Título original: White Heat
Traducción: Luis Murillo Fort
1.ª edición: diciembre, 2014
© 2014 by M. J. McGrath
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B 27112-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-513-0
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Para Simon Booker
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Agradecimientos
Un poco de geografía y nota sobre el inuktitut

1
Mientras ponía a calentar un trozo de iceberg para el té, Edie Kiglatuk reflexionó sobre los motivos por los que la expedición de caza había resultado un fracaso tan espectacular. De entrada, los dos hombres a quienes servía de guía eran pésimos tiradores. En segundo lugar, no parecía que a Felix Wagner y a su compinche Andy Taylor les importara cobrar o no alguna pieza. Los dos últimos días se los habían pasado estudiando mapas y haciendo anotaciones. Tal vez sólo estuvieran en el Ártico por aquello de la aventura, seducidos por la romántica idea de convivir en tierras vírgenes con los esquimales, tal como prometía el folleto de la expedición. Ella, sin embargo, decidió que a menos que mataran algún animal para comer no iban a durar mucho tiempo vivos.
Vertió el agua que acababa de hervir en un termo que contenía qungik, lo que los blancos llaman té del Labrador, y reservó el resto para ella. Había que recorrer más de tres mil kilómetros en dirección sur desde Umingmak Nuna, isla de Ellesmere, donde se hallaban en ese momento, para encontrar qungik silvestre en la tundra, pero por alguna razón los del sur pensaban que el té del Labrador era más auténtico. De ahí que ella sirviera siempre esa variedad de té a sus clientes. Su preferido, en cambio, era el típico English Breakfast, concretamente el de la marca Soma, preparado con agua de iceberg, mucho azúcar y una gotita de grasa de foca. Una vez, un cliente le había dicho que en el sur el agua había pasado por intestinos de dinosaurio antes de llegar al grifo, mientras que el agua de iceberg no la había tocado animal ni ser humano prácticamente desde el inicio de los tiempos. Quizá fuese uno de los motivos, suponía Edie, de que los sureños estuvieran dispuestos a apoquinar decenas de miles de dólares para subir al norte de los nortes. Desde luego, Wagner y Taylor no habían viajado para ir de cacería.
Dentro de muy poco, aquel par de turistas iba a recibir una dosis de auténtico Círculo Polar mucho mayor que lo que habían imaginado. Pero aún no lo sabían. Mientras Edie preparaba el té, el viento había cambiado; soplaban borrascosas rachas procedentes del este, del casquete glaciar groenlandés, lo que presagiaba una ventisca. No sería inminente, pero tampoco tardaría mucho. Había tiempo de sobra para llenar de té los termos y volver a la playa de grava donde Edie había dejado a los dos hombres preparando el campamento.
Tiró otro trozo de iceberg al cazo y mientras el agua se calentaba, sacó de su mochila un pedazo de igunaq y cortó unas rodajas de aquella tripa de morsa fermentada. Masticar igunaq llevaba su tiempo, lo cual formaba parte de la gracia, y mientras se ponía a ello, Edie empezó a pensar otra vez en el dinero y de ahí pasó a su hijastro, Joe Inukpuk, que era el principal motivo de que en ese momento se encontrara en compañía de dos hombres que no sabían disparar. Hacer de guía le salía más a cuenta que dar clases, su otra ocupación, y Joe necesitaba dinero si quería sacarse el título de enfermería. No iba a recibir ninguna ayuda de Sammy, su padre (y ex de Edie), ni de su madre, Minnie. Edie no se asustaba fácilmente —no en vano había sido cazadora de osos polares—, pero le daba un poco de miedo lo mucho que Joe deseaba seguir adelante con sus estudios. El Ártico estaba repleto de profesionales qalunaat, médicos blancos, enfermeros y enfermeras blancos, abogados e ingenieros blancos, y en general eso estaba bien, pero ya iba siendo hora de que los inuit contaran con sus propios profesionales. Joe era listo y parecía muy comprometido con la idea. Con un poco de suerte, y siendo ahorrativa, Edie calculaba que para el siguiente verano reuniría dinero suficiente para costearle el primer año de facultad. Hacer de guía para cazadores aficionados no era nada del otro mundo, venía a ser como salir de excursión por esos hielos tirando de un par de niños de pecho. Conocía hasta el último glaciar, fiordo o esker en ochocientos kilómetros a la redonda. Y nadie sabía tanto de caza como ella.
El trocito de iceberg se había fundido y Edie estaba desenroscando la tapa del primer termo cuando un chasquido atravesó la penumbra ártica. Edie dio un respingo, lo que hizo que se le cayera el recipiente. Al instante el líquido se evaporó formando un penacho de cristales de hielo. Como cazadora que era, identificó rápidamente aquel sonido: el estampido de un calibre 7 milímetros, rifle de caza, algo por el estilo de los Remington 700 que llevaban sus clientes.
Escrutó el hielo marino confiando en encontrar una pista de lo que había sucedido, pero el iceberg oscurecía su visión de la playa. Hacia el este, la tundra le devolvió la mirada, tan vasta como inflexible. Una ráfaga de viento levantó vapor de escarcha del hielo. Edie sintió una oleada de cólera. ¿Qué diablos estaban haciendo aquellos qalunaat cuando se suponía que tenían que estar montando el campamento? Dada su falta de entusiasmo en lo que a cazar se refería, era improbable que hubiesen disparado a algún animal. Tal vez un oso se había acercado más de lo debido y habían hecho un disparo de advertencia, aunque, de ser así, le parecía raro que Bonehead, su perro, no hubiese advertido su presencia y se hubiera puesto a ladrar. Un perro tan sensible como Bonehead podía olfatear a un oso a dos o tres kilómetros de distancia. Tendría que ir a investigar. Hasta que regresaran al poblado de Autisaq, aquellos dos hombres estaban bajo su responsabilidad, y Edie se tomaba muy a pecho sus responsabilidades. Sobre todo últimamente.
Cogió el termo que se le había caído, nerviosa por haber derramado el agua, y luego, tras comprobar su rifle, se encaminó hacia la motonieve atravesando el ventisquero con su habitual paso firme y decidido. Al verla, Bonehead, que estaba atado al remolque, alzó la cabeza y meneó la cola; si hubiera captado el menor rastro de un oso, en aquel momento ya estaría como loco. Edie le dio unas palmaditas y empezó a recoger sus cosas de cocinar. Justo cuando estaba metiendo los termos debajo de la lona, sonó un grito desesperado que resonó por todo el mar de hielo. Bonehead empezó a ladrar. Al instante, Edie notó que el cuello se le ponía rígido y se le aceleraba el pulso. Hasta entonces no se le había pasado por la cabeza que alguien pudiera estar herido.
Una voz empezó a pedir auxilio a gritos. Fuera quien fuese el pobre diablo, se había olvidado del consejo que ella les había dado, de no alzar la voz cuando estuvieran en campo abierto. En este terreno, un grito podía provocar que se desmoronara una pared de hielo, o un alud de nieve. O alertar a un oso que estuviera en las cercanías. Edie pensó en gritarle al imbécil que se callara, pero el viento soplaba hacia ella, de modo que los cazadores no la oirían.
Ordenó a Bonehead que dejara de ladrar y se dijo a sí misma: «Ikuliaq! ¡Cálmate!»
Uno de los dos debía de haber sufrido un accidente. No era poco habitual. En los doce años que llevaba haciendo de guía para cazadores sureños había visto más accidentes que peces hay en una charca de desove: egos hinchados como globos, gente inexperta dándose importancia por ir cargada de artilugios de alta tecnología, creyendo que aquello iba a ser como la cacería de patos en Iowa durante el puente de Acción de Gracias, o como la matanza selectiva de ciervos en Wyoming por Año Nuevo. Y luego ponían el pie en los hielos del Ártico y la cosa ya no les parecía tan sencilla. Si no los asustaba un oso, lo hacían el frío o el viento extremados, el sol inclemente y el rugido del hielo de la banquisa. Para quitarse el miedo del cuerpo recurrían a las bravatas y al alcohol, y ése era el origen de los accidentes.
Puso la motonieve en marcha, rodeó el iceberg y atravesó un tuniq, hielo marino viscoso. El viento había arreciado y acribillaba sus ojos con cristales de hielo. Cuando se ajustó las gafas de nieve, los cristales se cebaron en la piel sensible de alrededor de la boca. Mientras nadie estuviera gravemente herido, pensó, podían esperar a que pasara el temporal; ya iría alguien a ayudarlos en cuanto mejorara el tiempo. Por el momento construiría un iglú para que estuvieran cómodos, y echaría mano del botiquín de primeros auxilios para salir del paso. Tenía conocimientos suficientes para eso.
Sus pensamientos derivaron brevemente hacia lo que pensaría el consejo de ancianos. Todos a excepción de Sammy veían con malos ojos que una mujer hiciera de guía a unos hombres. Siempre estaban buscando algún pretexto para desbancarla, aunque por el momento no habían dado con ninguno. Sabían que ella era el mejor guía de todo el Ártico superior. Jamás había perdido a un cliente.
La motonieve empezó a dar brincos por una zona de agujas de hielo, y eso la devolvió a la realidad. Como su abuelo Eliah solía decir: hacer conjeturas es una enfermedad de los blancos. Claro que ella era medio blanca, de modo que quizá no pudiera evitar hacerlas. En cualquier caso, ahora no servía de nada. La clave para sacar a todo el mundo del apuro, fuera éste el que fuera, consistía en centrarse en el presente. El Ártico superior sólo tenía cabida para el ahora.
Del otro lado de la loma de hielo viscoso, una silueta humana emergió de la penumbra: era el tipo flaco, el ayudante de Wagner. Edie hizo un esfuerzo por recordar su nombre. Mentalmente lo tenía registrado como Stan Laurel, sólo que sin gracia. Ah, sí, Andy, Andy Taylor. Vio que agitaba frenéticamente los brazos. Al aproximarse ella a la playa de grava, Andy volvió corriendo al lugar donde su jefe yacía boca arriba. Edie detuvo el vehículo en el trecho de hielo y recorrió a pie el esquisto cubierto de nieve. Taylor le indicaba por gestos que se diese prisa —el muy capullo—, pero ella siguió al mismo paso. Correr significaba sudar; sudar significaba hipotermia.
Al acercarse comprobó que la situación era más grave de lo que había imaginado, y de repente comprendió el pánico de Taylor. El herido no se movía. Bajo el brazo derecho se había formado un gran charco de sangre, que empezaba a derretir la nieve de alrededor para formar una especie sorbete de tonos violáceos del que se elevaba un hilo de vapor.
—¿Qué ha pasado?
—Yo estaba allí, en la otra punta —musitó Taylor—. Oí el estampido y vine corriendo. —Señaló unas huellas que el viento ya estaba borrando—. Mira, mira, ¿lo ves?
«Piensa, mujer.» A pesar de la compañía —o tal vez precisamente por ello—, Edie se sintió irremediablemente sola. Lo primero era llamar por el teléfono vía satélite y hablar con Robert Patma o con Joe. El bueno de Joe, que llevaba un año trabajando de voluntario en la clínica de Patma y que parecía haber adquirido casi tanta experiencia como el propio enfermero jefe. Echó un vistazo al herido. No, pensándolo mejor, lo primero era detener la hemorragia.
Volvió a la motonieve, sacó el botiquín y regresó por la playa hasta donde yacía el herido. Taylor estaba de rodillas al lado de Felix Wagner, con una expresión de pavor en el rostro y procedía a aflojarle la parka. Ella se arrodilló a su lado y le indicó que se apartara.
—El disparo ha venido como de la nada, te lo juro —dijo Taylor, y a punto estuvo de quebrársele la voz. Puso cara de desesperación, como si comprendiera que aquello no era suficiente, y añadió—: Como caído del cielo.
Edie nunca había visto a un hombre tan mal herido. Tenía espuma en la boca, jadeaba, y miraba a un lado y a otro, pero sin ver. Estaba pálido como la tiza. Un olor a orina flotaba en el ambiente, pero Edie no conocía tan bien los olores de aquellos dos como para saber cuál de ellos se había meado encima. Retiró la parka de Wagner hacia los lados e inspeccionó la herida a través del forro polar. Al parecer la bala había entrado por el esternón. La sangre no manaba a chorros, por lo que Edie dedujo que la bala había pasado cerca de una arteria pero sin tocarla; no obstante, en el caso de que hubiera colapso pulmonar la vida de Wagner correría grave peligro.
—De modo que no has visto nada ni a nadie... —musitó Edie.
—Yo no he sido, joder, si es eso lo que piensas. —A Taylor volvió a quebrársele la voz—. Ya te lo he dicho, yo estaba allí, echando una meada.
Edie lo miró a los ojos y recordó que dos días atrás, nada más verlo bajar del avión, no le había caído bien. Y nada de lo que había hecho en los últimos cinco minutos había contribuido a mejorar esa opinión.
—Por el amor de Dios, yo no tengo nada que ver.
—Te equivocas —dijo ella, volviendo a mirar al herido—. Esto tiene que ver contigo y conmigo, y no sabes cuánto.
Wagner sudaba profusamente y su pulso era rápido y débil. Edie había visto animales en ese estado. Era el shock. Aunque el pulmón aguantara, Wagner lo tendría muy difícil para sobrevivir. Lo prioritario era cortar el flujo de sangre y mantenerlo caliente. Dada la localización de la herida, era muy improbable que Wagner se la hubiese infligido a sí mismo por accidente, pero su instinto le dijo a Edie que Taylor no mentía. Lo miró de reojo: sus guantes no estaban sucios de pólvora. A menos que estuviese muy equivocada, el flaco no era el autor del disparo. Acercándose más a la herida, extrajo de la carne dos pequeños fragmentos de hueso y le hizo señas a Taylor de que se aproximara. Wagner jadeó un poco y luego pareció calmarse.
—Presiona la herida y no dejes de apretar. Voy a pedir ayuda por teléfono.
Taylor parecía a punto de desmayarse.
—¿Apretar? ¿Con qué?
—Con la palma de la mano. —«O con la polla, si es que tienes», pensó Edie, y se quitó las bufandas que llevaba al cuello para que presionara con ellas sobre la herida.
Taylor las cogió con la mano izquierda e hizo lo que le decía.
—¿Y si vuelve el que ha disparado? —preguntó.
Edie lo miró largamente, con dureza.
—Se supone que eres cazador, ¿verdad?
El teléfono estaba dentro de su estuche hermético en el fondo de la alforja donde ella lo había guardado. Era norma del consejo de ancianos de Autisaq que todos los guías locales que llevaran extranjeros tuviesen uno. Por lo demás, a Edie no le gustaban esos teléfonos. El frío inutilizaba las baterías y la línea sonaba distorsionada. Sea como fuere, hasta el momento no había tenido que utilizar ninguno.
Oyó la voz de Sammy e inspiró hondo. Precisamente ese día su ex marido estaba de servicio en la oficina comunitaria. Miró el reloj. Otro hábito de la gente del sur, habría dicho Sammy. Eran las dos de la tarde.
—Ha habido un accidente de caza. —Por aquello de no complicar las cosas de momento—. La cosa pinta mal. Herida en el pecho. Si tenemos suerte no se desangrará, pero parece que el herido podría sufrir un shock. Necesitamos a Robert Patma y un avión.
—¿Dónde estás?
—En la zona de Craig. En Uimmatisatsaq. Patma lo conoce. Una vez Joe lo trajo aquí a pescar —dijo Edie, y por el sonido de su respiración supo que Sammy estaba moviendo la cabeza.
—Aguarda mientras averiguo cómo estamos de aviones y echo un vistazo a la previsión del tiempo.
Edie buscó en su alforja, extrajo un trozo de poliuretano y con el cuchillo cortó un cuadrado.
El teléfono crepitó ligeramente y por un momento Edie oyó otra conversación, dos personas hablando en un idioma que no conocía. Luego la voz de Sammy sonó de nuevo por el auricular.
—Edie, se aproxima una ventisca.
—Sí, bueno. —Por todas las morsas, qué irritante podía ser ese hombre—. Será una de esas típicas de primavera.
—No podemos enviar un avión hasta que haya pasado.
—¿Y una ambulancia aérea desde Iqaluit?
—Ya lo he mirado. Hay temporal.
Edie barajó las opciones y luego dijo:
—Con un sanitario quizá nos apañemos por el momento. Robert Patma podría venir en motonieve.
Silencio al otro extremo de la línea. Y luego otra voz:
—Kigga. —Era Joe. Edie notó que se relajaba un poco.
Kiggavituinnaaq, o sea «halcón», el apodo con que él la llamaba. Joe siempre decía que ella vivía en un mundo propio, en las alturas. Estrictamente hablando, Edie ya no era su madrastra, al menos de manera oficial. Pero él seguía llamándola Kigga.
—Robert Patma se marchó ayer al sur. Su madre ha muerto en un accidente de coche, su padre está en el hospital. Dijeron que iban a mandarnos un enfermero suplente, pero aquí no ha venido nadie.
Edie gruñó.
—Cuando dices «iban» supongo que te refieres a los federales, que siempre tienen la culpa de todo. Como en «los espíritus estaban enojados con mi hermana y se aseguraron de que los federales no le dieran a tiempo el tratamiento para curarla de la tuberculosis». Ya se sabe, Autisaq puede pasar de sus guías. —Estaba furiosa, no con Robert, sino con un sistema que los dejaba a todos tan vulnerables.
—Vale —dijo Joe, nervioso por el hecho de que ella hubiera sacado eso a relucir, siquiera por un momento—. Pero el herido respira, ¿verdad?
—Por los pelos. Si conseguimos estabilizarlo y detener la hemorragia...
—¿Tienes algo de plástico?
—Acabo de cortar un trocito.
Se produjo como un intercambio de energía entre los dos. Amor, admiración, quizás una mezcla de ambas cosas.
—Preparo la motonieve de la clínica y voy para allá —dijo Joe—. Mientras tanto, si la ventisca afloja, ellos enviarán el avión. Sigue haciendo lo que haces y no le des nada por vía oral. —Su voz se suavizó—. Kigga, hagas lo que hagas, no empeorará.
—Joe... —Edie se disponía a decirle a su hijastro que fuera con cuidado, pero advirtió que él acababa de colgar.
Volvió a donde estaban los dos hombres, sacó el saco de vivac del remolque y en pocos minutos ya lo tenía montado y cubriendo al herido. Había empezado a nevar. La ventisca llegaría al cabo de un par de horas. Apartó a Taylor, se inclinó sobre el rostro de Wagner, le palpó el cuello para comprobar el pulso y la temperatura, se sacó el trozo de poliuretano del bolsillo, le abrió el forro polar con la navaja y aplicó el plástico a la herida presionando con fuerza. Una idea cruzó fugazmente por su cabeza. Hacía sólo tres días aquel hombre bajo y corpulento creía que estaba a punto de vivir la gran aventura, algo de lo que fanfarronear en el bar del club cuando regresase a Wichita. Las probabilidades de que Felix Wagner volviera a poner el pie en ese club acababan de aumentar considerablemente. Se volvió hacia Taylor.
—Haz todo lo posible para que no entre ni pizca de aire en la herida, o el pulmón podría colapsarse. Yo voy a montar un refugio para la nieve. Si la ventisca se pone seria, este saco no aguantará en pie. Avísame si adviertes algún cambio, ¿de acuerdo?
—¿No irás a ver si encuentras al que disparó? —dijo Taylor.
Edie se tragó la furia. Si algo no soportaba era a un quejica.
—Mira, ¿quieres jugar a los detectives, o quieres que tu amigo no se muera?
Taylor suspiró. Edie esperó a que se metiera en el saco y luego montó en la motonieve para ir hasta los ventisqueros que había junto al acantilado, al fondo de la playa de guijarros. De ahí siguió hasta el punto más alto de la cuesta en busca de huellas y cartuchos. No iba a darle el gusto a Taylor de saber que ésa era su intención, pero quería convencerse a sí misma de que el supuesto tirador no andaba por los alrededores. En terreno alto, el viento ya soplaba racheado y cargado de nieve. De haber habido huellas, ya estarían cubiertas. Dio media vuelta con la motonieve y estaba pasando junto a un saliente rocoso cuando reparó en algo que había en el suelo. Apretó los frenos, se apeó de un salto y fue a mirar otra vez. Sí, era lo que quedaba de una pisada, una sola, que el viento no había borrado por completo al estar resguardada bajo una roca. La examinó de cerca, tratando de recordar el dibujo de las huellas de Taylor. Ésta era diferente. En cualquier caso, una pisada de hombre, y reciente. Tal vez de Wagner, o, lo más probable, del tirador. Permaneció allí un instante, grabándose en la memoria aquel dibujo en zigzag con algo que parecía el perfil de un oso blanco en el centro, antes de que el viento acabara de cubrir la huella de nieve. Al incorporarse, pudo distinguir apenas las marcas que había dejado el reguero de pisadas camino de la tundra. Si correspondían al tirador, éste se había marchado hacía ya mucho rato.
Regresó a la playa e intentó concentrar sus energías en encontrar la clase de nieve adecuada. Si era demasiado dura, no habría forma de unir los bloques; si demasiado blanda, toda la estructura correría peligro de desmoronarse. En un libro de texto que había leído hacía años en el instituto decía que la nieve ideal para construir debía tener una densidad de entre 0,30 y 0,35 gramos por centímetro cúbico y una dureza de entre ciento cincuenta y doscientos gramos por centímetro cúbico. Le habían quedado grabadas las cifras por lo abstracto y absurdo de la idea. En campo abierto, uno dependía de sus propios cálculos.
Tuvo la suerte de encontrar justo el tipo de nieve perfecto, el de tres capas, en un ventisquero situado en el extremo septentrional de la playa. Con el cuchillo de colmillo de morsa se dedicó a serrar ladrillos rectangulares del tamaño de un bloque de cemento. Los fue apilando en el remolque y luego los transportó en pequeñas remesas desde el pie del acantilado hasta donde estaba el vivac. Tardó bastante, pues procuraba moverse despacio para no echarse a sudar. Cuando terminó de cortar ladrillos, fue a ver cómo seguía Wagner. El herido estaba calmado, la respiración somera. Edie le miró las botas. No llevaban dibujo de un oso.
—¿Todavía sangra?
Taylor negó con la cabeza.
—En ese caso, ven a echarme una mano.
Le enseñó a colocar los ladrillos y a unirlos entre sí. Mientras él se ocupaba de eso, ella cavó en el hielo para allanar el terreno. Finalmente construyeron la pequeña galería de entrada, muy baja, a fin de evitar la pérdida de aire caliente. Una construcción tosca, pero serviría. Entre los dos metieron dentro a Wagner y lo dejaron sobre unas pieles de caribú. Edie le vació los bolsillos —un bolígrafo blanco, una pequeña navaja, un puñado de monedas—, lo metió todo en su propia mochila y luego salió a recoger sus cosas y desatar a Bonehead. La sensación térmica de frío era ya de unos cuarenta y cinco grados bajo cero, y el aire estaba cargado de escarcha. Construyó un tosco y pequeño anexo junto al iglú, hizo entrar al perro y lo dejó allí encerrado. Sobre el piso de nieve se sentiría a gusto. Después entró en el refugio grande, sirvió lo que quedaba de té caliente, le pasó un tazón a Andy Taylor y levantando el suyo propuso un brindis:
—Por otra metedura de pata —dijo.
Andy le lanzó una mirada asesina. Quizá no lo había entendido. O quizás era de desprecio.
—Lo decían el Gordo y el Flaco.
—Ya lo sé —replicó Taylor entre dientes, meneando la cabeza, y chasqueó la lengua como un pato cabreado porque alguien le ha tocado el nido—. Joder, ¿es que no ves que eso no viene a cuento?
Edie arrugó la nariz y se miró las manos, una manera de reprimirse. De lo contrario le habría dado un puñetazo. En situaciones apuradas, lo mejor era contar anécdotas, beber té caliente, hacer bromas al respecto. Cosas para no perder la cabeza. Transcurrieron quince minutos de silencio. La ventisca estaba lejos todavía. Iba a ser una larga espera.
Pasado un rato, Edie dijo:
—Deberías comer algo.
Hacía varias horas que no probaban bocado, y tanto ella como Andy habían gastado gran cantidad de energía construyendo el refugio. Un cuerpo con hambre no pensaba bien. Escanció más té y luego sacó de su mochila una bolsa con cierre fruncido de cordón, cortó con la navaja un trozo de lo que había dentro y se lo pasó a Andy Taylor. Taylor miró aquella cosa con gran suspicacia.
Edie cortó otro trozo para ella y empezó a masticar, al tiempo que le hacía la señal del pulgar levantado y decía: «Está rico.»
Taylor dio un mordisco y, muy despacio, sus mandíbulas empezaron a moverse. Instantes después una mueca de repugnancia afloró a su cara. Escupió la carne en el guante de su mano.
—¿Qué cojones es esto?
—Igunaq. Tripa de morsa fermentada. Un alimento muy sano. Te da calor.
El viento aullaba. Edie siguió masticando. Taylor permaneció sentado en silencio. El granizo, al chocar con las paredes, producía un sonido como de truenos en la lejanía. Taylor dio rienda suelta a su ansiedad.
—Ese hombre que tiene que venir ¿sabe lo que se hace? —preguntó, a voz en grito entre el rugir del temporal—. ¿Qué garantías tenemos de que pueda llegar hasta aquí?
Era una pregunta rara, una pregunta propia de un sureño. ¿Para qué iba Joe a ponerse en camino si no estaba completamente seguro de que podía llegar a la meta?
—El tiempo tampoco es tan malo —dijo ella.
Andy Taylor la miró exasperado.
—Pues a mí me lo parece. Y si no es tan malo, ¿por qué coño no envían un avión o algo?
—Porque el viento sopla del este.
Taylor se pasó el guante por la cara. Su voz sonó preñada de agresividad o, tal vez, de frustración, le pareció a Edie. Claro que podía estar equivocada. No era fácil entender a los sureños. Le explicó que el viento se colaría por las brechas de los desfiladeros, lo cual incrementaría su virulencia, convirtiéndolo en lo que se denominaba un viento catabático, pequeños tornados en descenso vertical. El avión tendría que volar a través de esos vientos, algo potencialmente muy peligroso, mientras que a ras de suelo las cosas serían menos complicadas. La travesía no iba a ser fácil, desde luego, especialmente llevando a Wagner en el remolque, pero Joe tenía mucha experiencia en travesías difíciles y traería utensilios médicos adecuados, aparte de que tenía mucha más experiencia que ella en ese terreno.
Cortó otro pedazo de igunaq y empezó a masticar. Notó que Taylor se aplacaba un poco.
—Sabes que yo no he tenido nada que ver, ¿verdad?
—Mira, si quieres saber mi opinión, no creo que le hayas disparado tú. —Edie pensó en comentarle lo de la huella, pero decidió que de momento no merecía conocer ese detalle—. Pero será difícil demostrarlo.
Una ráfaga de viento sacudió el refugio haciendo caer sobre Wagner un fragmento de masilla. El herido empezó a gemir otra vez.
—¿Y si tu amigo no nos encuentra?
Edie cortó otro pedazo de igunaq.
—Tendrías que comer algo, en serio —dijo.
—¡Pero, joder, aquí hay un hombre malherido!
Edie miró a Wagner y dijo:
—Me parece que él no tiene hambre.
Taylor se quitó el gorro y se frotó los cabellos.
—¿Es que a ti no te afecta nada?
Edie lo meditó. No era una pregunta sumamente interesante, pero sí la única de cuantas había hecho que contribuía a mantener viva la conversación, de modo que estaban haciendo progresos.
—En una escena de ¡Ay, que me caigo!... —empezó a decir Edie.
—¿Una escena? —interrumpió Taylor con una voz como de zorro en celo. A pesar de lo delicado de la situación, Edie empezaba a pasárselo bien.
—Sí, hombre. Hablo de cine. Bueno, pues resulta que Harold Lloyd está colgando de un andamio en lo alto de un rascacielos, imagínate, como si estuviera agarrado con la punta de los dedos al borde de un acantilado y el viento lo zarandeara.
Andy Taylor la miró como quien mira a un loco.
—¿Y ahora me vienes con películas?
La gente solía incurrir en ese error, y Edie siempre tenía que dejarles las cosas claras.
—Claro que es una película, pero Harold Lloyd siempre rodaba él mismo todas las escenas peligrosas.
Taylor se rio, aunque no como a ella le habría gustado.
—Hablo en serio —dijo Edie—. Ni dobles ni especialistas ni trucos de cámara. A pelo.
El flaco se enjugó la frente y meneó la cabeza. Después de eso no volvió a abrir la boca durante un rato. El aullido del viento era ya espeluznante. Inquieto, Taylor empezó a rebullirse.
—Vosotros los de aquí, en este tipo de situaciones, ¿no contabais anécdotas sobre animales y sobre vuestros antepasados, o algo de eso?
«Los de aquí. Tiene gracia que me digas tú eso», pensó Edie, precisamente el que venía en busca de aventuras.
—Acabo de contarte una —respondió.
—No, no, me refería a historias verídicas. Cosas de esquimales y eso.
—Ah, ya. —Edie notó una vibración familiar en el ojo derecho, un zumbido en los oídos.
De niña, su abuelo solía decirle que eso eran los antepasados que se movían por dentro de su cuerpo. «Atenta —le decía en voz baja—. Un antepasado tuyo quiere contarte su historia.» Cerró los ojos, aquellos discos negros como el carbón que a Sammy le recordaban un eclipse de sol, el arco perfecto de las cejas elevándose como la curvatura de la tierra sobre la frente ancha y plana. Pensó en su abuela Anna, que había venido desde el lejan