Créditos
Título original: Cover Her Face
Traducción: María Eugenia Ciocchini Suárez
1.ª edición: enero, 2017
© P. D. James, 1962
© Ediciones B, S. A., 2017
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-593-7
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Contenido
Portadilla
Créditos
CAPÍTULO UNO. 1
2
CAPÍTULO DOS. 1
2
3
4
CAPÍTULO TRES. 1
2
3
CAPÍTULO CUATRO. 1
2
3
4
5
6
7
CAPÍTULO CINCO. 1
2
3
4
5
CAPÍTULO SEIS. 1
2
3
4
CAPÍTULO SIETE. 1
2
CAPÍTULO OCHO. 1
2
3
4
5
CAPÍTULO NUEVE. 1
2
3
4
5
Notas
CAPÍTULO UNO. 1
CAPÍTULO UNO
1
Exactamente tres meses antes del crimen de Martingale, la señora Maxie celebró una cena. Años más tarde, cuando el juicio era un escándalo ya casi olvidado y los titulares de los periódicos amarilleaban en los cajones de los armarios, Eleanor Maxie recordaba aquella noche de primavera como la obertura de la tragedia. La memoria, selectiva y perversa, investía a aquella cena absolutamente normal con un aura de presagios sombríos e intranquilidad. Mirándola en retrospectiva, se convertía en un encuentro ritual de la víctima y los sospechosos bajo un mismo techo, un ensayo previo al asesinato. En realidad, no todos los sospechosos estaban presentes. Felix Hearne, por ejemplo, no se encontraba en Martingale aquel fin de semana; pero en la memoria de la señora Maxie también él se hallaba sentado a la mesa, mirando con ojos divertidos y sarcásticos las bufonadas preliminares de los participantes.
En aquel momento, como es lógico, la fiesta les había parecido vulgar y bastante aburrida. Tres de los invitados —el doctor Epps, el pastor y la señorita Liddell, directora del Refugio St. Mary para jovencitas— habían cenado juntos demasiado a menudo como para encontrar alguna novedad o estímulo en su mutua compañía. Catherine Bowers estaba extrañamente silenciosa y Stephen Maxie y su hermana, Deborah Riscoe, se esforzaban por disimular su fastidio porque el primer fin de semana que Stephen no trabajaba en el hospital en más de un mes coincidiera con una fiesta. La señora Maxie acababa de contratar como criada a una de las madres solteras de la señorita Liddell y la joven serviría la mesa por primera vez. Pero la atmósfera de incomodidad que rodeaba la mesa no podía achacarse a la presencia circunstancial de Sally Jupp, que, tras dejar las fuentes frente a la señora Maxie, recogía los platos mientras la señorita Liddell la observaba con complacida aprobación.
Es probable que al menos uno de los invitados se sintiera realmente feliz. Bernard Hinks, el pastor de Chadfleet, era un solterón, y cualquier variación con respecto a las comidas nutritivas pero desabridas que cocinaba su hermana y ama de llaves —que nunca caía en la tentación de comer fuera de la vicaría— constituía un alivio que dejaba poco lugar a las formalidades de la vida social. Era un hombre agradable y de expresión tierna que aparentaba más de cincuenta y cuatro años y que tenía reputación de ser indeciso y tímido excepto en cuestiones de fe. La teología era su mayor interés intelectual, tal vez el único, y aunque sus feligreses no siempre eran capaces de entender sus sermones, aceptaban este hecho como muestra clara de la erudición del pastor. Sin embargo, en el pueblo se daba por sentado que uno podía obtener asesoramiento y ayuda del pastor y que, aun cuando lo primero resultara algo confuso, por lo general se podía confiar en lo segundo.
Para el doctor Charles Epps la fiesta significaba una comida de primera, un par de encantadoras mujeres con quienes charlar y un tranquilo interludio en medio de las trivialidades de su consulta rural. Era un viudo que llevaba treinta años en Chadfleet y conocía a casi todos sus pacientes tan bien como para predecir con exactitud si vivirían o no. Pensaba que un médico podía hacer muy poco para alterar este destino, que era de sabios reconocer el momento de morir causando las mínimas molestias posibles a los demás y el menor sufrimiento a uno mismo y que los progresos de la medicina solo servían para prolongar la vida durante unos pocos meses de dolor para única gloria del médico. A causa de ello, era menos estúpido y más hábil de lo que Stephen Maxie pensaba, y muy pocos de sus pacientes se enfrentaban con lo inevitable antes de que les llegara la hora. Había atendido a la señora Maxie en el nacimiento de sus dos hijos y era médico y amigo de su marido, en la medida en que la mente ida de Simon Maxie aún podía reconocer y apreciar la amistad. Ahora se sentaba a la mesa de los Maxie y comía souflé de pollo con la actitud de un hombre que se ha ganado la comida y no tiene intención de dejarse influir por el humor de los demás.
—¿Así que has acogido a Sally Jupp y a su bebé, Eleanor? —El doctor Epps no tenía reparos en señalar lo obvio—. Hermosas criaturas, los dos, y será muy agradable para ti tener un bebé en casa otra vez.
—Esperemos que Martha esté de acuerdo con usted —dijo la señora Maxie fríamente—. Necesita quien le ayude con urgencia, ya lo sé, pero es muy conservadora. Es probable que esta situación le afecte más de lo que dice.
—Ya se le pasará. Los escrúpulos morales desaparecerán en cuanto vea que se trata de una ayuda extra en la cocina. —El doctor Epps restó importancia a la conciencia de Martha Bultitaft haciendo un gesto con su mano rechoncha—. De todos modos, en poco tiempo el niño la conquistará. Jimmy es un bebé encantador, quienquiera que fuese su padre.
Llegado ese momento, la señorita Liddell consideró que debía escucharse la voz de la experiencia.
—Yo no creo, doctor, que debamos hablar de los problemas de estos niños con tanta ligereza. Por supuesto, debemos demostrar nuestra caridad cristiana —aquí la señorita Liddell hizo un gesto dirigido al pastor, como si reconociera la presencia de otro experto y se disculpara por esta intromisión en su terreno—, pero no puedo evitar pensar que la sociedad en general se está volviendo demasiado tolerante con estas jóvenes. Los valores morales del país continuarán deteriorándose si estos niños reciben más consideraciones que los nacidos dentro del matrimonio. ¡Y esto ya está sucediendo! Hay innumerables madres pobres y respetables que no reciben ni la mitad del apoyo y la atención que se les concede a algunas de estas chicas.
Miró alrededor de la mesa, ruborizada, y comenzó a comer otra vez con avidez. Bueno, ¿y qué si todos parecían sorprendidos? Tenía que decirlo, era su obligación. Miró al pastor, esperando su aprobación, pero Hinks, después de una fugaz expresión de asombro, se concentraba en la comida. La señorita Liddell, enfadada y sin aliados, pensó que el vicario se comportaba como un glotón. Entonces escuchó a Stephen Maxie.
—Está claro que estos niños no son distintos a ningún otro, excepto por el hecho de que nos debemos más a ellos. Tampoco veo nada de particular en sus madres. Después de todo, ¿cuánta gente acepta en la práctica el código moral que ellas rompen y por el cual se las desprecia?
—Mucha, doctor Maxie, puedo asegurárselo.
La señorita Liddell no estaba acostumbrada a que los jóvenes la contradijeran. Stephen Maxie era un cirujano joven con un gran porvenir, pero eso no lo convertía en un experto en jóvenes descarriadas.
—Me horrorizaría pensar que las conductas de las que soy testigo en mi trabajo pudieran ser representativas de la juventud actual.
—Bueno, como representante de la juventud actual, puede usted creerme que no es extraño que despreciemos a aquellas personas pilladas en falta. A mí esta joven me parece perfectamente normal y respetable.
—Es discreta, refinada y muy bien educada. ¡Tiene estudios secundarios! No se me habría ocurrido recomendársela a su madre si no fuera de lo mejor que tenemos en St. Mary. En realidad, es huérfana y fue criada por una tía, pero espero que eso no despierte su compasión. Lo que Sally debe hacer es trabajar duro y aprovechar al máximo esta oportunidad. El pasado quedó atrás y es mejor olvidarlo.
—Debe de resultar difícil olvidar el pasado cuando uno tiene un recuerdo tan tangible de él —dijo Deborah Riscoe.
El doctor Epps, molesto por una conversación que comenzaba a provocarle mal humor, y probablemente peor digestión, intentó buscar palabras conciliadoras. Por desgracia, solo consiguió prolongar la disputa.
—Es una joven bonita y una buena madre. Es probable que todavía encuentre un buen tipo y se case con él. Sería lo mejor. No puedo decir que me guste la relación que se crea entre una madre soltera y su hijo, suelen estar demasiado unidos y a menudo eso acaba en trastornos psicológicos. A veces pienso, aunque sea una terrible herejía, señorita Liddell, que lo mejor sería conseguir que esos niños fueran adoptados por buenas familias.
—Un niño es responsabilidad de su madre —declaró la señorita Liddell—, y su deber es cuidarlo y mantenerlo.
—¿A los dieciséis años y sin la ayuda del padre?
—Por supuesto, nosotros hacemos trámites de filiación, doctor Maxie, siempre que nos es posible. Por desgracia, Sally es muy obcecada y no quiere darnos el nombre del padre, así que no podemos ayudarle.
—Hoy en día no se puede hacer mucho con poco dinero —Stephen Maxie parecía perversamente resuelto a mantener vigente el tema—, y supongo que Sally ni siquiera recibe un subsidio para el niño.
—Este es un país cristiano, mi querido hermano, y se supone que la retribución por el pecado es la muerte y no unos cuantos billetes de dinero de los contribuyentes.
Deborah había hablado en un susurro, pero la señorita Liddell la escuchó y tuvo la sensación de que lo había dicho con la intención de que la escuchara. Por fin la señora Maxie consideró que había llegado el momento de intervenir. Al menos dos de sus invitados pensaban que debía haberlo hecho antes, no era propio de ella que las cosas se le escaparan de las manos.
—Como voy a llamar a Sally —dijo—, tal vez sería buena idea que cambiáramos de tema. Quizá les resulte pesada si les hablo de la feria benéfica de la iglesia, ya sé que parece que los haya reunido aquí con segundas intenciones, pero creo que realmente deberíamos pensar en las fechas posibles.
Este era un tema en que todos los invitados podían hablar sin riesgos. Cuando por fin entró Sally, la conversación era tan aburrida, amigable y distendida como la misma Catherine Bowers podía desear.
La señorita Liddell observaba a Sally Jupp mientras esta servía la mesa. Era como si la conversación que habían tenido durante la cena le hubiese hecho ver a la joven con claridad por primera vez. Sally era muy delgada, y su espesa cabellera de un color rojo dorado recogida bajo la toca parecía demasiado pesada para un cuello tan frágil. Tenía brazos largos de niña y sus codos sobresalían bajo la piel enrojecida. Su boca insolente ahora parecía disciplinada y sus ojos verdes y huidizos estaban fijos en su tarea. De repente la señorita Liddell se sintió embargada por un irracional arrebato de cariño. La verdad es que Sally lo estaba haciendo muy bien, ¡realmente bien! Levantó la vista y buscó la mirada de la joven, dispuesta a ofrecerle una sonrisa de aprobación y aliento. De pronto, sus ojos se encontraron y durante un par de segundos se miraron la una a la otra. Entonces la señorita Liddell se ruborizó y bajó la mirada. ¡Sin duda se había equivocado! ¡Sally jamás se atrevería a mirarla así! Confusa y horrorizada, intentó analizar la impresión de aquel breve contacto visual. Incluso antes de disfrazar sus propios rasgos con una máscara de encomio propia de un amo, no había leído en los ojos de la joven la sumisa gratitud que caracterizaba a la Sally Jupp del Refugio St. Mary, sino un divertido desdén, una expresión de conspiración y disgusto cuya intensidad la asustaba. Luego los ojos verdes se habían desviado otra vez y Sally la enigmática había vuelto a ser Sally la sumisa, la servil, la pecadora favorita y más favorecida de la señorita Liddell. Pero aquel momento dejó su huella y de repente la señorita Liddell se sintió poseída por el miedo. Ella había recomendado a Sally sin reservas, su actitud parecía muy satisfactoria y la chica era de lo mejor. Demasiado buena para el trabajo de Martingale, realmente. La decisión ya había sido tomada, ahora era demasiado tarde para dudar de su lucidez. Lo peor que podía pasar era que Sally tuviera que volver avergonzada a St. Mary. La señorita Liddell se percató, por primera vez, de que la recomendación de su chica favorita podía traer complicaciones en Martingale. Pero le resultaba imposible prever la magnitud de esas complicaciones y el hecho de que acabarían en un asesinato.
Catherine Bowers, que estaba pasando el fin de semana en Martingale, casi no había hablado durante la cena. Como era una persona básicamente honesta se sintió algo incómoda al descubrir que coincidía con la señorita Liddell. Por supuesto, era muy generoso y galante de parte de Stephen defender a Sally y a las de su clase con tanta vehemencia, pero Catherine se sintió tan disgustada como cuando los amigos ajenos a su profesión hablaban de la nobleza del trabajo de enfermera. Era loable que tuvieran ideas románticas, pero se consiguen pocas compensaciones trabajando a la vera de delincuentes. Sintió la tentación de decirlo, pero la presencia de Deborah al otro lado de la mesa le hizo guardar silencio. La cena, como todas las celebraciones que resultan un fracaso, le pareció el triple de larga. Catherine pensó que nunca una familia se había demorado tanto en la sobremesa y que los hombres jamás tardaban tanto en hacer acto de presencia. Pero por fin había acabado. La señorita Liddell volvió a St. Mary aduciendo que no le gustaba que la señorita Pollack se quedara a cargo tanto tiempo. Hinks murmuró algo sobre los últimos retoques al sermón del día siguiente y desapareció como un espectro en medio de la brisa primaveral. Los Maxie y el doctor Epps se sentaron a gozar del fuego en el salón y hablaron de música. Catherine no hubiera elegido ese tema, incluso la televisión le hubiese parecido mejor, pero el único aparato en Martingale estaba en la habitación de Martha. Si era imprescindible hablar de algo, Catherine prefería que fuera de medicina. El doctor Epps podría haber dicho: «¿Verdad que usted es enfermera, señorita Bowers? ¡Qué suerte que Stephen tenga alguien con quien compartir sus intereses!» Entonces los tres hubieran charlado a gusto mientras Deborah, para variar, no hubiera tenido más remedio que sentarse en silencio y reconocer que los hombres acaban cansándose de las mujeres hermosas e inútiles, por bien que estas vistan, y que Stephen necesitaba a alguien que entendiera su trabajo, alguien que pudiera hablar con sus amigos de un modo interesante y culto. Era un bonito sueño y, como casi todos los sueños, no tenía nada que ver con la realidad. Catherine estaba sentada junto a la chimenea, calentándose las manos ante las débiles llamas del fuego de leña e intentando aparentar despreocupación mientras los demás hablaban de un compositor llamado Peter Warlock, de quien ella no había oído hablar nunca aunque le sonaba por alguna vaga y casi olvidada referencia histórica. Si bien Deborah reconocía no entenderlo, lograba, como siempre, convertir su ignorancia en un asunto divertido. Sus esfuerzos por hacer participar a Catherine en la conversación preguntándole por su madre reflejaban condescendencia y no buenos modales. Fue un alivio que entrara la nueva criada con un mensaje para el doctor Epps. Una de sus pacientes de una granja de las afueras estaba de parto. El médico se levantó sin ganas del sillón, se sacudió como un perro lanudo y pidió disculpas por tener que retirarse.
—¿Un caso interesante, doctor? —preguntó Catherine con interés en un último intento.
—Para nada, señorita Bowers —el doctor Epps miraba a su alrededor buscando su maletín—, ya tiene tres niños, pero es una mujer agradable y le gusta que yo esté allí. ¡Solo Dios sabe por qué! Ella sola podría dar a luz sin problemas. Bueno, adiós, Eleanor, y gracias por una cena estupenda. Pensaba subir a ver a Simon antes de irme, pero vendré mañana si puedo. Supongo que necesitará otra receta de Sommeil, así que la traeré.
Saludó con un gesto a los presentes y salió al vestíbulo seguido por la señora Maxie. Poco después, oyeron su coche rugiendo en el camino. Era un conductor entusiasta y le encantaban los coches pequeños y rápidos, de los que salía con dificultad y dentro de los cuales parecía un viejo y astuto oso yendo de parranda.
—Bueno —dijo Deborah cuando dejó de oírse el ruido del escape—, aquí estamos. ¿Qué tal si vamos al establo a preguntarle a Bocock por los caballos? Eso si Catherine tiene ganas de dar un paseo, claro.
Catherine tenía muchas ganas de dar un paseo, pero no con Deborah. Realmente, pensó, era increíble que Deborah no pudiera o no quisiera darse cuenta de que ella y Stephen querían quedarse solos. Pero si Stephen no lo dejaba claro, ella no podía hacer nada. Cuanto antes se casara y se alejara de las mujeres de su familia, mejor se encontraría. «Le chupan la sangre», pensó Catherine, que conocía este tipo de mujer por sus incursiones en la narrativa moderna. Deborah, felizmente inconsciente de sus propias tendencias de vampiro, encabezó la salida por la puertaventana hacia el jardín.
Los establos, que habían sido propiedad de Maxie y ahora pertenecían a Samuel Bocock, estaban a apenas doscientos metros de la casa, al otro lado del jardín. El viejo Bocock estaba allí, limpiando las monturas bajo la luz de un quinqué y silbando entre dientes. Era un hombre pequeño y moreno con cara de gnomo, de ojos rasgados y boca ancha, y era evidente que se alegraba de ver a Stephen. Todos fueron a ver los tres caballos con que Bocock planeaba comenzar su pequeño negocio. Catherine pensó que las efusiones de Deborah para con los caballos eran realmente ridículas, arrimando su cara a la de ellos con ternura como si fueran seres humanos. «Instinto maternal frustrado —pensó disgustada—, le vendría bien emplear toda esa energía en la sala infantil del hospital, aunque no serviría de mucho.» Ella deseaba volver a la casa. El establo estaba perfectamente limpio, pero era imposible disimular el fuerte olor de los caballos después del ejercicio, y por algún motivo, Catherine lo encontraba inquietante. En una ocasión, la mano delgada y bronceada de Stephen estuvo muy cerca de la de ella en el lomo de un caballo. Por un instante la necesidad de tocar aquella mano, de acariciarla, incluso de llevársela a los labios fue tan imperiosa que tuvo que cerrar los ojos. Y entonces, en la oscuridad, aparecieron otros recuerdos, vergonzosamente hermosos, de aquella misma mano cubriéndole un pecho, más morena en contraste con la blancura de su piel, moviéndose con lentitud y ternura como preámbulo del placer. Salió tambaleante al crepúsculo primaveral y escuchó detrás de sí las palabras lentas y dubitativas de Bocock y las voces ansiosas de los Maxie contestando a la vez. En aquel momento volvió a experimentar una de aquellas sensaciones que la embargaban de vez en cuando desde que se enamoró de Stephen. Llegaban de forma imprevista y todo su sentido común y fuerza de voluntad no le alcanzaban para enfrentarse a ellas. Había momentos en que todo le parecía irreal y veía claramente cómo las esperanzas llegaban a su fin. Culpaba a Deborah de toda su angustia e inseguridad. Deborah era el enemigo, ella, que había estado casada y había tenido la oportunidad de ser feliz. Deborah, que era hermosa, egoísta e inútil. Mientras escuchaba las voces a su espalda, en medio de una creciente oscuridad, Catherine se sintió poseída por el odio.
Cuando llegaron a Martingale se sentía repuesta y había cambiado de humor. Había recuperado su habitual actitud de aplomo y seguridad. Se fue a la cama temprano y, en su actual humor, estaba casi convencida de que él vendría a verla. Se dijo a sí misma que eso era imposible en la casa de su padre, sería una locura de parte de Stephen y un intolerable abuso ante la hospitalidad de los Maxie de la suya, pero siguió esperando en la oscuridad. Después de un rato escuchó pasos en la escalera, los de él y Deborah. Los dos hermanos se reían quedamente. No se detuvieron ni siquiera un instante al pasar junto a su puerta.
CAPÍTULO UNO. 2
2
Arriba, en el estrecho cuarto pintado de blanco que había sido su habitación desde la infancia, Stephen se estiró sobre la cama.
—Estoy cansado —dijo.
—Yo también. —Deborah bostezó y se sentó a su lado—. Ha sido una reunión bastante desagradable. ¡Ojalá mamá no organizara estas cenas!
—Son todos unos hip