1.ª edición: abril, 2013
© 2013, Víctor-M. Amela
© del mapa alegórico de portada, Víctor-M. Amela, 2013
© de los mapas, Antonio Plata, 2013
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Los separadores de párrafos, de mano del autor, reproducen el perfil de unas palomitas de barro halladas en los muros del castillo de Montsegur.
Depósito Legal: B.15642.2012
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-383-9
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A Roser
Soy y seré pastor: mi destino es vagar por
montes y valles, tener por todas partes compadres
y amigas que cambien... y hacer el bien a
todo hombre sin preguntarle en qué cree.
Pere Mauri (Montelhó, 1282-?),
pastor pirenaico trashumante,
prosélito de Belibasta y hombre libre
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Los Belibasta
Los Mauri
Los Batlle~Sicre
Preámbulo
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
XLV
XLVI
XLVII
XLVIII
XLIX
L
LI
LII
LIII
LIV
LV
LVI
LVII
LVIII
LIX
LX
Epílogo del autor sobre sí mismo




Antes de empezar (I): Holocausto en el siglo XIII
«¡Matadlos a todos, que Dios ya reconocerá a los suyos!», grazna el legado pontificio Arnau Amalric ante las murallas de Béziers. Le han preguntado los soldados cómo distinguirán a un hereje de un católico... Y ahora ya lo saben. Pasan a cuchillo a los veinte mil habitantes de la ciudad, incluidos viejos, mujeres y niños. Es el 22 de julio de 1209, primer día de la Cruzada del Papa contra los cristianos heréticos occitanos, y hay que dejar las cosas claras.
Siguen treinta y cinco años de espada y fuego en el País de Oc. Las belicosas huestes de Francia y el Papado arrasan ciudades y desmochan castillos, doblegan a los señores y aterrorizan al pueblo llano. La resistencia herética capitula el 16 de marzo de 1244: encadenados, doscientos quince herejes descienden del encumbrado pog de Montsegur, su baluarte último. Entran por su propio pie en la hoguera hombres y mujeres, sin perder la compostura.
La herejía maniquea, llamada luego albigense o cátara,1 es exterminada.
Aquel hermoso y pacífico país se atrajo el saqueo y la degollina a causa de su prosperidad material, refinamiento cultural y rebeldía: era refractario a pagar diezmos a Roma e impuestos a Francia. Y también a causa de sus veleidades espirituales: nobles y aldeanos habían desairado a la Iglesia romana con creencias y ritos que desafiaban a la ortodoxia católica.
Rudamente castigada, Occitània es engullida por el Reino de Francia, y sus parroquianos pacen ya en el redil del cristianismo oficial.
Aparentemente.
Antes de empezar (II): Resurgen los herejes
El viento del Pirineo ha esparcido hace mucho las cenizas de la Cruzada antialbigense. Han volado cincuenta y seis años desde el aplastamiento de la herejía. Corre ya el año 1300. Y entonces, allí, en las tierras más altas y recónditas de Occitània, en las escarpaduras del País de Foix, rebrota la herejía.
Dos hermanos cultos de Acs dels Tèrmes, Guillem y Pere Autier, tras una crisis de fe causada por la lectura de cierto libro santo, han viajado en 1296 a Lombardía, han contactado con grupúsculos cátaros supervivientes de la matanza de medio siglo antes y se han iniciado en los misterios de la espiritualidad dualista.
Han regresado a su Llenguadoc natal, y predican. Su ejemplo de austeridad y entrega, su denuedo y carisma seducen a centenares de lugareños, que abrazan de nuevo la herética fe de sus mayores. Los fieles son humildes e iletrados pastores, labradores, segadores, granjeros, leñadores, carpinteros, curtidores, pescadores, herreros, zapateros y tejedores, pero también pequeños propietarios de tierras y rebaños, hospederos, taberneros, buhoneros, comerciantes, notarios, algunos nobles... (¡y hasta algún clérigo!). ¡Cada vez más y más personas escuchan a esos predicadores santos, esos bons homes, buscan su bendición y les ruegan salven su alma!
Sus fieles llaman Parfaits (Perfectos) a estos predicadores de vida recta, conocedores del Bé, que heretican con verbo muy vivo de ostal en ostal, de casa en casa, donde se les hospeda y camufla. Estos bons cristians consuelan, ayudan, no cobran diezmos, no comen carne y evitan la cópula. Creen que Jesucristo es Dios, pero que el Papa y la jerarquía eclesiástica, los templos católicos y la Iglesia de Roma son hijos de Satán, que la misa es un engaño, que la hostia es mera harina y que adorar la cruz es aberrante: «¿Adorarías el árbol en que colgaron a tu padre?», preguntan. Repudian todos los sacramentos católicos —del bautismo al matrimonio, de la confesión a la extremaunción— y practican unos rituales sencillos que atraen y consuelan cada día a más y más adeptos...
Antes de empezar (III): El celo del inquisidor
Los hermanos Autier ordenan a más Perfectos. La epidemia cátara (así llamada más tarde) se extiende por villas y aldeas, campos y granjas. Roma se asusta, y la Inquisición toma cartas en el asunto. El 8 de septiembre de 1308, aprovechando una romería que reúne a toda la población, el inquisidor Geoffroy d’Ablis ¡arresta a todos los habitantes de la aldea de Montelhó mayores de catorce años! Más de doscientas personas. Ordena encarcelar entre los muros sombríos del castillo de Carcassona a más de sesenta sospechosos de herejía y abre docenas de procesos. Algunos encausados pagarán sus desviaciones con años de prisión a pan y agua, o con la confiscación de todos sus bienes, o con la obligación de exhibir en sus ropajes una o varias cruces de paño amarillo...
Pese a la persecución, la herejía pervive en el alto valle del Arieja, en las estribaciones pirenaicas. Enraizada en muchas casas —refugios de Perfectos y catecúmenos—, viaja también en el zurrón de escurridizos pastores que van y vienen. El obispo de Pàmies, Jacques Fournier, inquisidor sucesor de Geoffroy d’Ablis, toma el relevo con implacable eficacia: entre 1318 y 1325 encausa e interroga en su audiencia a ciento cuarenta y cuatro lugareños, por sospechosos de hereticar o como testigos de actividades heréticas. Fournier, investigador paciente, meticuloso y tenaz, envía a muchos a la hoguera. Su celo y perspicacia siembra el pánico en la región, pues casi todos tienen algún motivo para ser acusados...
Se disparan las delaciones —por rencillas, cobardía o interés—, propiciadas y fomentadas por el sagaz inquisidor Fournier, que incluso paga a espías y cazarrecompensas. Inquietos y asustados, muchos habitantes catarizantes del Sabartés —Montelhó, Acs dels Tèrmes, Quie, Tarascon...— ponen pies en polvorosa: saltan los Pirineos y se encaminan hacia el sur, siempre hacia el sur. Para salvar el pellejo, huyen por las alturas de Puymorens, cruzan la Cerdanya y el Cadí por Bagà, descienden el curso del río Segre por Lleida, se asientan en diversos rincones de los Condados Catalanes y de la pujante Corona de Aragón. Los más temerosos siguen hacia el sur, siempre hacia el sur... Algunos embarcarán hacia el Reino de Mallorca.
Siempre hacia el sur, superados los monasterios de Poblet y Santes Creus y las montañas de Siurana, Prades y Montblanc, un puñado de cátaros cruza el río Ebre y se interna en tierras apenas recién cristianizadas por Jaume I el Conqueridor, tierras de frontera con Al Ándalus. Un «far-west» sureño.
Al sur del Ebre catalán, la diáspora cátara se acomodará en Tortosa, Flix, Ascó, Camposines, Orta, Vall-de-roures, Caseres, Queretes, Beseit y Alcanyís, y también en el flamante Reino de Valencia, entre el llano del Sénia y el Maestrat templario de Peníscola, Càlig, Sant Mateu, Catí... Y, al fin, en la airosa Morella, la cimera ciudad real en las montañas ibéricas de la vieja Ilercavònia.
Antes de empezar (y IV): Morella, el último refugio
En el año 1314, la efervescente Morella se coloniza y fortifica, construye su basílica y su mercado bajo la protección del rey. En una de sus recoletas plazoletas se instala discretamente la última comunidad del éxodo cátaro. Son media docena de personas —la mayoría oriundas de Tarascon— agrupadas en torno a Guillem Belibasta, un Perfecto que llegaba por fin a «una tierra en la que nada había que temer». ¡Lo dirá precisamente quien le traicionará, Arnau Batlle-Sicre, espía pagado por Fournier para cazarle!
Nuestros cátaros morellanos viven como artesanos —zapateros, cesteros, tejedores— y pastores. Prudentemente, se hacen pasar por católicos. Van a misa, incluso. Residen en una plazoleta de Morella que guarda memoria de su presencia: ¡aún hoy es conocida como Plaça dels Tarrascons! Nadie en Morella conocía el origen de este nombre: esta novela lo desvela. De no haber sido traicionados, capturados y procesados, ¡nada hubiéramos sabido de esta última comunidad cátara en Morella!
Belibasta caerá en 1321 —aquí se relata cómo— y, desaparecido el líder, los miembros de su comunidad se ocultarán y dispersarán en los confines de las tierras catalanas, aragonesas y valencianas, perdiéndose su rastro en la noche de hace ahora siete siglos. Hasta hoy.
Tras liquidar el catarismo, Fournier será Papa: Benedicto XII. Podemos hoy consultar las actas de su Registro de Inquisición en los Archivos Vaticanos, cuyos impagables testimonios —¡en especial, el del extraordinario pastor Pere Mauri!— desvelan las peripecias y drama de los últimos cátaros. Desposeídos, perseguidos, desgajados de su pirenaico solar natal, fueron un puñado de mujeres y hombres que intentaron preservar y rehacer sus vidas en la Morella de hace setecientos años, en el «far west» de la Corona de Aragón, convencidos de conocer el secreto de la salvación del alma.
Esta novela quiere rescatar su historia...
1 Los protagonistas de esta novela son hoy conocidos como «cátaros» (del griego katharós «puro», o quizá del alemán ketzer, «gato», o del francés catier, animal relacionado con lo diabólico), pero ellos jamás se autodenominaron así. El término fue empleado por algunos adversarios para denostarlos. Los protagonistas de esta novela fueron cristianos críticos con el clero y el dogma católico-romano, y por eso se autodenominaron cristians, bons cristians, creients, bons creients, bons homes y bones dones, homes sants, bones barbas —por dejárselas crecer, en sus primeros tiempos—, «seguidores del Bé», «conocedores del Bé», «tejedores» —por ser oficio frecuente entre ellos—, y así los identifico. Se les conoció también como «albigenses» —por la ciudad de Albi, en la que fueron masacrados muchos al comienzo de la Cruzada contra su herejía—, o «secta maniquea», por creer en la pugna entre el poder del Mal (Dios bíblico) y el poder del Bien (Dios verdadero). (N. del A.)

Ha matado! ¡Ha matado a un hombre! Este día, el mismo en que cumple veintiséis años, Guillem Belibasta mata.
Ahora limpia el cuchillo sanguinolento en la hierba del prado. La misma hierba del campo en que pacen las ovejas del pastor Bartomeu Garnier, su víctima. Las ovejas pastan, como si nada hubiese pasado. El perro ladra y Belibasta le calza una patada en el costado, más por nervios que por temor a sus breves colmillos. El can gime y queda junto al cadáver de su exangüe amo, camina en círculos y olisquea la sangre que ya empapa el pasto.
Belibasta oculta su puñal en la faja y corre, corre de regreso a casa. No está contento. Siente la rara ligereza del alivio, el alivio de haberse quitado un peso de encima, pero advierte que otra pesadumbre se instala en su pecho: ¡ha matado, ha matado a un hombre! Y no se debe matar. No porque lo digan los curas, esos lobos corruptos y pestilentes que roban y abusan, que violan y matan, esos diablos que estrangularían a sus hijos bastardos por una prebenda o un vicio. No. No se debe matar porque es lo que le ha enseñado su padre, Ramon Belibasta, llamado Bensenyat por ser hombre decoroso y honrado. No se debe matar porque bien lo predican los barbas Autier, los dos hermanos santos que desde hace ya seis años se dejan caer por la casa paterna, el ostal familiar de Cubieras, la villa natal de los Belibasta.
Su padre, el señor Ramon Belibasta, hombre leído, sensible, cultivado, amante del coloquio a la luz de las candelas, burgués que sienta a su mesa a personajes verbosos —¡hasta el mismísimo arzobispo de Narbona ha compartido velada alguna vez en la casa familiar!— que filosofan sobre lo divino y lo humano..., su padre, ¿qué pensará de esto? ¡Él, su hijo tercero, ha matado a un hombre! Belibasta aminora el paso cerca de la muralla, toma aire, se limpia con la manga el sudor de los labios, justo ahí donde luce una mancha vinosa. Es una mancha de nacimiento característica de algunos Belibasta, pues su padre también la luce, igual que él, en el mismo lugar sobre el labio superior. Belibasta se palpa el puñal oculto entre los pliegues de la faja. El filoso puñal, muy puntiagudo, curvo en su parte inferior, luce una inscripción en la hoja: «Soch com cal cuan punchu fai mal.»
Belibasta habría preferido no pinchar, no «hacer mal», pero ha tenido que apuñalar al muy idiota de Garnier, al muy bocazas, y dejarlo desangrarse en la hierba, por perro rabioso y más ladrador que el mil leches que ahora vela sus huérfanas ovejas.

Sonó el teléfono. Era mi padre. «Han encontrado algo curioso en la casa de Forcall», me dijo. La casa era un inmueble adquirido por mi padre en Forcall, el pueblo de mis antepasados Amela. Unos albañiles trabajan esos días dentro de la casa para redistribuir sus espacios y acondicionarla.
Forcall está en las montañas septentrionales del antiguo Reino de Valencia, en el interior de la requebrada provincia de Castelló. El pueblo se enclava en la confluencia de los ríos Caldes, Cantavella y Bergantes, el río que baja de Morella, trece kilómetros aguas arriba. Forcall fue el agreste y dulce pueblo de mis estíos de niñez, allá en los prístinos años sesenta. Yo era un niño de piso de ciudad, y aquella atmósfera rural me hechizó para siempre. Con los años, mi memoria vestiría de paraíso sus calles empedradas con cantos rodados de río en los que chasqueaban los cascos de los mulos camino del tros.
Aquel chasquido medieval me despertaba gratamente cada mañana. En Forcall viví un lustro de estíos medievales. Alpargatas de cáñamo, moscas y moras. Cuajada de leche de oveja recién traída por el pastor. Cornetín matutino del pregonero anunciando pescado de Peníscola y Vinaròs. Baños de río entre prehistóricos fósiles de caracoles como puños. Tormentas de verano retumbando en la Roca del Migdia. Correrías en las calles, amenizadas por las campanadas broncíneas de la iglesia. La casa que mi padre había comprado se levanta justo enfrente de ese campanario.
—¿Qué han encontrado?
—Al derruir una de las paredes, a los albañiles les ha salido una piedra muy grande, muy bonita...
—¿Bonita? ¿Por qué?
—Tiene unas figuras esculpidas.
—¿Qué dices? ¡Que no la tiren! ¡Que la guarden! Quiero verla.
Forcall es el pueblo en que nació mi abuelo paterno, Víctor Amela Ejarque, en 1888. En 1914, recién casado, emigró por necesidad con su esposa a Barcelona, donde murió en 1956, sin haber regresado jamás a su pueblo natal. Mi padre, que de adulto sí había rendido visita al pueblo, nos llevó a pasar algunos veranos allí. En los años setenta compró esa casita para acondicionarla y disponer de un rincón propio en el solar de sus mayores. Situada frente al lateral norte de la iglesia, donde se alzaron las primeras casas del poblamiento cristiano poco después de ser reconquistada por Jaume I a los musulmanes andalusíes, está en la calle Carme, antiguamente llamada dels Unflats, por el aire señorial de varias casonas de piedra picada que la flanquean. Mi padre, al otro lado del teléfono, me tranquilizó.
—No te preocupes, ya le he dicho a mi primo Antonio Cervera que la vigile, que te gustará verla. Él va cada día a la casa para dirigir a los albañiles en la obra. Le he dicho: «Antonio, ¿no habrá aparecido en la pared también una olla con monedas de oro, eh? Ja, ja, ja...»

A tres horas de automóvil al suroeste de Barcelona, conduje hacia Forcall en cuanto pude. Atravesé el Ebre por Tortosa, seguí la costa hasta Vinaròs y ascendí desde los llanos del viejo Maestrat castellonense hasta las muelas y barrancos de los encrespados Ports de Morella. Me detuve en el santuario de la Virgen de Vallivana, como siempre hago para refrescarme antes de encarar el Port de Querol. Poco después de superados sus mil metros de altitud, tras cierta curva de la carretera, volvió a impresionarme la visión en el horizonte de la encumbrada y amurallada ciudad de Morella, recortado su memorable perfil cónico contra el cielo crepuscular.
Sentí el mismo estremecimiento que de niño, mezcla de asombro y veneración ante la presencia magnética de Morella. El mismo estremecimiento que debieron de sentir los clanes prehistóricos que la hollaron y que dejaron sus pinturas rupestres en un abrigo de un barranco vecino. Un estremecimiento quizá genético: mis antepasados Amela vivieron y murieron en la encastillada Morella desde el siglo xiv (¡que yo tenga documentado!) hasta que uno de ellos, Ramon Amela Querol, saltó a Forcall en 1794 y engendró a mi tatarabuelo. Mis células deben de reconocer algo familiar y salvífico en el perfil imponente de Morella, ciudad coronada por el castillo que fue del Cid y del rey Jaume I y ceñida por sus doradas murallas.
Avisté las murallas que abrazan y abrigan las calles de Morella y experimenté un cosquilleo reconocible: el placer ante algo más grande que uno, pero que promete entrañable hospitalidad. Un alborozo estético y emocional. Pero no me detuve. Esta vez tenía prisa. Dejé Morella en el retrovisor y recorrí la sinuosa carretera hasta Forcall. Aparqué el coche en la silenciosa plazoleta de la iglesia. Frente a la casa me esperaba el tío Cervera, con la llave en la mano.
Subimos a la primera planta. Depositada sobre el cemento del suelo aún por pavimentar, me esperaba la piedra. Ya había anochecido y la corriente eléctrica estaba cortada por las obras, de modo que iluminamos la piedra con sendas linternas. Un sillar prismático muy bien labrado, de medio metro de largo y casi dos palmos de ancho, por otro tanto de alto. Una obra de cantería fina, con dos figuras esculpidas en altorrelieve que consiguieron abrirme la boca de admiración: eran dos hermosas palomas. Una paloma en el lado largo, otra en el lado corto, coincidiendo las puntas de sus respectivos picos sobre la arista del sillar, besándose. Dos palomas dándose el pico, posadas, serenas, con sus alas replegadas y las plumas primorosamente grabadas. Dos palomas que se besan. La luz oscilante de las linternas parecía darles vida al imprimir ilusión de movimiento a los volúmenes de sus cuerpos.
Por encima de las palomas sobresalía brevemente un reborde a modo de ménsula, preparado para soportar los sillares del edificio al que estuviera destinada la pieza. Por las proporciones y trazas de esta piedra prismática, estaba ante una obra de cantería medieval. Pero ¿qué hacía tan notable y añosa obra emparedada en un muro medianero de una casita sin historia, oculta a la vista de todos desde no se sabía cuándo?
Una piedra tan virtuosamente labrada tuvo que ser obrada para ser vista, tuvo que ser esculpida para ser dispuesta en la arista de un pórtico, a una altura y en un emplazamiento visibles. ¿Qué hacía emparedada, pues?
Su cantero la había culminado de modo impecable, pero ¿para qué ojos? El caso es que ahora me llegaba a mí desde el fondo de los siglos, sin vestigio de erosión, fuego ni daño alguno. Diríase que alguien había decidido emparedarla poco después de ser esculpida. ¿Por qué razón alguien habría hecho eso? ¿Y quién? ¿Y cuándo? ¿Y por qué, por qué, por qué?
Me lo preguntaba mientras deslizaba mi mirada del pico hasta l