Créditos
Título original: Dreams of Trespas. Tales of a Harem Girlhood
Traducción: Ángela Pérez Gómez
1.ª edición: octubre 2013
© Fatema Mernissi, 1994
© Ediciones B, S. A., 2013
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito legal: B. 21.269-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-574-1
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
Portadilla
Créditos
1. Las fronteras de mi harén
2. Shahrazad, el rey y las palabras
3. El harén francés
4. La primera coesposa de Yasmina
5. Chama y el califa
6. El caballo de Tamou
7. El harén interior
8. Fregado acuático
9. Noches de alegría a la luz de la luna
10. El salón de los hombres
11. La Segunda Guerra Mundial vista desde el patio
12. Asmahan, la princesa que cantaba
13. El harén va al cine
14. Las feministas egipcias visitan la terraza
15. El destino de la princesa Budur
16. La terraza prohibida
17. Mina, la desarraigada
18. Cigarrillos norteamericanos
19. De bigotes y senos
20. El silencioso sueño de alas y vuelos
21. Estrategias de la piel: huevos, dátiles y otros secretos de belleza
22. Alheña, arcilla y la mirada de los hombres
Notas
1. Las fronteras de mi harén
1
Las fronteras de mi harén
Nací en 1940 en un harén de Fez, ciudad marroquí del siglo IX, cinco mil kilómetros al oeste de La Meca y mil kilómetros al sur de Madrid, una de las peligrosas capitales de los cristianos. Mi padre decía que con los cristianos, al igual que con las mujeres, los problemas empiezan cuando no se respeta la frontera sagrada o hudud. Yo nací en pleno caos, porque ni los cristianos ni las mujeres respetaban las fronteras. En nuestra misma puerta, podía verse a las mujeres del harén discutiendo y peleándose con Ahmed, el portero, mientras que los ejércitos extranjeros del norte seguían llegando a la ciudad. En realidad, los extranjeros estaban al final mismo de nuestra calle, que quedaba exactamente entre la ciudad antigua y la Ville Nouvelle, una ciudad nueva que estaban construyendo para sí mismos. Por alguna razón, decía mi padre, cuando Alá creó el mundo separó a los hombres de las mujeres y colocó un mar entre musulmanes y cristianos. Existe armonía cuando cada grupo respeta los límites de los demás; la transgresión solo causa pena y desdicha. Pero las mujeres soñaban con ella continuamente. Su obsesión era el mundo del otro lado del umbral. Fantaseaban durante todo el día con pasear por calles desconocidas, en tanto que los cristianos seguían cruzando el mar, trayendo consigo la muerte y el caos.
Los problemas y los vientos fríos vienen del Norte y nosotros nos volvemos hacia Oriente para rezar. La Meca está lejos. Si uno sabe concentrarse es posible que sus oraciones lleguen hasta allí. A mí me enseñarían a concentrarme cuando el momento fuese adecuado. Los soldados de Madrid habían acampado al norte de Fez y hasta mi tío Alí y mi padre, que eran muy poderosos en la ciudad y daban órdenes a todo el mundo en la casa, tuvieron que pedir permiso a Madrid para asistir a la fiesta religiosa de Moulay Abdesslam, a trescientos kilómetros, cerca de Tánger. Pero los soldados que estaban al otro lado de nuestro umbral eran franceses y pertenecían a otra tribu. Eran cristianos como los españoles pero hablaban otro idioma y vivían más al norte. Su capital era París. Mi primo Samir decía que París debía de quedar a unos dos mil kilómetros, dos veces más lejos que Madrid y dos veces más feroz. Los cristianos se peleaban continuamente, igual que los musulmanes, y los españoles y los franceses casi se mataron los unos a los otros cuando cruzaron nuestra frontera. Luego, como ninguno de los dos bandos consiguió derrotar al otro, decidieron partir Marruecos por la mitad. Pusieron soldados en ‘Arbaoua y dijeron que, en adelante, para ir al norte se necesitaba un permiso, porque se pasaba al Marruecos español. Para ir al sur se necesitaba otro permiso, porque se pasaba al Marruecos francés. Y si uno no se atenía estrictamente a esto, lo retenían en ‘Arbaoua, un lugar arbitrario en que construyeron una puerta enorme que, según ellos, era una frontera. Pero mi padre decía que Marruecos había existido íntegro durante siglos, que ya existía incluso antes de que llegara el islam hacía catorce siglos. Nadie había oído hablar hasta entonces de una frontera que dividiese en dos el suelo marroquí. La frontera era una línea invisible que imaginaban los guerreros.
Mi primo Samir, que a veces acompañaba a tío Alí y a mi padre en sus viajes, decía que para crear una frontera solo hacían falta soldados que obligaran a los demás a creer en ella. En el paisaje propiamente dicho no cambia nada. La frontera está en la mente del poderoso. Yo no pude comprobarlo personalmente, porque mi tío y mi padre decían que las niñas no viajan. Viajar es peligroso y las mujeres no pueden defenderse. Tía Habiba, que había sido repudiada y despedida súbitamente sin motivo alguno por un marido a quien amaba tiernamente, decía que Alá había enviado a los ejércitos del Norte a Marruecos para castigar a los hombres por violar la hudud que protege a las mujeres. Cuando alguien ofende a una mujer, viola la frontera sagrada de Alá. Es ilícito ofender a los débiles. Tía Habiba lloró durante años.
Educación es conocer la hudud, las fronteras sagradas, decía Lalla Tam, la directora de la escuela coránica a la que me enviaron a los tres años y a la que también asistían mis diez primos. Mi maestra tenía un látigo largo y amenazador y yo estaba de acuerdo con ella en todo: la frontera, los cristianos, la educación. Ser musulmán era respetar la hudud. Y para un niño respetar la hudud era obedecer. Yo deseaba con todas mis fuerzas complacer a Lalla Tam, pero cuando ella no podía oírme, pregunté a mi prima Malika, que tenía dos años más que yo, si podía indicarme dónde estaba situada realmente la hudud. Malika me dijo que lo único que sabía con certeza era que todo iría bien si obedecía a la maestra. La hudud era todo aquello que la maestra prohibía. Las palabras de mi prima me tranquilizaron y empecé a disfrutar de la escuela.
Pero desde entonces buscar la frontera se ha convertido en la ocupación de mi vida. La angustia me consume cuando no puedo situar la línea geométrica que organiza mi perplejidad.
Mi infancia fue feliz porque las fronteras eran claras como el agua. La primera frontera era la puerta que separaba nuestro salón familiar del patio principal. Por la mañana no me dejaban salir al patio hasta que mi madre despertaba, lo que suponía que tenía que entretenerme sola sin hacer ruido desde las seis hasta las ocho. Podía sentarme en el frío umbral de mármol blanco, pero no podía reunirme con mis primos mayores que ya estaban jugando.
—Aún no sabes defenderte —solía decir mi madre—. Incluso jugar es una especie de guerra.
Yo tenía miedo a la guerra, de modo que colocaba mi pequeño cojín en el umbral y jugaba a l-msaria b-lglass (el paseo sentado), un juego que me inventé entonces y que todavía hoy me resulta extremadamente útil. Para jugar solo se necesitan tres cosas: la primera es permanecer quieto en el mismo sitio; la segunda es tener un lugar donde sentarse, y la tercera es hallarse en un estado de ánimo humilde para aceptar que nuestro tiempo carece de valor. El juego consiste en contemplar el territorio familiar como si fuera ajeno a uno.
Yo me sentaba en el umbral de nuestra puerta y contemplaba nuestra casa como si nunca la hubiera visto. Primero, estaba el patio, cuadrado y severo, donde la simetría lo dominaba todo. La circunferencia de la fuente estaba rodeada por un delgado friso de fayenza de color azul y blanco que reproducía el dibujo de las incrustaciones que unían las baldosas cuadradas de mármol. Sobre los cuatro lados del patio se abría una galería de arcos sostenidos por sus respectivas columnatas. Las columnas, cuatro de cada lado, eran de mármol en la base y el capitel; en el centro, los azulejos de color azul y blanco hacían un juego de espejo a los dibujos de la fuente y el pavimento. En pares, enfrentados unos a otros, había cuatro enormes salones. Cada salón tenía una entrada central de dimensiones gigantescas que daba al patio y, a cada lado, dos grandes ventanales. Por la mañana temprano, y también en invierno, las entradas solían estar selladas por sus puertas de cedro, talladas con dibujos de flores. En verano, en cambio, las puertas solían estar abiertas y las entradas se cubrían con cortinajes de grueso brocado, terciopelo y blonda que permitían que se colara la brisa, pero impedían el paso de la luz y los ruidos. Las hojas de los postigos interiores de las ventanas de los salones eran de madera tallada, al igual que las puertas, pero desde el exterior solo se veían las rejas plateadas de hierro forjado, rematadas por unos arcos de cristal de maravillosos colores. Me gustaban aquellos arcos de cristal de colores por la manera en que viraban sus rojos y sus azules bajo el sol de la mañana, que suavizaba los amarillos. En verano, las ventanas se dejaban abiertas de par en par, al igual que las pesadas puertas, y los cortinajes solo se echaban por la noche, y durante la siesta, para proteger el sueño.
Si se alzaba la vista al cielo se veía una elegante estructura de dos plantas cuyos pisos superiores repetían la columnata de la galería del patio, protegida por un pretil plateado de hierro forjado. Y por último estaba el cielo, suspendido en lo alto pero también de forma estrictamente cuadrada, como todo lo demás, y bien enmarcado en un friso de madera con un dibujo geométrico en desvaídos tonos ocres y dorados.
Contemplar el cielo desde el patio era una experiencia abrumadora. Al principio, parecía domesticado a causa de aquel marco cuadrado hecho por la mano del hombre. Pero luego, el movimiento del lucero del alba, que se desvanecía lentamente en el profundo azul y blanco, se hacía tan intenso que lo mareaba a uno. En realidad, algunos días, sobre todo en invierno, cuando los rayos del sol color púrpura y rosa intenso expulsaban del cielo las últimas estrellas que titilaban tercamente, una podía quedar hipnotizada. Y así, contemplando el cielo cuadrado, con la cabeza echada hacia atrás, uno se adormecía; pero precisamente entonces empezaba a llegar gente al patio, de todas partes, de las puertas y las escaleras... ay, casi olvidaba las escaleras. Estaban en los cuatro rincones del patio y eran importantes porque incluso los adultos podían jugar en ellas a una especie de escondite gigantesco, subiendo y bajando por sus brillantes peldaños de color verde.
El salón de mi tío, su esposa y sus siete hijos quedaba justo enfrente de donde yo estaba sentada, y era una reproducción exacta de nuestro propio salón. Mi madre no permitía distinciones públicamente visibles entre nuestro salón y el de tío Alí, aunque él era el primogénito y la tradición establecía que tuviese derecho a alojamientos más amplios y lujosos. Mi tío no solo era mayor y más rico que mi padre, sino que su familia era más numerosa. Nosotros solo éramos cinco: mi hermana, mi hermano, mis padres y yo. La familia de mi tío estaba formada por nueve personas (o diez, si se incluye a la hermana de su esposa, que a menudo viajaba desde Rabat para visitarlos y que, desde que su marido había tomado una segunda esposa, podía quedarse hasta seis meses seguidos). Pero mi madre, que odiaba la vida comunal del harén y soñaba con un eterno tête-à-tête con mi padre, solo había aceptado lo que ella llamaba el acuerdo de la ‘azma (situación crítica) con la condición de que no se hicieran distinciones de ninguna clase entre las esposas. Ella disfrutaba exactamente de los mismos privilegios que la esposa de mi tío, a pesar de la diferencia de rango. Mi tío respetaba escrupulosamente este acuerdo porque, en un harén bien dirigido, cuanto más poder se tenía, más generoso había que ser. En realidad, sus hijos disponían de más espacio, pero únicamente en las plantas de arriba, lejos del patio, que era un lugar demasiado público. No es preciso hacer ostentación descarada del poder.
Nuestra abuela paterna, Lalla Mani, ocupaba el salón que quedaba a mi izquierda. Solo íbamos allí dos veces al día, una vez por la mañana, a besarle la mano, y otra por la noche, a lo mismo. Su salón, como todos los demás, estaba amueblado con divanes tapizados de brocado de seda y cojines a lo largo de las cuatro paredes; un gran espejo central, que reflejaba el lado interior de la puerta y sus cortinajes cuidadosamente dispuestos, y una alfombra floreada, en tonos claros, que cubría todo el suelo. Nunca se nos permitía pisar la alfombra de la abuela con las babuchas puestas, y mucho menos con los pies mojados, aun cuando en verano era casi imposible no mojarse los pies, porque dos veces al día regaban el suelo del patio con agua de la fuente a fin de refrescarlo. Cuando tocaba limpiarlo, las jóvenes de la familia, como mi prima Chama y sus hermanas, disfrutaban jugando a la piscine, que consistía en echar cubos de agua al suelo y salpicar «accidentalmente» a todo el que estuviese cerca. Esto, por supuesto, animaba a los más pequeños (concretamente a mi primo Samir y a mí) a correr a la cocina y regresar armados con la manga de riego. Entonces sí que salpicábamos a todo el mundo, y todos gritaban e intentaban detenernos. El alboroto que armábamos siempre molestaba a Lalla Mani que, colérica, levantaba las cortinas y decía que esa misma noche se quejaría a mi tío y a mi padre.
—Les diré que ya nadie respeta la autoridad en esta casa —nos amenazaba.
Lalla Mani aborrecía que nos echáramos agua tanto como aborrecía los pies mojados. En realidad, si íbamos a hablar con ella después de haber estado cerca de la fuente, no nos dejaba ni abrir la boca.
—No me habléis con los pies mojados —decía—. Id a secaros primero.
En la opinión de Lalla Mani, todo el que violase la norma de «los pies limpios y secos» quedaba estigmatizado para siempre; y si osábamos pisar o manchar su alfombra floreada, nos recordaba la desobediencia durante muchos años. Lalla Mani apreciaba que la respetasen, es decir, que la dejaran contemplar en silencio el patio, sentada tranquilamente, ataviada con su tocado enjoyado. Le gustaba estar rodeada de un profundo silencio. El silencio era un privilegio del que solo gozaban aquellos pocos afortunados que podían permitirse mantener a distancia a los niños.
Y, por último, a la derecha del patio estaba el salón más elegante y amplio: el comedor de los hombres, donde estos comían, oían las noticias, cerraban negocios y jugaban a las cartas. Teóricamente, los hombres eran los únicos de la casa que tenían acceso al enorme aparato de radio, colocado en el rincón de la derecha según se entraba en el salón; cuando la radio no estaba encendida, las puertas del mueble permanecían cerradas con llave. (Pero había altavoces instalados fuera para que todos pudieran oírla.) Mi padre estaba convencido de que él y mi tío tenían las dos únicas llaves de la radio. Sin embargo, por extraño que parezca, cuando los hombres no estaban en casa, las mujeres se las ingeniaban para escuchar Radio El Cairo regularmente. Si no había hombres a la vista, Chama y mi madre solían bailar al son de las melodías de la radio y cantar Ahwa (Estoy enamorada) con la princesa libanesa Asmahan. Recuerdo con absoluta claridad la primera vez que los adultos utilizaron la palabra jain (traidores) para referirse a Samir y a mí; fue cuando mi padre nos preguntó qué habíamos hecho mientras él estaba fuera y le contamos que habíamos escuchado Radio El Cairo. Nuestra respuesta indicaba la existencia de una llave ilegal. Indicaba, concretamente, que las mujeres habían robado una llave y habían hecho una copia.
—Si han hecho una copia de la llave de la radio, pronto harán una para abrir la puerta de la calle —refunfuñó mi padre. A esto siguió una acalorada discusión, y las mujeres fueron interrogadas de una en una en el salón de los hombres; pero después de dos días de investigación, resultó que la llave de la radio debió de caer del cielo. Nadie sabía de dónde había salido.
Aun así, después de la investigación las mujeres se vengaron de nosotros, los niños. Nos dijeron que éramos unos traidores y que por ello nos excluirían de sus juegos. Se trataba de una perspectiva espantosa y nos defendimos alegando que solo habíamos dicho la verdad. Mi madre replicó entonces que había cosas que eran verdad, en efecto, pero uno no podía decirlas sino que tenía que guardarlas en secreto. Y añadió que lo que uno dice y lo que se calla no tiene nada que ver con la verdad y las mentiras. Le pedimos que nos explicara cómo conocer la diferencia, pero su respuesta no nos aclaró nada.
—Tendréis que juzgar por vosotros mismos las consecuencias de vuestras palabras —dijo—. Si lo que decís puede perjudicar a alguien, entonces os calláis.
Aquel consejo no nos sirvió de mucha ayuda. El pobre Samir no soportaba que lo llamasen traidor. Protestó y exclamó que él podía decir lo que quisiera. Yo, como de costumbre, admiré su audacia pero guardé silencio. Decidí que si además de tener que distinguir la verdad de las mentiras (lo cual ya me costaba bastante trabajo), tenía que distinguir también esta nueva categoría de «secreto», acabaría absolutamente confusa y no tendría más remedio que aceptar que de vez en cuando me insultaran y me llamasen traidora.
Uno de mis placeres semanales era admirar a Samir cuando organizaba sus motines contra los adultos, y creía que si me limitaba a permanecer a su lado no me pasaría nada malo. Samir y yo habíamos nacido el mismo día, una larga tarde de Ramadán, con una hora escasa de diferencia.1 Él nació primero, en la segunda planta, y era el séptimo hijo de su madre. Yo nací una hora después en nuestro salón de abajo; era la primogénita de mis padres, y aunque mi madre estaba exhausta, insistió en que mis tías y familiares celebraran por mí las mismas ceremonias que por Samir. Nunca admitió la superioridad masculina, por considerarla absurda y absolutamente antimusulmana. «Alá nos hizo a todos iguales», solía decir. Recordaba después que aquella tarde la casa había vibrado por segunda vez con el tradicional yu-yu-yu-yu2 y los cánticos festivos, y que los vecinos se armaron un lío porque creyeron que habían nacido dos niños varones. Mi padre estaba emocionado, yo era muy gordita y tenía la cara redonda «como una luna» y él decidió inmediatamente que sería una gran belleza. Para tomarle un poco el pelo, Lalla Mani le dijo que yo era un poco más pálida de la cuenta y que tenía los ojos demasiado rasgados y los pómulos demasiado altos, mientras que Samir tenía «un moreno dorado precioso y los ojos negros aterciopelados más grandes que hayas visto». Mi madre me contó después que ella había guardado silencio pero que cuando pudo aguantarse en pie fue corriendo a comprobar si de verdad Samir tenía los ojos aterciopelados, y que así era, efectivamente. Todavía los tiene, aunque toda esa dulzura aterciopelada desaparece cuando se rebela contra algo, y siempre me he preguntado si su tendencia a dar brincos cuando se enfrentaba con los adultos no se debía simplemente a su complexión vigorosa.
Yo, en cambio, era tan rolliza que nunca se me ocurrió saltar cuando alguien me molestaba; solo lloraba y corría a esconderme entre los pliegues del caftán de mi madre. Pero mi madre me decía que no podía confiar en que Samir se rebelara siempre por mí.
—Tienes que aprender a gritar y a protestar, del mismo modo que has aprendido a caminar y hablar. Llorar cuando te ofenden es como pedir más.
A mi madre le preocupaba tanto la idea de que con los años me convirtiera en una mujer sumisa que en las vacaciones de verano consultó a la abuela Yasmina, conocida por no tener igual a la hora de organizar enfrentamientos. La abuela le aconsejó que dejara de compararme con Samir y que me animara a proteger a los niños más pequeños.
—Hay muchas formas de crear un carácter fuerte —dijo—. Una de ellas es fomentar la capacidad de responsabilizarse de otros. Ser simplemente agresiva y atacar al prójimo cada vez que comete un error es una forma de conseguirlo, y no la mejor, desde luego. Animar a una niña a cuidar de los más pequeños en el patio le permitirá hacerse fuerte. Aferrarse a la protección de Samir podría estar bien, pero si aprende a proteger a otros podrá utilizar la misma técnica para protegerse a sí misma.
Sin embargo, fue el incidente de la radio el que me enseñó una lección importante. Precisamente entonces mi madre me explicó la necesidad de masticar bien las palabras antes de hablar.
—No abras la boca sin antes haber rumiado las palabras con los labios bien apretados —dijo—. Porque en cuanto las sueltes podrás pagarlo caro.
Más tarde, recordé que en uno de los cuentos de Las mil y una noches, una palabra mal dicha podía ser catastrófica para el desdichado que, al pronunciarla, hubiese disgustado al califa. A veces, incluso llamaban al siaf, que era el verdugo.
Sin embargo, las palabras podían salvar a la persona que sabía ensartarlas ingeniosamente. Que es lo que le pasó a Shahrazad, la autora de los mil y un cuentos. El rey estaba a punto de cortarle la cabeza, pero ella supo impedirlo en el último instante, todo lo que hizo para conseguirlo fue utilizar palabras. Yo deseaba saber cómo lo había hecho.
2. Shahrazad, el rey y las palabras
2
Shahrazad, el rey y las palabras
Un día, por la tarde, mi madre se tomó el tiempo necesario para explicarme por qué los cuentos de Las mil y una noches se llamaban así. No era ninguna casualidad, pues cada una de aquellas muchas, muchísimas noches, Shahrazad, la joven desposada, tuvo que contar una historia emocionante y cautivadora para conseguir que su esposo, el rey, olvidara su terrible plan de ejecutarla al amanecer. Quedé horrorizada.
—¿Quieres decir, madre, que el rey llamaría a su siaf si no le gustaba el cuento de Shahrazad?
Seguí buscando alternativas para la pobre chica. Yo quería que hubiera otras posibilidades. ¿Por qué no podía el rey dejar que Shahrazad viviera aunque le disgustara el cuento? ¿Por qué no podía Shahrazad decir simplemente lo que quisiera sin tener que preocuparse del rey? ¿Por qué no podía dar vuelta la situación en el palacio y pedir que el rey le contase a ella una historia apasionante todas las noches? Así comprendería lo espantoso que era tener que compla