La antigua magia

Fragmento

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Mel Berger,

por ser un verdadero amigo,

y por darme los beneficios de tu fuerza,

sabiduría y talento durante tantos años.

Sin duda,

haber conseguido ser uno de tus autores

es lo mejor que me ha pasado en la vida.

Con afecto y agradecimiento,

L. K.

1

Hampshire, 1832

Los mozos de cuadra no podían dirigir la palabra a las hijas de los condes y mucho menos trepar hasta las ventanas de sus dormitorios. Dios sabe lo que podía ocurrirles si los pillaran en ello. Probablemente los azotarían antes de echarlos de las propiedades.

McKenna trepó por uno de los pilares de apoyo, se aferró con sus largos dedos a la barandilla de hierro del balcón de la segunda planta y quedó por un momento así suspendido antes de balancear las piernas con un gruñido de esfuerzo. Alcanzó con un talón el borde del balcón, se izó y pasó por encima de la barandilla.

Se acuclilló delante de las puertas vidrieras e hizo sombra con las manos a ambos lados de la cara para poder escudriñar el interior del dormitorio, donde ardía una única lámpara. Una joven, de pie delante del tocador, estaba cepillando su largo cabello oscuro. Su visión inundó a McKenna con una oleada de placer.

Lady Aline Marsden..., la hija mayor del conde de Westcliff. Una muchacha cálida, alegre y hermosa en todos los sentidos. Disfrutando de la excesiva libertad que sus poco atentos padres le habían dispensado, Aline había pasado la mayor parte de su corta vida explorando las ricas propiedades que su familia poseía en Hampshire. El conde y la condesa de Westcliff estaban demasiado inmersos en sus propias actividades sociales para prestar verdadera atención a sus tres retoños. No era una situación inusual entre las familias que habitaban en mansiones de campo como la de Stony Cross Park. Sus vidas quedaban divididas por la mera extensión de sus terrenos, mientras los hijos comían, dormían y jugaban lejos de los padres. Además, la noción de la responsabilidad parental no constituía uno de los lazos que unían al conde y la condesa. Ninguno de los dos se sentía particularmente inclinado a preocuparse por un hijo que era fruto de una unión de conveniencia y carente de amor.

Desde el día en que McKenna llegara a la finca a la edad de ocho años, Aline y él habían sido compañeros inseparables durante una década; juntos trepaban a los árboles, nadaban en el río y correteaban descalzos por todas partes. Nadie daba importancia a su amistad, porque eran niños. Con el tiempo, sin embargo, su relación había empezado a cambiar. Ningún mozo sano podría resistirse a los encantos de Aline, quien, a la edad de diecinueve años, se había convertido en la muchacha más hermosa de aquella verde tierra de Dios.

En esos momentos Aline ya estaba dispuesta para irse a la cama y lucía un camisón de algodón blanco que dibujaba pliegues e intrincados volantes. Al moverse por la habitación, la luz de la lámpara perfilaba las generosas curvas de sus pechos y sus caderas a través del fino tejido, y se reflejaba en los brillantes mechones azabache de su pelo. Aline tenía ese aspecto que hace detenerse los corazones y quita el aliento. El color de su cabello y de su piel bastarían para ofrecer un aspecto de gran belleza hasta a una mujer poco agraciada. Pero tenía, además, facciones refinadas y perfectas, iluminadas por la luz radiante de una emoción incontenible. Y, por si todo eso no fuera suficiente, la naturaleza había añadido una última floritura, un diminuto lunar negro que flirteaba con la comisura de sus labios. McKenna había fantaseado hasta la saciedad con poder besar aquel punto hechizante, siguiendo luego la curva voluptuosa de los labios. La besaría y la seguiría besando hasta que se rindiera, débil y temblorosa, en sus brazos.

En más de una ocasión McKenna se había preguntado cómo un hombre de aspecto tan poco memorable como el conde y una mujer de atractivo mediocre como la condesa pudieron procrear una hija como Aline. Por un capricho del destino, la muchacha había heredado la combinación de facciones perfecta de cada uno de ellos. Su hijo, Marco, había sido menos afortunado, se parecía más al conde, con su rostro ancho de facciones ásperas y su constitución física fornida, que recordaba la hechura de un toro. La pequeña Livia —quien, según los rumores, era el resultado de una de las aventuras extramaritales de la condesa— era guapa aunque sin nada extraordinario y carecía de la radiante magia morena de su hermana.

Mientras observaba a Aline, McKenna pensó que se acercaba rápidamente el momento en que ya nada podrían hacer juntos. La familiaridad que les unía pronto resultaría peligrosa, si no lo era ya. Dominándose, McKenna golpeó suavemente el cristal de las puertas vidrieras. Aline se volvió hacia la fuente del ruido y lo vio, sin sorpresa aparente. McKenna se puso de pie y la observó con atención.

Aline se cruzó de brazos y lo miró ceñuda. «Vete», pronunció calladamente a través del cristal.

McKenna se sintió divertido y consternado a la vez, y se preguntó qué demonios había hecho ahora. Que él supiera, no se había metido en líos ni travesuras y tampoco había discutido con ella. Y, como recompensa, lo había dejado esperándola dos horas junto al río esa misma tarde.

McKenna permaneció donde estaba, negando tercamente con la cabeza. Extendió la mano y agitó el pomo de la puerta a modo de advertencia sutil. Ambos sabían que, si fuera descubierto en su balcón, sería él quien sufriría las consecuencias, no ella. Y fue por esa razón, para salvarle el pellejo, por la que ella giró la llave y abrió la balconera, vacilante. Él no pudo reprimir una sonrisa ante el éxito de su estratagema, aunque ella siguiera ceñuda.

—¿Has olvidado que teníamos que encontrarnos esta tarde? —preguntó McKenna sin preámbulos, agarrando el canto de la puerta con una mano. Apoyó el hombro en el delgado marco de madera y sonrió mientras la miraba a los ojos, de color castaño oscuro. Incluso cuando se encorvaba, Aline tenía que levantar la cabeza para poder mirarle a los ojos.

—No, no lo he olvidado. —Su voz, generalmente dulce y liviana, tenía un retintín de mal genio.

—¿Dónde estabas, pues?

—¿De veras te importa?

McKenna ladeó la cabeza tratando de ponderar por qué a las mujeres les gustaba jugar a las adivinanzas cuando el hombre estaba desconcertado. Al no llegar a ninguna conclusión razonable, recogió el guante resueltamente:

—Te pedí que te reunieras conmigo junto al río porque quería verte.

—Supuse que habrías cambiado de planes... visto que prefieres la compañía de otra persona a la mía. —Al ver la confusión que asomó en la expresión de él, Aline torció la boca con impaciencia—: Te vi esta mañana en el pueblo, cuando fui con mi hermana a la sombrerera.

McKenna respondió con un asentimiento cauteloso de la cabeza al recordar que el jefe de los establos lo había enviado al zapatero con unas botas que necesitaban remiendos. Pero ¿por qué se sentía Aline tan ofendida por ello?

—Oh, no te hagas el tonto —exclamó Aline—. Te vi con una de las chicas del pueblo, McKenna. ¡La besaste! ¡Allí mismo, en medio de la calle, donde todos os pudieron ver!

Su ceño se alisó en seguida. Pues, sí. Su compañera era Mary, la hija del carnicero. McKenna había flirteado con ella, como lo hacía con la mayoría de las muchachas que conocía, y Mary le había tomado el pelo por tonterías hasta que él se echó a reír y le robó un beso. Aquello no significaba nada, ni para él ni para Mary, y en seguida se olvidó del incidente.

De modo que ésa era la causa del enojo de Aline: tenía celos. McKenna se esforzó por ocultar el placer que le supuso tal descubrimiento, pero la emoción se concentró en una masa dulce y pesada dentro de su pecho. ¡Qué demonios! Meneó la cabeza con pesar, preguntándose cómo podría recordarle lo que ella ya sabía: que una hija de la aristocracia no debería dar un penique por lo que él hiciera.

—Aline —protestó, levantando las manos para tocarla y retirándolas de nuevo en seguida—. Lo que yo haga con otras muchachas nada tiene que ver con nosotros. Tú y yo somos amigos. Nunca podríamos... tú no eres el tipo de mujer... ¡maldición, no tengo que explicarte lo que es evidente!

Aline lo miró como nunca antes lo había mirado, y sus ojos castaños estaban colmados de tal intensidad que se le erizó el vello de la nuca.

—¿Y si yo fuera una de las muchachas del pueblo? —preguntó—. ¿Harías lo mismo conmigo?

Por primera vez en su vida, McKenna se quedó sin palabras. Tenía la habilidad de intuir lo que la gente deseaba oír y solía decírselo, por razones de conveniencia. Su encanto natural le había servi-do mucho, fuera para conseguir un bollo de la mujer del panadero o para evitar problemas con el jefe de establos. Pero tratándose de la pregunta de Aline... tanto si respondiera que sí como si dijera que no, corría grandísimos riesgos.

En su silencio, McKenna luchaba por hallar una media verdad que pudiera tranquilizarla.

—No pienso en ti de esa manera —dijo al fin, obligándose a mirarla a los ojos sin pestañear.

—Pues, otros muchachos, sí. —Ante su expresión indescifrable, Aline prosiguió en el mismo tono—: La semana pasada, cuando vinieron a visitarnos los Harewood, su hijo, William, me arrinconó en el yacimiento de mineral de hierro, junto al acantilado, y trató de besarme.

—¡Ese mocoso arrogante! —McKenna reaccionó con furia al instante, al recordar al joven robusto y pecoso que en absoluto se había esforzado por disimular la fascinación que sentía por Aline—. La próxima vez que lo vea le arrancaré la cabeza. ¿Por qué no me lo dijiste?

—No es el único que lo ha intentado —dijo Aline, echando más leña al fuego deliberadamente—. No hace mucho mi primo, Elliot, me desafió a un juego de besos...

Se interrumpió conteniendo la respiración, porque McKenna tendió los brazos y la agarró con fuerza.

—Maldito sea tu primo Elliot —dijo hoscamente—. Malditos sean todos ellos.

Fue un error tocarla. El tacto de sus brazos, tan cálidos y suaves entre sus dedos, hizo un nudo de sus entrañas. Necesitaba tocarla más, necesitaba agacharse y llenar sus ventanas nasales con su olor..., el olor a piel recién enjabonada, el atisbo a agua de rosas, el perfume íntimo de su aliento. Todos sus instintos clamaban para que la estrechara en sus brazos y apoyara la boca en la curva aterciopelada de su cuello, allí donde se juntaba con el hombro. En lugar de ello, se obligó a soltarla, y sus manos quedaron suspendidas en el aire. Le resultaba muy difícil moverse, respirar y pensar con claridad.

—No he permitido que nadie me besara —dijo Aline—. Quiero que lo hagas tú, sólo tú. —Una nota de hosquedad asomó en su voz—: Pero, a este paso, llegaré a los noventa antes de que lo intentes siquiera.

McKenna no fue capaz de disimular el desgarro de su deseo al contemplarla.

—No. Eso lo cambiaría todo y no puedo permitir que ocurra.

Con un gesto cuidadoso, Aline levantó la mano y le rozó la mejilla con la punta de los dedos. A McKenna esa mano le resultaba casi más familiar que la suya propia. Conocía la procedencia de cada diminuto corte y cicatriz. En la niñez, esa mano había sido rechoncha y, a menudo, mugrienta. Ahora era blanca y esbelta, con las uñas perfectamente cuidadas. La tentación de hundir la boca en la suavidad de su palma le torturaba. En cambio, McKenna se hizo fuerte para no hacer caso a la caricia de los dedos en su barbilla.

—Me he dado cuenta de cómo me miras últimamente —dijo Aline mientras un rubor asomaba en su rostro pálido—. Sé lo que piensas, como tú sabes lo que pienso yo. Y, con todo lo que siento por ti y todo lo que significas para mí... ¿no me merezco al menos un momento de... de... —se esforzó por encontrar la palabra adecuada—: ilusión?

—No —respondió él con voz ronca—. Porque la ilusión acabaría pronto, y ambos saldríamos mal parados.

—¿De veras? —Aline se mordió el labio y apartó la mirada, apretando los puños como si quisiera golpear físicamente la desagradable verdad que tan insistentemente se interponía entre ambos.

—Moriría antes que hacerte daño —dijo McKenna apesadumbrado—. Si me permito besarte una vez, habría otra, y otra más, y pronto nada podría detenernos.

—No lo sabes... —quiso argumentar Aline.

—Sí, lo sé.

Intercambiaron una larga mirada de desafío. McKenna no permitió que ninguna emoción asomara en su rostro. Conocía a Aline lo suficiente para saber que, si detectara una sombra de vulnerabilidad en su expresión, atacaría sin vacilar.

Finalmente, ella soltó un suspiro de derrota.

—De acuerdo, entonces —susurró como si hablara sola. Su espalda pareció enderezarse y bajó el tono de voz con resignación—: ¿Nos encontramos junto al río mañana al anochecer, McKenna? Tiraremos piedras, charlaremos y pescaremos un poco, como siempre. ¿Es esto lo que quieres?

Pasó un largo rato antes de que McKenna pudiera hablar.

—Sí —respondió cansinamente. Sólo le era permitido tener eso de ella... y Dios sabe que era mejor que nada.

Una sonrisa áspera a la vez que afectuosa asomó a los labios de Aline mientras lo observaba.

—Más vale que te marches, pues, antes de que te pillen aquí. Pero antes agáchate y deja que te arregle el pelo. Lo tienes de punta.

Si no se sintiera tan aturdido, McKenna le habría respondido que no necesitaba cuidar de su aspecto. Iría derecho a su habitación, sobre los establos, y a las cinco docenas de caballos que allí se alojaban les importaba bien poco su cabello. Pero se agachó automáticamente, obedeciendo al menor deseo de Aline por pura fuerza de la costumbre.

En lugar de alisar sus rebeldes rizos negros, Aline se puso de puntillas, deslizó un brazo detrás de su cuello y unió su boca a la de él.

El beso tuvo en él el mismo efecto que un rayo. Un sonido agitado se le escapó de la garganta y su cuerpo entero quedó repentinamente inmovilizado por una descarga de placer. Ah, Dios, sus labios, tan delicados y suculentos, exploraban los suyos con tosca determinación. Como Aline ya sabía, ni el infierno conseguiría apartarlo ya de ella. Con los músculos tensos, McKenna se mantenía pasivo, luchando por contener la oleada de sensaciones que amenazaban con ahogarle. La amaba, la deseaba, con la ciega ferocidad de la adolescencia. Su frágil autocontrol duró apenas un minuto antes de que dejara escapar un gemido de derrota y la estrechara en sus brazos.

Con respiración entrecortada, la besaba una y otra vez, intoxi-cado por la suavidad de sus labios. Aline respondía con anhelo, se apretaba contra él y sus dedos se enredaban con los mechones cortos de su cabello. El placer de tenerla en sus brazos era demasiado intenso... McKenna no podía contenerse, la besaba cada vez con más fuerza hasta que los labios de ella se separaron inocentemente. Él lo aprovechó en seguida y empezó a explorar el filo de sus dientes, la seda húmeda de su boca. Eso la sorprendió, él pudo percibir su vacilación y empezó a arrullarla hasta que se relajó. Deslizó la mano detrás de su cabeza y la acunó entre sus dedos mientras hundía la lengua en la profundidad de su boca. Aline gimió y le agarró con fuerza de los hombros, respondiendo con una sensualidad tan pura y espontánea que él se sintió devastado. McKenna anhelaba besar y amar cada centímetro de su cuerpo, regalarle más placer de lo que pudiera soportar. Él ya había conocido el deseo y, aunque su experiencia era limitada, no era virgen. Jamás, sin embargo, había experimentado antes aquella mezcla angustiosa de emoción y voracidad física... una tentación lacerante a la que nunca sería capaz de entregarse.

Tras separar su boca de la de ella, McKenna hundió el rostro en el reluciente velo negro de su cabello.

—¿Por qué lo has hecho? —gimió.

La risita brusca de Aline fue un eco de su dolor.

—Tú eres todo para mí. Te amo. Siempre te he...

—Calla. —Él la zarandeó suavemente para silenciarla. La apartó de sí y escudriñó su rostro radiante y ruborizado—. Nunca vuelvas a decir eso. Si lo haces, me iré de Stony Cross.

—Nos escaparemos juntos —prosiguió ella, temeraria—. Iremos a un lugar donde nadie pueda encontrarnos...

—Por todos los demonios... ¿te das cuenta de que estás diciendo locuras?

—¿Por qué son locuras?

—¿Crees que yo echaría a perder tu vida de esa manera?

—Yo te pertenezco —insistió ella—. Haré lo que tenga que hacer para estar contigo.

Creía de veras en lo que decía, McKenna lo veía en su cara. Le partía el corazón, a la vez que lo enfurecía. Maldita sea, ella sabía perfectamente que las diferencias que les separaban eran insuperables, tenía que aceptarlo. Él no podía permanecer en la finca y enfrentarse a la constante tentación sabiendo que, si se rindiera, significaría la destrucción de ambos.

Acunando su rostro entre las manos, McKenna rozó con los dedos las puntas de sus cejas oscuras y acarició con los pulgares el cálido terciopelo de sus mejillas. Y, precisamente porque no podía disimular la reverencia que inspiraba sus gestos, habló con fría crudeza:

—Ahora te parece que me quieres. Pero ya cambiarás. Llegará el día en que no te costará en absoluto olvidarte de mí. Yo soy un bastardo. Un criado, y de los más humildes...

—Eres mi otra mitad.

Conmocionado, McKenna calló y cerró los ojos. Odió su respuesta instintiva a esas palabras, un impulso de alegría primitiva.

—¡Por todos los infiernos! Haces que sea imposible mi permanencia en Stony Cross.

Aline dio un paso atrás en seguida, al tiempo que su rostro palidecía.

—No. No te vayas. Lo lamento. Ya no diré nada más. Por favor, McKenna... te quedarás, ¿verdad?

Él percibió de pronto el amargo sabor del dolor que algún día sufriría sin remedio, las heridas mortales que resultarían del simple hecho de abandonarla. Aline tenía diecinueve años... podría pasar un año más con ella, tal vez ni siquiera eso. Luego el mundo se rendiría a sus pies, y McKenna se convertiría en un problema peliagudo. O, peor aún, en una fuente de vergüenza. Ella se esforzaría por olvidar aquella noche. No querría recordar lo que dijo a un mozo de cuadra a la luz de la luna, en el balcón de su dormitorio. Hasta entonces, sin embargo...

—Me quedaré mientras pueda —respondió hoscament

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