El reino perdido

Michael Peinkofer

Fragmento

reino-2

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

PERSONAJES (por orden alfabético)

PRÓLOGO

Libro I. LOS LOBOS

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Libro II. LOS CORDEROS

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Libro III. LOS LEONES

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DESENLACE

NOTA DEL AUTOR

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Para Erika Kutzi,
1922-2012,
quien me enseñó que el pasado sigue vivo

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PERSONAJES
(por orden alfabético)

Amalrico I

rey de Jerusalén

Balián de Ibelín

noble del reino de Jerusalén

Blacwin

templario normando

Casandra

una esclava

Cuthbert de Durham

monje benedictino

Gaumardas

templario francés

Gérard de Ridefort

Gran Maestre de los templarios

Guido de Lusignan

regente de Jerusalén

Edwin

presbítero de la orden de los cluniacenses

Lady Escheva

esposa del conde Raimundo

Farid el Armenio

jefe de caravanas

Hugo de Lacy

preceptor de Metz

Hunfredo de Toron

esposo de Isabela

Lady Isabela

hija de Amalrico I

Kathan

templario bretón

Mercadier

templario francés

Raimundo III

conde de Trípoli

Reinaldo de Châtillon

conde de Antioquía

Reinaldo de Sidón

noble del reino de Jerusalén

Robert de Morvaie

alguacil de Berwickshire

Rowan de Lauder

monje laico, criado de Cuthbert

Lady Sibila

hija de Amalrico I

Ung-Jan

señor de los kerait

Yussuf Salah al-Din

sultán de Siria y Egipto

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PRÓLOGO

Bretaña
Otoño de 1151

El viento del norte azotaba el mar en violentas ráfagas, lanzaba olas grises contra los arrecifes y finalmente las estrellaba contra las rocas negras, donde se disolvían convirtiéndose en blanca espuma.

Una solitaria figura estaba de pie en el acantilado, como si pretendiera enfrentarse a los enfurecidos elementos, con las manos unidas y la cabeza gacha. El joven llevaba el atuendo y las armas de un caballero; sin embargo, se había quitado el yelmo y el capuchón, y su espada estaba clavada en la tierra. El caballero hacía caso omiso del azote de la lluvia y del viento, que le revolvía los cabellos e hinchaba su manto. Mantenía la vista clavada en el pequeño montículo de piedras erigido en la parte más alta del arrecife y coronado por una cruz de madera en la que aparecían tres nombres tallados, unos nombres que resonaban en su mente amenazando con hacerle perder el juicio.

Clarisse.

Ruvon.

Alicia.

Permaneció allí durante un momento que parecía eterno mientras la lluvia le empapaba los ropajes y enfangaba la tierra bajo sus pies. El caballero permanecía indiferente a todo ello, como si el tiempo y el mundo ya no lo afectaran.

En cierto momento hincó las rodillas y, aferrado a su espada, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados, evocó en silencio una oración. Entonces, cuando el dolor se volvió insoportable, levantó la cabeza y soltó un alarido de tristeza y desesperación, pero las ráfagas de la tormenta se llevaron sus gritos.

Nadie los oyó.

No obtuvieron respuesta.

De pronto el caballero se puso de pie, arrancó la espada de la tierra y la enfundó en la vaina que colgaba de su cinturón. Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, abandonó el túmulo y se volvió a los dos animales que permanecían estacados un poco más allá, al amparo de una tumba m

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