1
Estaba claro como el agua, pensó Justine Hoffman, apenada, al comprobar que tras noventa y nueve hechizos de amor fallidos el número cien no iba a surtir mayor efecto que los demás.
«Muy bien. Me rindo.»
Nunca se enamoraría. Nunca comprendería ni experimentaría el misterio que fundía un alma con otra. En realidad, siempre lo sospechó, pero había procurado mantenerse lo suficientemente ocupada para no mortificarse demasiado. Sin embargo, el problema de mantenerse ocupada es que antes o después uno se queda sin cosas que hacer y entonces aquello por lo que tanto te habías esforzado por olvidar se convierte en lo único en lo que eres capaz de pensar.
Justine había formulado deseos al ver una estrella fugaz y al soplar las velas de su tarta de cumpleaños, había arrojado monedas en todas las fuentes, había soplado el penacho de un diente de león lanzando las semillas al aire en minúsculos paracaídas emplumados. Con cada deseo había susurrado un conjuro evocador: «Estas palabras anuncian tu suerte... no descansarás mientras yo espere... que el destino te encuentre... el amor te ha atrapado... Ven a mí.»
Sin embargo, su alma gemela nunca había aparecido.
Había leído cuidadosamente cada una de las páginas del manual de magia que su madre le había regalado a los dieciséis años. Pero no había ningún rito ni hechizo para una bruja con el corazón vacío. No había nada para una joven que anhelaba algo tan extraordinario, y sin embargo tan normal, como el amor.
Justine había intentado fingir ante todo el mundo, incluso ante sí misma, que no le importaba. Había dicho más de una vez que no quería ataduras, que no las necesitaba. Sin embargo, en los momentos de soledad se quedaba mirando fijamente el pequeño remolino de agua del desagüe de su bañera o las sombras que espesaban en el rincón de su dormitorio y pensaba: «Quiero sentir.»
Anhelaba esa clase de amor que la llevaría al viaje de su vida. Soñaba con un hombre que le arrancara todas las defensas como si fueran prendas de seda, hasta que al fin fuera capaz de renunciar a sí misma. Tal vez entonces el mundo dejaría de parecerle tan pequeño y las noches tan largas. Tal vez entonces su único deseo sería que la noche nunca llegara a su fin.
La triste procesión de pensamientos fue interrumpida cuando su prima Zoë entró en la cocina.
—Buenos días —dijo alegremente Zoë—. Te he traído el libro que me pediste.
—Ya no lo necesito —dijo Justine, sin apenas levantar la mirada de su taza de café. Estaba sentada a la mesa de madera, con la barbilla apoyada en la mano—. Pero de todos modos, muchas gracias.
Una brisa matinal típica del mes de septiembre se había colado en la posada, mezclada con el aroma salado del océano y un toque de gasóleo de los cercanos muelles de Friday Harbor. El olor resultaba agradable y familiar, pero no mejoraba ni un ápice el estado de ánimo de Justine. Llevaba unas cuantas noches durmiendo mal, y la cafeína no le había servido de nada.
—¿No tienes tiempo para leer? —preguntó Zoë, compasiva—. Puedes quedártelo un tiempo. Yo ya lo he leído tantas veces que prácticamente lo tengo memorizado.
Sus rubios rizos se arremolinaron sobre sus hombros cuando dejó la novela romántica frente a Justine. Sus páginas estaban gastadas y amarillentas por el paso del tiempo, algunas de ellas apenas se sujetaban al lomo. En la portada, una mujer envuelta en un salto de cama de satén dorado parecía desmayarse lánguidamente.
—¿Por qué leer algo una y otra vez si ya conoces el final? —preguntó Justine.
—Porque vale la pena leer un buen «Y vivieron felices por siempre jamás» más de una vez.
Zoë se ató un delantal y se recogió el pelo hábilmente con una pinza de plástico.
Justine sonrió a regañadientes y se frotó los ojos, al tiempo que pensaba que nadie se merecía más un «Y vivieron felices por siempre jamás» como la misma Zoë. A pesar de que solo eran primas lejanas y apenas se habían visto a lo largo de su infancia, casi se habían convertido en hermanas.
Hacía más de dos años que Justine le había pedido a Zoë, una talentosa chef, que viniera a trabajar a su posada en Friday Harbor, el Artist's Point. Justine se encargaba de la gestión en general, que incluía toda la parte de oficina, la limpieza y el mantenimiento del edificio, mientras que Zoë se ocupaba del inventario, de las compras y de la cocina. Zoë y sus dotes culinarias habían resultado tan esenciales para el éxito de la posada que Justine le había ofrecido ser su socia.
Su colaboración constituía un equilibrio perfecto: la naturaleza impulsiva y abierta de Justine se veía atemperada por la diplomacia y la paciencia de Zoë. Compartían un fuerte sentido de la lealtad, conocían lo mejor y lo peor la una de la otra y se confiaban mutuamente sus sueños, sus miedos y sus inseguridades. Sin embargo, lo mejor de su relación no eran las cosas en las que estaban de acuerdo; curiosamente, eran los desacuerdos lo que las ayudaba a ver las cosas desde un nuevo punto de vista.
Juntas habían hecho del Artist's Point un lugar de éxito, popular tanto entre los turistas como entre los lugareños. Acogían bodas y fiestas privadas y celebraban actos mensualmente, como clases de cocina y catas de vinos. Durante la temporada turística de la isla, la posada solía estar al completo o casi, e incluso en temporada baja la ocupación era de un treinta y cinco por ciento.
No existía ningún parecido físico que saltara a la vista entre las dos primas: Justine era alta y esbelta, con el pelo y los ojos castaños, mientras que Zoë era un bombón rubio que llevaba a algunos hombres a reaccionar como los antiguos personajes de los dibujos animados. Los tipos a los que los ojos les saltaban de las órbitas y les colgaba la lengua, al tiempo que unos soplos de vapor salían de sus orejas. El encanto voluptuoso de Zoë siempre había atraído a hombres que le habían dedicado terribles frases seductoras y la habían tratado como si tuviera el coeficiente intelectual de una planta de interior.
Con el fin de animar a Justine para que leyera la novela romántica, Zoë le dijo en tono alentador:
—Intenta leer unas cuantas páginas de prueba. La historia te atrapará hasta tal punto que sentirás que te encuentras en otra época y en otro lugar. Y el héroe es maravilloso. —Hizo una pausa que acompañó con un suspiro soñador—. La conduce a una aventura a través del desierto en busca de una antigua ciudad perdida, y es tan protector, sexy y melancólico...
—Me temo que si leo sobre hombres ficticios mis expectativas no harán más que aumentar en un momento en que lo que realmente necesito es rebajarlas.
—No te lo tomes a mal pero, para empezar, nunca he creído que tus expectativas en cuanto a los hombres fueran demasiado altas.
—¡Oh, desde luego que sí lo fueron! Antes solo accedía a salir con un tío si era buena persona, tenía un cuerpo decente y un trabajo. Ahora, en cambio, me conformaría con un hombre que no esté casado ni encarcelado.
—Leer sobre hombres ficticios no aumentará tus expectativas. No es más que una agradable forma de escapismo.
—Y, naturalmente, necesitas una vía de escape —dijo Justine secamente—. Con ese horroroso trol que tienes de prometido.
Zoë se rio. Se podían decir muchas cosas de Alex Nolan, un constructor de la zona, pero «horroroso trol» no estaba entre ellas. Era un hombre particularmente atractivo, esbelto, de pelo oscuro, finos rasgos faciales y unos ojos de un azul glaciar.
Nadie hubiera dicho nunca que pudiera surgir una pareja entre el cínico bebedor de Alex y alguien tan dulce como Zoë. Sin embargo, durante el proceso de remodelación de una casita de campo cerca del lago Dream en la que vivía Zoë el verano anterior, Alex había sorprendido a todo el mundo, incluido a sí mismo, enamorándose perdidamente de ella. Había dejado la bebida y había enderezado su vida. Era evidente para todos que Zoë lo tenía en el bolsillo. Sabía manejarlo con tal delicadeza que él ni siquiera parecía darse cuenta de que era manipulado. Y en cualquier caso, tampoco le importaba.
A pesar de que Justine nunca había experimentado el amor verdadero, sabía reconocerlo cuando lo veía. Cuando Zoë y Alex estaban juntos intentaban mostrarse tranquilos, pero la emoción seguía siendo demasiado reciente y tierna para que ninguno de los dos pudiera sentirse cómodo con ella. La intensa conciencia de la presencia del otro pendía en el aire por muy discretos que fueran. A veces incluso estaba presente en sus voces, como si el amor los hubiera colmado hasta tal punto que tenían que recordarse a sí mismos que también había que respirar.
Uno podía llegar a sentirte terriblemente solo estando cerca de un amor como aquel.
«Levanta ese ánimo —se decía Justine con dureza—. Tienes una vida magnífica. Tienes todo lo que necesitas.»
La mayoría de las cosas que había anhelado al fin se habían hecho realidad. Amigos cariñosos, un hogar, un jardín, un porche con alegrías de casa en macetas y verbenas trepadoras. Incluso había estado saliendo con un tipo durante un año, Duane; un motero de risa fácil con tatuajes y unas enormes patillas.
Sin embargo, Duane había roto con ella apenas unas semanas atrás y ahora, las veces que se encontraban, él se mostraba amablemente distante y nunca permitía que sus miradas se cruzaran. Todo se acabó un día que ella le había dado un susto de muerte involuntariamente.
Bajó su mirada hasta la novela romántica. Alejó el libro como un comensal ahíto que rechaza otro trozo de pastel.
—Gracias por traerme el libro —dijo Justine, mientras Zoë encendía los hornos y se servía una taza de café—. Pero la verdad es que no tenía pensado leerlo.
Zoë le lanzó una mirada de incredulidad por encima del hombro.
—Entonces, ¿qué pensabas hacer con él?
Las comisuras de los labios de Justine se torcieron en una mueca irónica cuando reconoció:
—Quemarlo y luego comprarte un nuevo ejemplar.
Zoë removió una cucharilla en su taza para mezclar la nata con el café. Se volvió hacia Justine y preguntó, sorprendida:
—¿Y por qué ibas a quemar mi novela romántica?
—Bueno, verás, no iba a quemarla por completo. Tan solo una página. —Al ver la confusión en el rostro de su prima, Justine le explicó tímidamente—: Había pensado, ¿cómo te lo diría?, lanzar un conjuro. Y consistía en prenderle fuego a «palabras de amor escritas en un pergamino». Así que pensé que la página de una novela romántica serviría.
—¿A quién pensabas lanzarle un conjuro?
—A mí misma.
A juzgar por el semblante de Zoë, estaba a punto de someterla a un intenso interrogatorio.
—Tienes trabajo en la cocina —se apresuró a decir Justine—, y yo tengo que trasladar el carrito del café al vestíbulo.
—El carrito del café puede esperar —fue la amable pero inflexible respuesta.
Justine suspiró y se reclinó en la silla. Se quedó en silencio y pensó que si bien ella tenía fama de ser la prima mandona y terca, Zoë era quien casi siempre se salía con la suya. Sencillamente hacía menos ruido.
—Ya habías comentado lo de los conjuros otras veces —dijo Zoë—. Y recuerdo que cuando tuve problemas con Alex te ofreciste para echarle un maleficio. Entonces creí que bromeabas, que simplemente intentabas que me sintiera mejor. Pero ahora tengo la impresión de que no bromeabas.
No. Justine no bromeaba.
Nunca había ocultado que la habían educado según las tradiciones paganas. En cambio, lo que no había reconocido abiertamente era que, al igual que su madre, Marigold, era una bruja por transmisión de linaje.
Había tantas variedades de brujería que la palabra en sí apenas tenía sentido si no se le añadía un calificativo. Estaba la brujería clásica, la brujería ecléctica, la brujería monoteísta, la gardneriana, la gótica, la Wicca, etcétera. Sin embargo, la brujería de Tradición Familiar era una rara categoría secular de brujas que habían nacido brujas, aquellas que tenían la magia en su ADN.
A lo largo de su infancia, su madre, Marigold, la había instruido en las costumbres de la Tradición. Se había llevado a Justine a festivales, campamentos, clases, a menudo trasladándola a su antojo, sin respetar horarios escolares. Un año estuvieron viviendo en Oregón, y al siguiente se quedaron en una comunidad pagana de Sacramento. Luego, unos cuantos meses en Nuevo México, Alaska, Colorado... Justine era incapaz de recordar todos los lugares donde habían estado. Pero siempre volvían a Friday Harbor, que era lo más cercano a un hogar que Justine había tenido jamás.
Si el dibujo de hollín en el interior del cristal de un candelero parecía un corazón atravesado por espadas, Marigold solía decir que había llegado el momento de volver a irse. Veía señales en las pisadas, en la forma de una nube, en el sendero de una araña, en el color de la luna.
Justine no recordaba exactamente cuándo había empezado a resentirse del carácter nómada de sus vidas. Solo sabía que, en un momento dado, le había preocupado que fueran capaces de empacar todo lo que tenían en apenas un cuarto de hora.
—Es muy divertido viajar a nuevos lugares —le había explicado Marigold—. Somos libres como los pájaros, Justine. Lo único que nos falta son las alas.
Sin embargo, incluso los petirrojos y los estorninos habían pasado más tiempo en sus nidos que Justine y su madre.
Tal vez las cosas habrían sido distintas si el padre de Justine, Liam, hubiera estado vivo, pero murió cuando ella todavía era un bebé. Por lo que Marigold le había contado, Justine sabía que Liam había sido agricultor, un horticultor, y cultivaba manzanas, peras y cerezas. Marigold lo había conocido comprando manzanas para el equinoccio otoñal. Liam llevaba un pañuelo alrededor de la cabeza que le sujetaba la larga y oscura cabellera para que no se le metiera en los ojos. Le peló una manzana entera de una sola vez y cuando la piel cayó al suelo había formado las iniciales de Marigold, que se lo había tomado como una señal.
Se habían casado inmediatamente. Liam había muerto antes de que se hubiera terminado el segundo año de su matrimonio. Su relación había sido tan breve e intensa como una tormenta eléctrica. Marigold no conservaba ninguna fotografía de él. Ni siquiera había querido quedarse con su alianza ni con su navaja, tampoco con la guitarra que Liam solía tocar. Habían vendido su huerto de árboles frutales y se habían deshecho de sus pertenencias. Justine era la única evidencia de que Liam Hoffman había existido alguna vez. Tenía su misma cabellera oscura y abundante y los mismos ojos castaños y, según su madre, también tenía su misma sonrisa.
Cada vez que Justine le pedía que le hablara de su padre, Marigold solía mover la cabeza y le explicaba que cuando alguien a quien se había amado se iba, todos los recuerdos acababan en un lugar secreto del corazón. Solo se podían sacar y echarles un vistazo cuando una estaba lista para ello. Al final, Justine se había percatado de que Marigold nunca estaría lista. Lo único que Marigold estaba dispuesta a recordar acerca de su difunto marido era que el amor era lo peor que podía haberle ocurrido. La había llevado a odiar la brisa primaveral, el sonido de una guitarra y el sabor de las manzanas.
Después de reflexionar sobre aquellos años de constante agitación, Justine creía haber entendido por qué su madre era incapaz de quedarse en un mismo lugar. Si uno se quedaba el suficiente tiempo, el amor podría encontrarlo y atraparlo con tal fuerza que le impediría escapar.
Y eso era precisamente lo que Justine deseaba con todas sus fuerzas.
—¿Podríamos olvidarnos de todo esto? —le preguntó Justine a Zoë, al tiempo que se frotaba los cansados ojos—. Porque tú no crees en estas cosas y si te las intento explicar, lo único que conseguiré será que te parezca una loca de atar.
—No importa lo que yo crea. Lo que importa es lo que tú creas. —El tono de voz de su prima se había tornado persuasivo—. Cuéntame qué clase de hechizo querías lanzarte a ti misma.
Justine frunció el ceño y giró un pie, al tiempo que mascullaba algo entre dientes.
—¿Qué? —preguntó Zoë.
Justine lo repitió, esta vez con mayor claridad.
—Un conjuro de amor.
Lanzó una mirada penetrante a su prima, esperando que se mofara o se riera de ella. Pero se trataba de Zoë. Ella simplemente parecía preocupada.
—¿Es por la ruptura con Duane? —preguntó Zoë amablemente.
—En realidad, no. Es más bien... ¡Oh, no sé qué decirte! Solo que ahora Lucy está con Sam, y tú estás prometida con Alex, y... Yo nunca he estado enamorada.
—Hay personas a quienes les cuesta más —dijo Zoë—. Sigues teniendo un año menos que yo, ya lo sabes. A lo mejor para el verano que viene...
—Zoë, el problema no es que no me haya enamorado. El problema es que no puedo.
—¿Por qué estás tan segura?
—Simplemente lo sé.
—Pero eres una persona muy cariñosa.
—Si hablamos de amistades, sí, lo soy. Pero cuando se trata de amor romántico... Nunca he sentido esa clase de amor. Es como si intentara entender cómo es el océano apretando una caracola contra mi oreja. —Miró malhumorada la novela romántica que Zoë sostenía en la mano—. ¿Cuál es tu parte favorita de la novela? La página que me recomendarías utilizar para el conjuro.
Zoë meneó la cabeza y empezó a hojear las páginas del libro.
—Vas a burlarte de mí.
—No pienso burlarme de ti.
Localizó la página con una facilidad que denotaba que la había releído muchas veces. Zoë le pasó el libro abierto al tiempo que se sonrojaba.
—No la leas en voz alta.
—Ni siquiera pienso mover los labios —dijo Justine. Su mirada recorrió la página mientras Zoë se entretenía en una de las encimeras midiendo ingredientes y echándolos en un cuenco.
«Tú —susurró él— eres mi mina de Salomón, mi imperio inexplorado. Eres el único hogar que necesito conocer, el único viaje que deseo realizar, el único tesoro por el que moriría. Eres a la vez exótica y familiar, una droga y un bálsamo, firme conciencia y dulce tentación.»
La escena continuaba con una creciente pasión a lo largo de varias páginas, irresistible en todo su lirismo desvergonzado. Justine quería leer más.
—Pero ¿tú crees que esta clase de emociones son siquiera posibles? —preguntó—. Quiero decir, aunque Alex y tú estéis enamorados... —Agitó el libro—. La vida real no puede ser así, ¿verdad que no?
El rostro de Zoë enrojeció cuando contestó:
—A veces, la vida real es incluso mejor. Porque el amor está presente no solo en los grandes momentos de romanticismo, sino en todas las pequeñas cosa. La manera en que toca tu cara, o te cubre con una manta cuando te echas una siesta, o te deja una nota en la nevera para recordarte que tienes una cita con el dentista. Creo que estas cosas ayudan a consolidar una relación mucho más que el sexo.
Justine le lanzó una mirada hosca.
—Eres insoportable, Zoë —masculló.
A los labios de su prima asomó una sonrisa.
—Algún día sentirás lo mismo que yo —dijo—. Simplemente no has conocido al hombre adecuado todavía.
—A lo mejor ya lo he conocido —dijo Justine—. A lo mejor ya lo he conocido y lo he vuelto a perder sin ni siquiera darme cuenta.
La sonrisa de Zoë se apagó.
—Nunca te había visto así antes. No me había dado cuenta de que te importara tanto. Nunca me pareció que le dieras demasiada importancia al amor.
—He intentado convencerme a mí misma de que no era importante. Incluso he llegado a creérmelo alguna que otra vez. —Justine dejó caer la frente sobre sus brazos cruzados—. Zoë —preguntó con voz ahogada—, si pudieras añadir diez años a tu vida, pero el precio que tuvieras que pagar fuera no poder volver a amar a nadie de la manera que amas a Alex, ¿tú lo pagarías?
La respuesta de Zoë fue tajante.
—No.
—¿Por qué no?
—Es como intentar describir un color que nunca has visto antes. Las palabras no pueden llevarte a entender cómo es el amor verdadero. Pero hasta que no lo hayas sentido, no habrás vivido realmente.
Justine se quedó en silencio un buen rato. Tragó saliva para deshacer el nudo que se había formado en su garganta.
—Estoy segura de que algún día encontrarás un amor de verdad —oyó que decía Zoë.
«Y yo estoy igualmente segura de que no —pensó Justine—. Salvo que haga algo.»
Le vino una idea a la cabeza, una idea estúpida y peligrosa. Intentó apartarla de su mente.
Pero aun así sintió cómo el libro de conjuros, a buen recaudo debajo de su cama, la llamaba.
«Yo te ayudaré —le decía—. Yo te mostraré cómo hacerlo.»
2
Mientras retiraba de las mesas los platos y cubiertos del desayuno, Justine se detuvo para charlar con algunos huéspedes. Había una pareja de ancianos venidos de Victoria, unos recién casados de Wyoming en su luna de miel y una familia de Arizona compuesta por cuatro miembros.
La familia incluía a dos chicos que estaban ocupados devorando las tortitas de calabaza de Zoë. Los niños se llevaban un par de años; dos torbellinos que no veían la hora de que los dejaran sueltos.
—¿Qué tal el desayuno? —preguntó Justine a los niños.
—Estaba bueno —dijo el hermano mayor.
—El sirope sabe un poco raro —contestó el pequeño con un bocado de tortita en la boca.
Había llenado su plato de sirope hasta tal punto que las tortitas prácticamente flotaban en él. Un mechón de pelo pegajoso despuntaba en su frente y otro colgaba a uno de los lados de su cabeza.
Justine sonrió.
—Eso seguramente se deba a que es auténtico. La mayoría del sirope que puedes comprar en las tiendas no lleva ni una pizca de arce. No es más que sirope de maíz y condimentos.
—Pues me gusta más —dijo el niño con la boca llena.
—Hudson —le regañó su madre—, ¡compórtate! —Miró a Justine, como disculpándose—. Lo ha ensuciado todo.
—No pasa nada —dijo Justine, e hizo un gesto en dirección al plato vacío—. ¿Puedo cogerlo?
—Sí, gracias.
La mujer se volvió hacia sus hijos mientras Justine le retiraba el plato y el vaso. El padre de los niños, que estaba hablando por el móvil, hizo una pausa en su conversación, lo suficientemente larga para decirle a Justine:
—Puede coger los míos también. Y tráigame un té Earl Grey con leche desnatada. Pero rápido, que pronto tendremos que marcharnos.
—Por supuesto —dijo Justine afablemente—. ¿Quiere que se lo traiga en una taza de plástico para que se lo pueda llevar?
El hombre asintió con un breve cabeceo y un gruñido y retomó su conversación por el móvil.
Cuando Justine se dirigía a la cocina alguien apareció en la puerta del comedor.
—Disculpe.
Quien hablaba era una joven que vestía un ceñido traje de chaqueta negro y unos zapatos de tacón de una altura razonable. Llevaba su cobrizo pelo en una media melena que le llegaba hasta los hombros. Su rostro era de facciones delicadas, y sus ojos de un azul luminoso. No llevaba joyas, salvo por una fina cadena de oro alrededor del cuello. A juzgar por su aspecto, Justine habría esperado un claro acento británico. En cambio hablaba con el típico deje de Virginia Occidental, tan pronunciado y grueso como el aceite de un motor diésel.
—Querría registrarme, pero no hay nadie en la oficina.
—Disculpe —dijo Justine—, en este momento vamos un poco escasos de personal. Mi ayudante durante los desayunos no ha podido venir esta mañana. ¿Forma parte del grupo que tenía que llegar esta mañana?
La mujer asintió cautelosamente con la cabeza.
—Inari Enterprises. Soy Priscilla Fiveash.
Justine reconoció el nombre. Era la executive assistant que se haría cargo del registro por adelantado de Jason Black y de su séquito.
—Estaré lista en unos diez minutos. ¿Le apetece una taza de café mientras espera?
—No, gracias. —La joven no parecía antipática sino más bien precavida, y mantenía sus emociones bien amarradas y atadas con un doble nudo—. ¿Hay algún lugar desde donde pueda hacer unas cuantas llamadas en privado?
—Por supuesto, puede utilizar el despacho. La puerta está abierta.
—¿Y mi té? —preguntó irritado el padre de los dos niños desde su mesa.
—Ahora mismo —dijo Justine. Pero antes de abandonar la sala se detuvo un momento para decirle a la mujer—. Fiveash. Es un apellido poco frecuente. ¿Es inglés, o tal vez irlandés?
—Me han contado que proviene de Inglaterra. De una aldea que ya no existe, con cinco fresnos en el medio.
Sonaba como un nombre de la Tradición. Los fresnos eran casi tan poderosos como los robles. Y el número cinco era especialmente significativo para los miembros del convenio, cuyo símbolo era la estrella de cinco puntas envuelta en un círculo. Aunque Justine estaba tentada de seguir haciéndole preguntas, se contuvo y en su lugar sonrió y se dirigió a la cocina.
Poco después oyó unos sonidos alarmantes provenientes del comedor. El grito de una madre, el estrépito de platos y cubiertos, una silla volcada. Justine giró rápidamente sobre los talones y volvió sobre sus pasos a toda prisa. Dejó la pila de platos de cualquier manera sobre una mesa.
Lo que pasaba era que el pequeño de los chicos se había atragantado. Sus ojos estaban abiertos como platos, llenos de pánico,