El grito de la tierra (Trilogía de la Nube Blanca 3)

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Imágenes

Formación

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Los paraísos perdidos

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La guerra

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Largos caminos

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La paz

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Epílogo y agradecimientos

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FORMACIÓN

Llanuras de Canterbury, Greymouth,

Christchurch, Cambridge

1907 - 1908 - 1909

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1

—¡Una carrera! ¡Ven, Jack, hasta el Anillo de los Guerreros de Piedra!

Sin esperar siquiera a que Jack contestara, Gloria colocó su poni alazán en posición de salida junto al caballo del joven. Cuando este asintió resignado, Gloria presionó ligeramente con las rodillas a la pequeña yegua y esta salió disparada.

Jack McKenzie, un muchacho de cabello rizado y cobrizo, y ojos serenos de un verde pardo, puso también al galope su caballo y siguió a la joven por el pastizal casi infinito de Kiward Station. Jack no tenía la menor posibilidad de alcanzar a Gloria con su fuerte aunque más lento cobwallach. Él mismo era demasiado alto como yóquey, pero accedía a competir para que la pequeña disfrutara. Gloria estaba muy orgullosa del poni procedente de Inglaterra, más veloz que un rayo, que parecía un purasangre en pequeño formato. Por lo que Jack alcanzaba a recordar, ese había sido el primer regalo de cumpleaños de los padres de Gloria que a ella la había hecho feliz de verdad. El contenido de los paquetes que de vez en cuando llegaban desde Europa para la niña no solía tener mucho éxito: un vestido de volantes con abanico y castañuelas de Sevilla, unos zapatitos dorados de Milán, un diminuto bolso de mano de piel de avestruz de París..., cosas todas ellas que en una granja de ovejas de Nueva Zelanda carecían de especial utilidad y que resultaban incluso demasiado estrafalarias para lucir durante las visitas esporádicas a Christchurch.

No obstante, los padres de Gloria ni se lo planteaban, más bien al contrario. Era probable que a William y Kura Martyn les pareciese divertido el hecho de sorprender a la poco mundana sociedad de las llanuras de Canterbury con un soplo del «Gran Mundo». Los dos eran muy poco dados a la contención y la timidez, y daban por supuesto que su hija se les parecía.

Mientras Jack corría por atajos y a una peligrosa velocidad para al menos no perder de vista a la pequeña, pensaba en la madre de Gloria. Kura-maro-tini, la hija de su hermanastro Paul Warden, era una belleza exótica, dotada de una voz extraordinaria. Debía su sentido musical a su madre, la cantante maorí Marama, más que a sus parientes blancos. Desde temprana edad, Kura había abrigado el deseo de conquistar el mundo operístico en Europa y había perseverado en educar la voz. Jack, que había crecido con ella en Kiward Station, todavía recordaba con horror los ejercicios de canto y el teclear, se diría que eterno, de Kura. Al principio había parecido que en la rústica Nueva Zelanda no había la menor posibilidad de que los sueños de la joven se cumplieran, hasta que por fin encontró en William Martyn, su esposo, al admirador que supo sacar partido de su talento. Ambos llevaban años de gira por Europa con una compañía de cantantes y bailarines maoríes. Kura era la estrella de un grupo que convertía la música maorí tradicional en caprichosas interpretaciones con instrumentos occidentales.

—¡Campeona! —Gloria detuvo con maestría su brioso poni en medio de la formación pétrea conocida como el Anillo de los Guerreros de Piedra—. ¡Y ahí detrás están también las ovejas!

El pequeño rebaño de ovejas madre era la auténtica razón de que Jack y Gloria hubiesen salido a cabalgar. Los animales se habían instalado por su propia cuenta en un pastizal de un terreno cercano al círculo de piedras que la tribu local de maoríes consideraba sagrado. Gwyneira McKenzie-Warden, que dirigía la granja, respetaba las creencias religiosas de los indígenas, aunque las tierras pertenecían a Kiward Station. Había pastos suficientes para las ovejas y las vacas, por lo que los animales no tenían que andar retozando por los lugares sagrados maoríes. De ahí que hubiese pedido a Jack durante la comida que saliera a buscar a las ovejas, lo que suscitó la enérgica protesta de Gloria.

—¡Eso ya puedo hacerlo yo, abuela! Nimue todavía tiene que aprender.

Desde que Gloria había adiestrado a su propio perro pastor, lo estimulaba para que realizara tareas cada vez más importantes en la granja, lo cual causaba una gran satisfacción en Gwyneira. También en esta ocasión sonrió a su bisnieta y mostró su conformidad.

—De acuerdo, pero Jack te acompañará —decidió, si bien ni ella misma se explicaba por qué no permitía que la niña fuera sola en su caballo. En el fondo no había ningún motivo de preocupación: Gloria conocía la granja como la palma de su mano y todas las personas de Kiward Station conocían y querían a la niña.

Gwyneira jamás había sobreprotegido a sus propios hijos de ese modo. Su hija mayor, Fleurette, a los ocho años recorría sola más de seis kilómetros para llegar a la pequeña escuela que dirigía Helen, la amiga de Gwyneira, en una granja vecina. Pero Gloria era distinta. Todas las esperanzas de Gwyneira estaban depositadas en la única heredera reconocida de Kiward Station. Solo por las venas de Gloria y de Kura-maro-tini corría la sangre de los Warden, los auténticos fundadores de la granja. Además, Marama, la madre de Kura, procedía de la tribu maorí local, de ahí que también los indígenas aceptaran a la niña. Eso era importante, pues entre Tonga, el jefe tribal de los ngai tahu, y los Warden existía desde hacía años una gran rivalidad. Tonga esperaba reforzar su influencia sobre el territorio mediante un enlace entre Gloria y un maorí de su tribu, estrategia esta que ya había fallado con Kura, la madre de Gloria. Y hasta la fecha la muchacha no mostraba gran interés por la vida y la cultura de las tribus. Por supuesto, hablaba maorí con fluidez y escuchaba con atención las sagas y leyendas antiquísimas de su pueblo que su abuela Marama le explicaba; sin embargo, solo se sentía unida a Gwyneira, al segundo marido de esta, James McKenzie, y sobre todo al hijo de ambos, Jack.

La relación entre Jack y Gloria siempre había sido especial. El joven era quince años mayor que su sobrina nieta por parte de su hermanastro, y en la primera infancia de la niña la había protegido más que nadie frente a los cambios de humor y la indiferencia de sus padres. A Jack nunca le había gustado Kura ni su música, pero a Gloria la quiso desde la primera vez que la niña lloró, literalmente, como solía bromear James. El bebé acostumbraba ponerse a berrear a pleno pulmón en cuanto Kura pulsaba una tecla del piano. Jack entendía a la pequeña perfectamente y la llevaba consigo como si fuera un cachorrito.

Entretanto, no solo Jack había llegado al círculo de piedras, sino también la perrita de Gloria, Nimue. La border collie jadeaba y miraba a su ama casi con aire de reproche. No le gustaba nada que Gloria fuera a galope tendido. Vivía más feliz antes de la llegada de ese poni inglés, tan sumamente veloz. No obstante, se calmó y salió corriendo cuando Gloria, con un fuerte silbido, le pidió que reuniera las ovejas que se habían dispersado por entre las piedras. Bajo la complacida mirada de Jack y de su orgullosa ama, Nimue agrupó a los animales y esperó nuevas órdenes. Gloria condujo con destreza el rebaño hacia casa.

—¿Lo ves? ¡Habría podido hacerlo yo sola! —afirmó resplandeciente y con un tono triunfal dirigiéndose a Jack—. ¿Se lo contarás a la abuela?

El joven asintió con aire serio.

—Claro, Glory. Estará orgullosa de ti. ¡Y de Nimue!

Más de cincuenta años atrás, Gwyneira McKenzie había introducido los primeros border collies originarios de Gales en Nueva Zelanda, donde había seguido criándolos y adiestrándolos. Se sentía dichosa al ver a Gloria manejarlos con tanta habilidad.

Andy McAran, el anciano capataz de la granja, observaba a Jack y Gloria mientras estos metían las ovejas en el redil donde él estaba trajinando. Hacía mucho que McAran habría tenido que dejar de trabajar, pero le gustaba ocuparse de la granja y casi cada día seguía ensillando el caballo para cabalgar a Kiward Station desde Haldon. A su mujer no le gustaba nada que lo hiciera, pero eso no lo arredraba; más bien al contrario. Se había casado tarde y nunca se acostumbraría a que otra persona le diera órdenes.

—Casi me parece estar viendo a la señorita Gwyn. —El anciano sonrió de forma aprobatoria cuando Gloria cerró la puerta detrás de las ovejas—. Solo falta el cabello rojo y...

Andy no mencionó el resto; a fin de cuentas, no quería que Gloria se molestase. Jack, sin embargo, había oído observaciones similares con demasiada frecuencia como para no saber qué estaba pensando Andy: el viejo anciano lamentaba que Gloria no hubiese heredado de su bisabuela la complexión menuda, casi propia de un elfo, así como tampoco el rostro hermoso y fino, algo extraño, puesto que Gwyneira había legado sus rizos rojos y su estilizada silueta a casi todas las demás descendientes femeninas. Gloria había salido a los Warden: rostro anguloso, los ojos un poco demasiado juntos y los labios bien delineados. Más que enmarcar grácilmente su rostro, los numerosos rizos de color castaño claro parecían sofocarlo. Tal indómita abundancia de cabello era un fastidio, por lo que, ya harta, hacía unos seis meses la muchacha se había cortado el cabello en un arrebato. Por supuesto, todos se burlaron de ella preguntándole si quería convertirse en «todo un hombre» (ya antes había conseguido unos pantalones de montar de los que su abuela Marama confeccionaba para los jóvenes maoríes), pero en opinión de Jack a Gloria el nuevo peinado le quedaba de maravilla y los pantalones anchos de jinete le caían mejor a su cuerpo robusto, algo regordete, que los vestidos. En cuanto a complexión, Gloria se parecía más a sus antepasados maoríes. Nunca le sentaría bien la moda de corte occidental.

—De hecho, la chica no ha sacado nada en absoluto de su madre —observó en ese momento James McKenzie.

Había contemplado la llegada de Jack y Gloria desde el balcón del dormitorio de Gwyneira. Con el tiempo, le había tomado el gusto a sentarse allí: prefería ese mirador al aire libre que las butacas, más cómodas, del salón. Hacía poco que James había cumplido ochenta años y se resentía de ello. Desde hacía un tiempo le dolían las articulaciones, lo que limitaba su libertad de movimientos. Sin embargo, odiaba servirse de un bastón. Se resistía a admitir que la escalera que conducía al salón cada vez le suponía un obstáculo mayor, así que prefería convencerse de que desde su observatorio controlaba mejor lo que sucedía en la granja.

Gywneira incluso afirmaba que James nunca se había sentido realmente bien en el acogedor salón de Kiward Station. Su mundo seguía estando en las dependencias de los empleados. Solo por Gwyn se había resignado a residir en la suntuosa mansión y criar ahí a su hijo. James habría preferido construir una casa de madera a su familia y sentarse delante del fuego de una chimenea que habría alimentado con la leña que él mismo habría cortado. Ese sueño, no obstante, iba perdiendo su atractivo a medida que envejecía. A esas alturas encontraba agradable disfrutar simplemente del fuego que alimentaban los sirvientes de Gwyneira.

Gwyneira le puso la mano en el hombro y bajó a su vez la mirada hacia Gloria y su hijo.

—Es preciosa —declaró—. Ojalá un día encuentre al hombre adecuado...

James levantó la vista al cielo.

—¡No empecemos! —gimió—. Gracias a Dios, todavía no le preocupan los chicos. Cuando pienso en Kura y ese muchacho maorí que tantos dolores de cabeza te dio... ¿Qué edad tenía entonces? ¿Trece?

—¡Era una niña precoz! —exclamó Gwyneira, defendiendo a su nieta. Siempre había querido a Kura—. Sé que no le tienes un cariño especial, pero en el fondo su problema residía solo en que no se encontraba a gusto aquí.

Gwyneira se cepilló la melena antes de recogérsela. Todavía la tenía larga y rizada, aunque el cabello blanco iba imponiéndose por encima del rojo. Salvo por eso, apenas si se percibía en ella el paso de los años. A punto de cumplir los setenta y tres, Gwyneira McKenzie-Warden conservaba la esbeltez de la juventud. Aun así, con el tiempo su rostro había enflaquecido y lo recorrían unas pequeñas arrugas, porque nunca se había protegido de las inclemencias del tiempo. No le atraía la vida de una dama de la alta sociedad y, pese a todas las peripecias de su existencia, consideraba un golpe de suerte haber abandonado la noble casa familiar de Gales a la edad de diecisiete años para emprender la arriesgada aventura de contraer matrimonio en un nuevo mundo.

—El problema de Kura residía en que nadie le negó nada cuando todavía era capaz de aprender —farfulló James. Habían discutido sobre Kura miles de veces. En realidad, era el único punto de conflicto en el matrimonio de James y Gwyneira.

Gwyn agitó la cabeza con despecho.

—Otra vez lo dices como si yo hubiera tenido miedo de Kura —replicó de mal humor. Tampoco era nuevo ese reproche, si bien no había surgido de James, sino de la amiga de Gwyn, Helen O’Keefe. Solo de pensar en Helen, que había fallecido el año anterior, Gwyneira sintió una punzada de dolor.

James levantó las cejas.

—¿Miedo de Kura? ¡Jamás de los jamases! —respondió, burlándose de su esposa—. Por eso llevas tres horas deslizando de un lado a otro de la mesa la carta que el viejo Andy te ha traído. ¡Ábrela de una vez, Gwyn! Kura está a casi veinte mil kilómetros. ¡No te morderá!

Andy McAran y su esposa vivían en Haldon, la pequeña población vecina en cuya oficina de correos se depositaba la correspondencia para Kiward Station, y a Andy no le importaba hacer de cartero cuando llegaban cartas de ultramar. Por el contrario, siempre esperaba oír —como todos los correveidiles de Haldon, ya fueran hombres o mujeres— algún chisme sobre la exótica vida artística de la extraordinaria heredera de los Warden. James o Jack, a su vez, no escondían las novedades sobre la singular vida de Kura, y Gwyneira no solía tomar medidas contra ello. A fin de cuentas, la mayoría de las veces las noticias eran buenas: Kura y William eran felices, las entradas de las funciones se agotaban y una gira seguía a la otra. En Haldon, por supuesto, la gente rumoreaba. ¿Seguía William siendo fiel a Kura cuando ya llevaban casi diez años juntos? Y si el matrimonio era de verdad tan perfecto, ¿por qué no había sido bendecido con más descendencia?

A Gwyneira, que en esos momentos abría con dedos temblorosos el sobre, esta vez sellado en Londres, todo eso le daba igual. En el fondo solo le interesaba el comportamiento de Kura hacia Gloria. Hasta el momento había sido indiferente, y Gwyneira rogaba para que siguiera así.

En esta ocasión, sin embargo, James ya sospechó, por el modo en que su esposa leía, que la carta contenía noticias más inquietantes que las anécdotas, siempre celebérrimas, acerca del «Haka meets Piano». James lo había intuido cuando no reconoció la picuda caligrafía de Kura en el sobre, sino la fluida letra de William Martyn.

—Quieren llevarse a Gloria a Inglaterra —anunció Gwyneira con voz ronca cuando dejó caer la carta—. Por lo visto... —Gwyn buscó las palabras de William—, aprecian la formación que le hemos dado, pero les preocupa el hecho de que el «lado creativo y artístico» de Gloria no reciba aquí estímulo suficiente. James, ¡Gloria no tiene ningún lado creativo y artístico!

—Gracias a Dios —apostilló James—. ¡Y cómo piensan esos dos despertar ahora a esa nueva Gloria? ¿Se irá con ellos de gira? ¿Cantará, bailará? ¿Tocará la flauta?

El virtuoso dominio de la flauta putorino constituía uno de los puntos destacados del programa de Kura y, naturalmente, Gloria también poseía uno de esos instrumentos. La niña no había conseguido tocar ni una sola vez sin errores una de las «voces normales» de la flauta, lo cual ya había sido motivo de pesar para su abuela Marama, de manera que no cabía ni mencionar la famosa wairua, la voz de los espíritus.

—No, quieren meterla en un internado. Escucha: «Hemos elegido una pequeña escuela, situada en un paraje idílico cerca de Cambridge, que proporciona una amplia formación femenina, en especial en los ámbitos intelectual y artístico...» —leyó Gwyneira en voz alta—. ¡Formación femenina! ¿Qué se entiende por esto? —masculló enfadada.

James rio.

—¿Cocinar, amasar el pan, bordar? —sugirió—. ¿Francés? ¿Tocar el piano?

Se diría que Gwyneira estaba sufriendo una tortura. Al ser hija de un miembro de la nobleza rural, no se había librado de ninguna de esas disciplinas, aunque, por fortuna, los Silkham nunca habían tenido dinero suficiente para enviar a sus hijas a un internado. De ahí que Gwyn hubiera podido escapar de las peores aberraciones para dedicarse al aprendizaje de cosas útiles, como montar a caballo o adiestrar perros pastores.

James se puso trabajosamente en pie y la abrazó.

—Venga, Gwyn, no será tan horrible. Desde que circulan las embarcaciones de vapor, los viajes a Inglaterra se hacen como si nada. Mucha gente envía a sus hijos al internado. A Gloria tampoco le perjudicará ver un poco de mundo. Y dicen que el paisaje de Cambridge es precioso, como aquí. Gloria estará con chicas de su misma edad y jugará a hockey o lo que se lleve... De acuerdo, cuando salga a caballo tendrá que apañárselas con la silla de amazona. Tampoco le irá mal saber cómo comportarse en sociedad, teniendo en cuenta que por aquí los barones de la lana cada vez son más elegantes...

La mayoría de las grandes granjas de las llanuras de Canterbury, existentes desde hacía más de cincuenta años, arrojaban pingües beneficios sin exigir un gran esfuerzo de sus propietarios. De este modo, algunos «barones de la lana» de segunda o tercera generación llevaban una vida de distinguidos terratenientes. Aun así, todavía se ponían granjas a la venta que servían de retiro a veteranos de guerra ingleses, merecedores de altas condecoraciones.

Gwyn respiró hondo.

—Debe de haber sido eso —gimió—. No tendría que haber permitido que la fotografiaran con el caballo. Pero ella insistió tanto... ¡Estaba tan contenta con el poni!

James sabía a qué se refería Gwyn: una vez al año armaba todo un jaleo para sacar fotografías de Gloria y enviarlas a sus padres. Por lo general vestía a la muchacha con un traje de domingo de lo más sobrio y aburrido, pero la última vez Gloria había insistido en que la fotografiaran a lomos de su nuevo poni.

—¡Es que mamá y papá me han regalado a Princess! —había presentado como argumento—. Seguro que se alegran si también sale en la foto.

Gwyneira se toqueteó nerviosa el moño recién hecho hasta que se desprendieron de él los primeros mechones.

—Al menos no tendría que haber prescindido de la silla de amazona y el traje de montar.

James le tomó dulcemente la mano y depositó un beso en ella.

—Ya sabes cómo son Kura y William. Tal vez sí fue el poni, pero también podrías haberles enviado una foto de Gloria endomingada y te habrían escrito que faltaba el piano. Quizá se trata simplemente de que ha llegado el momento. Antes o después habían de recordar que tenían una hija.

—¡Muy tarde! —protestó Gwyn—. ¿Y por qué no nos lo consultan a nosotros, al menos? No conocen a Glory en absoluto. ¡Y en un internado, nada menos! Con lo joven que es...

James abrazó a su esposa, aunque prefería con mucho verla indignada en lugar de vacilante y desalentada como hacía un momento.

—Muchos niños ingleses ingresan en un internado con cuatro años apenas —le recordó—. Y Glory tiene doce. Lo encajará. Incluso es probable que le guste.

—Estará totalmente sola... —susurró Gwyn—. Se añorará.

James le dio la razón.

—Seguro que al principio eso les ocurre a todas las niñas, pero lo superan.

Gwyneira prosiguió:

—Seguro, cuando la casa de los padres se encuentra a treinta kilómetros de distancia, ¡pero no cuando está a miles de kilómetros, como en el caso de Glory! ¡La enviamos al otro extremo del mundo, con gente que no la conoce ni la quiere!

El rostro de Gwyneira se entristeció. Hasta entonces nunca lo había admitido, sino que siempre había defendido a Kura. Pero de hecho se trataba de una evidencia: a Kura-maro-tini no le preocupaba su hija en absoluto. Ni tampoco a William Martyn.

—¿Por qué no nos limitamos a hacer como si no hubiésemos recibido la carta? —preguntó, acurrucándose contra James. Este recordó a la jovencita Gwyneira, quien se refugiaba en los establos buscando la compañía de los pastores cuando no lograba satisfacer todas las exigencias de su nueva familia neozelandesa. Sin embargo, el problema actual era más serio que la mera preparación de un Irish stew...

—Gwyn, cariño, enviarán otra. No se trata de una idea disparatada de Kura. Ella tal vez habría soltado algo así un día, pero se le habría olvidado tras el siguiente concierto a más tardar. La carta es de William. Esto es un proyecto suyo. Es probable que acaricie la idea de casar a Gloria con un noble británico a la primera oportunidad que se presente...

—Pero si antes odiaba a los ingleses —objetó Gwyneira. William Martyn había luchado por una Irlanda libre en un breve período de su pasado.

James hizo un gesto de resignación.

—William es un chaquetero.

—Si al menos Gloria no tuviera que estar tan sola... —gimió Gwyn—. Esa travesía tan larga en barco, toda esa gente desconocida...

James le dio la razón. Pese a todas sus palabras apaciguadoras, comprendía lo que Gwyn pensaba. Gloria disfrutaba con las tareas de la granja, pero carecía del amor por la aventura que caracterizaba a Gwyn y a su hija Fleurette. A este respecto, la muchacha no solo difería de Gwyn, pues tampoco su antecesor Gerald Warden había temido jamás el riesgo, y Kura y William Martyn en absoluto. Pero ese era el legado maorí. Marama, la abuela de la muchacha, era dulce y sentía apego por su tierra. Migraba con su tribu, por supuesto, pero abandonar a solas la tierra de los ngai tahu le provocaba inseguridad.

—¿Y si les enviamos a otra chica? —sugirió James—. ¿No tiene ninguna amiga maorí?

Gwyneira sacudió la cabeza.

—¿No creerás que Tonga accederá a enviar a una joven de su tribu a Inglaterra? —respondió—. Sin contar con que no se me ocurre ninguna que sea amiga de Gloria. De todos modos sería... —El rostro de Gwyn se iluminó—. ¡Sí, esa sería una posibilidad!

James esperó pacientemente a que ella desarrollara hasta el final la idea que acababa de ocurrírsele.

—Claro que todavía es muy joven también...

—¿Quién? —preguntó.

—Lilian —contestó Gwyn—. Gloria se entendió bien con ella el último año que Elaine estuvo aquí. En realidad es la única niña con quien la he visto jugar. Y el mismo Tim ha ido a la escuela en Inglaterra. Tal vez le guste la idea.

Una sonrisa asomó en el rostro de James cuando oyó el nombre de Lilian. Otra bisnieta, pero en esta ocasión carne de su carne. Elaine, la hija de Fleurette, se había casado en Greymouth; su hija Lilian era la mayor de cuatro niños. La única chica y una nueva réplica de Gwyneira, Fleurette y Elaine: pelirroja, impulsiva y siempre de buen humor. Gloria había mostrado cierta timidez en un principio, cuando, un año antes, Lilian había ido con su abuela a visitar la granja. A pesar de ello, su prima enseguida había roto el hielo. Habló sin parar de la escuela, de sus amigas, de los caballos y perros de la casa, hizo carreras con Gloria y le pidió que le enseñara maorí y que visitaran la tribu de Kiward Station. Gwyneira oyó reír por vez primera a su bisnieta con otra niña e intercambiar con ella secretos. Las dos intentaron espiar a Rongo Rongo, partera y tohunga de los maoríes, cuando hacía un encantamiento, y Lilian guardó como un tesoro el trozo de jade que la mujer le había regalado. La niña nunca se cansaba de inventar sus propias historias.

—Le pediré a mi padre que haga engarzar la piedra —anunció con gravedad—. Luego le pondré una cadenita y la llevaré colgada. Y cuando conozca al hombre con quien vaya a casarme, él... él... —Lilian dudaba entre «arderá como las brasas» y «vibrará como un corazón desbocado».

Gloria era incapaz de compartir tales sentimientos. Para ella, un pedazo de jade solo era eso, no un instrumento para hechizar a nadie. Disfrutaba, no obstante, escuchando las fantasías de Lilian.

—Lilian es aún más joven que Gloria —objetó James—. No me imagino a Elaine desprendiéndose de ella ya. Sea lo que sea lo que Tim opine al respecto...

—Por preguntar que no quede —declaró Gwyn, resuelta—. Les escribiré ahora mismo. ¿Tú qué opinas, se lo decimos a Gloria?

James suspiró y se pasó la mano por los cabellos antes castaños y ahora blancos, aunque todavía enmarañados. Era un gesto típico de él que Gwyneira seguía encontrando atractivo.

—Ni hoy ni mañana —respondió al final—. Pero si he entendido bien a William, el nuevo año escolar comienza después de Pascua. Para esas fechas tendría que estar en Cambridge. Retrasarse no le hará ningún bien. Además, si es la única alumna nueva que llega a mitad de curso, todavía tendrá más dificultades.

Gwyn asintió cansada.

—Pero debemos comunicárselo a la señorita Bleachum —señaló apesadumbrada—. A fin de cuentas tiene que buscarse otro puesto nuevo. ¡Mecachis, ahora que tenemos una institutriz realmente eficaz, va y pasa esto!

Sarah Bleachum enseñaba a Gloria desde el comienzo de su formación escolar y la niña la quería mucho.

—Bueno, al menos Glory no tendrá un nivel inferior al de las chicas inglesas —se consoló Gwyn.

La señorita Bleachum había estudiado en la Academia de Pedagogía de Wellington y concluido los estudios con excelentes calificaciones. Su asignatura preferida eran las Ciencias Naturales y había sabido despertar en Gloria el interés por esta disciplina. Ambas se entregaban con pasión a lecturas sobre la flora y la fauna de Nueva Zelanda, y la señorita Bleachum no logró contener su admiración cuando Gwyneira le mostró los dibujos de su primer marido, Lucas Warden, quien había estudiado y catalogado la población de insectos de su país. La señorita Bleachum contempló asombrada los minuciosos dibujos de los distintos géneros de weta. Tales criaturas provocaban en Gwyneira sentimientos encontrados. Nunca le habían resultado especialmente simpáticos esos insectos gigantes.

—Era mi bisabuelo, ¿verdad? —preguntó Gloria con orgullo.

Gwyneira le dijo que sí. En realidad, Lucas más bien había sido un tío lejano de la niña, pero era mejor que no lo supiera. Lucas se habría alegrado de tener una bisnieta tan inteligente con quien compartir por fin sus aficiones.

¿Sabrían también valorar en una escuela femenina inglesa el entusiasmo de Gloria por los insectos y otros bichos?

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2

—¡Deja, puedo bajar solo!

Timothy Lambert rechazó la ayuda de su sirviente Roly casi con aspereza. Y eso que ese día le resultaba especialmente difícil desplazar la pierna del asiento de la calesa hasta el estribo, entablillarla y, con ayuda de las muletas, sostenerse en pie. Tenía un mal día. Se sentía tenso e irritado, como casi siempre que se acercaba la fecha de la desgracia que había provocado su discapacidad. Era el undécimo aniversario del derrumbamiento de Mina Lambert y, como en cada ocasión, la dirección celebraba el evento con unas pequeñas exequias. Los familiares de las víctimas, así como los mineros que en ese momento trabajaban en la mina, apreciaban ese gesto, igual que valoraban los modélicos dispositivos de seguridad en su puesto de trabajo. Sin embargo, Tim volvería a ser el centro de atención y de las miradas, y por supuesto Roly O’Brien explicaría por enésima vez cómo el hijo del propietario de la mina le salvó la vida. Tim odiaba esa mirada que oscilaba entre la veneración al héroe y el horror.

En ese momento Roly retrocedió casi ofendido, aunque vigiló desde una distancia prudencial cómo su patrón se las arreglaba para descender del carruaje. Si Tim se caía, él estaría allí, como siempre en los últimos doce años. La ayuda de Roly O’Brien era inestimable, pero algunas veces el joven sacaba de quicio a Tim, sobre todo en días como ese, en que la paciencia no tardaba en agotársele.

Roly metió el caballo en el establo mientras Tim se dirigía cojeando a casa. Como de costumbre, la visión del edificio de madera blanca de una sola planta le levantó los ánimos. Tras su boda con Elaine enseguida había mandado construir esa sencilla propiedad, pese a las protestas de sus padres, quienes le aconsejaban una residencia de más prestancia. La villa de ellos, a unos tres kilómetros de distancia en dirección a la ciudad, sí se correspondía con creces con la imagen habitual de la residencia del propietario de una mina. Sin embargo, Elaine se había negado a compartir Lambert Manor con los padres de Tim, y la lujosa mansión de dos plantas con su escalinata y los dormitorios en el piso superior tampoco respondía a las necesidades de Timothy. Por otra parte, él no era el propietario de la mina, la mayoría de las acciones de la empresa pertenecían desde hacía tiempo al inversionista, George Greenwood. Los padres de Tim poseían todavía algunas acciones, mientras que él, por su parte, desempeñaba el cargo de gerente.

—¡Papá! —Lilian, la hija de Tim y Elaine, ya abría la puerta antes de que Tim cambiara el peso para apoyarse solo en una muleta y tener libre la mano derecha para accionar el puño de la puerta. Detrás de la jovencita apareció Rube, el hijo mayor de Tim, con aspecto desolado porque su hermana había vuelto a ganarle en la carrera diaria que consistía en ser el primero en abrir la puerta a su padre.

—¡Papi! ¡Tienes que escuchar el ejercicio que he hecho hoy! —A Lilian le encantaba tocar el piano y cantar, aunque no siempre lo hacía bien—. Annabel Lee. ¿La sabes? Es muy triste. Es taaan bonita, y el príncipe la quiere con todo su corazón, pero entonces...

—¡Cosas de niñas! —refunfuñó Rube. Tenía siete años, pero sabía perfectamente bien lo que consideraba tonto—. ¡Vale más que mires el ferrocarril, papá! He montado la locomotora yo solo...

—¡No es verdad! ¡Mamá te ha ayudado! —lo delató Lilian.

Tim esbozó una mueca de impotencia.

—Cielo, lo siento mucho, pero hoy no puedo escuchar ni una vez más la palabra «ferrocarril» en casa —anunció, revolviendo cariñosamente el cabello cobrizo de su hijo. Los cuatro eran pelirrojos, un legado que con toda certeza procedía de Elaine. Aun así, los chicos se parecían más a Tim y no había día en que la madre no contemplase complacida la expresión alegremente audaz de sus rostros y sus amables ojos de un castaño verdoso.

El semblante de Tim resplandeció por fin al ver que su esposa, procedente de la sala de estar, aparecía en el pasillo, donde los niños le habían dado la bienvenida. Estaba espléndida con sus ojos de un verde brillante, la tez de una claridad casi transparente y los indomables ricitos rojos. La viejísima perra Callie le pisaba los talones.

Elaine besó dulcemente a Tim en las mejillas.

—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó a modo de saludo.

Tim frunció el ceño.

—¿Me lees el pensamiento? —inquirió desconcertado.

Elaine rio.

—No del todo, pero solo pones esa expresión cuando estás pensando de nuevo en algún método especialmente interesante con el que asesinar a Florence Biller. Y ya que por lo general no tienes nada contra los ferrocarriles, algo tendrá que ver todo esto con la nueva vía.

Tim asintió.

—Has dado en el clavo. Pero déjame entrar antes. ¿Qué tal los niños?

Elaine se estrechó contra su esposo, brindándole así de forma discreta la oportunidad de que se apoyara en ella. Lo ayudó a llegar a la sala de estar, equipada de forma acogedora con muebles de madera de matai, el pino negro neozelandés, y lo liberó de la chaqueta antes de que él se dejara caer en el sillón frente a la chimenea.

—Jeremy ha pintado una oveja y ha escrito debajo «oreja», con lo que no sabemos si se ha equivocado al escribir o al dibujar... —Jeremy tenía seis años y estaba aprendiendo a leer—. Y Bobby ha conseguido dar cuatro pasos seguidos.

Como si quisiera demostrarlo, el pequeño trotó hacia Tim, quien lo cogió en brazos, lo sentó sobre su regazo y le hizo carantoñas. El enfado con Florence Biller parecía haberse disipado de repente.

—¡Siete pasos más y ya puede casarse! —exclamó Tim riendo y guiñando el ojo a Elaine. Después del accidente, cuando logró volver a andar, su primer objetivo fue dar once pasos: desde la entrada de la iglesia hasta el altar. Elaine y Tim se habían prometido tras la desgracia de la mina.

—¡Y tú no escuches, Lily! —dijo Elaine a su hija, que justo se disponía a hacer una pregunta. Lilian soñaba con príncipes azules y su juego favorito era el de «la boda»—. Vale más que vayas al piano y toques como los ángeles Annabel Lee. Así papá me explicará mientras tanto por qué de repente han dejado de gustarle los ferrocarriles...

Lilian se dirigió hacia el instrumento, al tiempo que los niños volvían al tren de juguete que habían montado en el suelo.

Elaine sirvió un whisky para Tim y se sentó junto a él. No era hombre que bebiese demasiado y mucho menos antes de las comidas, aunque tan solo fuera para no perder el control de sus movimientos. Ese día, no obstante, parecía tan hastiado y exhausto que un trago le sentaría bien.

—De hecho, ni siquiera vale la pena hablar de ello —respondió Tim—. Solo que Florence ha vuelto a negociar con la compañía ferroviaria sin contar con el resto de los propietarios de las minas. Me he enterado por casualidad a través de George Greenwood, que también está implicado en la construcción de las vías. Juntos podemos estipular condiciones mucho mejores; pero no, Florence parece esperar que nadie preste atención a los nuevos raíles de Greymouth y que de este modo solo Biller disfrute de un transporte mucho más rápido del carbón. Pese a todo, Matt y yo hemos solicitado también para Lambert un carril de conexión. Mañana vendrán los de la compañía y hablaremos sobre la distribución de los gastos. Por supuesto, los raíles pasan por el terreno de los Biller: Florence tendrá su propia estación de mercancías en seis semanas como mucho. —Tim tomó un sorbo de whisky.

—Es una buena mujer de negocios —señaló Elaine con resignación.

—¡Es un monstruo! —replicó Tim, refiriéndose a ella de modo mucho más amable, probablemente, que la mayoría de los propietarios de las minas y proveedores de la región.

Florence Biller era una empresaria dura que sacaba partido de cualquier punto débil que tuvieran sus contrincantes. Dirigía con mano férrea la mina de su esposo, y los capataces y secretarios temblaban ante su presencia, si bien, recientemente, corrían rumores respecto a los favores que prodigaba a su joven jefe de despacho. A veces sucedía que durante un breve período de tiempo uno de los colaboradores desempeñaba el papel de favorito. Hasta el momento eso había ocurrido en tres ocasiones, para ser exactos. Tim y Elaine Lambert, que estaban al corriente de algún que otro secreto del matrimonio entre Caleb y Florence, ya habían sacado sus propias conclusiones: la señora Biller tenía tres hijos...

—No entiendo cómo Caleb aguanta con ella. —Tim, ya algo relajado, colocó el vaso sobre la mesa. Siempre le sentaba bien hablar con Lainie y el sonido de fondo del piano de Lilian, más emocionado que inspirado, contribuía a apaciguar sus ánimos.

—Creo que a Caleb a veces le avergüenzan sus intrigas —respondió Elaine—. Pero en conjunto le da igual. Se dejan en paz mutuamente: ese era también el trato.

Caleb Biller no se interesaba por la gestión de la mina. Era un estudioso y una eminencia en el ámbito del arte y la música maorí. Antes de su enlace con Florence había acariciado la idea de abandonar el negocio familiar y consagrar su vida a la música (tanto era así que en ese momento se ocupaba de los arreglos musicales del programa de Kura-maro-tini Martyn). Sin embargo, Caleb sufría pánico escénico, y su terror ante el público superaba el que le producía la temible Florence Weber. Sobre el papel, él era el director de Mina Biller; pero Florence era la jefa de hecho.

—Solo desearía que no dirigiera sus negocios como si se tratara de una guerra —gimió Tim—. Comprendo su deseo de que se la tome en serio, pero..., Dios mío, los otros también tienen sus problemas.

Tim lo sabía por propia experiencia. Al comienzo de su actividad como gerente, algunos proveedores o clientes habían intentado aprovecharse de su discapacidad para entregar artículos de calidad inferior o presentar reclamaciones injustificadas. No obstante, Tim tenía ojos y oídos también fuera del despacho. Su delegado, Matt Gawain, era un perspicaz observador, y Roly O’Brien mantenía excelentes contactos con los mineros. Colaboraba durante el día con ellos, cuando Tim no lo necesitaba, así que por las tardes estaba tan cubierto de polvo de piedra como los compañeros de faena. A Roly no le importaba la suciedad, pero después de haber pasado dos días enterrado con Tim en una mina, decidió que nunca más bajaría a una galería.

Con el paso del tiempo, Tim Lambert se había ganado el respeto de todos como gerente de la mina y ya nadie intentaba engañarlo. A Florence Biller sin duda le sucedía lo mismo. Habría podido hacer las paces con todos sus competidores varones, pero la mujer seguía luchando a brazo partido. No solo pretendía hacer de Biller la primera mina de Greymouth, sino dominar, a ser posible, toda la costa Oeste, cuando no la industria minera de todo el país.

—¿Hay algo que comer? —preguntó Tim a su esposa. Se le había ido despertando el apetito.

Elaine asintió.

—En el horno. Tardará un poco. Y antes... antes quería hablar de un asunto contigo.

Tim observó que lanzaba una mirada hacia Lilian. Al parecer se trataba de la niña.

Elaine se dirigió a su hija, que justo en ese momento cerraba el piano.

—Ha sido muy bonito, Lily. El destino de Annabel nos ha conmovido a todos. Ahora mismo no puedo poner la mesa, ¿te importaría hacerlo tú? Rube te ayudará.

—¡Ese todavía romperá algún plato! —gruñó Lilian, aunque se marchó obediente al comedor.

Justo después se oyó tintinear la vajilla. Elaine levantó la vista al cielo y Tim rio paciente.

—No es que esté especialmente bien dotada para las labores domésticas —señaló—. Será mejor que le dejemos la dirección de la mina.

Elaine sonrió.

—O que nos ocupemos de darle una «formación femenina artística y creativa».

—¿El qué? —preguntó Tim, desconcertado.

Elaine sacó una carta de entre los pliegues de su vestido de diario.

—Mira, ha llegado hoy. Es de la abuela Gwyn. Está bastante confusa. William y Kura quieren llevarse a Gloria.

—¿Así, de sopetón? —preguntó Tim con sincero interés—. Hasta ahora solo se habían interesado por la carrera de Kura. ¿Y de pronto quieren convertirse en una familia?

—Tampoco es exactamente eso —respondió Elaine—. Están más bien pensando en un internado. Consideran que la abuela Gwyn no vela lo suficiente para potenciar la faceta «artística y creativa» de la niña.

Tim se echó a reír. Se le había pasado el mal humor del despacho y Elaine se alegró al ver el rostro de su marido, todavía de expresión traviesa y marcado por los surcos dejados por la sonrisa.

—En eso no les falta razón. No tengo nada en contra de Kiward Station ni de tus abuelos, pero no es exactamente un baluarte del arte y la cultura.

Elaine se encogió de hombros.

—No tenía la impresión de que Gloria lo echara en falta. La niña me parece muy feliz, aunque un poco tímida. Incluso necesitó algo de tiempo para tomarle confianza a Lily. En eso puedo entender a la abuela Gwyn. Le preocupa que la niña emprenda sola el viaje.

—¿Y? —preguntó Tim—. Algo te inquieta, Lainie. ¿De qué querías hablar conmigo?

Elaine le tendió la carta de Gwyneira.

—La abuela pregunta si no querríamos enviar a Lilian con ella. Se trata de un internado famoso. Y ayudaría a Gloria a superar ese mal trago.

Tim leyó la carta con atención.

—Cambridge siempre es una buena referencia —observó—. Pero ¿no es un poco joven? Sin contar con que esos internados cuestan una fortuna.

—Los McKenzie correrían con los gastos —explicó Elaine—. Si no estuviera tan lejos... —Enmudeció cuando Lilian entró en la habitación.

La niña se había puesto un delantal demasiado grande e iba tropezando con él cada dos pasos. Como era frecuente, provocó la risa de sus padres. El rostro pecoso de la pequeña mostraba una chispa de picardía, aunque su mirada era soñadora. Tenía el cabello fino y rojo como su madre y su abuela, pero no tan rizado, y lo llevaba recogido en dos largas trenzas y con su enorme delantal parecía un duende haciendo de chica de servicio.

—La mesa está lista, mami. Y creo que el pastel también.

En efecto, desde la cocina flotaba hasta la sala de estar el delicioso olor del pastel de carne.

—¿Y cuántos vasos has roto? —preguntó Elaine con fingida severidad—. No lo niegues, porque he oído el ruido.

Lilian se sonrojó.

—Ninguno. Solo... solo la taza de Jeremy...

—¡Mamiii! ¡Me ha roto la taza! —berreó el niño. Le encantaba su taza de porcelana, que ya se había roto alguna vez antes y pegado después—. ¡Vuélvemela a poner entera, mami! ¡O papi! Papi es ingeniero, puede arreglarlo todo.

—¡Pero no una taza, tontaina! —intervino Rube.

Un segundo más tarde los niños se estaban peleando a grito pelado. Jeremy lloraba.

—Luego seguimos hablando —dijo Tim mientras Elaine lo ayudaba a levantarse del sillón. En público insistía en mostrar una autonomía total y solo en caso necesario permitía que Roly le llevara la cartera. Con Elaine, sin embargo, podía manifestar abiertamente sus flaquezas—. Antes tenemos que alimentar a la cuadrilla.

Elaine asintió y con unas pocas palabras llamó al orden.

—Rube, tu hermano no es un tontaina, pídele perdón. Jeremy, con un poco de suerte, papá conseguirá pegarte la taza otra vez y luego podrás volver a meter los lápices de colores. Por lo demás, ya eres mayor y puedes beber en vaso, como todos nosotros. Y tú, Lily, pon las partituras en su sitio antes de comer. Rube, lo mismo te digo, guarda el tren y las vías.

Elaine cogió en brazos al más pequeño y lo sentó en una silla alta en el comedor. Tim cuidaría de él mientras ella servía la comida. En realidad, la sirvienta, Mary Flaherty, tendría que haberse ocupado de eso, pero los viernes tenía la tarde libre. Eso explicaba también por qué Roly no había dado señales de vida desde que Tim lo había despachado. Por lo general no se separaba de buen grado de su patrón y solía preguntar al menos si no podía hacer algo más por él. Eso le daba oportunidad de intercambiar en familia un par de palabras íntimas con Mary.

Elaine suponía que en esa cálida tarde de principios de verano ambos estarían paseando e intercambiando más besos que palabras.

No obstante, Mary había preparado el pastel de carne y Elaine solo tenía que sacarlo del horno. El aroma apartó a Rube de la tarea de ordenar su juguete y también Lilian estaba ya junto a la puerta cuando Elaine se dispuso a llamarla.

El semblante de la niña resplandecía, mientras agitaba la carta de Gwyneira McKenzie que Tim había dejado inadvertidamente sobre la mesilla que había junto al sillón.

—¿Es verdad? —preguntó sofocada—. ¿La abuela Gwyn me envía a Inglaterra? ¿Donde viven las princesas? ¿Y a uno de esos intra... intern... bueno, escuelas donde gastan bromas a los profesores y celebran fiestas de noche y todo eso?

Tim Lambert siempre contaba a sus hijos cómo había pasado el período escolar en Inglaterra y, a tenor de sus narraciones, su pasado en el internado parecía haber sido una sucesión de peleas y aventuras. No era de extrañar que Lily se mostrara impaciente por emular a su padre y brincara de emoción.

—Me dejáis ir, ¿verdad? ¿Mami? ¿Papi? ¿Cuándo nos vamos?

—¿Ya no me queréis con vosotros? —La mirada herida de Gloria iba de un adulto a otro y en sus grandes ojos de un azul porcelana brillaban las lágrimas.

A Gwyneira le resultaba insoportable. También ella se sintió al borde de las lágrimas cuando tomó a la niña entre sus brazos.

—Gloria, eso ni lo pienses —la consoló James McKenzie por su parte, mientras se servía un whisky. Gwyneira había elegido el rato que pasaban juntos después de cenar para comunicar a Gloria la decisión que habían tomado sus padres, con la evidente intención de que «sus hombres» le prestaran ayuda. Sin embargo, James no se sentía a gusto en el papel de titular de la educación de un descendiente Warden. Jack, a su vez, no había dejado lugar a dudas desde el principio de lo que opinaba sobre las instrucciones de Kura y William.

—Todo el mundo va a la escuela —señaló el joven, no muy convencido—. Yo también pasé un par de años de Christchurch.

—Pero volvías todos los fines de semana —protestó Gloria, sollozando—. ¡Por favor, por favor, no me enviéis tan lejos! ¡No quiero ir a Inglaterra! Jack...

La niña miró a quien durante tantos años había sido su protector en busca de ayuda. Jack se removía en la silla y esperaba apoyo de sus padres. Eso no era culpa suya. Al contrario: Jack había declarado explícitamente su oposición a que enviaran a Gloria al extranjero.

—Espera un poco —había aconsejado a su madre—. A veces las cartas se pierden. Y si vuelven a escribirte les dices sin rodeos que Glory es demasiado pequeña todavía para emprender un viaje tan largo. Si de todos modos Kura insiste, que venga ella misma y la recoja.

—Las cosas no son tan fáciles —respondió Gwyneira—. Tiene obligaciones como concertista.

—Precisamente —señaló Jack—. No renunciará medio año a la admiración de su público solo para forzar a Gloria a que vaya a esa escuela. Y aunque así fuera, se necesita cierta preparación. Al menos un año. Primero el intercambio de correspondencia, luego el viaje... Glory ganaría dos años. Para cuando tuviera que irse a Inglaterra ya casi habría cumplido los quince.

Gwyneira había considerado seriamente la sugerencia, pero no le resultaba tan fácil como a su hijo tomar esa decisión. Jack no tenía ningún miedo en lo tocante a Kura-maro-tini, pero Gwyn sabía que había medios de coacción que también se podían ejercer desde el otro lado del océano. Aunque Gloria era la heredera indiscutible, hasta el momento Kiward Station pertenecía a Kura Martyn. Si Gwyneira se oponía a sus deseos, bastaba una firma en la parte inferior de un contrato de venta y no solo Gloria, sino toda la familia McKenzie se vería forzada a abandonar la granja.

—¡Kura no piensa tanto! —señaló Jack, pero James McKenzie comprendía plenamente los temores de su esposa. Era probable que Kura no tuviera en cuenta la propiedad de la granja, pero William Martyn sí era capaz de actuar al respecto. James se habría dejado presionar tan poco como su hijo, pues para él Kiward Station nunca había sido especialmente importante. Para Gwyneira, sin embargo, representaba la vida entera.

—Pronto volverás —dijo esta a su desesperada bisnieta—. La travesía es rápida y en unas pocas semanas estarás de nuevo aquí.

—¿En las vacaciones? —preguntó Gloria esperanzada.

Gwyneira negó con la cabeza. No se veía con ánimos de mentir a la pequeña.

—No, las vacaciones son demasiado cortas. Reflexiona: aunque la travesía solo dure seis semanas, en los tres meses de vacaciones de verano solo podrías venir aquí para dar los buenos días y a la mañana siguiente tendrías que volver a marcharte.

Gloria gimió.

—Bueno, pero ¿al menos podría llevarme a Nimue? ¿Y a Princess?

Gwyneira tuvo la sensación de viajar al pasado. También ella había querido saber si podía llevarse a su perro y su caballo cuando su padre le informó de que iba a casarse en Nueva Zelanda. No obstante, la joven Gwyn no lloró, y su futuro suegro, Gerald Warden, la había tranquilizado al instante.

Por supuesto que Cleo, la perra, e Igraine, la yegua, pudieron viajar con ellos al nuevo país. Sin embargo, Gloria no iba a una granja de ovejas, sino a una escuela para señoritas.

A Gwyneira se le rompía el corazón, pero de nuevo tuvo que decir que no.

—No, cariño. No está permitido tener perros allí. Y caballos..., no sé, pero muchas escuelas que están en el campo tienen caballos, ¿verdad, James? —Miró a su esposo en busca de ayuda, como si el anciano pastor fuera un experto en los internados ingleses de formación femenina.

James se encogió de hombros.

—¿Qué opina, señorita Bleachum? —preguntó a su vez.

Hasta el momento Sarah Bleachum, la profesora particular de Gloria, había guardado silencio. Era una mujer discreta y todavía joven que llevaba su abundante cabello negro recogido en lo alto como una matrona y parecía mantener siempre baja la mirada de sus ojos azul claro y, de hecho, hermosos. La señorita Bleachum solo florecía cuando estaba con niños. Era una profesora dotada y no solo Gloria, sino también los niños maoríes, la echarían en falta si algún día se iba.

—Creo que sí, señor James —respondió comedida. La familia de Sarah Bleachum había emigrado cuando la muchacha todavía era un bebé, por lo que su experiencia no le permitía dar una respuesta—. Pero las normas cambian de un lugar a otro. Y Oaks Garden está más orientado a la formación artística. Mi primo me ha escrito diciendo que allí las niñas practican poco deporte. —Al pronunciar la última frase, la señorita Bleachum se puso roja como la grana.

—¿Su primo? —replicó James al instante en tono burlón—. ¿Nos hemos perdido algo?

Como era imposible que se sonrojara más, la señorita Bleachum cambió a una palidez con manchas rojas.

—Yo..., bueno..., mi primo Christopher acaba de ocupar su primer puesto como párroco cerca de Cambridge. Oaks Garden pertenece a su parroquia...

—¿Es simpático? —preguntó Gloria. A esas alturas estaba dispuesta a agarrarse a un clavo ardiente. Si al menos hubiera por ahí un pariente de la señorita Bleachum...

—¡Es muy simpático! —aseguró la profesora. James y Jack observaron fascinados que volvía a ruborizarse al decirlo.

—Pero de todos modos no estarás sola del todo —intervino Gwyneira al tiempo que sacaba una carta de la manga. Tim y Elaine Lambert le habían confirmado el día anterior que Lilian también iría a Inglaterra—. Tu prima Lily te acompañará. Te cae bien, ¿verdad, Glory? ¡Os lo pasaréis de maravilla las dos juntas!

Gloria pareció consolarse un poco, aunque le costaba imaginar que fuera a pasárselo bien.

—¿Cómo pensáis que van a viajar en realidad? —señaló de repente Jack. Sabía que no debía expresarse de forma crítica delante de Gloria, pero le parecía todo tan equivocado que no logró reprimirse—. ¿Irán las dos niñas pequeñas totalmente solas en el barco? ¿Con una placa en el cuello? ¿«Entréguense en Oaks Garden, Cambridge»?

Gwyneira miró furibunda a su hijo, pese a que este la había pillado en falso. De hecho no había trazado ningún plan concreto del viaje.

—Claro que no. Kura y William las recogerán allí...

—Ah, ¿sí? —preguntó Jack—. Según el recorrido de la gira, en marzo estarán en San Petersburgo —señaló, al tiempo que toqueteaba un folleto que se hallaba sobre la mesa de la chimenea. Kura y William siempre comunicaban a la familia sus proyectos de viaje y Gwyneira colgaba diligente los carteles de Kura en la pared de la habitación de Gloria.

—¿Estarán...? —Gwyneira se habría dado de bofetadas. Todo esto no debería discutirse en presencia de Gloria—. Tendremos que encontrar a alguien que acompañe a las niñas.

La señorita Bleachum parecía debatirse consigo misma.

—Si yo..., bueno..., yo..., no quisiera ser inoportuna..., me refiero a que yo podría... —De nuevo la sangre se le agolpó en las mejillas.

—Cómo cambian los tiempos —observó James—. Hace cincuenta años la gente todavía viajaba en la otra dirección para casarse.

La señorita Bleachum parecía a punto de desmayarse.

—¿Cómo...? ¿Cómo sabe...?

James sonrió animosamente.

—Señorita Bleachum, soy viejo, pero no ciego. Si desea discreción tendrá que dejar de ruborizarse cada vez que menciona a cierto reverendo.

La señorita Bleachum palideció.

—Por favor, le ruego que no crea ahora que...

Gwyneira estaba desconcertada.

—¿Estoy entendiendo bien? ¿Estaría dispuesta a acompañar a las niñas a Inglaterra, señorita Bleachum? ¿Sabe que el viaje durará al menos tres meses?

La señorita Bleachum no sabía adónde mirar y Jack se compadeció de ella.

—Madre, la señorita Bleachum intenta comunicarnos de la forma más discreta posible que está considerando la posibilidad de ocupar una plaza de esposa de párroco —dijo sonriendo con satisfacción—. Siempre que se confirme la afinidad que, tras largos años de intercambio epistolar con su primo Christopher, residente en Cambridge, ambas partes creen percibir. ¿Me he expresado correctamente, señorita Bleachum?

La joven asintió, aliviada.

—¿Quiere contraer matrimonio, señorita Bleachum? —preguntó Gloria.

—¿Está usted enamorada? —preguntó Lilian.

Una semana antes de la partida a Inglaterra, Elaine y su hija habían llegado a Kiward Station y, una vez más, tuvieron que pasar dos días hasta que Gloria superase su timidez frente a sus familiares. Elaine consoló a Gwyneira. Precisamente teniendo en cuenta la reserva de Gloria para con los niños de su misma edad, no consideraba que fuera tan mala idea que pasara un par de años formándose en un internado.

—¡Tampoco le habría hecho ningún daño a Kura cuando era pequeña! —observó. La relación de Elaine con su prima se había relajado antes del viaje de esta a Europa—. Y en su caso era incluso más necesario. Pero en el fondo se trata del mismo problema: a las niñas no les sienta bien esta educación de princesas, con institutriz y clases particulares. A Kura se le llenó la cabeza de tonterías y Gloria se está asilvestrando. Es posible que le guste estar entre todos esos rebaños, caballos y ovejas, pero es una chica, abuela Gwyn. Y ha llegado el momento de que tome conciencia de ello aunque solo sea para que no se interrumpa la sucesión de Kiward Station.

Hasta entonces no parecía haberse causado perjuicio ninguno. Tras dos días con la vivaracha Lilian, Gloria salió de su reserva y las niñas demostraron entenderse estupendamente. Durante el día rondaban por la granja y hacían carreras a caballo, por las tardes se apretujaban en la cama de Gloria e intercambiaban secretos que al día siguiente Lilian pregonaba a los cuatro vientos.

La señorita Bleachum no sabía adónde mirar ni con qué velocidad pasar del rubor a la palidez cuando la niña abordaba su vida sentimental.

A Lilian, por el contrario, no le daba la menor vergüenza.

—¡Es tan emocionante atravesar todo el océano porque se ha enamorado de un hombre al que nunca ha visto! —parloteaba—. ¡Como en John Riley! ¿Lo conoce, señorita Bleachum? John Riley se va a navegar durante siete años y su amada lo espera. Lo quiere tanto que incluso llega a asegurar que se moriría si él perdiera la vida... y luego, cuando finalmente regresa, ¡va y no lo reconoce! ¿Tiene una foto de su ama..., ay..., de su primo, señorita Bleachum?

—¡La hija de la pianista de un bar! —exclamó, James burlándose de su ofendida nieta Elaine, que también se sonrojó. Lilian había acabado eligiendo justo el momento de la cena, cuando se hallaban todos reunidos, para interrogar a la señorita Bleachum—. ¡Seguro que eres tú quien le ha enseñado esa canción!

Antes de casarse con Tim, Elaine había tocado el piano en el Lucky Horse, un hotel y taberna. Poseía sin lugar a dudas más sentido musical que su hija, pero Lilian tenía debilidad por las historias que se escondían tras las baladas y las canciones populares con que Elaine solía entretener por aquel entonces a los mineros. A la niña le encantaba contarlas, añadiéndoles detalles de su propia cosecha.

Elaine paró los pies a su hija.

—¡Lily, esas preguntas no se hacen! Son asuntos privados sobre los que la señorita Bleachum no tiene que darte ninguna explicación. Disculpe, señorita Bleachum.

La joven institutriz sonrió, aunque algo inquieta.

—Lilian tiene razón, en realidad no se trata de ningún secreto. Mi primo Christopher y yo mantenemos una asidua correspondencia desde que éramos niños. En los últimos años esto ha hecho que..., bueno..., que nos hayamos acercado el uno al otro. Tengo una foto de él, Lilian. Te la enseñaré en el barco.

—¡Así podremos reconocerlo las tres juntas! —añadió Gloria. En sus horas de clase, la señorita Bleachum llevaba unas gruesas gafas de las que solía desprenderse avergonzada cuando estaba en sociedad. De ahí que Gloria concluyera que su profesora podía pasar junto al amor de su vida sin verlo.

Gwyneira daba gracias al cielo por el talento pedagógico de la señorita Bleachum. Recientemente, cuando Gloria preguntaba o pedía alguna cosa, su institutriz postergaba la respuesta hasta el viaje a Inglaterra. En el barco, decía, contaría esta o aquella historia, leerían este o aquel libro, e incluso les enseñaría la foto de su amado. Todo esto con objeto de que Gloria se alegrara de la partida. En cuanto a Lilian, ya llevaba semanas soñando con el mar, los delfines que verían y las aguas que surcarían. Además hablaba también de piratas y naufragios: al parecer, para la niña la gracia del viaje estribaba en que pasaran cierto peligro.

No había nada que Gwyneira ansiara más que un encuentro feliz entre Sarah y Christopher Bleachum. Si la joven se casaba con el reverendo de la comunidad a la que pertenecía la escuela de Gloria, la muchacha contaría con un adulto de confianza cerca. Tal vez no fuera todo tan mal como se había figurado en un principio.

Gwyneira esbozó una sonrisa forzada cuando las niñas se subieron al carruaje con que Jack las acompañaba al barco. Elaine también iba con ellas y desde Christchurch regresaría a Greymouth en tren.

—¡Atravesaremos el Bridle Path! —exclamó Lilian, emocionada, y enseguida se puso a contar diez historias de horror sobre ese famoso paso de montaña que unía Christchurch y el puerto de Lyttelton.

Legiones de nuevos colonos habían recorrido ese camino, fatigados tras la interminable travesía y demasiado pobres para poder permitirse el servicio de una mula que los transportara. La misma Gwyneira les había hablado del maravilloso paisaje que se contemplaba desde lo alto de la cuesta: las llanuras de Canterbury a la luz del sol y al fondo la arrebatadora visión de los Alpes Neozelandeses.

Los ojos de la anciana dama resplandecían todavía cuando lo describía, porque en el preciso instante en que ese panorama se ofreció a sus ojos, cayó rendidamente enamorada del país que habría de convertirse en su hogar.

Sin embargo, las niñas partían en el sentido inverso y Gwyneira omitió que su amiga Helen había comparado el paisaje montañoso, inhóspito y yermo que se había mostrado al principio ante sus ojos con la «montaña infierno» de una balada.

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3

Nada había resultado tan duro a Jack McKenzie en toda su vida como el viaje a Christchurch con Gloria y Lilian, y la posterior travesía del Bridle Path. Y, sin embargo, hacía años ya que habían mejorado las carreteras, lo cual permitía que el tiro de fuertes yeguas cob avanzara a buen paso. Casi demasiado deprisa para Jack, que en ese momento deseó ser capaz de detener el tiempo.

Seguía considerando un error grave sacrificar a Gloria a los caprichos de sus padres, por más que se repitiera que eso no significaba el fin del mundo. Gloria iría a una escuela en Inglaterra y luego regresaría. A docenas de niños de familias ricas neozelandesas les sucedía lo mismo y la mayoría no guardaba malos recuerdos de su época escolar.

Pero Gloria era distinta, Jack lo sabía por instinto. Todo en él se resistía a dejar a la niña bajo la tutela de Kura-maro-tini. Recordaba muy bien todas las noches en que había tomado al bebé que lloraba en la cuna, mientras la madre dormía al lado, imperturbable. El padre de Gloria, por su parte, únicamente había prestado atención a qué nombre ponerle: «Gloria» debía simbolizar «su triunfo sobre el nuevo país», aunque no quedaba muy claro a qué se refería con eso. Por aquel entonces Jack ya había considerado que el nombre era demasiado grande para una niña tan pequeña, a quien había querido desde el primer instante. En esos momentos sentía que casi traicionaba a Gloria enviándola sola a Inglaterra, a una isla que compartiría con Kura-maro-tini. Jack había suspirado de alivio cuando la hija de su hermanastro había puesto entre ella y los McKenzie un océano.

Fuera como fuese, con el transcurso de los días Gloria se fue animando, se esforzó por contener las lágrimas al abrazar a la abuela Gwyn por última vez y solo lloró cuando se despidió de los animales.

—Quién sabe si todavía podré montar a Princess cuando vuelva —gimió. A ninguno de los adultos se le ocurrió una palabra de consuelo. Cuando Gloria concluyera la escuela en Inglaterra tendría al menos dieciocho años, según el curso que se le asignara. En cualquier caso, el menudo poni ya sería demasiado pequeño para ella.

—Haremos que la cubra un semental de cob —intervino Jack—. Su potro te estará esperando cuando vuelvas. Tendrá unos cuatro años y podrás montarlo.

Un sonrisa apareció en el rostro de Gloria al imaginarse la escena.

—No es tanto tiempo, ¿verdad? —preguntó.

Jack sacudió la cabeza.

—No, claro que no.

Durante el trayecto a Christchurch, Gloria volvía a reír con Lilian, mientras Elaine, ya tristísima ante la separación, y la señorita Bleachum, asustada de su propia hazaña, mantenían una viva conversación. Jack se pasó el rato maldiciendo mentalmente a Kura-maro-tini. Los viajeros pasaron la noche en el hotel de Christchurch y cruzaron el Bridle Path al alba. El barco zarparía al amanecer y Gloria y Lilian casi se quedaron dormidas mientras Jack conducía el carro por las montañas. Elaine estrechaba a su hija entre los brazos y Gloria se subió al pescante y se acurrucó contra Jack.

—Si... si lo paso muy mal, vendrás a buscarme, ¿verdad? —susurró adormecida cuando Jack la alzó en volandas y la colocó en el suelo entre los baúles y las cajas.

—¡No lo pasarás tan mal, Glory! —la consoló—. Piensa en Princess. Ella también viene de Inglaterra. Allí también hay ponis y ovejas, igual que aquí...

Jack captó una mirada de la señorita Bleachum, quien a ojos vistas reprimía una observación. Su celo en el cumplimiento de sus deberes casi la había llevado a corregir las palabras de Jack, porque entretanto se había informado más detalladamente y había averiguado que en Oaks Garden no había ovejas ni caballos. Sin embargo, la compasión que le inspiraba la niña la ayudó a guardar silencio acerca de este detalle. También Sarah Bleachum quería a Gloria.

Al final, Jack y Elaine se quedaron en el muelle agitando las manos mientras el enorme barco de vapor abandonaba el puerto.

—Espero que estemos haciendo lo correcto —gimió Elaine cuando terminaron de despedirse. Ya hacía un buen rato que no distinguían a las niñas—. Tim y yo no estamos nada seguros, pero Lily se empeñó...

Jack no respondió. Bastante tenía con reprimir las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. Afortunadamente el tiempo apremiaba. El tren de Elaine con destino a Greymouth salía a mediodía, y Jack tuvo que azuzar los caballos para llegar puntuales. Por este motivo no se produjo ninguna gran escena de despedida entre ellos: Elaine se limitó a depositar un beso fugaz en la mejilla de Jack.

—No estés triste —le dijo—. La próxima vez que venga, traeré a los chicos. ¡Les enseñarás a adiestrar un perro! —Desde que el ferrocarril enlazaba las costas Este y Oeste, las distancias se habían reducido. Elaine podía volver de visita en un par de meses; de hecho, incluso la abuela Gwyn y James habían viajado a la costa Oeste en tren.

Jack abandonó la estación y dirigió el carro hacia el Avon. George Greenwood y su esposa Elizabeth eran propietarios de una casa cerca del río, o, para ser más exactos, Elizabeth la había heredado de su madre adoptiva. George solía decirle en broma que ese había sido el único motivo para casarse con ella. En la época en la que estaba pensando en instalarse en Christchurch, la floreciente ciudad carecía de viviendas disponibles, pero con el tiempo se había construido mucho y la casa de los Greenwood había quedado casi en el centro. Jack iba a ver a George para charlar con él acerca de unas cuestiones sobre el comercio de lana. Además, Elizabeth le había invitado a pasar la noche con ellos y él había aceptado, aunque a regañadientes. En realidad todavía no tenía ganas de charlar, habría preferido con mucho regresar a Kiward Station meditando en silencio.

Elizabeth Greenwood, una madre de familia algo entrada en carnes, de tez clara y amables ojos azules, se percató de la expresión triste del muchacho en cuanto le abrió la puerta. Otra dama de su posición habría dejado esa tarea a su criada, pero Elizabeth procedía de una familia sumamente pobre y seguía siendo modesta.

—¡Te levantaremos un poco esos ánimos! —prometió la mujer, tomándolo del brazo para confortarlo.

Dado que ella y Gwyneira McKenzie habían llegado a Nueva Zelanda en el mismo barco, procedentes de Inglaterra, Elizabeth conocía muy bien la historia de Kiward Station, y Jack era para ella como un miembro de su propia familia.

—¡Por Dios, hijo mío, por tu cara se diría que has dejado a la pequeña Gloria en el patíbulo! —Elizabeth le quitó el impermeable a Jack con ademán solícito. Fuera lloviznaba: el día casaba con el estado de ánimo del muchacho—. Las chicas se lo pasan muy bien en Inglaterra. ¡Charlotte no quería volver! Si hasta se quedó allí un par de años más. —Elizabeth sonrió y abrió la puerta del diminuto recibidor.

—¡No es verdad, mamá!

La muchacha, que estaba sentada en la habitación leyendo, debía de haber oído las últimas palabras. Levantó la vista y lanzó a Elizabeth una mirada cargada de reproche.

—Siempre añoraba las llanuras de Canterbury... A veces soñaba con el paisaje que se extiende hasta los Alpes... En ningún lugar es el aire tan diáfano... —La voz era dulce y cantarina, tal vez como habría sido la de la misma Elizabeth si no hubiese procurado controlar tan disciplinadamente su dicción en todo momento. Elizabeth Greenwood, que procedía de uno de los barrios más míseros de Londres, se había esforzado toda la vida para desprenderse del ceceo que delataba sus orígenes.

La muchacha era Charlotte, la menor de las hijas. Jack ya había oído decir que había regresado a Christchurch, en el mismo barco que le arrebataba a Gloria. Sin embargo, cuando la joven se volvió hacia él y se levantó para saludarlo, este se olvidó del penetrante dolor de la separación.

—Aunque me encantó Inglaterra...

Una voz tan dulce como un céfiro que agitara unas campanillas haciéndolas tintinear...

Charlotte seguía hablando a su madre, algo de lo cual Jack casi se alegró, porque le suponía todo un esfuerzo controlarse para no quedarse mirando descaradamente a la joven. Si en ese momento ella se hubiera dirigido a él, no habría conseguido dar ninguna respuesta sensata.

Charlotte Greenwood era la muchacha más hermosa que Jack había visto en su vida. No era de baja estatura, como la mayoría de las mujeres de la familia de Jack, pero su porte era delicado y su piel, blanca como la leche, tenía un brillo transparente similar al de una porcelana fina. Su cabello era rubio, como el de su madre y su hermana Jenny, aunque no tan claro. A Jack le recordó el color de la miel oscura. Charlotte se lo había recogido en una cola de caballo que le caía, pesada y larga, en abundantes bucles sobre los hombros. Pero lo más impresionante eran sus ojos, grandes y de un castaño oscuro. A Jack le pareció ver un hada... o ese ser encantado de la canción Annabel Lee que la pequeña Lilian solía entonar tan insistente como desafinadamente.

—¿Puedo hacer las presentaciones? Mi hija Charlotte, Jack McKenzie. —Elizabeth Greenwood arrancó al joven de su silencio embelesado.

Cuando Charlotte le tendió la mano, él reaccionó de forma automática con un gesto que había practicado en las clases pero nunca había realizado frente a una mujer de las llanuras de Canterbury: le besó la mano.

La muchacha sonrió.

—Sí, le recuerdo —dijo afablemente—. Nos conocimos en ese concierto que su..., ¿era su prima...?, dio aquí antes de marcharse a Inglaterra. Me fui en el mismo barco que ella, ¿lo sabía?

Jack asintió. No conservaba más que vagos recuerdos del concierto de despedida de Kura-maro-tini en Christchurch. Solo había escuchado el programa para no perder de vista en ningún momento a Gloria.

—Usted solo tenía ojos para la niña y yo me sentí un poco celosa.

Jack miró incrédulo a Charlotte. Por entonces él tenía casi dieciocho años y ella...

—Yo también habría preferido jugar con un caballito de madera y luego montar un poblado de juguete con los niños maoríes en lugar de estar sentada quietecita y escuchando, aunque ya tenía edad para ello —confesó la muchacha de voz cantarina.

Jack sonrió.

—Así que usted no forma parte de los admiradores de mi... en realidad es mi sobrina nieta...

Charlotte bajó la mirada. Jack se fijó en sus pestañas, largas y de color miel, y se sintió cautivado.

—Bueno, en realidad tal vez no tuviera edad suficiente —se disculpó—. Además...

Levantó los párpados y pareció saltar directamente de la charla trivial a la discusión seria sobre la representación artística.

—Además el trato que la señora Martyn dispensa a la herencia de su pueblo tampoco se corresponde del todo con lo que yo entiendo por conservación de los tesoros culturales. En el fondo, Ghost Whispering se sirve solo de los elementos de una cultura para..., bueno, para engrandecer la fama de su intérprete. En mi opinión, en cambio, la música de los maoríes tiene un aspecto comunicativo...

Aunque Jack no acababa de comprender de qué estaba hablando Charlotte, bien podría haber estado escuchándola durante horas.

—Basta, Charlotte. —Elizabeth Greenwood interrumpió a su hija con un tono de impotencia—. Ya vuelves con tus discursos, mientras tus oyentes se mueren cortésmente de hambre. Claro, que nosotros ya hace tiempo que nos hemos acostumbrado. Charlotte permaneció más tiempo en Inglaterra para asistir a un college, donde cursó estudios relacionados con historia y literatura...

—Historia Colonial y Literatura Comparada, mamá —puntualizó con dulzura Charlotte—. Siento haberle aburrido, señor McKenzie...

—Llámeme Jack, por favor —se forzó a decir. Aunque sintió la tentación de seguir adorando a la joven en silencio, al final venció su espíritu travieso—. Y más formando parte del reducido círculo de tres o cuatro personas que no adoran a Kura-maro-tini Martyn. Es un club muy exclusivo, señorita Greenwood...

—Charlotte —respondió ella sonriendo—. No era mi intención... desprestigiar la tarea de su sobrina nieta. En Inglaterra disfruté una vez más del placer de escucharla y sin duda es una artista de gran talento, si me permite opinar, pese a que no soy muy versada en música. En cualquier caso, lo que me molesta es que se saquen mitos del contexto y la historia de un pueblo se degrade... En fin, que se convierta en una banal lírica amorosa.

—Ahora ve, Charlotte, y ofrece a nuestro huésped una bebida antes de comer. George estará al llegar, Jack. Ya sabe que vienes a cenar. Y puede que nuestra Charlotte se esfuerce por entablar una conversación algo más agradable. ¡Cariño, si sigues con tanta retórica nunca encontrarás marido!

Charlotte arrugó su lisa y blanca frente como si fuera a replicar algo desagradable, pero se calló y condujo diligente a Jack al salón contiguo. Sin embargo, el joven rechazó el whisky que le ofrecía.

—No antes de la puesta del sol —respondió.

Charlotte sonrió.

—Pero se diría que necesita usted un reconstituyente. ¿Le apetecería un té?

Cuando George Greenwood apareció media hora más tarde se encontró a su hija y Jack McKenzie inmersos en una animada conversación. O al menos eso parecía a primera vista. De hecho, Jack se limitaba a remover el contenido de su taza de té y escuchar con atención a Charlotte, quien en ese momento contaba anécdotas de su infancia en los internados ingleses. En sus labios la situación parecía una experiencia inofensiva y su voz cantarina le liberó, en efecto, de su preocupación por Gloria. Si de los internados ingleses salían seres angelicales como Charlotte, era evidente que a la pequeña no podría pasarle nada malo. Sin embargo, Charlotte había asistido a una escuela que velaba tanto por la educación intelectual de sus alumnas como por la formación física. Charlote hablaba de montar a caballo, de jugar al hockey, del cróquet y de carreras.

—¿Y respecto al desarrollo «artístico y creativo»? —preguntó Jack.

Charlotte frunció de nuevo el ceño..., de una forma encantadora. El joven podría haberse pasado horas mirando el mohín de su interlocutora.

—Pintábamos un poco —respondió—. Y quien quería también podía aprender piano y violín, claro. Además teníamos un coro, pero a mí no me dejaban cantar. Soy totalmente negada para la música.

Jack era incapaz de creer esto último: para él, cada una de las palabras de Charlotte era como una melodía. Aunque la música tampoco era uno de sus fuertes.

—Esperemos entonces que a la pequeña Gloria no le suceda igual —intervino George Greenwood. El hombre alto, todavía delgado pero ya con el cabello completamente cano, había acercado una butaca a la mesa de té, delante de la chimenea, y tomado asiento. Charlotte le sirvió una taza, haciendo gala de exquisitos modales—. Porque no creo que a las muchachas de Oaks Garden se les dispense de la formación musical. Sin lugar a dudas, los Martyn no tendrán las mismas prioridades que nosotros en cuanto a la educación de su hija.

Jack miró a George con aire de desconcierto. Charlotte había hablado de asignaturas optativas, pero tal como se expresaba George sonaba como si las alumnas inglesas tuvieran que sentarse a la fuerza ante un piano.

—Los internados no son todos iguales, Jack —prosiguió George, tras dar las gracias a su hija—. Los padres pueden elegir entre conceptos muy dispares de educación. Por ejemplo, algunos centros dan mucho valor a la educación femenina tradicional, de forma que solo enseñan a las alumnas todo lo necesario para la economía doméstica y suficientes nociones de literatura y arte como para acompañar a su marido a una inauguración o poder charlar animadamente en sociedad sobre el último título publicado sin causar mala impresión. Otros, como el internado donde estudiaron Charlotte y Jenny, proporcionan una educación general más completa. Se consideran en parte escuelas reformistas y se discute acaloradamente si las estudiantes han de aprender latín y adentrarse en disciplinas como la física y la química. Sea como fuere, las alumnas no tienen que casarse justo después de concluir los estudios, sino que asisten a un college o una universidad, siempre que se las admita. Como fue el caso de Charlotte.

Guiñó el ojo a su hija.

—Otras instituciones se dedican a esas bellas artes, signifique eso lo que signifique...

Al principio Jack había escuchado con atención, pero cuando oyó la palabra «casarse» se olvidó de Gloria y miró preocupado hacia Charlotte. Por más que en este punto de su relación no era nada inteligente preguntar al respecto, Jack no pudo remediarlo.

—Y ahora que está usted de vuelta aquí, señorita... Charlotte... tiene usted... hum... intenciones... hum... concretas, de... me refiero...

George Greenwood lo observo extrañado. En realidad estaba acostumbrado a que Jack McKenzie formara frases completas.

Charlotte sonrió dulcemente. Al parecer había entendido.

—¿Se refiere a si estoy prometida? —preguntó, parpadeando.

Jack enrojeció. De repente comprendió los sentimientos de Sarah Bleachum.

—Nunca osaría plantear tal pregunta...

Charlotte se rio. No avergonzada, sino alegre y natural...

—¡Pero si no es nada malo! Además, si mi padre me hubiera arrastrado de los pelos desde Inglaterra hasta aquí para casarme con algún caballero rural, ya habría salido en la primera plana de los periódicos.

—¡Charlotte! —la censuró George—. Como si yo alguna vez...

Charlotte se puso en pie y le dio un pícaro beso en la mejilla.

—No te sulfures, papá. Claro que nunca me obligarías, pero te gustaría hacerlo, ¡admítelo! ¡Al menos a mamá seguro que sí!

George Greenwood suspiró.

—Claro que a tu madre y a mí nos alegraría que encontraras al hombre adecuado, Charlotte, en lugar de dártelas de marisabidilla. ¡Estudios de cultura maorí! ¡Habrase visto cosa inútil!

Jack aguzó los oídos.

—¿Se interesa usted por los maoríes, Charlotte? —preguntó diligente—. ¿Habla la lengua?

George hizo un ademán teatral. No cabía duda de que Charlotte había heredado de él los ojos castaños, pese a que los de la muchacha eran del todo marrones y en los del padre brillaban unas chispas verdes.

—Claro que no. Por eso digo que todo el proyecto carece de valor. El latín y el francés no te servirán para eso, Charlotte...

Mientras George seguía quejándose, Elizabeth los llamó a la mesa.

Charlotte se levantó de inmediato. Era evidente que había oído suficientes veces las objeciones de su padre y, al parecer, le faltaban los argumentos adecuados para rebatirlas.

Cuando se sentaron a cenar, Elizabeth Greenwood dominó la conversación en la mesa. Como siempre, la comida era excelente, y la charla divagó por diversos temas, la mayoría en torno a la sociedad dentro y en los alrededores de Christchurch y las llanuras de Canterbury. Jack no prestaba del todo atención. Su interés volvió a despertarse cuando, al final de la comida, la conversación viró hacia las intenciones de Charlotte. La joven tenía el propósito de pedir que el gerente del negocio de su padre en el sector del comercio de la lana, un maorí llamado Reti, le diera clases para aprender la lengua de su pueblo. George protestó enérgicamente.

—¡Reti tiene otras cosas que hacer! —declaró—. Además, se trata de un idioma complicado. Necesitarías años antes de dominarlo hasta el punto de entender las historias que te cuenten y ponerlas por escrito.

—Bueno, tampoco hay para tanto —intervino Jack—. Yo, por ejemplo, hablo maorí con fluidez.

George esbozó un gesto de impotencia.

—Jack, tú prácticamente te criaste en su poblado.

—¡Y los maoríes de Kiward Station hablan inglés con la misma fluidez! —prosiguió Jack en tono triunfal—. Si pasara una temporada con nosotros, Charlotte, podríamos organizar algo. Mi medio cuñada por así decirlo, Marama, es una tohunga. Una cantante, en realidad. Seguro que conoce las narraciones más importantes. Y Rongo Rongo, la partera y hechicera de la tribu, también habla inglés.

El semblante de Charlotte se iluminó.

—¿Lo ves, papá? ¡Funciona! ¿Y Kiward Station no es esa granja grande? ¿No pertenece a... a esa leyenda viviente... la señorita... hum...?

—La señorita Gwyn —contestó George, malhumorado—. Pero es probable que ya esté harta de alojar a chicas mimadas y con intereses culturales.

—No, no —objetó Jack—. Mi madre es... —Se interrumpió.

Definir a Gwyneira como promotora de las bellas artes sería sin duda una exageración, pero Kiward Station, como todas las granjas de las llanuras de Canterbury, era una casa hospitalaria. Y a Jack le resultaba inconcebible que Gwyneira no quedara prendada de esa muchacha...

En ese momento Elizabeth intercedió.

—¡Pero George! ¿En qué estás pensando? ¡Seguro que la señorita Gwyn apoyaría a Charlotte en sus investigaciones! ¡Siempre se ha interesado por la cultura maorí!

Era la primera vez que Jack oía algo semejante. En general Gwyneira se entendía bien con los maoríes. Muchas de sus costumbres y puntos de vista cuadraban con su naturaleza pragmática y no solía tener prejuicios. Pero lo que de verdad interesaba a la madre de Jack era la cría de ganado y el adiestramiento de perros.

Elizabeth sonrió a Jack.

—No deberías presentar a los McKenzie como personas incultas —dijo dirigiéndose a su marido de nuevo—. Al fin y al cabo, la señorita Gwyn acude a todas las funciones de teatro y acontecimientos culturales de Christchurch... ¡La señorita Gwyn es un pilar de la comunidad, Charlotte!

—¿Y no estuvo trabajando Jenny en la granja un año? —preguntó Charlotte a su madre.

Jack asintió con vehemencia. No había vuelto a pensar en ello. En efecto, la hija mayor de los Greenwood, Jennifer, había pasado un año en Kiward Station para dar clases a los niños maoríes. O al menos ese era el pretexto...

—¡En ese caso no puede hablarse de «trabajo»! —refunfuñó George Greenwood. Estaba de acuerdo con enviar a sus hijas a escuelas innovadores y permitirles que estudiaran unos años; sin embargo, que desempeñaran una auténtica actividad profesional le resultaba inconcebible.

—¡Sí, por supuesto! —objetó Elizabeth con voz meliflua—. ¡Allí es donde tu hermana conoció a su esposo, Charlotte!

Elizabeth lanzó una mirada significativa a su esposo. Como este seguía sin entender, paseó los ojos alternativamente por Jack y Charlotte.

De hecho, Jennifer Greenwood había conocido a su marido Stephen en la boda de Kura-maro-tini. Steve era el hermano mayor de Elaine y, tras estudiar Derecho, había pasado todo un verano echando una mano en Kiward Station. Buena razón esta para que Jenny visitara el lugar durante un tiempo. En ese momento, Stephen trabajaba de abogado de Greenwood Enterprises.

George por fin pareció comprender.

—Claro que no tenemos nada en contra de que Charlotte haga una visita a Kiward Station —observó—. La llevaré conmigo la próxima vez que vaya a las llanuras de Canterbury.

Charlotte contempló a Jack con los ojos brillantes de emoción.

—¡Lo estoy deseando, Jack!

Jack creyó perderse en la mirada de la joven.

—Yo... yo contaré los días...

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4

Lilian Lambert contaba los días que faltaban para que finalizara la travesía en barco. Tras las intensas primeras semanas en alta mar, pronto había empezado a aburrirse. Claro que era bonito que los delfines acompañaran la nave y avistar de vez en cuando enormes barracudas o incluso ballenas, pero a Lilian, en el fondo, le interesaba más la gente, y la tripulación del Norfolk no resultaba muy estimulante. Solo había unos veinte pasajeros, sobre todo gente mayor que visitaba su país de origen, así como un par de viajantes de negocios. Los últimos no se interesaban por las niñas; los primeros, aunque encontraron a Lilian graciosa, no le ofrecían ningún tema de conversación especial.

Las descripciones de la abuela Helen y la abuela Gwyn de su viaje a Nueva Zelanda evocaban una emotiva atmósfera de partida, determinada en parte por la añoranza inicial y, en parte, por la alegría anticipada y el recelo de lo que aguardaría a los pasajeros al otro extremo del mundo. Era evidente que en el Norfolk no se percibía nada de todo aquello. Además no había, por supuesto, ninguna cubierta inferior repleta de emigrantes pobres. En lugar de ello, el Norfolk disponía de un sistema de refrigeración y transportaba a Inglaterra reses vacunas en canal. Los escasos pasajeros viajaban todos en primera clase. La comida era buena, el alojamiento cómodo, pero la vivaracha Lilian se sentía encerrada. Ansiaba que la travesía concluyera y se alegraba de quedarse un tiempo en Londres. La señorita Bleachum pasaría un par de días con sus pupilas en la capital, donde les tomarían medidas para confeccionar los uniformes de la escuela y el resto de su vestimenta.

—Si encargo su vestuario aquí en Christchurch, las prendas ya estarán pasadas de moda cuando lleguen a Londres —había observado la pragmática Gwyneira. Ella misma no se había preocupado mucho por la ropa o la moda, pero todavía recordaba de su infancia que en los círculos ingleses se concedía considerable importancia a ese asunto. Las chicas no debían dar la impresión de ser unas provincianas pasadas de moda, sobre todo Gloria, cuya susceptibilidad no le permitiría encajar bien que sus compañeras de escuela se burlaran de ella.

Al contrario que Lilian, Gloria disfrutó del viaje, en la medida en que podía encontrar bonito algo que no fuera Kiward Station. Le gustaba el mar, se quedaba sentada horas en cubierta y

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