Título original: This is a Love Story
Traducción: Laura Paredes
1.ª edición: enero 2013
© Jessica Thompson 2012
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B. 31177.2012
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-314-3
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Para mamá, papá y Louise
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
1. Tiene pinta de poder salvarte la vida
2. «Creo en el amor, ¿sabes?»
3. «Quiero a su hija. Muchísimo»
4. «¿No estás bien con ella?»
5. «¿No ha llegado la hora de que... bueno, te olvides del asunto?»
6. «Si pudiera retroceder en el tiempo, se lo daría todo»
7. Puedo ser anónima. Puedo ser cualquiera
Dieciséis meses después...
8. «Una cajita que llevo conmigo a todas partes...»
9. «Quiero presentarte a mis padres»
10. «Venga, hombre, no seas tan tímido»
11. «Mira, esto no cambia nada, ¿de acuerdo?»
12. Deseé que alguien pudiera sacarnos una foto
13. «No me llames. Nunca»
14. Fue el escote; me hizo hablar
15. «Papá, el té está a punto»
16. La veneraba profundamente
Agradecimientos
1
Tiene pinta de poder salvarte la vida
Sienna
Esta mañana tengo dos personas sentadas delante de mí en el tren.
Un chico y una chica.
Tendrán unos veintitantos años.
Él tiene una buena melena rubia, los ojos verdes y unas pecas muy sexis esparcidas por la nariz como estrellas en el cielo despejado de la noche.
Aunque es realmente guapo, no es mi tipo. Me causa el mismo efecto que un Monet. Me gusta lo que veo. Está bien. Pero no me va.
Supongo que se llama Tom, o algo así, y que es relaciones públicas. He sacado esta conclusión porque lo que lleva tiene todo el aspecto de ser un traje gris de diseño y una corbata color salmón.
A veces me gusta dejar volar así la imaginación. Estoy segura de que no acierto casi nunca, pero el trayecto en tren se me hace más llevadero.
Ella, que podría llamarse Claire, lleva el largo pelo castaño enmarañado, como despeinado, pero aun así, da la impresión de cuidar mucho su aspecto. Se ha esforzado demasiado en que parezca que pasa del tema. Soy chica, y me doy cuenta de estas cosas. Quiere que todo el mundo crea que se ha levantado así.
Lleva las uñas perfectamente pintadas de gris, y unos ajustados tejanos negros con unas bailarinas color carne de aspecto carísimo.
Claire parece algo más creativa que su pareja relaciones públicas; las joyas la delatan: unas aparatosas pulseras y un extravagante collar de cuentas. Imagino que quizá trabaje en el mundo del arte. Puede que no con el pincel en la mano, sino más bien en una galería, donde explica a la gente qué quería decir el artista con el revoltijo de salpicaduras que está expuesto en las paredes.
Seguramente tiene estudios, y una familia que vive en Kent y va de vacaciones a las islas Caimán tres veces al año.
Seguro que Tom la ama. Da toda la impresión. Tiene el halo de un hombre al que no es fácil distraer. Da gusto verlo.
Tiene una de las piernas de Claire en el regazo. La chica está leyendo el periódico y él le da besos en la mejilla de vez en cuando, como si esos instantes fueran los que le dan sentido a su vida. De camino al trabajo con la mujer de sus sueños.
Suelto un suspiro enorme y me doy cuenta de que los estoy mirando fijamente. Además, me estoy poniendo demasiado romántica. Estoy segura de que tienen los mismos problemas que tenemos todos y que se pelean por los ronquidos, por la forma de mirar los mapas y por las tareas domésticas.
Sin embargo, caigo en la cuenta de que ningún amor así me espera en casa. No me falta amor, pero es distinto...
Se me ocurre que tal vez las mañanas sean más llevaderas si eres Tom, el relaciones públicas, y Claire, la galerista, en lugar de ser yo, Sienna Walker.
Pueden despertarte unos besos cariñosos y esa sensación especial del contacto de tu cuerpo con otro cuerpo que tan pronto das por sentado.
Un aliento cálido en la cara y la sensación de seguridad.
Pero no es mi caso.
Mis mañanas son más bien como una inmersión en una bañera llena de agua fría.
Cuando el tren sale de la estación doy un respingo y recuerdo cómo empecé el día. Seguro que lo habría tenido mucho más fácil si me hubiera despertado junto al hombre de mis sueños como Claire, o comoquiera que se llame.
El despertador me sonó a las seis y media. Un grito agudo, penetrante, que hizo que mis orejas quisieran retraerse hacia el interior de mi cabeza y esconderse en los pliegues cálidos y mullidos de mi cerebro. Quería dormir. Quería hundirme bajo las sábanas, que me acarician la piel y huelen a margaritas, y aislarme del mundo. Me planteé llamar al trabajo para decir que estaba enferma, pero no llevo el tiempo suficiente en él como para hacer algo así.
Las mañanas y yo no somos compatibles, un poco como el queso y la mermelada, o el hummus y el chocolate. No es una buena combinación.
Me levanté con mucho esfuerzo de la cama y arrastré los pies por el suave suelo de madera con el flequillo levantado como un repetidor de telefonía móvil.
Salí del capullo protector en el que había dormido y sentí una corriente de aire frío y unas ganas urgentes de hacer pis. Entré en el cuarto de baño como un zombi y traté de ver en la semipenumbra.
Tras pasar unos minutos «arreglándome», lo que incluyó apuñalarme la boca con un cepillo de dientes gastado e intentar pasarme un peine por el pelo enredado, me vi capaz de ducharme.
Craso error.
El agua salió fría.
Fue como si alguien hubiera almacenado la lluvia helada que hubiera caído durante la noche en un cubo oxidado y me la hubiera echado encima.
Abrí bien los ojos por primera vez desde que me desperté, y las pupilas se me contrajeron hasta quedar reducidas al tamaño de un alfiler. Intenté sobreponerme a la impresión, y mientras esperaba que el agua se calentara, fui dando saltitos de un lado a otro para esquivar sus incesantes balas, pero era imposible esquivarlas.
Después vino el reto de avanzar por las concurridas calles de mi barrio, en el oeste de Londres, y tomar el tren para ir a trabajar. A pesar del sobresalto de la ducha, todavía estaba medio dormida, y era como si las aceras se extendieran ante mí como un tablero de ajedrez.
Andar por Londres a la hora punta es un poco como un juego de plataformas. El sistema de puntuación vendría a ser el siguiente:
Cinco puntos por no caer en el charco gigante que se forma siempre al final de Edgley Road.
Quince puntos por conseguir adelantar a la pareja de ancianos que te impiden pasar sin chocar de narices contra una farola.
Diez puntos por regatear a los «cazadores de donantes» de la ONG de turno que se abalanzan sobre mí delante de la estación y de los que me escabullo con un indescriptible sentimiento de culpa.
Quince puntos por comprar el último tetrabrik de zumo de naranja en la tienda de la esquina.
Veinte puntos por recoger un Metro antes de que todos los ejemplares de este periódico gratuito se hayan agotado vorazmente en manos de los viajeros, que se los llevan para tirarlos diez minutos después.
El siguiente desafío fue encontrar un asiento en el tren. Si eres hábil, te espera un trayecto relativamente cómodo. En caso contrario, te toca pasarte veinte minutos con la cara pegada a una ventanilla de lo más dura y un paraguas clavado en el cóccix.
El tren llegó un minuto después de que yo llegara al andén, así que me abrí paso entre la gente, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, a la derecha, y lo logré.
Pero ahora, sentada delante de una escena de amor que está haciendo que la situación en mi casa me resulte muy deprimente, me doy cuenta de que hoy no estoy de demasiado buen humor.
¡Oh, no! Cuando Tom aparta un mechón de pelo de Claire de la oreja derecha y se la besa con cariño, tengo que desviar la mirada para no volverme loca. Así que vuelvo la cabeza a la izquierda para intentar eludir la exhibición del par de tortolitos. Pero, al hacerlo, mi mirada se encuentra de frente con la de un hombre sentado a mi lado, que resulta que en ese momento me está observando fijamente.
Tendrá unos cincuenta tacos, y es un tipo flacucho, con unos ojitos brillantes ocultos tras unas gafas con unos cristales tan gruesos que parecen culos de botella.
Al darse cuenta de que lo he pillado contemplándome, me sonríe incómodo. Como me gusta considerarme una persona relativamente amable, le devuelvo la sonrisa como para decirle: «¿Sabe qué? Tranquilo, olvidemos el asunto, y a otra cosa, mariposa.»
Me giró de nuevo y fijo la mirada en el techo; está claro que hoy es lo menos comprometido. Pero, gracias a mi visión periférica, vuelvo a notar una presencia. Así que vuelvo a girar la cabeza a la izquierda y el hombre me está contemplando otra vez, con los ojos casi clavados en mi mejilla. No es una mirada fortuita. Se sobresalta como si le hubiera pillado mangando uva en un supermercado.
—Oh, vaya, cuánto lo siento, es que eres tan bo...
—Pare ya, por favor —le pido, coloradísima.
—Sí, claro. Perdona —responde con acento culto, algo cariacontecido.
Bienvenidos al transporte metropolitano. Es un circo y un zoo a la vez.
Me pregunto por qué la conducta expansiva de esta naturaleza me irrita tanto. La lascivia descarada va acompañada de unas desorbitadas demostraciones públicas de cariño, de comida para llevar apestosa y de ventosidades ilimitadas.
Solo llevo tres semanas en mi nuevo trabajo, y este ritual diario me tiene un poco descolocada.
El apiñamiento de la hora punta puede afectar de una forma extraña a gente normal. Personas que habitualmente son bastante tranquilas se encuentran apretando los dientes, murmurando para sí y esforzándose desesperadamente por no decapitar a alguien con el paraguas.
Una mujer a mi derecha llama por teléfono, y lo hace a grito pelado.
El hombre sentado a su lado tuerce el gesto.
Esta mujer está tan absorta en su conversación que no se da cuenta de que nos estamos acercando a un túnel y entonces, adiós.
¡Qué lástima! Todo el vagón suspira de alivio salvo Tom y Claire que están tan metidos en su burbuja de amor, felicidad y perdices que no se han enterado de nada para empezar.
Por un momento, parecemos alcanzar cierta especie de paz. Un joven de aspecto perezoso que parece haberse despertado bruscamente a la mitad de una hibernación de seis meses se recuesta de nuevo en el rincón de su asiento. Su dejadez me reconforta: tiene la misma pinta que yo tenía hasta una hora después de haberme levantado.
Las piernas tensas empiezan a relajarse, y los que sueñan despiertos vuelven a mirar por la ventana con la esperanza de encontrar algún tipo de huida a este endemoniado vagón de ganado.
Sujeto el té con las rodillas, abro mi ejemplar del Metro y procuro pensar en las cosas que he planeado hacer durante el día, pero la foto de un artículo sobre una ardilla con esquís acuáticos hechos a medida capta mi atención enseguida.
Dios mío, me encanta este periódico.
Como soy periodista, por más que sueñe en sacar algún día a la luz una revelación trascendental de la misma magnitud que el escándalo de los gastos excesivos de los parlamentarios que sacudió Westminster, sería igual de feliz escribiendo sobre tiernos animalitos que efectúan actividades extrañas como aquel.
Busco a otros lectores del Metro con la mirada. ¿Hay alguien más pendiente de la ardilla? Me gustaría saberlo.
Una señora sentada detrás de los shakesperianos amantes fatales está leyendo, pero no, parece bastante apenada.
Nadie sonríe, y mucho menos se carcajea, y no puede ser porque el animal es para partirse el pecho.
Sigo recorriendo el vagón con los ojos hasta posarlos en un chico increíblemente guapo con una camiseta verde que está sentado en los asientos de enfrente, un par de sitios a la derecha. Se está aguantando la risa; de hecho, hay algo que le hace tanta gracia que tiene que carraspear para contenerla.
¡Vaya! ¿Cómo no me fijé antes en él?
Puede que subiera al tren hace unos minutos, mientras estaba abstraída, elucubrando llena de rabia y amargura.
A pesar de estar sentado, se ve que es alto. Y bajo la camiseta se distingue perfectamente un tórax proporcionado y una espalda ancha y atractiva, sobre la que descansa una cara que no puedo dejar de mirar. Me noto el corazón en la garganta y trago saliva con fuerza.
Tiene la tez aceitunada, y el mentón recubierto de una barba corta muy sexy que le sube por la quijada como la enredadera de una casa hermosa. Sus rasgos son fuertes y marcados.
No parece ningún cobarde. Tiene pinta de poder salvarte la vida.
Sus rasgos duros, artísticos, contrastan con un par de peligrosos ojos castaños que casi brillan bajo la luz artificial de los fluorescentes.
No... te... pierdas... en... ellos.
Sus labios son perfectos, e increíblemente parecidos a los de mi actor favorito: Jake Gyllenhaal.
Lleva los rizos castaños, de un tono casi caramelo, engominados en distintas direcciones.
Parece tener mucho peligro.
Ya me imagino cómo sería que te besara...
Lo estoy observando por encima de la página del periódico, y debe de haberlo notado porque me devuelve la mirada.
Nuestros ojos se encuentran, y por unos instantes solo nos separan cuarenta y cinco páginas finas de papel prensa reciclado, dos metros de aire viciado de un vagón de tren y un hombre gordo que está durmiendo pegado a mi hombro izquierdo.
Es uno de aquellos momentos hollywoodienses que ves en el cine, solo que yo tendría que ser rubia y usar la talla XXS.
Puede que sea uno de los hombres más guapos que haya visto en toda mi vida.
Si eres de Londres, te acabas convenciendo de que, aunque la ciudad está a rebosar de personas de todas las formas y tamaños, es muy difícil encontrar a alguien que te deje embobado.
En los trenes, la mayoría de pasajeros intenta sumergirse en las profundidades de un libro, esconderse detrás de un periódico o aislarse en el mundo de la música. Se limitan a cruzarse uno con otro. Conectar con alguien, y que además sea de buen rollo, es prácticamente un milagro.
Así que allá vamos.
O voy a hacer un ridículo espantoso o algún día contaremos a los invitados a nuestra boda cómo nos unió un roedor aficionado a los deportes acuáticos. Entre esta historia y las habituales de tener una cita a ciegas o conocerse en el gimnasio no habría color.
Inspiración profunda...
—¿Ardilla?
Se lo digo moviendo despacio los labios para formar esta palabra tan absurda sin usar la voz. Tengo las cejas arqueadas a modo de pregunta.
El tiempo se ralentiza como en la secuencia de una película vista a cámara lenta; oigo cómo el corazón me late con fuerza. Mierda, mierda, mierda.
De repente, veo un pulgar en alto, y el hombre más atractivo de esta ciudad, puede incluso que del mundo entero, ha vuelto su ejemplar del Metro hacia mí y me señala con un dedo a nuestro peludo cupido.
Se muerde el labio inferior para evitar soltar una carcajada, y vislumbro una hilera de perfectos dientes blancos. ¡Qué sexy!
Le lanzo una sonrisa coqueta y desvío la mirada con el corazón a punto de salírseme del pecho.
Conserva... la... calma.
Finjo que sigo leyendo el periódico y paso la página para dejar de ver el artículo de la ardilla o en cualquier momento me echaré a reír con tantas ganas que me saldrá té por la nariz, lo que más bien echaría por tierra la imagen que quiero dar.
Como sé que he sido demasiado lanzada al empezar todo este asunto, sigo leyendo y leyendo como si no me importara, mientras intento decidir qué hacer a continuación.
El tren se para una vez, pero estoy bastante segura de que todavía veo el exuberante tono verde de su camiseta con el rabillo del ojo. Tengo que intentar no mirarlo.
Que Dios bendiga la visión periférica.
Enseguida han pasado cinco minutos y creo que ya puedo iniciar el segundo contacto visual sin problemas.
Alzo los ojos, pero veo, horrorizada, que un hombre mayor con una chaqueta verde manzana está sentado en el lugar de mi apuesto desconocido. La parejita también se ha ido. Giro la cabeza deprisa de un lado a otro para recorrer el vagón con la mirada, y lo hago una segunda vez por si acaso. Ha desaparecido.
El pensionista que ocupa su asiento parece contento y sorprendido de que le preste tanta atención. No va con usted, hombre.
«Genial —pienso, mirándome los pies—. Adiós al hombre de mis sueños.»
De repente, me doy cuenta de la película que me he montado yo sola y me avergüenzo de mí misma. Era una idea absurda, la verdad. No entiendo cómo he podido pasar de cero a sesenta en la escala del amor en cuestión de minutos; no es nada propio de mí.
«Además, seguramente estaba como una cabra. ¿Le hacen gracia las ardillas? Como para salir corriendo», me consuelo.
Soy desesperadamente romántica. Me encanta pensar que un par de corazones pueda unirse gracias al azar. Anhelo conocer a alguien de la forma más insospechada y no ser el típico ligue de discoteca que va a pasar una noche de manoseos ebrios en casa de un hombre al que apenas conoce. Lo de «salimos con unos amigos mutuos y nos gustamos» da pena. Si te sientes especialmente sosa, siempre puedes contar lo de «nos conocimos en el trabajo».
Bostezo.
En mi interior hay una pequeña Julieta que espera que mis ojos se encuentren con los de mi Romeo a través de los cristales de un acuario o del hueco del estante de una biblioteca. ¡Qué caray, como si es en el pasillo de salsas de un supermercado!
Solo tengo veinte años, pero lamento el día en que murieron las buenas historias de amor a la antigua. No sé muy bien cuándo fue. Hay quien dice que las perdimos cuando luchamos por el feminismo, y seguramente sea un precio relativamente bajo que pagar por lo que conseguimos.
¿Pero de verdad queríamos que llegara tan lejos?
¿Tanto que si un hombre te manda flores a la oficina, tus compañeras de trabajo se carcajeen y finjan vomitar, y sin embargo, cuando lleguen a casa, reprochen a sus maridos que no les compren nunca flores?
Llegar a mi parada impide que mis pensamientos inicien la vertiginosa espiral descendente a la que se estaban encaminando.
Como soy una joven veleidosa, cuando me termino todo el té y tiro la tacita de papel arrugada a la papelera del andén, ya me he olvidado casi por completo de mi apuesto desconocido.
Fue un momento fugaz, un poco de azúcar en mis cereales. Tengo cosas más importantes que hacer, una carrera profesional en la que concentrarme. Me digo a mí misma que no tengo tiempo para distracciones. Además, tengo demasiados problemas en casa. Demasiado a lo que enfrentarme. No tendría que andar en busca de otros hombres.
Al llegar a Balham, se me acelera el corazón. Las calles están atestadas de gente, madres y cochecitos, chicos con vaqueros anchos, el último goteo de empleados de la City corriendo hacia la estación de tren para dirigirse al centro de Londres. Hay quioscos, inmobiliarias y bazares de todo a cien, los comercios habituales que de vez en cuando encajonan alguna que otra cafetería pequeñita.
Me encanta.
El suave aire de primavera me llega cargado de humo de cigarrillo, mezclado con el vapor que emana el beicon de los platos que tiene delante una pareja que desayuna en una mesa junto a la que paso.
Estoy muy contenta con mi nuevo trabajo. Me ha costado dos años de arduos esfuerzos y de renuncias dolorosas conseguir este cargo inicial en la editorial The Cube. Me ha sido difícil ascender profesionalmente, y he tenido que ingeniármelas para captar la atención de las empresas que pudieran contratarme. Como no pude ir a la universidad, tuve que aprender por mi cuenta cosas como el ciberperiodismo, la edición de vídeos y lo último en lo que a redes sociales se refiere. Vale, no es el Guardian ni The Times, pero es un buen comienzo y, hasta ahora, he disfrutado por completo hasta el último segundo.
The Cube es un grupo mediático que produce un abanico nada usual de publicaciones destinadas a todos los nichos de público. Algunas están bien, otras no tanto. Lo que significa que escribo sobre un sinfín de temas curiosos, que van desde la actualidad del mundo de la pesca (menos divertido) hasta las pruebas de coches rápidos (mucho más divertido). Algunas de nuestras publicaciones son pequeñas y prácticamente desconocidas, otras cuentan con millares de lectores.
Como me encanta escribir, este trabajo es perfecto para mí. Todavía no acabo de creerme la suerte que he tenido. Me voy abriendo paso entre los cuerpos que se mueven a mi alrededor en una extraña especie de baile: los driblo, los esquivo, los rodeo. Hay colegiales por todas partes, y jubilados que entran en tiendas con el periódico bajo el brazo.
La energía de Londres tiene algo que me sienta de maravilla. A pesar de lo exasperante que es este estilo de vida, no se me ocurre otro sitio en el que quisiera estar.
Todos los días son iguales: llego a casa con los pies doloridos, los ojos irritados, el cabello dañado por una combinación de clima y contaminación, pero estoy inspirada. Cuando me acuesto, me muero de ganas de que llegue la mañana siguiente para poder vivirlo todo otra vez. Aunque la primera hora sea bastante desagradable.
Tras cinco minutos de baile entre la muchedumbre estoy cerca de la editorial, situada en un edificio pequeño y moderno de una concurrida calle lateral, entre dos restaurantes, uno hindú y el otro italiano. Sus estupendos aromas a ajo logran infiltrarse en nuestro sistema de climatización, y me paso casi todo el rato en las fases avanzadas del hambre. Detrás del edificio hay un reducido estacionamiento con un banco en el centro, donde suele estar sentado un indigente.
Ahora mismo está ahí, y al ver que tengo que volver a pasar a su lado, me pongo nerviosa.
Me fijé en él mi primer día en la oficina. Me habría sido difícil no hacerlo porque me llamó, y pude verle la boquita hambrienta, casi perdida entre las arrugas negras y marrones de su curtida cara.
—Una ayuda, por favor —me pidió con la esperanza reflejada en los ojos.
Volví la cabeza y pasé frente a él. Nunca sé muy bien qué hacer en estos casos, y ahora mismo ya tengo demasiadas cosas en las que pensar.
No parece estar loco, ni ser drogadicto, ni ninguno de esos estereotipos. A veces me sonríe; y yo le devuelvo la sonrisa. No tengo tiempo para interesarme por él. Sé que eso está mal.
La verdad es que me da miedo, él y la realidad de su vida. Tiene unos gélidos ojos azules, tan gélidos que me dejan helada. Como no me gusta mirarlos, vuelvo la cabeza.
La primera vez que lo vi, pregunté quién era a una de las recepcionistas.
—¿De quién me estás hablando, cariño? —respondió con voz aguda la rubia de mediana edad desde detrás del mostrador.
—Sí, mujer, el hombre que está sentado en el estacionamiento —expliqué.
—Umm... Diría que hoy no esperamos a nadie —soltó mientras revolvía una bandeja de papeles que tenía delante.
—Pero sí que sabes quién es, Sandra —intervino la segunda recepcionista—. Pete, el Bailarín.
—¿Qué bailarín?
—Sí, el vagabundo que insiste en dormir ahí detrás.
—¿Bailarín? ¿Por qué bailarín? ¡Pero si nunca lo he visto bailar!
A estas alturas las dos mujeres estaban sumidas en una frustrante conversación a cámara lenta. Era como observar un par de pavos reales cloqueando sin sentido detrás de un cristal a la espera de ser sacrificados para acabar convertidos en unos bolsos exóticos.
—¿Un vagabundo? No sabía que tuviéramos ninguno —chilló Sandra, como si estuviera hablando de una nueva franqueadora o de una moderna fotocopiadora.
—Síííí. Lleva pululando por aquí hará un par de años. ¿Estás ciega o qué?
Las dejé en plena cháchara; apenas se dieron cuenta de que me había ido.
Pero esta mañana, cuando cruzo la entrada posterior de nuestro estacionamiento, la situación vuelve a preocuparme. No tengo coche, pero si quiero tomar un atajo para ahorrar tiempo, tengo que pasar por allí.
Está sentado en el banco con la cabeza apoyada en las manos. Cuando me acerco, alza la vista, con la cara tan triste como siempre.
—Perdona —me llama al pasar a su lado con una mueca en la cara porque no quiero que me vea, pero siempre lo hace.
Me paro en seco, y me encuentro junto al banco, pero con la mirada perdida para que nuestros ojos no se encuentren.
Me digo a mí misma que tendría que haber pasado de largo.
—¿Sí? —digo con un hilo de voz, arrepentida de lo que estoy haciendo.
—Una ayuda, por favor —me pide, como siempre. Como si esta vez fuera a reaccionar de modo distinto...
Me voy rápidamente sin decir nada, paso la tarjeta de identificación por el lector para abrir la puerta de cristal y me meto en el ascensor. Mientras me alejo de él, le oigo murmurar: «Era para una taza de té.»
El ascensor que va a la tercera planta es pequeño y suele oler a cola vinílica. No sé por qué huele así. Y tampoco parece saberlo nadie.
—¡Hola, preciosa! —me saluda Lydia en cuanto entro en la oficina. Me pellizca con cariño la mejilla izquierda, como ha hecho prácticamente todos los días desde aquel primero en que llegué, tan temblorosa como Bambi. Es un alivio que me distraiga del hecho de que le estoy volviendo sin cesar la espalda a alguien que, evidentemente, necesita ayuda.
Lydia es la coordinadora de la oficina. Un cargo que suena muy importante para alguien que se pasa el día haciendo todas las cosas molestas que nadie más quiere hacer. Yo creo que está capacitada para más.
Tiene la cara pecosa, enmarcada por unos alborotados rizos color chocolate, y los ojos verdes más penetrantes que he visto fuera de las páginas de los cuentos infantiles.
Es simpatiquísima y cariñosísima, justo lo que necesitas cuando empiezas a trabajar en un sitio. Aunque solo tiene tres años más que yo, me tomó bajo su protección.
—Hola, Lyds. ¿Qué tal el fin de semana? —le respondo mientras me acerco a mi mesa con una sonrisa enorme en los labios.
Lydia flota a mi alrededor como un hada, apartando de mi camino todo lo que me estorba. En un periquete tengo la chaqueta bien colgada en el perchero y la lista de las tareas editoriales de la semana desplegada ante mí en perfecto orden. Me pregunto cuántos brazos tiene.
—De fábula, gracias. No te imaginas qué me pasó el viernes por la noche —empieza a contar con una sonrisa picarona en la cara.
Leo rápidamente las notas adhesivas que tengo en la mesa. Y no, seguro que nunca podré imaginar qué le pasó el viernes por la noche.
No hace demasiado que conozco a Lydia, pero parece tener una vida social que gira alrededor de ir con unos tacones de vértigo, tomar cantidades ingentes de Jack Daniel’s, sobornar en metálico a algún DJ para que pinche éxitos de los ochenta y pasarse por algún local de kebab al volver a casa y hacer partir de risa a los que están en él en ese momento. Estas son solo algunas de las cosas que me han contado de ella.
Se inclina hacia mí y me susurra al oído, a pesar de que no he hecho el menor esfuerzo por adivinar qué le pasó el viernes por la noche. Podría ser cualquier cosa. Es así de impredecible.
—Me echaron de esa discoteca de salsa que hay en Leicester Square —me cuenta antes de soltar una risita e incorporarse, orgullosa, con una mano en una cadera curvilínea.
Me gustaría saber qué diablos tienes que hacer para que te echen de una discoteca de salsa. ¿Giros violentos en el sentido de las agujas del reloj? ¿Taconeos rabiosos? No reacciono pero me la miro con una ceja arqueada. Me muero de ganas de oír esta historia.
—Bueno, para no extenderme, habíamos bebido demasiado antes de ir, lo que no fue un buen comienzo, y me caí por la escalera que va al baño. Creyeron que estaba borracha perdida, pero no lo estaba, ¿sabes? Estoy segura de que fue por los zapatos. —Deja la frase a medias con la voz algo avergonzada.
Enciendo el ordenador, que empieza a zumbar como un avión. Juraría que no tendría que hacer ese ruido.
—Madre mía, ¿te hiciste daño? —pregunto sin demasiado interés. La historia no es tan suculenta como había creído, y hoy tengo muchas cosas que hacer.
—No, la verdad. Pero se me saltó el tacón de uno de los zapatos, lo que hizo que me costara un poco volver andando a casa —añade, enroscándose un rizo largo y seductor en el dedo índice con los ojos puestos en Dill, el pez de colores de la oficina, que está mirando con nostalgia el mundo exterior a través del cristal del acuario.
Rhoda, nuestra redactora publicitaria, lo compró hace seis meses y lo trata como si fuera un niño. Hasta tiene juguetes. Sí, auténticos juguetes para peces, que flotan en el agua. Rhoda se los compra el fin de semana y se los trae el lunes. Me sorprende que todavía no le haya puesto una pizarrita con las letras del alfabeto.
Dirijo una amplia sonrisa a Lydia y sigo con la conversación para no ser mal educada, pero me cuesta un gran esfuerzo no reírme al imaginármela cayéndose por el vertiginoso precipicio que es la alta costura.
—¿Y cuánto te costó la broma? —pregunto, fingiendo interés pero con la cabeza puesta en la enorme cantidad de trabajo que me espera.
—Bueno, eran unas Kurt Geiger. Así que unas ciento veinte libras —me contesta con un suspiro gigantesco.
Me sabe mal por ella.
Cafeína. Necesito cafeína. Me levanto despacio y me dirijo a la máquina expendedora; hay algo de cola y los que esperan han empezado los insulsos diálogos de costumbre. Uno va sobre el verano realmente caluroso que nos espera este año porque los tres últimos han sido terribles, otro analiza cuántas vacaciones puedes hacer al año antes de que consideren que te estás pasando y el último, el más espantoso de todos, va sobre los radares de velocidad y sobre lo injusto que es que el cómico Mark Watson tenga que pagar una multa por conducir a ciento sesenta kilómetros por hora en lugar de los ciento cincuenta y cinco kilómetros por hora a los que él asegura que iba en realidad. Por fin me toca y me pido un té grande con una porción de azúcar.
Regreso a mi mesa y me pongo a trabajar, pero pronto me interrumpe un follón descomunal que se ha propagado como un virus en la zona situada detrás de mí.
La planta donde trabajo es un gran espacio abierto, y mi mesa es una de las ocho que están situadas en el centro de la sala, separadas por tabiques bajos. A la izquierda, tengo tres despachos pequeños, con su puerta y ventana correspondientes. El resto del espacio está ocupado por lo de costumbre: más mesas, ruidosas máquinas de fax, papeleras de reciclaje y una enorme máquina de café. El despacho de nuestro jefe está en un piso superior, y hay un tramo de escalera que conduce a él como si fuera una casita en un árbol.
Sigo mirando la pantalla, esforzándome por concentrarme. Dudo que sea nada que pueda interesarme. Normalmente, se me da muy bien desconectarme de todo, pero están hablando, y mucho.
Concéntrate. Concéntrate.
De repente, Lydia me da un codazo en el hombro, y me doy cuenta de que está plantada junto a mi mesa, haciéndome muecas. Son unas expresiones extrañas, retorcidas, que pretenden ser sutiles, como para decirme «Mira detrás de ti» sin gritármelo en voz alta, que es lo que evidentemente quiere hacer.
«¡Por el amor de Dios!», pienso, mientras giro a regañadientes la silla ciento ochenta grados y veo a alguien en medio del barullo. Está rodeado, emboscado por colegas alborotados. Solo puedo distinguir un tono verde. Verde fuerte.
El corazón se me para un segundo, y otro. Puede que exagere si digo que otro más.
Un par de personas se apartan y voy subiendo la mirada desde el centro de la camiseta hasta que mis ojos se encuentran con un rostro conocido.
Coño. El tío de la ardilla.
Y, si eso es posible, bajo la luz dura de consulta de dentista que nos baña, está más bueno aún que cuando lo vi antes, esta misma mañana. Aunque es indudable que lo está pasando mal.
Pero ¿por qué está aquí? ¿Quién diablos es? ¿Tendrá una entrevista? A lo mejor ha venido a arreglar algo...
No, es demasiado complaciente para eso, y todo el mundo parece conocerlo.
—¿Quién rayos es ese, Lydia? —le susurro al oído; la pierna derecha me tiembla un poquito.
—Es Nick —me responde en voz igualmente baja, guiñándome un ojo.
Claro. ¡Mierda!
Nick se fue de vacaciones el día antes de que yo empezara, de modo que es la única persona que trabaja en The Cube a la que todavía no conozco. Sé, por el reparto de tareas de la cocina, que el martes le toca llevar la leche y el azúcar, y que toma té de menta con alcaravea. Por como hablaban los demás de él, siempre lo había tenido por un gilipollas de lo más pretencioso.
Al parecer, desde que Nick se fue, Kevin, de contabilidad, ha estado metiendo la pata en las facturas y deambulando apático por la oficina; Tom, de redacción, ha intentado asumir el papel de líder de la manada y ha fracasado estrepitosamente, y Rhoda ha vuelto incluso a fumar. Todos creen que Nick era un cachondo antes de que su novia lo dejara por otro. Si alguien me vuelve a contar aquella vez que Nick se disfrazó de árbol y se pasó dos horas en recepción sin que nadie se fijara en que era él, me echaré a llorar.
Tanto su novia como el tío que «se la birló» trabajaban aquí, según tengo entendido. Menudo lío.
Ahora ya no tendré que trabajar con un gilipollas histérico (lo que ya habría sido bastante malo), sino con una piltrafa de hombre con el corazón roto que seguramente irá dejando un rastro de mocos salpicados de lágrimas por dondequiera que vaya (lo que es peor aún).
Y esta piltrafa de hombre con el corazón roto es el chico del que casi me enamoré en el tren esta mañana.
¡Vaya chasco!
Nick
Normalmente, volver al trabajo es bastante aburrido, especialmente después de una estancia en Ibiza. Pero, desde luego, hoy no fue así.
Los últimos años he logrado escaquearme de las vacaciones de presupuesto ajustado y cargadas de alcohol. Los viajes a las islas españolas que hice con veintipocos años me dejaron muy marcado. Aunque por aquel entonces me lo pasé muy bien, ahora son el último lugar en el mundo al que querría ir. Ya he vomitado bastante en hoteles baratos, me he caído en suficientes piscinas y me he torcido demasiadas veces las extremidades mientras intentaba hacer alguna proeza estando como una cuba en vacaciones de este tipo. Basta de turismo de borrachera, gracias. Ya no me va.
Ahora prefiero las escapadas a alguna ciudad si voy con mis amigos. Nos siguen apeteciendo las mismas cosas (ligar con tías buenas, beber más de la cuenta y bailar), pero como hoy tenemos más dinero, lo hacemos en otro ambiente. En nuestras últimas salidas hemos fumado hierba en Ámsterdam, comido la mejor carne imaginable en París, ido de discotecas en Brooklyn y cosas así. Ya no somos unos críos.
Así que o bien dame ciudades guapas para ir de marcha totalmente desmadrado o lugares tropicales como las islas Fidji para vivir aventuras apasionantes. Me encanta contar mis anécdotas favoritas bajo las estrellas a alguna mochilera a la que no volveré a ver en la vida.
Pero muchos de mis amigos se acercan a marchas forzadas a los treinta, y yo no les voy demasiado a la zaga. La perspectiva de un cumpleaños tan señalado con su consiguiente fiesta provoca cosas extrañas en el cerebro masculino.
—Venga, hombre, te encantará, y es mi despedida de soltero. Tienes que venir, ¿no me fallarás, verdad? —dijo Ross la primera vez que surgió la idea de Ibiza mientras me daba un puñetazo en el brazo como un deportista americano. Había adquirido la costumbre de darme puñetazos en el brazo en la universidad y, desde entonces, nunca la ha abandonado. Lo hace para casi todo: cumpleaños, vacaciones, salidas nocturnas... Es algo molesto y, desde luego, ya es demasiado mayor para hacerlo, pero es su sello personal, así que supongo que no pasa nada. Siempre me imaginé que si no lográbamos encontrar la mujer adecuada, podríamos vivir juntos en un piso de solteros sin tener que madurar nunca, dándonos puñetazos amistosos por todos los campos de golf del país y todos los bingos del oeste de Londres. Pero ahora esta idea ha quedado bastante lejos.
Conocí a Ross, que es mi mejor amigo, en la universidad. Al principio, lo encontré un poco imbécil; era el típico chico escandaloso y pendenciero que siempre tenía que beber más que nadie y que, además, tenía más éxito con las mujeres, lo que me daba muchísima envidia. Es corpulento, pero no gordo, sino fornido, con las espaldas anchas y el pelo despeinado, con lo que tiene la pinta de acabar de salir de un campo de rugby. He descubierto que eso encanta a las chicas.
Después de apenas seis meses de vivir con él en la residencia de estudiantes, me di cuenta de que no estábamos compitiendo y que, de hecho, era un tío muy legal. Hasta me enseñó a hablar a las mujeres sin tartamudear o tirarles la copa encima. Ya sé que no es demasiado guapo, pero tiene una confianza increíble en sí mismo, lo que le permite lograr todo lo que se propone.
Evidentemente tenía que estar con él en su despedida de soltero, aunque eso implicara pasarme tres días sentado sobre un montón de estiércol de caballo. Se trataba de Ross...
Como ya dije, Ibiza es un lugar que no me habría imaginado visitando en estos momentos. Sudaba solo de pensar en discotecas abarrotadas y secuencias vomitivas de luces.
Protesté, de veras que sí, pero me ganaron. Todos ellos fueron rebatiendo cada uno de los otros sitios que sugerí. Al final, la culpa por ser «la última oportunidad de divertirnos antes del matrimonio», sumada a una rápida búsqueda en Google y a la promesa de que habría muchas chicas sexis bastó para decidir la cuestión.
Me dije que solo eran unos días, y que si se me hacía demasiado duro, siempre podía perderme por el centro histórico de Ibiza, del que todo el mundo se llena la boca.
No me costó demasiado hacer la maleta: bermudas, bermudas, calzoncillos, más bermudas y gel de ducha. Metí cinco libros en mi equipaje de mano; temía que si se perdían durante el viaje, podría perder mi única escapatoria si las cosas se torcían.
Me sentí agradablemente sorprendido: hubo algo en el ambiente que me animó a soltarme el pelo en cuanto aterrizamos en la isla. Hacía un calor terrible, y necesitaba pasármelo bien.
Después de una, o de unas cuantas cervezas de más, llegué a soltar más de una