Créditos
Título original: A Canticle for Leibowitz
Traducción: Irene Peypoch Many
Ante la imposibilidad de contactar con el propietario de la traducción, la editorial pone a su disposición todos los derechos que le son legítimos e inalienables.
1.ª edición: octubre, 2016
© Walter M. Miller, Jr., 1959, renovada en 1987
© Ediciones B, S. A., 2016
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-535-7
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Contenido
Portadilla
Créditos
Presentación
Dedicatoria
Agradecimientos
PRIMERA PARTE. FIAT HOMO
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SEGUNDA PARTE. FIAT LUX
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TERCERA PARTE. FIAT VOLUNTAS TUA
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Notas
Presentación
Presentación
CÁNTICO POR LEIBOWITZ es una de las novelas legendarias de la ciencia ficción. Sobre ella se han escrito infinidad de comentarios y alabanzas. Está formada por tres novelas cortas cuya publicación se inició en 1955 en las páginas del Magazine of Fantasy and Science Fiction. Trata el tema ya clásico de un mundo devastado tras la Tercera Guerra Mundial y su hecatombe nuclear, pero visto esta vez desde la óptica de un creyente católico. La obra defiende en cierta forma el papel de la institución eclesiástica católica, a la que Miller atribuye, en una edad media futura, el mismo papel de transcripción y conservación del patrimonio cultural que tuvo en el pasado.
El primer relato (Fiat homo) se inicia seiscientos años después de la Tercera Guerra Mundial. El hermano Francis descubre un viejo manuscrito del fundador de su orden, I. E. Leibowitz. Es una muestra de los pocos restos que han sobrevivido a la Era de la Simplificación que arrasó la cultura quemando los libros. En el segundo relato (Fiat lux) han pasado de nuevo seiscientos años, ha llegado el nuevo renacimiento y la Orden de San Leibowitz se enfrenta al resurgir de la ciencia con sus riesgos y sus potencialidades. En el tercer relato (Fiat voluntas tua), tras otros seiscientos años, la humanidad vuelve a estar en disposición de fabricar armas nucleares y otra vez la guerra total y exterminadora se convierte en una amenaza posible.
Pero no hay forma humana de que una sinopsis pueda hacer justicia al contenido de esta novela que tan brillantemente defiende la tesis de una historia cíclica y el continuado papel en ella de la Iglesia católica. Según palabras de Neil Barron en su voluminosa ANATOMY OF WONDER: A CRITICAL GUIDE TO SCIENCE FICTION:
Ningún comentario breve puede hacer justicia a su excelencia. Muchos la consideran la mejor novela de ciencia ficción del período moderno.
La esperada continuación de esta novela, SAN LEIBOWITZ Y LA MUJER CABALLO SALVAJE, no apareció hasta 1997, cuarenta y dos años después, tras el fallecimiento del autor, que la dejó inacabada y fue finalizada por Terry Blissom.
CÁNTICO POR LEIBOWITZ no es la única novela que presenta la religión como una baza importante para reconstruir la civilización destruida por la barbarie de la guerra. Algo similar ocurre en LA GENTE DEL MARGEN, de Orson Scott Card, la cual, lógicamente, utiliza la religión mormona como eje de dicha reconstrucción, en este caso más centrada en los aspectos humanos y emotivos que en los históricos y teológicos que ocupan a Miller. Por una de esas curiosas casualidades, Miller hace que el hermano Francis, tan fundamental para la santificación del beato Leibowitz, proceda precisamente del mismo Utah que sirve a Card para reconstruir la civilización en clave mormona.
De hecho hay otros muchos autores en la ciencia ficción que no ocultan ni su filiación religiosa ni tampoco la militancia propagandística. Y, hasta hoy, la mayoría de esos autores han sido, como Miller, católicos. Un ejemplo clásico es C. S. Lewis con la Trilogía del planeta silencioso, y otro posterior es Gene Wolfe con su serie del Libro del Nuevo Sol, cuyo protagonista, Severian, inicia su camino como aprendiz de torturador hasta convertirse finalmente en un personaje construido a imagen de Cristo, capaz de sufrir y morir para salvar a los demás.
Otros autores de ciencia ficción han tratado los temas religiosos con mayor distanciamiento y menor ímpetu proselitista.
Hay posiciones agnósticas, como la de James Blish, y otras más sociológicas, a menudo considerando las instituciones religiosas como organizaciones que administran un determinado tipo de poder. Pienso ahora en ¡HÁGASE LA OSCURIDAD! (1943), de Fritz Leiber; en EL DÍA DE PASADO MAÑANA (1941), de Robert A. Heinlein, o en algún capítulo en la trilogía inicial de la FUNDACIÓN, de Isaac Asimov. En todos esos casos, ya clásicos en la historia de la ciencia ficción, se nos describe la instrumentalización de las creencias religiosas como forma de dominación y, en definitiva, de poder en manos de los gerifaltes religiosos.
Por ello, libros como el de Card o el presente de Miller pueden interesar incluso a agnósticos y ateos, pues describen no tanto las creencias religiosas y su organización institucional como elemento de poder, sino más bien la forma en que dichas creencias son vividas por quienes las siguen de buena fe. De hecho, hay constantes referencias teológicas en CÁNTICO POR LEIBOWITZ e incluso cierta voluntad satírica que muchos críticos han detectado. Pero lo fundamental es esa continua referencia a la religión, evidente en esa figura del Judío Errante (véase capítulo 16) o en la figura de la mutante señora Orales, cuya búsqueda del bautismo para su segunda cabeza se ha asociado a la búsqueda del Grial (Graal). Y todo ello sin olvidar las disquisiciones sobre la responsabilidad del científico (Fiat lux), la eutanasia, el dolor y el mal (Fiat voluntas tua) y tantas otras alusiones que han hecho las delicias de muchos críticos y aún más lectores.
No quisiera finalizar esta presentación sin mencionar la utilización culterana de CÁNTICO DE LEIBOWITZ realizada por los críticos, quienes han llegado a decir, según cita Brian W. Aldiss, que «es tan buena que no puede ser ciencia ficción». Las citas están extraídas del libro de Robert Scholes y Eric S. Rabin LA CIENCIA FICCIÓN. HISTORIA, CIENCIA, PERSPECTIVA (Taurus, 1982) y pueden dar el tono con que la crítica culta ha saludado esta novela de Miller. La primera cita podría ser ésta:
Los encabezamientos en latín («Hágase la luz», «Hágase el hombre», «Hágase tu voluntad») no sólo nos llevan desde un esperanzado Génesis a un resignado Apocalipsis, sino que añaden a la idea de lo cíclico la de que los mitos más antiguos de la humanidad, como la Biblia, pueden en realidad encerrar las perennes verdades que caracterizan al universo en que nacemos y contra el que luchamos vanamente yendo en pos de la riqueza, del poder y de la ciencia incluso. A este nivel más profundo, este «cántico», esta canción religiosa de alabanza, explora el carácter de las luchas épicas del hombre e investiga las posibles fuentes tanto de su autodestrucción como de su grandeza.
Y, para finalizar, una cita más de los mismos autores que, como muchos otros, reivindican también para esta novela de Miller la imagen de una ciencia ficción teñida de «humanismo» como la de Bradbury, Sturgeon o Simak:
Mientras autores como C. S. Lewis han escenificado el antagonismo entre ciencia y religión, Miller ha escrito una erudita novela amablemente irónica en la que ciencia y religión se amalgaman en un humanismo moderno. Así, en verdad, una ciencia ficción es un cántico, un cántico de alabanza.
Como información final, conviene decir aquí que la traducción de I. Peypoch, realizada en 1969, ha sido amorosamente revisada por Pedro Jorge Romero. Con ello se han corregido algunos errores graves y se han restituido términos como «buitres» o «mutantes», por ejemplo, que incomprensiblemente se habían sustituido por «gallinazos» o «compañeros», vaya usted a saber por qué...
MIQUEL BARCELÓ
Dedicatoria
Una dedicatoria es sólo
rascar donde escuece.
Para ANNE, entonces,
en cuyo seno reposa RACHEL,
inspiradora de poesía,
que guía mi torpe canto
y ríe entre líneas.
Con bendiciones, muchacha.
W.
Agradecimientos
Agradecimientos
A quienes con su ayuda, en diversos aspectos, contribuyeron a que fuera posible este libro, el autor expresa su aprecio y gratitud; especial y explícitamente a los siguientes: mister y mistress W. M. Miller, Sr., Messrs. Don Congdon, Anthony Boucher y Alan Williams, al doctor Marshal Taxay, al reverendo Alvin Burggraff, C. S. P., a san Francisco y a santa Clara, y a Mary, por razones conocidas por cada uno de ellos.
PRIMERA PARTE. FIAT HOMO
PRIMERA PARTE
FIAT HOMO
1
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El hermano Francis Gerard, de Utah, tal vez no hubiera descubierto los sagrados documentos de no haber sido por el peregrino de los lomos ceñidos que apareció durante el ayuno cuaresmal del joven novicio en el desierto.
El hermano Francis nunca antes había visto a un peregrino con los lomos ceñidos, pero se convenció de que se trataba de un ser real tan pronto como se hubo recobrado del escalofrío que recorrió su cuerpo ante la aparición del peregrino en el lejano horizonte; parecido a una iota serpenteante y negra en la trémula neblina del calor. Sin piernas, pero sosteniendo una cabeza pequeña, la iota se materializó a través del espejo de la neblina en la maltratada carretera; pareció deslizarse, más que caminar, hasta llegar a distinguirse, y obligó a que el hermano Francis se aferrase al crucifijo de su rosario y murmurase un par de avemarías. La iota semejaba una diminuta aparición engendrada por los demonios del calor que torturaban la tierra al mediodía, cuando toda criatura capaz de moverse en el desierto (a excepción de los buitres y algunos monjes eremitas como Francis) se quedaba quieta en su madriguera o detrás de una roca, protegiéndose de la ferocidad del sol. Sólo algo monstruoso, preternatural o con el ingenio atrofiado caminaría voluntariamente por la carretera al mediodía.
El hermano Francis añadió una apresurada plegaria a san Raúl el Ciclópeo, patrono de los deformes, para protegerse de sus infelices protegidos. (¿Quién no sabía que en aquellos días había monstruos en la tierra? ¿Que lo que nacía vivo, por la ley de la Iglesia y de la naturaleza, estaba condenado a vivir y que, de ser posible, quienes lo habían engendrado tenían que ayudarlo a desarrollarse? La ley, aunque no siempre obedecida, lo era con la suficiente frecuencia como para mantener una extendida multitud de monstruos adultos, los cuales escogían a menudo las más remotas de las tierras desiertas para sus vagabundeos y rondas nocturnas cerca de los viajeros de la pradera.) Pero finalmente la iota emergió al aire claro retorciéndose entre nubes de vapor y allí se reveló como un lejano peregrino. El hermano Francis soltó el crucifijo con un tenue amén.
El peregrino era un viejo zanquilargo que se apoyaba en un báculo; llevaba un sombrero de paja, una barba hirsuta y un odre que se balanceaba colgado del hombro. Masticaba y escupía con demasiado placer para ser un espectro y aparentaba ser muy frágil y estar derrengado para poder practicar con éxito el ogrismo o el bandolerismo. A pesar de todo, Francis se apartó silenciosamente del campo de visión del peregrino y se acurrucó detrás de un montón de piedras sin labrar, desde donde podía mirar sin ser visto. En el desierto, los encuentros con extraños, aunque raros, eran ocasión de mutua sospecha y se subrayaban con preparaciones iniciales por ambas partes por si se daba el caso de un incidente, que tanto podría resultar cordial como bélico.
En muy pocas ocasiones, no más de dos o tres veces al año, algún seglar o extraño recorría el viejo camino que pasaba ante la abadía, a pesar de que el oasis que permitía la existencia de ésta habría hecho del monasterio una posada natural para los caminantes; pero se daba la circunstancia de que, dadas las costumbres de la época para viajar, aquella carretera no venía de ninguna parte y no conducía a ningún sitio. Tal vez en épocas pretéritas había formado parte de la ruta más corta entre el lago Great Salt y el viejo El Paso; al sur de la abadía cruzaba otra cinta similar de piedra fragmentada, que se extendía de este a oeste. El cruce estaba erosionado por el tiempo; el hombre no había tenido últimamente nada que ver con ello.
El peregrino estaba ya al alcance de la voz, pero el novicio permaneció oculto detrás del montón de piedras. El hombre llevaba los lomos verdaderamente ceñidos por un pedazo de sucia arpillera; su única vestimenta, además del sombrero y las sandalias. Avanzaba obstinada y penosamente con una cojera mecánica ayudando su pierna tullida con el báculo. Sus pasos rítmicos eran los del hombre que ha hecho un largo recorrido y tiene un largo camino que cubrir. Pero al penetrar en la zona de las viejas ruinas, interrumpió su marcha y se detuvo para orientarse.
Francis se encogió aún más.
No había ninguna sombra entre el racimo de montículos donde antiguamente se asentó un grupo de edificios; sin embargo, algunas de las piedras más grandes podían proporcionar sensaciones refrescantes a partes selectas de la anatomía de los viajeros acostumbrados a vivir en el desierto, entre los que el peregrino pronto demostró que se contaba. Buscó brevemente una roca del tamaño deseado. Aprobadoramente, el hermano Francis vio que no se aferraba a la piedra y la arrancaba de modo imprudente, sino que, al contrario, se quedaba a cierta distancia de la misma y, con el báculo como palanca y una pequeña piedra como puntal, la levantó hasta que la inevitable criatura reptante salió embistiendo de frente. Fríamente, el viajero mató con su báculo a la serpiente y de un golpe apartó el cuerpo todavía palpitante. Después de haber despachado a la ocupante del agradable hueco de debajo de la piedra, el peregrino se posesionó del refrescante techo del hueco por el método usual de dar vuelta a la piedra. Hecho esto, levantó la parte de atrás de su taparrabo y apoyó su marchito trasero contra la relativamente fresca parte interior de la piedra; se quitó las sandalias con un solo movimiento y presionó las plantas de sus pies contra lo que había sido el suelo arenoso del hueco refrigerante. Así acomodado, movió los dedos de los pies, sonrió haciendo evidente que carecía de dientes y empezó a canturrear una tonada. Pronto estuvo cantando, con verdadero sentimiento, un curioso canto en una lengua desconocida para el novicio. Cansado de su posición, el hermano Francis se removió inquieto.
El peregrino, mientras cantaba, sacó un panecillo y un trozo de queso; interrumpió su canto y se levantó para murmurar suavemente en la lengua de la región, con una especie de deje nasal:
—Bendito seas, Adonái Elohim, Rey de Todos, que hiciste que el sustento saliese de la tierra.
Terminada la oración, se sentó de nuevo y empezó a comer.
Realmente el caminante venía de lejos, pensó el hermano Francis, el cual no sabía de ningún reino vecino gobernado por un monarca con un nombre tan poco familiar y con tales extrañas pretensiones. Aventuró que el viejo hacía una peregrinación de penitencia —quizás a la capilla de la abadía, aunque no fuese de modo oficial una capilla ni el santo fuese aún oficialmente un santo—. Al novicio no se le ocurría otra explicación de la presencia de un viejo caminante en este camino que no iba a ningún sitio.
El peregrino se tomaba su tiempo en comer el pan y el queso; y a medida que la ansiedad del novicio se desvanecía, su incomodidad aumentaba. La regla del silencio para los días de la vigilia de Cuaresma no le permitía conversar voluntariamente con el viejo; pero debido a que se le había prohibido abandonar los alrededores de la ermita antes del final de la Cuaresma, estaba seguro de que si salía de su escondite antes de que el hombre se marchase éste lo vería u oiría.
Aunque ligeramente vacilante, el hermano Francis se aclaró ruidosamente la garganta y se levantó.
El pan y el queso del peregrino volaron por el aire. El viejo agarró su báculo y se levantó de un salto.
—¡Trata de acercarte y verás!
Agitó amenazadoramente su báculo hacia la figura encapuchada que se había alzado detrás del montón de piedras. El hermano Francis observó que el grueso final del bastón estaba armado con una punta de hierro. El novicio se inclinó cortésmente tres veces, pero el peregrino ignoró aquella cortesía.
—¡Quédate donde estás! —chilló—. No te acerques, mutante. No tengo nada de lo que buscas..., a menos que sea el queso, y éste puedes quedártelo. Si lo que quieres es carne, soy sólo cartílagos, pero lucharé para conservarlos. ¡Atrás! ¡Atrás!
—Espera... —El novicio hizo una pausa. Cuando las circunstancias exigían la palabra, la caridad y hasta la natural cortesía, podían tener prioridad sobre la regla cuaresmal del silencio; pero hacerlo por su propio impulso lo ponía siempre ligeramente nervioso—. No soy ningún muntante, buen hombre —prosiguió con términos educados. Echó hacia atrás la capucha para mostrar su corte de pelo monástico y le enseñó las cuentas de su rosario—. ¿Comprende su significado?
Durante unos segundos el viejo permaneció al acecho, en actitud beligerante, mientras estudiaba la adolescente cara del novicio cubierta de granos. Su error había sido natural. Las criaturas monstruosas que merodeaban por los límites del desierto llevaban a menudo capuchas, máscaras o hábitos holgados para ocultar sus deformidades. Había algunos cuyas imperfecciones no se limitaban a las del cuerpo, y eran quienes a veces buscaban en los viajeros una fuente segura de carne de venado.
Después de su breve escrutinio, el peregrino se enderezó.
—Ah..., uno de ellos. —Se apoyó en su báculo y lo miró ceñudo—. ¿Es la abadía de Leibowitz lo que se ve allí? —preguntó señalando en dirección al sur, hacia el distante grupo de edificios.
El hermano Francis se inclinó educadamente hacia el suelo y asintió.
—¿Qué haces aquí en las ruinas?
El novicio cogió un pedazo de piedra caliza. Que el viajero supiese leer era estadísticamente improbable, pero decidió probar suerte. Ya que los dialectos vulgares empleados por el populacho no tenían ni alfabeto ni ortografía, escribió en latín: «Penitencia, Soledad y Silencio» sobre una gran piedra plana y las repitió debajo en inglés antiguo. Esperaba, a pesar de su no declarado deseo de tener alguien con quien hablar, que el viejo comprendería y le dejaría en su solitaria vigilia de Cuaresma.
El peregrino sonrió burlonamente ante la inscripción. Su risa pareció una mueca fatalista más que otra cosa.
—¡Vaya, escribiendo aún cosas periclitadas! —dijo, aunque sin condescender a admitir que había comprendido la inscripción. Dejó su báculo a un lado, se sentó de nuevo en la roca, recogió su pan y su queso de la arena y empezó a limpiarlos.
Francis se humedeció los labios ansiosamente, pero apartó la mirada. Desde el Miércoles de Ceniza sólo había comido frutos de cactus y un puñado de maíz tostado. Las reglas del ayuno y la abstinencia eran muy rígidas en las vigilias vocacionales.
Viendo su embarazo, el peregrino partió en dos su pan y su queso y le ofreció una parte al hermano Francis.
A pesar de la deshidratación producida por el insuficiente abastecimiento de agua, la boca del novicio se llenó de saliva. Sus ojos se negaron a apartarse de la mano que le tendía la comida. El universo se contrajo y en su exacto centro geométrico flotó el arenoso bocado de pan oscuro y queso claro. Un demonio dirigió los músculos de su pierna izquierda, los cuales hicieron que su pie avanzase. Después, el demonio se posesionó de su pierna derecha para que colocase el otro pie más adelante que el izquierdo, arreglándoselas, además, para que sus pectorales derechos y bíceps balanceasen su brazo hasta que su mano tocó la mano del peregrino. Sus dedos sintieron la comida y hasta parecieron saborearla. Un estremecimiento involuntario recorrió su cuerpo medio muerto de hambre. Cerró los ojos y vio al padre abad mirándole y blandiendo un látigo. Cada vez que el novicio trataba de imaginar la Santísima Trinidad, el rostro de Dios Padre se confundía con la cara del abad, cuyo estado normal, le parecía a Francis, era el del enojo. Detrás del abad ardía furiosamente una fogata, y en medio de las llamas, los ojos del bendito mártir Leibowitz miraban, en la agonía de la muerte, cómo su ayunante protegido era descubierto en el acto de aceptar queso.
El novicio se estremeció de nuevo.
—Apage Satanas! —susurró, echándose hacia atrás y dejando caer la comida. Sin previo aviso, roció al viejo con agua bendita de un pequeño frasco que sacó de su escondite en la manga. Por un momento, el peregrino se había confundido con el demonio, en la mente ligeramente afiebrada del novicio.
El ataque por sorpresa a las Fuerzas de la Oscuridad y la Tentación no produjo resultados sobrenaturales inmediatos; pero el resultado natural pareció surgir ex opere operato. El peregrino-Belcebú no desapareció en una explosión de humo sulfuroso, pero emitió sonidos gorgoteantes, se volvió de un color rojo subido y se abalanzó hacia Francis con un grito aterrador. El novicio se alejó velozmente enredándose con su hábito mientras trataba de escapar de los golpes del báculo con punta de hierro que blandía el peregrino, y si logró escapar fue porque el viejo había olvidado sus sandalias. La carga renqueante del anciano se convirtió en una serie de piruetas. De pronto sintió las piedras abrasadoras bajo sus plantas desnudas. Se detuvo preocupado. Cuando el hermano Francis miró por encima de su hombro, obtuvo la clara impresión de que la retirada del peregrino a su refugio de frescor iba acompañada de la proeza de avanzar saltando sobre la punta de un gran dedo gordo.
Avergonzado del olor a queso que impregnaba sus dedos y arrepintiéndose de su exorcismo irracional, el novicio se retiró cabizbajo para seguir con sus autoimpuestas ocupaciones entre las viejas ruinas, mientras el peregrino se refrescaba los pies y satisfacía su cólera lanzando alguna piedra ocasional contra el joven cada vez que éste aparecía a su vista, entre los montones de pedruscos. Cuando su brazo se hubo cansado, lanzó más amenazas que piedras, y tan pronto Francis dejó de escabullirse, se limitó a gruñir sobre su pan y queso.
El novicio iba de un lado para el otro por entre las ruinas, tambaleándose ocasionalmente hacia algún punto focal de su trabajo, con una piedra del tamaño de su propio pecho cerrada en un penoso abrazo. El peregrino le observaba seleccionar una piedra, estimar sus dimensiones en palmos, rechazarla y seleccionar cuidadosamente otra, liberarla con dificultad de entre el montón de rocas; levantarla y llevársela a trompicones.
Después de unos pasos, Francis dejó caer la piedra y, sentándose de pronto, apoyó la cabeza sobre las rodillas en un aparente esfuerzo para evitar desmayarse. Respiró profundamente durante un rato y se levantó de nuevo dispuesto a llevarse la piedra haciéndola rodar, lado sobre lado, hacia su destino. Continuó con esta actividad mientras el peregrino, ya sin el aspecto feroz, empezaba a bostezar.
El sol lanzó sus llameantes maldiciones del mediodía sobre la tierra calcinada, soltando su anatema contra todas las cosas húmedas. A pesar del calor, Francis siguió trabajando.
Cuando el viajero hubo terminado con su arenoso pan y queso rociándolos con algunos sorbos de su odre, se calzó las sandalias, se levantó con un gruñido y avanzó cojeando entre las ruinas hacia donde trabajaba el novicio. Al ver acercarse al viejo, el hermano Francis echó a correr hasta alejarse a una distancia prudencial. Burlonamente, el peregrino agitó, en su dirección, su garrote con punta de hierro; pero al parecer estaba más interesado en la obra de albañilería del muchacho que ansioso de venganza. Se detuvo para examinar la madriguera del novicio.
Allí, cerca del borde este de las ruinas, el hermano Francis había cavado una trinchera poco profunda, empleando un bastón como azadón y las manos como pala. El primer día de Cuaresma la había cubierto con abrojos y la ocupaba durante la noche como refugio contra los lobos del desierto. Pero a medida que los días de su ayuno aumentaban en número, su presencia acrecentaba su rastro en la vecindad, de tal modo que los lobunos merodeadores nocturnos parecían sentirse excesivamente atraídos por el área de las ruinas e incluso se acercaban a su techo de abrojos cuando el fuego se había consumido.
Francis, al principio, trató de desanimar sus husmeos nocturnos aumentando el grosor de la capa de abrojos y rodeando su trinchera de un anillo de piedras apretadamente colocadas en un surco. Pero la noche anterior, algo, aullando, había saltado sobre su montón de abrojos mientras él temblaba debajo. Debido a ello, determinó fortificar la madriguera, y, con el primer anillo de piedras como base, había empezado a inclinarse una pared. Al crecer, el muro empezó a inclinarse hacia el interior, pero ya que el cerco formaba casi un óvalo, las piedras de cada nueva capa quedaban presionadas por sus vecinas, que evitaban así su caída. El hermano Francis esperaba ahora que, con una cierta habilidad y una selección cuidadosa de piedras falcadas y apisonadas con barro, sería capaz de construir una cúpula. Y un simple arco de abrojos, que en cierto modo desafiaba la gravedad, se sostenía sobre la madriguera como un distintivo de su ambición. El hermano Francis se revolvió como un cachorro cuando el peregrino golpeó, con curiosidad, aquel arco con su báculo.
Preocupado por su morada, el novicio se acercó durante la inspección del peregrino. El hombre contestó a sus quejidos con un molinete de su garrote y un grito horripilante. El hermano Francis se enredó con el borde de su hábito y se sentó. El viejo se echó a reír socarronamente.
—Vas a necesitar una piedra de extraña forma para que se adapte a este agujero —dijo, y golpeó con su báculo los lados del espacio vacío en la capa más alta de piedras.
El muchacho asintió y apartó la mirada. Continuaba sentado en la arena, y, por medio del silencio y la mirada baja, esperaba hacerle comprender al viejo que no era libre de conversar ni aceptar voluntariamente una presencia ajena en su lugar solitario de Cuaresma. Empezó a escribir en la arena con un palo: Et ne nos inducas in...
—Aún no me he ofrecido para cambiar estas piedras en panes, ¿verdad? —dijo con enojo el viejo peregrino.
El hermano Francis levantó vivamente la mirada. ¡Así que el viejo sabía leer y conocía, además, las Escrituras! Y aún más; su observación implicaba que comprendía tanto el empleo impulsivo del agua bendita por parte del novicio, como la razón de su presencia en el lugar. Convencido ahora de que el peregrino lo enredaba, bajó de nuevo la mirada y esperó.
—¿Conque hay que dejarte solo? Bien, entonces será mejor que siga mi camino. Dime, ¿dejarán tus hermanos en la abadía que un viejo repose un poco a su amparo?
El hermano Francis asintió.
—También le darán comida y agua —añadió suavemente en señal de caridad.
El peregrino esbozó una sonrisa.
—Por lo que acabas de decir, antes de irme te buscaré una piedra que se adapte a este agujero. Queda con Dios.
«Pero no tiene...», la protesta murió antes de ser pronunciada. El hermano Francis miró cómo se alejaba lentamente renqueando. El peregrino deambuló de un lado para otro entre los túmulos de piedra. Se detenía de vez en cuando para inspeccionar una roca o para remover otra con su báculo. El novicio se dijo que con seguridad su búsqueda no daría frutos, pues la suya era la repetición de una búsqueda que él mismo había estado haciendo desde media mañana. Había decidido por fin que sería más fácil quitar y volver a construir una parte de la hilera más alta, que encontrar una piedra angular que se pareciese a la forma de reloj de arena del agujero. Seguramente, al peregrino se le acabaría pronto la paciencia y seguiría su camino.
Mientras tanto, el hermano Francis descansó y rezó por recobrar aquel aislamiento interior que el propósito de su vigilia le exigía buscar: su espíritu, como un limpio pergamino, en el que las palabras de una llamada pudiesen ser escritas en su soledad..., si aquella otra inconmensurable soledad que era Dios tendía su mano para tocar su propia y deleznable soledad humana y señalar allí su vocación. El libro de oraciones que el prior Cheroki le había prestado el domingo anterior le servía de guía en sus meditaciones. Tenía varios siglos de antigüedad y se llamaba Libellus Leibowitz, aunque sólo una incierta tradición atribuía su paternidad al propio beato.
«Parum equidem te diligebam, Domine, juventute mea; quare doleo nimis... Muy poco, Señor, te amé en mi juventud; por eso me aflijo excesivamente en mi vejez. En vano me alejé de Ti en aquellos días...»
—¡Eh! ¡Aquí! —le llegó un grito desde detrás de los