La granja de cuerpos (Doctora Kay Scarpetta 5)

Fragmento

Creditos

Título original: The Body Farm

Traducción: Hernán Sabaté

1.ª edición: enero, 2015

© 2015 by Patricia Daniels Cornwell

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-318-6

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Al senador Orrin Hatch, de Utah,

por su lucha incansable contra la delincuencia»

Cita

 

 

 

 

 

Los que a la mar se hicieron en sus naves,

llevando su negocio por las aguas inmensas,

vieron las obras de Yahveh,

sus maravillas en el piélago.

Salmo 107: 23-24

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

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La autora

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1

El 16 de octubre, mientras el sol asomaba sobre el manto de la noche, unos ciervos tímidos se acercaron con cautela a las lindes de la oscura arboleda que se extendía ante mi ventana. Encima y debajo de mí, las cañerías gimieron y, una a una, las demás habitaciones se iluminaron al tiempo que los secos estampidos de unas armas que no alcanzaba a ver acribillaban el amanecer. Me había acostado y me levantaba con el sonido de disparos.

Es un ruido que no cesa nunca en Quantico, Virginia, donde la Academia del FBI es una isla rodeada de infantes de marina. Varios días al mes me quedaba a dormir en la planta de seguridad de la Academia, donde nadie podía llamarme sin mi consentimiento ni seguirme después de beber demasiada cerveza en la cafetería.

A diferencia de los dormitorios espartanos que ocupaban los nuevos agentes y los policías visitantes, en mi habitación había televisor, cocina, teléfono y un cuarto de baño que no tenía que compartir. No estaba permitido fumar ni tomar alcohol, pero sospecho que los espías y testigos protegidos que normalmente eran recluidos allí obedecían las normas tanto como yo.

Mientras el café se calentaba en el microondas, abrí el maletín para sacar un expediente que me estaba esperando a mi llegada, la noche anterior. No lo había examinado todavía porque era incapaz de arroparme con una cosa como ésa, de llevarme a la cama algo así. En este aspecto, yo había cambiado.

Desde la Facultad de Medicina, me había acostumbrado a exponerme a cualquier trauma en cualquier momento. Había hecho turnos de veinticuatro horas en urgencias y había realizado autopsias sola en el depósito hasta el amanecer. Dormir siempre había sido una breve escapada a un lugar oscuro y vacío del que muy rara vez guardaba recuerdo al despertar. Luego, con los años, poco a poco, se produjo cierto cambio a peor. Empecé a aborrecer el trabajo a altas horas de la madrugada y me volví propensa a las pesadillas: imágenes terribles de mi vida aparecían en la máquina tragaperras de mi inconsciente.

Emily Steiner tenía once años y su naciente sexualidad era apenas un rubor en su cuerpo infantil cuando, dos domingos antes, el 1 de octubre, había escrito en su diario:

¡Oh, qué feliz soy! Es casi la una de la madrugada y mamá no sabe que estoy escribiendo en el diario porque estoy en la cama con la linterna. Hemos ido a la cena comunitaria en la iglesia, ¡y he visto a Wren! He notado que me miraba. ¡Luego me ha dado un petardo! Lo he guardado cuando él no miraba. Lo tengo en mi caja de los secretos. Esta tarde hay una reunión del grupo de juventud y quiere que me encuentre con él antes ¡y que no se lo diga a nadie!

A las tres y media, de aquella tarde, Emily salió de su casa de Black Mountain, al este de Asheville, e inició el trayecto de tres kilómetros a pie hasta la iglesia. Con posterioridad, varios niños recordaron haberla visto marcharse sola después de la reunión mientras el sol se hundía tras las montañas, a las seis. Emily se desvió de la carretera principal, con la guitarra a cuestas, y tomó un atajo que rodeaba un pequeño lago. Según los investigadores, es probable que durante este paseo se topara con el hombre que horas más tarde le quitaría la vida. Tal vez se detuvo a hablar con él. O tal vez no advirtió su presencia entre las sombras crecientes mientras apretaba el paso de vuelta a casa.

En Black Mountain, una población del oeste de Carolina del Norte de unos siete mil habitantes, la policía local tenía muy poca experiencia en homicidios o en asaltos sexuales a niños. Desde luego, no había trabajado en ningún caso que fuera ambas cosas. En Black Mountain no habían prestado la menor atención a Temple Brooks Gault, de Albany, Georgia, a pesar de que su rostro sonreía desde la lista de los diez más buscados exhibidas por doquier. Los criminales notorios y sus fechorías no habían constituido nunca una preocupación en esta pintoresca parte del país, conocida por ser la cuna de Thomas Wolfe y Billy Graham.

Yo no pude comprender qué habría atraído a Gault a aquel lugar, hacia aquella frágil chiquilla llamada Emily que echaba de menos la compañía de su padre y de un muchacho llamado Wren. Pero cuando Gault había emprendido su ronda asesina en Richmond, dos años antes, sus actos también parecían igualmente faltos de lógica. De hecho, nadie había aún desentrañado su sentido.

Dejé mi suite y recorrí los pasillos acristalados bañados por el sol mientras los recuerdos del sangriento paso de Gault por Richmond oscurecían la mañana. En una ocasión le había tenido a mi alcance. Había llegado a rozarlo con mis dedos, materialmente, durante un segundo, antes de que saltara por una ventana y huyese. En aquella ocasión yo no iba armada y, en cualquier caso, no me correspondía a mí ir pegando tiros por ahí. Con todo, no había podido quitarme de encima la sombra de duda que había invadido mi ánimo entonces. Nunca había dejado de preguntarme qué más podría haber hecho.

El vino no ha conocido nunca un buen año en la Academia, y lamenté haber tomado varias copas la noche anterior, en la cafetería. Mi carrera matinal por la avenida J. Edgar Hoover fue peor de lo habitual. Pensé que no conseguía terminarla.

Los marines estaban instalando telescopios y sillas de lona de camuflaje a la vera de los caminos con vistas a los campos de tiro. Capté las atrevidas miradas masculinas mientras pasaba a su altura corriendo a marcha lenta, y aprecié que los ojos tomaban debida nota de la insignia dorada del Departamento de Justicia en mi sudadera azul marino. Probablemente los soldados me creían una agente femenina o una policía visitante, y me molestó imaginar a mi sobrina corriendo por esa misma ruta. Ojalá Lucy hubiera escogido otro lugar para hacer las prácticas. Yo había tenido una clara influencia en su vida y había pocas cosas que me atemorizaran tanto. Ya se había convertido en costumbre preocuparme por ella durante mis ejercicios de mantenimiento físico, siempre que me angustiaba darme cuenta de que me estaba haciendo vieja.

La HRT, la unidad de rescate de rehenes del FBI, había salido de maniobras. Las aspas del helicóptero batían el aire con un ruido sordo. Una camioneta cargada de tableros con marcas de disparos pasó rugiendo, seguida de otra caravana de soldados. Me desvié y tomé el camino, de un par de kilómetros, que conduce hasta la Academia, la cual podría pasar por un hotel moderno de ladrillo color canela de no ser por el bosque de antenas de sus tejados y por su ubicación, en mitad de la nada arbolada.

Cuando por fin llegué a la garita de guardia, zigzagueé entre los dispositivos pinchaneumáticos y levanté la mano en un saludo cansado al agente situado tras el cristal. Sudorosa y sin aliento, me disponía a terminar el recorrido cuando noté que un coche aminoraba la marcha a mi espalda.

—¿Intenta suicidarse, o algo así? —preguntó con voz potente el capitán Pete Marino desde el asiento del conductor de su Crown Victoria plateado.

Las antenas de radio se cimbreaban como cañas de pescar sobre el capó y, a pesar de mis incontables advertencias, él no llevaba puesto el cinturón de seguridad.

—Hay maneras más sencillas de matarse —repliqué a través de la ventanilla abierta del lado contrario—. No abrocharse el cinturón de seguridad, por ejemplo.

—Uno nunca sabe cuándo tendrá que bajarse del coche a toda prisa.

—Si tiene un choque, no cabe duda de que saldrá volando —respondí—. A través del parabrisas, probablemente.

Marino, experimentado detective de homicidios de Richmond, donde estábamos destinados los dos, había ascendido hacía poco y le habían asignado el Distrito Uno, la zona más jodida de la ciudad. El nuevo capitán participaba desde hacía años en el VICAP, el programa del FBI dedicado a la captura de delincuentes violentos.

Con cincuenta y pocos años, era una víctima de dosis concentradas de naturaleza humana contaminada, mala alimentación y peores bebidas, con unas facciones marcadas por las penalidades y orladas de cabellos canosos, cada vez más escasos. Marino estaba sobrado de peso, bajo de forma, y no era famoso por su buen carácter. Yo sabía que había venido para la reunión sobre el caso Steiner, pero me extrañó ver la maleta en el asiento de atrás.

—¿Se quedará un tiempo? —le pregunté.

—Benton me ha apuntado a Supervivencia en la Calle.

—¿A usted y a quién más? —insistí, pues el objetivo de Supervivencia en la Calle no era entrenar individuos, sino grupos de asalto.

—A mí y al grupo especial de mi distrito.

—Por favor, no me diga que echar puertas abajo forma parte de sus nuevas atribuciones.

—Uno de los placeres de que le asciendan a uno es encontrarse otra vez de uniforme y en la calle. Por si no se ha enterado, doctora, ahí fuera ya no se utilizan pistolitas baratas.

—Gracias por la advertencia —le respondí secamente—. Asegúrese de llevar ropa gruesa.

—¿Eh?

Sus ojos, cubiertos por las gafas de sol, estudiaban por los espejos retrovisores el paso de otros coches.

—Hasta las balas de pintura roja duelen.

—No pienso dejar que me acierten.

—No conozco a nadie que lo piense.

—¿Cuándo ha llegado? —me preguntó.

—Anoche.

Marino sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Le han contado algo?

—He repasado unas cuantas cosas. Al parecer, los inspectores de Carolina del Norte traerán la mayoría de los datos del caso esta mañana.

—Es Gault. Tiene que ser él.

—Hay paralelismos, desde luego —asentí con cautela.

Marino extrajo un Marlboro y se lo llevó a los labios.

—Voy a coger a ese maldito hijo de puta aun-que tenga que ir al mismísimo infierno para encontrarlo.

—Si lo encuentra en el infierno, será mejor que lo deje allí —murmuré—. ¿Está libre para almorzar?

—Si invita usted...

—Siempre invito yo.

Era un hecho.

—Como es debido. —Marino entró una marcha—. Para algo es doctora, ¿no?

Medio al trote y medio andando, atajé el camino y entré en el gimnasio por la puerta trasera. Cuando abrí la puerta del vestuario, tres mujeres jóvenes y atléticas, en diversos grados de desnudez, se volvieron a mirarme.

—Buenos días, señora.

El saludo, al unísono, las identificó al instante. Los agentes de la DEA, la Brigada Antidroga, eran famosos en la Academia por sus modales irritantemente corteses.

Empecé a quitarme las ropas húmedas con cierta timidez; no había llegado a acostumbrarme al ambiente, casi machista y militarista, de aquel lugar donde las mujeres no tenían el menor reparo en charlar o exhibir sus sentimientos sin nada encima más que las luces. Cogí la toalla y corrí a las duchas. Acababa de abrir el paso del agua cuando un par de ojos verdes familiares asomó al otro lado de la cortina de plástico y me sobresaltó. El jabón se me escapó de la mano y resbaló por el suelo de baldosas hasta detenerse junto a las Nike embarradas de mi sobrina.

—Lucy, ¿puedes esperar a que termine? —Cerré la cortina de un tirón.

—¡Joder! Len ha estado a punto de matarme esta mañana —dijo ella, feliz, al tiempo que devolvía el jabón al plato de la ducha con la puntera de la zapatilla deportiva—. Ha sido estupendo. La próxima vez que hagamos la pista dura de entrenamiento le preguntaré si puedes venir.

—No, gracias. —Me froté los cabellos con el champú—. No tengo ganas de romperme un hueso o de torcerme un tobillo.

—Pues te aseguro que deberías pasarla una vez, tía Kay. Aquí es un rito de iniciación.

—No. Para mí, no.

Lucy guardó silencio un instante; después añadió con cierta vacilación:

—Tengo que preguntarte una cosa.

Me aclaré los cabellos y me los aparté de los ojos antes de descorrer la cortina y mirarla. Mi sobrina estaba ante la ducha, sucia y sudorosa de pies a cabeza, con manchas de sangre en la camiseta gris del FBI. A sus veintiún años y a punto de graduarse por la universidad de Virginia, sus facciones se habían pulido hasta hacerla bastante guapa y sus cabellos castaño rojizo, que llevaba cortos, los había aclarado el sol. Recordé cuando su melena era larga y de un rojo más oscuro, cuando era una chica gordita y llevaba aparatos de ortodoncia.

—Quieren que vuelva después de la graduación —continuó—. El señor Wesley ha escrito una propuesta y hay muchas posibilidades de que los federales accedan.

—¿Y qué quieres preguntarme?

De nuevo, la ambivalencia golpeó con fuerza.

—Quería saber qué te parece.

—Ya sabes que hay congelación de plantilla...

Lucy me observó fijamente e intentó obtener una información que yo no estaba dispuesta a darle.

—De todos modos, no podría ser una nueva agente recién salida de la universidad —dijo—. La cuestión es incorporarme al ERF ahora, quizá mediante una beca. Respecto a lo que haré después... —se encogió de hombros—, ¿quién sabe?

El ERF era el Servicio de Gestión de Investigaciones del FBI, un austero complejo de reciente construcción en el mismo recinto de la Academia. Las actividades que se desarrollaban allí eran materia reservada y me mortificaba un poco que, siendo yo la jefa de Servicios Forenses de Virginia y patóloga forense consultora de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI, no estuviera autorizada a cruzar unas puertas que mi joven sobrina traspasaba cada día.

Lucy se quitó las zapatillas y los pantalones cortos y se desembarazó de la camiseta y del sujetador deportivo.

—Seguiremos la conversación más tarde —dije al tiempo que salía de la ducha y ella entraba.

—¡Ay! —se quejó cuando el agua le tocó las contusiones.

—Utiliza agua y jabón en abundancia. ¿Cómo te has hecho eso en la mano?

—He resbalado mientras bajaba un talud y se me ha enganchado la cuerda.

—Habría que poner un poco de alcohol, ahí.

—De ninguna manera.

—¿A qué hora sales del ERF?

—No lo sé. Depende.

—Nos veremos antes de que regrese a Richmond —le prometí, dispuesta a volver al vestuario.

Empecé a secarme el cabello y, apenas un minuto después, Lucy, tan desinhibida como las demás, pasó ante mí a paso ligero y sin otra cosa encima que el Breitling de pulsera que yo le había regalado por su aniversario.

—¡Mierda! —masculló entre dientes mientras empezaba a vestirse—. No tienes idea del trabajo que me espera hoy. Nuevo reparto del disco duro, recargarlo todo porque me estoy quedando sin espacio, incluir más, cambiar un montón de archivos... Sólo espero que no tengamos más problemas de hardware...

Sus quejas no sonaban muy convincentes. Lucy disfrutaba cada minuto del trabajo que llenaba su jornada.

—Mientras corría he visto a Marino. Se queda aquí esta semana —le comenté.

—Pregúntale si quiere hacer prácticas de tiro —me dijo.

Lucy arrojó las zapatillas al fondo de la taquilla y cerró con un estruendo entusiasta.

—Tengo la sensación de que va a hacer bastantes.

Mis palabras la alcanzaron cuando, ya en la puerta, se cruzaba con media docena de agentes más, vestidas de negro.

—Buenos días, señora.

Los cordones azotaban el cuero mientras las agentes de la Antidroga se quitaban las botas.

Cuando terminé de vestirme y hube dejado la bolsa de gimnasia en mi habitación, ya eran las nueve y cuarto y llegaba con retraso.

Crucé dos puertas de seguridad, bajé a toda prisa tres tramos de escaleras, tomé el ascensor en la sala de reserva de armas y descendí veinte metros hasta el nivel inferior de la Academia, donde normalmente transcurría mi calvario. Sentadas en torno a la gran mesa de roble de la sala de conferencias había nueve personas, investigadores de la policía, expertos en identificación del FBI y un analista del VICAP. Mientras en derredor se sucedían los comentarios, tomé asiento junto a Marino.

—Este tipo sabe mucho sobre pruebas forenses.

—Y cualquiera que haya estado entre rejas sabe mucho de eso.

—Lo importante es que se siente sumamente a gusto con esta forma de comportamiento.

—Para mí, eso indica que no ha pisado nunca la cárcel. —Añadí mi expediente al resto de material sobre el caso que circulaba por la sala y susurré a uno de los expertos del FBI que quería fotocopias del diario de Emily Steiner.

—Sí, bien, no estoy de acuerdo con eso —intervino Marino—. Que alguien haya pasado por la cárcel no significa que tema volver a ella.

—La mayoría de la gente, sí. Recuerde eso del gato escaldado y el agua fría...

—Gault no es como la mayoría de la gente. A él le gusta el agua hirviendo.

Llegó a mis manos un montón de hojas de impresora láser con imágenes de la casa de los Steiner, una vivienda de estilo ranchero. Al fondo, una ventana de la planta baja aparecía forzada; por ella, el asaltante había accedido a un pequeño lavadero de suelo de linóleo blanco y paredes a cuadros azules.

—Si tomamos en cuenta el vecindario, la familia y la propia víctima, parece que Gault se está volviendo más atrevido.

Seguí un pasillo enmoquetado hasta el dormitorio principal, donde la decoración consistía en un estampado en tonos pastel de ramitos de violetas y globos sueltos. Conté seis almohadas en la cama con dosel y varias más en un estante del armario empotrado.

—Sí, aquí estamos hablando de un margen de vulnerabilidad realmente escaso.

El dormitorio de decoración infantil era el de Denesa, la madre de Emily. Según su declaración a la policía, el asaltante la había despertado a punta de pistola hacia las tres de la madrugada.

—El tipo quizá pretende provocarnos.

—No sería la primera vez.

Según la descripción de la señora Steiner, su atacante era de talla mediana y complexión normal. Respecto a la raza, no estaba segura porque el hombre llevaba guantes, máscara, pantalones largos y chaqueta. El tipo la había atado y amordazado con cinta aislante de color naranja subido y la había encerrado en el armario. Después, había seguido por el pasillo hasta la habitación de Emily y, una vez allí, la había arrancado de la cama y desaparecido con ella en la oscuridad de la madrugada.

—Creo que debemos andarnos con cuidado y no obsesionarnos con el tipo. Con Gault.

—Buen consejo. Es preciso no actuar con ideas preconcebidas.

—¿La cama de la madre está hecha? —inquirí.

La conversación se interrumpió. Un investigador de mediana edad, con unas facciones relajadas y coloradas, asintió con la cabeza al tiempo que sus ojos azules y despiertos posaban la mirada, como un insecto, sobre mis cabellos rubios, sobre mis labios y sobre el fular gris que asomaba en el cuello abierto de mi blusa a rayas grises y blancas. La mirada continuó su inspección y descendió hasta mis manos para fijarse en el sello de oro de mi anillo y en el dedo anular, sin huella de alianza.

—Soy la doctora Scarpetta —me presenté sin la menor calidez, mientras su mirada recorría mi pecho.

—Max Ferguson, SBI, Asheville.

—Y yo soy el teniente Hershel Mote, de la policía de Black Mountain. —Un hombre pulcramente vestido de caqui y ya en edad de jubilarse se reclinaba sobre la mesa para tender una manaza encallecida—. Es un verdadero placer, doctora. He oído muchas cosas de usted.

—Según parece —Ferguson se dirigió a todo el grupo—, la señora Steiner hizo la cama antes de que llegara la policía.

—¿Por qué? —quise saber.

—Por recato, tal vez —apuntó Liz Myre, la única mujer del equipo de expertos del FBI—. Ya había tenido a un extraño en el dormitorio y esperaba la llegada de la policía...

—¿Cómo iba vestida cuando llegó la patrulla? —pregunté.

Ferguson consultó un informe:

—Un salto de cama rosa cerrado con cremallera, y calcetines.

—¿Era lo que llevaba en la cama? —preguntó detrás de mí una voz que no me resultó desconocida.

El jefe de unidad, Benton Wesley, cerró la puerta de la sala de conferencias al tiempo que nuestras miradas se cruzaban un instante. Alto y delgado, de facciones angulosas y cabellos plateados, vestía un traje oscuro y venía cargado de papeles y cartuchos de diapositivas. Nadie dijo nada mientras el recién llegado ocupaba su asiento en la cabecera de la mesa y garabateaba enérgicamente varias notas con una estilográfica Mont Blanc.

Sin levantar la mirada, Wesley repitió:

—¿Sabemos si la mujer iba vestida así cuando tuvo lugar el ataque? ¿O si se puso esa ropa después de los hechos?

—Yo lo llamaría una bata, más que un salto de cama —apuntó Mote—. Tela de franela hasta los tobillos, mangas largas, cremallera hasta el cuello...

—Lo único que llevaba debajo eran las bragas —indicó Ferguson.

—No te preguntaré cómo sabes eso —intervino Marino.

—El Estado me paga para que sea observador. Los federales, que quede claro —paseó la mirada en torno a la mesa—, no me pagan por cagadas.

—Nadie debería pagarte las cagadas, a menos que comieras oro —masculló Marino.

Ferguson sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Le molesta a alguien si fumo?

—A mí.

—Sí, a mí también.

—Kay. —Wesley deslizó hacia mí un grueso sobre de papel manila—. Informes de autopsia, más fotos.

—¿Xerocopias? —pregunté.

No me gustaba trabajar con ellas porque, como las imágenes de las impresoras de aguja, sólo resultan satisfactorias desde cierta distancia.

—No. En auténtico papel fotográfico.

—Bien.

—Estamos buscando el modus operandi característico del asaltante, ¿no es eso? —Wesley miró en torno a la mesa y varios de los presentes asintieron—. Y tenemos un sospechoso viable. O, al menos, digamos que suponemos tenerlo.

—Para mí, no hay la menor duda de que es él —asintió Marino.

—Sigamos revisando la escena del crimen; después pasaremos a las víctimas —continuó Wesley al tiempo que empezaba a hojear la documentación—. Y creo que, de momento, será mejor mantener fuera del asunto los nombres de delincuentes conocidos. —Nos observó a todos por encima de las gafas de lectura y preguntó—: ¿Tenemos un plano?

Ferguson distribuyó fotocopias.

—Están señaladas la casa de la víctima y la iglesia. También está marcado el camino en torno al lago que, se supone, tomó la niña de vuelta a casa tras la reunión.

A Emily Steiner, con su carita menuda y su cuerpecillo frágil, nadie le habría echado más de ocho o nueve años. En la fotografía escolar más reciente que le habían hecho, la primavera anterior, llevaba un suéter verde abotonado hasta el cuello y los cabellos, de color rubio pajizo, peinados con raya al lado y sujetos con un prendedor en forma de lorito.

Que nosotros supiéramos, no le habían tomado más fotos hasta la despejada mañana del martes, 7 de octubre, cuando un viejo llegó a la orilla del lago Tomahawk para disfrutar de un rato de pesca. Mientras el hombre procedía a colocar su silla plegable en un saliente fangoso junto al agua, había advertido un pequeño calcetín rosa que asomaba de un matorral cercano. A continuación, el viejo había observado que el calcetín estaba unido a un pie.

Ferguson procedió entonces a pasar unas diapositivas. Con el extremo de la sombra del bolígrafo proyectada en la pantalla señaló un punto y comentó:

—Descendimos por el camino y localizamos el cuerpo ahí.

—¿Y a qué distancia queda de la iglesia y de la casa?

—Un kilómetro y medio de cualquiera de los dos, si uno va en coche. En línea recta, un poco menos.

—¿Y el camino alrededor del lago sería el más directo?

—Sí, es un buen atajo. —Ferguson hizo un resumen de lo encontrado—: Tenemos a la niña tendida en el suelo con la cabeza hacia el norte. Tenemos un calcetín a medio sacar en el pie izquierdo y el otro en el derecho. Tenemos un reloj. Tenemos un collar. Llevaba un pijama de franela azul y bragas, que hasta la fecha no han aparecido. Ésta es una ampliación de la herida en la zona posterior del cráneo.

La sombra del bolígrafo se desplazó y encima de nosotros, a través de los gruesos muros, resonaron los estampidos amortiguados procedentes de la sala de tiro cubierta.

El cuerpo de Emily Steiner estaba desnudo. Tras un examen minucioso, el forense del condado de Buncombe había establecido que la niña había sufrido abusos sexuales y que las grandes manchas oscuras y brillantes de la parte interna de los muslos, el torso y el hombro que se veían en las imágenes correspondían a zonas en las que faltaba carne. La víctima también había sido atada y amordazada con cinta adhesiva anaranjada y la causa de la muerte era un único disparo en la nuca con un arma de pequeño calibre.

Ferguson pasó diapositiva tras diapositiva y, mientras las imágenes del pálido cuerpo de la chiquilla se sucedían en la oscuridad, se produjo un silencio. No he conocido a ningún investigador que se haya acostumbrado alguna vez a ver niños maltratados y asesinados.

—¿Sabemos qué tiempo hizo en Black Mountain desde el uno al siete de octubre? —pregunté.

—Cubierto. Cinco grados por la noche, quince a mediodía —respondió Ferguson—. Más o menos.

Me volví a mirarle.

—¿Más o menos?

—De promedio —explicó despacio mientras la sala se iluminaba de nuevo—. Ya sabe, se suman las temperaturas y se dividen por el número de días.

—Agente Ferguson, cualquier fluctuación significativa cuenta —respondí con un desapasionamiento que disimulaba el creciente disgusto que me inspiraba el individuo—. Un solo día de temperaturas inusualmente altas, por ejemplo, cambiaría el estado del cuerpo.

Wesley inició otra página de notas. Cuando hizo una pausa, me miró directamente.

—Doctora Scarpetta, si la niña hubiera muerto poco después del asalto, ¿en qué estado de descomposición se encontraría el cuerpo cuando fue descubierto, el siete de octubre?

—En las condiciones apuntadas, yo esperaría encontrarlo moderadamente descompuesto —le respondí—. También habría actividad de insectos y, posiblemente, otros daños posteriores a la muerte, aunque eso depende de lo accesible que resultara a los animales carnívoros.

—En otras palabras, si llevara una semana muerta debería tener mucho peor aspecto que ahí —señaló las diapositivas.

—Debería estar más descompuesta, sí.

Wesley sudaba profusamente; las gotitas brillaban como una orla en el nacimiento del cuero cabelludo y empapaban el cuello de la camisa blanca almidonada. Me fijé en las venas de la frente y del cuello, muy hinchadas.

—Me sorprende que los perros no se cebaran con ella.

—A mí, no. Esto no es la ciudad, con sus perros vagabundos por todas partes. Aquí los animales están encerrados o sujetos con correa.

Marino se entregó a su horrible costumbre de romper en pedacitos la taza de café de poliestireno.

El cuerpo de la pequeña estaba casi gris, de puro pálido, con una decoloración verdusca en el cuadrante inferior derecho. Tenía las yemas de los dedos secas y la piel se separaba de las uñas. Se apreciaba un desprendimiento del cuero cabelludo y rozaduras en la piel de los pies. No observé indicios de lesiones de defensa, cortes, magulladuras o uñas rotas que denotaran resistencia.

—Probablemente, los árboles y demás vegetación lo protegían del sol —comenté mientras unas sombras vagas nublaban mis pensamientos—. Y parece que apenas sangró, si lo hizo, por esas heridas. De lo contrario se apreciaría más actividad de depredadores.

—Vamos a suponer que la mataron en otra parte —intervino Wesley—. La ausencia de sangre, la ausencia de ropas, la situación del cuerpo y los demás datos parecen indicar que fue agredida y muerta en otra parte y, luego, arrojada donde la encontraron. ¿Puede decirme si eso de la carne que falta se lo hicieron post mortem?

—Sí, se lo hicieron cuando ya era cadáver, o hacia el momento de la muerte —respondí.

—¿Para eliminar huellas de mordiscos, otra vez?

—Con lo que tenemos aquí, no puedo determinarlo.

—En su opinión, ¿esas lesiones son parecidas a las de Eddie Heath?

Wesley se refería al muchacho de trece años que Temple Gault había asesinado en Richmond.1

—Sí. —Abrí otro sobre y extraje de él un fajo de fotografías de autopsias sujeto con bandas elásticas—. En ambos casos tenemos piel extirpada del hombro y de la parte interna superior de los muslos. Y a Eddie también le pegó un tiro en la nuca y luego se deshizo del cuerpo.

»También me sorprende que, a pesar de la diferencia de sexo, la constitución física de la niña y de ese chico eran parecidas. Heath era bajito, aún no había dado el estirón. Y la niña era menuda, casi prepúber.

»Hay una diferencia que merece la pena señalar —indiqué—: En los bordes de las heridas de la niña no se

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