La seductora (La saga Montgomery 7)

Fragmento

Creditos

Título original: The Temptress

Traducción: Edith Zilli

1.ª edición: marzo, 2016

© 2016 by Jude Deveraux Inc.

© 2016 by Lisa Falkenstem

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Publicado por acuerdo con el editor original, Pocket Books, una División de Simon & Schuster, Inc.

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-355-1

Diseño de cubierta: MRH

Diseño de colección: Ignacio Ballesteros

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Prólogo

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La saga Montgomery

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Prólogo

Un hombre salió de la oficina de Del Mathison, cerrando la puerta detrás de sí. Era alto, delgado y de pelo oscuro. Permaneció de pie allí, tensos los músculos de la mandíbula, como si estuviera pensando en lo que acababa de oír. Al cabo de un momento abandonó el vestíbulo para pasar al salón, lleno de costosos muebles.

En ese cuarto había otro hombre, apoyado contra la repisa de la chimenea vacía. También era alto, pero tenía el aspecto blando y acicalado de quien se ha pasado la vida bajo techo. Su pelo rubio estaba perfectamente recortado; asimismo era perfecto el corte de su ropa.

—Ah —dijo el rubio—, usted ha de ser el hombre que contrató Del para llevarme al lugar en que está su hija.

El moreno se limitó a asentir. Parecía algo incómodo y sus ojos se desviaban sin cesar hacia los rincones del cuarto, como si temiera que pudiera haber alguien escondido por allí.

—Soy Asher Prescott —dijo el rubio—. ¿Le explicó Del Mathison mi parte en esta misión?

—No —respondió el moreno. Su voz no sólo se oía; también se la percibía por sus vibraciones.

Prescott tomó un cigarro de la caja que estaba sobre la repisa y lo encendió antes de explicarse.

—La hija de Del tiene un capricho. —Se interrumpió para echar un rápido vistazo a su interlocutor—. Es decir, tiene la manía de meterse en dificultades. Desde hace varios años, Del le permite que se dé el gusto, pero ella sale de un conflicto para caer en otro. Supongo que usted ha oído hablar de Nola Dallas, la periodista. —Hizo una pausa—. No, claro, quizás usted no sabe nada.

Aspiró hondamente el humo del cigarro, esperando, pero el moreno no respondió.

—Bueno, el caso es que el padre está harto y ha decidido obligarla a entrar en razón. Ahora la mujer se encuentra al norte de aquí, en la casa de unos conocidos. —Hizo una mueca de disgusto—. La pobre muchacha está convencida de que Hugh Lanier, el hombre en cuya casa está de visita, ha incitado a los indios a masacrar misioneros. La acusación es ridícula; Del tiene razón al pretender que es hora de terminar con esas tonterías.

Prescott estudió al moreno, que miraba por la ventana. Del había dicho que ese hombre podía guiarlos por cualquier parte del Territorio de Washington. Más aún, había agregado que hasta sabía cómo cruzar la selva pluvial, que se consideraba impenetrable.

—El plan —continuó Prescott— consiste en sacar a la hija de Mathison de la casa de Lanier, aunque sea por la fuerza, para devolverla a su padre. Usted debe conducirnos por la selva pluvial de modo que yo tenga tiempo para estar a solas con la señorita Mathison. Para cuando estemos de regreso, confío haberme comprometido con ella.

El moreno se volvió para mirarlo fijamente.

—Yo no someto a las mujeres.

—¿Quién habla de someterla? —exclamó Prescott—. Es una solterona de veintiocho años, que ha viajado por todo el mundo escribiendo esos absurdos artículos lacrimosos, sin que ningún hombre la haya deseado nunca.

—Y usted la desea.

Prescott apretó el cigarro con los dientes.

—Lo que deseo es esto —manifestó, recorriendo la sala con la vista—. Del Mathison es rico y poderoso, y no tiene más herederos que esa hija asexuada, de cara caballuna, que cree poder salvar al mundo de todos sus males. Quiero que aclaremos bien las cosas desde un principio, usted y yo. ¿Me ayudará usted o se me opondrá?

El moreno tardó un rato en responder.

—Si ella quiere, puede quedársela.

Prescott sonrió alrededor del cigarro.

—Oh, me querrá, sí. A su edad estará contenta con cualquier hombre que se presente.

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1

Christiana Montgomery Mathison hundió la mano en la tina para verificar la temperatura del agua, y luego comenzó a desvestirse. Sería agradable tomar un baño después de haber pasado el día montada a caballo y muchas horas encorvada frente al escritorio, escribiendo. Y tenía el artículo terminado; mañana emprendería el duro viaje de regreso a casa.

Cuando estuvo desnuda se dio cuenta de que no había tomado su bata y se acercó al gran armario de dos puertas para buscarla.

Al abrir la puerta de la derecha se le detuvo el corazón por un instante. Dentro del armario había un hombre, de pie, con los ojos y la boca muy abiertos; miraba con fijeza el lindo cuerpo desnudo de Chris. La joven, avispada por su larga práctica de periodista, cerró violentamente la puerta e hizo girar la llave. El hombre comenzó a golpear desde adentro, pero con suavidad; al parecer no deseaba que lo descubrieran.

Chris había dado un paso hacia la cama, pues pensaba tomar el cubrecama para taparse, pero las cosas ocurrieron demasiado aprisa, sin darle tiempo para poder reaccionar.

El lado izquierdo del armario se abrió detrás de ella. De esa puerta salió otro hombre, que la tomó en brazos antes de que ella hubiera podido siquiera tomar aliento o verle la cara. La muchacha quedó con la cara apretada contra su pecho y él la rodeó con los brazos, apoyando una mano en los hombros desnudos y la otra apenas por sobre la curva de las nalgas.

—¿Quién es usted?, ¿qué quiere? —preguntó ella. La horrorizó el miedo que revelaba su voz. El hombre era corpulento; intentar la huida sería inútil—. Si lo que busca es dinero... —Pero los brazos se ciñeron en torno de ella, sin permitirle acabar la frase.

La mano izquierda del hombre comenzó a acariciarle el pelo, que le colgaba hasta la mitad de la espalda; los dedos se enredaron suavemente en aquella rubia suavidad; a pesar del miedo, aquello la tranquilizó un poco. Logró girar la cabeza a un lado para respirar con más facilidad, pero él no le permitió mover el cuerpo.

—Déjenme salir de aquí —siseó el hombre encerrado en el armario.

El que sujetaba a Chris no reaccionó; se limitó a acariciarle el pelo, mientras su diestra descendía poco a poco por la espalda, hacia las nalgas. Era la primera vez que Chris sentía el contacto de un hombre en su piel desnuda; aquellas manos ásperas, encallecidas, resultaban agradables.

Ya repuesta, comenzó a debatirse, con intención de liberarse, pero él la sujetó con firmeza, sin hacerle daño, aunque sin dar muestras de soltarla.

—¿Quién es usted? —insistió ella—. Dígame qué desea y trataré de dárselo. No tengo mucho dinero, pero mi brazalete tiene algún valor. Se lo traeré si me suelta.

Como intentara moverse una vez más, él la retuvo prontamente. Chris soltó un suspiro de frustración y volvió a relajarse.

—Si su intención es poseerme por la fuerza, le advierto que me defenderé como usted ni siquiera imagina.

Le arrancaré parte de la piel para remplazar lo que usted me quite.

Trató de girar la cabeza para mirarlo, pero él no le permitió ver su cara. «¿Estoy diciendo lo que menos me conviene en este momento?», se preguntó ella, considerando que esas palabras podían inflamar a... a un violador. Por fin había logrado articular mentalmente la palabra. Y a pesar de sus valientes amenazas, se echó a temblar. Los brazos del hombre la estrecharon de un modo que, en otras circunstancias, a Chris le habría parecido protector.

—Nos envía su padre —dijo él. Chris sintió su voz a través de la mejilla. Era muy grave y resonante—. Somos dos y hemos venido para llevarla a su casa.

—Sí, estoy dispuesta a volver a casa. Pero antes debo...

—Chris —susurró él, acomodándola contra el cuerpo como si fueran amantes de antiguo—. Ahora usted tendrá que ir a su casa, le guste o no —dijo, obviamente sin prestarle atención—. Después podrá discutir cuanto quiera con su padre, pero ahora la llevaremos con él. ¿Comprende usted?

—Pero hay un artículo que debo...

—Chris —dijo él, pronunciando el nombre de un modo que inspiró a la muchacha el deseo de verle la cara. Aun entonces él no se lo permitió—. Chris, debe usted regresar junto a su padre. Voy a dejarla en libertad. Quiero que se vista; entonces dejaré salir a Prescott del armario. Les esperaré afuera, con los caballos. Empaque sólo lo que necesite para el viaje. Cruzaremos la selva pluvial y eso demanda varios días, de modo que le conviene llevar capa de lluvia, si la tiene.

—¡Por la selva pluvial! Pero por allí no se puede viajar.

—Hay un camino y yo lo conozco. No se preocupe, encanto. Usted prepárese para partir.

—Debo llevar mi artículo a John Anderson —advirtió Chris.

No parecía tener mucha prisa por separarse de él; en algún momento, durante los últimos minutos, le había echado las manos a la cintura y, si bien no lo abrazaba, tampoco lo estaba apartando de sí.

—¿Quién es John Anderson?

—Un amigo mío, el editor de un diario. Fue el primero en sospechar que Hugh vendía armas a los indios.

Él movió la cabeza hasta sepultar el rostro en la cabellera rubia; Chris habría jurado que sentía sus labios contra el cuero cabelludo.

—Ya hablaremos de eso, pero ahora tenemos que ponernos en marcha. Ya hemos tardado demasiado. Usted tendrá que vestirse para que podamos partir.

Chris aguardó, pero él seguía sujetándola; ahora le acariciaba suavemente los omóplatos.

—¿Piensa usted soltarme o no?

—No tiene frío, ¿verdad?

—En absoluto. Pero me secuestra un hombre que puede ser enviado de mi padre o no (conociéndolo, me inclino a pensar que sí) y aquí estoy, desnuda como vine al mundo, estrujada por un hombre al que nunca he visto y que no me ha sido presentado, fantástico. Bien, ¿quiere usted soltarme para que pueda ponerme algunas ropas?

—Sí —murmuró él, con aquella voz impresionante.

Pero siguió sin soltarla. Chris emitió un sonido que era mezcla de cólera y protesta.

—Si le haces daño, Tynan, tendrás que rendirme cuentas —pronunció la voz del hombre encerrado en el armario, que había guardado un asombroso silencio en los últimos minutos.

El hombre llamado Tynan la estrechó por un momento más; por fin, con un suspiro que sonó a sincero, la dejó en libertad y se volvió hacia el escritorio, todo en un solo movimiento.

Chris arrebató la esquina del cubrecama, pero no le hizo falta: el hombre seguía de espaldas a ella, jugando con los objetos que descansaban sobre el escritorio. Ella, envuelta en el cubrecama, se encaminó hacia el armario, abrió el lado izquierdo y sacó un traje de montar limpio.

—Necesito las prendas que tengo en la cómoda —dijo a la espalda del hombre.

Por lo que tenía a la vista se daba cuenta de que era alto, de hombros anchos y pelo oscuro; sus ropas eran muy nuevas. Todo era nuevo, desde las botas hasta el revólver y la pistolera que le colgaban de la cadera, pasando por el chaleco de cuero pardo y la camisa azul. No había pronunciado una palabra desde que se había dado la vuelta; con la vista fija en la pared, como si fuera muy interesante.

Chris retiró la ropa interior de un cajón, siempre intentando ver la cara de su visitante. Como no pudo, se dedicó a vestirse con mucha celeridad; se ató el corsé con tanta prisa que se le enredaron los cordones y fue preciso dedicar varios minutos a desatarlos.

—Ya está —dijo al terminar, suponiendo que él se daría la vuelta.

Pero el hombre no lo hizo. En cambio se encaminó hacia el armario y lo abrió. De él salió un hombre alto y rubio, que no hizo sino mirar a Chris.

—Ayúdela a empacar —indicó Tynan—. Les espero afuera.

Antes de que la muchacha se diera cuenta de lo que hacía, salió por la ventana, dejándola a solas con el rubio.

El momento fue incómodo, pero el joven se adelantó, sonriendo. Era muy apuesto; sus ojos, azules y brillantes, parecían acostumbrados a reír. Y aquella sonrisa debía de haber fundido el corazón de muchas mujeres.

—Me llamo Asher Prescott. Lamento lo que ocurrió allí —agregó, señalando el armario, aunque no tenía cara de lamentar nada. Por el contrario, parecía muy divertido por todo—. Es cierto que nos envía su padre; nuestra misión consiste en llevarla a usted a su casa, por muchas excusas que usted dé. Él está muy preocupado.

Ella le dedicó una sonrisa floja.

—Muy al estilo de mi padre. Iré. En realidad, estaba pensando en volver. Pero necesito preparar algunas cosas —dijo.

Al pasar frente al señor Prescott para recoger los objetos de tocador que estaban en el escritorio, vio que Tynan había estado jugando justamente con su espejo de mano; por lo visto, la había estado contemplando mientras ella se vestía.

La invadió un rápido enfado, pero de inmediato, con una sonrisa, dejó caer el espejo en el maletín que había sacado del fondo del armario y se encaminó hacia el escritorio, en busca de los papeles que constituían su artículo sobre Hugh Lanier.

Después de pensarlo dos veces, se sentó a escribir una breve nota para Hugh, explicando la finalidad de su visita y el porqué debía hacer lo que haría.

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2

Chris siguió a Asher Prescott por la ventana; junto a los árboles esperaban dos caballos.

—Señorita Mathison —comenzó el señor Prescott—, permítame decirle que es un gran placer...

—Puede usted cortejarla más tarde —dijo una voz que Chris reconoció inmediatamente. El jinete estaba oculto entre las sombras—. Tenemos que salir de aquí. Monten, por favor.

Tanto Chris como Asher obedecieron sin demora.

Chris y Asher cabalgaron juntos durante toda la noche y el día siguiente, entre árboles tan gruesos como un caballo, pasando por pequeñas aldeas, tanto indias como blancas, dejando atrás campamentos de leñadores y aserraderos. Siempre se mantenían lejos de la gente, con rumbo sudeste, apartándose en lo posible de las miradas. Recorrían senderos tan estrechos que a veces era necesario llevar a los caballos de la brida. Tynan siempre se mantenía muy adelante, inspeccionando la senda para evitar los sitios donde hubiera demasiada población. Sólo se detuvieron una vez. Tynan emitió un silbido grave y el señor Prescott levantó la mano para que Chris se detuviera; luego se adelantó para ver qué deseaba el guía. Al volver, dijo que más adelante había un grupo de leñadores almorzando; descansarían hasta que los trabajadores se hubieran ido.

Asher descolgó sus alforjas, con movimientos rígidos, y entregó a Chris un trozo de carne seca.

La muchacha se recostó contra el tronco de un árbol, débil por el cansancio.

—Qué extraño es ese amigo suyo, Tynan —comentó, observando a Asher por entre las pestañas. A veces, el mejor modo de conseguir información era fingir que no la buscaba—. Por el modo en que evita mostrar la cara, supongo que está desfigurado por cicatrices o algo por el estilo.

—No es amigo mío —aseguró Asher, con aire ofendido—. En todo caso, de su padre, que lo contrató.

—¿Sabe usted por qué vamos por la selva pluvial? —preguntó ella, intentando otra argucia—. Parece un rodeo muy grande.

—Lo es —confirmó Asher, con la mirada perdida entre los árboles.

Chris tenía varios años de experiencia como periodista. Estaba habituada a entrevistar a las gentes y había desarrollado un sexto sentido que le permitía detectar cuándo le mentían. Tal vez ese hombre no mentía del todo, pero tampoco decía toda la verdad.

Antes de que Chris pudiera formular otra pregunta, entre los árboles se elevó otro silbido. Prescott, obediente como un perro, se levantó para empacar.

—Dígame —preguntó Chris, mientras montaba a caballo—, ¿alguien ve alguna vez el rostro de ese señor Tynan?

Asher pareció sobresaltarse.

—¿Por qué se interesa tanto por él?

Chris lo observó subir a la montura. Parecía más habituado a la comodidad de los autos que a la silla.

—Por curiosidad profesional. ¿Sabe usted por qué lo ha contratado mi padre? ¿Qué preparación tiene para guiarnos por este bosque?

Asher se encogió de hombros.

—Creo que ha viajado antes por aquí, pero es un tipo extraño. Al parecer, no le gusta la gente. Siempre pone su saco de dormir fuera del campamento y no quiere cabalgar con nadie. Tampoco le gusta hablar. Hágale usted una pregunta sobre su persona y verá que se niega a responder. Me gustaría saber de dónde lo ha sacado su padre.

—Conozco a mi padre. Tal vez sea preferible no saber qué ha hecho —murmuró ella.

Cuando llegara a su casa diría al anciano lo que pensaba de ese ridículo secuestro.

Al caer el sol oyeron nuevamente el silbido. Asher la detuvo y se adelantó entre los árboles. Minutos después regresó con dos caballos de refresco.

—¿No le sugirió usted que nos convendría descansar? —preguntó Chris, al cambiar de caballo.

—Lo hice, por supuesto. —Asher parecía más cansado que la misma joven. Probablemente estaba menos acostumbrado a cabalgadas largas—. Pero tendremos que seguir. Ty dice que quiere llegar al borde de la selva antes de detenernos. También asegura que podremos descansar un día entero cuando estemos allí.

—Ty —murmuró Chris, acomodándose en la montura.

Pasó las horas siguientes pensando en ese hombre misterioso que había aparecido en su cuarto para abrazarla y contemplar cómo se vestía. Ahora, invisible, los guiaba por una selva que los indios consideraban embrujada. ¿Por qué lo había contratado su padre? ¿Y quién era Prescott? No parecía saber mucho más que ella sobre la tierra que transitaban, pero había sido elegido para constituir ese binomio de rescate. ¿Qué se traía su padre entre manos?

Tuvo tiempo de sobra para cavilar sobre esto, pues continuaron viajando durante toda la noche. Las incógnitas mantenían su mente despejada, impidiéndole sentir el cansancio absoluto que la invadía. Llevaban dos días y dos noches sin dormir ni descansar.

Cuando Chris comenzaba a bambolearse en la montura, después de haber estado dos veces a punto de caer, creyó ver una luz entre los árboles. Parpadeó varias veces para aclarar la vista, cada vez más segura de lo que divisaba. Era una fogata encendida para ellos.

—De lo contrario, Ty no nos permitiría acercarnos tanto —murmuró. Y agregó en voz alta—: ¡Señor Prescott!

Logró despertar al hombre, que dormitaba encorvado sobre la montura, y le indicó:

—Mire hacia adelante.

Con renovada energía espolearon a los caballos rumbo a la fogata. Chris sólo pensaba en detenerse a dormir. Aun antes de llegar, comenzó a aflojar las correas que sujetaban su saco de dormir a la silla.

Cuando por fin se detuvieron, Chris dejó deslizar sus mantas al suelo, cayó sobre ellas y se quedó dormida en un instante.

Alguien la despertó más tarde. La joven abrió los párpados hinchados, sin idea del tiempo que llevaba durmiendo. Aún estaba oscuro, pero se veía un leve rastro de luz matutina que le permitió distinguir la silueta de un hombre que, cubierto con un sombrero de ala ancha, se movía casi sin hacer ruido; estaba desensillando los caballos y dándoles pienso y agua.

Chris lo observó, todavía medio dormida. No despertó del todo ni siquiera cuando le vio acercarse a ella.

El hombre se arrodilló a su lado; pareció perfectamente natural que la tomara en sus brazos. Ella, como una criatura dormida, se limitó a sonreír y a acurrucarse contra él.

—Se ha tendido usted sobre sus mantas —dijo el hombre, y su voz pareció bajar como un eco grave—. Va a tomar frío.

Chris hizo un gesto de asentimiento, mientras él estiraba la manta inferior y tendía la otra arriba. Por un momento, mientras él acomodaba las mantas al otro lado, sus labios quedaron muy cerca de la frente de la muchacha; ella sonrió, con los ojos cerrados; sería como el beso de buenas noches de su padre.

—Buenas noches, Ty —susurró.

Y volvió a quedarse dormida.

Cuando despertó, otra vez el día estaba avanzado. Al principio creyó estar soñando, pues aquello era un sitio de fantasía. Hacia adelante se erguían árboles muy altos que bloqueaban el sol; todo estaba cubierto de musgo verde grisáceo o de helechos blandos y suaves. Parecía el fin del mundo.

A poca distancia, el señor Prescott dormía profundamente. Chris tuvo la sensación de ser la única persona con vida en la tierra.

Se levantó poco a poco para desperezarse. La selva fantasmal estaba silenciosa. Frente a ella se abría un sendero, apenas una huella en el verdor. Como habían llegado por la derecha, escogió el sendero de la izquierda.

Estaba a pocos metros del campamento, pero en cuanto giró en un recodo se sintió sola. Era como encontrarse a cien kilómetros de cualquier otro ser humano. Continuó caminando algunos metros por el elástico suelo del bosque. De pronto creyó oír ruidos de agua hacia adelante.

Varios metros más allá pudo ver un arroyo caudaloso que corría a la derecha, con grandes cantos rodados en el agua, cubiertos de musgo negro. Súbitamente no pudo pensar sino en el baño que no había podido tomar dos días atrás. Recordó con melancolía la tina llena de agua caliente que no había usado. Oh, si aquellos hombres hubieran seguido escondidos en el armario un rato más... Y así habría sido, claro, si ella no hubiera abierto el mueble. Habrían estado un rato más allí adentro, observándola mientras se bañaba. Lo pensó con una mueca y corrió hacia el agua.

Ahora sólo pensaba en estar limpia otra vez. En un segundo se desvistió y entró en el agua. Estaba helada y la dejó sin aliento, pero prefería sentirse limpia a sentirse abrigada. Se lavó de pie tras un grupo de rocas. De ese modo, si cualquiera de los hombres se acercaba desde el campamento, ella podría escapar hacia el bosque antes de que la vieran.

En el momento en que finalizaba su higiene y comenzaba a lamentar su impulsividad, pues no había llevado toallas, creyó oír el silbido de un hombre y levantó la vista. El señor Prescott se acercaba por el sendero. Chris se apresuró a salir del agua, recogió sus ropas y corrió hacia el bosque... sólo para chocar contra el duro pecho de Tynan.

Por un momento los dos quedaron demasiado aturdidos como para hablar. El abundante verdor de la selva apagaba cualquier ruido; dos personas podían caminar hasta chocar sin verse ni oír nada.

Las manos de Tynan la sujetaron. Bajó los dedos por su espalda y se retiró un poco para mirar el cuerpo desnudo.

—La reconocería en cualquier parte, señorita Mathison —comentó con una sonrisa.

Chris, con un grito, se apartó de él y corrió hasta esconderse tras un árbol, donde comenzó a vestirse con manos temblorosas.

—El agua está muy fría para bañarse, señorita —dijo él, con la voz cargada de risas—. Aunque he disfrutado de todos sus baños, la próxima vez debería consultarme. No me gustaría que se resfriara.

A Chris no se le ocurrió ninguna respuesta y siguió vistiéndose.

Durante todo el día anterior, a lo largo de aquella larga cabalgata, había fantaseado con ese hombre misterioso. Comenzaba a convencerse de lo que había sugerido a Asher: que probablemente estaba desfigurado o deformado, puesto que no se dejaba ver. Pero le habían bastado esos pocos segundos frente a frente para reconocer que era el hombre más bello de cuantos conocía: muy viril, de facciones generosas, labios perfectamente formados, ojos de color azul intenso, mandíbula grande y cuadrada, y pelo negro que se rizaba por sobre el cuello de la camisa, donde se repetía el color de sus ojos.

Cuando estuvo vestida, Chris salió de su escondite. El hombre estaba sentado en tierra, de espaldas a ella.

La muchacha lo había imaginado tan distinto que comenzaba a asignar un aire paternal, al modo en que él la había arropado la noche anterior. Sin embargo, aquel hombre no tenía nada de paternal.

Se acercó a él. Como Ty no se movió, ella se detuvo delante. Él no levantó la vista. Mantenía la cara oculta bajo el ancho sombrero. Chris, con aire audaz, se sentó frente a él.

—Quiero disculparme, señorita Mathison —comentó él, con suavidad y sin levantar la cabeza—. Al parecer, no hago sino abochornarla, aunque no es ésa mi intención. Pero nos encontramos una y otra vez en circunstancias muy desacostumbradas. No quiero que usted se forme una impresión equivocada de mí. Su padre me contrató para rescatarla y llevarla a su casa. Y eso es todo lo que pienso hacer.

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3

Chris mantenía la vista fija en aquel sombrero de ala ancha, cavilando sobre lo ridículo de la situación. Ese hombre la había hecho quedar como tonta dos veces y la había tenido en sus brazos en tres oportunidades (por no mencionar que en dos de esas ocasiones ella había estado compl

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