Flores, el gitano (Brigada Central 1)

Fragmento

Creditos

1.ª edición: abril, 2016

© 2016 by Juan Madrid

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-426-8

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Nota del autor

Prólogo

Prólogo a la nueva edición

La ciudad...

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Nota del autor

Ésta es una obra de ficción. Todos los personajes y situaciones han sido inventados y se deben a la imaginación del autor. Sin embargo, me he basado en hechos y situaciones reales que he visto o que me han contado, lo que no deberá desvirtuar el carácter de esta novela como obra de ficción y no como el retrato de instituciones o personas.

Si alguien o alguna institución se siente reflejado en esta novela deberá pensar que se debe a la casualidad y a que no tengo otra cosa a mano en que basarme que en la realidad.

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PRÓLOGO

Las catorce novelas de Brigada Central —repartidas en catorce volúmenes— son en realidad una única y gran novela (grande, sinónimo de gorda) de casi dos mil quinientas páginas. En su origen fueron catorce guiones originales de una hora de duración que escribí para Pedro Masó. Y más antiguas aún que eso fueron unas notas que yo, calladamente, iba tomando de lo que veía y olía en las comisarías y brigadas de este país, siendo reportero de sucesos.

Siempre quise escribir sobre la policía. Esa gente que, sabiéndolo o no, se gana la vida y tiene su razón de ser defendiendo un sistema de valores, creencias y relaciones de producción que no todos compartimos. Sobre sus contradicciones, sus vidas privadas, sus relaciones con el delito, los delincuentes y el resto del aparato encargado de defender el orden tenía yo ganas de escribir largo y tendido.

La ocasión me la brindó Pedro Masó encargándome los guiones de una serie que aún no se había hecho en España. De ahí surgió Brigada Central y la historia del gitano Flores, un policía límite, en una sociedad también en el filo de la navaja.

Sobre los primitivos guiones surgieron las posteriores novelas. Decir que son una transposición de los anteriores, sería mentir como un bellaco. Afirmar, por el contrario, que no tienen nada que ver, sería también igualmente falso. Tienen que ver y al mismo tiempo son muy diferentes.

Y tiene que ser así.

Un guión no es una película ni tampoco una novela. En una película —o en una serie para televisión— interviene mucha gente, es una labor colectiva y cada uno de los participantes pone su grano de arena en la concepción final de la misma. Todo el mundo sabe que es el director el último responsable de una película, para bien o para mal. Y esto es extensible a la televisión.

Lo audiovisual (vaya palabreja) necesita un soporte industrial muy complejo. El escritor, sin embargo, es el último de los artesanos en un mundo industrializado. Y los artesanos son responsables, sólo ellos, de los productos que dan a luz. En ese sentido, que quede claro que soy yo el responsable de cada una de las palabras que forman, una detrás de otra, estas catorce novelas o, si se quiere, esta novela dividida en catorce partes.

Fue premiosa, a veces difícil y exasperante, la confección de Brigada Central. Pero también me causó placer. El placer de alguien que sabe que éste es su trabajo.

Sin embargo, no podría haber escrito una sola línea sin el apoyo, la mayoría de las veces extraoficial, de gran número de policías que con gran paciencia, dentro y fuera de sus horas de servicio, con sentido del humor y de forma relajada y descontraída, han aguantado mis preguntas y mi curiosidad y mi propia persona, en comisarías, brigadas, gabinetes, laboratorios, celdas, inspecciones de guardia, patrullas y durante investigaciones de homicidios, atracos, robos, etc., etc.

Por lo tanto, la lista de agradecimientos sería larga y tediosa. En primer lugar no puedo dejar de mencionar el apoyo de José María Rodríguez Colorado, «Colo», diretor general de la Policía Democrática, o que no le importó saber de antemano por dónde irían los tiros.

Ricardo Pardeiro, Juan Luis Méndez, Curro Ovando, Manolo Jiménez, Martín Muñoz, Manuel Prieto, Fernando Martínez Cos, Piedrabuena, Marcos, Jaime Centeno, Juanito Martínez... etc., etc., les debo más de lo que podría ser capaz de escribir aquí. Todos me ayudaron sin esperar nada a cambio. El haber conseguido su amistad es un privilegio por encima de cualquier consideración.

Es cierto que sin ellos no hubiera podido escribir nada. Y es evidente también que sin Pedro Masó y su decisión de encargarle a un novelista, que jamás había hecho guiones, una serie completa para televisión, que normalmente es el trabajo de varios hombres duchos en el oficio, esto tampoco existiría.

Después de haber trabajado con Pedro Masó durante más de un largo año, no me puedo considerar ya un guionista amateur. A él le debo muchas cosas, en las que su amistad no es la menor. Su ojo certero y astuto me ha guiado por los territorios resbaladizos y traidores del guión para televisión. Su experiencia ha sido decisiva para mí.

No podría cerrar estas breves señales de agradecimiento sin mencionar a mi editor Héctor Chimirri, el gordo Chimirri. Tuvo fe en las novelas, aun sin leerlas, convirtiendo el trabajo de escribir y publicar en una grata relación. La amistad que le profeso sería una forma canija de manifestar todo lo que le debo.

Y finalmente, mi compañera Míriam se vio en la ingrata tarea de tener que leerse manuscritos no siempre bien escritos ni limpios. Algunas veces pienso que sólo escribo para ella.

Y como a mí me gustaría ser Sherezhade y que el sultán me perdone noche a noche para poder seguir contándole cuentos e historias, dejo ya aquí esta relación de propósitos, añadiendo unas palabras sobre mi hijo Guillermo, de veintidós meses: hizo todo lo posible para que no pudiera escribir ni una sola palabra. Le pido disculpas.

JUAN Madrid

Nerja, septiembre de 1989

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Prólogo a la nueva edición

Una noche en Bocaccio vino corriendo un ayudante de producción para avisarme de que la Guardia Civil había ordenado parar el rodaje de Brigada Central. La Dirección General de la policía había prohibido que se utilizara cualquier símbolo de la policía española, fueran uniformes, coches o banderas. Al parecer mis guiones no habían gustado, no eran políticamente correctos.

Al otro día hablé con Pedro Masó y me confesó que ya estaba arreglado todo, había llegado a un acuerdo con José María Rodríguez Colorado, el director general; la serie podía hacerse.

Lo que no me dijo fue qué tipo de acuerdo había firmado.

Lo supe después de 1989. La Dirección General de la policía había enviado al rodaje a un policía que iba corrigiendo los guiones de todo aquello que no le gustaba. Eso se llama censura.

Despúes, en el año 2003, la Dirección General de la policía me prohibió de nuevo la utilización de uniformes, símbolos, edificios, etc., de la policía, para la película que iba a dirigir, Tánger, que se estrenó en 2004.

Con Brigada Central fue el PSOE, con Tánger, el PP.

Sepa el lector que cualquier película o serie de policías tiene que tener permiso de las autoridades para rodarse.

Por eso me alegro de sacar ahora Brigada Central de nuevo en la edición original, revisada por mí, en tres volúmenes.

Salobreña (Granada), verano de 2010

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La ciudad parece no tener horizontes. Hasta donde alcanza la vista, los edificios se recortan contra el cielo negro en un bosque interminable de masas oscuras salpicadas de luces y puntitos dorados, entre líneas discontinuas que trazan caminos bajo la maraña de edificios comerciales de hormigón y acero, marcados por anuncios luminosos que estallan en la noche.

No se distinguen los barrios altos de los bajos, las ropas tendidas en las sórdidas ventanas, los pisos minúsculos y fríos, ni los tugurios con olor a sudor y a miedo de los lujosos despachos. Tampoco las chabolas, ni el barro. Sólo se ven las luces.

Detrás de esas luces, debajo de los anuncios luminosos y las ráfagas de luz, se encuentra la basura. Hay basura en todas partes: en los grandes apartamentos, en los barrios residenciales, en los exclusivos clubs privados y en las elegantes calles donde se despliegan las oficinas enmoquetadas.

Y nadie podrá, jamás, quitar tanta basura.

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1

Aquella noche, cuando empezó esta historia, el inspector jefe Manuel Flores, llamado «el gitano», salió del cuarto de baño de su casa y entró despacio en el dormitorio para no despertar a su mujer, que dormía con el cabello castaño claro, casi rubio, desparramado por la almohada. Su rostro plácido y sereno en medio del sueño parecía tan hermoso que Flores estuvo tentado de besarlo. Lo malo era que se despertaría, y a las cuatro y media de la madrugada uno no puede despertar a su mujer.

Era alto y fibroso y estaba desnudo, recién duchado. Su cabello negro tenía reflejos azulados como el plumaje de algunos pájaros. Se vistió deprisa, con movimientos calculados, sin hacer ruido. Abrió un cajón de la cómoda que siempre permanecía cerrado con llave, y sacó su arma de reglamento, una automática muy usada, pk/38, metida en una funda de cuero manchada de sudor. Se la colocó bajo la axila, luego se acomodó la cazadora de cuero negra, gastada y sucia. Parecía un macarra o un ladronzuelo de poca monta. De hecho, lo había sido mucho tiempo atrás, en otra época ya casi olvidada. Echó una última mirada a su mujer y abandonó la habitación con el mismo sigilo.

Caminó por el pasillo y abrió la puerta del dormitorio de sus hijas. Dio unos pasos en dirección a las dos camas gemelas y se detuvo antes de llegar a ellas. Cristina, la pequeña, dormía con las ropas revueltas, como si hubiera estado luchando contra alguien. En cambio, Pili, la mayorcita, parecía no haberse movido en toda la noche. La colcha estaba tersa y sin arrugas.

Flores sintió un roce detrás y se volvió con rapidez. Su mujer apareció en el quicio de la puerta restregándose los ojos.

—Vaya, te he despertado —dijo Flores.

Ella bostezó y negó con la cabeza.

—Me he despertado yo sola. ¿Adónde vas a estas horas?

—Tenemos un servicio. Te lo dije anoche, pero tú nunca me escuchas.

Se colocó en los labios un cigarrillo que encendería más tarde, al bajar en el ascensor. Le acarició la mejilla y bajó la voz:

—Es un servicio sin importancia en Malasaña. Vamos detrás de dos camellos.

Ella contestó:

—Sólo la mujer de un poli tiene que tragarse sin rechistar lo que le diga su marido. ¿Es que no hay más policías en tu grupo? ¿Tienes que ir tú?

Flores sonrió y movió la cabeza. Su mujer añadió:

—¿Va también esa chica nueva?

—¿Chica nueva? Vamos, Julia, no es una chica nueva. Es una policía. Y claro que viene. ¿En qué estás pensando?

—En nada, no pienso en nada. ¿Cuándo volverás?

—Vendré a cenar.

—¿Te preparo café?

—No, lo tomaré en la calle.

—Te lo hago en un momento. No me cuesta trabajo.

—Oye, ¿qué has querido decir con eso de si viene o no esa chica nueva?

—Nada, pero desde que ha entrado esa chica en la brigada no paras de tener servicios nocturnos.

—No estás bien de la cabeza.

—Bueno. —Se encogió de hombros y bostezó—. Me vuelvo a la cama. Y ten cuidado.

La casa era grande, sombría, construida en piedra y estaba situada en lo alto de una colina sobre el mar en la cornisa cantábrica. Los días de tormenta las olas alcanzaban las tapias del jardín y mojaban las copas de los árboles que la rodeaban.

Algunos habían visto a un hombre viejo y estirado, silencioso y solitario, que acudía a la casa de vez en cuando al volante de un coche corriente. Intuyeron que venía desde Madrid y que era alguien importante y con dinero, aunque no tenían ninguna prueba para demostrarlo. Aquel hombre vivía solo, no tenía servidumbre y nunca salía de la casa.

Sin embargo, aquella noche la casa tenía un visitante, lo que suponía algo infrecuente y no sólo por lo intempestivo de la hora. En el portón de la entrada habían aparcado un lujoso y potente automóvil.

Era noche cerrada y no había ninguna luz por los alrededores, excepto la que se filtraba por las rendijas de un gran ventanal de la parte posterior de la casa. El incesante y monótono rumor del mar era lo único que se escuchaba. La llamaban la «Casa del Mar».

La biblioteca de aquella casa era semicircular, grande y estaba flanqueada de ventanales, cubiertos por grandes cortinas, y tapizada enteramente de libros, perfectamente alineados en estanterías. Había cuadros valiosos, panoplias con armas antiguas y modernas, esculturas y vitrinas con objetos de varias épocas y lugares. Una pesada alfombra amortiguaba las voces y los ruidos del exterior. El sonido del mar golpeando las tapias llegaba como algo lejano.

Había dos hombres en la biblioteca: el dueño de la casa y el visitante. El visitante se llamaba Luis Sousa y estaba sentado en un cómodo sillón, detrás de una gran mesa de despacho, de espaldas a los libros. El dueño de la casa descansaba retrepado en el sillón de enfrente. Sobre la mesa había varios teléfonos, uno de ellos sin dial, papeles, carpetas, y material de escritorio que parecía proveniente de una escribanía del siglo xvii. Había también un atril con un grueso libro abierto.

—Yo lo arreglaré todo, se lo juro —estaba diciendo Sousa—. Prada ha salido libre esta mañana sin pruebas. La policía no ha podido demostrarle nada. —Hizo una pausa, se miró la punta de los zapatos y prosiguió—: Yo he tenido la culpa. No debí haberle hecho caso a Prada, es un estúpido, pero no habrá ningún problema. Eso se lo garantizo. Ya no volverá a ocurrir.

Sousa carraspeó débilmente. Era un hombre alto y fuerte, de mandíbula cuadrada y ojos glaucos, acostumbrado a mandar y a que lo respetasen. Había hecho demasiadas cosas en demasiados países, sin haber perdido por ello su aspecto de caballero. Tenía unas manos fuertes y nudosas capaces de romper un vaso de cristal grueso, y, sin embargo, se las retorcía como un colegial travieso ante el severo director de su escuela.

El hombre que tenía enfrente permanecía con el rostro oculto por las sombras del respaldo del sillón. Sólo se le veía el antebrazo izquierdo, que terminaba en una mano larga y huesuda. En la muñeca tenía un costoso reloj Rolex de oro macizo. Tamborileaba con los dedos sobre el respaldo del sillón.

—Deme otra oportunidad. Se lo pido por favor. Un caso como el de Prada no volverá a ocurrir. —Sonrió mostrando unos dientes grandes, de lobo—. Todo volverá a ser como antes. Quiero seguir con usted.

El general tomó con cuidado para no mancharse un pequeño canapé de la bandeja que le ofrecía una criada muy joven y se dirigió a su interlocutor:

—Dígame, usted es abogado y debe de saberlo. ¿No cree que se trata de una operación política? Me explicaré: algo así como un intento de desprestigiar a Prada y a todos los que como él han dimitido en el ministerio por la llegada del socialismo. Yo lo veo bastante claro, Brea.

Brea puso en su rostro una expresión atenta y condescendiente. Era gordito, bien peinado, con una luz vigilante y astuta en los ojos. Se consideraba un genio de la abogacía y quizá lo fuera. Su sastre personal le cortaba los trajes de tal manera que no se le notase demasiado la inflación de la barriga. Pero su sastre no podía hacer milagros.

—Puede ser —contestó Brea—. No descarto esa posibilidad. Pero ha sido una acusación muy burda, muy mal hecha desde el punto de vista jurídico.

—Como todo lo que hacen ellos —apostilló el general.

—De todas formas, les ha fallado.

—Gracias a usted, Brea. Estuvo magnífico.

—Gracias, general.

—¿Otro canapé? —preguntó la criada uniformada.

—¡Oh, no, gracias! —manifestó Brea—. Estoy cuidando la línea.

La criada sonrió de forma mecánica y se marchó hacia un grupo de mujeres que charlaba animadamente. La música sonaba tenue y apenas cubría el suave siseo de las conversaciones. Una de las mujeres del corro tomó un pequeño canapé de caviar, las demás declinaron la oferta. La criada continuó entre los grupos que se repartían en el salón, unos de pie y otros sentados en los sofás y en los sillones. Casi nadie probaba los canapés. Si acaso uno o dos, y ya era suficiente. Preferían beber y hablar sin levantar la voz.

Ricardo Prada hablaba por teléfono en un saloncito adyacente. Era un hombre de estatura mediana que salía muy bien en las fotografías. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, de forma que se notase que tenía las sienes plateadas para que contrastara con el moreno lámpara de su piel. Había sido embajador y se le notaba.

—... es la última entrevista que concedo, señorita, voy a marcharme de vacaciones... Sí, estoy muy afectado, naturalmente... Yo no soy un traficante de droga... Además, he sido golpeado e insultado en las dependencias policiales. Escriba: golpeado e insultado en las dependencias de la Brigada Central. He puesto una denuncia, por supuesto. El asunto está ahora en manos de mis abogados... No tengo más que decir.

Ricardo Prada colgó. A su lado, sonriendo con un vaso en la mano, Sousa le puso el brazo en el hombro.

—¿Qué tal? ¿Estás más animado, hombre? Tienes que levantar el ánimo. No ha pasado nada.

—Te he estado buscando, ¿dónde estabas? —le contestó Prada, y Sousa se encogió de hombros—. Te he estado llamando todo el día a El Burbujas.

—No tienes que llamarme al club. Eso fue en lo que quedamos, ¿no? —La sonrisa de Sousa era una mueca fría—. Te dije que yo me pondría en contacto contigo. Ahora, lo que tienes que hacer es marcharte de vacaciones, unas largas vacaciones, lejos de aquí.

Sousa lo empujó suavemente hacia el salón, donde estaban los otros invitados. Brea, sonriente, se acercó a ellos.

—A ver si te hace caso a ti, Sousa, porque ni siquiera obedece a su propio abogado.

—No digas tonterías, Brea —contestó Prada—. Y no volváis a decirme que me tengo que marchar de vacaciones. Eso ya lo sé.

—Pues parece que no. —Brea miró a Sousa, como si le pidiese ayuda—. Dices que sí, que te vas a ir de vacaciones, pero no lo haces.

—Tampoco tengo por qué irme tan deprisa, van a creer que estoy huyendo.

—Deja que crean lo que quieran —manifestó Sousa.

—¿Lo ves? —señaló Brea—. ¿Lo estás viendo? No hace caso ni a su abogado. ¿Por qué no lo convences, Sousa?

—¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Por qué no os tomáis una copa y me dejáis tranquilo un rato? Acabo de salir de la cárcel, no me atosiguéis más. Voy a marcharme de vacaciones enseguida, ya lo he dicho mil veces.

—La policía no es tonta, Ricardo —dijo Sousa—. Ahora has tenido mucha suerte, pero no conviene tentarla. Y no estoy exagerando. Escúchame bien lo que te voy a decir: van a andar detrás de ti, no te van a dejar a sol ni a sombra, esperando que cometas un error, y cuando te tengan otra vez pillado, no te soltarán tan fácilmente.

—Exactamente lo que yo le he dicho —remachó Brea.

La esposa de Prada, una mujer rubia cargada de joyas, gritó desde el otro lado del salón:

—¡Van a poner las noticias, querido! ¡Ven a verlas!

Prada le sonrió a su abogado, le hizo un gesto con las manos a Sousa y caminó hacia la mesita baja donde estaba puesto el televisor.

—Estúpido —musitó Sousa—. Para él todo es una broma. Una experiencia excitante con la policía para luego contársela a los amigos.

—Voy a ver la tele —dijo Brea y le palmeó el brazo a Sousa, que se quedó inmóvil, con el vaso en la mano.

La locutora hablaba, mirando muy fijamente, sin mover los ojos.

—... y a continuación, pasamos a las noticias nacionales... Este mediodía ha sido puesto en libertad sin cargos el diplomático Ricardo Prada Palacín, acusado de tráfico de estupefacientes...

Prada prestó atención. Ahora saldría él, sereno, dominante, dueño de sí mismo. Un hombre de los pies a la cabeza, un señor. Y lo verían más de dos millones de telespectadores, que se darían cuenta, al fin, de quién era él. ¿Quién se acordaría de esos policías muertos de hambre, de esos pelagatos que lo habían detenido?

El comisario Poveda era un hombre menudo y bien formado que con un esmoquin hubiera parecido un galán del cine mudo. Tenía los ojos vivos y brillantes, pero treinta años de servicio en la policía se habían detenido en la comisura de su boca. Mandaba en la Brigada Central, compuesta por más de treinta inspectores de élite organizados en cinco grupos, a los que había que añadir un número igual de administrativos, ordenanzas y personal auxiliar. Poveda había cumplido ya cincuenta y cinco años y se había ganado el ascenso a pulso, escalón a escalón, desde las comisarías más apartadas hasta las Brigadas de Investigación Criminal, y no había olvidado nada. Cualquiera de sus hombres, y eran policías curtidos y veteranos, hubiese preferido que una sierra mecánica le amputara un brazo antes que enfrentarse a él. Y la razón era que al comisario Poveda se lo respetaba como policía. Podían decir cualquier cosa de él, pero no que no supiese su oficio.

En aquel momento estaba en la cocina de su casa en pijama, viendo la televisión. El comisario dejó inmóvil la cuchara a mitad de camino entre el plato y la boca. Aquel sujeto bien trajeado que debía de apestar a colonia era Brea, el abogado; y a su lado, Prada. Y una nube de periodistas los estaban asediando a la salida de los juzgados de plaza de Castilla.

—... la policía me ha golpeado salvajemente... Yo no soy un traficante... Más le valdría a la policía dedicarse a los delincuentes que infestan nuestras calles... —estaba diciendo Ricardo Prada ante los micrófonos.

Ahora Brea, aquel abogado desagradable y chillón, apartó a su cliente y se colocó frente a la cámara. Poveda soltó la cuchara, que cayó en el plato, salpicando de sopa el mantel y su pijama.

—Hemos puesto una denuncia por malos tratos en el juzgado de guardia... Mi cliente y yo no tenemos nada más que decir...

Poveda se puso en pie como impulsado por una catapulta.

—¡Hijo de puta! —exclamó.

La puerta de la cocina se abrió y Encarna, su mujer, asomó un rostro blanco, rodeado por los rulos de la permanente.

—¡Poveda!

—¡Malos tratos en mi brigada! Pero ¿qué coño está diciendo ese cretino?

—Poveda...

—¿Qué ocurre?

—El teléfono...

—¡No estoy!

—Es el director general, Poveda..., ha dicho que es muy urgente. Y no digas palabrotas, que te van a escuchar los niños.

Poveda sintió un extraño cosquilleo en el estómago. El director general no lo llamaba nunca a su casa.

—¿Estás segura?

Su mujer asintió con los ojos muy abiertos.

En su despacho había un tendedero portátil lleno de ropa secándose. Julián, un muchacho de diecinueve años que hacía la mili en Aviación, estudiaba en camiseta sentado a la mesa, que era enorme y de caoba, recuerdo de un antepasado de la familia. A su lado, hacía lo mismo su hermana Chonín. El muchacho estudiaba segundo de Derecho y era delgado y con el cuerpo de un jugador de fútbol. Chonín tenía la costumbre de acomodarse las gafas sobre la punta de la nariz. Las gafas eran redondas y no iban bien con su rostro regordete. Tenía diecisiete años y aquel año tendría que aprobar el cou a la fuerza; si no, su padre la dejaría sin veranear.

Poveda entró al despacho. Sobre la mesa estaba descolgado el teléfono.

—¿No os he dicho que estudiéis en la cocina?

—Pues quita la televisión —contestó su hija.

Poveda cogió el teléfono. Su expresión cambió.

—Comisario Poveda, ¿dígame?... Buenas noches, director... Sin novedad, sí, todos muy bien. —Observó a sus hijos—. Sí, estudiando, sí, claro. La vida está muy achuchada. —Emitió una corta risa—. Pues, sí, he visto la tele, sí... Hace un rato. Bueno el asunto Prada no era exactamente para el Grupo Especial, pero creíamos que detrás de Prada podría haber una red internacional de... Por supuesto que son suposiciones, director, por supuesto. —Endureció la voz—. Sabíamos que había sido embajador... Sí..., sí... Yo sé todo lo que pasa en mi brigada... Por supuesto... Sí, el Grupo Especial, el del gitano, exactamente... Haremos un comunicado mañana, a las nueve... Buenas noches. —Poveda colgó, dio media vuelta y exclamó—: ¡Cabrón de gitano!

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2

El quiosco de bebidas de la plaza del Dos de Mayo era grande, nuevo y limpio y olía a desinfectante. Estaba amaneciendo y un camarero gordo limpiaba los vasos y los iba colocando en una estantería situada en el fondo.

Flores metió otra moneda de cinco duros en la rendija de la máquina tragaperras y aguardó a que surgieran las figuritas en la pequeña pantalla. A su lado tenía una taza de café con leche y un plato con churros que se estaban enfriando. Al otro lado del mostrador, el inspector Lorenzo Gomis, Loren, dormitaba con la cabeza apoyada en los brazos. Era un poco más bajo que su jefe y nunca tenía necesidad de disfrazarse para hacer un servicio. Vestía como cualquiera de esos tipos de gestos indolentes que suelen vivir de noche. Incluso se había perforado el lóbulo izquierdo, para escándalo de los policías más veteranos, y se había colocado un diminuto pendiente.

Flores y Loren habían llegado al quiosco a las seis de la madrugada, cada uno por su lado, y habían pedido desayunos. Junto a ellos, bullían los noctívagos que terminaban la noche y los primeros obreros que partían al trabajo. Hacía frío en el quiosco, un frío húmedo que traspasaba las ropas y calaba hasta los huesos, y nadie decía nada, excepto las mínimas palabras para pedir las consumiciones.

Flores elegía siempre a Loren para ese tipo de servicios. Aparte de ser joven y vestirse de cualquier manera, era soltero y animoso y siempre protestaba por la tediosa rutina de la brigada. Loren era fuerte y ágil como una ballesta y estaba considerado por sus compañeros como un sujeto capaz de las reacciones más insospechadas. Los más crueles decían simplemente que estaba loco. Ahora parecía un borracho cualquiera, sucio y sin afeitar, con esa sensación de tristeza y hastío que producen algunas madrugadas. Flores tenía un aspecto parecido: el de un tipo que ha terminado la noche sin encontrar lo que estuviese buscando. Los ojos le picaban, tenía escalofríos y la garganta seca de tanto fumar. Volvió a meter otra moneda de cinco duros en la máquina y paseó la mirada por el quiosco.

Sentados en taburetes, el Primi y el Alí jugaban con un oso de peluche encontrado en un cubo de basura. Le apretaban la barriga y la espalda y el oso hablaba. Surgía una vocecilla de su interior y los dos sujetos se reían a carcajadas. Estaban bebiendo botellines de cerveza con esa expresión en los ojos entre alelada y astuta que poseen los yonquis cuando se acaban de picar.

Flores había consultado sus fichas en la brigada. El Primi se llamaba en realidad Eufrasio Sánchez Botero, tenía veintiocho años y cuatro condenas por sirlas, allanamiento de morada con escalo, robo en farmacias y tráfico de estupefacientes. El Alí era Alí Mimun Ben Hassan, natural de Nador, Marruecos, y con antecedentes como descuidero, topista, sirlero y traficante. Tenía veinticinco años y se sabía que era muy bueno manejando la navaja.

En realidad, eran dos pequeños camellos sin importancia, semejantes a los miles que pululaban por Madrid. La droga la recibían de otro revendedor más importante, que a su vez la tomaba de un díler que estaba en contacto con los grandes traficantes. Los camellos, también llamados hormigas, cortaban la droga recibida con lactosa y metadona machacada y pulverizada. Hacían papelinas de un octavo de gramo que vendían luego a unos precios que oscilaban entre mil y dos mil pesetas, según calidad o situación del mercado.

Si no hubiese sido por la fortuita captura de Ricardo Prada, el Primi y el Alí seguirían haciendo su monótona vida de pequeños vendedores y no serían perseguidos por el Grupo Especial de la Brigada Central, al mando del inspector jefe Manuel Flores. En realidad, muchos de los casos resueltos por la policía se deben a casualidades, a pequeños hilitos que después de ser estirados dan lugar a grandes ovillos. Aquélla era la razón por la que el Grupo Especial de la brigada estaba siguiéndolos.

Flores estaba convencido de que con Prada se podía sacar algo. La noche en que lo detuvieron, varios policías del Grupo Especial estaban en el aeropuerto de Barajas aguardando la llegada de un hombre acusado de pertenecer a una red de fuga de capitales. No había nada contra Prada, pero al llegar a la aduana se puso nervioso y Flores ordenó que su equipaje fuera registrado. En su elegante bolsa de aseo se encontraron diez gramos de coca purísima, nieve de una calidad infrecuente en nuestro país. Prada no era un cualquiera. Había sido embajador, pertenecía al cuerpo diplomático y ahora, en excedencia, se dedicaba a los negocios. Prada declaró que aquella droga era para su uso particular, de ninguna manera para revenderla, y no hubo manera de que dijera cómo la había conseguido.

A las setenta y dos horas de haber entrado en los calabozos de la brigada, Prada salió en libertad. El juez decidió que aquellos diez gramos de coca pura eran para su uso personal y no para ser vendidos, de manera que fue puesto en libertad sin cargos. Cuatro horas antes, Prieto, el jefe de la Sección de Estupefacientes, le había mostrado a Flores una fotografía borrosa realizada con un potente teleobjetivo. En la foto, Prada, desde su coche, hablaba con el Primi y el Alí. ¿Les estaba vendiendo la droga o por el contrario eran ellos los que se la vendían? Y ésa era la razón de que ahora estuviesen tras los dos camellos.

El Primi y el Alí habían sido localizados y seguidos. Supieron que solían recalar en ese quiosco de la plaza del Dos de Mayo al acabar la noche. Flores y Loren ya estaban allí cuando los dos jóvenes entraron con el oso viejo y empezaron a tocarlo para que emitiera aquellas cascadas vocecillas infantiles.

—¡Es que alucinas, tío! —estaba diciendo el Primi—. ¡Apriétale la espalda!

El Alí le presionó en la espalda. «Me haces cosquillas», dijo el oso.

—¡Te has fijao...! ¡Es que es la hostia, macho! ¡Dale otra vez!

El Alí le dio en el costado. «Soy tu amiguito.»

—¿Has oído? ¡Me cago en la leche, es que alucinas, qué jodío el oso!

El Alí le apretó el pecho y volvió a surgir la vocecita. Flores miró el reloj. Carmela ya debería estar allí. Aquellos sujetos podrían tirar el oso en cualquier momento y marcharse. Y eso significaba tiempo perdido y energía malgastada.

A través de la cristalera del quiosco vio a Lucas, que leía el periódico mientras paseaba a un perro. Lucas era el subjefe del Grupo Especial, un hombre silencioso y tímido, licenciado en Derecho, que despertaba en las mujeres maduras un irrefrenable instinto maternal. Flores conocía muchas de sus cualidades, y él le correspondía profesándole una mezcla de amistad y admiración a partes iguales. A aquellas horas de la mañana, Lucas parecía un vecino cualquiera que paseaba a su perro, incapaz de meterse en nada que no fuera lo suyo.

Poco después, Flores escuchó el ronroneo de la moto de Carmela y la vio avanzar por la plaza del Dos de Mayo al ralentí. Llevaba una minifalda de cuero negro, una cazadora vieja, gafas negras y el rostro con maquillaje corrido. Si no la conociese como Carmela Muñoz Esteban, el miembro más joven de su grupo en la brigada, pensaría que se trataba de una prostituta elegante a la que le habían fallado sus camellos y que en aquel momento buscaba material desesperadamente, antes de que los rayos del sol la hicieran temblar con los escalofríos del mono.

Flores suspiró de alivio. Ya no le quedaban más monedas de cinco duros.

Carmela aparcó la moto en la entrada del quiosco, entró contoneándose y recorrió el local con la mirada, como si dudara de dónde situarse. Los dos camellos dejaron de jugar con el oso. El Primi le hizo una seña y se apartó para dejarle sitio.

—Oye —le dijo—. Vente para acá.

Carmela se situó entre los dos.

—¿Tenéis pintura? —preguntó en voz baja.

—Para blanquear todas las paredes que quieras.

—¿Medio gramo?

—Lo que quieras.

Carmela suspiró y les sonrió:

—Menos mal —dijo.

—Éste es el Primi —señaló el marroquí—. Yo me llamo Alí. Puedes preguntar, somos serios. Cumplimos lo que decimos.

—Muy bien, tíos —contestó Carmela—. Dadme medio.

Carmela bajó la mano. Hizo un gesto con los dedos. Los dos camellos la miraron como si todo aquello fuera muy gracioso.

—Bueno, ¿qué?... ¿Os estrenáis? No me voy a tirar aquí toda la mañana, tíos.

El camarero miró a Carmela de arriba abajo.

—¿Qué le pongo?

—Un chupito de anís.

Carmela se volvió al Primi y al Alí, que la miraban, sonriendo.

—¿Lo tenéis o no lo tenéis?

—No tengas tanta prisa, hermosa —le contestó el Primi—. Bébete la copita y alterna un poco con los amigos.

Carmela se bebió la copa de un golpe, dejó sobre el mostrador una moneda de cien pesetas y empezó a marcharse.

—Hasta otro día, majos.

El Primi la cogió del brazo.

—Espera.

—¿Lo tenéis o no?

—Aquí no.

—Atiéndeme un momento, tío. No eres el único que tienes perico. Si me lo vendes, cojonudo; si no, puerta y santas pascuas.

—No te pongas así, mujer —dijo el Alí—. Tenemos un perico que es gloria bendita. —Bajó la voz y acercó la cabeza—. Y no veas el caballo, iraní, del bueno. Lo nunca visto.

—¿No os estaréis cachondeando de mí?

El Primi le puso la mano en el muslo.

—Te vamos a hacer un precio especial.

—Si quieres, lo pruebas... gratis —dijo el Alí.

—¿Sí?

El Primi subió la mano hasta que la tuvo debajo de la minifalda. Carmela no se movió.

—Pero la tenemos en casa. Vente y te la damos.

Carmela miró el oso que sujetaba el Alí.

—Traeros también al oso. Haremos una fiestecita.

Carmela supo que aquella casa vacía, con las paredes desconchadas llenas de dibujos obscenos y con restos de haber encendido fuego en el suelo, era una vivienda sin dueño. No tuvo más remedio que reconocer que el Primi y el Alí eran mucho más listos de lo que había supuesto. Esa casa no era su domicilio, cualquiera entraba en ella y cualquiera podía haber dejado allí la droga. Al peor abogado del mundo no le costaría demasiado trabajo convencer al juez más predispuesto.

El Primi le pasó la mano por un pecho.

—¡Eh! —exclamó ella—. No vayas tan deprisa. ¿Dónde está el perico? Me dijisteis que teníais perico y caballo. ¿Dónde está que no lo veo?

El Alí se colocó detrás de ella, la agarró por la cintura y empezó a restregarse.

—¡Qué buena estás, tía, qué buena!

El Primi intentó besarla. Tenía el aliento podrido, ácido.

—Oye, yo tengo que conseguir perico, esperad un momento. —Intentó deshacerse del Primi y separarse del Alí, que ya empezaba a jadear—. Sois unos cabrones. Enseñadme el perico.

El Primi se separó unos pasos y se puso las manos en la bragueta.

—Verás lo que te voy a enseñar yo a ti.

Con el canto de la mano derecha, Carmela le dio un golpe seco en la carótida. El Primi movió la cabeza como sacudido por convulsiones y se derrumbó. Con el codo izquierdo golpeó al Alí al tiempo que giraba el cuerpo y le conectaba una patada en la nariz. El Alí sintió cómo le crujían los cartílagos. Al Alí lo llamarían desde aquel momento «el Chato».

—¡Soy policía, imbéciles, quedáis detenidos! —gritó Carmela—. ¡Poneos en pie!

El Primi se enderezó. Sus ojos brillaban. Carmela sintió, de pronto, la falta de su pistola. De algún sitio, el Primi había sacado una pequeña pistola del calibre 7.65. La dirigió a izquierda y derecha, apuntando a Carmela. No podía hablar y parecía congestionado y a punto de estallar.

Ensayó una sonrisa torcida y caminó unos pasos en dirección a ella.

«¿Dónde está Flores? —pensó Carmela—, ¿dónde se habrá metido?»

Intentó mostrarse tranquila.

—Oye, Primi, soy de la Brigada Central. ¿Te enteras? De la Brigada Central. De modo que sé buen chico y guarda eso.

—Voy a reventarte, puta. Vas a arrepentirte de haber intentado engañarme. De mí no se ríe nadie.

El ruido de la puerta al romperse fue semejante a cuando se desgarra la tela de un vestido, pero mucho mayor. Flores entró dirigiendo la pistola a todos los sitios y con aquella expresión en la cara, tensa y concentrada, que Carmela conocía tan bien. El Primi se volvió con rapidez.

—¡Brigada Central!... ¡No te muevas! —gritó Flores.

Loren pasó detrás y de dos saltos inmovilizó al Alí, que aún no había salido de su asombro. El Primi retrocedió hasta la pared. Flores le agarró la muñeca armada con la pistola, le giró el brazo y lo empujó contra la pared. El rostro del Primi quedó aplastado contra los desconchones y la sucia pintura. La pistola cayó al suelo.

—¿Estás bien? —le preguntó Flores a Carmela.

—Sí —contestó ella.

Loren había esposado al Alí y le estaba leyendo sus derechos.

—Tienes derecho, hermosura, a permanecer en silencio y a un abogado y a etcétera, etcétera... ¿Lo has entendido, chatito?

—¡Yo no he hecho nada, lo juro! ¿De qué se me acusa?

—¡Calla! —gritó Loren—. ¡Yo tengo derecho también a que no me des la tabarra!

El Primi seguía gritando y sollozando.

—¡Por vuestras madres, no me hagáis nada!

Flores le agarró una oreja y se la retorció.

—¿Dónde tienes la heroína?

Primi se volvió.

—¿Heroína?... ¿Has oído, Alí?

El Alí soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes tú, imbécil? —Loren se estaba enfadando.

—¡Heroína...! —El Primi empezó a reírse a carcajadas—. ¡Heroína...! ¡No encontraréis ni un gramo en esta casa!

Carmela llevó a Flores unos metros aparte, mientras el Primi y el Alí seguían retorciéndose de risa.

—Pero ¿de qué os reís, hijos de puta? —les gritó Loren.

Se escucharon los ladridos de un perro y Lucas entró arrastrado por Paco, el mejor buscador de droga de la sección de estupefacientes. Era el mismo perro al que Lucas paseaba en las inmediaciones del quiosco. Paco ladró con fuerza.

—¡Busca! —le gritó Lucas—. ¡Busca, Paco, busca!

El perro se abalanzó sobre la carcasa de un televisor destrozado, apoyando sus patas delanteras en él. Flores metió la mano y sacó tres bolsas de papel plateado, envueltas en plástico transparente, del tamaño de paquetes de cigarrillos.

—¿Y esto qué es, cabrón? —le preguntó al Primi, que había puesto los ojos como platos—. ¿Qué es esto?

Lo golpeó con las bolsas en la cara.

—¡Eso no es nuestro! —gritó el Primi.

—¡Nosotros no vivimos aquí! —chilló el Alí—. ¡Eso no es de nosotros!

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3

En el vestíbulo de entrada al edificio de la Brigada Central había dos ascensores. Sin que nadie lo hubiese especificado, uno de ellos era utilizado exclusivamente por los jefes y el otro, por los simples policías, uniformados o de la escala ejecutiva, llamados los «chapas».

Al inspector Solana, apodado Robert Redford, le gustaban los pantalones entallados, las chaquetas que parecían inglesas y no complicarse la vida. Estaba ante el ascensor en compañía de Loren, que se comía un bocadillo, y de Rosi, la secretaria de Poveda. Rosi tenía aspecto de haber sido una niña gorda y haber adelgazado deprisa y de forma desigual. Llevaba una melenita a lo paje teñida de rubio y estaba avergonzada del tamaño de sus caderas.

Alrededor de ellos pululaban los hombres y mujeres de los otros grupos de la brigada. Algunas veces, Solana pensaba que por las mañanas aquello tenía cierta semejanza con un colegio.

La denuncia de torturas y malos tratos efectuada por Prada había corrido ya por la brigada entre las secretarias y los auxiliares y, como es corriente entre policías, nadie decía una sola palabra del tema. Hablaban de la próxima revisión de sueldos, que, según se rumoreaba, iba a ir al Parlamento en breve.

—Veinte papeles de subida lineal —decía Solana—. Veinticinco para los inspectores jefes, y treinta y cinco para los comisarios.

—Ya, y unas negras para que nos abaniquen —contestó Loren.

El ascensor de los comisarios se abrió y salieron Carmela y el comisario Joaquín Vidal, jefe de la oficina de la Interpol, un sujeto pequeño, bien trajeado y que disimulaba su calva con habilidad. Carmela se había cambiado la ropa de la noche anterior y parecía preocupada.

Solana la sujetó del codo.

—¿Quién es la tía más buena de esta brigada?

Carmela hizo un gesto de fastidio, pero sin enfadarse.

—Estás loco, Robert Redford, tío, te lo juro —contestó ella.

Solana procuró no mirar a Joaquín, que se había detenido al lado de Carmela, aguardando.

—¿Es verdad que anoche te intentaron violar?

—De eso nada, ¿quién coño te ha contado eso?

Se dirigió a la calle, seguida por el comisario. Solana la llamó.

—¡Eh, que tenemos una reunión ahora, Carmelita!

—¡Cinco minutos! —contestó ella—. ¡Vuelvo enseguida!

Rosi la siguió con la mirada. Dijo:

—Qué guapa es, ¿verdad?

Solana le pellizcó la mejilla.

—¡Tú sí que eres lo más guapo de la brigada, madre!

—¡Estate quieto, Robert Redford!

Llegó el ascensor y Loren engulló lo que le quedaba de bocadillo. Sentía la cabeza como de corcho. No había dormido nada aquella noche, con la mierda de la historia del Primi y el Alí.

El sargento Muñoz, de retén en la puerta, subió los escalones del primer piso a la carrera. Alcanzó al muchacho en el vestíbulo, donde se encontraban los despachos de los distintos grupos. Ya no estaba para esos trotes. Jadeaba y estaba furioso.

—¡Un momento! ¿Quién es usted? ¡No puede entrar así! ¡A ver, documentación!

El muchacho aparentaba diecisiete años y vestía como si trabajase en una boutique de Adolfo Domínguez. Se dio la vuelta y se le encaró. Eso era algo a lo que el sargento Muñoz no estaba acostumbrado. Las cosas habían cambiado mucho y demasiado deprisa para él.

—¿Y a usted qué le importa?

—¿Cómo que qué me importa?

La mano del sargento Muñoz tenía el tamaño de una pala de ping-pong y siempre estaba caliente. Se la puso en el hombro y el muchacho se dobló de dolor.

—¡Papá! —gritó el chico.

El sargento se volvió. Caminando por el vestíbulo venían el comisario jefe de la brigada, Poveda, acompañado por el subjefe, el comisario Ventura. El chico se soltó de su mano y corrió hacia Ventura.

El comisario Ventura vestía siempre de gris y gastaba un fino bigotito desde que cumplió veinte años. Al comisario Ventura lo que menos le gustaba en el mundo eran los problemas. Y aquel día se presentaba lleno de ellos.

—¡Papá!

Los dos hombres se detuvieron. El chico agarró a Ventura del brazo.

—¡Papá, tengo que hablar contigo!

—Ahora no puedo, hijo.

—¡Tiene que ser ahora, papá! ¡Es muy urgente!

—Escúchame, Juanjo..., tengo algo muy importante que hacer ahora. ¿Por qué no me lo has dicho en casa?

—No quería que se enterara mamá.

—Después hablamos. Espérame en mi despacho.

Los dos hombres continuaron su camino hacia la puerta en la que ponía: «Grupo Especial». Ventura vio al sargento Muñoz con una cara de infinito cabreo y se preguntó por qué precisamente aquel día todo el mundo parecía furioso.

Marchena era un hombre recio y fuerte, solitario y de pocas palabras. No tenía amigos en ningún sitio ni parecía partidario de tenerlos. Cuando Poveda y Ventura entraron en la sala del grupo, dijo:

—Luego tengo que hablar contigo, Ventura.

—De acuerdo —contestó éste, y pensó: «Vaya, otro con problemas.»

Excepto Carmela, estaba el grupo en pleno: Marchena, Loren, Lucas, Pacheco, Muriel y Solana. Los seis policías aparentaban no saber nada de la intempestiva presencia a aquellas horas de los dos jefes de la brigada. Unos hablaban por teléfono, otros consultaban papeles y Muriel y Lucas charlaban de pie, tomando café en vasitos de cartón.

Poveda se detuvo ante Loren, que parecía dormido. Le dio unos golpecitos en el hombro. Loren se sobresaltó. Poveda pareció escupir las palabras:

—El pendiente.

Loren se llevó la mano a la oreja y comprobó que se le había olvidado quitárselo. Esbozó una sonrisa y se lo desprendió. Poveda siguió su camino. Flores salió de su pequeño despacho acristalado y, como por ensalmo, cesaron todos los ruidos. Poveda se plantó ante Flores. Su rostro estaba encendido, con esa cólera fría y destructiva que tan bien conocían todos.

—Te felicito, Flores, habéis puesto a la policía por los suelos. —Giró la cabeza a izquierda y derecha—. ¿Quién ha sido?

Flores no dijo nada.

—¿Quién ha sacudido a Prada?

—Yo asumo cualquier responsabilidad —dijo Flores.

Pacheco se puso en pie lentamente. Tenía el rostro cuadrado y sin afeitar. Apoyó los puños sobre la mesa. Poveda se volvió. Pacheco parecía tranquilo. Dijo con voz suave:

—No ha sido Manuel, he sido yo. Yo le he dado el guantazo a Prada.

Pareció que Poveda iba a estallar. El silencio se mascaba.

—¿Tú, Pacheco, tú?

—Sí, yo... Ese desgraciado se me puso chulo y le tuve que dar un guantazo.

Flores intervino.

—Llevábamos una semana sin dormir, Poveda.

El comisario Poveda dio unos pasos en dirección a Pacheco, pero se dirigió a todos. Gritó:

—¡No es la primera vez que este animal se lía a guantazos con un detenido, pero va a ser la última! ¿Me oís todos? ¡En mi brigada no se tortura a nadie!

—¡Un momento, Poveda! —Flores empezó a enfadarse—. ¡Una cosa son torturas y otra muy distinta soltarle a alguien un guantazo cuando se lleva una semana sin dormir! ¡No confundamos las torturas con perder los estribos!

—¡Pues aquí nadie pierde los estribos! ¡Se supone que estáis en un grupo de élite y no en una partida de matones! ¿Me explico con claridad? ¡Y el que no quiera enterarse que me lo diga, que lo pongo a rellenar expedientes, coño!

—Aquí hay dos versiones, Poveda. Una es la de Prada y su abogado y otra es la nuestra. El problema consiste en saber con cuál te quedas tú.

Poveda se giró, tenía las venas del cuello como varillas de paraguas. Ventura intervino:

—Calma, por favor... Ése no es el problema. Por supuesto que nosotros apoyamos a nuestra brigada, no se trata de eso. Lo que ocurre es que el asunto ha transcendido a la prensa y a la televisión. Prada ha sido embajador y forma parte del grupo de diplomáticos de la oposición.

—Para mí no es más que un drogadicto y un traficante hijo de puta. Yo no entiendo de política —dijo Pacheco.

Poveda lo señaló con el dedo.

—Luego vienes a mi despacho.

—Por favor, vamos a tranquilizarnos todos. El problema ahora es intentar acabar con esa imagen que ha dado Prada de que nosotros actuamos con brutalidad, de que no somos democráticos. Vamos a dar a la prensa un comunicado con nuestra versión de los hechos. ¿De acuerdo? —Ventura se acercó a Flores—. Por favor, Manuel, cuéntanos cómo ocurrió todo. El comunicado tiene que salir esta misma mañana.

—Está en el informe —dijo Flores—. El informe relata lo que ocurrió, no hay necesidad de falsear nada, Ventura.

—¿Ah, sí? ¡Pues yo en el informe no he leído nada acerca de ningún guantazo, y yo sé leer! —dijo Poveda.

—No lo comuniqué —dijo Pacheco—. No me pareció importante.

—¿Que no te pareció importante? ¿Qué es lo que a ti te parece importante entonces, Pacheco?

—Cuéntanos cómo ocurrió. —Ventura se dirigió a Pacheco—. Vamos a ver qué ponemos. ¿Qué pasó en ese jodido interrogatorio?

En la cafetería Géminis no había nadie excepto el sargento Muñoz, que le comentaba al camarero lo descarada y grosera que está hoy día la juventud. El camarero asentía mientras limpiaba unos vasos. En la puerta, Carmela intentaba marcharse sin conseguirlo. Joaquín se lo impedía, colocándose delante.

—No seas pesado, Joaquín. Te he dicho que tenemos una reunión ahora, Poveda va a venir al grupo. ¿Cómo quieres que te lo diga?

—Pero ¿no sabes lo que es un destino en Bruselas, Carmela? Escúchame. Me van a nombrar jefe de Seguridad de nuestros diputados en la Comunidad y tengo que crear mi propio grupo. Tú tienes que venir conmigo. —Joa

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