Camino a Caná (El Mesías 2)

Fragmento

Creditos

Título original: Christ the Lord: The Road to Cana

Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea

1.ª edición: octubre, 2015

© 2015 by Anne O’Brien Rice

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-252-3

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

A Christopher Rice

Cita

 

 

 

 

 

Invocación.

En el nombre del Padre,

del Hijo,

y del Espíritu Santo.

Amén.

La verdad de la fe sólo puede ser preservada haciendo una teología de Jesucristo, y rehaciéndola una y otra vez.

KARL RAHNER

Oh Señor, Dios único, Dios trino, todo cuanto he dicho en estos libros es tuyo, para que quienes son tuyos comprendan; cuanto he dicho de mí solo, perdónalo Tú y perdónenlo los tuyos.

SAN AGUSTÍN

En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella, y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron... En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció.

Evangelio según SAN JUAN

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1

¿Quién es Cristo el Señor?

Los ángeles cantaron a su nacimiento. Magos de Oriente le llevaron regalos: oro, incienso y mirra. Le entregaron esos regalos a él, a su madre María y al hombre que decía ser su padre, José.

En el Templo, un anciano tomó al recién nacido en sus brazos. El anciano dijo al Señor mientras sostenía al bebé: «Será luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.»

Mi madre me contó esas historias.

Eso ocurrió hace muchos años.

¿Es posible que Cristo el Señor sea un carpintero del pueblo de Nazaret, un hombre de treinta años de edad, de una familia de carpinteros, una familia de hombres y mujeres y niños que llena las diez habitaciones de una casa antigua y, en este invierno de sequía, de polvo inacabable, de rumores de disturbios en Judea, Cristo el Señor duerma bajo una manta de lana gastada, en una habitación con otros hombres, junto a un brasero que humea? ¿Es posible que en esa habitación, dormido, sueñe?

Sí. Sé que es posible. Yo soy Cristo el Señor. Lo sé. Lo que debo saber, lo sé. Y lo que debo aprender, lo aprendo.

Y bajo esta piel, vivo y sudo y respiro y gimo. Me duelen los hombros. Mis ojos están secos por tantos días de temible sequía; por las largas caminatas hasta Séforis a través de los campos grises donde las semillas se queman al débil sol invernal porque las lluvias no llegan.

Yo soy Cristo el Señor. Lo sé. Otros lo saben también, pero lo que saben lo olvidan a menudo. Mi madre no ha dicho una sola palabra sobre ello durante años. Mi padre putativo, José, ya es viejo, tiene el pelo blanco y tendencia a divagar.

Yo nunca olvido.

Y cuando me duermo, a veces temo, porque los sueños no son mis amigos. Mis sueños son salvajes como helechos o como los repentinos vientos ardientes que soplan en los bien cultivados valles de Galilea.

Pero sueño, como sueñan todos los hombres.

Y esta noche, junto al brasero, con las manos y los pies fríos bajo mi manta, he soñado.

He soñado con una mujer próxima, una mujer mía, una mujer que se convirtió en una virgen que en el fácil tumulto de mis sueños se convirtió en mi Abigail.

He despertado. Me he sentado en la oscuridad. Todos los demás dormían aún, con la boca abierta, y en el brasero los carbones se habían deshecho en cenizas.

«Márchate, muchacha amada. Eso no debo conocerlo, y Cristo el Señor no conocerá lo que no quiere conocer... o lo que conocería únicamente a través de la forma de su ausencia.»

Ella no se marchará... eso no, la Abigail de mis sueños con el cabello suelto desparramado entre mis manos, como si el Señor la hubiera creado para mí en el Jardín del Edén.

No. Tal vez el Señor creó los sueños para un conocimiento como éste; o así se lo ha parecido a Cristo el Señor.

He saltado de mi jergón y, tan silenciosamente como he podido, he echado más carbón al brasero. Mis hermanos y sobrinos no se han movido. Santiago ha pasado la noche con su mujer fuera de casa, en la habitación que ambos comparten. Judas el Menor y José el Menor, padres ambos, han dormido aquí, separados de los bebés acurrucados junto a sus esposas. Y aquí dormían además los hijos de Santiago: Menahim, Isaac y Shabi, los tres juntos, desmadejados como muñecos.

He pasado delante de todos, uno tras otro, para sacar una túnica nueva del arcón, de lana olorosa a la luz del sol que la ha secado. Todo lo que hay en ese arcón está limpio.

He cogido la túnica y he salido de la casa. Una ráfaga de aire helado en el patio vacío. Crujidos de hojas rotas.

Y me he detenido un momento en la calle de guijarros y mirado a lo alto, al gran despliegue de estrellas brillantes más allá de los tejados.

Ese cielo frío, sin nubes, repleto de luces infinitesimales, me ha parecido hermoso por un instante. El corazón me dolía. Parecía mirarme, envolverme —con cariño, fijándose en mí— como una inmensa red tendida por una sola mano, ya no el inmenso vacío inevitable de la noche sobre la pequeña aldea dormida desparramada como cientos de otras por una ladera, entre cuevas lejanas repletas de huesos y campos sedientos, y bosques y olivares.

Yo estaba solo.

En algún lugar abajo de la colina, cerca de la plaza donde se instala el mercado ocasional, un hombre cantaba con voz bronca de borracho, y brillaba una chispa de luz en el umbral de la taberna también ocasional. Ecos de risas.

Pero por lo demás todo estaba en silencio, y no había ni una sola antorcha encendida.

La casa de Abigail, frente a la nuestra, estaba cerrada como todas las demás. Dentro Abigail, mi joven parienta, dormía junto a Ana la Muda, su dulce compañera, y las dos mujeres ancianas que la sirven, y ese hombre irritable, Shemayah, su padre.

Nazaret nunca tuvo una beldad. Yo he visto crecer generaciones de muchachas, todas frescas y agradables a la vista como flores silvestres. Los padres no quieren que sus hijas sean beldades. Pero ahora Nazaret tiene una beldad, y es Abigail. Ha rechazado a dos pretendientes, o lo ha hecho su padre en nombre de ella, y las mujeres de nuestra casa se preguntan muy en serio si la propia Abigail ha sabido alguna vez que esas personas la pretendían.

De repente me ha asaltado el pensamiento de que acaso muy pronto yo seré uno de los portadores de antorchas en su boda. Abigail tiene quince años. Podía haberse casado el año pasado, pero su padre la mantuvo encerrada. Shemayah es un hombre rico al que una cosa, y sólo una, hace feliz; y es su hija Abigail.

He caminado hasta la cima de la colina. Conozco a las familias que viven detrás de cada puerta. Conozco a los contados forasteros que van y vienen, uno de ellos acurrucado en un patio fuera de la casa del rabino, el otro en la azotea, donde duermen muchos incluso en invierno. Éste es un pueblo cotidiano, tranquilo, que no parece guardar ningún secreto.

He bajado por la ladera opuesta de la colina hasta llegar a la fuente, y a cada uno de mis pasos se levantaba el polvo, hasta hacerme toser.

Polvo y polvo y polvo.

Gracias, Padre del Universo, porque esta noche no ha sido tan fría, no, no tan fría como podía haber sido, y envíanos la lluvia en el tiempo que Tú juzgues oportuno, porque sabes que la necesitamos.

Al pasar junto a la sinagoga, he oído la fuente antes de verla.

La fuente está casi seca, pero por ahora aún mana, y llena los dos grandes aljibes excavados en la roca en la ladera de la colina, y se dispersa en hilillos relucientes por el lecho de roca hasta el bosque lejano.

La hierba crece suave y fragante en ese lugar.

Sé que en menos de una hora llegarán las mujeres, unas para llenar vasijas y otras, las más pobres, para lavar sus ropas aquí lo mejor que puedan y ponerlas a secar sobre la roca.

Pero de momento la fuente es sólo mía.

Me he quitado la vieja túnica y la he dejado en el lecho del arroyo, donde muy pronto el agua la ha empapado y oscurecido. He dejado a un lado la túnica nueva y me he acercado al estanque. Con el hueco de las manos me he lavado en el agua fría, salpicándome el pelo, la cara, el pecho, dejando que corriera por mi espalda y mis piernas. Sí, arrojar los sueños como la túnica vieja, y lavarlos a conciencia. La mujer del sueño no tiene nombre ahora, ni voz, y qué era aquella punzada dolorosa cuando ella reía o alargaba la mano, bueno, pasó, se desvaneció como empieza a desvanecerse la noche misma, y también el polvo, el polvo sofocante, que ahora desaparece. Sólo queda el frío. Sólo el agua.

Me he tendido en la otra orilla, frente a la sinagoga. Los pájaros han empezado a piar, y como siempre me he perdido el momento exacto. Era un juego que me gustaba, intentar oír al primer pájaro, aquellos pájaros que sabían que llegaba el sol cuando nadie más lo sabía.

Las palmeras altas y gruesas que rodean la sinagoga descollaban sobre la masa informe de sombra. Las palmeras parecen medrar durante la sequía. No les importa que el polvo recubra todas sus ramas. Las palmeras crecen como si estuvieran acostumbradas a todas las estaciones.

El frío sólo estaba en el exterior. Creo que el latido de mi corazón mantenía el calor de mi cuerpo. Luego la primera luz empezó a despuntar sobre las tinieblas lejanas y yo tomé la túnica limpia y la deslicé por mi cabeza. Qué lujo la ropa nueva, su olor a limpio.

Me tendí de nuevo y dejé vagabundear mis pensamientos. Sentí la brisa antes que los árboles suspiraran con ella.

En lo alto de la colina hay una arboleda de olivos viejos a la que a veces me gusta ir solo. Pensé en ella. Qué bien tenderse en aquel lecho blando de hojas caídas y dormir todo el día.

Pero no es posible, no ahora con todo el trabajo que ha de hacerse y con el pueblo cargado de nuevas preocupaciones y rumores sobre un nuevo gobernador romano que ha de venir a Judea y que, hasta que se acostumbre a nosotros, como ha ocurrido con todos los anteriores, tendrá en vilo a todo el país, de un extremo a otro.

El país. Cuando digo el país me refiero a Judea y también a Galilea. Me refiero a la Tierra Santa, la tierra de Israel, el país de Dios. No importa que ese hombre no nos gobierne a nosotros. Gobierna sobre Judea y la Ciudad Santa en la que se alza el Templo, y por tanto bien podría ser nuestro rey en lugar de Herodes Antipas. Se entienden bien, los dos: Herodes Antipas, el rey de Galilea, y ese hombre nuevo, Poncio Pilatos, del que recelan nuestros hombres. Y en la otra orilla del Jordán gobierna Herodes Filipo, que también se entiende con ellos. Y así, el país lleva sometido mucho, mucho tiempo, y a Antipas y Filipo les conocemos, pero de Poncio Pilatos no sabemos nada, y las pocas informaciones que tenemos sobre él son malas.

¿Qué puede hacer al respecto un carpintero de Nazaret? Nada, pero cuando no llueve, cuando los hombres están ociosos e irritados y llenos de miedo, cuando la gente habla de una maldición del Cielo que agosta la hierba, y de agravios de los romanos, y de un emperador inquieto que ha marchado al exilio en señal de duelo por un hijo envenenado, cuando todo el mundo parece agitado por la necesidad de arrimar el hombro y empujar todos a una, bueno, en un momento así yo no puedo ir a la arboleda a pasar el día entero durmiendo.

La luz ya había llegado.

Una figura apareció entre las oscuras siluetas de las casas del pueblo y corrió colina abajo hacia mí, con una mano alzada.

Mi hermano Santiago. Hermano mayor, hijo de José y su primera mujer, que murió antes de que José se casara con mi madre. Inconfundible Santiago, con su pelo largo, anudado en la nuca y que cae sobre su espalda, y sus hombros estrechos y nerviosos, y la rapidez con que llega, Santiago el Nazarita, Santiago el capataz de nuestra cuadrilla de obreros, Santiago que ahora en la vejez de José ejerce como cabeza de familia.

Se paró en el otro extremo de la pequeña fuente, un reguero de piedras secas en su mayor parte, por cuyo centro fluye ahora la cinta brillante del agua, y pude imaginar sin esfuerzo la cara que ponía al mirarme.

Colocó el pie sobre una piedra grande y luego en otra, mientras cruzaba el arroyo hacia mí. Yo me incorporé y me puse en pie de un salto, una muestra habitual de respeto hacia mi hermano mayor.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué siempre me haces enfadar?

No contesté.

Él levantó las manos y miró los árboles y los campos en busca de una respuesta.

—¿Cuándo tomarás una esposa? —preguntó—. No, no me interrumpas, no levantes la mano para hacerme callar. No voy a callarme. ¿Cuándo tomarás una esposa? ¿Estás casado con este arroyo miserable, con su fría agua? Qué vas a hacer cuando se seque, y se secará este año, lo sabes.

Me reí sin mover los labios.

Él siguió:

—Hay dos hombres de tu edad en este pueblo que no se han casado aún. Uno está tullido y el otro es idiota, y todo el mundo lo sabe.

Tenía razón. He cumplido ya treinta años y no me he casado.

—¿Cuántas veces hemos hablado de esto, Santiago? —repuse.

Era hermoso contemplar cómo iba aumentando la luz, ver transformadas por el color las palmeras agrupadas alrededor de la sinagoga. Me pareció oír gritos lejanos, pero puede que fueran sólo los sonidos habituales de un pueblo que empieza un nuevo día.

—Dime qué es lo que de verdad te preocupa esta mañana —pregunté. Recogí la túnica empapada del arroyo y la extendí sobre la hierba para que se secara—. Cada año te pareces más a tu padre —añadí—, pero nunca has tenido su aspecto. Nunca tendrás su misma paz mental.

—Nací inquieto —reconoció con un encogimiento de hombros. Miró con ansiedad hacia el pueblo—. ¿Oyes eso?

—Oigo algo.

—Es la peor temporada de sequía que hemos sufrido. —Levantó los ojos al cielo—. Y hace frío, pero no lo bastante. Sabes que las cisternas están casi vacías. El mikvah está casi vacío. Y tú, tú eres una preocupación continua para mí, Yeshua, una preocupación continua. Vienes en la oscuridad aquí, al arroyo. Subes hasta esa arboleda a la que nadie se atreve a ir...

—Te equivocas en cuanto a ese bosque. Son piedras viejas que no significan nada.

Una vieja superstición local afirma que antiguamente en la arboleda ocurrió algo pagano y horrendo. Pero allí sólo hay las ruinas de un antiguo molino de aceite, piedras que se remontan a una época en la que Nazaret no era aún Nazaret.

—Ya te lo dije el año pasado, ¿recuerdas? Pero no quiero que estés preocupado, Santiago.

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2

Esperé a que Santiago continuara.

Pero siguió callado, mirando hacia el pueblo.

Había gente que gritaba, mucha gente.

Me pasé los dedos por el pelo para alisarlo, me volví y miré.

A la luz del día, que ya había alcanzado su intensidad normal, vi un nutrido grupo de personas en la cima de la colina, hombres y niños que tropezaban y se empujaban unos a otros de modo que todo el tumulto avanzaba lentamente colina abajo, hacia nosotros.

Al margen del grupo apareció el rabino, el viejo Jacimus, y con él su joven sobrino Jasón. Pude ver que el rabino intentaba detener a la multitud, pero era arrastrado hacia el pie de la colina, hacia la sinagoga, por la avalancha de personas que bajó como un rebaño en estampida hasta detenerse en el claro, delante de las palmeras.

De pie en el montículo que se alza al otro lado del arroyo, pudimos verles con claridad.

Del medio del grupo sacaron a la fuerza a dos chicos jóvenes: Yitra bar Nahom y el hermano de Ana la Muda, ese al que todos llaman sencillamente el Huérfano.

El rabino subió a toda prisa los escalones de piedra que llevan a la parte superior de la sinagoga.

Yo quise adelantarme, pero Santiago me empujó con brusquedad hacia atrás.

—Tú te quedas al margen de esto —dijo.

Las palabras del rabino Jacimus se escucharon por encima de los ruidos y murmullos de la multitud.

—¡Hemos de celebrar un juicio aquí, os digo! —gritó—. Y quiero a los testigos, ¿dónde están los testigos? Que se adelanten los testigos y digan lo que han visto.

Yitra y el Huérfano estaban inmóviles aparte, como si un abismo les separara de los aldeanos furiosos, algunos de los cuales agitaban los puños mientras otros maldecían entre dientes, esos insultos que no necesitan palabras para expresar su significado.

De nuevo intenté adelantarme, y Santiago tiró de mí hacia atrás.

—Tú te quedas al margen de esto —repitió—. Sabía que iba a ocurrir.

—¿Qué? ¿De qué hablas? —pregunté.

La multitud prorrumpió en gritos y rugidos. Había dedos que señalaban.

—¡Abominación! —gritó alguien.

Yitra, el mayor de los dos acusados, miró desafiante a los que tenía frente a él. Era un buen chico al que todos querían, uno de los mejores en la escuela, y cuando fue presentado en el Templo el año anterior, el rabino estuvo orgulloso de sus respuestas a los maestros.

El Huérfano, menor que Yitra, estaba pálido de miedo, sus ojos negros abiertos de par en par, temblorosa la boca.

Jasón el sobrino del rabino, Jasón el escriba, subió también al techo de la sinagoga y repitió las declaraciones de su tío.

—Parad ahora mismo esta locura —dijo—. Habrá un juicio, como ordena la ley. Y vosotros los testigos, ¿dónde estáis? ¿Tenéis miedo vosotros, que habéis empezado esto?

La multitud ahogó su voz.

Colina abajo llegó a la carrera Nahom, el padre de Yitra, con su esposa y sus hijas. La multitud prorrumpió en una nueva retahíla de insultos e invectivas, agitó los puños, escupió. Pero Nahom se abrió paso a través de ella y miró a su hijo.

El rabino no había dejado de gritar que se detuvieran, pero ya no podíamos oírle.

Pareció que Nahom hablaba con su hijo, pero no pude oírle.

Y entonces la multitud llegó a un paroxismo de furia cuando Yitra se acercó, quizá sin pensar, y abrazó al Huérfano como para protegerlo.

Yo grité «¡No!», pero en el estruendo nadie me oyó. Corrí adelante.

Volaron piedras por el aire. La multitud era una masa hirviente, entre el silbido de las piedras lanzadas contra los chicos del claro.

Crucé entre la multitud en un intento de llegar hasta los dos muchachos, con Santiago a mis talones.

Pero todo había terminado.

El rabino rugió como un animal en la azotea de la sinagoga.

La multitud se alejó en silencio.

El rabino, con las manos crispadas sobre la boca, miró los montones de piedras, abajo. Jasón sacudió la cabeza y volvió la espalda.

Se oyó un grito inarticulado de la madre de Yitra, y luego los sollozos de sus hermanas. La gente había desaparecido. Unos corrían colina arriba, o a campo traviesa, o cruzaban el arroyo y escalaban el montículo de la otra orilla. Huían por donde buenamente podían.

Y entonces el rabino levantó los brazos.

—¡Corred, sí, huid de lo que acabáis de hacer! ¡Pero el Señor os ve desde lo alto! ¡El Señor de los Cielos está viendo esto! —Apretó los puños—. ¡Satanás reina en Nazaret! —exclamó—. ¡Corred, corred y avergonzaos de lo que habéis hecho, miserable horda sin ley!

Se llevó las manos a la cabeza y empezó a sollozar de forma más aparatosa que las mujeres de Yitra. Se doblegó hacia delante y Jasón lo sostuvo.

Nahom reunió entonces a las mujeres de Yitra y las forzó a alejarse. Nahom miró atrás una sola vez y tiró de su esposa colina arriba, y sus hijas se apresuraron detrás de él.

Sólo quedaron los rezagados, algunos braceros y trabajadores temporales, y los niños que atisbaban desde sus escondites bajo las palmeras o tras las puertas de las casas vecinas; y Santiago y yo, que mirábamos las piedras amontonadas y los dos chicos tendidos allí, juntos.

El brazo de Yitra seguía pasado por el hombro del Huérfano, la cabeza reclinada en su pecho. La sangre manaba de un corte en la cabeza del Huérfano. Los ojos de Yitra estaban semicerrados. No había sangre, excepto en su pelo.

La vida los había abandonado.

Oí ruido de pisadas, los últimos hombres se alejaban.

En el claro junto al cual estábamos apareció José acompañado por el anciano rabino Berejaiah, que apenas puede caminar, y otros hombres de pelo blanco que forman parte del consejo de ancianos del pueblo. También estaban mis tíos Cleofás y Alfeo. Ocuparon su lugar junto a José.

Todos parecían soñolientos, asustados, y luego asombrados.

José miraba fijamente a los chicos muertos.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —susurró. Nos miró a Santiago y a mí.

Santiago suspiró; las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Ha sido... así —susurró—. Tendríamos que... No pensé... —Agachó la cabeza.

Encima de nosotros, en la azotea, el rabino sollozaba en el hombro de su sobrino, que tenía la mirada perdida a lo lejos, hacia los campos abiertos; su rostro era la imagen de la desolación.

—¿Quién les acusó? —preguntó el tío Cleofás. Me miró a mí—. Yeshua, ¿quién les acusó?

José y el rabino Berejaiah repitieron la pregunta.

—No lo sé, padre —dije—. Me parece que los testigos no se han presentado.

Los sollozos agitaron al rabino.

Yo me acerqué a las piedras.

De nuevo Santiago tiró de mí hacia atrás, pero esta vez con más suavidad que antes.

—Por favor, Yeshua —murmuró.

Me quedé donde estaba.

Miré a los dos, tendidos allí como si fueran niños dormidos, entre las piedra

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