1.ª edición: enero, 2014
© 2014 by Hernan Zin
© Ediciones B, S. A., 2014
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A Julieta, porque la lluvia
no ha hecho más que aumentar
la complicidad y el cariño que nos unen
Debatí esta cuestión hace más de dos años con Amira Hass, la brillante periodista israelí del periódico Haaretz, cuyos artículos sobre los territorios palestinos ocupados han eclipsado todo lo escrito por reporteros no israelíes. Yo insistía en que nuestra vocación era escribir las primeras páginas de la historia, pero ella me interrumpió: «No, Robert, te equivocas. Nuestro trabajo es controlar los centros de poder.» Y creo que, en realidad, ésa es la mejor definición que he oído del periodismo; desafiar la autoridad —toda autoridad—, sobre todo cuando los gobiernos y los políticos nos llevan a la guerra, cuando han decidido que ellos matarán y otros morirán.
ROBERT FISK,
La gran guerra por la civilización
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Mapa
Franja de gaza
Introducción
Lluvia de Verano
1. Una abuela y su nieto
2. Lo que queda de un hombre
3. El entierro de las niñas Okal
4. Casa tomada
5. El hijo de Juda Natur
Primera Lluvia
6. Un muro de silencio
7. Vete al infierno, vete a Gaza
Nubes de Otoño
8. Lo sentimos, nos equivocamos de casa
9. Un corazón para Erez
10. Atrapados en Gaza
11. Historia de un túnel
12. Los ecos del horror
13. ¿Por qué?
Agradecimientos


Introducción
El 25 de junio de 2006, un comando de los Comités Populares de la Resistencia abandonó la franja de Gaza a través de un túnel. Al salir a la superficie, en el puesto militar hebreo de Kerem Shalom, mató a dos soldados que se encontraban en un tanque y secuestró a un tercero: el cabo Gilad Shalit.
La respuesta del Gobierno de Ehud Olmert no se hizo esperar. El primer ministro israelí declaró ante los medios de comunicación que iba a «presionar» a los palestinos hasta que el joven militar fuera liberado. Tres días más tarde, puso en marcha la operación Lluvia de Verano.
La primera medida fue imponer un implacable cerco alrededor de Gaza. Aunque los colonos habían salido de la región en septiembre de 2005, Israel aún controla las fronteras terrestres, el espacio aéreo y el mar. El ejército israelí limitó la entrada de alimentos, combustible y medicinas hasta empujar a los habitantes de esta paupérrima porción de tierra de 365 kilómetros cuadrados, una de las más densamente pobladas de Oriente Próximo, al hambre y la desesperación.
Impidió por completo la salida de personas, incluidos los palestinos residentes en el extranjero que estaban de visita, o los enfermos crónicos que viajaban regularmente a Egipto para recibir atención médica, entre los cuales se contaban pacientes con cáncer y niños con malformaciones cardíacas. Prohibió a los pescadores que se hicieran a la mar y a los empresarios locales que exportaran sus mercaderías.
También en las primeras jornadas de la operación Lluvia de Verano, Israel bombardeó la central eléctrica de Gaza, acción que sumió en la oscuridad a buena parte de la población y obligó a los hospitales a trabajar con los equipamientos de emergencia. El ejército destruyó puentes, carreteras y edificios públicos. Por las noches, el vuelo a baja altura y los bruscos cambios de velocidad de los cazabombarderos F-16 producían un sonido ensordecedor destinado a impedir que la gente conciliara el sueño.
A principios de julio se lanzó la primera de una numerosa serie de incursiones militares. Apoyados por helicópteros Apache y aviones no tripulados, decenas de tanques comenzaron a entrar cada semana en una localidad distinta. Arrasaban cultivos, sistemas de riego, granjas. Arrancaban los árboles de cuajo. Utilizaban a las familias como escudos humanos cuando ocupaban sus casas. Dejaban a su paso decenas de muertos y heridos. Los médicos denunciaron que Israel estaba utilizando un tipo de armamento desconocido hasta el momento que provocó que el número de amputaciones creciera exponencialmente.
«Cada día caen en esos territorios doscientos obuses. Mientras, las fronteras permanecen cerradas, y eso impide a los palestinos enviar mercancías al exterior, destrozando su economía e impidiendo que la gente subsista o tenga acceso a la ayuda humanitaria —señaló Jan Egeland, subsecretario general de Asuntos Humanitarios de la ONU, tras visitar la franja en dos ocasiones durante la operación Lluvia de Verano—. Esto no puede continuar así. De lo contrario, se producirá una explosión social en diez días o en diez meses, no lo sabemos, pero es una bomba de relojería. Todo el mundo que vive en Gaza considera que la situación es insostenible.»1
El 8 de noviembre, la artillería israelí disparó sobre Beit Hanún y mató a 19 miembros de la familia al-Atamna. Tal fue el estupor de la comunidad internacional que el 25 de noviembre Ehud Olmert declaró el final de las acciones armadas en Gaza.
Desde el día 25 de junio habían muerto 405 palestinos, 243 de los cuales eran civiles entre los que se contaban 84 niños y 28 mujeres.
No estaba en mis planes viajar a Gaza. Acababa de regresar de Sudán y me encontraba en Nairobi. De haber dependido de mí, me habría quedado en la región, pues me habían ofrecido la posibilidad de viajar a Somalia, país que daba la impresión de estar convirtiéndose en la versión africana de Afganistán. Por otra parte, en agosto iban a celebrarse las primeras elecciones en la República Democrática del Congo, un hecho histórico del que deseaba ser testigo.
Sin embargo, me había comprometido a realizar una serie de reportajes sobre la vida en los territorios ocupados. Se trataba de una visita a Palestina de unos pocos días, que iba a pasar en su mayor parte en Cisjordania teniendo como base Jerusalén.
Cuando desembarqué en el aeropuerto israelí de Ben Gurión, el soldado Gilad Shalit acababa de ser secuestrado. Hamás, que presuntamente se había hecho cargo de su custodia, exigía a cambio de su liberación que el gobierno israelí sacase de las cárceles a unos mil detenidos, entre los que se contaban mujeres y niños.
Aunque había leído con especial atención las crónicas periodísticas, no estaba preparado para lo que descubrí en Gaza. El contraste con Israel resultaba abismal. Cruzar Erez, el puesto fronterizo que comunica ambos territorios, suponía pasar de la prosperidad y el lujo de Occidente a uno de los lugares más miserables que he visto en mi vida.
A la pobreza crónica de Gaza, se sumaba ahora el asedio medieval que imponía el Gobierno de Ehud Olmert: una estrategia que violaba los principios fundamentales del derecho internacional y de la Convención de Ginebra, ya que no distinguía entre civiles y combatientes, entre la minoría armada que había secuestrado al soldado y que se obstinaba en lanzar misiles Qassam, y la gran mayoría de la población que nada tenía ver y sólo deseaba seguir adelante con su existencia cotidiana. Mujeres, niños, hombres y ancianos estaban sufriendo por culpa de una decisión política a todas luces equivocada, que mostraba una enorme desproporción entre la medida de la afrenta y la dimensión de la respuesta que se estaba dando.
Tomé la decisión de postergar indefinidamente mi regreso a África el día 12 de julio, cuando comenzó la guerra entre Israel y Hezbolá. Apenas se produjeron los primeros bombardeos en Beirut y al sur del río Litani, la mayoría de los periodistas se vieron obligados a partir hacia el norte. Y las noticias de Gaza encontraban cada día menor resonancia en los periódicos y en los informativos de televisión; paradójicamente, justo cuando los ataques crecían en virulencia y el drama de la escasez de agua, corriente eléctrica y alimentos resultaba más lacerante. Esto aumentó mi deseo de dejar constancia, hasta en los más mínimos detalles, de lo que estaba ocurriendo. Me acercaba al escenario de cada ataque para escuchar a las víctimas, pero también recogía los testimonios de aquellos que sufrían las consecuencias del bloqueo y de la destrucción sistemática de los medios de subsistencia.
Sus voces son la razón de ser y la esencia de este libro.
Las crónicas de las que nace esta obra fueron publicadas en la edición digital del periódico 20 Minutos, un espacio que tiene la virtud del diálogo inmediato y constante con los lectores.
La mayor parte de los comentarios eran positivos, aunque hubo algunos participantes que me atacaron de manera furibunda, como nunca antes me había ocurrido. Se me llamó «antisemita», «cómplice de los terroristas», instigador de la «desaparición del Estado de Israel». Hasta recibí amenazas de muerte.
No entiendo este comportamiento. En vez de argumentar en contra de los datos y tesis que exponía, que seguramente podrían tener numerosas falencias, se me acusaba de estar movido por oscuras intenciones. Escribía con indignación y dolor, es cierto, pero del mismo modo en que lo había hecho dos semanas antes cuando denuncié las matanzas y abusos de las tropas musulmanas en Sudán, o tantos otros conflictos que he cubierto durante mi carrera como periodista.
Estoy convencido de que los ciudadanos del siglo xxi debemos anteponer el respeto por los Derechos Humanos, la democracia, la libertad y la justicia social, a toda religión o bandera. Y he actuado en consecuencia. Con respecto al fondo de esta cuestión, hago mía una frase del escritor peruano Mario Vargas Llosa que he adoptado como máxima: «No acepto el chantaje al que recurren muchos fanáticos de llamar “antisemita” a quien denuncia los abusos y crímenes que comete el Gobierno de Israel.»2
Buenos Aires, 22 de enero de 2007
1 «Egeland considera que la situación de Gaza es una "bomba de relojería"», Agencia Efe (30-8-2006).
2 Mario Vargas Llosa: Israel/Palestina: Paz o guerra santa, Aguilar, Madrid, 2006, p. 11.
Lluvia de Verano
1
Una abuela y su nieto
Las olas rompen con furia en la playa. Toman altura, avanzan y se precipitan en la arena. Su ahogado clamor oculta el sonido de los tanques que esta mañana han comenzado a disparar sus obuses contra los pueblos del norte de la franja de Gaza.
Durante unos segundos me olvido del dolor, la rabia y la muerte que nos rodean. Una vez más me digo que éste podría ser un lugar de extraordinaria belleza. Observo la arena reverberante de luz, el cielo azul, límpido, surcado de nubes blancas. Siento la brisa cargada de sal y humedad que emana del mar. Sin embargo, llevo el suficiente tiempo aquí, compartiendo el sufrimiento y la desesperación de esta gente, para saber que se trata de una tregua momentánea, ilusoria, que en cualquier instante llegará a su fin.
Porque ésa es la esencia del castigo que Israel ha impuesto a los habitantes de Gaza. Cuando los aviones no lanzan sus misiles y los tanques dejan de disparar, la escasez de agua, de electricidad, de alimentos y medicinas, la brutal miseria en la que estamos inmersos, se encarga de recordarnos que más allá de las fronteras de esta estrecha porción de tierra de 365 kilómetros cuadrados hay alguien que ha tomado la decisión de vengar una afrenta.
Sólo el mar Mediterráneo ofrece el vago espejismo de una salida, de una escapatoria. Quizá debido a que su vasta presencia habla del paso del tiempo, de los hombres que a lo largo de los siglos fatigaron sus aguas pletóricos de sueños, de nostalgias, de anhelos de poder. Tarde o temprano, todo pasa. La vida misma es una experiencia efímera.
Aunque tal vez sea como consecuencia de algo menos trascendental. La certeza de que en otras de sus orillas la gente permanece ajena a toda esta barbarie. Padres que ahora mismo acompañan a sus hijos a la playa. Jóvenes que entran corriendo en el agua, que se zambullen bajo las olas, entre risas, como el grupo de adolescentes israelíes con los que me crucé cuando venía hacia Gaza, que iban cantando a voz en cuello en un viejo coche con el techo cargado de bicicletas.
Kayed me llama desde la carretera. Por el tono sé que tiene malas noticias. Esta fugaz tregua ha llegado a su fin. Me levanto. Abandono la sombra del precario local junto al que me había sentado. Dejo atrás sus maderas podridas, su puerta de latón oxidado y la bandera verde de Hamás, hecha jirones, que el viento agita en su terraza. Camino con resignación hacia el coche.
«Una abuela y su nieto», me dice mientras enciende el motor del Daewoo Lanos. Parece conmovido, enfadado. A pesar de llevar años en esta profesión, no ha perdido la capacidad de hacer suyo el sufrimiento ajeno, por eso es tan bueno en su trabajo. «Volvían del campo, los alcanzó un misil en Beit Lahia.»
Avanzamos rápidamente por la carretera de la playa, eludiendo con brusquedad los pocos coches que encontramos en nuestro camino. Los disparos de los tanques resuenan cada vez más cerca. Experimento sensaciones encontradas: excitación por estar tan cerca de la noticia, por poder dar testimonio de lo que acaba de suceder, pero también tristeza por el cruel destino de esas personas, y miedo ante lo que pueda suceder.
Aún sigo impresionado tras el encuentro del pasado viernes en la unidad de cuidados intensivos del hospital Shifa con Jader al-Magari, el joven sordomudo del campo de refugiados de al-Magazi, que a estas horas continúa debatiéndose entre la vida y la muerte. La pasada noche soñé que era yo el que estaba en su lugar. Me levanté sobresaltado. Un desagradable cosquilleo me recorría las piernas.
Ver cómo los enfermeros suturaban las heridas de Jader al-Magari también le causó una honda impresión a Kayed. Lo hemos comentado en varias ocasiones. Morir bajo la metralla de un misil, ser alcanzado por una bala, son riesgos que se asumen a la hora de realizar este trabajo. Sin embargo, hasta aquel momento ninguno de los dos había contemplado esa opción: sobrevivir y quedar postrados en una cama, sin piernas, sin brazos, transformados apenas en el tenue reflejo de lo que algún día fuimos.
Kayed enciende la radio. Pasa de las emisoras afiliadas a Fatá, a las que sirven de portavoz a los idearios de Hamás o la Yihad Islámica, en busca de información. Un periodista de la radio al-Quds, situada en el 102.7 del dial, describe lo sucedido. «Una abuela, su nieto y también un hijo de la mujer —traduce Kayed, ampliando la información que le habían pasado por teléfono—. Iban en un carro tirado por un burro, cerca de la Escuela Americana. Parece que el único que se ha salvado es el hijo de la mujer.»
Doblamos en una esquina. Vamos tan rápido que el coche derrapa sobre la delgada capa de arena que cubre la carretera. Nos hemos alejado del mar. Ahora ya no vemos el reflejo del sol sobre las olas, ni la brisa que mece las banderas que coronan los chiringuitos de madera. Una vez más, Gaza se encuentra sitiada por una bruma lóbrega cargada de miseria y dolor.
Mientras recorremos calles desiertas, en las que no descubro ni a un solo transeúnte, me paso las manos por las piernas, como queriendo librarme de los recuerdos de Jader al-Magari.
Vísceras desparramadas por el suelo, trozos de piel, de cabellos. Manchas de sangre en la tierra, en la madera astillada del carro, aún humeante. Y el burro, partido en dos, con la lengua fuera y los ojos abiertos, bajo una nube de moscas.
Aunque estamos en medio del campo, y apenas hay casas en las inmediaciones, una docena de personas se ha congregado para ver qué ha sucedido. Siempre ocurre lo mismo, la curiosidad es más fuerte que la razón. No les importa que sigan cayendo obuses, ellos tienen que ser testigos de la muerte. Y lo más perturbador es que la mayoría son niños.
A veces parece que los israelíes los lanzan junto a sus proyectiles. Porque allí donde acaba de caer un misil, sea la hora que sea, hay jóvenes palestinos mirando embelesados los restos de la casa destruida, de los cuerpos sin vida. Quizá se deba a una mera cuestión estadística: el 48,1% de la población de la franja de Gaza tiene menos de 14 años de edad.1
Intento retratar la situación de la forma más fidedigna posible, tratando de que las fotografías reflejen que aquí, hace unos pocos minutos, una abuela regresaba de trabajar en el campo junto a su nieto y su hijo cuando un proyectil terminó con sus vidas.
Un niño, que debe de tener diez años, levanta un zapato agujereado, manchado de sangre. Sus amigos ríen nerviosamente. Le hago una foto y, moviendo la mano en el aire, le digo que lo tire, que deje ese objeto donde lo encontró.
A un costado de la carretera hay un cámara de una televisión local. Somos los únicos que nos hemos acercado para narrar el horror de lo que ha sucedido. Hace un par de semanas, cuando comenzó esta locura, éramos tantos los corresponsales foráneos, que resultaba difícil trabajar. En la puerta de los hospitales teníamos que empujarnos para poder tomar fotografías. Ahora, en cambio, la mayoría se ha marchado hacia el norte de Israel, para cubrir la guerra con el Líbano. La atención del mundo ya no está en Gaza, si es que en algún momento lo estuvo. Estas pérdidas irreparables, estas vísceras, pasarán inadvertidas, opacadas por el enfrentamiento entre Israel y Hezbolá.
«La ambulancia se acaba de llevar los cadáveres al hospital de Beit Lahia —me dice Kayed—. Parece que el hijo de la mujer perdió las piernas. Y que hay dos heridos más.»
Se escucha el ronroneo de un avión no tripulado.2 Imposible divisarlo bajo este sol que cae a plomo. Seguramente fue el mismo que envió las imágenes del carro a los artificieros que terminaron con él. No sé qué dirá esta noche el portavoz de los mandos castrenses hebreos. Espero que no explique, como en tantas otras ocasiones, que se trató de un error, de otro proyectil con destinatario equivocado. El impacto fue preciso, alcanzó de lleno a las víctimas.
Los estruendos de los obuses de los tanques continúan, pero soy el único que parece notarlos, así como la presencia del avión teledirigido, al que todos aquí llaman zanana, que en árabe quiere decir zumbido. Ante cada explosión agacho la cabeza, cierro los ojos, como un perro asustado en las fiestas de un pueblo.
Quiero terminar de sacar las fotos y partir lo antes posible hacia el hospital. No sería la primera vez que los misiles de las fuerzas hebreas caen sobre la muchedumbre que se ha congregado a ver los restos de un ataque. Le pido a Kayed que venga conmigo, deseo que les diga a los niños que se vayan. Él les dice en árabe que vuelvan a sus casas, pero no le hacen caso. Lo que parece llamarles más la atención es el burro, tendido sobre la tierra, partido en dos.
El más pequeño de los chiquillos me coge de la mano y me lleva hasta la alambrada que delimita una parcela de tierra en la que se suceden unos escuálidos olivos. Tiene el cabello enmarañado y el pantalón y la camiseta impregnados de polvo. Cuando nos acercamos descubro lo que me quiere mostrar: del tejido de metal de la alambrada cuelgan trozos de carne humana renegrida, chamuscada.
Las noticias no dejan de sucederse en la radio. Aumenta el número de muertos y heridos. Dos adultos y un niño han perdido la vida en las torres al-Nada, en Beit Hanún, tras haber sido alcanzados también por los obuses de los tanques israelíes. Además, hay otras once personas hospitalizadas, entre las que se cuentan tres niños y una mujer. Parece que, tras una mañana de disparar a campo abierto para mantener la presión sobre la población civil, los tanques han comenzado a afinar la puntería.
«Joder, joder», dice Kayed, que aprendió a hablar castellano en Málaga y que aún conserva cierto deje andaluz. Y yo sostengo la misma sensata y comedida opinión: «Joder.» Se acaba de poner en marcha el contador del dolor y la muerte. Cada instante trae la posibilidad de otra víctima. La pregunta, como siempre, es cuándo se detendrá. Puede tratarse de una operación breve, entrar y salir, dos, tres, cuatro vidas sesgadas, o del preludio de un ataque a gran escala, de una incursión de varios días, como la semana pasada en al-Magazi.
Dejamos atrás la zona agrícola y nos adentramos en la localidad de Beit Lahia. Las viviendas que se suceden a ambos lados del coche parecen todas iguales. Presentan el mismo aspecto precario y miserable: fachadas de hormigón sin pintar, ventanas carentes de marcos, puertas de metal.
Bajo el soportal de una de esas casas austeras, privadas de artificios, vemos a un grupo de hombres. Resulta evidente que si han salido de sus hogares a pesar de las bombas y están allí conversando es porque alguna relación deben d