Créditos
1.ª edición: junio 2013
© Connie Willis, 2013
© Ediciones B, S. A., 2013
para el sello Nova
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito legal: B. 13,798-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-462-1
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Contenido
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Portadilla
Créditos
Contenido
Dedicatoria
Cita
Agradecimientos
Bueno, todavía no ha venido, señor; esta noche está tardando bastante.
En nuestra larga historia, nunca habíamos visto un día más grande que este.
No habrá una próxima vez si perdemos esta guerra.
¡Con el metal se fabrican armas! No tire el tubo del lápiz de labios.
Llevaremos todos un silbato, porque el señor Bendall cree que, en caso de quedar...
Uno no se conduce con engaños simplemente para engañar.
Lucharemos en los despachos... y en los hospitales.
Hay seis niños evacuados en casa. Mi esposa y yo los detestamos tanto...
Siempre me habías dicho que te llamabas Ernesto...
¿Y en un futuro, qué vendra? ¿El cohete bomba? ¿Explosiones más destructivas todavía?
No le diga nada al enemigo. Esconda la comida y las bicicletas. Esconda los mapas.
No creo que esto nos lleve jamás a ninguna parte.
El Proyecto Ultra fue decisivo.
En tiempos de guerra, la verdad es tan importante que tiene que ir acompañada...
No lo deje para los demás.
¡Bien hallado y bienvenido!
Volveremos a vernos.
Pendemos de un hilo.
¡Oh! ¿Ha venido a unirse a nosotros? Bien. ¿Tiene lápiz? Somos criptógrafos.
Durante la guerra una vivía al día [...]; de repente te enterabas de que alguien...
Apresúrate, corre, se hace muy tarde.
Las guerras no se ganan con evacuaciones.
La lluvia que cae a diario.
Os ruego que me lo digáis: ¿ha preguntado alguien por mí hoy?
¡Feliz misa del Blitz!
Haga una buena acción por Navidad
En la guerra, el tiempo es de capital importancia.
Esta noche, los bombarderos del Reich alemán han atacado Londres...
En toda ocasión se confabulan contra mí.
Va a ser una noche caliente.
—Sí que puedes ir al baile, Cenicienta —le dijo el hada madrina—,...
Paradójicamente, se diría que el incidente más importante de aquella noche...
No hay esperanza. Nada puede pasar.
Por la mañana habrá desaparecido.
Dios os dé paz y alegría, caballeros, que nada os desaliente.
El tiempo presente y el tiempo pasado...
De nuevo en la brecha, queridos amigos.
VIOLA: ¿Qué país es este, amigos?
Los novios eran más importantes que las bombas.
Pase lo que pase en Dunkerque, seguiremos luchando.
Se acabó.
Padre, creíamos que no volveríamos a verte jamás.
Pero usted sabe que ha cometido los asesinatos, ¿no es cierto?
He tenido que enterarme de lo peor y afrontarlos.
¿Son las sombras de las cosas que sucederán o solamente las de las que quizá sucedan?
Las flores se están poniendo muy rojas. Repito. Las flores se están poniendo muy rojas.
El príncipe vagó durante muchos años hasta que llegó al solitario lugar...
No sabíamos dónde íbamos, así que garabateábamos breves notas y las arrojábamos...
Cuando regrese la paz (como sin duda así será) y se enciendan de nuevo las luces,...
Solo se veían las cimas de las torres del palacio, y únicamente desde bastante distancia.
Solo esperar, esperar y esperar hasta que llega tu número...
No puedo recalcar suficientemente la importancia de mantener todo lo humanamente...
Estaré en esto con usted hasta el final y, si fracasa, caeremos juntos.
Cuando recuerdo los años de la guerra, no puedo evitar la sensación de que el tiempo...
¿Sabes por qué saludan cuando pasamos? Somos unos condenados héroes.
El tiempo, que parecía estar de parte de los aliados, resultó ser finalmente la mano derecha de Hitler.
Si suena la alarma de bombardeo durante una función, debe informarse de ello...
Vivimos en un sueño.
Simplemente, no tenemos modo alguno de salir de esta.
Tu valor, tu ánimo y tu determinación nos darán la victoria.
MIRANDA: ¿Qué perfidia nos hizo salir de allá? ¿O fue una suerte que viniéramos?
Porque nada hay perdido que no pueda hallarse si se desea.
Intentando destejer, desenmarañar, desenredar y ensamblar el pasado y el futuro.
Los viajes terminan con el encuentro de los amantes.
La despedida es una dulce tristeza.
Está viva. Si es así, es una muerte que me redime de todas mis cuitas.
Todo irá bien y de cualquier modo irá bien.
Bien, vamos. Veamos si sigue habiendo una guerra en marcha.
Notas.
Dedicatoria
Para todos los y las
conductoras de ambulancia
vigilantes de incendios
vigilantes de bombardeo
enfermeras
cantineras
avistadores de aviones
rescatistas
matemáticos
pastores
sacristanes
dependientas
coristas
bibliotecarias
debutantes
solteronas
pescadores
marinos retirados
criadas
evacuados
actores shakespearianos
y autoras de novelas de misterio
que ganaron la guerra.
Cita
Puedes cometer todo tipo de equivocaciones; pero mientras seas generoso y sincero, y además intenso, no perjudicarás a la opinión pública, ni siquiera conseguirás afligirla.
WINSTON CHURCHILL
Agradecimientos
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a todas las personas que me han ayudado y han permanecido a mi lado mientras El apagón pasaba de ser un libro a ser dos y, debido a la tensión, yo me volvía loca poco a poco: a mi increíblemente paciente editora, Anne Groell, y a mi sufridor agente, Ralph Vicinanza; a mi incluso más sufridora secretaria Laura Lewis; a Cordelia, mi hija y principal confidente; a mi familia y mis amigos; a cada bibliotecario en un radio de ciento cincuenta kilómetros; a los camareros de Margie’s, Starbucks y de la unión estudiantil de la UNC que me servían té (bueno, chai) y simpatía a diario. Gracias a todos por soportarme, apoyarme y no pasar de mí ni de mi libro.
Sin embargo, gracias sobre todo al maravilloso grupo de señoras del Imperial War Museum por el día que pasé allí documentándome: todas ellas, como me enteré luego, habían formado parte de los equipos de rescate, conducido ambulancias y sido vigilantes de bombardeo durante el Blitz; me contaron anécdota tras anécdota, todas las cuales han sido de inestimable valor para el libro y para que yo llegara a comprender la valentía, la determinación y el humor del pueblo británico al plantarle cara a Hitler. También quiero dar las gracias a mi maravilloso esposo, que las encontró, las acomodó, les compró té y pasteles y luego fue a buscarme para que pudiera entrevistarlas. ¡Siempre serás el mejor marido!
Bueno, todavía no ha venido, señor; esta noche está tardando bastante.
Bueno, todavía no ha venido, señor; esta noche está tardando bastante.
LONDON PORTER a ERNIE PYLE,
refiriéndose a los bombarderos alemanes
Londres, 26 de octubre de 1940
A mediodía, Michael y Merope todavía no habían regresado de Stepney y Polly empezaba a estar verdaderamente preocupada. Stepney estaba a menos de una hora en tren. Era imposible que Merope y Michael —rectificación: Eileen y Mike; tenía que acordarse de llamarlos por sus nombres falsos— hubieran tardado seis horas en ir a recoger las pertenencias de Eileen a casa de la señora Willett y volver a la calle Oxford. ¿Y si había habido una incursión aérea y les había pasado algo? El East End era la zona más peligrosa de Londres.
«No hubo ninguna incursión diurna el veintiséis», pensó. Pero se suponía que tampoco había habido cinco víctimas mortales en Padgett’s. Si Mike estaba en lo cierto, y había alterado los acontecimientos salvando al soldado Hardy en Dunkerque, todo era posible. El continuo espacio-tiempo era un sistema caótico en el que incluso la acción más nimia podía producir un efecto tremendo. Sin embargo, dos víctimas de más —civiles por cierto— difícilmente podían haber cambiado el curso de la guerra, ni siquiera en un sistema caótico. Treinta mil civiles habían fallecido en el Blitz y nueve mil durante los ataques con V-1 y V-2. En la guerra habían perdido la vida cincuenta millones de personas.
«Y sabes con certeza que no se perdió la guerra —pensó Polly—. Y los historiadores llevan viajando al pasado más de cuarenta años. Si hubieran podido alterar los acontecimientos, ya lo habrían hecho hace mucho.»
El señor Dunworthy había estado en el Blitz y en la Revolución francesa, incluso en tiempos de la Muerte Negra, y sus historiadores habían observado guerras y coronaciones y golpes de Estado a lo largo de toda la historia sin que hubiera informe alguno acerca de que hubieran causado una discrepancia ni, menos todavía, cambiado el curso de la historia.
Aquello significaba que, a pesar de las apariencias, las cinco víctimas mortales de los almacenes Padgett’s tampoco eran una discrepancia. Marjorie tenía que haber entendido mal lo que le habían dicho las enfermeras. Había admitido que solo había oído por encima parte de su conversación. Quizá se estaban refiriendo a las víctimas de otro incidente. Marylebone había sido alcanzado la noche anterior, y también la calle Wigmore. Polly sabía por experiencia que las ambulancias trasladaban a veces al hospital a víctimas de más de un incidente y que gente que uno creía muerta resultaba estar viva.
Sin embargo, si le contaba a Mike que había dado a los de la compañía de teatro por muertos, querría saber por qué no había estado al tanto de que St. George sería destruido y llegaría a la conclusión de que eso era también una discrepancia. Por tanto, debía impedir que se enterara de lo de las cinco víctimas de Padgett’s hasta que pudiera determinar si realmente habían sido tantas.
«Gracias a Dios no estaba aquí cuando vino Marjorie —pensó—. Alégrate de que llegaran tarde.»
Gracias a Dios que su supervisora había acompañado a Marjorie de vuelta al hospital, aunque debido a ello Polly no hubiera podido preguntarle lo que había dicho exactamente la enfermera. Se había ofrecido a acompañarla para poder interrogar al personal del hospital acerca de las víctimas, pero la señorita Snelgrove había insistido en ir personalmente.
—Así podré decirles cuatro cosas a esas enfermeras. ¿En qué estaban pensando? ¿Y en qué estaba pensando usted al venir aquí cuando debería estar en cama? —le había preguntado a Marjorie.
—Lo siento —se había excusado Marjorie contrita—. Cuando me he enterado de que Padgett’s había sido alcanzado, me temo que me ha entrado el pánico y he sacado conclusiones precipitadas.
«Como hizo Mike cuando vio los maniquíes delante de Padgett’s —pensó Polly—. Como hice yo cuando me encontré con que el portal de Eileen en Backbury no se había abierto. Y como estoy haciendo ahora. Tiene que haber una explicación lógica de por qué Marjorie oyó decir a las enfermeras que había cinco víctimas mortales en lugar de tres y de por qué nadie ha venido a buscarnos. Eso no implica necesariamente que Oxford se esté destruyendo. Puede que en Investigación hayan cometido un error con la fecha del final de la cuarentena y que el equipo haya llegado a la mansión cuando Eileen ya había salido hacia Londres para buscarme. Tampoco el hecho de que Mike y Eileen no hayan regresado aún implica necesariamente que les ha sucedido algo.»
Tal vez simplemente habían tenido que esperar a que la madre de Theodore volviera tras acabar su turno en la fábrica de aviones. O podían haber decidido ir a la calle Fleet a recoger las cosas de Mike.
«Llegarán en cualquier momento —se dijo—. Deja de preocuparte por cosas que están fuera de tu alcance y haz algo útil.»
Escribió una lista de las horas y las localizaciones de las incursiones aéreas de la semana siguiente para Mike y Merope —corrección: Eileen— y luego intentó pensar en otros historiadores que, aparte de Gerald Phipps, pudieran estar allí.
Mike había dicho que un historiador se encontraba en algún momento entre octubre y el dieciocho de diciembre. ¿Qué había sucedido en aquel período que un historiador pudiera haber venido a observar? Casi toda la actividad bélica había tenido lugar en Europa: Italia había invadido Grecia y la Marina Real había bombardeado a la Armada italiana. ¿Qué había pasado en Inglaterra? El bombardeo de Coventry... Pero no podía tratarse de eso. La ciudad no había sido bombardeada hasta el catorce de noviembre y un historiador no habría tardado una quincena entera en llegar hasta allí. ¿La guerra en el Atlántico Norte? Varios convoyes importantes habían sido hundidos durante aquel período, pero estar en un destructor tenía que ser una misión de grado diez. Si el señor Dunworthy estaba cancelando las misiones demasiado peligrosas... Sin embargo, en otoño de 1940 cualquier lugar era peligroso y, evidentemente, había dado el visto bueno a alguna. ¿La Inteligencia de guerra? No; eso no había empezado a funcionar realmente hasta más tarde, con la Operación Fortitude y las campañas de desinformación acerca de los cohetes V-1 y V-2. La organización de Ultra había empezado antes, pero eso tenía que ser a la fuerza de grado diez: necesariamente un punto de divergencia. Si los alemanes se hubieran enterado de que el código Enigma había sido descifrado, tendría que haber modificado necesariamente el curso de la guerra.
Polly miró los ascensores. El central se detenía en la tercera planta.
«Por fin están aquí», pensó. Sin embargo, no era más que la señorita Snelgrove, que sacudía la cabeza por la negligencia de las enfermeras de Marjorie.
—¡Qué vergüenza! No me sorprendería que tuviera una recaída con todas estas idas y venidas —refunfuñó—. ¿Qué hace aquí, señorita Sebastian? ¿Por qué no se ha ido a almorzar?
«Porque no quiero que se me escapen Mike y Eileen como se me escapó Eileen cuando me fui a Backbury.» No podía decir aquello, sin embargo.
—Estaba esperando a que volviera usted, por si teníamos algún trabajo urgente.
—Bien, pues váyase ahora.
Polly asintió y, cuando la señorita Snelgrove entró en el almacén para quitarse el abrigo y el sombrero, le dijo a Doreen que la avisara inmediatamente si alguien preguntaba por ella.
—Como el aviador al que conociste anoche...
«¿Quién?», pensó Polly, y luego se acordó de que era la excusa que le había dado a Doreen porque necesitaba enterarse de los nombres de los aeródromos.
—Sí —repuso—, o mi prima que viene a Londres, o quien sea.
—Prometo que mandaré al ascensorista a buscarte en cuanto venga alguien. Ahora vete.
Polly corrió en primer lugar escaleras abajo para echar un vistazo a la calle Oxford y ver si Mike y Eileen llegaban, y luego las subió corriendo otra vez para preguntar a las dependientas que estaban en la cantina por los aeródromos. Cuando se le acabó el tiempo de descanso, tenía una docena de nombres que empezaban con las letras adecuadas y/o eran compuestos.
Bajó corriendo a la tercera planta.
—¿Ha preguntado alguien por mí? —le preguntó a Doreen, aunque era evidente que Mike y Eileen no habían llegado.
—Sí —dijo Doreen—. Apenas cinco minutos después de que te fueras.
—¡Pero si me habías dicho que me avisarías!
—No he podido. La señorita Snelgrove ha estado vigilándome todo el rato.
«Sabía que no tendría que haberme ido —pensó Polly—. Esto es lo mismo que lo de Backbury.»
—No te preocupes. Sigue aquí. —Le dijo Doreen—. Le he explicado que estabas almorzando y me ha dicho que tenía que hacer unas compras y que...
—¿Una mujer? ¿Una sola persona? ¿No han venido un hombre y una chica?
—Sólo una persona y, desde luego, no una chica. De cuarenta y tantos con suerte, con el pelo gris recogido en un moño, bastante escuálida...
La señorita Laburnum.
—¿Ha dicho lo que iba a comprar?
—Sí. Sandalias de playa.
«Claro.»
—La he mandado arriba, a zapatería. Le he dicho que la temporada estaba demasiado avanzada para que las tuviéramos, pero estaba decidida a comprobarlo. Vigilaré tu mostrador si quieres ir... ¡Oh, aquí está! —dijo Doreen en cuanto se abrieron las puertas del ascensor.
Salió de él la señorita Laburnum con una bolsa enorme.
—Vengo de ver a la señora Wyvern por los abrigos —le dijo, poniendo la bolsa encima del mostrador de Polly—, y he querido traérselos.
—¡Oh! No tendría que haberse...
—No es molestia. Hablé con la señora Rickett y me dijo que sí, que su prima puede compartir la habitación con usted. También he ido a ver a la señorita Hardin para hablar de la habitación para su amigo de Dunkerque. Por desgracia, ya la ha alquilado a un caballero de edad cuya casa en Chelsea fue bombardeada. Una cosa espantosa. Su mujer y su hija murieron. —Chasqueó la lengua con lástima—. Pero la señora Leary tiene una habitación por alquilar. Es un segundo piso. Diez chelines a la semana con pensión completa.
—¿También está en Box Lane? —preguntó Polly, pensando en qué excusa ponerle a la señorita Laburnum, que tantas molestias se había tomado, si la habitación estaba en una calle de la lista de lugares prohibidos del señor Dunworthy.
—No. Está justo en la esquina: en Beresford Court.
Gracias a Dios. Beresford Court tampoco estaba en la lista.
—En el número nueve —dijo la señorita Laburnum—. Me ha prometido que no se la alquilará a nadie hasta que la haya visto su amigo. Le iría muy bien. La señora Leary es una cocinera excelente —añadió con un suspiro, y abrió la bolsa.
Polly vio dentro algo verde intenso.
«¡Oh, no!», pensó. No se le había ocurrido siquiera al pedirle a la señorita Laburnum los abrigos que pudiera...
—Esperaba conseguir un abrigo de lana para su amigo —dijo la señorita Laburnum, sacando una gabardina—, pero esto era todo lo que tenían. Tampoco tenían apenas abrigos de señora. La señora Wyvern dice que cada vez más gente usa el abrigo del año pasado y me temo que la cosa empeorará. El Gobierno está hablando de racionar la ropa... —Calló al ver la cara que ponía Polly—. Sé que no es muy caliente...
—No, es exactamente lo que necesita. Este otoño llueve mucho —dijo Polly, sin apartar los ojos de la bolsa. Se abrazó mientras la señorita Laburnum proseguía su discurso.
—Esto es lo que he conseguido para su prima —dijo, sacando un paraguas verde—. Es un color espantoso, lo sé, y no hace juego con el abrigo negro que tengo para ella, pero era el único sin ninguna varilla rota. Además, he pensado que si lo encuentra demasiado chillón, podemos usarlo en El admirable Crichton. El verde destacaría en el escenario.
«O entre la multitud», pensó Polly.
—Es bonito... quiero decir que... sé que mi prima no lo encontrará demasiado chillón y estoy segura de que nos lo prestará para la obra —dijo, parloteando por el alivio.
La señorita Laburnum puso el paraguas sobre el mostrador y sacó el abrigo negro de la bolsa y luego un sombrero, también negro.
—No tenían guantes negros, así que he comparado unos. Tienen dos dedos remendados, pero son usables. —Se los tendió a Polly—. La señora Wyvern me ha dicho que le diga que, si alguna de las empleadas de Padgett’s se encuentra en una situación parecida, se la mande y verá de conseguirle también un abrigo. —Cerró limpiamente la bolsa—. Ahora, ¿sabe si en Townsend Brothers venden tenis o dónde puedo encontrarlas?
—¿Tenis? ¿Se refiere a zapatillas de lona?
—Sí, he pensado que servirán en lugar de las sandalias de playa. Los marineros que estén a bordo podrían llevarlas, ¿sabe?, durante el naufragio. He preguntado en su departamento de zapatería, pero no tienen. Es que sir Godfrey no se da cuenta de lo sucio que está el suelo de la estación... lleno de envoltorios de comida y colillas y sabe Dios qué más. Hace dos noches, vi a un hombre... —Se inclinó por encima del mostrador para susurrarle—: Escupiendo. Entiendo que sir Godfrey tenga cosas más importantes en las que pensar, pero...
—Puede que tengamos en el departamento de juegos —dijo Polly, interrumpiéndola—. Está en la quinta. Y si no tenemos zapatillas de lona —de lo que Polly estaba casi segura, porque la goma era necesaria para el esfuerzo de guerra—, no se preocupe. Ya se nos ocurrirá otra cosa.
—¡Claro que se le ocurrirá algo! —La señorita Laburnum le palmeó la mano—. Es usted una chica muy lista.
Polly la acompañó hasta el ascensor y la ayudó a entrar.
—A la quinta —le dijo al ascensorista. Y, a la señorita Laburnum—: Muchísimas gracias. Ha sido usted tremendamente amable haciendo todo esto por nosotras.
—Tonterías —repuso la señorita Laburnum con tono de eficiencia—. En épocas difíciles como esta, tenemos que hacer todo lo posible para ayudarnos. ¿Vendrá al ensayo de esta noche? —le preguntó cuando el ascensorista cerraba ya la puerta.
—Sí. En cuanto deje instalada a mi prima.
«Si ella y Mike han vuelto para entonces —añadió mentalmente volviendo al mostrador, aunque ahora estaba segura de que así sería—. Te has estado preocupando por nada. —Cogió el paraguas y lo miró con pesar—. Y lo mismo pasará con Mike y Eileen. No les ha pasado nada. En el día de hoy no hubo ninguna incursión diurna. Su tren lleva retraso, eso es todo, como el tuyo de esta mañana y, cuando lleguen, le dirás a Eileen los nombres de los aeródromos que has recabado y ella dirá: “Ése es.” Entonces le preguntaremos a Gerald dónde está su portal y nos iremos a casa, y Mike se irá a Pearl Harbor, Eileen al Día de la Victoria y tú podrás escribir La vida durante el Blitz con tus observaciones y volver a dedicarte a frenar los avances de un chico de diecisiete años.»
Hasta entonces, sería mejor que ordenara el mostrador para no verse obligada a quedarse aquella noche hasta tarde. Recogió el sombrero, la gabardina y el abrigo de Eileen y los dejó en el almacén. Luego metió en su caja las medias que la última clienta había estado mirando, se volvió para dejarla en el estante... y oyó el inconfundible ulular de las sirenas de alarma de incursión aérea.
En nuestra larga historia, nunca habíamos visto un día más grande que este.
En nuestra larga historia, nunca habíamos visto un día más grande que este. Todos, mujeres y hombres, han dado lo mejor de sí.
WINSTON CHURCHILL,
Día de la Victoria, 8 de mayo de 1945
Londres, 7 de mayo de 1945
—¡Douglas, se cierra la puerta! —le gritó Paige desde el andén.
—¡Date prisa! —la urgió Reardon—. El tren va a salir...
—¡Ya lo sé! —dijo ella, intentando colarse entre los dos miembros de la Defensa Local que seguían cantado It’s a Long Way to Tipperary, formando un sólido muro. Quiso sortearlo, pero había docenas de personas intentando subir al vagón que la empujaban apartándola de la puerta. Se esforzó por alcanzarla. Se estaba cerrando. Si no salía inmediatamente, las perdería y sería incapaz de volver a encontrarlas entre aquella masa de juerguistas—. ¡Por favor! ¡Es mi parada! —dijo, abriéndose paso entre dos marineros muy achispados que apenas le dejaban sitio para pasar. Mantuvo la puerta abierta con los codos.
—¡Cuidado con el hueco del andén, Douglas! —le gritó Paige, tendiéndole la mano.
Se agarró y medio bajó medio saltó del tren; antes incluso de que sus pies tocaran el andén, el tren arrancó y desapareció en el túnel.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Paige—. Temíamos no volver a verte.
«No volveréis a verme», pensó ella.
—¡Por aquí! —dijo Reardon alegremente, caminando hacia la salida del andén, tan atestado como el tren. Tardaron un cuarto de hora en salir de él y recorrer el túnel hasta las escaleras mecánicas, en las que el panorama no era mejor. La gente hinchaba matasuegras, dando gritos e inclinándose desde la parte superior para tirar confeti a los que subían. En alguna parte, alguien tocaba un bombo.
—¡Antes de salir, será mejor que acordemos un punto de encuentro por si nos separamos! —se volvió a gritarle Reardon, que estaba cinco escalones más arriba.
—¡Creía que habíamos dicho que en Trafalgar Square! —le gritó Paige.
—Sí —vociferó Reardon—, pero, ¿en dónde de Trafalgar Square?
—¿Junto a los leones? —sugirió Paige—. ¿Qué te parece, Douglas?
«No sirve —pensó Douglas—. Hay cuatro leones y están en el centro de la plaza. Habrá miles de personas. No solo no seremos capaces de dar con el león correcto, sino que no veremos nada desde allí.»
Necesitaban un punto elevado desde donde poder ver a los otros.
—¡La escalinata de la National Gallery! —les gritó.
Reardon asintió.
—En los escalones de la National Gallery.
—¿Cuándo? —preguntó Paige.
—A medianoche —repuso Reardon.
«No. Si decido que tengo que irme esta noche, tendré que estar en el portal a medianoche y tardaré casi una hora en llegar.»
—¡No podemos quedar a medianoche! —le gritó, pero un escolar del escalón de más arriba hizo sonar con entusiasmo un cuerno de juguete que ahogó su voz.
—¡En los escalones de la National Gallery a medianoche! —repitió Paige—. O, si no, nos convertiremos en calabazas.
—¡No, Paige! Tenemos que encontrarnos...
Reardon, sin embargo, gracias a Dios, ya estaba diciendo:
—Eso no. Esta noche solo hay metro hasta las once y media y la mayor pedirá nuestras cabezas si no volvemos.
Las once y media. Eso significaba que tendría que salir hacia el portal incluso antes.
—Pero si acabamos de llegar —protestó Paige—, y la guerra ha terminado...
—Todavía no nos han desmovilizado —arguyó Reardon—. Seguimos estando...
—Supongo que tienes razón —convino Paige.
—Entonces nos encontraremos en la escalinata de la National Gallery a las once y cuarto. ¿De acuerdo, Douglas?
«No. Puede que tenga que haberme ido antes de esa hora y no quiero que por esperarme acabéis llegando tarde.» Tenía que decirles que se fueran sin ella si no aparecía por en el punto de encuentro.
—¡No! ¡Esperad! —les gritó. Sin embargo, Reardon ya había subido la escalera mecánica y se había mezclado con una multitud todavía mayor.
—¡Seguidme, chicas! —dijo mientras se daba la vuelta, y desapareció entre el gentío.
—¡Esperad! ¡Reardon! ¡Paige! —llamó Douglas, abriéndose paso a codazos por la escalera mecánica para alcanzar a esta última. Pero el niño del cuerno le bloqueaba el paso. Cuando consiguió llegar arriba, no vio a Reardon por ninguna parte y Paige casi había llegado a los tornos—. ¡Paige! —volvió a gritar, corriendo hacia ella.
Paige se volvió.
—¡Espérame! —le gritó Douglas, y la otra asintió y se esforzó por apartarse, pero la empujaron hacia delante.
—¡Douglas! —gritó, señalando hacia las escaleras que daban la calle. Douglas asintió y fue hacia ellas. Cuando llegó al pie, sin embargo, Paige ya estaba a mitad del tramo de escalones, agarrándose como podía a la barandilla metálica—. Douglas, ¿ves a Reardon por alguna parte?
—¡No! —Se abrazó, protegiéndose de la ruidosa multitud que la empujaba inexorablemente escaleras arriba, hacia la calle—. Escucha: si alguna no está en la escalinata cuando sea la hora de irnos, que las otras no la esperen.
—¿Qué has dicho? —le gritó Paige por encima del estruendo cada vez mayor.
—¡Tres hurras por Churchill! —gritó un hombre con bombín desde más arriba.
—¡Hip, hip, hurra! ¡Hip, hip, hurra! ¡Hip, hip, hurra! —coreó gustosa la gente.
—¡He dicho que no me esperéis!
—¡No te oigo!
—¡Tres hurras por Monty! —gritó el hombre.
—¡Hip, hip...!
La alegre multitud las empujó hacia arriba como al corcho de una botella y se vieron forzadas a salir a la calle atestada, donde el barullo era todavía mayor. Sonaban cuernos y tintineaban campanas. Una conga pasó serpenteando y cantando: «¡Dun du dun du dun UN!» Douglas alcanzó a Paige y la agarró del brazo.
—He dicho que no me...
—No oigo nada de lo que me dices, Doug... —dijo Paige, y se detuvo en seco—. ¡Oh, Dios mío!
La multitud chocó contra ellas, las rodeó y las adelantó, formando una especie de remolino, pero Paige era totalmente ajena a cuanto la rodeaba. Estaba sobrecogida, allí de pie con las manos entrelazadas a la altura del pecho.
—¡Oh, mira las luces! —Había lámparas encendidas en las tiendas y bombillas en la marquesina de un cine y en las cristaleras de St. Martin-in-the-Fields. El pedestal del monumento a Nelson estaba iluminado, al igual que los leones y la fuente—. ¿No es lo más bonito que hayas visto nunca? —Suspiró.
Le parecía bonito, sí, pero no tan maravilloso como tenía que parecerles a los contemporáneos después de cinco años de apagón.
—Sí —dijo, mirando hacia Trafalgar Square. Las columnas de St. Martin estaban cubiertas de banderines y, en el porche, una niñita agitaba una bengala chispeante. Los focos peinaban el cielo y una hoguera enorme ardía en el lado más alejado de la plaza. Dos meses antes —hacía dos semanas—, aquel fuego habría causado temor y significado la muerte y la destrucción para aquellos mismos londinenses. Ya no les daba pavor, sin embargo. Bailaban a su alrededor y el repentino rugido de un avión sobrevolándolos les arrancó vítores y levantaron los brazos haciendo el signo de la victoria.
—¿No es maravilloso? —preguntó Paige.
—¡Sí! —le gritó al oído—. Pero oye, si no estoy en la escalinata a las once y cuarto, no me esperéis.
Paige no le prestaba atención.
—Es como la canción —dijo, transfigurada, y se puso a cantar—: When the lights go on again all over the world...
Las personas que tenían cerca se le unieron y, luego, el hombre del bombín se impuso, gritando:
—¡Tres hurras por la RAF! —Exclamación que ahogó a su vez una banda de música que tocaba Rule, Britannia.
La alegre muchedumbre estaba alejándola de Paige.
—¡Paige, espera! —le gritó, intentando asirla por la manga; sin embargo, antes de que pudiera agarrársela, un soldado del Ejército británico la cogió, la inclinó hacia atrás, le plantó un beso húmedo en los labios, la enderezó de nuevo y agarró a otra chica.
El episodio entero duró segundos, pero fueron suficientes. Paige había desaparecido. Intentó localizarla, dirigiéndose hacia donde la había visto irse, pero acabó por rendirse y cruzó la plaza hacia la National Gallery.
Trafalgar Square estaba, si aquello era posible, más atestada incluso que la estación y la calle. Había muchísima gente sentada en la base del monumento a Nelson, a horcajadas en los leones, en los bordes de la fuente; un jeep lleno de marineros estadounidenses intentaba sin éxito avanzar por el centro de la plaza, a bocinazos. Cuando pasó a su lado, uno de los marineros se asomó y la cogió del brazo.
—¿Quieres que te llevemos, monada? —le preguntó, y la subió al jeep. Luego le gritó al conductor, imitando el acento británico—: A Buckingham Palace, buen hombre, y rápido. ¿Eso la complace, milady?
—No —repuso ella—. Necesito llegar a la National Gallery.
—¡A la National Gallery, Jeeves! —ordenó el marinero, aunque era evidente que el jeep no iría a ninguna parte porque estaba completamente rodeado.
Douglas se encaramó al capó, intentando ver a Paige.
—¡Eh, guapa! ¿Adónde vas? —le dijo el marinero, agarrándola por las piernas en cuanto ella se levantó.
Le apartó las manos a manotazos y miró hacia Charing Cross, donde no había rastro de Paige ni de Reardon. Se volvió, agarrándose al parabrisas cuando el jeep empezó a avanzar a duras penas, para mirar hacia la escalinata de la National Gallery.
—¡Baja, cariño! —le gritó el marinero que conducía el vehículo—. No veo por dónde voy.
El jeep avanzó menos de un metro y volvió a detenerse. Más gente se subió al capó. El marinero dio un bocinazo y la multitud se apartó lo suficiente para que el coche avanzara un poco más.
Alejándose de la National Gallery.
Tenía que apearse. Cuando el jeep volvió a parar, bloqueado por la conga, aprovechó para bajarse. Se abrió paso hacia la National Gallery, buscando en los escalones a Paige o a Reardon. Sonó un reloj y miró hacia atrás, hacia St. Martin-in-the-Fields. ¿Las diez y cuarto? ¿Ya? Si iba a regresar aquella noche, tenía que estar en el metro a las once o nunca llegaría a tiempo al portal, y era posible que tardara más solo en llegar a los escalones de la National Gallery. Tenía que volver de inmediato.
Sin embargo, detestaba marcharse sin despedirse de Paige. En realidad, no podía decirle adiós porque su tapadera era que le habían pedido que volviera a casa porque su madre había enfermado. Técnicamente, no podía irse sin permiso, aunque, terminada la guerra, la desmovilizarían al cabo de pocos días.
Su intención había sido volver aquella misma noche porque, como todos los del puesto estaban en Londres, le sería más fácil escabullirse. Pero, si se iba al día siguiente, aunque le fuera más difícil escapar, tendría ocasión de verlas a todas por última vez. Además, no quería que Paige la esperara, perdiera el último tren y se metiera en un lío. Aunque seguramente Paige supondría que no había conseguido llegar por culpa del gentío y se iría sin ella. Ahora que la guerra se había terminado, no tenía por qué achacar su ausencia a la explosión de un V-2.
Aunque se quedara no era seguro que encontrara a Paige en aquella locura. Los escalones de la National Gallery estaban atiborrados de gente. No sería capaz de distinguir a...
Pero sí, ahí estaba, asomada a la balaustrada de piedra, mirando ansiosamente la multitud. La saludó con la mano, un gesto completamente inútil entre los miles de personas que agitaban banderitas, así que se abrió paso a codazos hacia la escalinata desviándose hacia la izquierda en cuanto oyó el «dun, dun, dun» de la conga a su derecha.
En la escalinata no cabía una aguja. Empujó hacia un extremo de los escalones, con la esperanza de que hubiera allí menos aglomeración. Así era, ligeramente. Empezó a subir con dificultad, pasando entre y por encima de otra gente.
—Lo siento... Perdón... Disculpe.
De repente aulló una sirena aguda que les paró el corazón a todos. La plaza entera se quedó en silencio, escuchando. Luego, cuando se dieron cuenta de que era la señal de cese de alerta, la multitud estalló en vítores.
Justo delante de ella, un fornido obrero estaba sentado en un escalón con la cabeza entre las manos, sollozando como si le hubieran roto el corazón.
—¿Está usted bien? —le preguntó ansiosa, poniéndole una mano en el hombro.
El hombre alzó la vista para mirarla, con las rubicundas mejillas arrasadas de lágrimas.
—Fresco como una lechuga, querida —repuso—. Ha sido por el cese de alerta. —Se levantó, enjugándose la cara—. Ha sido la cosa más hermosa que he oído en toda mi vida. —La cogió del brazo para ayudarla a subir al siguiente escalón—. Ya está, querida. ¡Dejadla pasar, tíos! —gritó a los de más arriba.
—Gracias.
—¡Douglas! —le gritó Paige, y ella miró hacia arriba y la vio haciéndole gestos frenéticos.
Fueron la una hacia la otra.
—¿Dónde estabas? —le preguntó Paige—. ¡Me he dado la vuelta y te habías ido! ¿Has visto a Reardon?
—No.
—He pensado que a lo mejor podría verla o ver a las otras desde aquí arriba, pero no ha habido suerte.
En cuanto miró la multitud supo por qué. Se suponía que se habían congregado diez mil personas en Trafalgar Square el Día de la Victoria, pero parecía que aquella noche ya había allí esa cantidad, riendo y celebrando y lanzando al aire los sombreros. La conga, en la esquina más alejada de la plaza, avanzaba hacia la Portrait Gallery y una hilera de mujeres de mediana edad ejecutaba una danza irlandesa.
Intentó asimilarlo todo, memorizar hasta el mínimo detalle del asombroso acontecimiento histórico que estaba presenciando: una joven que chapoteaba en la fuente con tres oficiales del regimiento Royal Norfolk; una mujer corpulenta repartió amapolas a dos soldados con aspecto de duros que la besaron cada uno en una mejilla; un policía intentó hacer bajar a una chica del monumento de Nelson y ella se inclinó y le hinchó un matasuegras en las narices. Y el policía se echó a reír. No parecían personas que habían ganado una guerra sino presos liberados.
Porque habían estado prisioneros.
—¡Mira! —gritó Paige—. Ahí está Reardon.
—¿Dónde?
—Junto al león.
—Cuál.
—Ese de ahí. —Paige lo señaló—. Ese al que le falta un trozo de hocico.
Había docenas de personas alrededor del león y encima de él, sentadas en su lomo, en su cabeza y en sus garras, una de las cuales se había roto durante el Blitz. Un marinero, sentado a horcajadas, le ponía la gorra en la cabeza al animal.
—De pie, delante de él y a la izquierda —le indicó Paige—. ¿No la ves?
—No.
—Al lado de la farola.
—¿Esa a la que se encarama un niño?
—Sí. Ahora mira hacia la izquierda.
Lo hizo, repasando a la gente que había allí de pie: un marinero que saludaba agitando la gorra; don ancianas con abrigo negro y escarapela roja, blanca y azul en la solapa; una adolescente rubia con un vestido blanco; una pelirroja bonita con un abrigo verde...
«¡Dios del cielo! Es igualita que Merope Ward», pensó. Y aquel abrigo de un verde tan chillón era exactamente la clase de prenda que aquellos técnicos idiotas de Guardarropía le habrían dicho que los contemporáneos llevaban en las celebraciones del Día de la Victoria.
Además, la joven no reía ni lanzaba vítores. Miraba ansiosamente hacia los escalones de la National Gallery, como si intentara memorizar cada detalle. Definitivamente era Merope. Alzó un brazo para saludarla.
No habrá una próxima vez si perdemos esta guerra.
No habrá una próxima vez si perdemos esta guerra.
EDWARD R. MURROW,
17 de junio de 1940
Londres, 26 de octubre de 1940
Por un momento, después del toque de sirena, Polly se quedó con la caja de las medias en la mano y el corazón en la garganta. Luego Doreen dijo:
—¡Oh, no, una incursión no! Estaba segura de que hoy no habría ninguna en todo el día.
«No hubo ninguna —pensó Polly—. Tiene que haber algún error.»
—Y ahora que empezábamos por fin a tener algunos clientes —añadió disgustada Doreen, señalando hacia el ascensor que se abría.
«¡Oh! ¡Vaya momento para que lleguen por fin Mike y Eileen!» Polly corrió a interceptarlos, pero no se trataba de ellos. Salieron dos jóvenes elegantes.
—Me temo que se avecina una incursión aérea —dijo la señorita Snelgrove, acercándose también—, pero tenemos un refugio muy cómodo y especialmente reforzado. La señorita Sebastian las llevará hasta él.
—Por aquí —les indicó Polly, sacándolas por la puerta y llevándolas escaleras abajo.
—¡Oh, querida —dijo una de las jóvenes—, después de lo que pasó anoche en Padgett’s!
—Pues sí —repuso la otra—. ¿Te has enterado? Hubo cinco muertos.
«Gracias a Dios que Mike y Eileen no están aquí», pensó Polly.
Aunque cabía la posibilidad de que hubieran estado subiendo cuando había sonado la sirena y que los encontrara en el refugio al llegar. En tal caso no tendría modo de evitar el tema, ni manera de convencer a Mike de que aquello no confirmaba que se había producido una discrepancia.
—¿Estaban los que murieron en el refugio de Padgett’s? —preguntó la primera con inquietud. Tuvo que gritar para hacerse oír porque la sirena, a diferencia de en Padgett’s, donde la escalera apagaba el sonido, resonaba en aquel reducido espacio, de manera que la oían más fuerte que en la planta.
—¡Ni idea! —gritó la otra—. Nadie está a salvo hoy en día. —Y empezó a contar la historia de un taxi que había sido alcanzado el día anterior.
Ya casi habían llegado al sótano.
«Por favor, que Mike y Eileen no estén —pensó Polly, escuchando solo a medias a las dos jóvenes—. Por favor...»
—Si no hubiera confundido mi paquete con el suyo —decía la joven—, habríamos muerto las dos...
La sirena calló. Hubo un instante de silencio reverberante y luego sonó el aviso de que había pasado el peligro.
—Falsa alarma —dijo alegremente la otra. Subieron las escaleras—. Habrán confundido a uno de los nuestros con un bombardero alemán. —Lo que parecía probable, aunque no necesariamente convencería a Mike.
Polly tenía la esperanza de que él y Eileen no hubieran estado dentro del radio de alcance de la sirena. Pero el hecho de que aquellas mujeres estuvieran enteradas de lo de las cinco víctimas mortales significaba que había salido en los periódicos y, si tal era el caso, estaría en los tablones de anuncios y los vendedores de prensa estarían difundiendo la noticia a voces, así que sería imposible que Mike no se enterara.
Era impensable que una dependienta le preguntara a una clienta: «¿Cómo se enteró de lo de las víctimas?» Polly esperaba que las jóvenes volvieran a sacar el tema, pero de momento estaban concentradas en comparar unos guantes largos hasta el codo. Tardaron casi una hora en decidirse por unos y, cuando se fueron, Mike y Eileen seguían sin aparecer.
«Menos mal —pensó Polly—. Eso quiere decir que las posibilidades de que no hayan oído la sirena son muchas. —Sin embargo, eran más de las dos. ¿Dónde estaban?—. Mike ha oído a un repartidor de periódicos voceando “Cinco muertos en Padgett’s” y ha ido al depósito de cadáveres a ver los cuerpos», se dijo, angustiada.
Cuando Mike y Eileen llegaron al cabo de media hora, no obstante, nada dijeron acerca de víctimas ni de Padgett’s. Se habían entretenido en casa de Theodore.
—Theodore no quería que me fuera —le explicó Eileen—. Ha pillado tal rabieta que he tenido que prometerle que me quedaría y le leería un cuento.
—Y luego, cuando volvíamos, hemos ido a la agencia de viajes que había visto Eileen para intentar conseguir un mapa —dijo Mike—, y resulta que fue alcanzada anoche.
—El propietario estaba allí —dijo Eileen—, y ha dicho que había otra agencia en Charing Cross, pero...
La señorita Snelgrove los estaba mirando con reprobación desde el mostrador de Doreen.
—Ya me lo contaréis cuando vuelva a casa —dijo Polly. Les entregó los abrigos, la llave y la dirección de la señora Leary—. Es posible que llegue tarde —añadió.
—¿Debemos ir a la estación de metro si empiezan las incursiones antes de que vuelvas? —le preguntó Eileen nerviosa.
—No. La casa de la señora Rickett es completamente segura —susurró Polly—. Ahora, idos. No quiero perder el trabajo. Es lo único que tenemos.
Los observó marcharse, esperando que estuvieran demasiado ocupados instalándose para hablar de Padgett’s o de las incursiones diurnas con nadie. Tenía intención de ir al hospital al día siguiente para intentar enterarse de si había habido realmente cinco víctimas mortales, pero si lo había publicado la prensa, no podía esperar. Tenía que ir aquella misma noche y la pobre Eileen tendría que afrontar sola su primera cena en casa de la señora Rickett.
Bien podría haberse ido directamente a casa, porque no pudo entrar a ver a Marjorie ni sacarle nada a la severa enfermera de recepción. Cuando llegó a la pensión, se encontró a Eileen sentada en el salón con su maleta, aunque oía a los demás en el comedor.
—¿Por qué no estás ahí dentro cenando? —le preguntó.
—La señora Rickett me ha dicho que tengo que darle mi tarjeta de racionamiento y, cuando le he contado lo de Padgett’s, ha dicho que no podré comer hasta que consiga una nueva. Como Mike no estaba aquí...
—¿Dónde está? ¿En casa de la señora Leary?
—No. Ha llegado a un acuerdo con ella y luego se ha marchado a echar un vistazo en la agencia de viajes de Regent Street y a recoger sus cosas de su antiguo alojamiento, pero ha dicho que llegaría tarde y que no lo esperáramos, que vayamos a Notting Hill Gate y ya nos encontraremos allí con él. ¿Dónde empezarán los bombardeos esta noche? —le preguntó, nerviosa.
—Ssssh —le susurró Polly—. No podemos hablar de eso aquí. Vamos a la habitación.
—No puedo. La señora Rickett me ha dicho que no podía admitirme hasta que le haya pagado.
—¿Cómo que pagado? ¿No le has dicho que te mudabas aquí para estar conmigo?
—Sí —repuso Eileen—, pero me ha dicho que no hasta que le pague diez con seis.
—Voy a hablar con ella —dijo Polly muy seria, cogiendo la maleta de Eileen. La acompañó a su habitación, donde la dejó antes de volver a bajar a la cocina para enfrentarse a la señora Rickett.
—Cuando me mudé aquí, me dijo usted que tenía que pagar el importe completo por una habitación doble, así que no puede cobrarme un extra por...
—Si no quiere la habitación, hay muchos que la quieren —la cortó la señora Rickett—. Hoy han venido tres enfermeras del Ejército buscando una habitación para alquilar.
«Y supongo que tiene intención de cobrarles por partida triple la tarifa de una habitación doble», estuvo a punto de echarle en cara Polly, pero no podía arriesgarse a que las echara. Eileen ya le había dado la dirección a la madre de Theodore y la señora Rickett no era de las que le dirían al equipo de recuperación, en caso de que apareciera, dónde se habían ido. Polly pagó diez con seis y volvió al piso de arriba.
La señorita Laburnum salía en aquel momento de su habitación con una bolsa llena de cáscaras de coco y una botella de vidrio vacía.
—Para el mensaje en una botella de Ernest —le explicó—. Sir Godfrey dijo que le trajera una botella de whisky, pero estando allí las tres pequeñas de la señora Brightford, me ha parecido que sería más adecuado llevar una de naranjada...
Polly la interrumpió.
—¿Puede decirle a sir Godfrey que es posible que no vaya al ensayo de esta noche? Tengo que ayudar a mi prima a instalarse.
—¡Oh, claro, pobrecita! ¿Sabe algo de los cinco fallecidos?
¡Oh, no! La señorita Laburnum estaba al corriente de las muertes. Tendría que mantener a Mike y Eileen alejados de la compañía de teatro también.
—¿Eran dependientas? —le preguntó la señorita Laburnum.
—No, pero el incidente la dejó muy trastornada, así que será mejor que no le cuente nada de eso.
—¡No, claro que no! —le aseguró—. No queremos disgustarla.
Polly estaba segura de que lo decía en serio, pero a ella o cualquier otra persona de la pensión tarde o temprano se le escaparía. Tenía necesariamente que encontrar el modo de entrar a ver a Marjorie al día siguiente.
—Es espantoso —decía la señorita Laburnum—. ¡Tantos muertos! ¿Quién sabe cómo acabará todo esto?
—Sí —repuso Polly, y agradeció que sonaran las sirenas—. Le agradeceré que le diga a sir Godfrey por qué no puedo ir.
—¡No estará pensando en quedarse aquí durante el bombardeo! ¿Puede hacerlo, señorita Hibbard? —le preguntó a su compañera de hospedaje cuando esta salió corriendo de la habitación con un paraguas negro y la labor de punto.
—¡Oh, no! Es demasiado peligroso. El señor Dorming dice que la señorita Sebastian y su prima tienen que acompañarnos.
Al cabo de un momento, Eileen abrió la puerta para ver lo que pasaba.
—Nos iremos al refugio en cuanto le haya enseñado dónde está todo —prometió Polly para librarse de ellas, y las acompañó hasta la planta baja.
—No tarde —le dijo en la puerta la señorita Laburnum—. Sir Godfrey dijo que quería ensayar la escena entre Crichton y lady Mary.
—Es posible que no pueda ensayar con ustedes estando mi prima...
—Tráigala —le dijo la señorita Laburnum.
Polly negó con la cabeza.
—Necesita descanso y tranquilidad. —«Y estar lejos de los que saben que hubo cinco muertos»—. Dígale a sir Godfrey que mañana por la noche iré. Lo prometo —dijo, y subió corriendo las escaleras.
Esperó hasta asegurarse de que la señora Rickett se iba con ellos y luego bajó apresuradamente a la cocina. Puso la pava al fuego y pan, margarina, queso y cubiertos en una bandeja; preparó té y se lo llevó todo a Eileen.
—La señora Rickett ha dicho que no podemos comer en la habitación.
—En tal caso, mejor que te hubiera dado de cenar de entrada. —Polly dejó la bandeja en la cama—. Aunque en realidad ha sido una bendición que no te haya servido la cena. Esto está mucho más bueno.
—Pero la sirena... —Eileen estaba muy nerviosa—. No tendríamos que...
—No empezarán a caer bombas hasta las ocho y cuarenta y seis. —Polly untó una rebanada de pan con margarina y se la tendió—. Además, ya te he dicho que aquí no corremos peligro. El señor Dunworthy en persona aprobó esta dirección. —Le sirvió una taza de té—. Hoy me he enterado de algunos nombres más de aeródromos —le dijo, y se los leyó, pero Eileen fue negando con la cabeza y descartándolos todos.
—¿No podría haber sido Hendon? —le preguntó Polly.
—No, lo siento mucho. Sé que lo reconocería si lo viera. ¡Si tuviera un mapa!
—¿Fuisteis a la agencia de Charing Cross?
—Sí, pero el propietario quiso saber para qué queríamos un mapa y nos hizo un montón de preguntas. Incluso le preguntó a Mike de dónde era su acento. Creí que iba a hacernos arrestar. Mike ha dicho que el hombre sospechaba que éramos espías alemanes.
—Puede ser —dijo Polly—. Tendría que habérseme ocurrido. Hay carteles de todo tipo en los que se advierte a la gente que esté atenta a cualquiera que se comporte de un modo sospechoso, sacando fotos de fábricas o preguntando por nuestras defensas... y tratar de comprar un mapa entraría en esta categoría, evidentemente.
—Pero entonces, ¿cómo vamos a conseguir uno?
—No lo sé. Veré si tienen un atlas o algo parecido en la sección de librería de Townsend Brothers.
—¿Tendrán una guía de ferrocarriles? —le preguntó Eileen.
—Sí, busqué en ella los trenes a Backbury —dijo Polly. ¿Por qué no se le habría ocurrido servirse de una guía de ferrocarriles, en la que constaban las estaciones por orden alfabético? Podrían encontrar el aeródromo de Gerald en la «D» o en la «T» o en la «P».
—¿Usaste una para traer a los niños a Londres?
—No, usan una en una novela de Agatha Christie para resolver un misterio —dijo Eileen—. Podemos usarla nosotros para resolver el nuestro.
«Ojalá fuera tan sencillo», pensó Polly.
Eileen miró al techo.
—¿Eso que se oye son los bombarderos?
—No. Es la lluvia. Por suerte —dijo Polly alegremente—, tenemos paraguas.
Bajó el servicio de té a la cocina, preparó un bocadillo para llevárselo a Mike y partió hacia Notting Hill Gate con Eileen. Anochecía deprisa y el frío hizo que Polly se alegrara de que la señorita Laburnum le hubiera conseguido a Eileen el abrigo y que deseara que le hubiera traído otro paraguas. Era imposible resguardarse bajo el de Eileen y al mismo tiempo llevarla por las calles húmedas y oscuras. Por dos veces metió un pie en un charco profundo.
—Detesto esto —dijo Eileen—. Me da igual si parezco Theodore. ¡Quiero irme a casa!
—¿Le diste a la madre de Theodore tu nueva dirección para que tu equipo de recuperación pueda encontrarte?
—Sí, y a la señora Owen, su vecina. Y en el tren de Stepney le escribí al pastor. Quisiera saber qué opinas de esto: ¿crees que debería darles a Alf y a Binnie mi dirección actual?
—¿Son esos niños de los que me hablabas? ¿Esos que incendiaron el almiar?
—Sí. Si les digo dónde estoy, seguramente lo considerarán una invitación, y son...
—Terribles —concluyó Polly.
—Sí, y el único modo de que el equipo de recuperación sepa dónde están es que el pastor se lo diga, y a él ya le he dicho dónde estoy yo, así que el equipo de recuperación no necesitaría...
—Entonces no veo motivo alguno para que te pongas en contacto con ellos —dijo Polly, bajando con ella la escalera del metro, confiando en no toparse con nadie de la compañía teatral—. ¿Dónde dijo Mike que nos encontraríamos? ¿Al pie de la escalera mecánica?
—No. En la escalera de incendios. Aquí hay una igual que la de Oxford Circus.
«Bien —pensó Polly, siguiendo a Eileen por el túnel—. Estaremos lejos de los de la troupe y, si Mike nos está esperando allí, no tengo por qué preocuparme de si ha oído a la gente hablar de lo de Padgett’s.»
Mike no estaba, sin embargo. Eileen y Polly subieron tres pisos y luego bajaron otros tantos llamándolo, pero no obtuvieron respuesta.
—¿No deberíamos ir a Oxford Circus? —preguntó Eileen—. Es lo que dijo que hiciéramos si nos separábamos.
—No, enseguida llegará. —Polly se sentó en los escalones.
—Los bombardeos fueron en Regent esta noche, ¿verdad? —preguntó ansiosa Eileen.
—No. En la City y...
—¿En la ciudad? —dijo Eileen, mirando nerviosa el techo—. ¿En qué zona de la ciudad?
—No me refiero a Londres en general, sino en la City con mayúscula. Se trata del barrio de la catedral de San Pablo. —«Y de Fleet Street», agregó mentalmente Polly. No está cerca de aquí y los bombardeos posteriores fueron en Whitechapel.
—¿En Whitechapel?
—Sí. ¿Por qué? Mike no habrá ido allí, ¿verdad?
—No, pero allí es donde viven Alf y Binnie Hodbin.
«¡Dios bendito!» En Whitechapel había sido incluso peor que en Stepney. El barrio había quedado prácticamente arrasado.
—¿Lo bombardearon mucho? —preguntó angustiada Eileen—. ¡Oh, madre mía! Quizá no debería haber roto esa carta.
—¿Qué carta?
—Una en la que el pastor disponía que Alf y Binnie fueran mandados a Canadá. Tuve miedo de que acabaran a bordo del Ciudad de Benarés, así que no se la entregué a la señora Hodbin.
«Menos mal que Mike se retrasa y no está aquí para oír esto», pensó Polly. Si iba a pasar un mal trago para persuadirlo de que las cinco víctimas de Padgett’s no eran una discrepancia, no digamos para convencerlo de que Eileen no había salvado la vida a los Hodbin al no entregar la carta. Había montones de barcos que zarpaban hacia América que podrían haber tomado, o el Comité de Evacuación podría haber optado por mandarlos a Australia o a Escocia. Incluso en el caso de que los hubieran asignado al Ciudad de Benarés, podrían no haberlo tomado. Quizá su tren habría llegado con retraso o, si eran tan terribles como decía Eileen, podrían haberlos echado del barco por pintar rayas de apagón en las sillas de cubierta o por quemarlas.
Sin embargo, dudaba que Mike se dejara convencer por sus argumentos, sobre todo si se había enterado de lo de Padgett’s. Había entrado en barrena, seguro de que habían perdido la guerra y, por mucho que le hablara del Día de la Victoria, no lo convencería de lo contrario. Pero si se lo contaba se enterarían los dos de lo de su fecha límite y todo lo demás, y tendrían todavía más cosas de las que preocuparse, y ahora, con aquella discrepancia...
«Tengo que enterarme de lo de esas bajas antes de que él lo haga», pensó Polly.
—No le hables del tema de Alf y Binnie a Mike —le dijo a Eileen—. No tiene que enterarse de lo de la carta. Y no hace falta que le digamos que no les has escrito dándoles tu dirección.
—Pero tal vez debería hacerlo y decirles que Whitechapel no es un lugar seguro.
«Diría que ya lo saben.»
—Creía que no querías que supieran de tu paradero.
—Pero soy la única responsable de que sigan allí en lugar de estar en Canadá. Y Binnie todavía no está completamente recuperada del sarampión. Estuvo a punto de morir y...
—Eso no me lo habías dicho.
—Sí. Tuvo una fiebre altísima y yo no sabía lo que hacer. Le di aspirina...
Y, gracias a Dios, Mike tampoco había oído aquello.
—Si Alf y Binnie están en peligro es por mi culpa —prosiguió Eileen—. Yo...
—Ssssh —la interrumpió Polly—. Viene alguien.
Escucharon. Muy por debajo de ellas se cerró una puerta y oyeron unos pasos subiendo los escalones de hierro.
—¿Eileen? ¿Polly? ¿Estáis ahí arriba?
—Es Mike —dijo Eileen, y bajó corriendo a su encuentro—. ¿Dónde has estado?
—He ido al depósito —dijo Mike.
«¡Oh, no! Demasiado tarde —pensó Polly—. Ya se ha enterado de lo de las cinco víctimas mortales.» Sin embargo, cuando Mike subió las escaleras, dijo alegremente:
—Me he enterado de un montón de nombres de aeródromos y tengo un trabajo, así que no tendremos que vivir únicamente del salario de Polly.
—¿Un trabajo? —le preguntó Eileen—. Si estás trabajando, ¿cómo podrás buscar a Gerald?
—Me han contratado como periodista a tiempo parcial para el Daily Express, así que podré salir en busca de noticias, también a los aeródromos, y me pagarán por ello. No he tenido suerte y no he encontrado ningún mapa, así que he ido al depósito del Express para buscar en ediciones anteriores referencias a los aeródromos...
«Al depósito del periódico —se dijo Polly—, a la hemeroteca, no a la morgue.»
—Y cuando les he dicho que era periodista y que había estado en Dunkerque me han contratado inmediatamente. Lo mejor de todo es que me han dado un pase de prensa con el que tendré acceso a los aeródromos. Así que ahora no necesitamos más que enterarnos de cuál es. —Se sacó una lista del bolsillo—. ¿Qué tal Digby? ¿Tal vez Dunkeswell?
—No. Era un nombre compuesto... creo —dijo Eileen.
—¿Great Dunmow?
—No. Lo he estado pensando. Puede que empezara por «B» en lugar de por «D».
«Lo que significa que no tiene ni idea de por qué letra empezaba», se dijo Polly.
—Boxter —le sugirió.
—No —negó Eileen.
—Por «B» —murmuró Mike, repasando la lista—. ¿Bentley Priory?
Eileen frunció el ceño.
—Algo así, pero...
—¿Bury St. Edmunds?
—No, aunque podría... ¡Oh, no lo sé! —Sacudió las manos, frustrada—. Lo siento.
—Tranquila, daremos con él —dijo Mike, arrugando la lista—. Hay muchos más aeródromos.
—¿No recuerdas algo más que Gerald dijera acerca de dónde iba? —le preguntó Polly.
—No. —Arrugó la frente, concentrada—. Me preguntó cuánto tiempo me quedaría en Backbury y le dije que hasta principios de mayo, y él dijo que era una lástima, que si me hubiera quedado más habría venido algún fin de semana para «alegrarme la existencia».
—¿Te dijo cómo iría?
—¿Cómo? ¿Te refieres a si en coche o en tren? No. Pero comentó: «¿Pasa el tren por un lugar tan apartado como Backbury?»
—Y el día que yo lo vi —agregó Mike— dijo que una de las cosas que tenía que hacer era consultar el horario de trenes.
—Bien —dijo Polly—. Eso significa que es un aeródromo cercano a una estación de tren. Mike, ¿dijiste que fue a Oxford?
—Sí, pero solo para los preparativos, no por su misión. Podría haber estado consultando el horario de un tren para cualquier sitio...
Polly cabeceó.
—Los viajes en época de guerra son impredecibles. El señor Dunworthy le habrá insistido en que su portal estuviera cerca de donde necesitaba ir. Los trenes militares provocan numerosos retrasos.
—Tiene razón. Algunos días el tren de Backbury no llegaba a pasar.
—Entonces buscaremos un aeródromo cercano a Oxford —dijo Mike.
—O a Backbury —sugirió Polly.
—O a Backbury. Y que esté cerca de una estación de tren, de nombre compuesto y que empiece por «D», «P» o «B». Eso acota las posibilidades considerablemente. Ahora, si encontramos un mapa...
—En ello estamos —dijo Polly—. Y estoy anotando todas las incursiones aéreas. —Dio a cada uno una copia de la lista de la semana siguiente.
—¿Habrá un bombardeo cada noche de la semana? —preguntó Eileen.
—Me temo que sí. Se espaciaron un poco en noviembre, cuando la Luftwaffe empezó a bombardear otras ciudades y luego, cuando llegó el invierno, arreciaron de nuevo.
—¿Después prosiguieron? —preguntó Eileen, desalentada—. ¿Cuánto duró el Blitz?
—Durará hasta mayo.
—¿Mayo? Pero las incursiones disminuyeron, ¿no?
—Me temo que no. El peor bombardeo de todo el Blitz fue durante los días nueve y diez de mayo.
—¿Ese fue el peor? —le preguntó Mike—. ¿A mediados de mayo?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada. Da igual. Nos habremos ido antes. —Sonrió animoso a Eileen—. Lo único que tenemos que hacer es enterarnos del paradero de Gerald. ¿Recuerdas algo más que te dijera que pueda servirnos de pista? ¿Dónde estabais cuando mantuvisteis esa conversación?
—Estábamos los dos en el laboratorio, y luego en Oriel cuando fui a conseguir mi autorización para conducir. ¡Oh! Recuerdo una cosa que dijo sobre eso. Se puso a llover mientras me contaba lo importante y peligrosa que era su misión. Entonces miró hacia el cielo y puso la mano como hace uno para comprobar si realmente llueve. Luego señaló mi autorización, ya sabes, el formulario que hay que cumplimentar para las clases de conducción. Tú tenías uno igual, Polly.
Polly asintió.
—¿Un impreso, rojo y azul?
—Sí, uno de esos. Lo señaló y dijo: «Será mejor que guardes eso o nunca aprenderás a conducir. Desde luego, donde yo voy no», y se echó a reír como si hubiera hecho un comentario muy agudo. Siempre hace eso: se cree muy gracioso, aunque sus bromas no tienen la más mínima gracia, y esa no la entendí en absoluto. ¿Vosotros la entendéis?
—No —reconoció Polly, y no se le ocurría qué podía tener que ver el formulario con un aeródromo—. ¿Recuerdas algo más que dijera?
—O cualquier cosa acerca del rato que estuvisteis hablando —dijo Mike—. ¿Qué más pasaba?
—Linna estaba hablando por teléfono con alguien, pero no tenía nada que ver con la misión de Gerald.
—Sin embargo, puede que te traiga a la memoria el nombre del aeródromo. Intenta recordar cualquier detalle, por irrelevante que sea.
—Como la pelota del perro —dijo Eileen con entusiasmo.
—¿Gerald tenía una? —preguntó Mike.
—No... Sale una pelota de perro en una novela de Agatha Christie.
«Bueno, desde luego eso sí que es irrelevante», pensó Polly.
—En El testigo mudo —dijo Eileen—. Al principio parece no tener ninguna relación con el asesinato, pero al final resulta ser la clave de todo el misterio.
—Exactamente —convino Mike—. Escríbelo todo, a ver si algo te viene a la memoria. Entretanto, quiero que el lunes hagas una ronda por los almacenes y que cumplimentes solicitudes de empleo en todos ellos.
—Puedo preguntarle a la señorita Snelgrove si necesitan a alguien en Townsend Brothers.
—No se trata de que consiga trabajo —le explicó Mike—, sino de que tengan constancia de su nombre y su dirección cuando el equipo de recuperación venga a buscarnos.
«Lo que significa que las razones que le he dado esta mañana en Padgett’s lo han convencido de que, después de todo, no ha alterado la historia», pensó Polly. Pero cuando se hubieron acurrucado debajo de los abrigos en el rellano para dormir, la despertó y ambos pasaron de puntillas por encima de la dormida Eileen para ir al rellano de abajo.
—¿Te has enterado de algo más sobre Padgett’s? —le susurró.
—No —mintió Polly—. ¿Y tú?
Él negó con la cabeza.
«Gracias a Dios —pensó Polly—. Cuando suene el aviso de cese de alerta, me lo llevaré directamente al portal. Así no podrá hablar con nadie. Puede quedarse sentado allí hasta que yo vuelva del hospital. Si logro sacarlo de aquí sin que la señorita Laburnum nos aborde y suelte algo acerca de lo espantoso que es que hubiera cinco muertos...»
—Dijiste que hubo tres víctimas, ¿verdad? —le preguntó Mike.
—Sí, pero la información de mi implante puede ser errónea. Y...
—Y el supervisor, ¿cómo se llamaba? ¿Feathers?
—Fetters.
—Dijo que no faltaba ningún trabajador de Padgett’s.
—Sí, pero...
—He estado pensando... ¿Y si eran los de nuestro equipo de recuperación?
¡Con el metal se fabrican armas! No tire el tubo del lápiz de labios.
¡Con el metal se fabrican armas! No tire el tubo del lápiz de labios.
Compre recambios.
Anuncio de una revista, 1944
Bethnal Green, junio de 1944
Mary se arrojó a la cuneta con Talbot, cubriéndola a medias con su cuerpo, escuchando el repentino silencio que había sustituido el tableteo del motor.
—¿Qué demonios haces, Kent? —le preguntó Talbot, intentando salir de debajo de ella.
Mary la empujó otra vez hacia el suelo.
—¡Agacha la cabeza!
Faltaban doce segundos para que el V-1 estallara. Once... diez... nueve... «Por favor, por favor, por favor, que estemos lo bastante lejos...», rogó Mary. Siete... seis...
—¡Déjame...! —se quejó Talbot, retorciéndose—. ¿Te has vuelto loca?
Mary la empujó de nuevo.
—¡Tápate los ojos! —le ordenó, y apretó los párpados esperando la luz cegadora que acompañaría la explosión.
«Debería taparme los oídos», pensó, pero necesitaba ambas manos para inmovilizar a Talbot, que, por increíble que pareciera, seguía intentando levantarse.
—¡No te levantes! ¡Es una bomba voladora! —Mary le puso la mano en la nuca, inmovilizándola.
Dos... uno... cero...
Su cerebro, cargado de adrenalina, seguramente había contado demasiado rápido. Esperó, sin soltar a Talbot, el fogonazo y la deflagración. La otra se revolvía más que nunca.
—¿Una bomba voladora? —dijo, liberándose por fin, de gatas en la calle—. ¿Qué bomba voladora?
—La que he oído. No... —Mary intentó en vano que volviera a tumbarse—. Estallará en cualquier momento.
El petardeo recomenzó.
«No puede ser —pensó, incrédula—. Los V-1 no volvían a ponerse en marcha...»
—¿Eso es lo que has oído? —le preguntó Talbot—. No es ninguna bomba, boba. Es una moto. —Y, mientras lo decía, un soldado de infantería estadounidense dobló la esquina en una De Havilland destartalada, aceleró acercándose y se detuvo.
—¿Qué ha pasado? —les preguntó, apeándose de la moto—. ¿Están bien?
—No —dijo Talbot, disgustada. Se sentó y empezó a desempolvarse el uniforme.
—Está sangrando —dijo el motorista.
Mary miró horrorizada a Talbot. Tenía sangre en la blusa, en la boca y la barbilla.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, y tanto ella como el estadounidense intentaron sacar un pañuelo.
—¿Qué estáis diciendo? No sangro.
—La boca —dijo el motorista, y Talbot se la tocó con cautela y luego se miró los dedos.
—Esto no es sangre. Es lápiz de labios... ¡Oh, madre mía, mi pintalabios! —Se puso a buscar frenética a su alrededor—. Acabo de comprármelo. Es Caricia Carmesí. —Fue a levantarse—. Se me ha caído cuando Kent me ha... ¡Ay! —Se derrumbó en la acera.
—¡Está herida! —dijo el motorista, yendo precipitadamente hacia ella.
—¡Oh, Talbot! ¡Cuánto lo siento! —dijo Mary—. Me ha parecido un V-1. Los periódicos dicen que suena como una moto. ¿Es la rodilla?
—Sí, pero no es nada —aseguró Talbot, pasándole el brazo por el cuello al motorista—. Me la he torcido cuando me has tirado al suelo. Enseguida estaré bien. ¡Ay, ay!
—No, no está bien —dijo el hombre. Se volvió hacia Mary—. No creo que pueda andar, ni tampoco ir en moto. ¿Tienen coche?
—No. Hemos venido desde Dulwich en autobús.
—Estoy bien —insistió Talbot—. Kent me echará una mano.
Sin embargo, ni siquiera sostenida por ambos pudo apoyar el peso del cuerpo en la rodilla.
—Se la ha dislocado —dijo el motorista, ayudándola a sentarse en el bordillo—. Van a tener que llamar una ambulancia.
—¡Menuda tontería! —protestó Talbot—. ¡Nosotras somos de un puesto de ambulancias!
Pero él hombre ya se había subido a la moto para ir hasta un teléfono. Mary le dio el número del puesto de Bethnal Green.
—No, el de Bethnal Green no —protestó Talbot—. Si en las otras unidades se enteran, seremos el hazmerreír. Dile que llame a Dulwich, Kent.
Eso hizo Mary, pero la ambulancia que llegó al cabo de unos minutos era de Brixton.
—Las dos vuestras están en incidentes —dijo el conductor—. Hoy Hitler las hace llover sin tregua.
«No encima de nosotras», pensó Mary con pesar.
El equipo de Brixton se enteró de que había confundido una moto con un V-1, así que, cuando volvió con Talbot a Dulwich, les tomaron bien el pelo.
—Según los periódicos suenan igual que una moto —dijo a la defensiva Mary.
—Sí, bueno, dicen también que suenan como una lavadora —dijo Maitland—. Será mejor que tengamos cuidado cuando hagamos la colada, chicas.
Parrish asintió.
—No quiero correr el riesgo de que me derriben al suelo mientras tiendo las bragas.
—Era una vieja De Havilland —dijo Talbot para defenderla—. Tosía y se caló como una bomba voladora.
Sin embargo, aquello solo empeoró las cosas. Las chicas empezaron a llamarla De Havilland y Triumph y cualquier otra marca de moto y, siempre que se oía un portazo o una pava silbaba, alguien gritaba: «¡Oh, no, es una bomba voladora!», e intentaba placarla por la espalda. Eran bromas sin mala intención y Talbot no parecía guardarles rencor. Aunque la habían relevado del servicio activo, le habían asignado tareas de oficina y andaba renqueando con muletas, parecía mucho más preocupada por la barra de labios que había perdido y por haberse quedado sin ir al baile por culpa de la rodilla.
A la mañana siguiente, en el trayecto de vuelta de un incidente, Mary y Fairchild fueron a ver si podían encontrar el pintalabios, pero una de dos: se había colado por la alcantarilla o alguien lo había visto tirado en la calle y se lo había llevado. Lo que encontraron fue la gorra de Talbot, irremediablemente pisoteada. Camino a casa, pasaron por el puente del tren por el cual Mary había ido al baile... o más bien por lo que quedaba de él.
—Recibió el impacto de una de las primeras bombas voladoras que cayeron —comentó Fairchild como si tal cosa.
«Si lo hubieras mencionado antes —pensó Mary—, yo habría sabido que los datos de mi implante eran correctos y no habría herido a Talbot.»
Para compensarla, Mary le ofreció a Talbot su lápiz labial, pero esta lo rechazó:
—No. Es demasiado rosa. —Y se dedicó a fabricar un sucedáneo con parafina caliente y tintura de yodo del botiquín, que le quedó demasiado naranja, así que durante unos días todo el puesto se dedicó al ciento por ciento (entre incidentes, naturalmente, algunos de ellos terribles) a encontrar algo equivalente a la Caricia Carmesí. Las pasas de Corinto eran demasiado oscuras, el zumo de remolacha demasiado morado y, en cuanto a las fresas, brillaban por su ausencia.
Mientras ayudaba a transportar el cadáver de una mujer con un barandal roto clavado en el pecho, Mary se dio cuenta de que su sangre era exactamente del tono que buscaban. Luego, horrorizada y avergonzada de sí misma, se pasó el resto del incidente preocupada por si alguna de las otras también se había fijado en el color. Supuso casi un alivio para ella que se pasaran todo el camino de vuelta discutiendo sobre a quién le tocaría llevar el Peligro Amarillo. Eso en caso de que alguna volviera a salir. Estando herida Talbot, iban cortas de personal, hacían dobles turnos y Hitler mandaba cada día más V-1.
Según decían los periódicos, se había emplazado una línea de baterías antiaéreas en la costa de Dover y habían trasladado los globos de barrera hasta allí desde Londres; pero, evidentemente, ninguna de esas medidas resultaba efectiva.
—Lo que yo quiero saber es dónde están nuestros muchachos —dijo Camberley, exasperada tras el cuarto incidente en veinticuatro horas.
«Al menos yo sé dónde están los V-1», pensó Mary.
Los cohetes llegaban exactamente al lugar y en el momento previstos: a la Guards Chapel el dieciocho de junio; en el palacio de Buckingham a punto estuvo de caer uno el veinte y, tanto Fleet Street como el teatro Aldwych como Sloane Court fueron bombardeados cuando se suponía que debían serlo.
Como tenían entre manos más de lo que eran capaces de asumir solo en su propio distrito, ya no transportaban pacientes por Bomb Alley, así que Mary podía relajarse y concentrarse en observar a las FANY.
Al cabo de una semana, la mayor Denewell entró en el despacho donde Mary atendía el teléfono.
—¿Dónde está Maitland? —preguntó.
—En un incidente, señora. Un V-1 en Burbage Road.
La mayor pareció molesta.
—¿Y Fairchild?
—Hoy libra. Se ha ido con Reed a Londres.
—¿Cuánto hace que se han marchado?
—Más de una hora.
Pareció todavía más molesta.
—Entonces tendrá que ir usted. Hemos recibido una llamada de la RAF pidiendo una conductora para uno de sus oficiales y Talbot no puede conducir con esa rodilla. Tendrá que suplirla. —Le tendió a Mary un papel doblado—. Aquí tiene el nombre del oficial, el punto de recogida y la ruta.
—Sí, señora. —«Espero que el aeródromo donde tengo que recogerlo no sea Biggin Hill ni ninguno de los otros de Bomb Alley», pensó, desdoblándolo.
Uf, menos mal: el punto de recogida era Hendon, aunque no se especificaba el de destino.
—¿Dónde tengo que llevar al oficial de vuelo Lang, señora?
—Él se lo dirá —repuso la mayor, que evidentemente habría deseado que Talbot estuviera en condiciones de hacer aquello—. Llévelo donde desee ir y luego espérelo y, a menos que reciba otras órdenes, acompáñelo de vuelta. Tiene que estar allí a las once y media. —Lo que significaba que debía marcharse de inmediato—. Coja el Daimler —prosiguió la mayor—. Y póngase el uniforme de gala.
—Sí, señora.
—Puesto que va a pasar cerca de allí, haga una parada en Edgware y pregunte al oficial de intendencia si tienen parihuelas para prestarnos.
—Sí, señora —convino, y fue a cambiarse... y a echar un vistazo al mapa. Hendon estaba bastante al noreste de Londres, completamente fuera del alcance de la media docena de cohetes que caerían aquella mañana.
El plan de la Inteligencia británica para convencer a los alemanes de que acortaran el radio de alcance de los cohetes estaba sin duda funcionando. Estudió la ruta que la mayor le había señalado, a lo largo de la cual caerían dos de los seis V-1. Por tanto, tendría que ir primero hacia el oeste, hacia Wandsworth, y luego hacia el norte. El consumo de combustible sería mayor, pero diría que la carretera que le había sugerido la mayor había quedado bloqueada por un convoy o algo parecido. Trazó la ruta y partió hacia Hendon, con la esperanza de llegar lo bastante pronto para proseguir hasta Edgware y recoger primero las parihuelas; sin embargo, había mucho trasiego de vehículos militares y no llegó al aeródromo hasta pasadas las doce, así que el oficial ya la estaba esperando en la entrada, mirando el reloj con impaciencia.
«Espero que no esté enfadado», pensó.
Cuando frenó, sin embargo, el oficial le sonrió, acercándose a la ambulancia. Era aproximadamente de su misma edad, de una belleza aniñada, moreno, y torcía la boca al sonreír. Abrió la puerta y se asomó al interior del vehículo.
—¿Dónde estaba mi guapa...? —Calló de golpe—. Perdón, la había confundido con una conocida.
—Eso parece —repuso ella.
—No es que no sea usted guapa. Lo es —dijo él, con aquella sonrisa torcida—. De hecho, es tremendamente guapa.
—Vengo del puesto de ambulancias cuarenta y siete para recoger al oficial de vuelo Lang —dijo ella secamente.
—Yo soy el oficial Lang. —Se sentó en el asiento delantero—. ¿Dónde está la teniente Talbot?
—Está de baja por enfermedad, señor.
—¿De baja por enfermedad? No la habrá herido uno de esos condenados cohetes bomba, ¿verdad?
—No, señor. —«Una historiadora»—. No exactamente.
—¿No exactamente? ¿Qué pasó? No estará grave, ¿verdad?
—No. Solo se dislocó una rodilla. La empujé a una cuneta.
—Porque quería ser usted mi conductora... Me siento halagado.
—No. Porque creía haber oído acercarse un V-1, que resultó no ser más que una moto.
—Y por eso ella no puede conducir y la han mandando a usted —dijo él, sonriendo—. No ha sido casualidad que la hayan mandando, ¿sabe? Ha sido cosa del destino.
«Lo dudo —pensó ella—. ¿Por qué me da a mí que les dices lo mismo a todas las FANY que te llevan en coche?»
—¿Dónde debo llevarlo, señor?
—A Londres. A Whitehall.
Aquello era mejor que tener que ir a cualquier punto de Bomb Alley, pero no lo ideal. Estarían a salvo una vez llegados a su destino, porque ese día no había caído ningún V-1 en Whitehall; sin embargo, habían caído más de una docena entre Hendon, donde se encontraban en aquel momento, y Londres.
—A Whitehall. Sí, señor —dijo, y desplegó el mapa para buscar la ruta más segura.
—No le hará falta eso —le dijo él, quitándoselo de las manos y plegándolo de nuevo—. Yo le indicaré el camino.
No le quedó más remedio que poner en marcha el motor.
—Es más rápido si va por la carretera principal hacia el norte. Siga hasta el primer cruce y doble a la derecha.
—Sí, señor. —Fue por donde le había indicado, intentando encontrar una excusa para recuperar el mapa y ver por qué pueblos pasaba la carretera principal.
—Ha sido cosa del destino, sin duda —iba diciendo el oficial de vuelo Lang—. Está claro que estábamos destinados a conocernos, teniente... ¿Cómo se llama?
—Kent, señor —repuso ella ausente. Podía decirle que la mayor insistía en que sus FANY fueran a Londres por la carretera de Edgware, de ese modo estarían fuera del alcance de los cohetes casi todo el camino—. Teniente Kent —recalcó con severidad.
—Los amantes unidos por el destino no se dirigen el uno al otro llamándose por el apellido. Antonio y Cleopatra, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta. Stephen —se señaló— y...
—Mary, señor.
—¿Señor? —dijo él, con fingida indignación—. ¿Acaso llamaba Julieta a Romeo «señor»? ¿Llamaba Ginebra «señor» a Lancelot? Bueno, de hecho supongo que lo hacía. Era un caballero, después de todo; pero no quiero que usted lo haga. Me hace sentir como si tuviera cien años.
«Ciento treinta y pico, en realidad», pensó ella.
—Como oficial superior, te ordeno que me llames Stephen y yo te llamaré Mary. Mary —dijo, mirándola y frunciendo el ceño, desconcertado—. ¿Nos conocíamos?
—No. ¿Pasa esta carretera por Edgware?
—¿Por Edgware? No. Eso queda en dirección contraria. Esta carretera pasa por Golders Green y, cuando vayamos hacia el sur, por Finchley.
¡Oh, no! Había impactado un V-1 en East Finchley aquella tarde y otros dos habían caído en Golders Green.
—¡Ay, madre mía! Yo creía que pasaríamos por Edgware —dijo, sin