Prólogo
Hoy era un día de celebraciones para los Barrymore. La enorme mansión se alzaba solitaria y majestuosa a las afueras de Manhattan, como un flamante castillo de cuento de hadas. ¡Qué idiotas, presuntuosos! Poco ruido, ninguna aglomeración, una buena instalación de seguridad con cámaras fáciles de desconectar y... ellos. Desde aquel lugar escondido, junto al estanque de los patos, se vislumbraba parte del elegante salón familiar. Las cortinas estaban retiradas para que entraran los mortecinos rayos del sol crepuscular y se podía distinguir que las lámparas ya habían sido encendidas, quizá demasiado pronto, por alguno de los sirvientes.
El viejo juez Barrymore debía de estar aburriendo a sus hijos con alguno de sus cansinos y monocordes discursos. Él sabía cómo se empequeñecía una persona ante la altivez de su voz y las funestas consecuencias que podía acarrear un simple pronunciamiento de aquel hombre. Lo odiaba. A él y a toda su patética prole de consentidos.
Sean Barrymore, el mayor de sus hijos, escuchaba al juez con atención mientras se servía una copa. Todo el mundo lo creía un santo, pero él conocía sus debilidades. La sobriedad que lo caracterizaba era pura fachada, fingía ante su padre y ante todos, como siempre, y después ¡zas!, te aplastaba como si fueras una cucaracha. Ni siquiera sabía conservar una mujer a su lado el tiempo suficiente para saciarse. Ellas olían su absolutismo y se esfumaban antes; de hecho, Martha Collins, su última conquista, ya estaba fuera de circulación. Sin embargo Alexander Ba-rrymore, el segundo hijo, era un bufón; un abogado que solo sabía hacer reír a los delincuentes de poca monta con los que se codeaba en el barrio ruso, y que no podía mantener la bragueta cerrada más de tres días seguidos.
¡Ah!, pero la dulce Jocelyn aderezaba la floreciente familia: tan bonita, tan modosa entre los suyos y tan sucia con los hombres. Una zorra, sí, pero con mucha clase. Divisó su delicada silueta en el umbral de la puerta y un estremecimiento de placer le recorrió la espina dorsal. Aquella damisela acomplejada le excitaba como ninguna otra.
Jocelyn observaba a hurtadillas a los hombres de la familia; lo hacía con el terror que la caracterizaba pintado en el rostro y totalmente ajena a su escrutinio. Pobrecita, no sabía que lo peor estaba por venir. Imaginó sus hermosos ojos azules, desorbitados por el pánico, mientras una gruesa vena azulada se agrandaba en la frente. ¡Una visión sublime! Su cuerpo, maniatado, contorsionándose bajo el suyo; la boca abierta en busca de aire y el placer abriéndose camino, pulsándole dolorosamente en la entrepierna.
Ella era la siguiente de la pequeña lista; en realidad, sería la segunda necrológica oficial de una mujer Barrymore, pero eso era lo de menos. Todas, una a una, pagarían por las maldades de sus hombres.
De repente, se escuchó el sonido de un claxon y los faros de un coche iluminaron la entrada de la magnífica propiedad. Eso solo podía significar una cosa: alguien más estaba por llegar.
Malhumorado por la interrupción, se ocultó tras los arbustos. Al hacerlo, dos patos protestaron incómodos por la invasión de su territorio. Estiró la mano y... ya solo quedó uno.
1
Jocelyn observó desde el umbral de la puerta a sus dos hermanos y no pudo evitar un estremecimiento de puro placer. Verlos allí reunidos con su padre, charlando y bromeando como en los viejos tiempos, resultaba extraordinario e inusual. Era reconfortante saber que, por fin, aquellos hombres maravillosos que formaban su familia estaban a su lado. Llevaba varios minutos mirándolos a hurtadillas, ni siquiera sabían que había llegado a casa, y no se atrevía a interrumpir aquella escena tan poco frecuente desde hacía unos años. La voz grave de su padre destacaba en el salón como ella siempre la recordaba en el estrado, clara y fuerte. Jason Barrymore, juez asociado de la Corte Suprema por el circuito de Nueva York, daba pequeños paseos ante sus hijos, que lo escuchaban con atención. Sus cabellos blancos y los setenta años que cargaba a las espaldas, como él decía, no eran impedimento para que caminara erguido y con aquella elegancia que caracterizaba a todos los Barrymore.
Sean, el primogénito, se acomodó en el sofá y estiró sus largas piernas mientras negaba con vehemencia ante lo que su padre les explicaba. A pesar de su actitud relajada, Jocelyn tenía la certeza de que su aspecto solo era sereno en apariencia. Ella conocía bien a su hermano mayor, sabía que su temperamento era bravo e impaciente, todo lo contrario a lo que parecía aquel hombre que estaba a punto de recibir una descomunal sorpresa. Sean era fiscal del distrito de Chicago y vivía con sus dos hijos gemelos, Ian y Sandy, en Waukegan. Solo hacía unas horas que habían llegado a Manhattan y todavía no se había cambiado de ropa, ni siquiera había subido a su dormitorio; nada más llegar a la mansión, se arrellanó en el sofá del salón, tomó la copa que le ofreció su padre y se enfrascó en una de sus añoradas y aburridas conversaciones.
Hacía tres años que Sean había perdido a su esposa en un fatal accidente; los mismos tres años que los Barrymore no coincidían todos juntos en la casa familiar que poseían a las afueras de Manhattan y, por ese motivo, esta reunión tenía un doble significado. Sobre todo para Sean, cuya vida daría un cambio radical.
No le extrañó que Martha no lo hubiera acompañado en este viaje. Según le comentó su madre, la relación se había enfriado nada más comenzar. Aunque conociendo a su hermano podía imaginar lo que había ocurrido. Él era un hombre de mucha determinación: todo cuanto emprendía lo llevaba a cabo hasta el final. Si se proponía algo podías estar seguro de un vigoroso recorrido de acción hasta que culminaba su propósito; pero si interferías en sus planes, te apartaba de ellos de un plumazo. Y juraría que Martha no había terminado de cuajar en sus proyectos. Era una lástima porque aunque solo había coincidido con ella una vez, cuando fue a visitarlo un fin de semana a Wauke-gan, le pareció una chica bastante simpática y muy enamorada de él.
Por otro lado, Alexander era el segundo de los hermanos y, según decían quienes lo conocían, también era el más divertido de los tres. Su padre solía dar una versión más severa de su hijo, más light como prefería llamarla en la intimidad, aunque en el fondo admiraba a Alex y nunca dejaba de halagarlo públicamente. Los Barrymore eran llamados por sus amigos y familiares los «hombres de ley», y no se equivocaban. Alexander también estudió derecho en la prestigiosa Universidad de Columbia y se estableció en Brooklyn. No es que las cosas le fueran mal, pero su padre no dejaba de instarlo a que abandonara el pequeño despacho y ahí es donde comenzaban sus cotidianas discusiones. Sobre todo con su madre, que no paraba de fustigarlo por medio de odiosas comparaciones con su hermano mayor a las que él, afortunadamente, no daba importancia.
Jocelyn sonrió al ver al juez menear la cabeza con censura por algo que había dicho Alex; se sintió tentada de entrar y apaciguar los ánimos, pero decidió disfrutar de aquella visión unos minutos más. Aquellos hombres podían comenzar a hablar del tiempo que estaba haciendo en el exterior y terminar discutiendo por la última reforma laboral.
—No fastidies, papá, el único delito de aquella mujer fue llegar tarde a una audiencia porque no encontraba a la persona encargada de traducir su declaración.
—Eso no es defendible y lo sabes, Alexander.
—¡Vamos! Sean, di algo —invitó a su hermano a participar con las manos—. Al fin y al cabo estamos hablando de uno de tus célebres casos.
—Papá lleva razón. —Sean se aflojó el nudo de la corbata y Jocelyn sonrió. Aquel gesto significaba que comenzaría una de sus famosas disertaciones—. El hecho de que su traductora no estuviera localizable no era justificación para evitar que deportaran a una mujer.
—¡Oh! Vamos —exclamó su hermano sin poder evitarlo—. Se habló de ese caso durante semanas.
—Sí, el tiempo justo para eclipsar el verdadero motivo de aquella audiencia. Los diez acusados fueron deportados de Rusia por ser agentes ilegales, gracias al acuerdo al que se llegó en Washington con Moscú para el intercambio de espías. Esa era la verdadera naturaleza del juicio y no la ridícula apariencia que se le quiso dar a través de la prensa y a la tardanza de una traductora... ¡Jocelyn! —Se levantó del sofá al descubrir a su hermana menor riendo en el umbral de la puerta—. ¿Cuándo has llegado?
Se abrazaron a medio camino, entre la sonrisa ceñuda de Alexander y la satisfecha de su padre.
—Hace un rato. —Se apretó contra él y suspiró con fuerza—. Bienvenido a casa, Sean.
—Déjame verte. —Se separó de ella y la miró con fijeza—. Cariño, estás delgada como un fideo. ¿Tan mal te tratan por aquí?
—Ya no vive en casa —le informó su padre con brusquedad.
—La polluela se ha independizado, vive sola desde hace dos meses —concluyó Alex con una sonrisa.
—¿Cuándo ibas a decírmelo?
—No es para tanto, pero si te tranquiliza, iba a contártelo este fin de semana. —Jocelyn se apartó de su abrazo y caminó hacia los ventanales.
La noche comenzaba a caer y miles de sombras jugaban entre los árboles. El estanque fulguraba con los últimos rayos del sol y los patos revoloteaban nerviosos hacia su guarida.
—Eso no es lo que hablamos cuando regresaste de New Haven —replicó Sean a su espalda. Su voz sonó demasiado severa para pasar desapercibida.
—Ya están aquí estos diablillos. —Caroline Barrymore entró en el salón con los niños de la mano y Jocelyn respiró aliviada por la interrupción.
—Quedamos en que no volverías a ocultarme nada —insistió él, al ver que sus hijos acaparaban la atención del resto de la familia.
—Y no lo hago, Sean, no seas malpensado. —Se apartó un mechón oscuro de la frente y esquivó su mirada—. Ni siquiera sé si es definitivo, y si por casualidad vuelvo a equivocarme, me gustaría tener el privilegio de poder rectificar por mí misma.
—Eso está muy bien, pero no creo que pase nada por que me cuentes tus planes de vez en cuando, ¿verdad? Hicimos un trato y procuro hablar contigo a menudo, así que no puede ser que te hayas olvidado de decírmelo.
—Ya te he dicho que no es nada definitivo. Déjalo ya, Sean... —El sonido de un claxon ante la verja interrumpió su súplica—. Debe de ser Leonard, discúlpame.
—¿Leonard?
Ella evitó responderle y corrió hacia el vestíbulo con la excusa de abrir la puerta.
—¿Qué ocurre, Sean? ¿A qué se debe ese ceño fruncido? —La señora Barrymore se colgó de su brazo y lo condujo con suavidad al sofá que había ocupado minutos antes—. Deja de mortificar a tu hermana y alégrate por ella, ¿de acuerdo?
Con la modosa delicadeza que la caracterizaba, y suavizando el tono, trató de aplacar el malhumor que adivinaba en su hijo mayor. Los cabellos grises armonizaban con el rostro aristocrático y todavía hermoso, a pesar de estar más cerca de los setenta que de los sesenta.
—Sabes que solo me preocupo por Jocelyn, madre —repuso con gravedad. Ella le indicó que se sentara a su lado y él obedeció a regañadientes—. ¿Por qué nadie me ha hablado de ese tal Leonard?
—Él es un buen amigo de Jocelyn, no te inquietes, por favor.
—¿Cómo sabes tú que es un buen amigo? —sus ojos azules y desconfiados se clavaron en los suyos esperando una respuesta.
—Porque conozco muy bien al señor Lewis y yo misma la animé a salir con él. Créeme cuando te digo que es todo un caballero.
—Entonces, debo suponer que ese tal Lewis cuenta con tu beneplácito.
—Por supuesto —su sonrisa enfatizó sus palabras—, y deja de llamarlo ese tal como si fuera un cualquiera. Te garantizo que viene de muy buena familia y es lo mejor que podía ocurrirle a nuestra Jocelyn.
—A mi hermana le quedan muchas cosas buenas por pasarle, madre, no hables así de ella. —Llamó a su hija con una mano, para que dejara de dar vueltas alrededor de su abuelo, y la niña corrió hacia él, subiéndose en sus rodillas.
—Y tú no seas tan duro con ella —le aconsejó su madre en voz baja para evitar que Jocelyn pudiera escucharla—. Protegiéndola como si fuera una niña, no la favoreces en absoluto. Pronto cumplirá treinta y dos años, Sean, algunas veces pareces olvidarlo.
—Te aseguro que no lo olvido —farfulló por lo bajo al tiempo que arreglaba el lazo rosa que Sandy llevaba en el pelo.
—¿Qué pasa, Jocelyn? ¿Ha llegado Leonard? —Caroline se giró hacia la puerta con una de sus mejores sonrisas y, al comprobar quién era el visitante, su rostro amable se descompuso—. ¡Ah!, es usted, señor Saenko.
Un hombre alto y de rasgos sombríos la saludó con una inclinación de cabeza y se quedó parado en el umbral.
—Sean, mira quién ha venido a saludarte. —Alex le indicó a su amigo que entrara y se acercó hasta su hermano. Trató de ignorar la acusadora mirada de su madre y removió los rubios cabellos de la niña con una mano, deshaciendo el peinado que Sean acababa de recomponer.
—¿Qué hay, Sergey? —Se levantó y tendió la mano al recién llegado—. ¿Cómo van las cosas por Brooklyn?
—Como siempre —correspondió al apretón—. Señora Barrymore —saludó a Caroline, mirándola con fijeza—, es un placer volver a verla.
Ella apretó los labios, se levantó del sofá y se alejó hacia la salida con la disculpa de buscar a Jocelyn, que no había regresado al salón.
—Sí, ya veo que todo sigue igual, no solo por Brooklyn.
Sean sonrió al comprobar que, después de todo, las cosas no habían cambiado tanto en casa. Sergey Saenko continuaba tan sigiloso que, más que parecer seguro de sí mismo, resultaba más bien siniestro y, a pesar de que era un viejo amigo de Alex desde la adolescencia, su madre seguía fingiendo como si apenas se conociesen. Un joven de clase baja y de origen ruso no era lo que ella llamaba una compañía recomendable, precisamente. Aunque conociendo a su hermano y a Sergey, estaba seguro de que aquello no les ocasionaba ningún quebradero de cabeza.
—Vamos a tomar unas cervezas, Sean, ¿nos acompañas? —lo invitó Alex.
—No, gracias, id vosotros. Todavía no me he cambiado de ropa y mamá espera que los niños y yo pasemos con ellos todo el fin de semana.
—Mamá espera muchas cosas de sus hijos que jamás verá cumplidas —le aseguró con una sonrisa—. Acompáñanos, Sean, hace mucho tiempo que no salimos los tres, como en los viejos tiempos.
—¿Qué haces aquí en el vestíbulo? —La voz de su madre la sorprendió por la espalda.
—Me has asustado. —Jocelyn dio un respingo y se giró hacia ella—. Creo que ahí fuera hay alguien.
—¿Dónde? —Se asomó para observar el sereno jardín y el camino iluminado por las farolas que conducía a la salida de la propiedad.
—Ahí, junto al estanque. Juraría que he visto una sombra.
—No hay nadie, Jocelyn —su madre procuró no perder la paciencia—, y será mejor que dejes de decir esas cosas; sobre todo, estando aquí Sean y con Leonard a punto de llegar.
—Pero...
—Pero nada, está anocheciendo y es lógico que las ramas de los árboles te hagan creer que están animadas. —La condujo al interior de la casa y cerró la pesada puerta tras ellas—. Por cierto, Leonard ya debería estar aquí.
—No tardará, sabe que la cena de hoy es muy importante y por nada del mundo os defraudaría a papá y a ti.
—Es una ocasión excepcional, Jocelyn, no solo importante.
—¿Sean no sabe nada?
—Por supuesto que no. —Su madre sonrió, encantada—. Solo nosotros y un par de allegados están al tanto. Tu padre está orgulloso de ser él quien le comunique la noticia. Con el permiso del presidente y el senado, por supuesto.
—¿Te das cuenta de que será el Juez de Apelaciones más joven del estado de Illinois? —Jocelyn se mordió los labios, emocionada.
—El más joven de todos los estados —puntualizó su madre alzando un dedo—. Por eso es muy importante que estemos toda la familia reunida cuando tu padre le dé la noticia, y tu hermano Alex debería ser más consciente de la gravedad del asunto.
Jocelyn parpadeó sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
—Lo sabes muy bien. Me refiero a ese detective, o lo que sea, del tres al cuarto. No se contenta con andar siempre con él, de acá para allá por toda la ciudad, sino que se atreve a traerle a casa en una noche tan especial como esta.
—Bueno, no le recuerdo, pero, según me explicó al llegar, el señor Saenko es un amigo de la infancia.
—Eso es porque en aquellos tiempos estabas en el internado. De todas formas, «amigo de la infancia» son palabras mayores. Tu padre y yo siempre hemos escogido muy bien las relaciones amistosas de nuestros hijos —discrepó con brusquedad—. Bueno, al menos, mientras fuisteis niños —rectificó al recordar el anterior noviazgo de Jocelyn.
Ella tragó con dificultad y procuró retomar el hilo de la conversación.
—Seguramente, el señor Saenko se marchará en unos minutos.
—Eso espero.
Alex y su misterioso amigo salieron del salón y las risas de Sandy sobre sus hombros atrajeron la atención de las dos mujeres en el vestíbulo.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Contra quién conspiráis?
—Alex... —rio Jocelyn ante la acertada acusación de su hermano.
—¿Dónde crees que vas, jovencito? —Su madre ignoró el gracioso comentario, evitó la gélida mirada de Sergey y le dio la espalda deliberadamente, mientras bajaba a la niña de los hombros de su tío.
—Vamos a dar una vuelta, madre. Seremos puntuales, no te apures.
—¿Vamos? —inquirió con un graznido. Su hijo mayor llegó al vestíbulo con las llaves del coche en la mano y comprendió—. ¿Tú también, Sean?
—Sí, este par de dos me han convencido. ¿Vienes, Jocelyn?
Ella sintió clavados en la espalda los enigmáticos ojos de Saenko y negó enérgicamente con la cabeza.
—¿Por qué? Anímate, Josie, lo pasaremos bien —la llamó como cuando era una niña y lo perseguía a todas partes.
Caroline Barrymore buscó un argumento creíble para retenerlo en la casa y, sobre todo, para evitar que su hija también se sintiera tentada de marcharse.
—No podéis marcharos ahora. Sean, vuestro padre lleva muchos días preparando esta cena y se sentirá defraudado si no llegáis a tiempo. Además, Leonard está a punto de llegar.
—Te aseguro que papá no se dará cuenta —intervino Alex—, y el señor Lewis puede esperarnos haciéndote compañía.
—No, yo prefiero quedarme con mamá —aclaró Jocelyn para evitar las provocaciones de su hermano.
Ninguna de las dos añadió nada para persuadirles, pero cuando quedaron a solas en el vestíbulo, Jocelyn agarró a la niña de la mano y la llevó al piso superior con la excusa de arreglarle el peinado.
2
Lena Petrova comprobó complacida que solo bastaron quince minutos para que el equipo técnico del Circo Babushka levantara la gran carpa azulada. Cada vez que regresaban a la playa de Brooklyn Sur, recordaba las impresionantes historias que Nona le contaba cuando era niña y su corazón se aceleraba emocionado. La anciana le relataba cuentos reales de aquel lugar con aire melodramático, exagerando su acento nativo como en cada una de sus actuaciones y convirtiéndolos en fantasías. Le describía la antigua playa de Odessa, como la llamaban cariñosamente en el barrio ruso, y le explicaba, con todo lujo de detalles, que hacía muchos años fue un lugar exclusivo para las clases altas neoyorquinas hasta que comenzó a decaer, gestionado por mafias y sospechosos establecimientos de clase media. Poco después, fueron llegando gentes desde distintos puntos del mundo, sobre todo de la antigua Unión Soviética, creando pequeños barrios multirraciales y delimitándolos con sus culturas. Y así fue como surgieron las primeras ferias y tiros al blanco. Año tras año, aquel lugar fue recobrando un poco de su antiguo esplendor y tanto Nona como muchos de los artistas del Babushka fueron testigos de ello. Los circos y montañas rusas comenzaron a poblar la deshabitada playa de arena blanca, y las aristocráticas sombrillas, que un día fueron sustituidas por mafiosos y centros de mala muerte, regresaron como parques de coloridas carpas y brillantes luces de ilusión que delineaban la costa atlántica.
Gino, el técnico especialista en carpas y domador de leones, apeló a la fuerza con su marcado acento italiano y Lena sonrió al ver la coordinación de tantas nacionalidades diferentes con un mismo propósito. Franceses, italianos, ucranianos, rumanos y algunos latinos formaban parte de un gran equipo que, gracias al esfuerzo común, terminaron de izar el tenso cielo azul que los cubriría durante dos meses. Aseguraron las estacas que apuntalaban el mástil central y los camiones y pequeñas caravanas formaron un círculo perfecto, como en una ceremonia, alrededor de los pilares que sostenían la carpa previamente montada.
Lena paró el motor del camión; cuando verificó por el retrovisor que estaba perfectamente alineado con el tráiler que transportaba las cocinas, se bajó de la cabina de un salto y saludó con la mano a Gino, que resoplaba mientras tensaba una gruesa cuerda y la aseguraba en un enorme mosquetón. Después entró en su caravana, que estaba un par de puestos atrás, cambió sus ropas cómodas por las de entrenamiento, sujetó su larga melena oscura en una cola de caballo y regresó a la carpa central.
En unas horas inaugurarían la primera representación y estaba deseosa de saltar a la pista. El circo era así, pensó caminando entre los carromatos de los payasos, cada día diferente y, sin embargo, todos iguales a lo largo de los años. Llegaban a una ciudad, montaban el campamento y unos días después se marchaban de la misma manera que avanzaban hacia otra ciudad. Menos en Coney Island, donde permanecían dos largos meses, los más calurosos hasta que comenzaban a acortarse los días y se aproximaba el otoño; en realidad, regresaban a aquel lugar con el anhelo de un hijo que echaba de menos su hogar.
Tras los vistosos colores de los ropajes, el maquillaje excesivo de los artistas y los payasos, el deslumbrante brillo de las lentejuelas y las extravagantes y curiosas singularidades de los personajes de la pista, se ocultaban las personas que les daban vida, pero eso era algo en lo que nadie reparaba. Ellos llegaban a los pueblos y ciudades para hacerles olvidar, para que la incertidumbre y el desasosiego se convirtieran por unos minutos en seguridad. Ellos conseguían que las risas escondieran la sobria seriedad que los acompañaba constantemente, y aunque sus vidas no tuvieran nada que ver con lo que representaban, a través de sus cuerdas y trapecios escenificaban sueños prohibidos que los transportaban a la fantasía con siniestra fascinación.
Lena buscó a Andrey entre los hombres que terminaban de montar los trapecios. Vio a Gino, el domador, colocando los asientos de las gradas y algo en su mirada oscura la alertó. La gente decía que parecía un auténtico vikingo, aunque era de origen italiano, pero su larga melena oscura, que siempre llevaba sujeta con una cinta, el pendiente de oro que colgaba de su oreja y su gran corpulencia y altura desorientaban a todo el mundo. Además, contaba con un atractivo que hacía las delicias de las mujeres que contemplaban su espectáculo, aparte de granjearse el respeto y la admiración de los hombres.
—No lo he visto, si es lo que vienes a preguntarme —la recibió malhumorado.
—Seguramente está cambiándose de ropa para el entrenamiento —trató de justificarlo sin éxito.
—Sí, seguramente.
—Gino, sabes que no está pasando por su mejor momento. —Le ayudó a colocar dos sillas y él se paró ante ella con las manos apoyadas en las caderas—. No me mires así, Andrey nos necesita y, si fueras tú el que tuviera problemas, él no te defraudaría. Somos una familia —apeló con suavidad ante su férrea determinación.
—Le vi marcharse hacia Brighton Beach nada más llegar —refunfuñó, molesto—, y yo nunca tendré esos problemas.
—Lo sé; gracias, Gino.
—No tardes, Lena, no quiero tener que ir a buscaros a los dos.
—No lo haré, no seas tan quisquilloso. —«Y sobreprotector», pensó alejándose.
Cruzó entre las jaulas de los animales; a su paso, saludó a los liliputienses que ayudaban a montar el túnel enrejado de los leones y se encaminó hacia el camión del capataz, que era algo así como un autobús desmantelado y reconvertido en una casita de muñecas. El aroma a guiso de atún, la mesita de jardín que ya estaba instalada bajo el toldo y las flores de plástico que adornaban el alféizar de la ventana le dieron la bienvenida, como siempre ocurría cuando se acercaba hasta allí.
—¿Rufus? ¿Nona? —llamó con energía en la puerta medio abierta—. ¿Hay alguien en casa?
La cabellera rojiza e inmanejable de Rufus, el anciano capataz que en realidad tenía un nombre mucho más complicado, asomó por la parte trasera del camión.
—¿Qué tripa se te ha roto? —masculló, enrojecido por el esfuerzo de asomarse por el ventanal que hacía las veces de taquilla y que estaba orientado hacia el exterior del círculo formado por los vehículos—. ¿No ves que estoy ocupado?
—Necesito ausentarme un momento. —Le indicó que saliera del camión y él bufó, desesperado—. Es importante, Rufus, si no lo fuera no te molestaría.
El hombre desapareció de su vista y poco después abrió la puerta frente a la que esperaba.
—No creas que me vas a engatusar con el candor de tus palabras —protestó bajando el escalón con dificultad. Su estómago excedido en circunferencia bamboleó al llegar al suelo y sus enormes brazos se cruzaron sobre el pecho en actitud beligerante—. ¿De qué se trata esta vez?
—De Andrey. —No hizo falta decir nada más.
—No podemos seguir así, Lena, no podemos seguir así. —Meneó la cabeza con censura.
—Llevas razón, pero ahora lo importante es encontrarle antes de que vuelva a meterse en líos, ¿comprendes?
El hombre buscó alrededor y se rascó la indomable cabellera, como si así pudiera hallar una solución.
—Meterse en líos...
—No tardaré mucho, solo lo necesario, y te prometo que estaré de vuelta con él antes de la inauguración. Gino lo vio marcharse hacia Brighton y sé dónde encontrarle. Ni siquiera me cambiaré de ropa —añadió con énfasis.
El hombre revisó sus medias de rejilla y el maillot color carne que se confundía con su piel cremosa, dándole una apariencia de total desnudez. Cabeceó y refunfuñó algo en su idioma. Con aquellas ropas, Lena parecía mucho más joven de lo que era. Y también más vulnerable. Sus pies descalzos se movían inquietos sobre la arena y daban golpecitos en espera de su respuesta.
—Será mucho mejor que te pongas algo encima —gruñó, indicándole que entrara en su camión—. Nona te dará algo del ropero que está revisando y, desde luego, no te marcharás descalza; bastante mala fama tenemos como para azuzar las habladurías.
—Rufus, no seas exagerado —protestó a punto de echarse a reír.
—El jefe tiene razón, toma, ponte esto —llegó hasta ellos la voz ajada de Nona.
La anciana le entregó un vestido negro con llamativos volantes de colores y unos zapatos verdes. Lena soltó una carcajada al ver que aquel disfraz de zíngara que Nona pretendía que usara incitaría más a las malas lenguas.
—No puedo ponerme eso.
—¿Qué le pasa al vestido? Lo he usado durante años en mis actuaciones y bien orgullosa que estoy de ello. Lástima que los años hayan encogido la tela —replicó, incómoda.
—Al vestido no le ocurre nada, pero una cosa es repartir folletos por los alrededores y otra... —Rufus carraspeó y su esposa lo miró enojada. Se pasó una mano arrugada por los cabellos grises y tirantes y ajustó una de las horquillas que amenazaba con escaparse—. Nona, te aseguro que es el mejor disfraz del mundo para una echadora de cartas, pero no creo que sea lo más adecuado para ir a buscar a Andrey a Brighton.
La mujer abrió desmesuradamente sus ojos negros y su boca se torció en un rictus. Ella sabía dónde tendría que buscarle. Y Rufus también.
—Ese muchacho no aprenderá nunca, ¿verdad? —Lloriqueó, estrujando el vestido entre las manos—. ¿Qué va a ser de nosotros si vuelven a encerrarlo? ¿Sabe Gino que te marchas?
—Sí, lo sabe, y te prometo que traeré a vuestro nieto. —Lena le dio un abrazo y le tomó la cara entre las manos—. Mira, no perderé más tiempo. —Se metió el vestido por los brazos y ajustó el corpiño bordeado de monedas de cobre sobre sus pechos, después sacó el maillot por los pies y se calzó los llamativos zapatos—. ¿Qué os parece? —Dio un giro ante ellos y miró a Rufus a los ojos.
—Que eres igual que tu madre... —repuso el hombre sin aliento.
Caminar por las calles de Brighton Beach era como andar por una tierra mágica en la que el tiempo se hubiera detenido. Un paseo en un día cualquiera permitía sospechar que, de un momento a otro, una limusina de lujo cruzaría la avenida y un puñado de míticos mafiosos rusos comenzaría a disparar ráfagas de metralla.
El barrio se mostraba en todo su esplendor bajo un sol que ya comenzaba a ponerse. Allí todo era ruso, pero confeccionado en América. Los diarios del país editados en su idioma, la comida, la barbería y la tienda de flores de la esquina. Más allá observó los viejos hoteles victorianos, vestigios de la época de riqueza de la que tanto le hablaba Nona, y al otro lado la extensa playa de arena blanca, llena de sillas y de gente tomando los últimos rayos de sol vespertinos.
Lena se dirigió hacia la avenida principal, donde los bares y restaurantes se agolpaban entre tiendas de regalos y comercios de grandes rótulos con caracteres cirílicos. Aprovechó el paseo para ir repartiendo folletos informativos del circo y, según entraba en los locales, echaba un vistazo para comprobar si Andrey estaba en alguno de ellos; se acercaba a las mesas y explicaba con una sonrisa que la inauguración del Babushka sería en menos de tres horas. Algunos turistas la miraban ensimismados por el colorido y la fantasía de sus ropajes y ella procuraba rodear de misterio sus palabras, acentuando exageradamente su entonación como si se tratara de una verdadera zíngara llegada de un lejano país.
Lena sabía la reacción que provocaba en los niños que escuchaban sus increíbles relatos, mientras entregaba papeletas con un descuento en la primera actuación, asegurándoles que era capaz de adivinar su mayor secreto con solo mirarlos a los ojos. Terminó de charlar con un grupo de jóvenes que prometieron acercarse a la inauguración y, después de mirar el reloj, se apresuró a salir del restaurante. El metro que llevaba hacia Manhattan pasó con rapidez por su lado y fue como si la avenida entera se viniera abajo con el chirrido de las vías. Aprovechó que unos turistas salían de uno de los bares para entregarles unos folletos y se adentró en el local.
El interior estaba poco iluminado y apenas había clientes en las pocas mesas que encontró alineadas a ambos lados formando un estrecho pasillo. Las paredes forradas de madera y los brocados de los espesos cortinajes verdes que cubrían las ventanas le conferían el aspecto típico de un antiguo bar ruso. Trató de acostumbrarse a la penumbra y echó un vistazo alrededor. Al fondo divisó una barra de madera salpicada de farolillos amarillos que alumbraban una pared con extravagantes tallas doradas. Cuando por fin se acostumbró a la tenue luz, divisó la rubia cabeza de Andrey en un rincón de la barra. Estaba de espaldas a ella y cuando decidió acercarse para echarle una buena regañina por desaparecer cuando más falta hacía en el circo, observó cómo un hombre joven y trajeado, que estaba a su lado, introducía algo en el bolsillo de la camisa de Andrey. A su vez, el muchacho dejó unos billetes sobre la barra y su acompañante los guardó sin siquiera contarlos.
Lena apretó los folletos que le quedaban en la mano y alzó sus faldas para poder caminar con más soltura. Ni siquiera reparó en la sensación que producía en un ambiente como aquel, que una exótica zíngara cruzara entre las mesas luciendo un furioso frufrú de enaguas y volantes de brillantes colores. Varias cabezas se alzaron a su paso con inusitado interés y, como si Andrey presintiera su llegada, se volvió en el taburete y la miró asombrado.
—Lena, ¿qué haces aquí?
—Es lo mismo que iba a preguntarte. Deberías estar entrenando —replicó ella desafiándolo a contradecirla.
—Tenía asuntos pendientes —contestó molesto por el tono autoritario que ella estaba utilizando y que no pasaba desapercibido para la mayoría de los clientes del bar, que los miraban con interés.
—Puedo imaginar a qué asuntos te refieres —sus ojos verdes chispearon bajo los farolillos amarillos.
—Si me permite... —El joven bien trajeado que acompañaba a Andrey extendió una mano amistosa hacia ella.
—No. No le permito nada.
—Lena... —resopló su amigo, sin poder creer que ella pudiera llegar a ser tan grosera como se propusiera.
—No digas nada más. Lo he visto, Andrey —espetó en su idioma para evitar que el elegante acompañante se inmiscuyera de nuevo.
—No sé de qué hablas, estás cometiendo un error. —También habló en ruso.
—¿Quieres matar a tus abuelos de un disgusto? ¿Es eso? Porque te aseguro que si sigues tomando esas guarrerías, lo conseguirás.
Lena metió la mano en el bolsillo de su camisa de trabajo y extrajo un sobre blanco que sujetó entre los dedos. Al abrirlo, buscó en el interior pero solo encontró una nota doblada. La leyó y se mordió los labios. En el sobre no había nada más.
El joven del traje volvió a sentarse en el taburete mientras se frotaba una mejilla y Andrey enrojeció hasta las orejas.
En ese instante, Lena comprendió que había cometido un enorme error.
—Señorita, permita que me presente. —El acompañante rompió el bochornoso silencio que se había creado y lo hizo en el mismo idioma materno que ellos utilizaban—. Soy Alexander Barrymore y le aseguro que no albergo malas intenciones al entregarle la factura de mis honorarios a mi cliente.
3
—Me has puesto en ridículo delante de mi abogado y no puedo fingir que no ha ocurrido. —Andrey se removió enfadado en su taburete y ella se inclinó para hablarle.
—¿Cómo iba a imaginar que solo estaba dándote una factura? Cuando te vi en este lugar, supuse que habías vuelto a consumir, y el gesto de ese hombre tan trajeado al tomar el dinero, la luz tenue y engañosa y... ¿Puedes comprender lo mal que me siento?
—Claro que va trajeado, porque es un abogado muy importante de Brooklyn, y hasta hace unos minutos era el mío. No creo que el señor Barrymore acepte esta afrenta, ¡lo has confundido con un camello, Lena! —Andrey negó con la cabeza y terminó su refresco de un trago.
—Pues yo creo que se ha divertido mucho cuando le he explicado mi confusión —ella trató de quitarle hierro al asunto—. Mírale, se ha reunido con sus colegas picapleitos en aquella mesa del fondo y no parece muy ultrajado. Más bien se le ve feliz y muy contento.
Andrey levantó la cabeza de su bebida y dirigió su mirada al fondo del bar.
—No son sus compañeros. El hombre que va vestido de oscuro y que está sentado a su lado es un mercenario o un detective, al menos eso se dice por ahí, aunque no podría asegurarlo. En cuanto al otro que está de espaldas a nosotros —chasqueó la lengua con impotencia—, creo que es Sean Barrymore, su hermano mayor y un fiscal importante de Chicago.
Lena estiró el cuello para verlos mejor. El hombre siniestro que parecía ser un policía, o un mercenario, clavó sus ojos en ella, pero las anchas espaldas del que acaparaba su interés le impedía verlo con claridad.
—¿Se puede saber qué hace un fiscal de Chicago en un lugar como este?
—Y yo qué sé. Tendré suerte si el señor Alexander Barrymore sigue aceptando que le pague los honorarios a plazos. —Se llevó una mano al pañuelo rojo que llevaba anudado al cuello y lo aflojó.
—Tu abuelo cree que no debe nada a ningún abogado.
—¿Qué querías que le dijera? Rufus estaba dispuesto a vender el circo con tal de sacarme de la cárcel, pero jamás permitiré que se deshaga del Babushka. Sin embargo, el señor Barrymore aceptó que le pagara en varias veces y...
—Hablaré con él.
—No, por favor, déjame en paz. ¿Vale? —La sujetó por un brazo para evitar que cumpliera su amenaza.
—Oh, oh. Demasiado tarde, Andrey, tu prestigioso abogado viene hacia aquí —le advirtió ella fingiendo que no se había dado cuenta.
—¿Qué tal, muchachos, ya habéis aclarado vuestras diferencias? —Alexander Barrymore se apoyó en la barra, junto a Lena, y le sonrió amistosamente.
Ella tuvo que reconocer que aquel hombre atractivo y bien vestido sería capaz de engatusar al juez más severo del mundo a la hora de defender a sus clientes. Sobre todo si mostraba aquella seductora sonrisa y lo miraba como si fuera el juez más encantador del planeta. Igual que clavaba en ella sus ojos azules, bordeados de negras pestañas.
—Señor Barrymore, me siento avergonzado por lo que ha ocurrido, le estaba explicando a Lena que...
—Vamos, Andrey —le palmeó en un hombro—, olvídalo. Ha sido divertido, ¿verdad, Lena? —Ella afirmó con énfasis y él se acercó para hablarle de forma confidencial—. No todos los días tengo el placer de conocer a una adivinadora tan preciosa y exótica.
—Una bruja, eso lo que es —rumió el joven en ruso.
—Una bruja preciosa —corrigió el abogado con una suave entonación extranjera.
—Habla usted muy bien nuestro idioma, señor Barrymore —observó Lena sin dejar de mirarlo. Aquel hombre tenía una forma de mirar demasiado atrevida y provocadora. Sus ojos decían mucho más que su boca.
—Por favor, llámame Alex. Y tutéame, estamos entre amigos.
Ella no estuvo tan segura, sobre todo cuando volvió a sonreírle.
—No hablo tu idioma tan bien como quisiera, pero si tenemos en cuenta que prácticamente vivo en Brighton y que la mayoría de mis clientes lo hablan, entonces lo comprenderás mejor.
—Eso es... —No encontró palabras para describir lo extraño que resultaba que un hombre de su alcurnia le estuviera confesando algo así.
—Fascinante —le ayudó él a definirlo.
—Supongo que sí —estuvo de acuerdo.
—Señor Barrymore —intervino Andrey, del que posiblemente se habían olvidado—, Lena está muy arrepentida de lo ocurrido.
—Sí, es cierto —aseveró ella muy seria—. ¿Qué habrá pensado de mí?
—Creo que ya te lo he dicho. —El tono de su voz descendió hasta convertirse en íntimo.
—Sí, espero que su hermano no se haya ofendido por mi estupidez.
—¿Mi hermano? —La miró sin comprender.
—Andrey me comentó que es un hombre muy importante y no le habrá hecho gracia saber que le he confundido con un traficante.
Alexander soltó una carcajada ronca y ella sonrió débilmente.
—Te aseguro que tu ingenua estupidez está a salvo entre nosotros. Sean está demasiado ensimismado en sus cosas como para darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor.
—¿Qué quiere decir?
El abogado volvió a reír.
—Que, a veces, mi hermano debería toparse con alguien como tú para suavizar los engranajes de su ecuánime cerebro.
—Eso que ha dicho será un piropo, ¿verdad? Porque ha sonado un poco raro.
—Por supuesto. ¿Dónde tenías escondida a esta mujercita, Andrey? —Alexander pasó un brazo por los hombros del muchacho y lo atrajo hacia él.
—Montada en su escoba, señor Barrymore. Le aseguro que ni debajo del agua se mantiene callada.
El abogado soltó otra carcajada.
—Montada en su escoba —repitió sin dejar de reír.
De repente, como si acabara de comprender el significado de aquellas palabras, miró con interés a la muchacha que, muy seria, siguió la dirección de sus ojos.
Alexander revisó el llamativo vestido de zíngara, sus cabellos negros, recogidos en la nuca y los enormes aros dorados con los que adornaba sus orejas.
—¿Qué pasa? —Lena se llevó una mano a la cara sin saber por qué la miraba tan fijamente.
—Permíteme, Andrey. —El abogado aflojó el pañuelo rojo que el muchacho llevaba anudado al cuello y lo dobló formando un triángulo. Después se acercó a Lena, que seguía sus movimientos sin perder detalle, y deshizo su coleta antes de que ella lo evitara—. Permíteme tú también, Lena. Acabo de tener una idea estupenda. —Cuando la melena oscura cayó sobre sus hombros, le ató el pañuelo en la cabeza, sujetándolo en la nuca—. Ahora sí que eres una verdadera zíngara.
—Vaya, muchas gracias —replicó ella—. Y supongo que eso tendrá algo que ver con su estupenda idea, ¿verdad?
—Déjale hablar, Lena —le regañó Andrey.
—Tenéis que hacerme un favor. Queríais saber cómo resarcirme por el malentendido de antes, ¿no? —Ellos guardaron un prudente silencio—. Acaba de ocurrírseme la mejor idea del mundo. Vamos a gastarle una broma al escéptico de mi hermano. Será divertido, ya lo veréis.
—¿Qué clase de broma? —se interesó, desconfiada.
—¡Hecho, señor Barrymore! —aceptó Andrey, deseoso de contar de nuevo con la confianza del abogado.
—Será muy fácil. —Se acercó a ellos y bajó el tono—: Él tiene que creer que Lena es una verdadera adivina cuando le augure su futuro.
—Eso no es una broma, señor Barrymore —sonrió con gesto indulgente—, le recuerdo que predigo el futuro a todo el mundo mientras reparto los folletos de la representación. Pero eso solo es parte del espectáculo y no creo que su hermano se preste a algo tan infantil. Lo único que hago es decir cosas bonitas que la gente quiere escuchar.
—No lo entiendes, Lena —atrajo su atención, agarrándola por las manos—. Sean nunca creería nada de lo que le dijeras, pero será diferente cuando le adviertas exactamente de lo que le va a ocurrir porque yo te lo diré. Él se mostrará incrédulo y no le dará importancia, pero no quiero perderme el momento en el que compruebe que las premoniciones de una zíngara se van cumpliendo a medida que transcurre la noche.
—Cuente con ello, señor Barrymore —aseveró Andrey por los dos.
—No creo que sea buena idea. —Lena se mostró reacia a engañar a un fiscal.
—Es una idea estupenda —rebatió el abogado, entusiasmado—. Estaré en deuda con vosotros, os lo aseguro. —Andrey le dio un codazo a la muchacha y ella lo fulminó con la mirada—. Yo me divertiré como nunca y prometo pasarme por el circo mañana para contaros cómo terminó la broma. ¿Aceptas, Lena?
Alexander volvió a desplegar su encanto masculino y la miró con intensidad.
—Está bien —admitió sin mucho entusiasmo—, pero recuerde que estará en deuda con nosotros. ¿Qué tengo que decirle?
—Bien. —Se frotó las manos y se acercó más a ella—. Dile que esta noche recibirá la noticia más importante de su vida y que será su padre el que se la comunique. Tienes que rodearlo de misterio, ya sabes...
—Sé hacer mi trabajo, señor Barrymore.
—No lo dudo. También puedes decirle que ves a dos niños, sus hijos son gemelos, así que sugiérele que vaya al circo mañana y los lleve con él. Y también puedes decirle que tendrá que pasar una dura prueba en la que... —meditó sus palabras durante unos segundos—. Una dura evaluación en la que se decidirá su futuro.
—¿Eso es todo?
—¿Te parece poco?
Lena entregó dos folletos a una pareja que cruzaba el paseo marítimo y miró a lo lejos con desesperación. En menos de una hora comenzaría el desfile inaugural del Circo Babushka y ella seguía esperando a que el caprichoso señor Barrymore apareciera a la entrada del aparcamiento. Afortunadamente, Andrey ya debía de estar entrenando y Rufus y Nona se habrían relajado. Solo esperaba que no la echaran en falta y que el joven la cubriera para que nadie notara su ausencia.
Cuando ya estaba valorando la posibilidad de marcharse y dejar que el señor Barrymore se perdiera la mejor broma del mundo, divisó a lo lejos las inconfundibles siluetas trajeadas de los hermanos y la siniestra de su acompañante.
Lena tomó aire, alisó el brillante corpiño para que alzara sus senos de forma desafiante, y se irguió como si estuviera a punto de saltar a la pista.
Los tres hombres charlaban animosamente mientras bajaban las escaleras hasta el aparcamiento de la playa; ella apretó los pocos folletos que le quedaban en la mano y se acercó dispuesta a cruzarse en su camino.
—No pueden dejar pasar esta oportunidad. —Se paró delante de ellos y extendió la mano hacia Alexander Barrymore, ignorando a los otros dos—. La magia y la fantasía del Circo Babushka ha llegado a Coney Island. —Arrastró las palabras, recalcando su acento extranjero.
—¡Un circo! —Alexander representó su papel como un verdadero picapleitos: simulando y sin cuestionar ni una de sus mentiras—. ¿Has oído eso, Sean? Podríamos dar una vuelta más tarde y divertirnos.
—Me temo que hoy no será posible. —Tomó uno de los catálogos que le entregó su hermano y le echó un vistazo por encima.
—Es cierto, señor, su amigo tiene cosas más importantes que celebrar esta noche. —Lena suspiró con teatralidad y Alex no pudo evitar un amago de carcajada.
—¿Qué quieres decir? —intervino Sean, intrigado por el extraño comentario.
Lena alzó la cara hacia él y lo miró por primera vez; lo había estado evitando desde que lo vio descender las escaleras con aquel aire determinado que daba la confianza de saberse importante.
—No debería preguntarme eso, señor. —Su tono sonó misterioso y lleno de embrujo.
—¿Por qué?
—Porque su destino ya está trazado.
—Ya —exclamó él, quedando inmóvil unos instantes y sonriendo ligeramente—, y supongo que tú estás al tanto.
—Comprendo lo que usted debe de sentir al tener la oportunidad de conocer su futuro con antelación.
—¿Sí? —replicó—. ¿Estás segura?
—Dadas las circunstancias...
—¿Qué circunstancias?
Sean se llevó una mano al nudo de la corbata, un gesto que Alexander conocía a la perfección y que denotaba interés. Sí, pensó el joven con una sonrisa, aquella mujer era buena, muy buena.
—¿De verdad quiere conocer su futuro antes de tiempo?
Sean sintió sus ojos verdes y resplandecientes en los suyos. Consciente de que aquella muchacha trataba de ridiculizarlo, se balanceó sobre los pies mientras mantenía las manos metidas en los bolsillos y la morena cabeza, ladeada sin dejar de mirarla.
—¿Por qué no? Después puedo decirte el tuy