Título original: Shadow Music
Traducción: Laura Paredes
1.ª edición: octubre 2016
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-434-3
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Para Kendra Elyse Garwood
por la alegría y el amor que has aportado
a nuestra familia. Eres un tesoro
El malo huye sin que nadie lo persiga, pero el justo como un león está seguro.
PROVERBIOS 28,1
Prólogo
Érase una vez, en el año de las violentas tormentas procedentes del mar, una primera horda de guerreros, llegados de tierras lejanas, que cruzó nuestras montañas hacia nuestras costas. Cargados con armas de acero que llevaban sujetas al pecho y armaduras que relucían como trozos de cristal bajo el sol, marchaban de dos en dos hasta donde alcanzaba la vista. No pidieron permiso para adentrarse en nuestro territorio ni les importaba. No, tenían una misión, y nada iba a interponerse en su camino. Cruzaron nuestras bellas tierras, se apoderaron de nuestros caballos y de nuestros alimentos, pisotearon nuestras cosechas, abusaron de nuestras mujeres y mataron a muchos de nuestros mejores hombres. Sembraron la destrucción a su paso... todo ello en nombre de Dios.
Se llamaban a sí mismos «cruzados». Creían fervientemente que su misión era santa y buena porque se lo había dicho el Papa, que los había bendecido y les había ordenado que viajaran al otro extremo del mundo. Tenían que derrotar a los infieles y obligarlos a adoptar su Dios y a abrazar su religión. Si se negaban, los soldados debían matarlos con sus santas y bendecidas espadas.
La única ruta que podían seguir los cruzados era el paso que atravesaba nuestras montañas, así que lo franqueaban en legiones, y una vez llegaban al puerto situado al otro lado, nos robaban los barcos para surcar el mar hacia su destino.
Nuestro pequeño país se denominaba entonces Monchanceux. Nos gobernaba el benévolo rey Grenier, un hombre que amaba a su patria y quería protegerla. No éramos un pueblo rico, pero éramos felices. Nos bastaba con lo que teníamos. Cuando la horda invasora nos robó, nuestro rey se enfureció, pero no permitió que la ira lo guiase. Como era un gobernante sabio, encontró una solución.
Exigiría al siguiente grupo de invasores el pago de un peaje por cruzar la montaña. Como el paso era muy angosto, podía defenderse con facilidad. Nuestros soldados estaban acostumbrados al frío, a la nieve y a los vientos gélidos que soplaban por la noche. Podrían proteger la cordillera durante meses, y el invierno se acercaba rápidamente.
La idea de tener que pagar por algo indignó al jefe de los invasores. Él y sus hombres tenían una misión santa. Amenazó con matar a todos los pobladores de Monchanceux, mujeres y niños incluidos, si se les negaba el paso. ¿Tenían el rey Grenier y sus súbditos buenas relaciones con la Iglesia, o eran paganos que entorpecían la obra del Señor? La respuesta decidiría su destino.
Nuestro buen y sabio rey abrazó en ese mismo instante la religión. Dijo al jefe del ejército invasor que tanto él como sus súbditos eran igual de santos, y que lo demostraría más allá de toda duda.
Reunió a los habitantes de Monchanceux y se dirigió a ellos desde el balcón del palacio. El líder del ejército cruzado estaba detrás de él.
—A partir de hoy, nuestro país se llamará Saint Biel en honor del santo patrón de mi familia y protector de los inocentes —anunció el rey Grenier—. Erigiremos estatuas de san Biel y pintaremos su imagen en las puertas de nuestra catedral para que quien llegue a nuestras costas conozca su bondad, y enviaremos tributo al Papa como muestra de nuestra sinceridad y humildad. El derecho de paso que pretendo cobrar servirá para pagar este tributo.
El jefe del ejército se vio metido en un apuro. Si se negaba a pagar (en oro, por supuesto, porque el rey no iba a aceptar nada más), ¿se estaría negando entonces a permitir que el rey pagara tributo al Papa? Y si el Pontífice se enteraba de que el cruzado se había negado, ¿qué haría? ¿Excomulgarlo? ¿Ejecutarlo?
Después de una larga noche meditando y de mucho despotricar, el jefe militar decidió pagar el peaje. Fue algo trascendental, porque sentó precedente: a partir de entonces, todos los cruzados que deseaban atravesar nuestras tierras pagaban el peaje sin dudarlo.
Nuestro rey cumplió su palabra. Fundió el oro y lo utilizó para acuñar monedas que lucían la imagen de san Biel con un halo en la cabeza.
Hubo que ampliar la tesorería real para que cupieran todas las monedas de oro, y se preparó un barco para llevar el tributo al Santo Padre. Un día se cargaron unas cajas enormes y pesadas en las bodegas del barco, y una enorme multitud de ciudadanos se congregó en el puerto para ver zarpar la embarcación rumbo a Roma. Poco después de ese histórico día, empezaron a correr rumores. Nadie podía asegurar haber visto realmente el oro, ni podía calcular cuánto se había enviado. Varios embajadores afirmaron que sólo una mísera parte había llegado al Papa. Los rumores de la inmensa fortuna de nuestro rey crecieron, para disminuir después, como la marea que besa nuestras costas.
Con el tiempo se descubrió una ruta más rápida hacia Tierra Santa y los cruzados dejaron de atravesar nuestro país. Agradecimos la soledad.
Sin embargo, no nos dejaron en paz. Cada pocos años llegaba alguien que buscaba el ya legendario oro. Vino un barón de Inglaterra, porque su rey había oído el rumor, pero después de que nuestro gobernante le permitiera efectuar un registro a fondo del palacio y sus alrededores, el barón aseguró que volvería a Inglaterra con la noticia: no existía ningún tesoro. Como el rey Grenier había sido tan hospitalario, el barón le advirtió que el príncipe Juan de Inglaterra se planteaba invadir Saint Biel. El barón le explicó que Juan quería dominar el mundo y que esperaba con impaciencia ocupar el trono de Inglaterra. El barón no tenía ninguna duda de que Saint Biel pronto pasaría a ser una posesión más de ese país.
La invasión se produjo un año después. En cuanto Saint Biel perteneció oficialmente a Inglaterra, se reinició la búsqueda del oro escondido. Los testigos aseguraban que no se dejó piedra por remover.
Si alguna vez había existido un tesoro, había desaparecido.
1
Wellingshire, Inglaterra
La princesa Gabrielle tenía apenas seis años cuando la llamaron junto al lecho de muerte de su madre. Recorrió solemnemente el largo pasillo acompañada de sus cuatro leales guardias, que andaban despacio para que pudiera seguirles el paso, dos a cada lado de ella. Sólo se oía el repiqueteo de sus botas contra el frío suelo de piedra.
Le habían pedido tantas veces que fuera junto al lecho de muerte de su madre que había perdido la cuenta.
Iba caminando con la cabeza gacha, observando el reluciente guijarro que había encontrado. A su madre le encantaría. Era negro y estaba rodeado por una pequeña veta blanca en forma de zigzag. Tenía un lado suave como la mano de su madre cuando le acariciaba la cara, y el otro áspero como el bigote de su padre.
Todos los días, cuando llegaba el ocaso, Gabrielle llevaba un tesoro distinto a su madre. Dos días antes, había cazado una mariposa. Tenía unas preciosas alas de color dorado con manchas púrpuras. Su madre afirmó que era la mariposa más bonita que había visto jamás. Y, cuando Gabrielle se acercó a la ventana y la dejó libre, la felicitó por ser tan buena con una criatura de Dios.
El día anterior, Gabrielle recogió flores en la colina que se alzaba frente a las murallas del castillo. La fragancia del brezo y la miel la habían envuelto, y su encantador aroma le parecía más agradable incluso que el de los perfumes y aceites especiales de su madre. Gabrielle rodeó los tallos con una cinta muy bonita e intentó hacer un lazo, pero no lo consiguió, y el ramo le quedó fatal. La cinta se desató antes de que consiguiese entregarlo.
Los guijarros eran el tesoro favorito de su madre. Con todos los que Gabrielle le llevaba había llenado una cesta que tenía junto a su cama, y el que se disponía a darle iba a gustarle más que ninguno.
A Gabrielle no le preocupaba la visita de ese día. Su madre le había prometido que aún no se iría al cielo, y ella jamás había incumplido sus promesas.
El sol proyectaba sombras en las paredes y el suelo de piedra. Si Gabrielle no hubiera tenido que llevar el guijarro, se habría puesto a perseguirlas para intentar capturar alguna. El largo pasillo era uno de los sitios donde más le gustaba jugar. Le encantaba saltar a la pata coja de una piedra a otra y ver lo lejos que podía llegar sin caerse. Todavía no había llegado más allá de la segunda ventana en forma de arco, y le quedaban cinco ventanas más.
A veces cerraba los ojos, abría los brazos y giraba sobre sí misma hasta perder el equilibrio, tan mareada que las paredes parecían dar vueltas alrededor de su cabeza.
Lo que más le gustaba era correr por el pasillo, especialmente cuando su padre estaba en casa. Era un hombre distinguido y corpulento, más alto que cualquiera de las columnas de la iglesia. Su padre solía llamarla y esperar a que llegase a su lado. Entonces la sujetaba con las manos y la levantaba por encima de su cabeza. Si estaban en el patio, Gabrielle alzaba los brazos hacia el cielo, segura de que casi podía tocar una nube. Su padre siempre fingía que se le escapaba para que pensara que iba a caer. Ella sabía que eso no pasaría, pero chillaba de placer ante esa posibilidad. Rodeaba el cuello de su padre con los brazos y se sujetaba con fuerza, mientras él se dirigía a grandes zancadas a la habitación de su madre. Cuando estaba especialmente contento, cantaba. Lo hacía muy mal, y a veces Gabrielle sonreía y se tapaba los oídos para no oír lo mucho que desafinaba, pero en realidad nunca se reía. No quería herir sus sentimientos.
Ese día, su padre no se encontraba en casa. Había dejado Wellingshire para ir a ver a su tío Morgan, en el norte de Inglaterra, y no regresaría en varios días. Gabrielle estaba tranquila. Su madre no se moriría sin tenerlo a él a su lado.
Stephen, el jefe de su guardia, le abrió la puerta de la habitación de su madre y animó a Gabrielle a entrar dándole un empujoncito cariñoso en la espalda.
—Adelante, princesa —la apremió.
Gabrielle, contrariada, se volvió con el ceño fruncido.
—Papá dice que deben llamar a mi madre princesa Genevieve, y a mí, lady Gabrielle.
—Aquí, en Inglaterra, sois lady Gabrielle —corroboró Stephen, y tras darse unos golpecitos con el dedo en el blasón que le adornaba la túnica, añadió—: Pero en Saint Biel, sois nuestra princesa. Entrad, vuestra madre os espera.
Al ver a Gabrielle, su madre la llamó. Estaba muy pálida y su voz era un susurro. Guardaba cama desde que Gabrielle tenía uso de razón. Le había explicado que sus piernas no recordaban cómo andar, pero esperaba, rogaba, que algún día lo hicieran. Había prometido a Gabrielle que si ese milagro se producía, se metería descalza en un arroyo para recoger guijarros con ella.
Y también bailaría con su padre.
La habitación estaba llena de gente. Se apartaron e hicieron un estrecho pasillo para que pasara. El sacerdote, el padre Gartner, susurraba una oración cerca de la cama, y también estaba presente el médico real, que siempre fruncía el ceño y hacía sangrar a su madre con esos babosos bichos negros. Gabrielle agradeció que en esta ocasión no hubiera puesto ningún bicho en el brazo de su madre.
Las doncellas, los criados y el ama de llaves rondaban junto a la cama. Su madre dejó el bordado y la aguja, pidió a sus sirvientes que se alejaran e hizo un gesto a Gabrielle.
—Ven a sentarte conmigo —dijo.
Gabrielle cruzó corriendo la habitación, se subió a la tarima y dio el guijarro a su madre.
—Oh, es precioso —susurró mientras lo observaba atentamente—. Es el mejor de todos —añadió a la vez que asentía con la cabeza.
—Dices lo mismo cada vez que te traigo un guijarro, mamá. Siempre es el mejor.
Su madre dio unas palmaditas en la cama para que se sentara a su lado. Gabrielle lo hizo y comentó:
—No te puedes morir hoy. Lo prometiste, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Papá se enfadaría mucho, así que será mejor que no lo hagas.
—Acércate más, Gabrielle —pidió su madre—. Tengo que susurrarte algo.
El brillo en su mirada indicó a Gabrielle que quería volver a jugar.
—¿Un secreto? ¿Vas a contarme un secreto?
Las personas que había en la habitación se aproximaron a la cama. Todas querían oír lo que su madre iba a decirle.
—Mamá —soltó Gabrielle a la vez que echaba un vistazo a alrededor—, ¿por qué está aquí toda esta gente? ¿Por qué?
Su madre la besó en la mejilla.
—Creen que sé dónde está escondido un gran tesoro, y esperan que te lo diga.
Gabrielle rio. Le gustaba ese juego.
—¿Vas a decírmelo?
—Hoy no —contestó su madre.
—Hoy no —repitió Gabrielle para que la oyeran los curiosos.
Su madre se esforzó por sentarse. El ama de llaves se acercó rápidamente para ponerle unas almohadas tras la espalda. Un momento después, el médico anunció que tenía mejor color.
—Me encuentro mucho mejor, en efecto —dijo ella—. Ahora, dejadnos —ordenó con una voz cada vez más firme—. Me gustaría estar un momento a solas con mi hija.
Dio la impresión de que el médico iba a protestar, pero no dijo nada, pidió a dos doncellas que se quedaran y acompañó al grupo fuera de la habitación. Las mujeres esperaron junto a la puerta para cumplir las órdenes de su señora.
—¿Te encuentras lo bastante bien como para contarme un cuento? —quiso saber Gabrielle.
—Sí —respondió su madre—. ¿Cuál te gustaría oír?
—El de la princesa —pidió la niña con ilusión.
Su madre no se sorprendió. Gabrielle siempre le pedía el mismo cuento.
—Érase una vez una princesa que vivía en un país lejano llamado Saint Biel —empezó a explicar—. Su hogar era un magnífico castillo blanco situado en la cima de una montaña. Su tío era el rey. Era muy amable con la princesa, y ella era muy feliz.
—Tú eres la princesa —soltó Gabrielle con impaciencia cuando su madre se detuvo.
—Ya sabes que sí, Gabrielle, y que esta historia es sobre tu padre y sobre mí.
—Ya lo sé, pero me gusta oír cómo la cuentas.
—Cuando la princesa fue mayor de edad —prosiguió su madre—, se llegó a un acuerdo con el barón Geoffrey de Wellingshire. La princesa se casaría con el barón y viviría con él en Inglaterra.
Como sabía que a su hija le encantaba oír cosas sobre la ceremonia, los vestidos y la música de la boda, entró en detalles. La niña dio palmadas de alegría cuando habló del banquete, sobre todo con la descripción de las tartas de frutas y los pastelitos de miel. Al final del relato, la narración de su madre empezó a volverse más lenta y dificultosa. El cansancio empezaba a hacer mella en ella. La niña se dio cuenta y, como era habitual, volvió a hacer que su madre le prometiera que no se moriría ese día.
—Te lo prometo. Ahora te toca a ti contarme la historia que te enseñé.
—¿Palabra por palabra tal como me enseñaste, mamá? ¿Y como tu madre te enseñó a ti?
—Sí —repuso su madre con una sonrisa—. Tienes que recordarla y contársela a tus hijas para que conozcan a su familia y a Saint Biel.
Gabrielle adoptó un aire solemne y cerró los ojos para concentrarse. Sabía que no debía olvidar ni una palabra de la historia. Era patrimonio suyo, y su madre le aseguró que algún día entendería qué significaba. Juntó las manos en su regazo y abrió de nuevo los ojos. Se concentró en la sonrisa alentadora de su madre y empezó a hablar.
—Érase una vez, en el año de las violentas tormentas procedentes del mar...
2
El barón Coswold de Axholm, uno de los consejeros más próximos del rey Juan, y el barón Percy de Werke, también amigo y confidente del monarca, llevaban diez años intentando destruirse uno al otro. Toda persona que fuera alguien en Inglaterra conocía esta enemistad. La competencia entre ambos era encarnizada. Cada uno de ellos quería poseer más riquezas, más poder, más prestigio y, sin duda, más favoritismo del rey que el otro. Luchaban de forma implacable y había algo que deseaban por encima de todo lo demás: la princesa Gabrielle. Bastaba que se mencionara su nombre para que actuaran como perros rabiosos. Los dos estaban decididos a casarse con esa codiciada belleza.
Al rey le divertían sus ataques de celos. Cada vez que podía, los enfrentaba entre sí. Para él, eran mascotas que harían cualquier cosa que les pidiera con tal de complacerlo. Conocía la obsesión de los dos hombres por la hija del barón Geoffrey, Gabrielle, pero no tenía intención de concedérsela a ninguno de los dos. Ella era demasiado valiosa. Eso sí, si le convenía, les dejaba entrever que aún tenían posibilidades de conseguir su mano.
Todo el mundo en Inglaterra sabía quién era Gabrielle. Su belleza era legendaria. Se había criado en Wellingshire, cerca del palacio del rey, y llevó una vida tranquila hasta que alcanzó la mayoría de edad y fue presentada a la corte. Allí asistió, junto a su padre y protector, el barón Geoffrey de Wellingshire, a una audiencia con el rey Juan. A pesar de que el encuentro no duró más de diez minutos, el monarca quedó totalmente cautivado.
Juan solía tomar todo lo que quería y cuando quería. Su fama de lujurioso era de sobras conocida. No era extraño que sedujera a las esposas y a las hijas de sus barones, quisieran ellas o no, y, que después, a la mañana siguiente, se jactara abiertamente de su conquista. Sin embargo, no tocó a Gabrielle porque su padre era uno de los barones más poderosos e influyentes de Inglaterra.
El rey ya tenía bastantes problemas y no quería sumar otro. Aunque era atacado por varios frentes, estaba convencido de que no tenía responsabilidad alguna en esos conflictos. Pero lo cierto es que sus choques con el papa Inocencio III se habían multiplicado. Juan se negaba a aceptar la elección de Stephen Langton como arzobispo de Canterbury, y el Papa decretó un interdicto contra Inglaterra por el que quedaron prohibidos todos los servicios religiosos, salvo los bautismos y las confesiones; y como los obispos y los sacerdotes se habían marchado de sus iglesias para huir de la cólera del rey, era casi imposible encontrar un religioso que oficiara esos dos sacramentos.
Esta prohibición lo enfureció y respondió confiscando todas las propiedades de la Iglesia.
El Papa reaccionó con severidad: lo excomulgó y con ello minó su capacidad para gobernar. La excomunión condenó el alma negra de Juan al fuego eterno del Infierno y eximió a sus súbditos de sus juramentos de fidelidad, por lo que los barones ya no tenían el deber de serle leales.
Juan sabía, de fuentes fidedignas, que el rey de Francia tenía los ojos puestos en el trono de Inglaterra y que algunos traidores lo animaban a preparar una invasión. Y aunque creía contar con los hombres y los recursos necesarios para combatir esta amenaza, no dejaba de ser una empresa costosa que requeriría toda su atención.
Además, tenía otros problemas menos importantes pero que también lo preocupaban. Los ataques en Gales y en Escocia eran cada vez más organizados. El rey Guillermo no suponía ningún problema, ya que había jurado lealtad a Juan, pero los que significaban un peligro eran los habitantes de las Highlands. Aunque el rey Guillermo creía tenerlos controlados, los jefes sólo rendían cuentas a los miembros de sus clanes, más violentos y despiadados cuanto más al norte se encontraban. Existían tantas enemistades entre ellos que era imposible recordarlas todas.
Sólo había un terrateniente en la zona septentrional de las Highlands que no representaba una amenaza para los demás y que contaba con el respeto de todos: Alan Monroe. Era un hombre mayor, de voz suave y temperamento agradable, características poco comunes para un jefe de clan escocés. Estaba satisfecho con su vida y no tenía ningún deseo de aumentar sus posesiones, y tal vez fuera ésa la razón por la que era tan apreciado.
En un intento de apaciguar a algunos de sus barones más influyentes, y siguiendo al pie de la letra una sugerencia del rey Guillermo de Escocia, el rey Juan ordenó el matrimonio entre lady Gabrielle y Alan Monroe. Aunque no era necesario, hizo más atractiva la dote de la joven con unas extensas tierras llamadas Finney’s Flat, que había adquirido unos años antes en las Highlands. Las tierras de Monroe colindaban con el límite sudeste de esta codiciada propiedad.
Así, Juan podría olvidar su temor a que se formara un ejército en las Highlands, al que se unieran los terratenientes de la frontera resueltos a atacar Inglaterra, y el rey Guillermo ya no tendría que preocuparse por una posible insurrección de los habitantes de las Lowlands, ya inquietos y solidarizados con sus vecinos del norte.
Cuando Monroe recibió la propuesta de casarse con Gabrielle, aceptó encantado. Creía que el decreto real pondría fin a la lucha entre los terratenientes por controlar Finney’s Flat y que por fin habría paz en la zona.
Sólo dos personas levantaron su voz contra ese matrimonio, Percy y Coswold, pero Juan no hizo caso de las protestas y súplicas de los dos barones.
El padre de Gabrielle, el barón Geoffrey, también estaba a favor del matrimonio. Por más que le hubiera gustado que su hija se casara con un buen barón inglés y viviera en Inglaterra, donde podría verla de tanto en tanto, lo mismo que a sus futuros nietos, sabía que Gabrielle no estaría segura mientras Juan fuera rey: había visto la lujuria en sus ojos cuando la miraba, y sabía que él obraba de modo muy parecido a una araña: esperaba con paciencia el momento de atrapar y devorar a su presa. Además, sus parientes lejanos de Escocia, los Buchanan, le habían contado que el terrateniente Monroe era un buen hombre que trataría bien a Gabrielle. Y, sin duda, eso era un gran elogio, ya que a los Buchanan no les gustaba nadie que no perteneciera a su propio clan. El barón Geoffrey y el terrateniente Buchanan eran parientes políticos, pero éste apenas soportaba al padre de Gabrielle porque detestaba todo lo que era inglés, aunque, paradójicamente, él se hubiera casado con una dama inglesa.
Con la bendición del rey Juan y la aprobación del barón Geoffrey, se fijó la fecha de la boda. La única persona que no tuvo ni voz ni voto en el asunto y la última en enterarse de la inminente ceremonia, fue la princesa Gabrielle.
3
El día previo al que tenía previsto para dejar Saint Biel, el barón Coswold se convirtió en creyente.
El rey Juan lo había despachado con un encargo sin importancia, y Coswold estaba decidido a cumplirlo lo más rápido posible, porque le había prometido que Gabrielle sería suya cuando volviera a Inglaterra. Y aunque el padre de Gabrielle lo despreciaba, el rey le había asegurado que no le costaría nada obligar al barón Geoffrey a aceptar el matrimonio. Coswold también sabía que había enviado a su rival, el barón Percy, al norte de Escocia para que se reuniera con el rey Guillermo. Cumplir con sus obligaciones le llevaría cierto tiempo, y Coswold esperaba regresar deprisa a Inglaterra y casarse con Gabrielle antes de que Percy se enterara.
Las órdenes que Coswold había recibido eran precisas: tenía que cerciorarse de que un hombrecillo llamado Emerly, administrador que el rey Juan había puesto al mando en Saint Biel, no le estaba robando.
Juan había invadido el país unos años antes, y en su lucha por conquistarlo, a punto había estado de destruirlo por completo. En cuanto Saint Biel estuvo en sus manos, saqueó el palacio y las iglesias, y ahora quería saber si quedaba algo de valor. El rey no confiaba en nadie, ni siquiera en el hombre que había elegido para supervisar ese pequeño país, que ya pertenecía a la corona.
Los rumores sobre el oro escondido lo seguían fascinando, aunque cuando se lo presionaba, admitía que los consideraba absurdos; aun así, quería que Coswold investigara si había algo de cierto en ellos, ya que no se fiaba del informe de su enviado.
Cuando Emerly llegó por primera vez al puerto de Saint Biel, mandó llamar a todos los hombres y mujeres mayores de veinte años, que podrían haber escuchado algo sobre un tesoro escondido.
Todos admitieron haber oído los rumores, y creían que era probable que el tesoro hubiera existido. Algunos creían que el oro había sido enviado al Papa, otros que el rey Juan lo había robado. Emerly no había descubierto nada que fuera concluyente. Coswold, después de llevar a cabo su propia investigación, no averiguó nada nuevo.
Atardecía y el aire estaba helado, pero eso no impidió que el barón saliera a dar un paseo por los alrededores del palacio de Saint Biel para estirar las piernas. El camino descendía en ligera pendiente hacia el puerto y vio que sus hombres llevaban sus pertenencias al barco que lo conduciría de vuelta a Inglaterra. Antes del anochecer, estaría en su camarote esperando el cambio de marea.
Se envolvió el cuerpo con la capa y se cubrió la cabeza con la capucha. Deseaba largarse de ese lugar dejado de la mano de Dios.
Cuando pasaba junto a una de las casitas con el techo de paja, vio a un hombre mayor que cargaba unas ramas en los brazos, sin duda para encender fuego esa noche.
—Sólo alguien sin sangre en las venas tendría frío en un tiempo tan suave —comentó el desconocido al observar que Coswold temblaba.
—No seáis impertinente —replicó Coswold—. No sabéis con quién estáis hablando. —Era evidente que el hombre desconocía que Coswold ostentaba el poder del rey Juan y que con una sola palabra podía acabar con su vida—. Hasta Emerly, el administrador, haría bien en temerme —se jactó Coswold.
—Es verdad, no os conozco —admitió el hombre mayor, que no parecía impresionado—, pero he estado cerca de la cima de la montaña atendiendo a los enfermos. Acabo de volver.
—¿Sois médico?
—No, sacerdote. Cuido de las almas que hay aquí, y soy uno de los pocos sacerdotes que quedan en Saint Biel. Mi nombre es Alphonse, padre Alphonse.
El barón ladeó la cabeza y examinó el rostro del cura. La edad y el clima habían causado estragos en su piel, pero sus ojos brillaban como los de un muchacho.
Coswold se acercó al hombre para impedirle el paso.
—Un sacerdote no puede mentir, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. Mentir es pecado —respondió el clérigo, que si había encontrado inquietante la pregunta, no lo había dejado entrever.
—Dejad esas ramas y caminad conmigo —ordenó Coswold tras asentir, satisfecho con la respuesta—. Tengo que haceros unas preguntas.
El sacerdote no discutió. Dejó caer las ramas junto a la puerta de la casita más cercana, juntó las manos a la espalda y empezó a andar con el barón.
—¿Cuánto tiempo lleváis en Saint Biel? —preguntó Coswold.
—Santo Dios, hace tanto que no recuerdo la cantidad exacta de años. Vivo muy feliz aquí. Saint Biel se ha convertido en mi hogar, y lamentaría tener que marcharme.
—¿Así que estabais aquí cuando los disturbios?
—¿Es así como llamáis al hecho de que los soldados ingleses destrozaran nuestro país, asesinaran a nuestro amado rey Grenier II y acabaran con la monarquía? ¿Disturbios? —se burló.
—Cuidado con vuestras palabras y modales, padre, y contestad la pregunta.
—Sí, estaba aquí.
—¿Conocisteis al rey Grenier antes de su muerte?
El padre Alphonse no pudo ocultar su enfado.
—¿Queréis decir antes de su asesinato? —protestó, y sin dar tiempo a que Coswold dijera nada, añadió—: Sí, lo conocí.
—¿Hablasteis alguna vez con él?
—Por supuesto.
—¿Conocisteis a la princesa Genevieve?
—Sí —aseguró el sacerdote con una expresión más dulce en la cara—, la conocí. Era sobrina del rey... hija de su hermano menor. Los habitantes de Saint Biel la querían mucho. No les gustó que el barón inglés se la llevara.
—El barón Geoffrey de Wellingshire.
—Sí.
—La boda se celebró aquí, ¿no?
—Sí, y todos los habitantes de Saint Biel fueron invitados.
—¿Sabíais que la princesa Genevieve tuvo una hija?
—Aquí todo el mundo lo sabe. No estamos tan aislados. Las noticias nos llegan tan rápido como a cualquier otro sitio. Se llama Gabrielle, y es nuestra soberana.
—El rey Juan es vuestro soberano —le recordó Coswold.
—¿Por qué me hacéis todas estas preguntas?
—No os preocupéis por eso. Si habéis vivido aquí tanto tiempo, conoceréis los rumores sobre el oro escondido.
—Ah, así que se trata de eso —murmuró el sacerdote.
—Responded a la pregunta.
—Sí, los he oído.
—¿Hay algo de cierto en ellos?
El religioso reflexionó mucho antes de contestar.
—Puedo deciros que, en su día, la tesorería del rey contenía una gran cantidad de oro.
—Eso ya lo sé. Sus compatriotas me hablaron del elevado peaje que el rey cobraba a quienes cruzaban sus montañas, y también de su homenaje a san Biel y su ofrecimiento al Papa.
—Ah, san Biel —asintió el hombre mayor—. Nuestro patrón y protector. Lo amamos de verdad.
—No hace falta que lo digáis —replicó Coswold en tono de burla. Hizo un amplio gesto con la mano y soltó con desprecio—: Mirad todo esto. No puede darse un paso en esta condenada tierra sin que lo sigan a uno esos ojos fisgones y esa expresión engreída. Si el Papa supiera que este país adora a un santo, los excomulgaría a todos.
—No adoramos a ningún santo —aclaró el padre Alphonse, que sacudía despacio la cabeza—. Rezamos a Dios y honramos al Papa, pero creemos que tenemos una gran deuda con san Biel. Es nuestro santo patrón. Ha velado por nosotros ante todas nuestras adversidades.
—Muy bien, de acuerdo —masculló el barón—. En honor de su santo patrón, ¿se envió todo el oro al Papa?
El sacerdote no contestó.
—Decidme —siguió el barón—, ¿llegasteis a ver el oro?
—He visto, a lo largo de los años, varias monedas de oro. La princesa Genevieve tenía una.
Su respuesta había sido deliberadamente vaga, pero Coswold insistió:
—¿Visteis el oro en la tesorería?
—Sólo una vez —contestó el padre Alphonse.
—¿Fue antes o después de la donación al Papa?
El sacerdote esperó varios segundos antes de hablar.
—Han pasado muchos años. Ya no tengo la cabeza tan clara como antes.
Esta evasiva despertó la curiosidad de Coswold.
—Tenéis la mente muy clara. Os exijo, en nombre del rey, que me digáis cuándo visteis el oro.
El padre Alphonse no respondió lo bastante rápido. Coswold lo cogió por el cuello del hábito y tiró hacia delante.
—Os juro que si no me lo decís, no veréis salir otra vez el sol en vuestro querido país, y haré destruir y lanzar al mar todas las imágenes de vuestro bendito santo —gruñó.
El padre Alphonse sintió que se sofocaba. La mirada de Coswold le indicaba que cumpliría su amenaza.
—Vi las monedas de oro en la tesorería después de que se hubiera enviado una donación al Papa.
—Contadme los detalles —ordenó Coswold.
—Llevaba poco tiempo aquí cuando el rey Grenier me concedió una audiencia —explicó el sacerdote tras un suspiro—. Era un hombre amable e inteligente. Me mostró el palacio y los terrenos que lo rodean...
—¿Y la tesorería?
—Sí, también me llevó allí —afirmó—, pero creo que fue por casualidad. No creo que quisiera que la viera. Pasamos por delante cuando recorríamos el pasillo. Las puertas estaban abiertas y dos hombres dejaban unos sacos de oro sobre otros sacos. Las monedas de oro cubrían los estantes y el suelo, de modo que dejaban un angosto camino hasta la puerta. Tanto el rey como yo actuamos como si no hubiéramos visto nada.
—¿Y? Seguid, contadme más.
—Pasó el tiempo, su salud empeoró y me llamaron para que acudiera para administrarle la extremaunción, puesto que estaba agonizando. Lo acompañaba su hijo, que había pasado las horas anteriores con él recibiendo instrucciones para cuidar de su reino. Cuando me dirigía a la capilla, las puertas de la tesorería estaban otra vez abiertas. Pero entonces la habitación estaba vacía. No había nada de oro en ninguna parte, ni siquiera una moneda.
—¿Qué cantidad de oro escondieron?
—No lo sé.
—Haced una suposición —ordenó.
—Se dice que había suficiente para ganar una guerra. El oro es poder. Puede comprarlo todo... incluso un reino.
—¿Y dónde está ahora?
—No lo sé. Desapareció. Quizá se lo enviaran todo al Papa. —Se separó de Coswold y le hizo una reverencia—. Si no tiene más preguntas, me gustaría ir a casa a descansar mis cansados huesos.
—Adelante —concedió Coswold—, pero nadie puede saber de esta conversación.
El sacerdote asintió a modo de acuerdo y empezó a subir la colina.
Coswold soltó una risita de desdén. ¿Cómo podía desaparecer semejante tesoro sin que nadie supiera nada?
—Vuestro estúpido rey escondió el oro sin decírselo a nadie —gritó al anciano—. Se llevó su secreto a la tumba. ¡Menudo zorro!
El padre Alphonse se volvió hacia él. Apenas podía dominar su cólera.
—¿Por qué creéis que no se lo dijo a nadie?
4
El barón Coswold estaba fuera de sí. Al regresar de Saint Biel, uno de los mensajeros del rey le dio la noticia de que lady Gabrielle se casaría con el terrateniente Monroe en Arbane Abbey, en apenas tres meses. ¿Cómo era posible? La noticia lo había dejado atónito. El mensajero real también debía transmitirle ciertas órdenes del rey Juan, pero al barón le resultó imposible concentrarse en ello y tuvo que pedir al mensajero que repitiera varias veces su recado.
Coswold apenas logró dominar su ira mientras regresaba a casa. Una vez allí, dio rienda suelta a su malestar. Estaba furioso con el rey porque había vuelto a faltar a su promesa. Irrumpió en el salón principal, tomó un jarro y un barreño y los lanzó contra la chimenea.
Isla, la hija de su hermana, salió a recibirlo. Era una muchacha tímida que idolatraba a Coswold, y desde que la había acogido en su casa besaba el suelo por donde él pisaba. Isla ya había presenciado varios ataques de cólera de su tío y, muerta de miedo, se refugiaba en un rincón de la sala hasta que terminaban.
Furioso, el barón olvidó que su sobrina estaba allí. Iba de un lado a otro dando puntapiés a todo lo que se encontraba en su camino, como un niño malcriado que no consigue lo que quiere. De un manotazo dio por tierra con una copa y una jarra que había sobre un mueble, y cuando se hicieron añicos sonrió con una satisfacción perversa.
—La culpa es sólo mía —vociferaba—. Soy un imbécil por creer a ese mentiroso hijo de puta. ¿Por qué imaginé que esta vez sería distinto? ¿Cuándo ha dicho ese con