1
Quentin montaba una yegua gris con cuartillas blancas llamada Dauntlcoo. Llevaba unas botas negras de cuero hasta las rodillas, mallas de colores y un sobretodo largo color azul marino profusamente bordado con aljófares e hilo de plata. Iba tocado con una pequeña corona de platino. Una espada reluciente le rebotaba contra la pierna, no de las de tipo ceremonial sino de las de verdad, de las que sirven para luchar. Eran las diez de la mañana de un día caluroso y nublado de finales de agosto. Era la viva imagen de lo que debía ser un rey de Fillory. Iba a la caza de un conejo mágico.
Al lado del rey Quentin cabalgaba la reina Julia. Les precedían otra reina y otro rey, Janet y Eliot; Fillory contaba con cuatro gobernantes en total. Cabalgaban a lo largo de un sendero boscoso de árboles cuyas copas se unían formando un arco repleto de hojas amarillentas, desperdigadas de forma tan perfecta que parecían haber sido cortadas y colocadas allí por un florista. Avanzaban en silencio, con lentitud, juntos pero absortos en sus pensamientos, con la mirada perdida en las profundidades verdosas de los bosques al final del verano.
Se trataba de un silencio fácil. Todo era fácil. Nada costaba. El sueño se había convertido en realidad.
—¡Deteneos! —gritó Eliot.
Se pararon. El caballo de Quentin no se detuvo a la vez que los otros caballos; Dauntless se salió un poco de la fila y del sendero antes de que él la convenciera definitivamente de que dejara de caminar un puñetero momento. Hacía dos años que era rey de Fillory y seguía siendo un jinete pésimo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Permanecieron sentados un rato. No había prisa. Dauntless bufó una vez en el silencio en señal de arrogante desprecio equino por cualquier actividad humana que creyeran estar acometiendo.
—Me ha parecido ver algo.
—Estoy empezando a plantearme — dijo Quentin— si es siquiera posible seguirle el rastro a un conejo.
—Es una liebre —corrigió Eliot.
—Da igual.
—No da igual. Las liebres son mayores. Y no viven en madrigueras, hacen la guarida en terreno abierto.
—No empieces —dijeron Julia y Janet al unísono.
—Mi verdadera pregunta es la siguiente —reconoció Quentin—. Si el conejo ese es realmente capaz de ver el futuro, ¿no sabrá que intentamos cazarlo?
—Ve el futuro —informó Julia, que estaba a su lado, con voz queda—, pero no puede cambiarlo. ¿Vosotros tres discutíais tanto cuando estabais en Brakebills?
Llevaba un traje de amazona negro sepulcral y una capucha, también negra. Siempre vestía de negro, como si estuviera de luto, aunque a Quentin no se le ocurría qué muerte podía llorar. Con toda naturalidad, como si llamara a un camarero, Julia hizo que un pequeño pájaro cantor se le posara en la muñeca y lo alzó hasta la altura de la oreja. Trinó algo, ella le dedicó un asentimiento y el pájaro se marchó volando otra vez.
Nadie se percató, salvo Quentin. Ella siempre daba y recibía mensajitos secretos de los animales parlantes. Era como si estuviera conectada a una red inalámbrica distinta a la de los demás.
—Tenías que habernos dejado traer a Jollyby —dijo Janet. Bostezó mientras se llevaba el dorso de la mano a la boca. Jollyby era Maestro de Caza en el castillo de Whitespire, donde residían todos. Solía supervisar ese tipo de excursiones.
—Jollyby es genial —afirmó Quentin—, pero ni siquiera él es capaz de seguirle el rastro a una liebre en el bosque. Sin perros. Cuando no hay nieve.
—Sí, pero Jollyby tiene unas pantorrillas muy desarrolladas. Me gusta mirárselas. Va con esas mallas de hombre.
—Yo llevo mallas de hombre —dijo Quentin fingiéndose ofendido.
Eliot masculló algo ininteligible.
—Supongo que está por aquí. —Eliot seguía escudriñando los árboles—. A una distancia prudencial... Es imposible mantener a ese hombre lejos de una cacería real.
—Cuidado con lo que persigues —advirtió Julia—, no sea que le des alcance.
Janet y Eliot intercambiaron una mirada: más sabiduría inescrutable de Julia. Pero Quentin frunció el ceño. Las palabras de Julia tenían sentido a su manera.
Quentin no había sido siempre rey, ni de Fillory ni de ningún otro sitio. Ninguno de ellos lo había sido. Quentin se había criado como una persona normal, sin capacidad para la magia ni nada que ver con la realeza, en Brooklyn, en lo que, a pesar de todo, seguía considerando el mundo real. Había creído que Fillory era una ficción, una tierra encantada que existía solo como marco de una serie de novelas fantasiosas para niños. Pero luego había aprendido a hacer magia en un colegio secreto llamado Brakebills, y él y sus amigos habían descubierto que Fillory era verdadera.
No era lo que esperaban. Fillory era un lugar más siniestro y peligroso en la vida real que en los libros. Allí ocurrían cosas malas, cosas terribles. Había personas que resultaban heridas e incluso asesinadas. Quentin regresó a la Tierra escandalizado y desesperado. Se le volvió el pelo blanco.
Pero luego él y los demás se habían serenado y regresado a Fillory. Se enfrentaron a sus miedos y a sus pérdidas y ocuparon su lugar en los cuatro tronos del castillo de Whitespire y fueron coronados reyes y reinas. Y fue maravilloso. A veces a Quentin le costaba creer que hubiera pasado por todo aquello mientras que Alice, la chica que amaba, había muerto. Era difícil aceptar todo lo bueno que tenía ahora cuando Alice no había vivido para verlo.
Pero no le quedaba más remedio. De lo contrario, ¿qué finalidad había tenido su muerte? Descolgó el arco, se puso de pie en los estribos y miró a su alrededor. Notó una sensación agradable cuando unas burbujas de rigidez le explotaron en las rodillas. No se oía ningún sonido aparte del susurro de las hojas al caer deslizándose por encima de otras hojas.
Una bala color gris pardusco cruzó el sendero como un rayo a trescientos metros delante de ellos y se esfumó en la maleza rápidamente. Con un movimiento rápido y fluido fruto de muchas horas de práctica Quentin sacó una flecha y la colocó. Podía haber utilizado una flecha mágica pero no le pareció jugar limpio. Apuntó durante un buen rato, tensándose por la fuerza del arco, y lanzó.
La flecha se clavó en el terreno margoso hasta las plumas, justo donde había estado el destello de las patas de la liebre hacía unos cinco segundos.
—Por poco —dijo Janet inexpresiva.
No había forma humana posible de cazar a aquel animal.
—Seguidme, ¿vale? —gritó Eliot—. ¡Vamos!
Espoleó al caballo de batalla negro, que gimió, se levantó y alzó los cascos en el aire vacío antes de internarse a toda prisa en el bosque para ir a por la liebre. El estrépito de su avance por entre los árboles se disipó casi de forma inmediata. Las ramas rebotaron para recuperar su posición inicial detrás de él y volvieron a quedarse quietas. Eliot era un jinete avezado.
Janet lo observó partir.
—Hola, Silver —dijo — . ¿Qué estamos haciendo aquí fuera?
La pregunta tenía sentido. El objetivo verdadero no era cazar
la liebre. El objetivo era... ¿cuál era el objetivo? ¿Qué buscaban? En el castillo vivían una existencia colmada de placeres. Tenían a todo el personal dedicado a garantizar que todos los días de su vida fueran absolutamente perfectos. Era como ser los únicos huéspedes de un hotel de veinte estrellas del que nunca había que marcharse. Eliot se sentía en el paraíso. Era lo que siempre le había gustado de Brakebills (el vino, la comida, la ceremonia) sin ningún tipo de esfuerzo. A Eliot le encantaba ser rey.
A Quentin también le encantaba pero estaba inquieto. Buscaba algo más. No sabía de qué se trataba. Pero cuando habían avistado a la Liebre Vidente en el área metropolitana de Whitespire se dio cuenta de que quería dedicar un día a hacer algo de provecho. Quería cazarla.
La Liebre Vidente era una de las Bestias Únicas de Fillory. Había doce; la Bestia Buscadora, que en una ocasión había concedido tres deseos a Quentin, era una de ellas, al igual que la Gran Ave de la Paz, un ave desgarbada que no volaba, parecida a un casuario capaz de detener una batalla apareciendo entre los dos ejércitos contrarios. Solo había un ejemplar de cada, de ahí el nombre, y cada uno de ellos poseía un don especial. El Supervisor No Visto era un gran lagarto capaz de volver invisibles a las personas durante un año, si así lo deseaban.
Las personas raras veces las veían, y mucho menos las apresaban, así que se oían muchas tonterías sobre ellas. Nadie sabía de dónde venían ni qué sentido tenían, si es que lo tenían. Siempre habían estado allí, eran elementos permanentes del paisaje encantado de Fillory. Al parecer eran inmortales. El don de la Liebre Vidente era predecir el futuro de toda persona que la apresara, o al menos así rezaba la leyenda. Hacía siglos que nadie la había cazado.
No es que el futuro fuera una cuestión apremiante en esos momentos. Quentin se figuró que tenía una idea bastante acertada de lo que le esperaba en el futuro, y no difería demasiado del presente. La buena vida.
Habían encontrado el rastro de la liebre con anterioridad, cuando la mañana era todavía brillante y estaba cubierta de rocío, y salieron a cabalgar cantando el estribillo de «Kill the Wabbit» con la melodía de «Cabalgata de las valquirias» con sus mejores voces estilo Elmer el Gruñón. Desde entonces la liebre había recorrido kilómetros en zigzag a través de los bosques, deteniéndose y volviendo a arrancar, describiendo círculos y volviendo sobre sus pasos, escondiéndose entre los matorrales y luego cruzándose de repente por delante de su camino, una y otra vez.
—No creo que vuelva —sentenció Julia.
Últimamente no estaba muy habladora, y por algún motivo casi siempre empleaba monosílabos.
—Bueno, aunque no podamos seguirle el rastro a la liebre, sí que podemos seguirle el rastro a Eliot. —Janet indicó con suavidad a su montura que se apartara del sendero y se internara en el bosque. Llevaba una blusa color verde musgo escotada y zahones de hombre. Su tendencia a mezclar ropa de hombre y de mujer había sido el escándalo de la corte ese año.
Julia no montaba un caballo sino un enorme cuadrúpedo peludo que ella llamaba civeta, que parecía una civeta normal, larga, marrón y ligeramente felina, con un lomo curvado con fluidez, salvo por el hecho de que tenía el tamaño de un caballo. Quentin sospechaba que sabía hablar pues los ojos le brillaban con un poco más de sensibilidad de la esperada, y siempre daba la impresión de seguir sus conversaciones con excesivo interés.
Dauntless no quería seguir a la civeta, que exudaba un olor almizclado y poco equino, pero obedecía órdenes, aunque con cierto rencor y rigidez en el paso.
—No he visto a ninguna dríada —dijo Janet—. Pensaba que habría dríadas.
—Yo tampoco —reconoció Quentin—. Ya no se las ve en Queenswood.
Era una pena. Le gustaban las dríadas, las ninfas misteriosas que vigilaban a los robles. Uno se daba cuenta de que realmente estaba en un mundo mágico y fantasioso cuando una mujer hermosa vestida con un escueto vestido hecho con hojas saltaba de un árbol de forma repentina.
—Había pensado que a lo mejor podían ayudarnos a cazarla. ¿No puedes llamar o invocar a una o algo así, Julia?
—Puedes llamarlas todo lo que quieras que no vendrán.
—Me paso un montón de tiempo escuchándolas despotricar sobre el reparto de tierras —dijo Janet—. ¿Y dónde están si no están aquí? ¿Existe algún bosque más guay y más mágico en algún sitio que ellas frecuenten?
—No son fantasmas —dijo Julia—. Son espíritus.
Los caballos pasaron con cuidado por encima de una berma que era demasiado recta para ser natural. Un viejo terraplén de una época antigua e irrecuperable.
—A lo mejor podríamos conseguir que se quedaran —sugirió Janet—. Ofreciéndoles algún incentivo por ley. O deteniéndolas en la frontera. Es una putada que no haya más dríadas en Queenswood.
—Buena suerte —dijo Julia—. Las dríadas pelean. Tienen la piel como de madera. Y tienen bastones.
—Nunca he visto luchar a una dríada —reconoció Quentin.
—Eso es porque nadie es tan tonto como para enfrentarse a una de ellas.
La civeta, consciente de cuándo la situación daba pie para escabullirse, decidió salir disparada. De hecho, dos robles robustos se hicieron a un lado para que Julia pasara entre ellos. Luego volvieron a juntarse y Janet y Quentin tuvieron que tomar el camino más largo.
—Fíjate en lo que dice —comentó Janet—. Se le han subido los humos a la cabeza. Estoy harta de su actitud «yo soy más filoriana que vosotros». ¿Has visto cómo hablaba con el pajarraco ese?
—Oh, déjala en paz — dijo Quentin—. No le pasa nada.
Pero, a decir verdad, Quentin estaba bastante convencido de
que a la reina Julia le pasaba algo.
Julia no había aprendido la magia que sabía igual que ellos, siguiendo las etapas seguras y metódicas del sistema de Brakebills. Ella y Quentin habían ido juntos al instituto, pero ella no había entrado en Brakebills sino que se había convertido en una bruja disidente y había aprendido el oficio por su cuenta, fuera del sistema. No se trataba de magia oficial ni institucional. Desconocía capítulos enteros de saber popular y tenía una técnica tan chapucera y disparatada que a veces le costaba creer que llegara a funcionar.
Pero también sabía cosas que Quentin y los demás desconocían. No había tenido al profesorado de Brakebills encima durante cuatro años para asegurarse de que no sobrepasaba los límites establecidos. Había hablado con gente con la que Quentin nunca habría hablado, aprendido cosas a las que sus profesores nunca le habrían permitido acercarse. La magia de ella poseía unos bordes afilados e irregulares que nunca se habían limado.
Se trataba de un tipo distinto de educación y la diferenciaba de los demás. Hablaba de un modo distinto; Brakebills les había enseñado a ser condescendientes e irónicos con respecto a la magia, pero Julia se la tomaba en serio. Iba de siniestra de los pies a la cabeza, con un vestido de novia negro y lápiz de ojos negro. A Janet y a Eliot les parecía raro, pero a Quentin le gustaba. Se sentía atraído por ella. Era rara y siniestra, y Fillory los había convertido en seres prácticamente transparentes, Quentin incluido. A él le gustaba que ella no fuera del todo normal y que no le importara quién lo sabía.
A los filorianos también les gustaba. Julia mantenía una relación especial con ellos, sobre todo con los más exóticos, los espíritus, los seres elementales y los jinnis, e incluso con los seres más extraños y extremos, el elemento marginal, en la zona borrosa situada entre lo biológico y lo completamente mágico. Era su reina-bruja y la adoraban.
Pero Julia había tenido que pagar un precio por su educación, era difícil señalar qué, pero fuera lo que fuese le había dejado huella. Daba la impresión de no querer ni necesitar ya compañía humana. En medio de una cena de Estado o un baile real o incluso una conversación, perdía interés y se distraía. Le pasaba cada vez más a menudo. A veces Quentin se planteaba exactamente qué alto precio había tenido que pagar por sus conocimientos, y cómo lo había pagado, pero siempre que le preguntaba, ella eludía la cuestión. A veces se preguntaba si es que se estaba enamorando de ella. Otra vez.
Se oyó una corneta a lo lejos, tres notas limpias de plata de ley, amortiguada por el silencio pesado de los bosques. Eliot tocaba una llamada a la caza.
No era como Jollyby, aunque era una llamada perfectamente creíble. No era muy partidario de redactar leyes, pero Eliot era meticuloso con la etiqueta real, que incluía seguir el protocolo de caza filoriano al pie de la letra (aunque matar le parecía de mal gusto y solía evitarlo). El toque de corneta fue suficiente para Dauntless. La yegua tembló, electrizada, aguardando la orden de salir disparada. Quentin dedicó una amplia sonrisa a Janet y ella se la devolvió. Él gritó como un vaquero, espoleó a la montura y se marcharon.
Era una locura, como una persecución a toda velocidad por tierra, teniendo en cuenta que había zanjas que se abrían ante ellos sin previo aviso y ramas bajas que descendían de no se sabía dónde para intentar asestarles un golpe en la cabeza (no literalmente, claro está, aunque nunca se sabe a ciencia cierta con algunos de esos árboles viejos y retorcidos). Pero, qué coño, para eso está la magia curativa. Dauntless era una purasangre. Habían estado poniéndose en marcha, parando y dando vueltas toda la mañana y se moría de ganas de romper las ataduras.
Además, ¿cuántas veces tenía la posibilidad de arriesgar la vida de su real persona? ¿Cuándo era la última vez que había lanzado un conjuro? No podía decirse precisamente que su vida estuviera trufada de peligros. Se pasaban todo el día entre almohadones y por las noches se ponían ciegos de comer y beber. Últimamente siempre que se sentaba se producía una interacción desconocida entre su abdomen y la hebilla del cinturón. Desde que ascendió al trono debía de haber engordado unos siete kilos. No era de extrañar que los reyes se vieran tan gordos en los cuadros. Un día eres el Príncipe Valiente y al siguiente Enrique VIII.
Janet se salió del sendero, guiada por unas notas de corneta más amortiguadas. Los cascos de los caballos daban golpes de satisfacción en la marga compacta del terreno boscoso. Todo lo que resultaba empalagoso de la vida en la corte, toda la seguridad y la comodidad implacable se desvaneció durante unos instantes. Los troncos, bosquecillos, zanjas y viejos muros de piedra pasaron ante sus ojos como una exhalación. Iban alternando estar bajo el sol abrasador y la frescura de la sombra. Su velocidad paralizaba la lluvia de hojas amarillentas en pleno aire. Quentin ganó impulso y cuando llegaron al prado abierto, realizó un giro abierto hacia la derecha, y durante un largo minuto permanecieron uno junto al otro, cabalgando como locos en paralelo.
Entonces, de repente, Janet se paró en seco. Lo más rápidamente posible, Quentin hizo que Dauntless redujera el paso y se diera la vuelta respirando con dificultad. Esperaba que su montura no se quedara coja. Tardó unos instantes en darle alcance.
Estaba sentada quieta y recta en la silla de montar, escudriñando la penumbra del bosque a esa hora del mediodía. No se oían más toques de corneta.
—¿Qué pasa?
—Me ha parecido ver algo —respondió ella.
Quentin entrecerró los ojos para mirar. Había algo. Formas.
—¿Es Eliot?
—¿Qué narices están haciendo? —preguntó Janet.
Quentin bajó con brusquedad de la silla de montar, descolgó
el arco otra vez y colocó otra flecha. Janet guio a los caballos mientras él tomaba la delantera. Oyó que ella cargaba cierta magia defensiva menor, un escudo ligero, por si acaso. Notaba el zumbido estático que le resultaba familiar.
—Mierda —dijo con voz queda.
Soltó el arco y corrió hacia ellos. Julia se apoyaba en una rodilla y se presionaba la mano contra el pecho, respirando con dificultad o sollozando, no distinguía bien qué. Eliot estaba inclinado hablando con ella con voz queda. La chaqueta de tela dorada le colgaba del hombro.
—No pasa nada — dijo al ver lo pálido que se había quedado Quentin—. La dichosa civeta la ha tirado y ha salido disparada. He intentado retenerla pero no he podido. Está bien, solo se ha quedado sin aire.
—Estás bien. —Otra vez la misma frase. Quentin le frotó la espalda a Julia mientras ella respiraba entre gemidos — . Estás bien. Te he dicho un montón de veces que utilizaras un caballo normal. Esa bestia nunca me ha gustado.
—A ella tampoco le gustas —alcanzó a decir ella.
—Mira — Eliot señaló hacia la penumbra—, eso es lo que la hizo salir disparada. La liebre ha entrado allí.
A escasos metros había un claro redondo, un apacible círculo de hierba oculto en el corazón del bosque. Los árboles crecían justo hasta el borde, como si alguien lo hubiera despejado a propósito, recortando el borde con precisión. Podía haber sido trazado con un compás. Quentin se acercó a la zona. Una hierba exuberante de un intenso color verde esmeralda crecía sobre un terreno negro abultado. El centro del claro estaba dominado por un único roble gigantesco con un enorme reloj redondo incrustado en el tronco.
Los árboles-reloj eran el legado de la Observadora, la legendaria bruja de Fillory que viajaba por el tiempo. Eran una locura mágica, benévolos que se supiera, y pintorescos de un modo surrealista. No había motivos para librarse de ellos, suponiendo que tal cosa fuera posible. Como mínimo marcaban la hora a la perfección.
Pero Quentin no había visto nunca uno como aquel. Tuvo que echarse hacia atrás para ver la copa. Debía de medir unos trescientos metros y tenía un grosor espectacular, por lo menos quince metros de circunferencia. El reloj era impresionante. La esfera era más alta que Quentin. El tronco brotaba de la hierba verde y era como un estallido de ramas onduladas, como un kraken esculpido en madera.
Y además se movía. Las ramas negras y prácticamente desnudas se retorcían y se agitaban contra el cielo gris. Daba la impresión de que el árbol estaba apresado en una tormenta, pero Quentin no notaba ni oía viento. El día, tal y como lo percibía con sus cinco sentidos, era apacible. Se trataba de una tormenta invisible, intangible, una tormenta secreta. En su agonía, el árbol-reloj había estrangulado el reloj; la madera lo había apretado con tanta fuerza que al final se había torcido el bisel y el cristal se había hecho añicos. La maquinaria de latón sobresalía por la esfera destrozada y se desparramaba en la hierba.
—Dios mío —dijo Quentin—. Menudo monstruo.
—Es el Big Ben de los árboles-reloj —dijo Janet detrás de él.
—Nunca he visto nada por el estilo —reconoció Eliot — . ¿Crees que fue el primero que ella hizo?
Fuera lo que fuera, se trataba de una maravilla filoriana, real, majestuosa y extraña. Hacía mucho tiempo que no había visto ninguna, o quizás hacía mucho tiempo que no se había fijado. Notó una punzada de algo que no había sentido desde la Tumba de Ember: temor y algo más. Sobrecogimiento. Estaban cara a cara con el misterio. Aquello era la materia prima, la arteria principal, la magia más antigua.
Estaban juntos de pie, alineados a lo largo del borde del prado. El minutero del reloj sobresalía formando un ángulo recto desde el tronco como si de un dedo roto se tratase. A un metro escaso de la base brotaba un pimpollo donde había caído el engranaje, como de una bellota, meciéndose adelante y atrás en el vendaval silencioso. Un reloj de bolsillo de plata marcaba la hora en un nudo del tronco esbelto. Un típico toque bonito de Fillory.
Aquello pintaba bien.
—Yo iré primero.
Quentin se dispuso a avanzar pero Eliot le puso la mano en el brazo.
—Yo no lo haría.
—Yo sí. ¿Por qué no?
—Porque los árboles-reloj no se mueven de ese modo. Y nunca he visto uno roto. Creía que era imposible que se rompieran. Este sitio no es natural. La liebre debe de habernos conducido hasta aquí.
—Lo sé, ¿vale? ¡Es una pasada!
Julia negó con la cabeza. Estaba pálida y tenía una hoja seca en el pelo, pero ya se había puesto de pie.
—Mira qué regular es este claro —dijo — . Es un círculo perfecto. O por lo menos una elipse. El centro irradia un hechizo potente que afecta a toda la zona. O los focos —añadió con voz queda—, en caso de una elipse.
—Si entras ahí vete a saber dónde acabarás —aseveró Eliot.
—Vete a saber. Por eso quiero ir.
Aquello era lo que necesitaba. Aquel era el objetivo, había estado esperándolo sin ni siquiera saberlo. Cielos, cuánto tiempo. Era toda una aventura. Le costaba creer que los demás incluso vacilaran. Detrás de él, Dauntless se estremeció en silencio.
No era una cuestión de valor. Era como si hubieran olvidado quiénes eran, y dónde estaban y por qué. Quentin volvió a sacar el arco y extrajo otra flecha de la aljaba. A modo de experimento, se colocó en posición, tensó el arco y disparó al tronco del árbol. Antes de alcanzar su objetivo, la flecha perdió velocidad como si estuviera desplazándose por el agua en vez de por el aire. Vieron cómo flotaba, cómo daba vueltas de un extremo a otro, hacia atrás, a cámara lenta. Al final, perdió el impulso que le quedaba y se paró a un metro y medio del suelo.
Acto seguido explotó, sin emitir sonido alguno, y despidió chispas blancas.
—Cielos. —Quentin se echó a reír. No podía evitarlo— . ¡Este lugar está encantado de cojones!
Se volvió hacia los demás.
—¿Qué os parece? A mí esto me huele a aventura. ¿Os acordáis de las aventuras? ¿Como en los libros?
—Sí, ¿os acordáis? —repitió Janet. De hecho parecía estar enfadada—. ¿Os acordáis de Penny? Últimamente no le hemos visto por aquí, ¿verdad? No quiero pasarme el resto de mi reinado cortándoos la comida.
También podía haber preguntado si se acordaban de Alice. Él se acordaba de Alice. Había muerto, pero ellos habían vivido y ¿acaso vivir no era eso? Dio un salto de puntillas. Sentía un hormigueo en los dedos del pie y además le sudaban los pies en las botas, a quince centímetros del borde marcado del prado encantado.
Sabía que los demás tenían razón, aquel lugar rebosaba un tipo de magia misteriosa. Era una trampa, un muelle en espiral ansioso por ser accionado. Y él también lo deseaba. Quería introducir el dedo y ver qué ocurría. Allí se iniciaba alguna historia, alguna búsqueda en la que él quería participar. Le parecía refrescante, sano y seguro, nada semejante a la comodidad sebosa de la vida palaciega. El plástico protector se había retirado.
—¿De verdad que no venís? —preguntó.
Julia se limitó a mirarlo. Eliot negó con la cabeza.
—Voy a ir sobre seguro. Pero puedo intentar cubrirte desde aquí.
Empezó con afán a lanzar una revelación menor destinada a neutralizar cualquier amenaza mágica obvia. La magia crujía y chisporroteaba alrededor de sus manos mientras lo hacía. Quentin desenvainó la espada. Los demás se burlaban de él porque la llevaba, pero a él le gustaba sujetarla con la mano. Le hacía sentir como un héroe. O por lo menos le hacía parecer un héroe.
A Julia no le parecía divertido. Aunque últimamente no es que se riera demasiado de nada. De todos modos, la soltaría en caso de que tuviera que recurrir a la magia.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Janet con los brazos en jarras—. En serio, ¿qué? ¿Trepar por el árbol?
—Llegado el momento sabré qué tengo que hacer. —Hizo girar los hombros.
—Esto no me gusta, Quentin —dijo Julia—. Este lugar, este árbol. Embarcarse en esta aventura podría suponer un gran cambio en nuestro destino.
—A lo mejor nos conviene ese cambio.
—Eso lo dirás por ti —espetó Janet.
Eliot terminó su conjuro y formó un cuadrado con los pulgares e índices. Cerró un ojo y miró por el cuadrado, recorriendo el claro.
—No veo nada...
Se oyó un retumbo lúgubre desde lo alto de las ramas. Cerca de la copa del árbol habían brotado un par de campanas de bronce que se balanceaban. ¿Por qué no? Once campanadas; por lo que parecía, seguía marcando la hora aunque el mecanismo estuviera roto. Entonces el silencio volvió a inundarlo todo, como agua que hubiera sido desplazada momentáneamente.
Todo el mundo lo observaba. Las ramas del árbol-reloj crujían en el viento insonoro. no se movió. Pensó en la advertencia de Julia: un gran cambio en su destino. Tenía que reconocer que su situación era envidiable en esos momentos. Vivía en un castillo espectacular, lleno de patios tranquilos y torres aireadas y espaciosas, además del sol dorado de Fillory que se desparramaba como miel caliente. De repente no era capaz de decir a cambio de qué se jugaba todo aquello. Quizás allí le esperara la muerte. Alice había muerto.
Y ahora era rey. ¿Acaso tenía el derecho a galopar detrás de cada conejo mágico que moviera la cola delante de él? Ese ya no era su cometido. De repente se sintió egoísta. El árbol-reloj estaba justo delante de él, con su enorme poderío y la promesa de aventuras. Pero su entusiasmo se estaba desvaneciendo. Estaba siendo presa de la duda. Tal vez tuvieran razón, su lugar estaba allí. Tal vez aquello no fuera tan buena idea.
El impulso de internarse en el prado empezó a disiparse, como el efecto de una droga, y de repente recobró la sobriedad. ¿A quién pretendía engañar? Ser rey no era el comienzo de una historia, era el final. No necesitaba que un conejo mágico le adivinara el futuro, conocía su futuro porque lo estaba viviendo. Aquella era la parte del «fueron felices y comieron perdices». Cierra el libro, déjalo y márchate.
Quentin retrocedió un paso y volvió a envainar la espada con un único gesto fluido. Era lo primero que le había enseñado el maestro de esgrima; dos semanas de envainar y desenvainar antes incluso de que le permitiera cortar el aire. Ahora se alegraba de haberlo hecho. No había nada que resultara más ridículo que intentar encontrar la vaina con el extremo de la espada.
Notó una mano en el hombro. Julia.
—No pasa nada, Quentin —dijo — . No es tu aventura. No vayas más allá.
Le entraron ganas de apoyar la cabeza y frotarse la mejilla contra la mano de ella como un gato.
—Lo sé — dijo. No iba a ir—. Lo entiendo.
—¿De verdad que no vas? —Janet casi parecía decepcionada. Seguramente le habría gustado verlo convertido en una explosión de destellos.
—De verdad.
Tenían razón. Que otro se hiciera el héroe. Él había tenido su final feliz. En ese momento ni siquiera era capaz de decir qué buscaba allí. Nada por lo que valiera la pena morir, eso seguro.
—Vamos, es casi la hora de comer —dijo Eliot—. Busquemos algún prado más normalito en donde comer.
—Claro —dijo Quentin—. Buena idea.
Llevaban champán, o algo parecido, en uno de los cestos y se mantenía mágicamente fresco, aunque seguían buscando el equivalente filoriano de la bebida. Y esos cestos, con receptáculos de cuero especiales para las botellas y las copas, eran el tipo de artículo que recordaba haber visto en los catálogos de objetos caros e inútiles que no podía costearse allá en el mundo real. ¡Y mira ahora! Tenía todos los cestos que quisiera. No era champán, pero tenía burbujas y emborrachaba. Y Quentin iba a pillar una buena durante la comida.
Eliot subió a la montura y cargó a Julia detrás de él. Daba la impresión de que la civeta se había marchado para siempre. Julia todavía tenía un buen pedazo de tierra negra y húmeda en el trasero fruto de la caída. Quentin tenía un pie en el estribo de Dauntless cuando oyeron un grito.
—¡Ho!
Todos se volvieron a mirar.
—¡Ho! —Era lo que los filorianos decían en vez de «eh».
El filoriano que los había llamado era un hombre sanote y fornido de treinta y pocos años. Se acercaba a ellos dando grandes pasos, a través del claro circular, prácticamente exultante. Echó a correr lentamente al verlos. No hizo ningún caso de las ramas del árbol-reloj roto que se balanceaban peligrosamente por encima de su cabeza; le daban exactamente igual. Un día de lo más normal en el bosque mágico. Tenía una buena melena dorada y el pecho prominente; se había dejado crecer la barba rubia para disimular la redondez de su mentón.
Se trataba de Jollyby, Maestro de Caza. Llevaba unas mallas a rayas violeta y amarillo. Tenía unas piernas realmente impresionantes, sobre todo teniendo en cuenta que nunca había pisado un gimnasio. Eliot tenía razón, debía de haberlos seguido todo el rato.
—¡Ho! —respondió Janet contenta—. Ahora ya somos una partida de caza —añadió dirigiéndose a los demás en voz baja.
Jollyby sujetaba por las orejas una liebre grande que se revolvía como loca con el enorme puño enguantado de cuero.
—Hijo de puta — dijo Dauntless — . La ha cazado.
Dauntless era una yegua parlante. Pero no hablaba demasiado.
—Y tanto —dijo Quentin.
—Menuda suerte he tenido —exclamó Jollyby cuando estuvo lo bastante cerca—. La he encontrado sentada en una piedra, más contenta que unas pascuas, a escasos cien metros de aquí. Estaba muy entretenida vigilándoos y he conseguido que saliera disparada hacia el lado equivocado. La he apresado con las manos, aunque cueste de creer.
Quentin se lo creía. Aunque seguía pensando que no tenía sentido. ¿Cómo es posible acercarse sigilosamente a un animal capaz de ver el futuro? Tal vez viera el de los demás y no el suyo. La liebre ponía los ojos en blanco como una posesa.
—Pobrecilla — dijo Eliot—. Mira qué cabreada está.
—Oh, Jolly —dijo Janet. Se cruzó de brazos fingiendo estar
indignada—. ¡Tenías que habernos dejado cazarla! Ahora solo adivinará tu futuro.
No parecía para nada decepcionada por ello, pero Jollyby, un cazador excelente pero no precisamente una lumbrera, pareció disgustarse. Frunció el muy poblado entrecejo.
—A lo mejor nos la podríamos ir pasando —propuso Quentin—. Podría ir uno por uno.
—No es una pipa de agua, Quentin —dijo Janet.
—No —convino Julia—. No lo pidas.
Pero Jollyby estaba disfrutando del hecho de ser el centro de atención real durante un momento.
—¿Es verdad, animal inútil? — dijo. Giró la mano con la que sostenía a la Liebre Vidente y la levantó de forma que él y la liebre estuvieran cara a cara.
Dejó de patalear y se quedó colgando flácida, con los ojos en blanco presa del pánico. Era una bestia impresionante, de casi un metro de largo desde el hocico inquieto hasta la cola, con un bonito pelaje gris pardusco del color de la hierba seca en invierno. No era lo que se dice mona. No era una liebre domesticada, ni el conejo de un mago, sino un animal salvaje.
—¿Qué ves, eh? —Jollyby la zarandeó, como si todo aquello fuera idea del animal y, por consiguiente, culpa suya—. ¿Qué ves?
La Liebre Vidente enfocó la mirada. Miró directamente a Quentin. Dejó entrever los enormes incisivos anaranjados.
—Muerte — dijo con voz áspera.
Se quedaron todos quietos durante unos instantes. No resultaba estremecedor sino inapropiado, como si alguien contara un chiste verde en la fiesta de cumpleaños de un niño.
Entonces Jollyby frunció el ceño y se humedeció los labios, y Quentin vio que tenía sangre en los dientes. Tosió una vez, tanteando la situación, como si probara, y acto seguido la cabeza le colgó hacia delante. La liebre cayó de sus dedos flojos y salió disparada por la hierba como un cohete.
El cuerpo de Jollyby se desplomó hacia delante en la hierba.
—¡Muerte y destrucción! —gritó la liebre mientras corría, por si el mensaje no había quedado claro — . ¡Decepción y desespero!
2
El castillo de Whitespire contaba con un salón especial en el que se reunían los reyes y reinas. El hecho de ser monarca suponía también que todas las posesiones estaban hechas especialmente para uno.
Era un salón maravilloso. Era cuadrado, en lo alto de una torre cuadrada y tenía cuatro ventanas con vistas a las cuatro direcciones. La torre giraba, muy lentamente, igual que otras torres del castillo. El castillo de Whitespire se había construido sobre los complejos cimientos de una mecánica de latón, diseñada de forma inteligente por los enanos, que eran absolutamente geniales para este tipo de cosas. La torre completaba una rotación al día. El movimiento resultaba casi imperceptible.
El salón estaba dominado por una mesa cuadrada especial con cuatro sillas; eran tronos, o algo similar, pero obra de alguien que tenía la habilidad, bastante excepcional según la experiencia de Quentin, de hacer sillas que parecieran tronos pero que también resultaban cómodas para sentarse. La mesa tenía pintado un mapa de Fillory, sellado bajo muchas capas de laca, y en cada uno de los cuatro asientos, grabados en la madera, los nombres de los gobernantes que los habían ocupado junto con pequeños artilu-gios que les correspondieran. Quentin tenía una imagen del Ciervo Blanco y del derrotado Martin Chatwin, además de una baraja de naipes. El sitio de Eliot era el que gozaba de mayor profusión de adornos, tal como correspondía al Alto Rey. La mesa era cuadrada pero no cabía duda de quién ocupaba la cabecera.
Ese día los asientos no parecían tan cómodos. La escena de la muerte de Jollyby seguía estando muy presente en la mente de Quentin; de hecho se le repetía más o menos de forma constante, cada treinta segundos aproximadamente. Cuando Jollyby se había desplomado, Quentin se había abalanzado hacia delante, lo había cogido y lo había puesto con sumo cuidado en el suelo. Toqueteó con torpeza el enorme pecho de Jollyby, como si su vida estuviera escondida en algún lugar de su cuerpo, en algún bolsillo interior secreto, y si Quentin era capaz de encontrarla, se la devolvería. Janet profirió un grito a pleno pulmón, incontrolable, de película de miedo que duró quince segundos, hasta que Eliot la sujetó por los hombros y la hizo volverse para que no viera el cadáver de Jollyby.
Al mismo tiempo el claro quedó bañado de una luz verde fantasmagórica, un hechizo desolador y extraño obra de Julia cuyos detalles Quentin era incapaz de captar, ni siquiera a grandes rasgos, con la intención de poner al descubierto a cualquier mal actor que pudiera estar presente. Se le pusieron los ojos totalmente negros, sin blanco ni iris. Ella era la única que había pensado ir a por todas. Pero no había nadie a quien atacar.
—Bueno —dijo Eliot—. Hablemos del tema. ¿Qué creemos que ha sucedido hoy?
Intercambiaron una mirada, se sentían histéricos y traumatizados. Quentin quería hacer o decir algo, pero no sabía qué. Lo cierto era que tampoco había conocido tan bien a Jollyby.
—Con lo orgulloso que estaba — dijo al final —. Pensaba que había salvado la situación.
—Tuvo que ser el conejo —dijo Janet. Tenía los ojos rojos de llorar. Tragó saliva—. ¿Verdad? O la liebre, lo que fuera. Eso lo mató. ¿Qué más?
—No podemos darlo por supuesto. La liebre predijo su muerte pero no tuvo por qué haberla causado. Post hoc ergo propter hoc. Es una falacia lógica.
Si hubiera esperado ni que fuera un segundo se habría dado cuenta de que a Janet no le interesaba el latinajo de la falacia lógica que ella podía o no estar cometiendo.
—Lo siento —se disculpó él—. Es mi síndrome de Asperger que asoma la cabeza otra vez.
—¿O sea que es pura coincidencia? —espetó ella—. ¿Que muriera justo entonces, justo después de que el animal dijera eso sobre la muerte? A lo mejor nos hemos equivocado. A lo mejor la liebre no predice el futuro, a lo mejor lo controla.
—A lo mejor no le gusta que la apresen — apuntó Julia.
—Me cuesta creer que un conejo parlante esté escribiendo la historia del universo —aseveró Eliot—. Aunque eso explicaría muchas cosas.
Eran las cinco de la tarde, la hora en que solían reunirse. Durante los primeros meses desde su llegada al castillo de Whitespire Eliot les había dejado hacer lo que quisieran partiendo de la teoría de que encontrarían su camino como gobernantes de forma natural, y se encargarían de aquello que mejor encajara con sus distintos dones. Aquello había provocado un caos total y no habían hecho nada, y lo que habían hecho, lo habían hecho dos veces de mano de dos personas distintas y de forma distinta. Así pues, Eliot instituyó una reunión diaria en la que repasaban aquellos asuntos del reino que a los cuatro les parecieran más apremiantes. La reunión de las cinco de la tarde iba acompañada tradicionalmente por el que bien podía considerarse el servicio de whisky más completo y extraordinario jamás visto en cualquiera de los mundos posiblemente infinitos del multiverso.
—He dicho a la familia que nos ocuparíamos del funeral — informó Quentin—. Solo están sus padres. Era hijo único.
—Tengo que decir una cosa —dijo Eliot—. Él me enseñó a tocar la corneta.
—¿Sabíais que era un hombre-león? —Janet sonrió entristecida—. Es verdad. Funcionaba mediante un calendario solar, solo cambiaba en los equinoccios y solsticios. Decía que le ayudaba a comprender a los animales. Era peludo por todas partes.
—Por favor —rogó Eliot—. Daría cualquier cosa para no averiguar cómo lo sabes.
—Servía para muchas cosas.
—Tengo una teoría — se aprestó a decir Quentin—. A lo mejor lo hicieron los Fenwick. Están cabreados con nosotros desde que llegamos aquí.
Los Fenwick eran la familia de mayor tradición de las varias que regentaban el lugar cuando los Brakebills regresaron a Fillory. No les gustó que les expulsaran del castillo de Whitespire, pero carecían de influencia política para evitarlo. Así pues se contentaban con meter cizaña en la corte.
—Un asesinato sería una medida demasiado extrema para los Fenwick — dijo Eliot—. Son bastante más moderados.
—¿Y por qué iban a matar a Jollyby? —preguntó Janet —. ¡Caía bien a todo el mundo!
—Quizá fueran a por uno de nosotros, no a por él —dijo Quentin—. A lo mejor esperaban que uno de nosotros cazara la liebre. ¿Sabéis que ya han empezado a hacer circular el rumor de que lo matamos?
—Pero ¿cómo pueden haber hecho tal cosa? —preguntó Eliot—. ¿Insinúas que enviaron a un conejo asesino?
—No, no pueden manipular a la Liebre Vidente — dijo Julia—. Las Bestias Únicas no intervienen en los asuntos de los hombres.
—Tal vez no fuera la Liebre Vidente, quizá fuera una persona en forma de liebre. Un hombre-liebre. Mirad, ¡no sé!
Quentin se frotó las sienes. Ojalá hubiera ido a la caza del estúpido lagarto. Estaba enfadado consigo mismo por olvidar cómo era Fillory. Se había permitido creer que todo era mejor después de que Alice matara a Martin Chatwin, que no habría más muerte ni desespero ni desilusión y lo que fuera que había dicho la liebre. Pero había más. No era como en los libros. Siempre había más. Et in Arcadia ego.
Y aunque sabía que era una locura, de un modo infantil y elegante, no conseguía evitar la vaga sensación de que la muerte de Jollyby era culpa suya, que no se habría producido si no se hubiera dejado tentar por aquella aventura. ¿O quizá no se había sentido lo bastante tentado ? ¿Cuáles eran las normas ? Tal vez tenía que haberse internado en el claro. A lo mejor la muerte de Jollyby estaba destinada a él. Quizá su destino era que se hubiese internado en el claro y hubiera muerto, pero no había sucedido, por lo que Jollyby había muerto en su lugar.
—Quizá no haya una explicación — dijo en voz alta —. Quizá sea un misterio. Una alocada parada más en el misterioso viaje fantástico de Fillory. No hay motivos ocultos, ocurrió y ya está. No hay que buscarle una explicación.
Aquello no satisfizo a Eliot. Seguía siendo Eliot, el lánguido bebedor de Brakebills, pero el hecho de convertirse en Alto Rey le había hecho sacar una vena rigurosa que producía consternación.
—No pueden producirse muertes inexplicables en el reino — declaró —. No puede ser. —Se aclaró la garganta—. Vamos a hacer lo siguiente. Meteré miedo a los Fenwick con Ember. No tardaremos mucho. Son un puñado de mariquitas de playa. Y lo digo como mariquita de playa que soy.
—¿Y si eso no funciona? —dijo Janet.
—Entonces, Janet, tendrás que presionar a los lorianos. —Eran los vecinos de Fillory al norte. Janet era la encargada de las relaciones con las potencias extranjeras; Quentin la llamaba Fillory Clinton —. Siempre están detrás de todo lo malo. Tal vez intentaran poner fin al liderazgo. Son una especie de vikingos imbéciles de pacotilla. Ahora, por el amor de Dios, cambiemos de tema.
Pero no tenían nada más de que hablar, así que guardaron silencio. Nadie estaba excesivamente contento con el plan de Eliot, y quien menos, él, pero no tenían otro mejor ni peor. Seis horas después de los hechos, Julia seguía teniendo los ojos completamente negros por el conjuro que había lanzado en el bosque. El efecto resultaba desconcertante. No tenía pupilas. Quentin se preguntó qué vería ella que los demás no veían.
Eliot barajó las notas para ver si encontraba otro tema de interés, pero últimamente no abundaban.
—Es la hora —dijo Julia—. Tenemos que acercarnos a la ventana.
Todos los días, después de la reunión de la tarde, salían al balcón y saludaban a la gente.
—Maldita sea —se quejó Eliot—. Bueno.
—Tal vez hoy no deberíamos salir —sugirió Janet—. Me parece mal.
Quentin sabía a qué se refería. La idea de salir al pequeño balcón, con una sonrisa perenne en el rostro, saludando en tanto que monarcas a los filorianos allí reunidos para el ritual diario parecía un poco fuera de lugar.
—Tenemos que hacerlo —dijo él—. Hoy más que nunca.
—Estamos aceptando felicitaciones por no hacer nada.
—Estamos tranquilizando a la población ante una situación trágica.
Salieron en fila al estrecho balcón. Muy abajo, en el patio del castillo, al pie de una caída vertiginosa, se habían reunido varios cientos de filorianos. Desde aquella altura parecían irreales, como muñecos. Quentin saludó.
—Ojalá pudiéramos hacer algo más por ellos —dijo.
—¿Qué quieres hacer? — dijo Eliot—. Somos los reyes y reinas de una utopía mágica.
La ovación procedente de abajo les llegó a los oídos, ligeramente. El sonido resultaba metálico y distante, como una tarjeta de felicitación musical.
—¿Alguna reforma progresista? Quiero ayudar a alguien con algo. Si fuera filoriano me depondría por ser un parásito aristocrático.
Cuando Quentin y los demás ascendieron al trono no sabían exactamente qué esperar. Los detalles de lo que suponía resultaban vagos... tendrían obligaciones ceremoniales, supuso Quentin, y supuestamente un papel primordial en las decisiones políticas, cierta responsabilidad sobre el bienestar de la nación que gobernaban. Pero lo cierto era que no había gran cosa que hacer.
Lo curioso era que Quentin lo echaba de menos. Se había imaginado que Fillory sería una especie de Inglaterra medieval, porque es lo que parecía, por lo menos a primera vista. Imaginó que emplearía la historia de Europa, lo que recordase de la misma, como chuleta. Favorecería el programa humanitario ilustrado estándar, nada extraordinario, solo los grandes momentos, y pasaría a la historia como fuerza del bien.
Pero Fillory no era Inglaterra. Para empezar, la población era reducida, no había más de diez mil humanos en todo el país, aparte de los muchos animales parlantes y enanos y espíritus y gigantes y tal. O sea que él y los demás monarcas —o tetrarcas o como se llamara— eran más parecidos al alcalde de una ciudad pequeña. Para continuar, si bien la magia era muy real en la Tierra, Fillory era mágica. Había una diferencia. La magia formaba parte del ecosistema. Estaba en el clima y en los océanos y en la tierra, que era increíblemente fértil. Si alguien quería que las cosechas fueran mal tenía que esforzarse sobremanera.
Fillory era la tierra de la abundancia eterna. Cualquier cosa necesaria podía obtenerse de los enanos, tarde o temprano, y no eran un proletariado industrial oprimido sino que en realidad disfrutaban haciendo cosas. A no ser que uno fuera un tirano despreciable y activo, como lo había sido Martin Chatwin, había demasiados recursos y pocas personas como para crear algo similar a un conflicto civil. La única escasez que sufría la economía filo