A mis nietos
Owen, Abigail y Anna
Agradecimientos
Deseo expresar mi gratitud a todos los que me ayudaron durante la redacción de este libro.
Su majestad la reina tuvo la gentileza de permitirme citar una carta de la reina Victoria que se encuentra en los Archivos Reales de Windsor.
En primer lugar, debo agradecer especialmente al bibliotecario y al personal de la Biblioteca y Museo de la Francmasonería del Freemasons’ Hall de Londres. A pesar de no ser masón, me permitieron trabajar en su biblioteca sesenta y tres días, y me beneficiaron con su conocimiento de expertos y su eficaz atención sin, por supuesto, realizar ningún intento de influir sobre las opiniones respecto de la masonería que yo expresaría en mi libro. Les doy las gracias, lo mismo que a todos mis amigos masones, por la manera en que me alentaron, en mi carácter de no masón, a escribir un libro objetivo sobre el tema.
Agradezco a Hugh Barnes-Yallowley, al doctor Charles W. Hollenbach y a James Young por leer el original y darme sus opiniones al respecto; a Lieselotte Clark, Marlies Evans, Antonia Fraser, Anita Garibaldi, John Hamill, Emina Kurtagic, Branko Markic, Ljubica Simic, al doctor Michael Smith y al Signor Salvatore Spinello por ayudarme en la investigación y por la información que me facilitaron; a Sarah Christensen, Wendy Hawke, el comandante Michael Higham (ex Gran Secretario de la Gran Logia Unida de Inglaterra), Charles Hodgson, Duska Jovanovic, Branka Kolic, Ruth O’Brien, Robert Pynsent, Ingrid Price-Gschlössl, mi hija Barbara Ridley, Denise Sells, Jasna Srdar, Derek Stuckey, George H. Vincent, S. F. N. Waley, Anthony West (miembro del Directorio de Propósitos Generales de la Gran Logia Unida de Inglaterra) y Sharon Willett de Press Ahead por sus varias contribuciones; al bibliotecario y personal de Canning House; al Templo Interno; al Istituto Italiano Di Cultura de Londres, a la Biblioteca del condado de Kent de Tunbridge Wells (cuya reciente decisión de mantenerse abierta al público los sábados y domingos me hizo posible terminar este libro a tiempo); a la Biblioteca de Londres, y a las Bibliotecas de la Universidad de California con sede en San Diego y en Berkeley, California; a mi editor, Benjamin Glazebrook, y al personal de Constable y a mis agentes de Curtis Brown de Londres; al personal de la Compañía de Carpinteros de Londres; a mi esposa, Vera, por leer el original y darme sus opiniones al respecto y por su ayuda en la compilación de la bibliografía; y a John, nuestro hijo, y a Henry Hely-Hutchinson por corregir las pruebas; y a la señora Helen Baz por confeccionar el índice analítico.
El rector y Concejo de Graduados y Alumnos del Churchill College de la Universidad de Cambridge tuvieron la gentileza de permitirme utilizar información de los Archivos Churchill de la institución.
El secretario de la Logia Ars Quatuor Coronatorum tuvo la gentileza de permitirme citar varios pasajes de sus publicaciones AQC y de The Genesis of Freemasonry (Los orígenes de la francmasonería) y Early Masonic Pamphlets (Primeros folletos masónicos) de Knoop y Jones.
Se me ha autorizado gentilmente a citar un pasaje de Wellington at War (Wellington en guerra), editado por Brett-James.
Jasper Ridley
Tunbridge Wells,
13 de agosto de 1999
Nota del traductor
El traductor desea agradecer a la Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones por su desinteresada colaboración en algunos aspectos relativos a la traducción.
Introducción
En la Gran Bretaña de 1999 los francmasones están una vez más en la picota. Se los acusa de ser una sociedad secreta de hombres que realizan los juramentos más solemnes, bajo pena de horribles castigos, para defender sus propios intereses contra los de los «cowans» (no masones), que se reconocen entre sí mediante señales secretas, y que luego se prodigan favores mutuamente aunque éstos impliquen entrar en conflicto con sus cargos públicos. Por lo tanto, se considera impropio que los francmasones ocupen puestos de autoridad, en particular en la policía o en el poder judicial. Los oficiales de policía ayudan a escapar a los delincuentes masones. Cuando los jueces están en la corte, el prisionero, desde el banquillo del acusado, o un testigo, desde su asiento, harán una señal secreta al juez, quien, al reconocerlos como masones, fallará en su favor, porque para él el juramento masónico es más importante que su deber público como juez.
Los masones, por su parte, niegan estar obligados por sus juramentos a ayudar a toda costa a sus hermanos masónicos. Sostienen que el juramento de ayudar a un hermano está sujeto a la obligación superior de obedecer la ley y que jamás se debe ayudar a un hermano a violarla.
¿Cuál de estas posturas es correcta? Si examinamos la historia de los francmasones en los últimos trescientos años, queda bastante claro que son los masones quienes tienen razón, y que los temores de que constituyan una sociedad cuyos miembros se ayudarían mutuamente a violar la ley son infundados. A lo largo de doscientos cincuenta años de guerras, revoluciones y levantamientos políticos, y salvo en alguna que otra circunstancia especial, los juramentos y las obligaciones masónicas de ayudarse entre hermanos no ejercieron influencia alguna cuando entraron en conflicto con la fidelidad a una nación, los intereses de clase, el fervor ideológico o las ambiciones personales.
Los antimasones, y quienes los apoyan en los medios de comunicación, piden que se obligue a la masonería a revelar los nombres de sus miembros. De no ser por el entusiasmo reformista de algunos parlamentarios de antaño, eso habría sido innecesario, ya que, en 1799, y en virtud de la Ley de Sociedades Ilegales, se obligaba a los francmasones a dar sus nombres a los jueces de paz. Y ellos obedecieron religiosamente este requerimiento hasta que fue abolido por la Ley Penal de 1967, en un momento en que se desechó un gran número de Leyes Parlamentarias obsoletas a través de las Actas de Revisión de Leyes Estatutarias. Como la Ley de Sociedades Ilegales de 1799 había sido concebida sobre todo con la intención de suprimir las organizaciones radicales y los sindicatos, los parlamentarios la abolieron sin detenerse a reflexionar sobre las consecuencias. Ahora pretenden volver a imponer algunas de sus cláusulas. En realidad, los francmasones no se oponen a ello —nunca tuvieron problemas para cumplir con la Ley hasta 1967—, pero sí objetan que se los considere de manera diferente de la de un club de golf o cualquier otra organización similar.
El temor que sienten los antimasones —la idea de que no se puede confiar en que un oficial de policía o un juez francmasones cumplan con sus obligaciones debido a que darán prioridad a sus juramentos masónicos—, está basado en una extraordinaria ingenuidad de la que con frecuencia son culpables tanto ellos mismos como los masones. Ambas partes admiten que, si bien hay buenos masones que realizan elogiables obras de caridad, también hay manzanas podridas en la canasta masónica, y que su verdadera preocupación son las actividades de los malos francmasones. Un hombre que está dispuesto a ponerse un traje vistoso y prestar un juramento que sabe que es raro, horrendo y anticuado, porque cree que eso le ayudará en su profesión, no cumpliría ese juramento si creyera que —en caso de hacerlo, y si se lo atrapara y descubriera—, su carrera corre peligro. Este hecho ha sido demostrado repetidas veces en la historia de la francmasonería en Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y en todos los países del mundo.
I
Los masones
Los masones eran distintos. En la Edad Media, desde el siglo XIII al XV, en Inglaterra, Francia y Europa central, existía la sensación generalizada de que los masones eran distintos del resto de la gente. La mayoría de la población estaba compuesta por siervos, que trabajaban las tierras de sus señores feudales y nunca viajaban más allá de su villa natal, salvo cuando tomaban el camino real rumbo al mercado de la ciudad más próxima. Pero algunos de ellos, los más emprendedores, recorrían distancias mucho más largas, fuese cuando acudían en peregrinación a la tumba de santo Tomás Becket, en Canterbury, al altar de Nuestra Señora de Walsingham, en Norfolk, o, en ocasiones, cuando se dirigían a Francia para servir al rey inglés en sus guerras contra los franceses.
En los pueblos, los artesanos hacían cosas, que los comerciantes compraban y vendían. Los tejedores hacían paños, los orfebres, anillos y joyas, y los carpinteros construían casas de madera para los habitantes locales o para el concejo del pueblo. Pero los masones eran distintos. Trabajaban la piedra, y eran muy pocos los edificios hechos de piedra. Sólo los castillos del rey, y de aquellos nobles a quienes éste había dado permiso de «castillar», es decir, de erigir castillos, eran de piedra, así como las catedrales, abadías y parroquias. Entonces, los únicos empleadores de los masones eran el rey, algunos de sus nobles, y la Iglesia, aunque, en ocasiones, también se construía con piedra un puente importante.
El Puente de Londres, que hasta el siglo XVIII fue el único puente sobre el Támesis al sur de Kingston, había sido construido originalmente de madera; pero después de su destrucción, en 1176, se decidió reconstruirlo con piedra. Había una canción popular al respecto:
El Puente de Londres está cayendo.
¿Cómo habremos de reconstruirlo?
Construidlo con plata y oro,
bailando sobre la dama de la pradera;
el oro y la plata se han de robar,
junto con una bella dama.
Construidlo con hierro y acero,
bailando sobre la dama de la pradera;
el hierro y acero se curvarán e inclinarán,
junto con una bella dama.
Construidlo con madera y barro,
bailando sobre la dama de la pradera;
la madera y el barro serán arrastrados,
junto con una bella dama.
Construidlo con una piedra tan fuerte,
bailando sobre la dama de la pradera;
pues así durará varios siglos
junto con una bella dama.
De hecho, duró varios siglos. Terminaron de construirlo en 1209, y se mantuvo en pie 623 años. Cuando fue demolido, en 1832, no se debió a ningun fallo en la estructura, sino a que los pilares de piedra que lo sostenían estaban demasiado cerca unos de los otros y no permitían el paso de los barcos del siglo XIX, que eran más grandes.
¿Y quién era la «bella dama», la «dama de la pradera» sobre la que bailaba la gente cuando cruzaba el puente o entraba en las casas erigidas a ambos lados de la estructura? Todos conocían la historia. Se trataba de una joven virgen que los masones habían encerrado y emparedado viva en una de las columnas de piedra del puente, como un sacrificio humano para aplacar la ira de Dios e inducirlo a que protegiera el puente contra tormentas o inundaciones. Ésta es una de las tantas mentiras sobre los masones que la gente ha divulgado y creído durante más de ochocientos años, desde 1176 a 1999.
Los masones recorrían todo el país construyendo catedrales en los pueblos de los condados, castillos en puntos estratégicos y abadías, a veces en las ciudades cercanas y a veces en los páramos de Yorkshire y en otros lugares recónditos del país.
La erección de las catedrales proporcionaba bastantes oportunidades de trabajo a los masones. En Francia, entre 1050 y 1350, se construyeron ochenta catedrales, quinientas iglesias grandes y muchas más parroquias.1 En Inglaterra, las construcciones de las catedrales tardaban, con frecuencia, más de cien años. La obra requería mucha mano de obra, tanto calificada como no calificada. Se necesitaban trabajadores inexpertos que despejaran los escombros para construir los cimientos, y que cargaran las piedras y el mortero hasta el sitio de la obra. Las reglamentaciones francesas de 1268 para la construcción de catedrales, que se redactaron después de consultar a los gremios de artesanos, establecían que «los masones, fabricantes de morteros y yeseros pueden tener tantos asistentes y criados como les plazca, siempre que no les enseñen nada de su oficio». Tres masones podían tener cinco asistentes trabajando para ellos.2
Muchos siervos aprovechaban la oportunidad de escaparse de las tierras donde se veían obligados a trabajar para sus amos y se dirigían a una ciudad donde se estaba construyendo una catedral, sabiendo que si hasta un año y un día después su amo no volvía a capturarlos, estarían libres de la servidumbre. Algunos caballeros y nobles se ofrecían como voluntarios para realizar el trabajo no calificado como obra de piedad. En ciertos sitios, los Sábados Santos se obligaba a los judíos a realizar ese trabajo como penitencia.3
Los masones eran trabajadores cualificados. Había dos clases de masones: los «picapedreros» o «masones rústicos», que plantaban la piedra dura común proveniente de Kent y otras partes sobre la que se construía la iglesia, y los masones más diestros, que tallaban las elegantes fachadas del frente de la catedral. Trabajaban una piedra más blanda, terrosa, que se hallaba en muchos sitios de Inglaterra entre Dorset y Yorkshire, así como en otros países de Europa. Esta piedra más blanda era conocida como «piedra libre o franca», y los masones expertos en trabajarla pasaron a denominarse «masones de piedra franca», que muchas veces se abreviaba como «francmasones».4
Cerca del sitio en el que trabajaban, erigían una choza a la que llamaban su lodge* o «posada», en la que guardaban sus herramientas y comían, en el intervalo que se les asignaba para ello durante el día. Pero no dormían allí. Rentaban habitaciones en una hostería o en otros alojamientos de la ciudad y, por lo general, permanecían en ellas durante varios años.5
Aunque se trasladaban a su lugar de trabajo desde todas las regiones de la nación, los francmasones no eran una muchedumbre de vagabundos desempleados que iban de un lado a otro en busca de empleo. Eran famosos por su destreza, y quienes los convocaban eran los obispos o deanes de los distritos en los que se estaba llevando a cabo la construcción de la catedral. A veces, estaban trabajando en una construcción y recibían, desde otras partes de Inglaterra, o desde Francia o Alemania, ofertas que los tentaban a dejar esa tarea para ir, a cambio de recompensas más cuantiosas, a trabajar en otra catedral. Los obispos y deanes que los empleaban trataron de evitar esto incluyendo en el contrato una cláusula que impedía a los francmasones abandonar la obra para buscar empleo en ningún otro lado hasta que ésta estuviera terminada; pero, con frecuencia, los francmasones se negaban a aceptar esa condición.
Cuando el rey estaba edificando un castillo o alguna fortificación esencial, utilizaba sus poderes de requisa a fin de forzar a los masones a trabajar para él. En la década de 1540, Enrique VIII construyó fortificaciones en la costa de Kent a fin de protegerse de una posible invasión francesa. Masones de lugares tan distantes como Somerset y Gloucestershire fueron obligados a presentarse y trabajar allí, y se forzó a otros masones de Gloucestershire, Wiltshire y Worcestershire a ayudar a erigir el nuevo y magnífico palacio de Enrique en Nonesuch, cerca de Esher, Surrey. A veces, masones que estaban en Kent recibían la orden de ir a Berwick para trabajar en fortificaciones contra los escoceses, y se les enviaban doce chelines y ocho peniques (63 peniques) para cubrir los gastos del viaje de 490 kilómetros desde Maidstone. Otras veces, como las autoridades no confiaban en que los masones se presentaran a trabajar según se les había ordenado, los arrestaban y llevaban por la fuerza al destino fijado. El cardenal Wolsey adoptó este método para construir su Cardinal College de Oxford, al que, después de su caída, se dio el nombre de Iglesia de Cristo.6
Pero por lo general el reclutamiento de masones y otros trabajadores no era llevado a cabo directamente por el rey o el gobierno, sino por una corporación, o gremio del oficio, a la que el rey había otorgado una Carta o licencia, e instrucciones para regular la actividad. El gremio estaba compuesto por los principales empleadores del ramo, pero a veces era directamente controlado por un funcionario real. En el caso de los masones, estaban bajo el control de la Masons’ Livery Company de Londres, que ya existía, casi con certeza, en 1220.7 Había gremios de masones en Chester, Durham, Newcastle y Richmond, en Yorkshire.8
En Escocia, los gremios de masones eran incluso anteriores a los de Inglaterra. En 1057, año en que el rey Malcolm III Canmore obtuvo el trono después de derrotar y matar a Macbeth, otorgó una Carta, junto con el poder y la obligación de regular el oficio, a la Compañía de los Masones de Glasgow. Había gremios de masones, o gremios conjuntos que incluían masones, en Edimburgo, Elgin, Irvine, Kirkcudbright, Rutherglen, y probablemente también en Aberdeen y Dundee.9
La Europa del medioevo era una sociedad eminentemente disciplinada y regulada. En Inglaterra, el Parlamento establecía el sueldo máximo que se le permitía recibir a cada clase de trabajadores y el número de horas diarias que estaban obligados a trabajar en verano y en invierno; el género y el color de las vestimentas que podían usar los duques, los barones, los caballeros y las gentes del común; el número de platos que podían cenar; los días de ayuno en los que no se les permitía comer carne o huevos; y los juegos que les era permitido jugar.10
También la vida de los masones estaba regulada. Sus deberes estaban establecidos en directivas de los gremios que los controlaban, y se conocían como «Cargas». La primera de ellas era la obligación del masón hacia Dios: debía creer en la doctrina de la Iglesia católica y rechazar todas las herejías. La siguiente era la obligación hacia el rey, cuya soberanía y leyes debía obedecer. En tercer lugar estaba la obligación hacia el maestro, el empleador, el maestro masón para el cual trabajaba el aprendiz de masón. No debía traicionar los secretos de su maestro; no debía seducir a la mujer, hija o ama de llaves de su maestro; no debía «sostener ninguna discusión desobediente» con su maestro, la dama de éste o un francmasón. Luego aparecían las obligaciones morales generales: no cometer adulterio ni fornicación, no salir después de las ocho de la noche, no frecuentar posadas o burdeles, y no jugar a los naipes salvo durante los Doce Días de Navidad. En este sentido, las Cargas repetían las prescripciones de las leyes del Parlamento, que establecían las reglas sobre juegos de naipes que regían para todas las clases de rango inferior al de los nobles.11
El salario y horario de trabajo de los masones, así como los de otros trabajadores, habían sido establecidos en los Estatutos de los Trabajadores, que fueron redactados después de que, en 1348, una serie de epidemias, que luego se conoció como la Muerte Negra, asoló Europa Occidental desde el este, y que, en algunas partes de Inglaterra, acabó con la vida de entre un tercio y la mitad de la población. El resultado fue una escasez de mano de obra que incrementó el poder de negociación de los sobrevivientes. El Parlamento, que estaba compuesto por los pares de la Cámara de los Lores y por una Cámara de los Comunes en la que sólo tenían voto los caballeros, los mercaderes y los empleadores, dictó leyes que no establecían un salario mínimo sino uno máximo. Los empleadores podían acordar con los trabajadores que éstos llevarían a cabo la labor por el mínimo que estuvieran dispuestos a aceptar, pero era ilegal que los trabajadores recibieran una paga superior a la fijada por la ley. Los empleadores que pagaban cantidades superiores, y los trabajadores que las recibían, eran multados. La multa, veinte chelines por cada contravención del trabajador, equivalía a los salarios de casi seis meses.12
La retribución que percibía un masón por cada día de catorce horas de trabajo en verano, de cinco de la mañana a siete de la tarde, con intervalos de dos horas en total para las comidas y el descanso, consistía en seis peniques diarios. En invierno, el día de trabajo se extendía desde el amanecer hasta media hora antes de la puesta del sol.13
Este horario, que era el mínimo prescripto por los estatutos, no se aplicó cuando los funcionarios de Enrique VIII reunieron a los masones de toda Inglaterra y los forzaron a trabajar en las fortificaciones y el palacio reales. En esa ocasión, los masones trabajaron cumpliendo los horarios que se les impusieron, que a veces abarcaban toda la noche.14
Pero, con frecuencia, los masones y otros empleadores realizaban acuerdos secretos e ilegales conforme a los cuales se les pagaba más de seis peniques por día. La escasez de mano de obra era tan aguda, en especial en el caso de trabajadores calificados como los francmasones, y su capacidad de negociación era tan importante, que tanto ellos como sus empleadores estaban dispuestos a arriesgarse a violar la ley. Los masones formaron sindicatos cuyos miembros pactaron que no trabajarían por menos de una suma que era bastante más alta que el máximo legal. Estos sindicatos eran ilegales, y sus reuniones y las decisiones que se tomaban en ellas, debían ser mantenidas en un cuidadoso secreto.
La ley de salarios máximos para masones se desobedecía y violaba hasta tal punto que se hizo virtualmente imposible aplicarla y, por lo general, no se realizaba ningún intento serio de ponerla en vigor. Henry Yeveley, uno de los maestros masones más famosos entre 1356 y 1399, ganaba un promedio muy superior a seis peniques diarios. Se hizo lo suficientemente rico como para adquirir dos fincas. Sus contemporáneos más importantes, William Wynford y Richard Beke, el masón en jefe del Puente de Londres desde 1417 a 1435, amasaron fortunas similares.15
En 1425, cuando el duque de Bedford era regente en nombre de su sobrino de tres años, el rey Enrique VI, el gobierno y el Parlamento intentaron poner en vigor aquella ley. Se dictó un estatuto que afirmaba que los masones habían estado violando la ley y que habían formado agrupaciones ilegales para obligar a sus patrones a pagarles salarios excesivos. Y la ley imponía penalidades más severas a los masones que asistieran a reuniones de sindicatos ilegales;16 sin embargo, dos o tres años más tarde, ya no se hicieron más intentos por aplicar ni la ley ni los estatutos anteriores.
En Francia, al igual que en Inglaterra, los masones, en especial aquellos que realizaban las tallas ornamentales en piedra franca, eran la elite de la fuerza de trabajo empleada en la construcción de catedrales. Así, formaron una organización que no tenía paralelo en Inglaterra, la Compagnonnage. Los compagnons que pertenecían a ella recibían a trabajadores de casi todos los oficios, incluyendo a los masones, y organizaban los traslados a los diferentes lugares de trabajo. Todos los registros que se conservan mencionan los viajes de los compagnons por el centro y sur de Europa; pero es probable que también actuaran en el área de París y en el norte de Francia. Intentaban realizar negociaciones en representación de los trabajadores de los diferentes oficios y fueron el equivalente medieval más cercano a una moderna confederación de sindicatos.
Los reyes y gobiernos de Francia no aprobaban esta situación. Se dictaron leyes y decretos reales contra la Compagnonnage en 1498, 1506 y 1539; y hubo reglamentos locales que la declararon ilegal en Orleans en 1560, en Moulins en 1566 y en Blois en 1579. Un estatuto de 1601 prohibía que los compagnons se saludaran mutuamente en la calle o que más de tres fueran juntos a una taberna; y en 1655 los doctores de la Sorbona, la facultad de teología de la Universidad de París, proclamaron que los compagnons eran hombres malvados que ofendían las leyes de Dios. Pero los compagnons no dejaron de trabajar en la clandestinidad defendiendo los intereses de sus miembros.17
En Alemania y el centro de Europa, los steinmetzen (masones de la piedra), eran, de la misma forma, la elite de la fuerza de trabajo empleada en la construcción de catedrales. Sus actividades estaban reguladas por las corporaciones del ramo. Desarrollaron una organización nacional que cubría la totalidad de Alemania y Europa central. Había logias importantes de steinmetzen en Viena, Colonia, Berna y Zurich, pero todas aceptaban el liderazgo de los masones de piedra de Estrasburgo. En 1459, el emperador Maximiliano I proclamó un decreto en el que daba fuerza de ley al código de conducta redactado por los jefes de los masones de Estrasburgo. El control que estos ejercieron sobre los masones alemanes continuó hasta 1681, año en que la ciudad fue capturada por los ejércitos de Luis XIV y anexada a Francia.18
En Escocia, los masones de la piedra franca tuvieron menos éxito en mantener su posición privilegiada dentro del ramo de la construcción. Al no haber piedra franca blanda en esa región, los francmasones no podían realizar su trabajo calificado. En Escocia se modificaron los reglamentos sobre los aprendices a través del sistema de «aprendizaje ingresado». Tanto en Inglaterra como en otros países, nadie estaba autorizado a realizar la tarea de un maestro masón hasta que hubiera cumplido un período fijo de aprendizaje. En Escocia, un aprendiz podía convertirse en aprendiz ingresado después de un lapso mucho más corto; y una vez adquirida esa categoría, se le permitía realizar gran parte de la tarea de un maestro masón.
Los masones de piedra franca de Escocia trataron de fortalecer su posición mediante el uso de una contraseña que era transmitida a todos los maestros masones calificados, y a la que ni los aprendices ingresados ni ninguna otra persona tenía acceso. Esto permitía que los maestros masones se reconocieran entre sí y evitaba, en la medida de lo posible, que los aprendices ingresados realizaran las tareas de un maestro. La palabra clave se hizo conocida como la «palabra masónica». Es probable que fuera Mohabyn, que tiene relación con la palabra marrow, que se utilizó en Escocia con el significado de «compañero» o «camarada» hasta el siglo XIX.
Son muchos los testimonios que sugieren que la «palabra masónica» se originó alrededor de 1550. Aunque se difundió más allá de la frontera, hacia los condados del norte de Inglaterra, era desconocida al sur de Durham y en el resto de Europa. Los masones ingleses tenían sus secretos, que discutían en las reuniones ilegales de sus sindicatos; pero no tenían ninguna necesidad de una palabra o señal que revelara su identidad a los otros. En Inglaterra, Francia y el centro de Europa, todos sabían quiénes eran los masones de piedra franca.19
1 Gimpel, The Cathedral Builders, p. 7.
2 Ibíd., p. 52.
3 Ibíd., pp. 51, 97.
4 Ibíd., pp. 68-69.
5 Ibíd., p. 65.
6 Hutton, «Sandgate Castle A.D. 1519-1540», en Archaeologia Cantiana, XX, 235; Knoop y Jones, Genesis of Freemasonry, p. 121.
7 No existen registros de la Compañía de Masones de Londres anteriores al siglo XVII. Pero véase The Worshipful Company of Masons, p. 324.
8 Lane, The Outwith London Guilds of Great Britain, pp. 5, 9, 17-18.
9 Ibíd., pp. 25-26, 28-29, 32-33.
10 Statutes of the Realm, 23 Edw. III, c. 5-7; 25 Edw. III, c. 1, 2; 12 Ric. II, c. 4; 3 Hen. VI, c. 2, 3; 11 Hen. VII, c. 22; 6 Hen. VIII, c. 1, 3; 7 Hen. VIII, c. 6; 24 Hen. VIII, c. 13; 33 Hen. VIII, c. 9; 2 y 3 Edw. VI, c. 19; 1 y 2. Ph. y Mary, c. 2; 5 Eliz., c. 4.
11 Early Masonic Pamphlets, p. 80; Piatigorsky, Who's Afraid of Freemasons?, p. 50; Statutes of the Realm, p. 33 Hen.VIII, c. 9.
12 Statutes of the Realm, p. 23 Edw. III, c. 5-7; 25 Edw. III, c. 1, 2.
13 Knoop y Jones, Genesis of Freemasonry, p. 29.
14 Ibíd., pp. 118-121.
15 Markham, «Further Views on the Origins of Freemasonry in England», en Ars Quatuor Coronatorum, CIII, p. 82.
16 Statutes of the Realm, p. 3 Hen.VI, c. 2-5.
17 Vibert, «The Compagnonnage», AQC, XXXIII, pp. 191-228, especialmente pp. 198-190.
18 Findel, History of Freemasonry, pp. 62, 71.
19 Para la fecha y el origen de la palabra masónica, véase Knoop y Jones, Genesis of Freemasonry, pp. 92, 103-107; Knoop, «The Mason Word»; Knoop y Jones, «Prolegomena to the Mason Word»; Draffen, «The Mason Word», AQC, LI, pp. 194-211; LII, pp. 139-159; LXV, p. 54.
* De Lodge, cuyo significado en inglés es «posada», «casita», «madriguera» o «casucha», se deriva la palabra «Logia». (N. del T.)
II
Los herejes
Más allá de las malas intenciones que pudieran haber tenido los masones al formar sus sindicatos ilegales, eran cabalmente respetuosos de la ley y respetables en cuanto a la religión. No desafiaban la creencia casi universal de que la autoridad y doctrina de la Iglesia católica romana debía ser aceptada sin cuestionamientos. Los dos san Juan —el Bautista y el Evangelista— eran sus santos patronos, y sus respectivas fiestas, el 24 de junio y el 27 de diciembre, eran los dos días del santoral que los masones celebraban. También reverenciaban a santa Bárbara, que los protegía contra el rayo, y a los Cuatro Mártires Coronados. Se trataba de cuatro masones de los tiempos romanos que se habían negado a renunciar al cristianismo. Por orden del Emperador habían sido encerrados vivos en un ataúd de plomo y arrojados al río. Cuarenta y dos días más tarde, un cristiano rescató sus cuerpos y los escondió en su casa.1
La relación que los masones tenían con la religión ortodoxa era tan estrecha como la de cualquier de las otras asociaciones o gremios. La Carta de la Compañía de Masones de Newcastle disponía que debían actuar en la obra The Burial of Our Lady St. Mary the Virgin (El entierro de Nuestra Señora la Virgen Santa María), como parte de la serie de representaciones que se llevaban a cabo todos los años el día de Corpus Christi; y la Compañía de Masones de Chester actuaba junto con la Compañía de Orfebres en The Destroying of the Children by Herod (Herodes y la degollación de los inocentes).2 La primera de las cargas impuestas a los masones por sus gremios requería que cumplieran con su obligación hacia Dios y evitaran toda herejía. Ellos creían que el puñado de disidentes que desafiaba la autoridad de la Iglesia eran herejes que debían ser severamente castigados.
Ya a principios del siglo XIII, las pequeñas sectas religiosas de Albi, en el sur de Francia, se oponían a la Iglesia católica y eran acusadas y perseguidas como herejes. A finales del siglo XIV y principios del XV, John Wycliffe, en Inglaterra, y Jan Hus en Bohemia, representaban una seria preocupación para las autoridades. En Inglaterra, se dictaron nuevas leyes parlamentarias que disponían que los herejes fueran quemados vivos. El mismo Hus fue enviado a la hoguera en Constance, sur de Alemania, en 1415, y varios lollards, como se llamaba a los herejes, murieron de la misma manera en Inglaterra.
Los lollards y sus sucesores del siglo XVI, que seguían a Lutero, Calvino y Zwinglio, y a otros reformistas alemanes y suizos, pasaron a ser conocidos coloquialmente como «protestantes». Se oponían a la doctrina católica ortodoxa en varios aspectos. Creían que en la comunión tanto el vino como el pan debían ser dados a los laicos y no reservados sólo para el sacerdote. Consideraban que los sacerdotes tenían derecho a casarse. Creían que los hombres obtenían la salvación a través de la fe —por la corrección de sus creencias— y no por sus obras, en una época en que por lo general se aceptaba que las «obras» que aseguraban que los hombres y mujeres irían al cielo y no al infierno consistían en entregar dinero a sacerdotes y monjes para que éstos rezaran por sus almas.
Sobre todo, los protestantes disentían con la Iglesia católica respecto de la naturaleza de la presencia de Cristo en el pan y el vino consagrados. Todos sus teólogos habían estudiado la filosofía de Aristóteles, que distinguía entre los accidentes y la realidad de un objeto. Los accidentes eran su apariencia, forma, sensación, olor y gusto; pero la verdadera realidad interna era otra cosa. No había duda de que el pan y el vino consagrados se veían, se sentían, olían y sabían igual que el pan y el vino; pero la Iglesia católica creía que verdaderamente se trataba del cuerpo y la sangre de Cristo.
Católicos y protestantes no coincidían en lo concerniente a la naturaleza de la presencia de Cristo en el pan y en el vino; y los protestantes tampoco se ponían de acuerdo entre ellos. ¿Era una presencia real y corporal, como enseñaba la doctrina católica? ¿O era una presencia real, pero sacramental? ¿O no era una presencia sacramental sino espiritual? ¿O no era espiritual sino figurativa? ¿O quizá Cristo no estaba presente para nada, en ningún sentido? ¿Acaso el pan sacramental, como creían los protestantes más extremos, no era, más que pan, simplemente, una «torta repugnante»? A pesar de sus desacuerdos a propósito de la naturaleza de esa presencia, todos concordaban en un punto: aquellos que tuvieran la creencia equivocada debían morir torturados.
Tomás Moro, ese gran intelectual del siglo XVI, expresó la cuestión con mucha claridad. Sostenía que había que quemar vivos a los herejes, y que «los príncipes deben castigarlos, como es justo, con la muerte más dolorosa», tanto como castigo por su herejía como para disuadir a otros.3 En un cuadro que antes estaba en el Museo del Prado de Madrid se ve la obra sagrada de un santo católico de un período anterior. El cuadro se titula Santo Domingo convierte a un hereje. Muestra al hereje desnudo y atado a un poste mientras el santo, su cabeza coronada por un halo, sostiene la llama de una antorcha