El viaje de los cuerpos celestes

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: febrero 2016

© Javier González, 2016

© Mapas: Antonio Plata, 2016

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-334-6

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Créditos

Dedicatoria

Prefacio

1. Viñedo de don Bartolomé Sánchez, Roma, 31 de mayo de 1578

2. Abadía de Saint Michel, Pirineo francés, 8 de enero de 1579

3. Viñedo de don Bartolomé Sánchez, en Roma, 25 de septiembre de 1578

4. El cardenal Antonio de Granvela

5. En una casa de postas cerca de Pamplona

6. Casa del Bosque, en Valsaín, dos meses después de los sucesos de las catacumbas de Roma

7. Un lance de caza y «Cuerpos celestes»

8. Roma, Ciudad del Vaticano, 8 de marzo de 1579

9. Sitio de Maastricht, 15 de abril de 1579

10. La hermana Wenke visita las catacumbas

11. Sitio de Maastricht, 8 de abril de 1579

12. Wenke toma el control de «Cuerpos celestes»

13. Sitio de Maastricht, 9 de junio de 1579

14. Taberna Campo de Marte, Roma, 9 de marzo de 1579

15. Maastricht, 10 de junio de 1579

16. Catacumbas de Priscila, Roma, 8 de abril de 1579

17. Maastricht, 13 de junio de 1579, víspera del duelo

18. Catacumbas de Priscila, Roma, 14 de abril de 1579

19. Maastricht, 14 de junio de 1579, preparativos del duelo

20. El duelo, el desenlace

21. Catacumbas de Priscila, Roma, 21 de abril de 1579

22. Maastricht, 28 de junio de 1579, preparativos del segundo Asalto General

23. Roma, Catacumbas de Priscila, 25 de junio de 1579

24. Maastricht, 29 de junio de 1579, en la plataforma de asalto, frente a la Puerta de Bruselas

25. Maastricht, noche del 29 de junio de 1579

26. Roma, plaza de San Pedro, 29 de junio de 1579

27. Maastricht, 29 de junio de 1579

28. Emmanuel de Chalbaud, el negociador

29. El reclutamiento. Maastricht, 5 de julio de 1579

30. Conociendo a Chalbaud. Maastricht, 5 de julio de 1579

31. «Cuerpos celestes.» Y un secreto

32. Roma, 25 de agosto de 1579

33. Paso de San Gotardo, Suiza, primeros días de octubre de 1579

34. El Puente del Diablo

35. Bürglen, primera entrega

36. El hombre que olía a campos de lavanda

37. La Compañía Imperial del Gran Teatro de Viena

38. Martirio y entronización de san Mauricio en Stans

39. Las nuevas pautas para la expedición

40. «No estamos solos»

41. Un incendio

42. Consecuencias

43. El truco y una lección magistral

44. Un villancico y los Tres Reyes Magos

45. Los preparativos

46. La ceremonia

47. Múnich

48. Un menú catalán, camino de Waldsassen

49. Camino de Waldsassen

50. Un bautismo de última hora y un árbol lleno de ahorcados

51. Llega la escuadra de socorro de la Guardia Suiza

52. «Por el canto de un níquel»

53. Chalbaud en Milán

54. Burgrain, la etapa final

55. En la sacristía de la iglesia de Burgrain

56. La trampa

57. Último acto

58. Un cepo y la taberna de los Tres Ciervos, Innsbruck, 16 de mayo de 1580

59. El interrogatorio en la taberna de los Tres Ciervos

60. Manjar blanco en la taberna del Vino sin Agua

61. Una comida de confraternidad

62. Manjar blanco

63. Gayarre

64. En las cocinas de palacio

Epílogo

Nota del autor

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Dedicatoria

Para mi hermano Alberto

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Prefacio

Prefacio

Monasterio de Leyre, Navarra, verano de 1619

Le había hecho una promesa a aquella mujer. «No dejéis que la memoria de nuestro viaje se pierda», le había pedido ella. Y él le había jurado por su honor, que escribiría, «o haría escribir», una crónica de todo cuanto había acontecido en aquel viaje lleno de prodigios. No estaba cumpliéndolo. Gayarre, el anciano monje, se sentía incómodo por ello. Siempre pensó que la suerte le daría tiempo para cumplir su encargo. No se le había acabado su suerte, pero era consciente de que se le estaba acabando el tiempo. La Parca le ganaría por el reloj de arena, no por la guadaña. Miró de reojo al novicio que se afanaba amontonando sarmientos secos. El muchacho había viajado hacía un mes desde Bullas, Murcia, para ser entregado por su familia al monasterio de Leyre. «Me gustaría que os encargarais de su tutela, hermano Gayarre», le había pedido el abad del convento. A Gayarre siempre le encargaban la tutela de los novicios de vocación y temple más dudoso. Su proverbial mal carácter acababa espantándolos en un par de semanas y terminaban por renunciar al noviciado, abandonando el monasterio. Una boca menos para la abadía, en los cálculos del prior. «¿Sabe escribir?», solo había preguntado Gayarre. «Primorosamente», le había respondido el abad. No le contestó, tan solo se llevó al muchacho al scriptorium y le dictó, de memoria, los primeros párrafos de La Arcadia, de su amigo Lope de Vega. Cuando el muchacho terminó de escribir Gayarre repasó su grafía ayudado de una lupa. «Está bien, dile a Chupapollas que me quedo contigo. A prueba.»

El anciano monje miró entonces a las tupidas hileras de cepas que, como un mar de verdura brillante, les rodeaban en el viñedo. La «historia» que tenía pendiente de guardar para la memoria venidera también comenzó en un viñedo. Hacía muchos años, y muy lejos de allí, en Roma. Quizás era una señal para comenzar a saldar su deuda con aquella mujer. Deseaba ante todo irse ligero de equipaje, sin dejar cuentas pendientes. Y el novicio sería su herramienta. «La escribiré o la haré escribir», no sería faltar a su juramento.

El monje escupió en el suelo, como hacía muchas veces antes de iniciar una conversación.

—¿Queréis saber más de mí, joven novicio? ¿Queréis que os cuente mi vida? —Una sonrisa acuchilló el arrugado rostro del monje benedictino, que parecía seguir mirando a un punto indefinido del viñedo. O tal vez más lejos, allá donde la memoria se esconde.

—Me gustaría conoceros mejor, hermano Gayarre, si vais a ser mi preceptor —le reconoció con sorpresa y entusiasmo el joven aspirante a fraile.

El viejo monje terminó de atar la gavilla de sarmientos secos con el basto cordel que manejaba con pericia entre sus huesudas manos, cuyos dedos podrían confundirse con los nudosos pámpanos. Cuando hubo terminado su tarea se sentó con un resoplido quejoso en una peña cubierta de musgo seco, bajo la protectora sombra de un retorcido olivo centenario. Sonrió al cielo. Era un día luminoso y al anciano monje le gustaban los días limpios y con el sol fuerte, como a cualquier hombre que se está quedando ciego. Era un día magnífico para empezar a zanjar su juramento.

—Haced fuego, novato, tengo varias sorpresas para vos hoy —dijo mientras sacaba del bolsillo interior de su hábito un conejo recién cazado.

—¿De dónde lo habéis sacado? —le preguntó sorprendido el novicio.

—De uno de mis cepos.

—Al padre prior no le gusta que cacemos animalillos del bosque, dice que son criaturas de Dios, libres y...

—El padre prior es un lerdo chupapollas, por eso es padre prior. Y vos me guardaréis el secreto si no queréis que os muela a palos —le cortó—. Haced lumbre.

El muchacho no quiso tentar su suerte y empezó a preparar la leña para el fuego.

—Dicen que fuisteis soldado...

—Tengo muchos años, he sido muchas cosas —le respondió mientras desollaba con habilidad el gazapo.

—Y que conocisteis al papa Gregorio —continuó mientras sacaba de uno de sus bolsillos dos piedras de pedernal y un cabo chamuscado de borra. Las chicharras dejaron de cantar en los rastrojos, como respetando el comienzo del relato que el hermano Gayarre parecía disponerse a hacer.

—¿Qué edad tenéis? —le preguntó el anciano a su joven pupilo.

—Dieciséis ya —le contestó con orgullo, mientras enderezaba su espalda para parecer más alto.

—Con dieciséis años yo también era novicio. Ya veis, empecé bien chico de alimañero y cazador de lobos. Para a continuación, como os digo, vestir el hábito de novicio, con la edad que ahora tenéis. Fue entonces cuando dejé el ejército de Dios para alistarme en el ejército de los hombres que mataban en nombre de Dios. Y de resultas de aquella leva me vi embarcado en un viaje prodigioso que marcó el resto de mi vida... —Se detuvo casi sorprendido por el corolario de su existencia—. En realidad, el primer viaje prodigioso, si he de inventariarlos —se razonó a sí mismo—. Para terminar, después de recorrer medio mundo, del conocido y del que nunca pisaron los césares, vistiendo otra vez un hábito. Hay que joderse. Te crees que esquivas al destino, pero al final siempre corre más que tú, y te espera en la última mano con las mismas cartas con las que se abrió el juego. —Ensartó el conejo en una nudosa rama de encina—. Quizás os preguntéis por qué os estoy contando todo esto.

—Me hacéis un honor, hermano Gayarre.

—No lo hago porque me lo pidieseis ayer, después de las vísperas. Lo hago porque tenéis una letra clara y firme, me lo confirmasteis en el dictado que os hice en el scriptorium. —La llama prendió en la leña.

—¿Queréis que transcriba vuestra vida? —Los ojos del novicio se hicieron más grandes por la sorpresa.

—No todo, solo lo que os cuente. Por una deuda que trabé un día. —Sacó de su zurrón dos horquillas de hierro, las clavó en el suelo y dejó el conejo ensartado dorándose al calor de las llamas—. Lo he ido dejando —se sinceró más con sí mismo que con el novicio—. Mi tiempo aquí se acaba como el cabo de la vela de una viuda. Imaginaos, novicio —le dio media vuelta al espeto—, que sea cierta toda esa zarandaja de que la misericordia de Dios es infinita y que mi alma negra y pecadora acaba, contra todo pronóstico y justicia, en el cielo.

—Estoy seguro de ello, hermano Gayarre.

—A vuestra edad se está seguro de todo porque no se sabe nada de nada. —A Gayarre le reconcomía esa absurda idea. Ir al cielo y encontrarse cara a cara con la acreedora de su juramento sin haberlo cumplido. Temía más a su furia que a Satanás.

—¿Cuándo queréis empezar? —El novicio no quería desviar el asunto a vericuetos teológicos, que tanto le aburrían. El hermano Gayarre era una auténtica leyenda en el monasterio de Leyre. ¡Y él tenía la posibilidad de escribir la crónica de su vida!

—Ahora mismo, llevo cagando sangre dos meses, no sobreviviré al invierno.

—¿Por qué no acudís al hermano boticario? Seguro que él...

—Por la misma razón que no me entrego a la Inquisición —le cortó mientras giraba con maña el conejo ensartado, para que se asara por igual—. Muchacho, estoy deseando recogerme, aquí ya no me quedan lienzos que pintar. He vivido una buena vida. He luchado, amado, fornicado y bebido al lado de la gente más extraordinaria que podáis imaginaros. Y he visto cosas que solo unos pocos hemos visto. Pero antes de recoger el toldo he de contaros una historia, una historia que no es pequeña porque cambió la vida de mucha gente, entre otras la mía. Y, como ya os he dicho, le prometí a alguien que no dejaría que se perdiese en el olvido. Así que abrid las orejas. —Sacó el conejo de la lumbre—. Esto ya está.

De su zurrón extrajo un pucherillo de barro, destapó el corcho de la boca y mojó una tajada de conejo en la salsa que contenía el recipiente. A continuación se la ofreció al novicio.

—Tomad, perillán, será lo mejor que comeréis hasta que volváis a comer otra vez conmigo.

—Dios bendito, esto está, está... —comenzó a balbucir el muchacho con los ojos brillantes de satisfacción después del primer bocado.

—Cojonudo. —Le ayudó en la descripción de sabores—. Es una salsa de tomate triturado y especiado que solo sé hacer yo. Y ahora a la tarea. Empezaremos por el principio, por guardar un orden. —Se metió una tajada de conejo en la boca para darse tiempo a organizar sus recuerdos mientras masticaba—. Yo era novicio, como ya os había dicho, en la perdida abadía de Saint Michel, en el Pirineo francés, al otro lado de la raya navarra. Novicio sin mucha convicción y por poco tiempo. Corría entonces el año del Señor de 1579... Pero, no. —Se detuvo—. Debería empezar a contaros mi historia y la de mis compañeros de aquel prodigioso viaje, un poco más atrás. Realmente esta historia comenzó en un viñedo, probablemente muy parecido a este, en Roma. Y empezó por casualidad —pareció reflexionar—. Porque las grandes historias se tejen muchas veces con hilos de azar, con sucesos que nadie tenía previstos...

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1. Viñedo de don Bartolomé Sánchez, Roma, 31 de mayo de 1578

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Viñedo de don Bartolomé Sánchez,

Roma, 31 de mayo de 1578

El joven Manuel se subió con decisión al pescante del carro de los sarmientos secos. Era su primer día de trabajo y quería causar buena impresión a todos. Sobre todo a su padre, el dueño del viñedo, que no le había quitado ojo de encima desde que había clareado el día.

Don Bartolomé miró al muchacho con el rabillo del ojo, mientras hacía como que apuntaba unas notas en una resma de papel doblado. La camisa del chico estaba empapada de sudor, le satisfizo aquella imprimación física, sudor era igual a trabajo.

—Al cenicero con ese carro, Manuel —le gritó con la misma voz de mando que utilizaba para cualquiera de sus peones.

El «cenicero» era la explanada donde se quemaban los sarmientos secos y las cepas de viñas malogradas.

Manuel sacudió con decisión los correajes que dirigían a Margarita, la mula uncida al carro. La acémila se movió al notar el cuero en sus lomos, más por costumbre que por imperativo del conductor. El carro se encaminó hacia el cenicero navegando entre las verdes hileras de viñedos por el estrecho lindero de tierra roja.

Manuel se sentía el hombre más afortunado y orgulloso del mundo en su primer día de trabajo, conduciendo uno de los carros de su padre.

—¡Arre mula! —gritó sin disimular su alegría.

Y, entonces, sin ningún sentido, tan solo con el aviso de un leve crujido seco, el suelo cedió repentinamente debajo de ellos y carro, acémila y conductor fueron tragados por la tierra.

Don Bartolomé vio cómo el carro desaparecía de repente entre las hojas de un verde casi tierno, brillante por la luz del sol que bañaba las hileras de viñedos. Arrojó la resma de papel al suelo y corrió hacia donde unos instantes antes estaba el carruaje que conducía su hijo. Mientras corría apartando pámpanos y hojas de las viñas, una nube gigantesca de polvo gris como la ceniza emergió con violencia delante de él.

Don Bartolomé llegó al borde del enorme cráter. La espesa neblina cenicienta, que formaba gruesos bucles con vida propia, cubría aquella boca infernal. Una vaharada de aliento pútrido, sucio y encerrado por siglos salió de las entrañas de la sima y le envolvió por completo. La adrenalina que circulaba por su cuerpo bloqueó la náusea.

—¡Manuel, Manuel! —empezó a gritar desesperado, llamando a su hijo.

—¡Estoy aquí, padre! ¡Estoy bien! —respondió la voz del muchacho desde el interior de las madejas de brumas.

Su padre no pudo esperar más y se introdujo en el interior de la fosa. Las paredes del embudo que formaban los escombros del derrumbamiento eran muy inclinadas. Don Bartolomé, ciego en la boira de polvo y tierra, trastabilló y cayó rodando por el talud hasta dar con sus huesos en las maderas astilladas de un lateral del carro destrozado.

—¡Manuel! —gritó de nuevo, escupiendo tierra y polvo.

—¡Aquí, padre, aquí! —El muchacho le guiaba con su voz, que ya sentía próxima.

Un nuevo estrépito de derrumbe alteró aún más el ánimo del dueño del viñedo.

—¡Patrón! ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? —retumbó cerca la voz conocida de Marzio, el capataz.

—¡Aquí, Marzio, ayudadme a sacar al chico!

El fiel mayoral, sin dudarlo un instante, se introdujo en el feroz cráter.

La nube de polvo comenzó a posarse, y los dos hombres empezaron a distinguir siluetas y perfiles. Allí estaba el muchacho. Se acercaron hasta él sorteando escombros, maderas del carro y una maraña de sarmientos secos.

—La pierna, padre, creo que la tengo quebrada —dijo con un gruñido el chico cuando intentaron liberarle del pescante.

—No te preocupes, chico, enseguida te sacamos —dijo el capataz mientras empezaba a apartar todo lo que cubría al muchacho.

El polvo del derrumbamiento empezaba a desaparecer con rapidez.

—Lo siento, padre, no sé lo que ha pasado, yo...

—Dios santo, hijo, no ha sido culpa tuya —le cortó el padre—, probablemente se ha derrumbado una dolina, en Roma hay muchas. Lo importante es que estás bien, gracias a Dios.

—La mula, padre... —La reciente claridad ahora le permitía distinguir el cuerpo semienterrado de Margarita, con el cuello doblado en un ángulo imposible y con los ojos abiertos en un último espanto.

—No te apures por la acémila, tu padre tiene más mulas, pero hijos solo te tiene a ti —dijo Marzio, con la sencilla franqueza que solo poseen los hombres de campo, mientras no dejaba de mover pesados escombros con sus fuertes brazos.

Los hombres siguieron desescombrando en silencio mientras la niebla del derrumbe desaparecía con rapidez y la luz del sol inundaba en jirones el fondo del cráter.

—Padre —dijo casi en un susurro el muchacho, mientras miraba con asombro al nuevo impresionante escenario que se transformaba en segundos ante sus ojos—. Esto no es el interior de una dolina...

Los dos hombres dejaron de mover cascotes y levantaron la vista.

—Santo Cristo —musitó el capataz con el rostro cubierto de polvo, mientras se persignaba.

Arriba, asomando sus cabezas por el inmenso círculo de luz que formaba el cráter, decenas de peones también se cruzaban el pecho haciendo la señal de la cruz ante lo que veían en el fondo de la sima.

—Pero ¿dónde había caído el carro, si aquello no era una dolina? —preguntó intrigado el novicio.

—En el interior de la cripta más grande de las Catacumbas de Priscila, muchacho. Las catacumbas llevaban selladas, perdidas y olvidadas desde hacía más de mil quinientos años. Hasta que el techo de aquella cripta cedió bajo el peso del carro. No debe ser muy agradable descubrir, de repente, que estás en una cripta gigantesca, a ocho metros de profundidad, y rodeado de esqueletos que te observan desde sus nichos.

—No conocía esa historia de las catacumbas —admitió el novicio.

—Y cada vez la conoce menos gente, muchacho —reconoció el monje—. Y es que, la memoria, si no queda escrita, muere con nosotros. Ahora sí os contaré de mi corta vida de novicio. Y del conocimiento de un hombre y de un nombre que cambió mi vida para siempre. Prestad buena atención a mi cháchara. Porque todo esto que hoy os cuento, mañana lo quiero por escrito; si no queréis que os muela a palos en las cochiqueras. Yo no doy gratis ya, ni la conversación.

El novicio puso los cinco sentidos en escuchar y memorizar la plática de su preceptor.

Gayarre era una leyenda en el convento, y como todas las leyendas tenía sus esquinas oscuras. Bajo ningún concepto el novicio quería ser apaleado entre los purines de las cochiqueras del monasterio de Leyre.

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2. Abadía de Saint Michel, Pirineo francés, 8 de enero de 1579

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Abadía de Saint Michel,

Pirineo francés, 8 de enero de 1579

El día era frío y desapacible. Tachonado el cielo de nubes de un gris plomizo y pesado. Ventoso, con rachas que venían del norte y que portaban en sus invisibles entrañas minúsculos cristales de hielo, de los que te tajan el rostro si no lo tienes curtido o barbado. La rutina de la abadía se había roto con las primeras luces de la mañana cuando aquellos ocho peregrinos que regresaban de Santiago habían pedido hospital en la puerta del cenobio. El prior, que fue avisado por el hermano portero, observó al grupo de visitantes desde lo alto de la tapia fortificada, con la puerta del convento cerrada a cal y canto. No eran tiempos de descuidos ni de caridades a tontas y a locas. «Que por la caridad entró la peste que había diezmado a media Europa, y ahora se te podía colar una banda de forajidos o de luteranos, tanto daba, y darte el saco», recordó sus propias palabras el prudente abad.

—¿Quién sois vuestras mercedes y qué deseáis de las nuestras? —preguntó el superior en latín.

—Peregrinos de Santiago —respondió en la misma lengua el que parecía el jefe del grupo, levantando el cayado que portaba una concha de vieira en su extremo—. Italianos, reverendísimo pater, de vuelta a Nápoles después de muchas penalidades. Hemos extraviado el camino en los Pirineos. Estamos agotados y hambrientos, os pedimos hospital, por caridad.

El prior meditó todavía un instante si dar la orden de levantar la tranca de la puerta del convento al hermano portero, que le miraba expectante. Aquellos hombres con sus largos capotes pardos encerados, adornados por conchas de vieiras, sus sombreros calados y sus largos bastones de marcha, tenían todo el aspecto de verdaderos peregrinos. Era difícil negar hospital a un grupo de peregrinos del Camino de Santiago. A decir verdad, después de la peste negra el número de penitentes a la tumba del Apóstol había disminuido dramáticamente. Porque la terrible mortandad había eliminado posibles candidatos al Camino y porque viajar se había convertido en una actividad de riesgo y transmisión de la enfermedad. Para colmo, Lutero y su Reforma no habían sido muy amables con los venerables restos del Apóstol. «No se sabe si allí yace Santiago o un perro o un caballo muerto. Por eso dejadle yacer y no vayáis allí», había llegado a decir el blasfemo Lutero.

Estas circunstancias y el deseo de tener noticias del exterior en aquel convento aislado del mundo, venció los últimos temores del rector. Se desatrancó la puerta y los caminantes pasaron al interior del cenobio. El padre prior condujo a los recién llegados al refectorio.

—Llegáis en buena hora, hermanos peregrinos, pues es la hora de almorzar —anunció amable el abad—. En nuestra mesa podréis reponer fuerzas antes de retomar vuestro viaje.

Sentados a una de las cuatro alargadas mesas del refectorio, separados del resto de los monjes, se encontraban seis hombres de armas. El ojo del jefe de los peregrinos se fue hacia ellos, gesto que no pasó desapercibido al superior del convento.

—Estos caballeros —dijo, señalando a los jaques— son la escolta de nuestro último novicio, hijo de un gentilhombre de Pamplona, que...

—Vaya, Moncada —dijo el que parecía el jefe de los rufos, interrumpiendo la presentación y levantándose de la mesa mientras se echaba mano a la empuñadura del estoque—. Por lo que veo, ahora sois peregrino. —Le observó de arriba abajo con una media sonrisa llena de desprecio—. ¿Os han echado definitivamente del Tercio y habéis cambiado vuestra claymore por conchas?

—¿Os conocíais? —preguntó con cierta reserva el prior, que se maliciaba un conocimiento tormentoso, mientras se acordaba de la caridad y la peste.

—Nos conocemos de una vida que yo tengo en pausa y vuestro huésped en fuga, me temo —reconoció el presunto peregrino, volviéndose al abad sin dejar de mirar con el rabillo del ojo al comensal alzado—. Vuestro invitado se hacía llamar Platerías, y es un desertor del Tercio Viejo de Sicilia, mi querido abad. Nos abandonó en plena batalla en Mook —continuó Moncada, volviéndose ligeramente hacia el monje—. Supongo que ahora pone su hierro a sueldo y que aquí siempre os pedirá de comer, gallina, capón, liebre o conejo —terminó con una sonrisa cargada de desprecio.

—¡Maldito seáis, Moncada! —gritó Platerías, desenvainando su vizcaína a medias.

Solo a medias porque de entre los faldones del capote de Moncada, surgió como un rayo plateado la hoja de una larga espada, que ensartó de lado a lado al desertor Platerías, volviendo a sentarlo en su banco, con los ojos muy abiertos.

—Mi claymore, por la que preguntabais —dijo sin perder la sonrisa el jefe de los cada vez más presuntos peregrinos.

—Entonces, aquellos hombres no eran peregrinos, ¿verdad? —preguntó el novicio que había seguido con atención el relato de su tutor.

—Tenéis una inteligencia afilada como la espada de Moncada, muchacho —contestó Gayarre—. Ni peregrinos ni penitentes eran nuestros visitantes. Ciertamente os estoy contando aquella escena tal como me la contaron más tarde. Yo no estaba en el refectorio en ese momento. En realidad, yo estaba desplumando capones en la cocina, junto al chico que habían traído los rufos. Desde allí escuchamos la pajarraca que se formó en el comedor. Y salimos despavoridos a escondernos porque pensamos, con buen juicio, que una banda de luteranos, calvinistas, hugonotes o todos juntos a la vez estaban asaltando la abadía. Aquellos eran malos tiempos de luchas de religión y en el convento vivíamos con el miedo metido en el cuerpo de que pudieran venir a darnos el oremus en cualquier momento.

—¿Mataron a todos?

—Solo a los matasietes que guardaban a mi compañero. A los monjes no les tocaron ni el hábito. La cosa no estaba así planeada, me reconoció Moncada más tarde. Pero por esto y por lo otro, cuando cargas hierros encima, a veces las cosas se enredan.

Tres de los falsos peregrinos armados sacaron a los dos novicios escondidos a empujones al patio del claustro de la abadía. Allí estaba el resto del grupo de asaltantes. Otros cinco penitentes falsarios, que de peregrinos no tenían ni las conchas que habían cosido a sus capotes, donde algunos todavía limpiaban sus dagas sanguinolentas en los faldones. En el empedrado del patio yacían alineados como venados recién cazados en montería, los cuerpos de los seis mercenarios que vigilaban al novicio Pedro de Tolosa. La docena de monjes auténticos que regentaban el cenobio permanecían de pie, en fila y en silencio, todavía dudando de su suerte.

—¿Quién de vosotros dos es Pedro de Tolosa? —les preguntó Moncada a los novicios recién llegados.

Los dos muchachos guardaron silencio. Pero uno agachó la cabeza y el otro miró con calma al caudillo de los forajidos.

—No pretendo haceros ningún daño —intentó que el tono de sus palabras fuera amable—. No mato muchachos, solo hombres de armas. —Miró entonces los cadáveres de los rufos—. Pero he venido a llevarme al novicio al que llaman Pedro de Tolosa, que entró con fuerte escolta en este convento hace treinta y un días. Por fuerza tenéis que ser uno de los dos.

El novicio que no escondía la mirada observó con detenimiento al hombre que acababa de hablar. Mediada la treintena, y en magnífica forma física. El cabello oscuro y largo, recogido en una badana de tela negra para que no le molestara en el duelo. Bigote espeso y de puntas fieras, perilla también afilada. Patillas leoninas. Pero lo peor, o lo mejor, era su mirada. Dura y fría, de las que ya han visto mucho, quizá demasiado.

—¿Por qué vestís de peregrino? —le preguntó el novicio que no había agachado la cabeza. El muchacho hablaba español con un fuerte acento mixturado de catalán y francés.

Uno de los asaltantes torció el gesto y se fue hacia el muchacho que había hecho la insolente pregunta. El jefe de la cuadrilla cortó sus pasos con un gesto.

—No sabíamos de cierto cuántos hombres guardaban al chico. Convendréis conmigo que despierta menos inquietud acercarse a un convento vestido de peregrino que de jaque o soldado, enseñando más hierro que Vizcaya. El efecto sorpresa viene muy bien a los que sorprenden, peor a los sorprendidos —le reconoció calmoso.

—¿Por qué estáis aquí? —volvió a preguntar el muchacho.

—Por mandato del padre de vuestro compañero —contestó Moncada, que ya tenía claras las identidades—. Mi mandante es don Juan de Gayarre, un hombre rico y poderoso. Tanto que ha podido pagar mi espada y la de mis hombres. Tu compañero —dijo, señalando al novicio que acababa de levantar la cabeza y miraba a todos con asombro— es un bastardo. Un bastardo con suerte, porque al fin y a la postre es hijo de mi pagador. A la mujer de Juan Gayarre, la legítima, y a sus dos hijos con papeles le dieron la blanca hace quince días en un incendio en Pamplona. Cosas que pasan. Don Juan no quiere que se pierda su apellido, por la edad no tiene fuerzas para seguir firmando progenie así que se ha acordado de su natural. —Miró de nuevo al sorprendido novicio—. Por lo que dibujáis en la cara veo que no teníais ni idea de esta historia. —Hizo otros gestos a sus hombres para que se lo trajeran a su lado—. No os atribuléis —puso su enguantada mano en su hombro cuando lo tuvo frente a él—, os acaba de tocar el «Galeón de las Indias», muchacho —le dijo con una sonrisa.

—¿Por qué su guardia armada? —volvió a preguntar el novicio que nunca había humillado la cabeza.

El hombre mal encarado volvió a ponerse en marcha hacia él. Su movimiento volvió a ser cortado por otro gesto de su jefe.

—La difunta esposa de don Juan conocía la existencia del bastardo. Debía recelar del chico porque conocía la querencia de su marido hacia él. Ya sabéis, cada gallina protege los polluelos de su puesta. Así que, con el buen juicio de los que lo tienen malo, lo mandó a pudrirse a este convento, al otro lado de los Pirineos, para poner tierra por medio. Los matasietes que le guardaban, tenían orden de aliviarle de rentas y deudas al muchacho, si su marido intentaba ponerse en contacto con su hijo. La difunta, para fortuna de él y de nos, debía de ser mujer de bolsa prieta, porque los bravos que alquiló estaban muy verdes. Yo soy mucho más caro, pero hago muy bien mi trabajo. Así que todo ha salido a pedir de boca. Fin de la historia. —Miró de nuevo al hombre que había detenido dos veces con un gesto y le hizo una leve inclinación de cabeza.

En dos rápidas zancadas llegó hasta el novicio y le derribó de un violento puñetazo.

—No volváis a dirigiros al capitán si antes no os ha dado la palabra —le escupió el hombre que acababa de golpear al joven que yacía en el suelo.

El aprendiz de monje, a pesar de su aturdimiento, se levantó del barro.

—Capitán, quiero seguir hablando con vos —dijo, levantando

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