Tras el incierto horizonte (La Saga de los Heechee 2)

Fragmento

TrasIncierto.html

1

Wan

No era fácil vivir siendo joven y estando tan absolutamente solo.

—Ve a los dorados, Wan, roba tanto como puedas, aprende. No tengas miedo —le decían los Difuntos.

Pero, ¿cómo no iba a tener miedo? Los tontos pero molestos Primitivos utilizaban los pasillos color oro. Se les podía encontrar en ellos por todas partes, sobre todo en los extremos donde las doradas marañas de símbolos iban y venían sin fin hasta el centro de las cosas. O sea justo allí donde los Difuntos no hacían más que persuadirle para que fuera. Quizá no tenía más remedio que ir, pero no podía evitar tener miedo.

Wan ignoraba qué le ocurriría si los Primitivos llegaban a capturarle. Probablemente los Difuntos lo supieran, pero no podía deducir nada de sus divagaciones al respecto. Tiempo atrás, cuando Wan era niño —cuando aún vivían sus padres, hacía ya tanto—, su padre había sido capturado. Había estado ausente mucho tiempo, y entonces había vuelto a su casa verde brillante. Temblaba, y el pequeño Wan, que apenas tenía dos años, había visto lo atemorizado que estaba su padre, y había llorado y gritado por lo mucho que eso le había atemorizado a él.

Sin embargo, tenía que ir a los dorados, tanto si los viejos boca de rana estaban allí como si no, porque era allí donde se hallaban los libros. Los Difuntos eran probablemente lo bastante buenos, pero también eran tediosos, susceptibles y a menudo obsesivos. Las mejores fuentes de conocimiento eran los libros, y para dar con ellos Wan tenía que ir adonde éstos se encontraban.

Los libros estaban en los pasadizos que tenían destellos de oro. Los había también con destellos verdes, rojos y azules, pero allí no había libros. A Wan le disgustaban los pasillos azules porque eran fríos y muertos, pero era justamente allí donde estaban los Difuntos. Los verdes estaban agotados. Wan pasaba casi todo el tiempo donde las miríadas de destellos rojizos se extendían por encima de las paredes, y donde las tolvas aún guardaban alimentos: allí tenía la seguridad de no ser molestado, pero también estaba solo. Los dorados se usaban aún, y merecían la pena con todo y ser muy peligrosos. Y ahora se encontraba allí, maldiciéndose a sí mismo quejumbrosamente —pero en voz baja— por estar atrapado. ¡Malditos Difuntos! ¿Por qué había tenido que prestar atención a sus tonterías?

Se acurrucó temblando en el exiguo refugio que le ofrecía un arbusto de bayas, mientras dos de los bobos Primitivos, de pie, arrancaban pensativamente bayas del lado contrario, y se las colocaban con precisión en sus bocazas de rana. Desde luego, no era frecuente que se mostraran tan desocupados. Entre las razones por las que Wan los despreciaba estaba el hecho de que los Primitivos estuvieran siempre tan atareados, siempre reparando o acarreando objetos, como posesos. Y sin embargo, ahí estaban esos dos, tan desocupados como el propio Wan.

Ambos tenían barbas ralas, pero uno tenía también pechos. Wan reconoció en ella a la hembra a la que había visto ya antes una docena de veces; era la más diligente de todos en pegar pequeños trozos de algo —¿papel, plástico?— sobre su sari o, en ocasiones, sobre su piel cetrina y moteada. Creyó que no le verían, pero se sintió enormemente aliviado cuando, al rato, dieron media vuelta y se marcharon. No habían hablado. Wan no había oído hablar casi nunca a los viejos y graves cara de rana. No les entendía cuando lo hacían. Wan hablaba bien seis idiomas: el español de su padre, el inglés de su madre, y el alemán, el ruso, el cantonés y el finés que había aprendido de uno u otro de los Difuntos. Pero lo que los cara de rana hablaban no lo entendía en absoluto.

Tan pronto como se retiraron pasillo abajo —¡rápido, corre, cógelos!—, Wan cogió tres libros y se encontró de nuevo a salvo en uno de los pasillos rojos. Quizá los Primitivos le hubieran visto, quizá no. No reaccionaban con rapidez. Por eso había conseguido darles esquinazo durante tanto tiempo. Después de unos cuantos días en los pasadizos, desaparecería. Para cuando se dieran cuenta de que había estado merodeando, él ya no estaría allí; estaría de vuelta en la nave, lejos.

Llevó los libros de vuelta a la nave sobre lo más alto de unos paquetes de comida que emergían de una cesta. Los depósitos de viaje volvían a estar casi del todo reabastecidos. Podía partir cuando gustara, pero era mejor dejar que se llenara completamente, y pensó que no había ninguna prisa por partir. Pasó casi una hora llenando sacos de plástico con agua para el tedioso viaje. ¡Lástima que no hubiera libros de lectura a bordo para hacer el viaje menos aburrido! Entonces, cansado del trabajo, decidió despedirse de los Difuntos. Podían, o no, corresponderle, incluso podían no inmutarse. Pero no tenía a nadie más con quien hablar.

Wan tenía quince años, era alto, enjuto, moreno por naturaleza y más aún a la luz de las lámparas de la nave, donde transcurría la mayor parte de su tiempo. Era fuerte y confiaba en sí mismo. Por fuerza. Siempre había comida en las tolvas, y otros útiles al alcance de la mano, si se atrevía. Una o dos veces al año, cuando se acordaban, los Difuntos solían capturarlo con aquella pequeña máquina móvil suya, y lo recluían en un cubículo durante un día, a lo largo del cual le sometían a un examen físico completo y más bien aburrido. En algunas ocasiones le empastaban las muelas; generalmente le daban reconstituyentes y cápsulas de minerales, y en una ocasión quisieron incluso ponerle gafas. Pero él se había negado a llevarlas. También le recordaban, cuando lo dejaba de lado durante más tiempo del debido, que leyera y estudiara, tanto de lo que ellos le facilitaban como de los depósitos de libros. No necesitaba que se lo recordaran a menudo; le gustaba aprender. Por lo demás, vivía enteramente a su aire. Si quería ropa iba a los pasillos dorados y se la robaba a los Primitivos. Si se aburría, inventaba algo para distraerse. Unos pocos días en los corredores, unas pocas semanas en la nave, otros pocos días en el otro lugar, y vuelta a empezar. El tiempo pasaba. No tenía compañía alguna, no la había tenido desde los cuatro años, desde que sus padres habían desaparecido, y él había olvidado casi por completo lo que significaba tener un amigo. Pero no le importaba. Su vida parecía bastarle por completo, ya que no tenía ninguna otra con que compararla.

A veces pensaba que sería agradable instalarse en un sitio u otro, pero no era más que un sueño. Nunca llegaba a convertirlo en propósito. Durante más de once años había estado yendo y viniendo adelante y atrás, de la misma manera. El otro lugar poseía cosas que no poseía la civilización. Estaba la cámara de los sueños, donde podía tenderse bien estirado, cerrar los ojos y tener la sensación de no estar solo. Pero no podía vivir allí, a pesar de que había mucha comida y ningún peligro, ya que el único depósito de agua vertía apenas un hilillo. La civilización poseía aquello que el puesto de avanzada no podía ofrecerle: los Difuntos y los libros, pavorosas exploraciones e incursiones aventuradas en busca de ropa y baratijas, en definitiva «Sucesos». Pero tampoco podía vivir allí, pues los cara de rana acabarían por capturarle más tarde o más temprano. Así que se mudaba.

La puerta de la entrada principal al habitáculo de los Difuntos no se abrió cuando Wan pisó sobre la cinta. Casi se dio en la nariz. Sorprendido, empujó la puerta suavemente; después, con más fuerza. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para abrirla. Nunca antes se había visto obligado a abrirla manualmente, por más que en algunas ocasiones hubiera vacilado y hecho algunos ruidos molestos. Qué fastidio. Ya antes había tenido que vérselas con aparatos que habían acabado por dejar de funcionar; éste era el motivo por el que los corredores verdes no eran ya de mucha utilidad. Pero calor y comida era algo que abundaban, en cambio, en los rojos y aun en los dorados. Era molesto que algo concerniente a los Difuntos se estropeara, pues no tenía recambio.

Y sin embargo, todo parecía normal; la habitación de las consolas conservaba su brillo fluorescente, la temperatura era agradable y se escuchaba el tenue zumbido y el raro chasquido de los Difuntos tras sus paneles, mientras se entregaban a sus solitarios y dementes pensamientos y hacían lo que fuese que hacían cuando no hablaban con él. Wan se sentó en su silla, movió el trasero como de costumbre para acomodarlo al extraño diseño del asiento y tiró de los auriculares hasta colocárselos sobre las orejas.

—Me voy al puesto de avanzada.

No hubo respuesta. Lo repitió en todos los idiomas que sabía, pero nadie parecía querer hablar. Qué desilusión. En ocasiones, dos o tres de ellos, tal vez más, hubieran ansiado compañía. Entonces podían tener una agradable y larga charla, y era casi como no estar solo en absoluto. Casi como si formara parte de una «familia», una palabra que recordaba de sus lecturas y de lo que los Difuntos le habían dicho, pero que apenas podía recordar como una realidad. Eso le hacía bien. Casi tanto como cuando estaba en la cámara de los sueños, donde, durante un rato, podía hacerse la ilusión de pertenecer a cientos, a miles de familias. ¡Legiones de gente! Pero era más de lo que podía soportar. Así que, cuando tenía que abandonar el puesto de avanzada, en busca de agua y de la compañía más tangible de los Difuntos, nunca lo sentía demasiado. Pero siempre deseaba volver al exiguo catre y a la aterciopelada sábana de fibra de metal con que se cubría, y a los sueños, que era lo que le aguardaba; pero decidió darles a los Difuntos otra oportunidad. Incluso cuando no estaban deseosos de charla, a veces se conseguía interesarles dirigiéndose a ellos directamente. Meditó unos instantes y después marcó el cincuenta y siete.

En sus oídos, una voz triste se dirigía a sí misma:

—... intenté decirle lo del defecto de masa. ¡Masa! ¡Ja! ¡La única masa que tenía en mente eran veinte kilos de culo y tetas! Doris, esa mujerzuela... Con que la mirara una sola vez, ya había bastante para que se olvidara de la misión y de mí.

Frunciendo el ceño, Wan aprestó su dedo para desconectar. ¡Cincuenta y siete era siempre tan enojosa! Le gustaba escucharla cuando lo que decía tenía algún sentido, porque entonces se parecía más a como recordaba a su madre. Pero siempre daba la sensación de pasar de la astrofísica y los viajes espaciales y otros temas de interés, directamente a sus propios problemas. Wan escupió en el punto de los paneles detrás del cual había decidido creer que vivía cincuenta y siete —un truco que había aprendido de los Primitivos— con la esperanza de que le oiría decir algo interesante.

Pero ella no parecía tener la menor intención de hacerlo. La número cincuenta y siete —que en sus ratos de cordura prefería que la llamaran Henrietta— estaba farfullando acerca de ciertos graves desplazamientos del redshift y de las infidelidades de Arnold con Doris, fueran éstos quienes fueran.

—Hubiéramos podido ser héroes —dijo sollozando—, y conseguir una bonificación de diez millones de dólares, o más. ¿Quién sabe lo que nos hubieran pagado por la misión? Pero no señor, tuvieron que seguir viéndose a escondidas en el módulo, y. ¿Y tú quién eres?

—Soy Wan —dijo éste animosamente, aunque no creía que pudiese verlo. Parecía que ella volvía a uno de sus períodos de lucidez. Habitualmente, ni se enteraba de que le estaba hablando—. Por favor, sigue.

Hubo un largo silencio; luego:

—NGC 1199 Sagitario A Oeste —dijo ella.

Wan esperó cortésmente. Otra larga pausa y luego dijo:

—A él le traían sin cuidado los ascensos. Todo lo hacía por Doris. ¡Dios! Podía haber sido su hija, y además tenía el cerebro de un mosquito. Para empezar, nunca hubiera debido estar en la misión...

Wan movió la cabeza como uno de los Primitivos cara de rana.

—¡Qué aburrida eres! —dijo con severidad, y la desconectó.

Vaciló un instante para luego marcar el catorce, el número del profesor.

—... aunque Eliot no se había graduado aún en Harvard, poseía la imaginación de un hombre maduro. Y en eso era un genio. «Yo hubiera tenido que ser un par de pinzas andrajosas.» El autodesprecio del hombre corriente llevado al extremo. ¿Cómo se ve a sí mismo? No sólo como a un crustáceo, ni siquiera como a un crustáceo; sólo la abstracción de un crustáceo: las pinzas. Y además, andrajosas. En la siguiente línea vemos.

Wan volvió a escupir al desconectar; el rostro quedó enteramente manchado con las muestras de su disgusto. Le gustaba el profesor cuando recitaba poesía, no cuando hablaba de poesía. Con los más excéntricos de los Difuntos, como eran cincuenta y siete y catorce, nunca se sabía lo que iba a pasar. Rara vez contestaban, y casi nunca de un modo que pareciera digno de tenerse en cuenta, y o bien escuchabas lo que estaban diciendo, o los desconectabas.

Era ya casi hora de irse, pero volvió a probar otra vez: el único número de tres guarismos, Tiny Jim, su especialísimo amigo.

—Hola, Wan. —La voz era triste y dulce. Le produjo un ligero estremecimiento mental, como el súbito escalofrío de temor que había sentido cerca de los Primitivos—. Porque eres tú, ¿verdad?

—Qué pregunta más tonta. ¿Quién iba a ser si no?

—Bueno, uno no pierde nunca la esperanza, Wan. —Hubo una pausa, y a continuación Tiny Jim se echó a reír como una gallina—. ¿Te he contado el del cura, el rabino y el derviche que se quedaron sin comida en un planeta todo de tocino?

—Sí, creo que sí, y además no me apetece oír chistes ahora, Tiny Jim.

El micrófono invisible crepitó y zumbó un momento, y entonces el Difunto dijo:

—Lo de siempre, ¿no, Wan? ¿Quieres hablar de sexo otra vez?

El muchacho mantuvo el semblante impasible, pero el familiar estremecimiento de su vientre habló por él.

—¿Y por qué no, Tiny Jim?

—Para ser tan joven, eres un erotómano —sentenció el Difunto; y a continuación—: ¿Te conté lo de una vez que casi me sacuden por molestar a una señorita? Hacía un calor de mil demonios. Yo iba a casa en el último tren a Roselle Park cuando llegó la chica, se sentó al otro lado del pasillo, puso los pies en alto y empezó a jugar con la falda. Bueno, ¿tú qué hubieras hecho? Yo, mirar, claro. Y como ella siguió jugando, pues yo seguí mirando, y al final, cerca de Highlands, se quejó al revisor de que la estaba molestando, y éste me echó del tren. ¿Pero sabes lo bueno del caso?

Wan estaba absorto.

—No, Tiny Jim —suspiró.

—Pues resulta que yo había perdido el tren que acostumbraba a tomar, y como tenía que matar el rato en la ciudad como fuera, me metí en un cine porno. ¡Dios mío! Dos horas a base de todas las variantes que puedas imaginarte. La única manera de ver más hubiese sido con un proctoscopio, así que ¿para qué estar asomado adelante, con la cabeza estirada, para ver sus bragas blancas a hurtadillas? ¿Y sabes otra cosa?

—No, Tiny Jim.

—¡Pues que tenía razón! Estaba mirando, de acuerdo. Me había pasado dos horas viendo tetas y entrepiernas pero no podía quitarle la vista de encima. Aunque eso no fue lo mejor de todo. ¿Quieres que te cuente lo mejor?

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