Contenido
Epílogo: LEÓN BOUTHILLIER
Prefacio: EL TERCIADO, EL ERMITAÑO Y EL JOROBADO
Primer intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo I: ISABEL DE PLESSIS
Segundo intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo II: ISABEL DE PLESSIS
Tercer intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo III: LUIS PIDOUX
Cuarto intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo IV: LISA PIDOUX
Quinto intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo V: ANNE DE FERTÉ
Sexto intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo VI: LA VOIVRA
Séptimo intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo VII: MARUJA SANGRABOLSAS
Octavo intermedio:LEÓN BOUTHILLIER
Capítulo VIII: LADY LILY CARLISLE
Noveno intermedio: LEÓN BOUTHILLIER
Nota de la autora
Bibliografía
EPÍLOGO
LEÓN BOUTHILLIER
París, 1632
urasteis que había muerto, monseñor! Nos habéis mentido...
Tras la puerta cerrada del gabinete del cardenal-duque de Richelieu, primer ministro de Francia, su sobrina favorita, Magdalena de Combalet, estaba a punto de romper a llorar, a juzgar por sus gritos cada vez más incoherentes. Los dos centinelas apostados a ambos lados de la puerta maciza se esforzaban por mantener la vista al frente y la cara vacía de expresión. Cavois, el oficial de guardia esa noche en el Louvre, cuidaba de que sus inferiores fueran ciegos y mudos, especialmente delante de la sobrina del ministro, a sabiendas de que bastaba una palabra de la viuda al oído de su tío para relegar al guardia de turno a vigilar los establos. Sobre todo cuando la viuda irrumpía en su gabinete como lo había hecho hacía cinco minutos, sin esperar a que Cavois la anunciara, apartándolo como si fuera una telaraña en su camino.
Desde el campanario vecino de San Germán, el son límpido de la Vieja María quebró el silencio de la ciudad. Las tres de la madrugada: por el trajín de amanuenses y mensajeros ojerosos que pululaban por los pasillos, calculé que monseñor llevaba cerca de una hora despierto y trabajando. Pero a esa hora su antecámara, de día abarrotada de cortesanos y pedigüeños, se encontraba casi desierta salvo por un servidor, más traspuesto que alerta y maldiciendo por lo intempestivo de la llamada, y un hombre que dormitaba sobre un banco junto a la puerta, a juzgar por el cabeceo de su sombrero a punto de caérsele al suelo. Aparte de nosotros, nadie más podía escuchar las voces que subían de tono. Me acerqué unos pasos, dudando entre llamar resueltamente o aguardar por prudencia a que amainara la borrasca, cuando sentí un tirón de la manga.
El durmiente que me agarraba con porfía levantó la cara, y me tragué la lindeza que iba a espetarle. Aquel individuo era mi padre, Claudio Bouthillier, por más señas superintendente de Finanzas, consejero de la Marina y media docena de cargos más, ninguno de los cuales revelaba su verdadera función: desfacedor de entuertos delicados y agente de la máxima confianza del cardenal-duque; si monseñor se hubiera permitido tener amigos íntimos, habría añadido que mi padre lo era. Como su hijo único, yo aspiraba a heredar su posición y para ello seguía sus pasos desde hacía años, aprendiendo de su ejemplo un oficio que ningún manual enseñaba. Así que, cuando mi padre se llevó el índice a los labios, me dejé caer sentado a su lado y acerqué mi oreja a su boca.
Pasaron unos instantes sin que dijera nada. Me acerqué más; siguió sin hablar. Extrañado, me volví hacia él, y lo que vi hizo que espabilara del todo. Mi padre abría y cerraba la boca, incapaz de articular palabra, tan cariacontecido que me habría reído, si no me hubiera chocado tanto. Aquel hombre tan elocuente estaba mudo: mudo de consternación y temor.
—Dejadme a mí —murmuré entre dientes—. ¿Estáis en apuros? ¿Lo estoy yo? ¿Tiene que ver con el rey? ¿O su hermano? ¿Los protestantes? ¿Los ingleses? ¿Los españoles?
A cada pregunta mi padre denegó con la cabeza, lanzando ojeadas hacia la puerta y apretando los labios; su silencio empezaba a impacientarme. Se me agotaban las ideas y seguía sin arrancarle ni una pista, cuando advertí que las pisadas de la viuda se habían detenido cerca de la puerta. Contuve la respiración al mismo tiempo que mi padre; pero ella no debió de oírme, pues reanudó su taconeo sobre el suelo de mármol. La imaginé paseándose ante la mesa abarrotada de papeles, gesticulando, ronca de impaciencia.
El ministro trataba de tranquilizarla con un torrente de palabras sin sentido, y su voz era dulce, persuasiva, como si consolara a un niño incapaz de razonar.
—Callaos, Magdalena, no sabéis lo que decís. —Luego, con esa inflexión suya que pocos podían resistir, conciliadora y suplicante, murmuró—: Fue hace mucho tiempo; erais una niña y no os acordáis.
—¿No? Recuerdo que desapareció una noche: decían que se ahogó. Pero no recuerdo que la encontraran nunca, ni que la enterráramos en la capilla. Sabíais que era mentira. Por eso prohibisteis a la familia hablar de ella. No podíamos ni mencionar su nombre, como si nunca hubiera existido. Más vale muerta que sin honra: ¿es eso? Pero no está muerta, sino viviendo entre los españoles, ¡qué vergüenza para todos! Y ella no os ha olvidado.
Desde la antecámara, oí la respiración trabajosa del ministro mientras trataba de atajar sus reproches, pero ella ahogó con su llanto el susurro apremiante de su tío.
—Sabíais quién era, lo averiguasteis muy pronto, y sabíais que era un peligro para todos nosotros. Entonces habríais podido alejarla, todavía estabais a tiempo... Pero os dio igual. Todo París sabrá lo que es esa mujer y vuestra relación...
—¡Medid vuestras palabras!
—... sabrán lo que ha hecho. ¿Y si se entera el rey?
Todos temíamos las lágrimas de la Combalet casi tanto como los ataques de furia de su tío. Ante el ministro, nadie salvo la viuda osaba quejarse ni mostrar debilidad, so pena de ser expulsados de su presencia. Pero de ella toleraba sus lamentos y su envidia histérica por las demás mujeres con un afecto resignado, que se volvía apenas condescendiente si se trataba de Pontcourlay, La Meilleraye o cualquiera de sus demás parientes. Su paciencia con la viuda era infinita y se lo perdonaba todo, como si entre ella y él existieran vínculos invisibles aún más fuertes que la sangre. Aun así, la Combalet no siempre se dejaba calmar por él, y esta vez creí oír una amenaza velada entre sus quejas. Me pregunté quién podía ser esa mujer sin nombre capaz de provocar tantos celos en la viuda.
—Su majestad no dará crédito a calumnias —respondió secamente el ministro—. Y os aconsejo que sigáis su ejemplo, por vuestro bien y el nuestro. Os lo advierto por última vez: olvidad lo que acabáis de decir, y yo haré que su majestad olvide que sois la única dama de la reina madre que aún no la ha seguido al exilio. De lo contrario...
El tintineo de la campanilla puso fin a la extraña conversación. Rápidamente, me devané los sesos. Fuera lo que fuese lo que tanto alteraba a monseñor, el quid era una mujer.
—¿Es la reina quien causa problemas? —improvisé—. ¿La reina madre? ¿Una de sus damas? ¿Una mujer... alguien próximo a monseñor?
En ese momento se abrió la puerta. La señora de Combalet salió a toda prisa del gabinete, cruzó la antecámara sin reparar siquiera en nuestras reverencias apresuradas, y se alejó al trote. Miré la puerta entreabierta por el rabillo del ojo y calculé que, a lo sumo, me quedaba un minuto para adivinar qué pasaba. Mi padre parecía luchar consigo mismo.
—León... no puedo decírtelo —susurró por fin—. Esta vez, no. Es imposible. Solo esto: haz exactamente lo que él te ordene, aunque vaya contra todo lo que crees saber, contra todas tus convicciones. Obedece sin dudar ni un momento, sin rechistar, y, sobre todo, sin hacer preguntas. No exagero si digo que, si lo consigues, la recompensa superará todas tus ambiciones. Pero si fracasas, no solo será el fin de tu ascenso y el mío, sino también el fin de su eminencia. Si cae, nos arrastrará con él. Depende de ti; nos va en ello la carrera, la fortuna, tal vez la vida.
Justo a tiempo; momentos después, el teniente me indicó en silencio que pasara.
Encontré a la Eminentísima a solas, de pie ante la chimenea, con un pliego en la mano. Cuando entré, no levantó la vista del fuego. Cerré la puerta a mis espaldas; con un ademán ausente de la punta de los dedos, me ordenó que echara el cerrojo. Luego, levantando la esquina de un tapiz que ocupaba una pared entera, me invitó a entrar, a través de una puertecilla oculta, en un aposento cuya existencia desconocía. Obedecí, ocultando mi asombro; algo muy grave ocurría cuando el hombre más amenazado del reino prescindía hasta de sus guardias más fieles.
Su eminencia cerró la puertecilla con cuidado, se dirigió a un pequeño escritorio al fondo de la estancia y luego, apoyándose sobre la mesa con su mano casi paralizada, permaneció inmóvil un buen rato. Aún no se había recuperado de la guerra en Mantua; estaba tan escuálido y macilento, que aunque apenas me doblaba en edad parecía tener mucho más de cuarenta y seis años. Me llegó el tañido apagado de las tres y media, y él seguía absorto en el pliego que tenía entre los dedos, en una quietud tan inusual que lo imité, sin atreverme a romper el silencio. Discretamente, dejé vagar la mirada alrededor de ese aposento donde no había puesto los pies en la vida y que mi padre, inseparable de monseñor desde su infancia, tampoco había mencionado jamás.
Era un cuarto pequeño y sin ventanas, cuyas paredes de ladrillo, ennegrecido por el humo de algunas lámparas, absorbían más que despedían la escasa luz. Estaba amueblado de forma espartana: el escritorio, una silla, un baúl cerrado, una estufa que sobresalía de la pared, y un gran mapa de Francia detrás de la mesa.
Pero lo que me llamó la atención no fue la austeridad de aquel lugar, impropia de un príncipe de la Iglesia y un grande del reino, sino la extraordinaria colección de cuadros que ocupaban las paredes como único adorno. Eran retratos, mejor dicho vestigios de retratos, tan maltrechos que parecían rescatados de los escombros de un incendio o de un campo de batalla. Unos estaban surcados de cuchilladas; otros conservaban la huella de las botas que los habían pisoteado, o estaban chamuscados a medias, como si los hubieran rescatado de una hoguera; y otros, arrancados brutalmente de sus marcos a juzgar por los bordes deshilachados, colgaban de la pared sujetos por clavos de hierro, como pingajos polvorientos.
A pesar de su mal estado, reconocí los rostros remotos pero familiares de personajes de la historia de Francia: aquí, la melena leonina del príncipe de Condé; a su lado, la nariz aguileña del mariscal de Bellegarde; más allá los rasgos toscos de Concino Concini...
Antes de que completara mi estudio de tan curiosa colección, un leve rasgueo me hizo volver a la realidad. Su eminencia había terminado de leer el pliego y se inclinaba sobre la mesa para anotar algo en el margen, amarillo y quebradizo por los años; sus bordes eran irregulares, como si alguien lo hubiera arrancado de un libro de actas. La caligrafía picuda me pareció diferente de la utilizada por los escribas parisienses.
—Tengo una tarea desagradable para vos, León. Se trata de capturar a una persona. Tiene en su poder documentos de un valor inapreciable. Si consigue vendérselos a los enemigos del rey, podría comprometer la seguridad del reino.
Hasta aquí, no me inquieté especialmente; los hombres de monseñor se pasaban la mitad del tiempo recuperando despachos robados, interceptando cartas y sobornando a agentes de toda índole para recobrar papeles más o menos sospechosos y atajar de raíz cualquier amago de conspiración. Era un secreto a voces que hasta la correspondencia de los grandes del reino se extraviaba periódicamente y pasaba por el despacho del ministro antes de llegar a sus destinatarios finales; ni siquiera fray José, su hombre de máxima confianza, habría puesto la mano en el fuego por el carácter secreto de sus misivas. Años atrás, yo había comenzado mi carrera en la «estafeta roja», como llamábamos al desvío y la copia de cartas ajenas. Hasta ahora, el sistema creado por el ministro había funcionado a la perfección, ahorrándonos más de un quebradero de cabeza.
—No seguiréis el procedimiento habitual —advirtió monseñor, al ver que no parecía preocupado—, porque no es una persona corriente. Es un conspirador, un espía y un traidor sin escrúpulos, capaz de matar a cualquiera que se interponga en su camino. Habla varios idiomas con fluidez, puede cambiar de identidad rápidamente, y se mueve con la misma facilidad en Francia, en Inglaterra y en los territorios del imperio. Ya consiguió una vez escapar de una prisión, y lleva meses burlando a la justicia francesa.
Eso sí que no era habitual. Monseñor asintió, satisfecho al ver que le prestaba la máxima atención.
—¿Cómo ha logrado eludir durante tanto tiempo a los servicios bien informados de vuestra eminencia? —quise saber.
—Por negligencia mía —admitió el ministro, impasible—. Por desgracia, es alguien a quien yo mismo tuve que recurrir en varias ocasiones: nadie más que esa persona disponía en aquel momento de los conocimientos y los enlaces excepcionales que necesitaba con el extranjero. Por supuesto, sucedió antes de descubrir su identidad, y la verdadera naturaleza de sus actividades como mercenario de los enemigos del rey.
—Pero... eso significa que conoce nuestros códigos —dije, alarmado.
—Así es. Pero no le servirá de nada: Rossignol ha preparado un nuevo sistema, que recibiréis antes de partir. —Antes de que pudiera preguntar adónde, añadió—: Además, el espía dispone de recursos para comprar la lealtad de otros, y cuenta con amigos influyentes. Todo ello lo vuelve muy peligroso.
—Entendido, monseñor. ¿De quién se trata?
En vez de responder, se volvió hacia el mapa, dándome la espalda.
—Muy peligroso —repitió para sí—, y toda precaución es poca. El asunto es urgente: hay indicios de que se ha puesto en contacto con el duque de Lorena y los españoles, sospecho que para ofrecer esos documentos al mejor postor.
Toda apariencia de calma había desaparecido, y los espasmos incontrolados de sus dedos me advirtieron de que se avecinaba un ataque de cólera. Más de una vez, había oído tras la puerta cerrada el restallido de su fusta descargándose sobre un secretario, el estrépito de muebles derribados y sus blasfemias, que sumían a todo el palacio en un silencio lleno de aprensión. Maldiciones contra la reina, la reina madre, la misma Francia, «la puta de los españoles, los ingleses, los imperiales, de todos, menos de su rey... si Francia fuera de cristal, la rompería en mil pedazos». Después, su eminencia se retiraba a su despacho privado, dejando con la palabra en la boca al desdichado que sin querer había desencadenado su furia, y solo reaparecía al cabo de varias horas, con la serenidad plácida de quien acaba de despertar de un sueño, cuando sus secretarios habían enderezado los muebles y restaurado algo de orden en el gabinete demolido.
Con un esfuerzo, el ministro volvió a quedar inmóvil, y prosiguió:
—Las puertas de las ciudades principales están vigiladas, y hasta hoy no me han informado de nadie que se ajuste a su descripción. Así que ya no está en Francia; ni tampoco entre los cortesanos de la reina madre.
Él sabía con pocas horas de retraso cuanto tramaba la vieja reina en su exilio de Moulins; Cavois vigilaba a distancia aquel avispero para tranquilizar a monseñor acerca de su estado de salud, y, sobre todo, de su correspondencia.
—Por lo visto, tampoco está en Flandes ni en Inglaterra, donde también hay orden de busca y captura por diversos motivos. Parece que la seguridad misma de varios reinos depende de una insignificante persona —murmuró, posando la mirada en las vetas de cuero del mapa, con sus puertos de montaña y sus fortalezas marcadas aquí y allá con alfileres negros, cuyo significado era un misterio para mí, con tal intensidad como si pudiera descubrir en ellos el rastro del espía que se las había arreglado para desaparecer de entre los vivos. Su mirada se desplazó en diagonal, desde Calais hasta Marsella—. Podría tratar de llegar a España, pero tendría que cruzar Francia de punta a punta, y en ese camino ya no hay un solo lugar seguro. ¿Dónde puede refugiarse un fugitivo...?
Cuando se encontraba a solas con la viuda Combalet o conmigo era propenso a meditar en voz alta, y casi me había costado su confianza descubrir que no siempre deseaba respuesta a sus preguntas. Aguardé en silencio, sopesando alternativas.
—El Franco Condado —afirmó él en voz muy baja.
Entendí su razonamiento al instante: ¿qué mejor lugar para un espía que una provincia tres veces enemiga de Francia, bajo los estandartes de Borgoña, España y el imperio?
—El Franco Condado es muy grande —aduje respetuosamente, y añadí para mis adentros: «Y ningún francés en su sano juicio pondrá el pie allí, so pena de terminar con su cabeza en la punta de una pica.» Él despegó la mirada del mapa y la fijó en un anillo que formaba parte de su anular.
—Y muy pequeño cuando se sabe adónde ir. ¿Cuánto tiempo hace que no visitáis la tierra de vuestros antepasados, señor Bouthillier?
«Desde que Francia está a punto de entrar en guerra con los borgoñones y ellos me saben al servicio de su mayor enemigo, señor de Richelieu», pensé, alarmado. ¿Por qué me enviaba precisamente a mí? La casa de mis antepasados maternos, ilustres auditores de cuentas y consejeros caídos en desgracia, estaba allí: nuestras tierras se ahogaban en el cerco formado por Dole, Dijon y Besanzón, el alma, el corazón y la cabeza de Borgoña. Si osaba poner un pie allí sería arrestado. Sentí que se me formaba una bola de hiel en la garganta.
—Pues bien, viajaréis allí esta noche. En el muelle del Puente Nuevo hallaréis la flotilla real de recreo; escoged la barca menos llamativa, y aguardad a que llegue vuestra escolta. Son mosqueteros que he elegido personalmente. No tenéis más que remontar el Sena hasta su nacimiento.
—¿Y luego, monseñor?
—En cada etapa del viaje, los mosqueteros que os acompañan os entregarán las instrucciones necesarias para seguir adelante.
Levantó la mirada del mapa y siguió hablando afablemente, pero sus pensamientos estaban muy lejos.
—Si tenéis algún contratiempo, o perdéis su pista, podéis recurrir al arzobispo-gobernador de Besanzón. Pero solo en caso de extrema necesidad —recalcó con suma lentitud.
El asunto tomaba un cariz decididamente feo, y tragué de nuevo: hacía poco que Gastón, el hermano menor del rey, había tratado de derrocarlo por enésima vez, y tras ser derrotado había huido de Francia, encontrándose con todas las puertas cerradas, menos las del Franco Condado, donde el arzobispo-gobernador lo acogió con los brazos abiertos y se negó a entregarlo al rey de Francia en sus propias barbas: la humillación aún le escocía al rey.
Su ministro tampoco dormía, obsesionado por escarmentar a aquellos borgoñones del demonio y su arrogante arzobispo. «El rey de Francia camina por el sendero de la paz», declararon los emisarios franceses ante el arzobispo octogenario cuando le exigieron que les entregara a Gastón. «Paz armada —replicó sin conmoverse el caudillo borgoñón—: El Franco Condado no quiere la guerra, pero defenderá sus fueros, y si el hermano del rey se acoge al derecho de asilo, lo protegeremos como a un borgoñón más.» Desde entonces, los correos de ambas partes a duras penas podían cruzar la frontera sin ser atacados por centinelas de uno u otro lado. Y ahora, el ministro me arrojaba a mí a las fauces del lobo...
—Existe una especie de tregua, un pacto entre caballeros cuando se trata de renegados y traidores —explicó, interpretando correctamente la aprensión que trataba de disimular—. El arzobispo no tiene interés en conceder asilo a tales indeseables, sobre todo si disponéis de órdenes de arresto como estas, firmadas por el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Decid a su ilustrísima a quién buscáis, y si es preciso demolerá su preciosa provincia para entregaros a esa persona.
Eché un vistazo al fajo de papeles que me tendía, y vi que el contenido de los dos era idéntico: una orden sellada y en regla, salvo por una cosa: en ningún lugar aparecía el nombre de la persona buscada. Con un escalofrío, recordé la reticencia de mi padre. Todo aquel asunto era irregular de principio a fin: debía buscar a alguien cuya identidad desconocía, en un lugar indeterminado en tierra hostil, con instrucciones nada explícitas, y un desenlace más que incierto. Todo ello indicaba la importancia que atribuía a esa misión. Poco tenía que perder, así que respiré profundamente y volví a la carga:
—¿De quién se trata? —repetí, alto y claro.
—La persona que buscáis ha adoptado muchos nombres a lo largo de su vida; algunos son auténticos, otros usurpados, pero ninguno basta para ocultar su pasado criminal. A la salida conoceréis su nombre. ¡Encontradla!
—De acuerdo, monseñor. ¿Qué ordenáis que haga después?
—Recuperad esos documentos; aquí tenéis la lista completa, que podréis descifrar durante el viaje con el nuevo código. Después... esa persona no debe escapar, regresar a Francia, ni estar en condiciones de volver a conspirar nunca, contra nadie, en ningún lugar. Usad los medios que os parezcan válidos. ¿Lo habéis comprendido?
—Sí, monseñor.
—De todas maneras, por conspirar contra el rey solo existe una condena —afirmó desapasionadamente, como si quedara la menor duda acerca de la solución que esperaba. «Desagradable», había dicho él mismo—. Cumpliréis vuestro cometido sin demora ni excusas, y luego regresaréis a París inmediatamente.
—Entendido, monseñor.
—Algo más: no revelaréis vuestra identidad a nadie, si podéis evitarlo. En lo que a su majestad respecta, esta misión no existe siquiera.
En otras palabras: «ya podéis ser mi nuevo secretario de Estado para Asuntos Extranjeros, que no os autorizo a usar vuestros poderes ni vuestra inmunidad para entrar en territorio enemigo, raptar a alguien, eliminarlo, y volver a salir anónimamente: arregláoslas como podáis, sin más que vuestro ingenio, para véroslas con los borgoñones, y con un adversario del calibre de su arzobispo-gobernador».
Sobre una esquina de la mesa había un saquito de cuero: con un gesto, me indicó que me lo apropiara. A juzgar por su peso contenía unas cien pistoles. Demasiado para un viaje tan corto; demasiado poco para los riesgos que implicaba. Ya me disponía a salir, cuando me detuvo con otro ademán.
—Aguardad un instante para recibir vuestras primeras instrucciones.
Aguardé, cada vez más incómodo, deseando alejarme de aquel lugar lo antes posible. Se me ocurrió qué era lo que estaba a punto de hacer: abandonar París para dirigirme, contra mi voluntad, al último lugar que hubiera deseado.
La espera se alargaba, se me hacía insoportable. Advertí que me agitaba, inquieto, y con un esfuerzo dirigí de nuevo mi atención a la galería de retratos, volviendo al principio, obligándome a fijarme en los detalles para distraerme: el príncipe de Borbón-Condé, favorito del duque de Alençon, descolorido y verdoso de moho; el mariscal de Bellegarde, favorito de Enrique III, sucio de hollín; el señor de Bussy d’Amboise, favorito del duque de Anjou, maltratado pero reconocible; enfrente de ellos, Concino Concini, favorito de la reina madre, con la palabra «CERDO» pintarrajeada encima de sus ojos; Jorge Villiers, favorito del rey Carlos Estuardo, algo chamuscado...
Me detuve en el último, un hombre indeciblemente hermoso, cuyas facciones desgarradas a navajazos colgaban medio desprendidas de la tela; lo habían desfigurado con tal saña, que solo sus ojos inconfundibles seguían intactos. De pronto, comprendí el malestar que había sentido al contemplarlos, y por qué aquel desfile macabro de rostros mutilados, quemados y cosidos a estocadas me causaba tal desazón. Todos ellos, antaño ilustres, habían sido favoritos de reyes. Todos habían sido adorados, y odiados; todos habían alcanzado la cúspide del poder, para luego ser arrojados desde la cima al abismo por los mismos amos que los habían encumbrado: Condé, envenenado por Enrique IV; Bellegarde, envenenado por la reina Catalina de Médicis; Bussy, apuñalado por instigación de Enrique III; Concini, linchado por orden de Luis, nuestro rey; Villiers, asesinado por orden de la reina de Inglaterra, y el último, el más célebre de los favoritos, Enrique de Lorena, duque de Guisa...
La voz del ministro interrumpió mi ensoñación.
—Rossignol ha llegado, y os espera abajo. Podéis partir, León.
Con una última mirada al retrato acuchillado, me incliné sin decir una palabra, y salí.
¿A quién buscaba? ¿Por qué su eminencia se mostraba tan reacio a decírmelo? Sobre todo: ¿por qué yo? Recordé la consigna: obedecer sin rechistar, sin hacer preguntas; de lo contrario, caeríamos todos. Solo eso importaba. Aunque me hubiera ordenado perseguir a mi propio padre, ¿podía elegir? Todo lo que éramos se lo debíamos a su eminencia: cargos, honores, fortuna. La misión que me encomendaba era una prueba de fuego de su confianza: hoy era su favorito, su siervo incondicional, como antes mi padre, y como cualquier otro que viniera después de mí si yo fracasaba. ¿Podía fracasar? Abandonado, derribado y sin protección, seguiría la suerte de otros favoritos malogrados, y no sobreviviría mucho tiempo; tal vez días escasos. El tiempo había empezado a correr.
Apresurándome a través de la antesala, la escalinata, el pasillo hacia la entrada, traté de no pensar, de no mirar atrás. Los retratos me quemaban. ¿Por qué su eminencia, el favorito todopoderoso del rey, se rodeaba de sus predecesores asesinados a la hora de tomar sus decisiones más graves? ¿Por ironía? ¿Por un presentimiento? ¿Acaso eran una advertencia muda? A cada paso, recordaba el destino truncado de cada uno; sus rostros me acosaban sin tregua. No podía apartar de mi mente la visión del último: los rasgos inolvidables del duque de Guisa: el más poderoso, el más peligroso de todos...
—¡Señor secretario!
Me paré en seco. Sin darme cuenta había salido al patio de honor, y un hombre me seguía dando zancadas, tratando de alcanzarme mientras me tendía un paquetito. Reconocí al maestro criptógrafo de su eminencia y automáticamente lo tomé de sus manos: estaba sellado con lacre. Con la misma discreción con la que había aparecido, retrocedió y volvió a confundirse con las columnas que rodeaban el patio.
Rompí el sello y examiné su contenido a la luz de las antorchas: dentro había un cuaderno de notas, lleno de signos incomprensibles, y un papelito doblado. Sujetando el papel con las dos manos para que no me temblaran, lo abrí y leí, ahogando un grito:
«LADY CARLISLE.»
PREFACIO
EL TERCIADO, EL ERMITAÑO Y EL JOROBADO
Blois, 1588
a víspera del nacimiento del Señor en el año 1588, bajo el rey Enrique III de Francia, lo que había logrado sobrevivir de su reino dormía aún, a excepción de una compañía de jinetes que cabalgaban siguiendo el cauce del Loira. A su paso, a ambos lados del sendero sepultado por la nieve, asomaban entre los bosques las ruinas de aldeas incendiadas y torreones demolidos por la guerra civil.
Al doblar un recodo, la mole del castillo de Blois apareció de improviso en lo alto de un promontorio. La luna creciente iluminaba oblicuamente la fachada suspendida sobre el río dejando el resto en la sombra, como si un hachazo de luz hendiera el palacio en dos y la mitad cuyo reflejo parecía arrastrar la corriente amenazara con hundirse en el agua.
A la vista del palacio en toda su magnificencia la compañía de jinetes aminoró el paso involuntariamente, con igual aprensión que si tuvieran que asaltarlo en vez de hallar sus puertas abiertas de par en par.
El caballero al frente sintió la oleada de indecisión que se extendía entre ellos. El rey que los había enviado se ocultaba en el parque, bastante cerca para distinguir una señal de ellos, pero lo bastante lejos para escapar del peligro. Al ver las almenas fuertemente custodiadas la confianza de sus hombres empezó a debilitarse. La superstición de los soldados tenía por un mal presagio que el rey hubiera elegido para su misión el día más sagrado del año.
Antes de que la indecisión de los jinetes se contagiara a sus monturas y recularan instintivamente, el hombre al frente espoleó a su caballo y se lanzó a galope hacia el palacio.
—¡Caballeros, por el rey!
El hechizo se rompió. La compañía se lanzó detrás de su caudillo, gritando a una voz:
—¡Por el rey!
Los arqueros que custodiaban el patio de honor se echaron a un lado al irrumpir la tromba de jinetes; su teniente reconoció a los Cuarenta y Cinco, la guardia personal del rey, y los dejó pasar sin hacer preguntas. Advirtió que todos ellos venían armados con alabardas, arcabuces y pistolas. Habitualmente el rey gustaba de cabalgar entre ellos desarmado y sin sombrero, como un caballero más, pero esa noche el teniente no lo vio entre sus soldados.
Al frente de los Cuarenta y Cinco galopaba un hombre huesudo de unos cuarenta años cuyo caballo le obedecía sin necesidad de emplear riendas o espuelas, como si fuera una extremidad más de sí mismo. Cuando se irguió sobre su montura para dirigirse a sus hombres y levantó el bastón de mando blanco y oro el teniente reconoció al gran preboste de Francia, Francisco de Plessis de Richelieu, que se había ganado el sobrenombre de «Ermitaño» por su semejanza con el verdugo del difunto Luis XI. El teniente se acercó a él sombrero en mano.
—¿El señor duque de Guisa?
—Está reunido con el Consejo, capitán —contestó el teniente, que nunca había visto a Enrique III prescindir de su guardia personal y menos aún en Blois, si el duque se hallaba también en el castillo.
—¿Quién más?
—Diputados de París y su eminencia, el cardenal de Guisa.
El gran preboste echó pie a tierra y se dirigió hacia la entrada, seguido por varios de sus hombres mientras el resto aguardaba en el patio. Los soldados eran más numerosos y parecían más alerta que de costumbre, pero ni uno le pidió el santo y seña o se interpuso en su camino. El gran preboste de Francia no necesitaba abrir la boca para que le abrieran paso.
El Ermitaño conocía de memoria los vericuetos del palacio. Subió al segundo piso, pasando de largo ante las puertas cerradas del salón principal, que acogía desde hacía dos meses a los Estados Generales. Al ver a un oficial, los centinelas apostados ante la puerta se cuadraron en silencio.
El gran preboste subió por la escalera octogonal. En lo alto lo esperaba un hombrecito cuya túnica hasta los pies no disimulaba su figura contrahecha; juntos se dirigieron a los aposentos del rey. Estaban vacíos. En la antecámara el Ermitaño apostó a ocho de sus hombres, armados con puñales bajo sus capas, y de allí pasó con los demás al dormitorio del rey.
El Ermitaño cerró la puerta detrás de ellos y examinó la estancia. Tres paredes sólidas, ventanas a pico sobre el patio, sin salidas secretas detrás de los tapices. A un gesto suyo los trece caballeros se alinearon con la espalda contra la pared, donde podían observar quién entraba sin ser vistos. El gran preboste consultó el reloj italiano que adornaba una pared: las siete de la mañana. Guisa era muy apreciado por las damas, pero hasta un aficionado a los torneos horizontales nocturnos como él estaría ya despierto.
—Haced venir a su gracia el duque de Guisa —ordenó a uno de los caballeros más jóvenes, que lo interrogó con los ojos. El Ermitaño recalcó cada palabra—. Orden del rey.
El muchacho sintió que sus cabellos se erizaban bajo el sombrero; si le hubieran mandado buscar al anticristo no habría sentido más aprensión. Enrique III, rey sin reino por culpa de Guisa, había huido de su palacio de noche. Si él temía tanto a Guisa ¿qué podría hacer un puñado de hombres? Bajo la mirada del Ermitaño, el soldado tragó saliva:
—Sí, mi capitán.
El muchacho bajó al salón principal. En los viejos tiempos allí había gobernado el rey, cuando aún se le obedecía; allí se paseaba la reina madre moribunda con sus trescientas damas de honor y allí imperaba el duque ahora con la arrogancia de un usurpador, capitaneaba a los traidores de la Liga, reunía al Consejo cuando le venía en gana, irrumpía en los aposentos reales sin guardar siquiera el decoro de las apariencias. Lo único que unía a los dos Enriques, el rey despreciado por los franceses y Guisa, el bienamado, era su lucha por la corona: Enrique III por conservarla, Guisa por arrebatársela. El rey estaba a punto de perder la guerra. El guardia respiró hondo y empujó la pesada puerta de marquetería de la sala.
El duque no solo estaba despierto, sino trabajando. A juzgar por las caras grises de cansancio y frío que asomaban entre los pliegues de las gorgueras, había hecho madrugar al Consejo, los ministros y varios nobles de provincias. Todos enmudecieron ante la intrusión del joven.
Alrededor de una mesa al fondo de la sala, cerca de la chimenea, se sentaban los dignatarios de la Liga, marionetas que el duque manejaba a su antojo. Entre ellos Luis de Lorena, cardenal de Guisa, con los pies apoyados sobre un escabel bajo el manteo. Presidía la mesa su hermano mayor; Enrique de Lorena, duque de Guisa, el Terciado, que escuchaba con atención a alguien sentado a su izquierda. Los demás aguardaban con deferencia a que tomara la palabra.
El joven nunca lo había tenido tan cerca. Entre aquellos mandatarios y rodeado de sus cortesanos, el porte del duque irradiaba poderío y dignidad, y el guardia recordó con vergüenza la figura ridícula del rey. A punto de cumplir treinta y ocho años, el duque de Guisa conservaba en su aspecto la somera elegancia que siempre lo había distinguido, desde la perla que pendía de una oreja como única joya al jubón de raso gris desprovisto de bordados, desdeñando la profusión de lazos y cintas que inundaban los trajes del rey y sus «miramelindos», compañeros de correrías del rey y nuevos árbitros de la moda.
El joven contempló a Enrique de Lorena de abajo arriba, y al llegar a su cabeza descubierta no pudo apartar la vista. El duque se hallaba vuelto hacia su interlocutor de modo que su rostro, célebre en todo el reino por su belleza, estaba en la penumbra. Sus pupilas resaltaban como puntos de metal bruñido en su fisonomía alerta, sin mostrar asomo de fatiga pese a no haberse acostado en toda la noche, y el joven sintió a su pesar la misma simpatía mezclada de admiración que el duque sabía inspirar en sus seguidores.
La sala terminó por quedar en silencio. Todos miraban fijamente al recién llegado. El duque se percató de la interrupción y volvió lentamente la cabeza hacia el joven revelándole su otro perfil, desfigurado por la bala de un hugonote.
—¿Qué se os ofrece? —preguntó Guisa cortésmente. Su expresión no delató impaciencia, ni dio señales de reconocerlo mientras alargaba dos dedos interminables hacia una fuente de ciruelas en el centro de la mesa.
El guardia se mordió los labios. El rey, celoso de la fidelidad de sus hombres y temiendo que Guisa los corrompiera, había prohibido a sus Cuarenta y Cinco conversar con el duque. Guisa no lo ignoraba, y su cortesía era una provocación; cuando él hablaba, había que responder. Así que el joven se inclinó ambiguamente hasta los pies del duque y luego le susurró algo al oído al secretario de Estado, Revol, quien se puso de pie para transmitir su mensaje a Guisa.
—El rey os espera en su antiguo gabinete, vuestra gracia —anunció.
Un murmullo surgió entre los hombres sentados a la mesa; el cardenal de Guisa movió la cabeza, disgustado. Resultaba difícil interpretar certeramente la expresión del duque, aún más desconcertante desde que la cicatriz de guerra le helara la mitad de la cara.
El joven esperaba uno de los desplantes típicos que se le atribuían al duque, un insolente: «¿Qué me quiere el príncipe de Sodoma?» que hiciera reír al Consejo a expensas del monarca. Las francachelas del duque no tenían nada que envidiar a las del rey, pero Enrique de Lorena era padre de catorce hijos legítimos y unos cuantos bastardos y sus muchas conquistas reforzaban su aureola viril, mientras los niños amantes de Enrique III, amans contra natura, incapaz de darle un heredero a Francia, eran el blanco predilecto de las burlas de la corte. El joven hubiera preferido una irreverencia cuando Guisa se levantó con la elegancia que el rey había renunciado a imitar, el sombrero en la mano derecha y la capa arrollada con descuido en el brazo izquierdo, e inclinó la cabeza levemente ante el Consejo ofreciendo excusas que nadie habría osado pedirle.
—Vos primero, caballero —invitó Guisa. El joven se alegró de que el duque lo siguiera sin hacer más preguntas. O pensaba de veras que iba a ver al rey, o su confianza en sí mismo no tenía límites.
El camino de vuelta se le hizo interminable. El duque no volvió a dirigirle la palabra, y el joven se guardó de hablar. A medio camino cayó en la cuenta de que los centinelas habían desaparecido de sus puestos. El joven se contuvo para no apresurar el paso y rezó por que el ojo militar del duque no advirtiera ese descuido. Bastaría una sospecha y Enrique de Lorena aún estaría a tiempo... Últimamente no pasaba día sin que el duque recibiera avisos de sus seguidores, cada vez más apremiantes a medida que el odio del rey crecía en silencio. Una advertencia susurrada al oído de Guisa en un pasillo a oscuras, unos versos dentro de su misal, una profecía deslizada furtivamente bajo la puerta de su aposento. Enrique de Lorena cerraba los ojos, ignoraba los presentimientos, despreciaba las advertencias con un risueño: «No se atreverá.»
A hurtadillas, el joven se aseguró de que el duque seguía sumido en sus pensamientos. Contempló de soslayo el tajo que trece años antes le había arrancado una mejilla dejando al descubierto su calavera en un rictus perpetuo, sin destruir la perfección del resto, como si el rostro de Guisa fuera un perfil de mármol inacabado por el capricho de un escultor.
La puerta de la antecámara real estaba cerrada. Enrique de Lorena se adelantó al joven y la abrió. El guardia vio a sus compañeros sentados sobre un banco y arrebujados en sus capotes, dormitando. Al entrar el duque, uno de ellos dio una voz de aviso y los ocho guardias se levantaron de un salto, poniéndose firmes. El duque correspondió distraídamente al saludo y pasó al dormitorio. La puerta de la antecámara se cerró detrás de él.
Inmediatamente, trece caballeros desenvainaron sus espadas.
—¡En nombre del rey! —ordenó el gran preboste.
El duque de Guisa entornó los ojos.
—¿Se os ha subido el vino a la cabeza, capitán?
Y giró sobre los talones para volver a la antecámara. En el umbral se paró de golpe; ocho puñales apuntaban a su garganta. El duque no retrocedió.
—¡Me arrestáis, a mí!
El Ermitaño repitió la orden. El duque se cruzó de brazos y miró uno por uno a los soldados. Invocando el nombre de su padre muerto, el joven que había ido a buscarlo a la sala del Consejo reunió todo su valor y se plantó delante de él.
—¡Por el señor de Maugiron!
Su espada brilló en el aire y se hundió en el cuello del duque. Enrique de Lorena consiguió mantenerse en pie. Su mano se cerró como un cepo sobre la garganta del joven, describió un molinete en el aire y el guardia se estrelló contra la pared. Guisa tuvo tiempo de derribar a tres hombres más, mientras los restantes caballeros se le acercaban lentamente. Cada uno tenía en los labios el nombre de un hermano, un amigo o un compañero de armas muerto a manos del duque.
—¡Por Caylus!
—¡Por Saint-Mesgrin!
Siete espadas atravesaron el costado y el pecho del duque. El resto lo atacó por la espalda, ensañándose con él, tratando de asestarle el golpe de gracia al ver que aún se sostenía en pie. Enrique de Lorena se llevó la mano derecha a la frente y la dejó caer sobre el pecho, encima de un puñal clavado hasta la empuñadura, esbozando la señal de la cruz. El gran preboste contempló cómo el cuerpo del Terciado se iba derrumbando a sus pies.
—Por el rey —dijo simplemente.
El duque cayó boca arriba, mirando al frente, mientras su cara se agrietaba de oscuro y la sangre brotaba de su garganta abierta a impulsos de cada latido.
—Miserere... mei... Deus...
Su mano agarró el cortinaje que pendía del lecho real y rasgó el terciopelo bordado con lirios de oro. Los caballeros lo rodearon sin soltar sus espadas, y el cerco de sus botas salpicadas se estrechó en torno del cuerpo del duque hasta que sus convulsiones cesaron.
En un rincón de la estancia, el Jorobado mantuvo los ojos cerrados hasta que los sonidos se extinguieron y el Ermitaño lo tomó por un codo para indicar que todo había terminado. Entonces se arrodilló al lado del cuerpo, apoyó el oído sobre el corazón del duque y al cabo de un instante se puso de pie, santiguándose.
—Saludo a la alteza caída —murmuró, tan bajo que el Ermitaño fingió no haber oído.
El gran preboste se agachó y tocó el cadáver. Abrió las manos agarrotadas por la agonía; los dedos se aflojaron y el Ermitaño registró las mangas ensangrentadas del jubón. Encontró un papel; lo desplegó, sacudiendo un resto de talco, y leyó la carta que Enrique de Lorena había escrito al rey Felipe II de España. «Para alimentar la guerra civil en Francia necesito 700.000 libras cada mes...» El gran preboste se la guardó como prueba de la traición. Luego abrió la ventana y se asomó al patio, lleno de guardias, cortesanos y gente que acudía al castillo ajena a lo que acababa de suceder.
—¡El duque de Guisa ha muerto! ¡Viva el rey!
Durante largo tiempo, silencio. Primero resonó el eco de uno o dos caballeros de la guardia real. Luego el clamor subió hasta la ventana y se extendió por el palacio.
—¡Viva el rey! ¡Abajo el duque!
El gran preboste se limpió las manos en las cortinas desgarradas y se volvió hacia los caballeros, cuyas espadas sobresalían aún del cadáver.
—Señor de Roquelaure, elegid diez hombres y cerrad las puertas. Que nadie abandone el palacio. Montaud, quiero al señor cardenal de Guisa confinado en la torre, y a dos centinelas ante su celda. Touges, id a buscar al rey. Vos, Loignac, y vos, Pichery, aguardad a que venga el rey y luego llevad al señor de Guisa al patio de honor. Y vos, acompañadme.
El guardia más joven, todavía aturdido por la lucha desesperada del duque, lo siguió al patio. El gran preboste se tapó los oídos, ensordecido por los «muera» a Enrique de Lorena aullados por la chusma que ayer lo aclamaba.
Una inspección de las puertas conocidas y de algunas que no figuraban en ningún plano del castillo tranquilizó al Ermitaño: nadie de los presentes en la sala del Consejo había tenido tiempo de escabullirse.
Entretanto, Touges llegó a una encrucijada del parque de Blois. Enrique Sin Miedo se ocultaba desde hacía horas entre los árboles con un pie en el estribo, dispuesto a huir al menor indicio de que sus guardias hubieran fracasado; Enrique III ya no creía en milagros. Guisa es impredecible. Era. El rey tuvo que hacer un esfuerzo para pensar en su rival en pasado.
Touges saltó de su montura en cuanto reconoció a Enrique III y dobló una rodilla:
—Sire, está hecho.
Sire. Por encima de todos los príncipes. Enrique III contuvo el aliento.
—¿El duque...?
—Se resistió. Hubo que matarlo, señor —mintió el mensajero.
—¿Cómo murió?
El soldado sostuvo la mirada del monarca, sabiendo que su respuesta podía ganarle el favor real o costarle la cabeza.
—Sin confesión —contestó, sin más. ¿Cómo muere un Guisa? Involuntariamente, Touges se puso firme y Enrique III recibió la respuesta que más temía: «como un rey».
—¿La Liga?
—Sus jefes y el hermano del duque están encerrados en el castillo.
—Está bien. Reunid a la tropa y poneos en marcha. Tenéis un mes para traerme a todos los rebeldes de la Liga.
Touges, que llevaba dos días y una noche a caballo, hizo una reverencia, volvió a montar, picó espuelas y se perdió en una polvareda de nieve.
El rey echó a correr hacia el castillo. Cuando alcanzó el patio de honor, entre los vivas de la gente, los Cuarenta y Cinco ya se dispersaban en las cuatro direcciones.
Enrique III subió de tres en tres los escalones; a medida que se acercaba a sus aposentos aminoró el paso, y vaciló ante la puerta de la antecámara.
El gran preboste aguardaba frente a la ventana, con las manos detrás de la espalda. Al ver entrar al rey se apartó con una reverencia. Enrique III se detuvo en el umbral de su dormitorio: el dosel hundido y los tapices desgarrados demostraban la resistencia feroz de su rival. Se preguntó si tanta sangre podía proceder de un solo hombre.
El