meses que Manuel se marchó a Madrid y desde entonces no haces más que renegar con esos libros.
—Lo sé, pero no he encontrado a ninguno. Parece que todos están saturados de trabajo —aclaró Sebastián, dejando las gafas sobre la mesa antes de frotarse los ojos—. Nunca se me han dado bien estas cosas y creo que estoy embrollando los libros cada vez más. Soy confitero, no contable. —Enmudeció y la miró de soslayo. María, imaginando en quién pensaba, bajó la mirada al suelo. No quería recordarle. Mejor no hacerlo.
—Quisiera ayudarte, pero nunca se me han dado bien las cuentas.
—No te preocupes, amor mío. Ya me ayudas mucho. Eres la mejor esposa que nadie pudiera desear, la mejor madre y la mejor dependienta. —Tomó una de sus manos y le besó los nudillos.
—Calla, adulador. Harás que me lo crea —protestó entre risas—. Debes buscar un nuevo contable antes de que te vuelvas loco con tantos números.
—Lo sé. Mañana... —Calló al oír que alguien entraba en la confitería.
María casi chocó con su hermana al salir a atender. Jacinta venía con la cara sonrosada y algo crispada; como si hubiera recibido un sobresalto y no supiera si reír o llorar. Su amiga Isabel Boudreaux la seguía con una trémula sonrisa bailándole en los labios.
Las jóvenes retrocedieron hasta ponerse al otro lado del mostrador. Se las veía algo alteradas.
—¿Qué os pasa, muchachas? —Sonrió, sin imaginar qué las inquietaba tanto.
—Ha regresado —anunció Jacinta, entre susurros demasiado altos para considerarse tales.
María las miró confundida, pero antes de que pudiera preguntar, Isabel, un tanto nerviosa, se lo aclaró:
—Mi hermano acaba de llegar.
Entonces lo comprendió; inspiró con dificultad el aire, repentinamente denso. La sonrisa crispada. La tranquilidad anterior, perdida. Su corazón batía en el pecho como un tambor de galera. Clavó la mirada en un punto por detrás de las muchachas, sin atreverse a mirarlas por temor a delatar su nerviosismo.
¡Había regresado! Después de seis años. ¿La habría perdonado? ¿La odiaría? Ahora no podía pensar en eso; no si quería disimular el miedo que la atenazaba por dentro.
—Imagino que tus padres estarán locos de contentos —consiguió articular sin que le temblara mucho la voz.
—Sí. Mi madre no se lo creía. Casi se desmaya al verlo —comentó Isabel con su habitual desparpajo. Los ojos ambarinos, brillantes de dicha—. El muy tunante no nos había anunciado su visita. Ha sido una sorpresa.
—Lo hemos visto. Está muy moreno. Parecía un extranjero, con ese pelo tan negro y los ojos oscuros —aclaró Jacinta—. Nos ha dicho que allá hay mucho sol.
—Se va a casar —confesó Isabel en voz queda—. Su prometida vendrá en unas semanas. Debía preparar el ajuar.
¡Casarse! No estaba preparada para el dolor que la atravesó el pecho ante esa imagen. Samuel se casaba. No podía creerlo. Se sujetó al mostrador para no caerse. Las yemas de los dedos latían dolorosamente contra la madera. Él se iba a casar.
«¿Qué esperabas?», se preguntó.
Sabía que no tenía derecho a sentirse así. Había perdido esa prerrogativa cuando faltó a su promesa de esperarle y se casó con Sebastián. Aun así, nada podía hacer contra el suplicio que la quemaba por dentro. Su corazón no entendía de derechos ni de privilegios. ¡Se iba a casar!
Aguantó la cháchara incesante de su hermana y de Isabel, que le relataban lo que Samuel les había contado, guardando la apariencia de una mujer sin remordimientos y sin temores. Había aprendido a fingir muy bien. Demasiado bien.
Cuando las dos jovencitas se marcharon, se permitió apoyarse en la pared, cerrar los ojos y suspirar por el amor perdido, por lo que ya no podría ser. No debía llorar; no allí, donde cualquiera pudiera verla. Se abrazó con fuerza para evitar que las manos le temblaran.
Aturdida como estaba, no oyó que alguien se acercaba. Abrió los ojos al sentir una caricia en la mejilla. Sebastián volvió a tocarla; sus ojos la miraban con tristeza infinita; las había oído. Sufrió por él. Le sujetó la mano con las suyas y se la llevó a los labios para besarle los nudillos, como él había hecho antes. Le temblaban tanto que hubo de concentrar toda su atención para conseguirlo.
«¡Virgen Santa! ¿Qué voy a hacer ahora?», pensó, asustada.
—Lo... siento —susurró sin mirarle—. Ha sido... una sorpresa.
—No te aflijas. Sabía que tarde o temprano ocurriría —apuntó Sebastián, rozándole los labios con los dedos; él tampoco estaba muy sereno. El retorno de Samuel les afectaba demasiado—. He temido este momento desde el instante en que aceptaste casarte conmigo. Pero ha merecido la pena y no me arrepiento. Hicimos lo correcto.
—Lo sé. No... no te preocupes por mí. Ya se me ha pasado —mintió, para no inquietar más a su esposo—. Dice... Isabel que se va a casar.
Sebastián inspiró de manera entrecortada antes de hablar.
—Eso es una buena noticia, querida. Debo confesar que me he sentido muy mal por él. Ahora que se va a casar... Bueno, ahora tengo la esperanza de que todo se esté solucionando. Me alegrará verle. Todo saldrá bien.
María se limitó a asentir; dudaba de que fuera capaz de decir nada sin ponerse en evidencia. Tenía miedo; mucho miedo.
La casa había sufrido algunos cambios desde que llegó allí, con ocho años, pero el ambiente hogareño seguía siendo el mismo. Para Samuel, aquel había sido el primer sitio que podía llamar hogar. Hasta entonces había vivido en el lupanar donde nació. De su madre, una prostituta del puerto, tenía un vago recuerdo; había muerto siendo él muy niño. De su vida en el prostíbulo, prefería no acordarse. Era mejor no hacerlo. Algunas veces los recuerdos le asaltaban, pero procuraba dejarlos a un lado. Se había vuelto un experto en ignorarlos.
Consideraba que su verdadera vida había comenzado la noche en que doña Camila de Gamboa le llevó a su casa. Lo había adoptado antes de casarse con el capitán galo Armand Boudreaux, que le dio su apellido como si de su hijo se tratara.
—No sabes cuánto me alegra saber que te casas, hijo mío. —La voz de su madre le devolvió a la realidad. Sentada en uno de los sillones, se dedicaba a bordar con puntadas diminutas y perfectas. Dejó la labor bruscamente—. Te aseguro que estaba preocupada por ti.
—No había ningún motivo, madre —dijo Samuel, sentado frente a ella—. Estoy bien.
—¿Cómo iba a saberlo, si apenas nos has escrito en todos estos años? ¡Nos dejaste a merced de mil pensamientos catastróficos! —le reprochó, frunciendo el ceño sobre sus ojos ambarinos—. Desde que te escribí para anunciarte... —Camila calló. Samuel supo a qué carta se refería y a la terrible noticia que había dentro. Agradeció en silencio que su madre no terminara de decirlo; por mucho que quisiera evitarlo, lo sucedido seguía emponzoñándole por dentro—. Bueno, durante mucho tiempo temí que te hubiera pasado algo. Y tu silencio no contribuyó a tranquilizar mi temor.
—Ya veis que no fue así. Me encuentro perfectamente. Así que no debéis intranquilizaros.
—Mon fils, tu madre se preocupa por todo —dijo Armand, palmeándole la espalda. Estaba sentado a su lado—. Aunque me satisface verte en casa y te he echado mucho de menos, tu madre tiene razón: no has sido muy considerado. Esperábamos noticias tuyas cada vez que llegaba correo. Una misiva de vez en cuando habría sido suficiente para aplacar nuestros temores —terminó con su voz de capitán, la que solo utilizara para reprenderle cuando hacía alguna trastada.
—Lo siento, padre. No lo pensé —negó, apesadumbrado. Debería haberles escrito. Sonrió para aplacar a sus padres—. Pero ya estoy aquí y no pienso marcharme. —Sus palabras sonaron como una promesa, pese a que no había sido esa su intención—. Espero que mi prometida os agrade tanto como a mí.
—Seguro que sí, hijo. Estoy deseando conocerla —declaró Camila con una sonrisa renuente—. Me encanta que aún tarde unas semanas; así te tendré para mí sola unos días más.
—Chérie, ya no es un niño para que lo mimes.
—¿Estás celoso? —inquirió su madre con picardía.
—Non, ¿debería estarlo? —Su padre se levantó y fue a sentarse en uno de los brazos del sillón de su madre—. ¿Tengo que ponerme celoso?
—Sabes que no, mi querido galo —aclaró, poniéndole una mano sobre la rodilla.
Samuel se levantó y les dio la espalda para mirar a través de la ventana del salón. No quería ver el amor que se profesaban sus padres. Ya no. Era muy doloroso. Mucho tiempo atrás había soñado que él también tendría algo así, solo para despertar de la peor manera posible. Ya no aspiraba a tanto; era menos punzante y más realista.
Fuera el sol se estaba poniendo. Era su primer día en San Sebastián desde que partiera, lleno de esperanza, seis años antes, cuando solo tenía diecinueve y creía saberlo todo. ¡Bonito idiota! El tiempo lo había puesto en su lugar y le había enseñado a no confiar en las promesas.
—Señora, la cena está servida —anunció la criada.
—Gracias, Bernarda. Ahora mismo vamos —contestó su madre. Samuel oyó el frufrú de las faldas cuando Camila se levantó; después, los pasos por la tarima; finalmente sintió la mano de su madre sobre su hombro—. Hijo, a riesgo de repetirme, tengo que decirte que me alegra sobremanera que estés de vuelta.
—Lo sé, madre. A mí también me complace estar con vosotros. —Le tomó la mano; el contraste entre las dos era notorio: una, blanca como la nieve y la otra, morena y mucho más grande. Se la llevó a los labios y pudo oler el perfume floral que siempre llevaba. El aroma que le recordaba que estaba en casa; sonrió—. Muchas gracias por enviarme el jabón de romero. Debo decir que nadie lo hace como vos y cada vez que lo usaba era como estar aquí.
—¡Ay, hijo! Harás que me emocione —protestó su madre—. Anda, vamos a cenar; tu hermana nos estará esperando.
Samuel se colocó la mano de Camila en el pliegue del codo para acompañarla al comedor. Su padre les seguía con una cálida sonrisa. ¡Qué bueno era volver a casa!
Bernarda puso en la mesa la bandeja con la infusión para Camila e Isabel y la botella de coñac con las copas para Armand y Samuel. Su madre, sentada a la cabecera de la mesa, disfrutaba teniendo a toda la familia reunida. La alegría arrugaba las comisuras de sus ojos, que brillaban como monedas de oro recién acuñadas. De vez en cuando Samuel la veía suspirar de satisfacción y se alegraba aún más de estar de vuelta. Ya no debía preocuparse por no estar con ellos, puesto que había retornado para quedarse en la ciudad.
—Bueno, hijo, cuéntanos qué tal te ha ido por Caracas. ¿Es tal y cómo imaginabas? —preguntó Camila. Sirvió la infusión y le pasó una taza a Isabel, que le dio las gracias con una sonrisa.
—No sabía qué iba a encontrar, la verdad —comenzó Samuel—. Caracas es una ciudad bastante grande. Me sorprendió ver las calles tan derechas y anchas. Han construido muchos edificios magníficos y la temperatura es muy agradable.
—Suena paradisiaco —bromeó Armand, desde el otro extremo de la mesa.
—Sí, lo es. Pero echaba de menos San Sebastián —confesó, sirviendo el coñac en las copas—. Os echaba de menos.
—Ay, hijo mío. Nosotros también. Sobre todo, después de... —Su madre guardó silencio, un tanto incómoda; luego dejó la taza en la mesa—. Ha sido muy duro no saber cómo estabas. Tanto silencio me estaba matando. —Su mirada se oscureció—. Me duele reprochártelo, pero no has contestado ni a la mitad de las cartas que te enviamos. ¿Te imaginas cómo nos sentíamos? No poder ayudarte...
—Lo siento, madre. No tenía muchas ganas de escribir y el trabajo me ocupaba mucho tiempo —se disculpó con sinceridad—. No os inquietéis; ya ha pasado —mintió. No quería que su familia se preocupase por él—. Los dos creímos que... pero es evidente que solo era una fantasía de niños.
No quería pensar en ello. Aún guardaba rencor a María por lo que había hecho. Posiblemente nunca la perdonaría, aunque iba a tratar por todos los medios de que esa animadversión no fuera de dominio público. No deseaba que alguien pudiera pensar que aún estaba interesado y confundiera los sentimientos que tenía por ella. Por otro lado, las familias se conocían desde siempre y no quería ponerles en la tesitura de tomar partido. Fingir era la mejor opción.
La única opción.
—Me alegra saberlo. —Su madre, sentada a su izquierda, le palmeó la mano—. Ahora que estás aquí me cuesta más enfadarme contigo, pero no abuses de tu suerte. —Hizo un mohín—. ¡Te vas a casar! No sabes cuánto me alegra oírlo. Háblanos de tu prometida. ¿Cómo es? ¿Cómo se llama? Debo añadir que estoy algo molesta. No nos has contado nada de ella. Ni siquiera sabíamos que estuvieras cortejando a nadie —protestó, clavando sus ojos ambarinos en él—. ¡Deberías habernos escrito más, tunante!
—Tranquila, querida. No hay de qué preocuparse; ya lo tienes en casa —terció su padre—. Anda, muchacho, cuéntanos todos los detalles.
—Ha sido todo muy rápido —reconoció con una sonrisa, contento de cambiar de tema—. Conocí a Rosa Blanca en un baile que dio el factor de la Compañía[*] en su hacienda. Ella había ido con su padre, don Eladio Vélez, a pasar la velada.
—¿Es hermosa? —preguntó Isabel con aire soñador. Su hermana cada vez se parecía más a su madre. A sus dieciséis años era toda una belleza, con aquellos ojos ambarinos, siempre risueños—. ¿Te enamoraste nada más verla?
—Sí, es hermosa. Tiene el pelo negro y los ojos oscuros como yo. Es muy menuda y bajita. Cuando la vi por primera vez, pensé en una muñeca de porcelana.
«Y, sobre todo, totalmente distinta de María», pensó.
—¡Ay! ¡Qué romántico! —susurró Isabel, con la mano en el pecho.
Armand soltó una risa y acarició los rizos castaños de la jovencita.
—Ves romanticismo por todos los lados, ma fille. Deja que tu hermano nos lo cuente.
—Es criolla; su madre era hija de patricios y su padre es canario.
—¿Patricios? ¿Qué significa eso? —indagó Camila—. No lo había oído nunca.
—Confieso que yo tampoco, hasta que llegué allí —explicó Samuel—. Los patricios son los dueños de las haciendas, los adinerados, los que llevan más tiempo viviendo allí. Son un poco elitistas.
»Luego están los vizcaínos. Así nos llaman a los que hemos ido con la Compañía. Los manumisos son negros liberados que trabajan en lo que los blancos no quieren. Los esclavos, los zambos y los indios.
—¿Zambo?
—Zambo es hijo de negro e india —aclaró Samuel a su madre—. Andresote era un zambo. ¿Oísteis hablar de él?
—Sí. Nos llegaron noticias de que se había rebelado contra la Compañía hace cinco años —apuntó Armand—. ¿Aún no lo han encontrado?
—No. Se dice que los contrabandistas le ayudaron a huir a Curazao. ¿Quién sabe? De todos modos, los hacendados no están muy contentos con el monopolio de la Guipuzcoana. Consideran que sus condiciones no les benefician mucho. —Bebió un sorbo de coñac—. Espero que arreglen las diferencias pronto; de lo contrario, no descarto que vuelvan a rebelarse.
—¿Tan mala es la situación? Creí que era bueno para ellos. Después de todo, la Compañía casi ha acabado con el contrabando —indicó Armand, interesado.
—No niego que los ideales fueran buenos. La realidad es un tanto complicada. Pensad en las condiciones impuestas: la Guipuzcoana pone el precio de los productos que lleva a Venezuela; además, pone el precio del cacao, los cueros o el azúcar que compra a los hacendados, quienes deben vender al precio que les indican, y ese no es siempre el que más les interesa.
—Comprendo —murmuró su padre, frotándose la sien derecha—. No es muy halagüeño que te impongan esas condiciones.
—Creo que esa es la razón principal para que haya dimitido de mi trabajo allí como contable —notificó Samuel, cabeceando con aquiescencia.
—Eso es otra de las cosas que más me sorprendieron en tu primera carta. —Su madre sirvió otra infusión para Isabel y para ella. El aroma del azahar impregnó el aire—. Nunca me imaginé que te pusieras a trabajar como contable.
—Yo tampoco, madre. Aunque debo decir que ha sido una experiencia muy satisfactoria. Seguiré por el mismo camino.
Su familia le miró confundida, pero ninguno dijo nada.
—¡Ah! No te quedes callado. Continúa contando más cosas sobre aquel lugar —solicitó Isabel un instante después—. ¿Cómo son los indios? ¿Son hostiles? ¿Y los vestidos? Dicen que en Venezuela siguen muy fielmente la moda francesa, ¿es cierto?
—Hija, terminarás por abrumar a tu hermano —amonestó Camila, pero se la veía tan interesada como su propia hija.
Le alegró la curiosidad de su hermana y de su madre, pues eso le ayudaba a fijar su mente en un punto y no en las razones por las que se había decidido a trabajar de contable, en lugar de hacer lo que le había llevado a aquellas tierras.
* Se refiere a la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas.
2
La taberna seguía igual que cuando él se fue a Venezuela. El mismo olor ácido de las manzanas y del vino; el mismo suelo de piedra y las mismas paredes encaladas. Las grandes cubas, con la madera oscurecida por el tiempo y la humedad, reposaban contra las paredes a la espera de ser vaciadas.
Aún no se había dejado caer ningún cliente; no tardarían en llegar. Las voces infantiles que se oían en el patio, le recordaron las veces que había jugado con Martín y su hermana María en aquel mismo lugar, alrededor del roble, mientras el señor Rodrigo, el padre de sus amigos, servía sidra a los parroquianos. ¡Cuántas batallas habían imaginado en aquel sitio!
Un hombre entró en la taberna desde el patio. Se iba enrollando las mangas de la camisa por encima de los antebrazos. Al principio pensó que era el señor Rodrigo, pero luego recordó que había muerto un par de años atrás. Era Martín; cada día se parecía más a su padre.
—¡Dichosos los ojos que te ven, amigo mío! —El vozarrón de Martín retumbó en la estancia vacía, mientras se acercaba a grandes pasos—. Ya pensaba que nunca volverías por aquí.
—Buen día, amigo —atinó a decir antes de verse envuelto en un abrazo de oso—. Ya veo que la vida de casado te sienta muy bien. Creo que has ganado unas cuantas libras desde que nos vimos la última vez.
—Mi esposa me cuida muy bien —aseguró, palmeándose la incipiente curva de su abdomen.
Se apartaron, manteniendo cada uno la mano en el hombro del otro, como si no fueran capaces de separarse del todo. Los ojos castaños de su amigo brillaban de alegría.
—Siento no haber podido acompañarte en tu boda —reconoció Samuel, repentinamente serio—. Aún no quería volver.
—No te preocupes por eso. Imagino que... —Bajó la mirada un instante, luego volvió a mirar a su amigo—. A todos nos sorprendió su decisión. No lo entendimos, pero...
No hizo falta que Martín especificara a quién se refería. Era más que evidente que tenía a su hermana María en los pensamientos.
—Eso ya pasó y está olvidado.
—¿Seguro? —inquirió su amigo con timidez—. Sé lo mucho que os amabais.
Samuel retiró la mano del hombro del tabernero, dio unos pasos por el recinto y se paró frente a una de las cubas, ensimismado. Cuando recordaba a su antigua prometida, una rabia burbujeante le colmaba el estómago y le hervía en las venas. No quería sentirse así. No lo deseaba, más que nada porque cualquier emoción, cualquier sentimiento, por nimio que fuera, sería demasiado. Ella no merecía nada.
—Eso pasó hace mucho tiempo y los dos hemos seguido con nuestras vidas —se obligó a contestar. Miró a su amigo—. Voy a casarme dentro de poco —anunció, tratando de sonar alegre—. Supongo que ya te habrás enterado.
—Sí. Lo vino contando mi hermanita «metomentodo» Jacinta —concretó Martín, fingiendo censura—. Tú no has sido muy prolífico en cartas. Imagino que estabas demasiado ocupado, aprendiendo todo lo relacionado con el cacao, como para escribir a los viejos amigos.
—Tenía mucho trabajo —declaró, escueto. No quería entrar en más detalles ni dar explicaciones. Aún no.
Martín cabeceó, asintiendo.
—Me alegra mucho que te cases. ¿Cuándo llegará la novia? Mi hermana nos dijo que no había venido contigo.
—No. Debía preparar el ajuar y se quedará un tiempo más en Caracas. Confieso que la decisión de casarnos fue muy repentina y ella no estaba preparada para embarcarse.
—Bueno, no creo que le lleve mucho tiempo. Nada como la perspectiva del matrimonio para que una joven organice lo que haga falta en muy poco tiempo —barbotó entre risas—. Mi esposa no perdió el tiempo.
—¿A quién le estás hablando de mí, esposo? —Una voz femenina se oyó en la taberna—. ¿Tienes alguna queja por mi rapidez?
Los dos se volvieron a la salida al patio. Enmarcada en la puerta, una joven con un niño a caballo en su cadera y una niña de la mano les miraba con media sonrisa.
—Bienvenido a San Sebastián, Samuel —saludó, mientras pasaba al interior con la niña caminando tras ella—. Me alegra volver a verte.
—Mi querida Matilde, el placer es solo mío —aseguró con sinceridad—. Felicidades por tu matrimonio.
Samuel se fijó en el niño que reposaba la cabeza en el pecho de su madre. No tendría más de un año y lo miraba con vergüenza. Había heredado el pelo rizado de Martín y sus ojos castaños. Cuando descubrió que también era observado, escondió la cara entre el mantón de su madre, repentinamente tímido.
La niña era muy diferente. Su pelo ensortijado era del color de la miel derretida y sus ojos, tan verdes como la hierba, lo miraban con una mezcla de osadía y timidez. La vio llevarse un dedo a la boca. Había algo en ella que le resultaba conocido. Un recuerdo que no lograba fijar.
—Esta señorita es mi sobrina Paula —la presentó Martín, poniendo una mano sobre la cabecita dorada—. Es la hija de María —añadió, entre dientes, como si no se atreviera a expresarse en voz alta.
«¡Su hija! —pensó Samuel—. De ahí ese aire de familiaridad que me asaltaba.»
Por un instante pensó que podría haber sido su hija si las cosas hubieran sido diferentes. Si María no le hubiera traicionado de la peor manera posible.
Rechinó los dientes sin darse cuenta y se esforzó por tranquilizarse.
«Olvídate de ella», se ordenó con fiereza.
—Suele pasar muchas mañanas aquí; cuando mi cuñada está muy ocupada en la confitería —explicó Matilde, sin soltar la mano de la niña—. Juega con Martintxo y lo mantiene entretenido. Es un cielo.
Samuel se dio cuenta de que su amigo mantenía la mano sobre la cabeza de su sobrina, como si la estuviera protegiendo de él. Sintió un dolor sordo en el vientre y se obligó a sonreír para no asustar a la pequeña, ella no tenía la culpa de la perfidia de su madre.
—Encantado de conoceros, señorita Paula —saludó, tomándola de la mano.
La niña lo miró con aquellos ojos glaucos, pero no le devolvió la sonrisa. Tal vez notaba su reticencia al saludarla y no se fiaba de él. Los niños eran muy intuitivos. Él lo conocía de sobra, hubo de aprender, a muy temprana edad, a desconfiar de todo el mundo. Cuando estaba a punto de decirle algo que la tranquilizara, se abrió la puerta de la calle.
Aun antes de darse la vuelta, Samuel supo quién era el visitante. Antes de que nadie dijera nada. Casi antes de que cruzara el umbral de la tienda.
Lo notó en los huesos, en la piel y en el aire. Solo María había conseguido provocar esa respuesta en él. Por lo visto, seguía siendo así.
Se recriminó el ritmo creciente que estaban tomando los latidos de su corazón, pero no podía hacer nada para aminorar ese batir. Quiso pensar que era por la rabia y no por otra cosa. Lo otro era... inadmisible.
—¡Madre! —La niña se soltó y se acercó corriendo a su madre.
—¡Hola, tesoro! ¿Te has portado bien? —Su voz seguía siendo la misma. Esa voz llena de dulzura que le había jurado amor eterno y que le había prometido esperarle.
«¡Mentirosa!», pensó, rabioso. La sangre le burbujeaba.
Tomó aire para darse fuerzas; luego se dio la vuelta con lentitud hasta ponerse frente a la mujer que había amado más que a su vida y a la que ahora quería odiar con cada fibra de su ser.
Los cabellos que se le habían escapado del pañuelo brillaban como una aureola dorada a la luz que entraba por la puerta abierta. Su cara permanecía en la penumbra, aunque el brillo de sus ojos era claramente visible. Dio unos pasos y, al salir del haz de luz, quedó expuesto su semblante, algo crispado.
No había cambiado mucho en esos seis años. Tal vez estaba más pálida que entonces, pero eso bien pudiera ser por encontrarse con él. Sus ojos seguían siendo del color de las avellanas, limpios y transparentes; brillantes como la melaza. Unos ojos que le habían perseguido en sueños durante toda la travesía hasta el Nuevo Mundo y después, a lo largo de esos seis años. Unos ojos que, al parecer, eran difíciles de olvidar.
—Buen día, Samuel. He oído que debo felicitarte por tu próxima boda —pronunció en un murmullo, al llegar a su lado. ¡Sonreía! La muy ladina era capaz de hacerlo.
Sí, era cierto que no de manera plena, sino más bien un tanto trémula, pero era una sonrisa, al fin y al cabo. ¡Una maldita sonrisa! El deseo de herirla era muy fuerte. Abrasador.
—Gracias —masculló, con sequedad. Y utilizando un tratamiento más formal para mantener las distancias, continuó—: Permitidme que no os corresponda por la vuestra. Dadas las circunstancias, prefiero no hacerlo —se le escapó decir.
«¡Diablos! No debería haber dicho eso», se recriminó. Había decidido fingir cordialidad para no dar pábulo a las murmuraciones y a la primera de cambio se dejaba llevar por el odio. Era un estúpido. ¿En qué estaba pensando?
—Samuel... —A su espalda sonó la voz seca y la inspiración de su amigo; todo un reproche por su mala educación. Apretó los dientes, molesto. Ellos no sabían el dolor que le causara esa traición. No, ellos ignoraban ese sufrimiento y no entendían su rencor. De cualquier manera, debía controlarse.
—No te molestes, Martín —trató de aplacar a su hermano—. Lo comprendo —susurró, cabizbaja—. Será mejor que me lleve a Paula. No tardaremos en comer y... —Calló, mirando a los lados. Sus mejillas rojas como la grana—. Adiós.
Antes de que pudiera hacer nada, ella había salido con un revuelo de faldas, llevándose a su hija.
Samuel cerró los ojos un instante, enfadado consigo mismo. No era esa la idea que tenía del primer encuentro. Se había imaginado más frío, indiferente. Lo había hecho todo al revés. ¡Idiota!
—Creo que has sido muy duro con ella —le recriminó su amigo—. Sé que no se portó bien, pero...
—No, no lo hizo, Martín —bufó—. Pero no debería haberle hablado de ese modo. Supongo que ha sido una reacción desmesurada. Me disculparé. Es tiempo de dejar el pasado atrás —terminó más comedido, tratando de disimular el resentimiento que le corroía por dentro, que lo ahogaba.
—No sé qué la llevó a tomar una decisión así —murmuró el tabernero con tristeza—. Sé que te amaba. ¡Santo Dios! Lo ha hecho desde que te conocimos, cuando solo éramos unos mocosos. A nosotros también nos sorprendió que se casara con Sebastián, pero no nos quedó más remedio que aceptarlo y... se les ve felices juntos. —Inspiró con las manos en la cadera—. Tienes razón, amigo, y me alegro de que lo veas así. Es tiempo de olvidar y que cada uno siga con su vida.
«¡Qué más quisiera yo! —pensó Samuel con rencor—. Como si fuera tan fácil...»
Él lo había intentado y, evidentemente, aún no lo había conseguido. Tal vez, cuando se casara con Rosa Blanca...
Una vocecita interior le previno que ni siquiera entonces.
María regresaba a la confitería sin saber muy bien por dónde iba. Saludó a varias personas, aunque luego no podría recordar a quiénes. Caminaba por inercia, con la mente en otro sitio. No podía dejar de pensar en Samuel. Pese a conocer su llegada, no estaba preparada para encontrárselo de frente. Para verlo tan pronto. Debería haberlo estado. A pesar de haber pasado un día entero, no había conseguido hacerse a la idea.
Él estaba muy cambiado. Se había ido siendo un joven de diecinueve años; alto, aunque un tanto desgarbado. Ahora, por el contrario era más corpulento; un hombre hecho y derecho. Estaba muy moreno —ya se lo había dicho su hermana Jacinta— y el pelo, oscuro y liso, le llegaba hasta los hombros. El cambio más grande estaba en sus ojos casi negros, antes tan amables y risueños y ahora tan duros como el pedernal. No fue muy halagador saber que con su conducta había contribuido a ese cambio. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?
No la había tuteado, como siempre; por el contrario, la había tratado como si fueran desconocidos, como si entre ellos no hubiera habido una amistad tan profunda ni un amor descomunal. Le había dolido. Mucho más de lo que hubiera pensado.
Aún tenía el corazón retumbando, atronador, en el pecho. Le temblaban las manos y sabía que tendría las mejillas al rojo vivo. Podía notar el calor que irradiaban. Trató de controlar el ritmo acelerado de la respiración para tranquilizarse. Debía serenarse antes de que la viera su marido. No deseaba preocuparle de ningún modo.
—Madre, ¿quién era ese hombre? —preguntó Paula, tirándole de la mano para llamar su atención—. No me gusta. Estaba enfadado. Parecía... molesto conmigo.
—Es un amigo de tu tío —«y antes lo era mío»—. Que ha regresado después de mucho tiempo fuera de aquí. Tú no habías nacido cuando él se fue.
Recordar su partida le puso un nudo en la garganta. Mejor no pensarlo; era demasiado doloroso.
«¿Por qué has tenido que volver?», pensó con egoísmo. Con él lejos de San Sebastián podía fingir que todo estaba bien; que su vida era todo lo que había deseado. Casi gimió.
Por fortuna la confitería estaba frente a ellas; empujó la puerta de la tienda con premura y entraron. Necesitaba la tranquilidad de aquel comercio para serenarse. Sentirse protegida.
—¡Ah! ¿Y por qué está tan enfadado? —preguntó su hija. No era una niña que dejara las cosas a medias. Siempre quería ir al fondo de todo—. Daba miedo.
Pero ¿qué le podía contestar? ¿Decirle que su madre estaba prometida con él, pero que se había casado con otro?
No, definitivamente, no podía contarle nada de eso. Su hija era aún muy pequeña para comprenderlo.
Se llevó la mano a la frente, tratando de encontrar una respuesta satisfactoria para ambas. Rogando para que fuera lo antes posible.
—Buen día. ¿Qué tal está hoy mi princesita? —La voz de Sebastián la salvó de contestar. Suspiró de alivio y trató de esbozar una sonrisa.
—¡Padre! —exclamó la niña, se soltó de la mano de su madre y corrió a los brazos del confitero—. Oléis muy dulce. ¿Habéis hecho confites?
—Sí, mi niña. Cuando hayas comido, te daré unos pocos —convino el hombre, alzándola como cuando era más pequeña. Después de darle un beso, la depositó en el suelo—. Ahora ve a lavarte las manos.
—La mimas demasiado, Sebastián. No hay una niña en toda la plaza que coma más dulces que ella —le reprochó, una vez que la pequeña se hubo ido. Se alegró de ser capaz de hablar con calma; de mantener una conversación con aparente normalidad.
—¡Claro! Ella es la hija del confitero, ¿quién, si no, para comer dulces? —Rio Sebastián, gozoso—. No te enfades, querida —murmuró al ver su cara de discrepancia—, le daré muy pocos. —La miró más serio y le acarició la mejilla—. ¿De quién hablabais al llegar? ¿Quién estaba enfadado? ¿Quién le daba miedo?
María tomó aire para darse fuerza.
—Samuel; estaba en la taberna —empezó con la cabeza gacha, sintiendo los dedos de su marido en la mejilla. La tensión volvía a atenazarla. Volvió a inspirar para controlarse antes de seguir—: Paula dice que la ha mirado como si estuviera enojado con ella. —Acomodó la cara en la mano de Sebastián y cerró los ojos. Buscaba la calidez del tacto de su marido para consolarse—. Te quiero —se obligó a decir, pese a que era cierto. Como si necesitara dejar claro ese sentimiento.
—Lo sé, querida. Yo también te amo. —Los brazos de su esposo la rodearon con ternura. María se sintió protegida y se dejó mecer como una niña—. No te preocupes por lo de Samuel. Es normal que se sintiera molesto. ¿Quién no lo estaría? —Suspiró sin soltarla—. No sé lo qué le habrán contado; tal vez ni siquiera sabía que teníamos una hija. Quizá Paula le haya recordado lo que ha perdido. Habrá sido la impresión al verla; se le pasará. Deja de pensarlo y vayamos a comer.
Se separaron y ella siguió a Sebastián por las escaleras, de camino al comedor.
No se podía quitar de la cabeza la cara de Samuel al mirarla. Se estremeció. La odiaba; no le cabía ninguna duda. No la había perdonado.
¿Merecía perdón, acaso? Le había fallado al no cumplir con su promesa, ¿qué esperaba?
Se sentaron a la mesa. Paula ya ocupaba su sitio a la derecha de su padre. María, frente a su marido, se dedicó a colocarse la servilleta en las rodillas. Estaba nerviosa y notaba el estómago como si estuviera repleto de esparto.
Vio a Renata, la criada, entrar en el comedor con una olla de estofado humeante en las manos y proceder a servirlo como todos los días. Se aferró a la cotidianeidad del momento para buscar un asidero con el que sosegar su mente. Necesitaba tranquilizarse.
Cuando le llenó el plato, el olor de la verdura cocida le provocó arcadas. Se llevó la servilleta a la boca y se concentró en respirar a través del lino, hasta serenarse.
La comida se le iba a hacer eterna.
Sebastián dejó de aparentar que hacía sumas para el libro de contabilidad y miró sin tapujos a su esposa. Ella barría la trastienda, sumida en sus pensamientos. Llevaba un rato barriendo el mismo lugar, sin