1.ª edición: mayo, 2016
© 2016 by Victoria de Luna
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-450-3
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A mis amigos del alma,
que siempre creyeron en mí.
Gran descanso es estar libre de culpa.
Marco Tulio Cicerón
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Seis meses antes
Miércoles, 22 de enero
Jueves, 23 de enero
Viernes, 24 de enero
Sábado, 25 de enero
Dos días antes
Domingo, 26 de enero
Lunes, 27 de enero
Martes, 28 de enero
Miércoles, 29 de enero
Jueves, 30 de enero
Viernes, 31 de enero
Tres meses después
Un año después
Nota de la autora
Seis meses antes
Barcelona
El club le recibió con la música electrónica pulsando en sus oídos y luces estroboscópicas quemando sus ojos. Sonrió como si la paz acabara de hacerse en su espíritu. Aquello era su mundo, y las docenas de desconocidos que bailaban a ritmo frenético, su gente.
Su gente, por fin, después de tres meses entre ratas de alcantarilla.
Según sus abogados, en realidad podía considerarse afortunado: de que los trámites hubieran fluido entre los funcionarios del juzgado, de que el juez hubiera desestimado el caso en la primera sesión del juicio, de que los intentos de la acusación por añadir homicidio involuntario hubieran recibido poco menos que burlas. Claro que la mayoría de los que pagaban una minuta de mil euros la hora obtenían la libertad bajo fianza que aquellos ineptos no le habían conseguido a él. Algo positivo, según se justificaban, para no tener a la opinión pública totalmente en contra.
Como si de verdad hubiera sido él quien le puso la cuchilla en las muñecas a esa imbécil.
Pero se había terminado por fin y ahora él estaba allí, respirando libertad y ardiendo en ganas de recuperar el tiempo perdido.
Uno de sus acompañantes le palmeó amistosamente la espalda.
—¿Qué? —gritó— ¿Empezamos a celebrarlo?
—¿Y a qué hemos venido si no?
Los otros se rieron, y el grupo se lanzó de lleno hacia la muchedumbre que, al margen de la pista de baile, se iba cerrando a su paso prácticamente a la vez que se abría. Ya le habían advertido que aquella noche pinchaba un DJ muy importante, aunque a él su nombre no le había dicho nada. La música house nunca le había interesado, y sin embargo aquella canción le sonaba… ¿podría ser la misma de cuando conoció a la chica?
—Voy al baño —anunció a sus amigos cuando llegaron a la barra por fin.
Apenas le prestaron atención mientras luchaban por hacerse notar por el barman, y él terminó de rodear la pista de baile distraídamente, aún pendiente de la canción.
Era la misma, ya estaba seguro. No había vuelto a pensar en ella, pero lo sabía porque estaba completamente obsesionado. Esa era una de las razones por las que había escogido precisamente aquel sitio para festejar su libertad: exorcizar los recuerdos de la noche en que empezó todo. Tal vez lograría incluso recordar la cara de la maldita cría y así dejarla atrás de una vez.
Sí se acordaba de que era guapa, por supuesto. Una rubita de buen cuerpo. Lo suficiente como para engañar al portero con un carné falso y acabar metiéndole a él en un montón de problemas, como si no le hubiera estado provocando toda la noche. Luego no la había vuelto a ver: siempre se había escondido detrás de su madre y después, el final de las histéricas; en la piscina de su casa, para más dramatismo.
Si eso no demostraba que estaba loca, ya no sabía en qué mundo vivía.
En el baño sólo había otro hombre, lavándose las manos. Lo ignoró y se metió a una cabina, y unos segundos después oyó intensificarse la música de fuera y enseguida volver a quedar amortiguada por la puerta.
Otra canción, por fin, y esta le traía mejores recuerdos. Empezó a silbar mientras se subía la cremallera y tiró de la cadena.
Al abrir todo sucedió demasiado rápido.
Un fuerte golpe en el pecho lo empujó sobre el inodoro. Tras unos instantes de desconcierto el dolor más infernal que había sentido en su vida se abrió paso como un torrente y él sólo acertó a agarrarse al brazo que se lo había provocado. Alzó la vista y el hombre de antes se la devolvía desde escasos centímetros de la cara; luego se acercó aún más, y su aliento le retumbó en el oído.
—La madre de Isabel Fábregas te manda recuerdos —susurró, acompañando el mensaje con un giro de muñeca que terminó de desgarrar el corazón.
Lucas, que así se llamaba el verdugo, aguardó hasta que terminó todo y dejó el cuerpo sentado, apoyado en la pared. El puñal taponaba la herida, así que no habría sangre delatora antes de que le echaran de menos. Cerró la puerta con cerrojo y, tras comprobar que seguía solo, se encaramó al muro de separación para salir por la cabina de al lado.
En la sala vio a los amigos del muerto muy entretenidos con varias chicas. Sin detenerse hasta la salida se quitó los guantes de cuero que llevaba y buscó su teléfono móvil. Marcó sin mirar.
—Está hecho —dijo tras pasar de largo a los guardias de la puerta.
Colgó sin esperar respuesta y sacó un cigarrillo, que encendió deseando estar ya muy lejos de allí.
Miércoles, 22 de enero
Madrid, Paseo de la Castellana
Media tarde
Manuel Quirós había sido siempre un hombre ambicioso. Su primer empleo fue de camarero en el bar de su padre, cuando tenía quince años, y a pesar de lo duro del trabajo nunca abandonó los estudios. A los veintinueve, con una licenciatura de económicas debajo del brazo, dejó el negocio familiar y entró a trabajar en el que a partir de ese momento sería el escenario de una fulgurante carrera.
Orión era la primera cadena hotelera de Europa, y sólo parte de lo que una de las familias más importantes del país había construido durante generaciones. El legado de los Mena, que comenzó en 1914 con un sencillo edificio, comprendía un siglo después tres de las mayores empresas turísticas del mundo, estando presente tanto en tierra como en mar y aire. Primero, tras el éxito de los hoteles, había sido la creación de la línea de cruceros de lujo Argo; poco después, casi siguiendo un paso lógico, había sido Argo-Air: vuelos con especialidad en primera clase.
Las tres empresas, fundadas cada una por un descendiente de la familia, las había terminado uniendo el penúltimo de los herederos, Aitor Mena, que había creado el sello Hermes para englobarlas en un solo grupo. Probablemente el más brillante de todos los Mena, también había querido ampliar horizontes y abarcar otros campos, como el editorial y el audiovisual. En menos de veinte años el Grupo Hermes se había convertido en la compañía financiera más importante de Europa.
Ese tiempo era lo que Manuel Quirós había necesitado para alzarse como uno de los más altos ejecutivos del mismo, proclamándose director financiero del Grupo y segundo hombre de confianza del propio Mena.
Había sido la muerte repentina de éste, en accidente de coche, lo primero que había hecho temer a Quirós su permanencia en el puesto. Ni siquiera cuando le diagnosticaron la enfermedad degenerativa que llevaba años consumiéndole se había planteado retirarse. Ahora, sin embargo, la llegada de la única heredera de Mena hacía que se tambaleara todo.
Una niñata sin ambiciones, sin respeto por el trabajo duro ni por lo que su familia había levantado de la nada, que desde el principio había dejado claro que pensaba vender todo en cuanto pudiera. El momento había llegado y ése era el motivo por el que Martín Yagüe, vicepresidente del Grupo, había convocado aquella junta… Pero había sido un hecho fortuito, totalmente ajeno a ningún asunto laboral, lo que en ese preciso momento tenía su presión arterial disparada.
—Te estoy diciendo que ha visto las fotos —repitió desesperado—. Ahora mismo están en comisaría y mañana las tenemos en todos los periódicos.
Marina Santos, la mujer que ahora le miraba con exasperación, estaba allí sólo por ser la responsable regional de Orión en Barcelona y la conversación se le estaba haciendo insoportable. No compartía los temores de su compañero y tampoco era amiga de discutir los problemas en público, aunque fuera en susurros.
—¿Qué más dará que tengan una estúpida foto en un coche que no tiene nada que ver con nosotros? —dijo entre dientes.
—Me parece que no terminas de entender la gravedad del asunto.
Ella se giró para mirarle directamente, con una frialdad que le atravesó. Santos era una mujer con la que había que andarse con cuidado. Siempre pensó que habría encajado a la perfección como agente del servicio secreto soviético en la guerra fría y no sólo por su belleza nórdica, sino porque carecía de cualquier tipo de escrúpulo. Precisamente por eso Quirós no terminaba de comprender por qué se mostraba tan esquiva en aquel asunto. Si se descubría todo y los acusaban, ya podían despedirse de sus carreras, de su prestigio, de su fortuna y hasta de su libertad, si sus abogados no eran capaces de remediarlo.
Y él no iba a dejar que las cosas llegaran al extremo de conformarse con no ir a la cárcel.
—Mira, yo sólo digo que a veces hay que tomar decisiones.
—No quiero saber nada más de ese asunto.
La llegada de Yagüe detuvo cualquier réplica de Quirós. Ninguno de los dos volvió a abrir la boca y sólo se miraron de reojo cuando el vicepresidente llegó y se sentó a la cabecera de la mesa de conferencias.
Quirós tendría pues que dejarla a un lado. Él sabía lo que había que hacer.
Calle Conde de Peñalver
6:44 p. m.
—Y esos sueños, ¿todavía los tienes?
Sara Mena, diagnosticada de trastorno de estrés postraumático, suspiró. Ya había perdido la cuenta de todas las veces que había entrado por la puerta de la consulta, se había sentado en la misma butaca y había escuchado las mismas preguntas. Pocas veces variaba la respuesta, y ella ya hacía algún tiempo que se estaba planteando terminar con aquella pérdida de tiempo.
—Sí, casi todas las noches —respondió, sólo por cortesía—. Pero ya me he acostumbrado.
—Pareces resignada. Eso no te conviene, Sara. No se trata de aprender a convivir con las pesadillas, sino de superarlas.
—Le prometo que tengo casi olvidado que maté a mi familia por no saber conducir, pero por el momento a mi subconsciente no le pasa lo mismo.
—Tú no mataste a tu familia, Sara. Fue un accidente, y hasta que no te convenzas de eso no habrá nada que hacer.
Sara apoyó la cabeza en la mano y volvió la vista hacia la ventana, sin verla, e intentó reprimir las lágrimas. Pensar que había sido un accidente era fácil; recordar que jamás volvería a ver a su padre, a su madrastra, a su hermana pequeña, por culpa de un viaje en coche en el que ella llevaba el volante… Respiró hondo y cerró los ojos un instante.
—Eso ya da igual… yo estoy aquí y ellos no.
—Exactamente, Sara. Tú sigues viva y tienes que vivir. ¿No hay nada que te gustaría hacer?
—No sé. Últimamente todo me viene grande. El sillón de mi padre, el título que tengo guardado en un cajón…
—Nadie te obliga a ocupar el puesto de tu padre en la compañía. Ni siquiera él, por eso te dejó un plazo de tiempo para pensarlo. Ahora bien, te hiciste médico porque quisiste. Lograste superar los exámenes finales hace nada, ¿ahora de pronto no te gusta la carrera que elegiste?
—No lo sé, la verdad. No sé si me queda mucha vocación después de tanto hospital.
—Lo entiendo, pero ayudar a los demás es lo más gratificante que hay. Deberías considerarlo.
—Sí, lo haré.
Lo dijo para zanjar el tema y el psiquiatra no la presionó. Tras un corto silencio miró el reloj que había colgado en la pared.
—Se acaba el tiempo. ¿Necesitas alguna receta?
—Sí, algo más suave que el Lorazepan. Me deja todo el día atontada, y le aseguro que no me hace falta: no me vuelvo a meter allí abajo ni borracha. Seguro que en mi edificio ahora soy «la loca del 11B».
—Está bien. Vamos a probar con Triazolam. Pero Sara, una crisis nerviosa no significa volverse loca. Todo el mundo tiene derecho a una, por lo menos una vez en su vida.